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ILÁN SEMO

El ojo y la palabra

 

El Código completo de urbanidad y buenas maneras de Manuel Diez de Bonilla, cuya lectura se implanta entre las familias de la clase media de la Ciudad de México hacia mediados del siglo XIX , dicta instrucciones aleatorias sobre cómo leer y redactar una carta. Las preceden algunas líneas que atienden a la versatilidad del género: “una carta puede decirse que es una visita a una persona ausente. La conveniencia, el interés, la curiosidad, la necesidad, el afecto concurren a promover y conservar el comercio epistolar.”(1) La virtud de Diez de Bonilla es literaria y sinóptica a la vez. Incluso la era del correo electrónico parece corroborar su teoría sobre el “comercio epistolar”. Se olvida con frecuencia que los manuales de conducta eran -son- tratados de sociología y etnografía. Tratados dialógicos. De la conducta se espera una respuesta inmediata que confirme o no cierta obediencia a los ideogramas del performance cotidiano, que celebre esta obediencia o que la desafíe. Entre el manual y las prácticas media el ideograma: un guión ideal, las reglas no escritas del juego. Pero las reglas no son el juego, ni siquiera se sabe si forman parte de él. Representan apenas un hint , una evocación de sus normas, un currículum inánime. En rigor, el manual condensa, más que las reglas, el orden: la mirada codificada. No la mirada sino lo que la precede: el código. El capítulo sobre “La carta” detalla las peripecias del código de cierta escritura: el comercio epistolar. Las cartas/ la carta: la sombra de una “persona ausente”, la visita inesperada. ¿Quién es la visita, quién el anfitrión? Un juego de espejos inconformes. El yo se visita a sí mismo, a través de una elipsis, la elipsis de un otro imaginario, el lector imaginario , el remitente puesto ante el abismo de su escritura, ante el fantasma de la ausencia en el otro. La precisa cartografía de Bonilla sobre los móviles del comercio epistolar habla de los lectores imaginarios posibles, del sujeto simulado por “la carta”, de las transacciones del yo (con quién) en la intimidad: la amante, el amigo, el socio, el enemigo, la autoridad. Cada lector imaginario supone un orden irreductible de la escritura. Lo bizarro es poder transgredir lo irreductible sin siquiera intimidarnos. El destinatario modula la textura, el halo de la carta. Y súbitamente cuando leemos las advertencias sobre la “correcta escritura” de la “carta familiar”, por ejemplo, nos sentimos catapultados a otra época, a un sitio ajeno, casi fantástico, inaccesible se podría decir, perdido en el tiempo, en algún lugar hace más de un siglo y medio.

 














 

Las reglas del discurso piden que el estilo sea familiar, pero no negligente, que la construcción sea esacta, las espresiones propias, los pensamientos precisos, y que nada halla de oscuro y enredado.

Comúmente se dice que las cartas familiares deben ser escritas del mismo modo con que se habla. Esto puede concederse, pero con tal de que se hable bien. Acaso aun mediando tal circunstancia se ecsige escribir mejor de lo que se habla; una vez que escribiendo se tiene tiempo de escoger y disponer más bien las ideas y de hallar la más fácil y precisa manera de presentarlas. Y además ¿no es quizá mejor mostrar buena opinión del amigo y dársela ventajosa de uno mismo?

Un amigo lee con doble atención una carta escrita con cuidado. Añade la estimación a la amistad, así como una carta desaliñada la entibia. Es un acsioma de moral, que no basta el solo buen corazón para estrechar y perpetuar las amistades: queremos que el mérito las autorice y forme su base; agréguese que los amigos muestran tal vez nuestras cartas a otros, los cuales no estando prevenidos en nuestro favor, juzgan de ellas imparcialmente y, si son vituperables, las condenan con rigor. ¿Cuántos autores que tenían establecido gloriosamente su nombre con obras muy trabajadas, lo han visto luego vilipendiado, o rebajado de precio, a causa de la publicación de sus cartas familiares, escritas con negligencia y poca ecsactitud.( 2)

Si en su tiempo las instrucciones del Código apelaban a una cierta sensatez, hoy podrían servir, por ejemplo, para compilar una guía de espíritus crédulos, o bien un catálogo mínimo de quiénes (y cómo) deben ser leídos conspicuamente. Su irónica enumeración de aquellos que merecen no el beneficio sino el oficio de la duda también es consignable. A saber: la amante, el subordinado y el socio de negocios. Con más rigor aún: los vagos objetos del amor, el poder y el dinero. Sin proponérselo, el Código recuerda la absoluta antigüedad de estas debilidades cuando evoca a Shakespeare y a Maquiavelo para justificar sus advertencias a lectores con ausencia de malicia.

El hombre no concede sino con repugnancia su propia estimación y aprovecha siempre con placer una ocasión o un pretesto para quitarla o disminuirla.

Reflecsionando que las cartas pueden: 1° perderse o caer en manos ememigas; 2°que pueden presentarse en los tribunales como prueba de los hechos principales o accesorios, y 3° que quedan todavía en poder del amigo, que ha dejado de serlo o convertídose en enemigo; se reconoce claramente la necesidad de escribirlas con precaución para ni comprometerse á si mismo ni á otros.

Una persona de honor jamás debe en sus cartas poner en riesgo la reputación de otro, ni descubrir aquellos sentimientos agenos, que desagradables á la autoridad pública o privada, podrían producir enemistades y sin sabores. (3)

Que cinco siglos después podamos leer incondicionalmente las obras de Shakespeare y Maquiavelo, tal y como lo hizo Diez de Bonilla, es un hecho que merece el asombro. Los autores clásicos guardan esa extraña perpetuidad: se asoman a las ventanas del tiempo como si siempre hubieran estado ahí. Pero nada de ello nos lleva a la intimidad de sus lectores anónimos en las ciudades europeas del siglo XVII , o a la realidad de quienes pasaron por sus páginas en el siglo XVIII novohispano o el XIX mexicano para extraer significados y sentidos de Hamlet o de El príncipe en un mundo inimaginable desde la perspectiva del que habitaron Shakespeare y Maquiavelo. No me refiero, por supuesto, a las lecturas que Voltaire o Herder derivaron de Romeo y Julieta. Ni a las páginas extensas y críticas que Lorenzo de Zavala o Tadeo Ortiz dedicaron a Maquiavelo. Por el contrario, pienso en ese lector que conforma el orden cultural e intelectual de una comunidad, sea una pequeña población o una ciudad, y que no es un autor que deja traza de su lectura. Más aún: un lector que por lo general no deja traza alguna de su lectura. Esa inexpugnable presencia, decía Borges, en la que un texto cobra vida.

El Código completo de urbanidad aparece como un extraordinario vestigio de un mundo moral y cultural que dejó de existir probablemente hace más de un siglo. La dimensión que alcanzó su circulación sólo es proporcional al rigor del olvido que le deparó el paso del tiempo. Tan sólo en la Ciudad de México se vendieron (aproximadamente) 70 000 ejemplares, esparcidos en 18 ediciones, durante las cuatro décadas que Porfirio Díaz encabezó al gobierno. (4) ¿Pero quiénes fueron sus lectores? La pregunta nos lleva a un universo hoy casi inconcebible. Más aún si se piensa que el Código era leído en alto o en silencio, durante las veladas familiares o por los tutores de moral y religión que frecuentaban a los miembros de una casa. Su prestigio llegó a ser sólido y el arzobispo de México acabó por recomendarlo como una “ lectura necesaria para la gente decente”.(5) Incluso si tuviéramos a disposición una estadística que nos permitiera discernir si sus lectores se distribuían arbitrariamente a lo largo de los diferentes grupos sociales que componían la ciudad, o si más bien pertenecían a sus estratos privilegiados, una interpretación elemental de la forma en como sus instrucciones eran leídas supondría la reconstrucción de las nociones de honor, lealtad y dignidad que distinguían a las relaciones entre jefes y subordinados, entre socios y amigos en una era dominada por la concepción jerárquica de las relaciones humanas. O bien, desembocaría en un recorrido por los rituales y los lenguajes del amor y de los celos, de las tramas de la inocencia y el pudor en las que se basa el laberinto –cualquier laberinto– de los amantes. ¿Cómo recobrar la mirada de un lector de 1900 que encontraba en el Código completo de urbanidad afirmaciones que le permitían volver inteligible su mundo inmediato y confirmar los valores en los que se basaba para actuar sobre él?

La lectura tiene definitivamente una historia, advierte Robert Darnton.(6) Basta con recordar el texto que Unamuno dedicó hace ya un siglo a explorar las diferencias que separan las recepciones del Quijote en el siglo XVII de las que distinguen a la Aufklärung alemana y la Ilustración francesa cien años después, y que más tarde son refutadas por los románticos de la segunda mitad del XIX. Por cierto, los textos de Foucault sobre la locura y la historia del conocimiento, que incluyen una reinterpretación del Quijote, proponen una de las lecturas que nos deparó la década de los sesenta, cuya estela aún cubre las identidades intelectuales de hoy en día. Sin embargo, la historia de la lectura supone y propone miradas que desbordan el tema del ensayo de Unamuno, y fijan realidades y territorios impensables en la tradición de la “historia de las ideas”. Es en el acto de leer donde la diseminación y apropiación de las ideas, valores y mentalidades que distinguen a una época inicia su sedimentación . Es un acto de apropiación y recreación de significado. Y viceversa: la lectura de un texto sucede desde el horizonte moral y cultural que define a esa época. Por esto, la historia de un texto es la de sus lectores y sus lecturas, y se halla cifrada en los imaginarios públicos y los subimaginarios privados a través de los cuales los individuos se apropian de su orden inmediato y despliegan su experiencia cotidiana. La historia de los lectores puede –y acaso debe– ser entendida no sólo como la proliferación, diseminación y sedimentación de un cuerpo específico de ideas, ideales y creencias (que se hallan en los propios textos), sino como una experiencia que se modifica sin cesar inscrita en el mundo de la interpretación y, sobre todo, en el de la interacción. Una interacción doble: entre el texto y el lector, y entre los lectores mismos y su entorno.

¿Cómo se propagan las ideas? La historia política tradicional contaba, desde el siglo XIX, con un catálogo de fórmulas habituales y métodos recurrentes para responder esta pregunta. El más frecuente era también el más sencillo: prescindir del lector, es decir, homologar la lectura que hacía el historiador del texto con la lectura del lector de la época. En otras palabras: el lector concreto, la lectura del momento, desaparecían del horizonte del análisis histórico. Así, el examen de la poesía modernista se reducía a la reelectura de los poemas. O la exploración de la “ideología” del maderismo se limitaba al estudio de “La sucesión presidencial”. El primer problema de esta simplificación es obvio. Las lecturas que se pueden desprender de la poesía modernista en 2000 son simplemente distintas con respecto a las que se hicieron a principios del siglo XX. Y el análisis, digamos, deshistorizado de “La sucesión presidencial” dista abismalmente del que se puede entrever si se estudia el efecto que produjo en sus lectores el año de 1910. Sin la peculiar interpretación que derivaron los lectores en ese año, el ensayo de Madero se convierte en un texto fuera de su mundo, un texto vacío. Lo que acaso podemos encontrar en sus páginas es el ideario de Madero. Pero separar este ideario de su recepción inmediata significa prescindir de ese territorio donde “La sucesión presidencial” cobró el estatuto de un libro que identificó voluntades disímbolas y distantes.

El estudio de los lectores y las lecturas de un texto abre un horizonte más enigmático y fructífero aún. Cada sitio social (llámese: familia, grupo de amigos, barrio, pueblo, etc.) exhibe una peculiar sociabilidad de la lectura. La lectura cobra un sentido social en la medida en que se traduce en una conversación, una interacción entre sus intérpretes. Un texto plantea siempre la posibilidad de la coincidencia y la disensión, del acuerdo y el desacuerdo. En el seno de esa sociabilidad se arraiga un anónimo imaginario desde el cual procede la lectura misma. Sólo por convención, lo llamo aquí el subimaginario del sitio social . Entendido como una red de lectores, el sitio cifra la sede de un subimaginario, es decir, el horizonte de percepciones, mentalidades y juicios que definen la interpretación del lector: el horizonte del lector. Detrás de su línea de demarcación, se encuentra acaso la fábrica más profunda de las interpretaciones espontáneas de la vida cotidiana. La historia de los lectores es un camino para llegar a sus huellas, para reconstruir sus vestigios.

El problema historiográfico reside en cómo llegar a hasta ellos. Por cierto, no es sencillo.

En 1908, Gabriel Gómez Leyva, zapatero y curtidor de pieles, fue detenido en la ciudad de Puebla por “actividades anarquistas y faltas a la moral y a la decencia públicas”.(7) Contaba 38 años de edad, había cursado la instrucción primaria, tenía un ingreso humilde y se decía “orgulloso de su filiación magonista”. El acta del interrogatorio policíaco contiene una extensa enumeración de los libros que Gómez Leyva había leído y de los periódicos y revistas que pasaban por sus manos. En repetidas ocasiones aparecen los nombres de Zola, Anatole France, Stendhal y Víctor Hugo. Autores preferidos del “Club de Impresores” al que Leyva había asistido durante más de una década, y en el que tenía acceso a una literatura por lo visto cuantiosa. El “Club” contaba con un servicio de “préstamos” a cambio de la asistencia a discusiones sobre las lecturas. Sorprende la lista de novelistas mexicanos que pudo enumerar: Payno, Ramírez, Riva Palacio, Guillermo Prieto y Rabasa entre otros. Su defensa de Rosas Moreno como un “mártir de la poesía mexicana” debe haber resultado, en la inclemencia del interrogatorio, tan sui generis como sus “despotricamientos” contra “las creencias cristianas de Manuel Carpio”. A la pregunta de “quién había envenenado su mente con la basura anarquista”, Leyva respondió que no era “veneno sino alimento del espíritu”. Bakunin, Prouhdon, Ricardo Flores Magón y Praxedis Guerrero habían velado por su “ascensión a este espíritu”. Grosso modo , el artesano logró articular una visión coherente de su “desprecio por la dictadura” sustentada, irónicamente, en textos tan alejados de la crítica moral del anarquismo o de la crítica social como los de Riva Palacio, Heriberto Frías y Justo Sierra. Y tal vez aquí reside la parte más singular del interrogatorio. Lejos de repetir simplemente las ideas de Riva Palacio o Justo Sierra, Gómez Leyva las podía “reinterpretar” a partir de una visión propia, aunque beligerante se podría decir, de sus lecturas disidentes. Cabe imaginar que el “Club de Impresores”, al que fue fiel durante más de una década, consistió en un ejercicio particular de construcción de una subcultura que era capaz de invertir, en su favor, las obras, los prestigios y las reputaciones de intelectuales que empezaban a datar los órdenes de una mentalidad nacional. En cierta manera, esto habla, así sea tangencialmente, del arraigo propiamente cultural de los aislados aunque numerosos clubes anarquistas y magonistas. Más que como un conjunto de organizaciones políticas y sociales, el anarquismo mexicano merecería una reflexión como un laboratorio de producción de códigos y órdenes interpretativos, en cierta manera semejantes al Código de urbanidad , que facilitaron la emergencia de un orden moral suficientemente definido para crear fugas en la mentalidad porfiriana y suficientemente vago para no romper con identidades nacionales preestablecidas. La importancia del interrogatorio de Gómez Leyva reside, además, en el hecho de que los testimonios de lectores que provienen de los sectores “de abajo” son escasos. Artesanos, obreros, pequeños comerciantes frecuentaban más la lectura que los ejercicios comunes del diario personal, la carta y las glosas al margen del libro, fuentes decisivas que informan sobre el mundo del lector. Es decir: frecuentaban el mundo de la lectura y menos el de la escritura.(8) Asombra, sin duda, la desproporción entre los escasos recursos económicos de Gómez Leyva, el abultado costo de libros y periódicos y la amplitud de su cultura histórica y literaria.(9)   Un hecho que sólo puede ser conciliado si se imagina a los grupos magonistas como auténticas instituciones informales sostenidas no sólo por el aliento de la oposición, sino por la esperanza que puede proporcionar, en una era de exaltación de los valores positivos de la ciencia y el conocimiento, la pertenencia a una suerte de cofradía dedicada al culto del saber.

En el Archivo General de la Nación existe una fuente invalorable para el estudio de la historia de la lectura durante el Porfiriato. Una multitud de testimonios de un grupo de lectores que se hallaban en la intimidad próxima de quienes establecían las fronteras que separaban a las lecturas prohibidas de las autorizadas durante los últimos años de la dictadura: los censores. Tres cajas de notas y comentarios erráticos sobre libros, periódicos y panfletos, reunidas bajo el rubro de “Sedición” –y en su mayoría firmadas con seudónimo–, hablan de un escrutinio más bien vago y disperso sobre el mundo de las publicaciones.(10) La palabra misma de “censores” parece excesiva. En los años que van de 1900 a 1907, sólo siete libros fueron “retirados de la circulación”, aunque nunca prohibidos oficialmente. De tres de ellos hay noticia. Uno se atribuye a un cónsul inglés y se trata de una diatriba contra Díaz. El segundo se le cree promovido por los “círculos íntimos del general Bernardo Reyes”, y se le encuentra “indiscreto” al “fomentar falsa información” de una “quita” por barril que las compañías petroleras entregaban al General Díaz y su familia. El tercero era un libelo contra la familia Dufoo. En el rubro de prohibición de libros, si alguien padeció una “mano dura” fueron las élites gobernantes antes que los revolucionarios y los disidentes. No así en el renglón de periódicos y revistas, donde hasta 1905 el gobierno guardó un relativo marco de tolerancia que se rompió notablemente a partir de 1907. Pero son los comentarios de los “censores” los que de alguna manera nos transportan a la mirada que se diseminaba desde un centro clave como podía ser el poder ejecutivo hacia diversos ámbitos y atmósferas del gobierno y la sociedad.

Los comentarios hablan de dos mundos casi separados o sin notoria conexión entre ellos. Uno se refiere a los libros y artículos redactados por una pléyade de historiadores, literatos, periodistas y ensayistas que uno no imaginaría encontrar en un archivo sobre la “sedición”. Winstano Luis Orozco y Andrés Molina Enríquez merecen amplios, comprensibles y preocupados comentarios. Pero también engrosan la lista Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, el mismísimo Justo Sierra, Pedro Henríquez Ureña, José Othón, Francisco González León, González Peña y González Martínez. El ojo escrutador de la censura presentía en muchos de sus textos, sobre todo en sus colaboraciones a la prensa, un “malestar leve aunque tenaz con el gobierno, el gota a gota, y una insistencia pronunciada a cambiar por cambiar”. Es obvio que esta oficina de censura estaba mucho más preocupada por el “leve malestar” de un número considerable de intelectuales que vivían de (y en) las inmediaciones de las instituciones del Estado, la prensa legal y los recintos educativos, que por el otro mundo que resalta el archivo de la sedición: los panfletos rebeldes, los llamados al alzamiento, las proclamas magonistas, Regeneración y la prensa radical.

Los estudios sobre los precursores intelectuales de la Revolución Mexicana adolecen, en general, de una doble limitación, que el archivo de la sedición exhibe de manera casi natural. Por un lado, no se ha reflexionado de manera detallada en la forma en como la enorme sociedad intelectual que pasaba intermitentemente del malestar a la conciliación y de ésta al malestar con el régimen de Díaz, fue incubando a lo largo de sus obras y escritos un reordenamiento del mundo y de sus probables explicaciones que contrastaban con el de los círculos estrechos del poder político, fieles a la tradición de los decálogos y los catequismos positivistas. Nada más lejos entre los intelectuales decisivos del Porfiriato que la noción de la revolución. Y sin embargo, revolucionaron los órdenes interpretativos de la historia, la ley, la política, el arte y la literatura años antes del estallido de 1910. Las posiciones políticas de la sociedad intelectual no parecen haberse modificado esencialmente; sí cambio radicalmente la gramática simbólica y discursiva de los órdenes de interpretación de la realidad. ¿Es a esto que los censores llamaban el “malestar de los escritores”? ¿Afectó este cambio a la cohesión de una élite política que había depositado en el mundo de la cultura y la educación herramientas fundamentales de su consenso?

El otro aspecto extraordinario y visible que emerge de la mirada sobre la sedición es el grado de indiferencia o el sentido de autocomplacencia –no hay otra manera de llamarlos– con los que eran leídos los mensajes del otro mundo: el de la subversión. Después de sofocados los alzamientos y las protestas de 1906-1907, la calma, el desdén y la autosuficiencia frente a las manifestaciones del descontento social habían ganado una vez más su lugar predominante y finalmente paralizante. Cabría incluso hablar de un estado de insensibilidad que probablemente no existió antes de 1905, o que simplemente era el corolario de un régimen acostumbrado –y hacia 1910 mal acostumbrado– a salir siempre victorioso de las batallas contra sus oponentes.

En realidad, los estrechos círculos de lectores radicales y los ocultos círculos de los lectores de la censura eran marginales frente al mundo principal de los lectores que se hallaba plenamente distanciado de estas entidades semi-secretas, a las que desconocía casi por completo.

Un indicio de la enorme vitalidad del mundo de la lectura durante los últimos años del Porfiriato lo ofrecen las cartas enviadas por decenas de lectores a Federico Gamboa después de la aparición de Santa , probablemente uno de los primeros best sellers en la historia del libro en México.(11)  La correspondencia de los lectores a Gamboa merecería un detallado trabajo de investigación en sí. Las cartas provienen de todos los rincones de la República; algunas celebran la obra, otras la critican; hay también las que la denostan. Pero en su conjunto constituyen un raro testimonio de las creencias y las mentalidades que garantizaban la lectura puntual de una obra y, sobre todo, la capacidad de reaccionar frente a ella con un texto propio. Baste aquí con mencionar dos posiciones extremas. La primera festejaba “el arrojo, la valentía y el arte” de Gamboa para exhibir el “desmoronamiento moral” por el que atravesaba la sociedad. La otra actitud no era necesariamente la contraria, sino que atacaba a Santa por contribuir a ese “desmoronamiento moral”, al mostrar tan sólo los aspectos “patológicos” de la vida social. Pero en su mayoría, las cartas coincidían en un suerte de decepción sobre el estado de lo que la opinión pública llamaba “vida moral”. ¿A qué se referían los lectores que celebraban o criticaban a Santa cuando hablaban de los altibajos de la “vida moral”? Finalmente, Santa es la historia de la “corrupción” de un cuerpo, el sitio simbólico por excelencia que, en una mentalidad esencialmente católica, convoca todas las catástrofes imaginarias posibles.

Existen otras fuentes generosas que nos muestran las huellas y los trazos de un mundo de lectores distintos y diferenciados. Las cartas que se enviaban a los periódicos, de las que no me ocupo en este ensayo, son probablemente las principales. Baste aquí con mencionar otra de estas fuentes, cuyo estudio resultaría particularmente fértil: los inventarios de las bibliotecas privadas. Hay un inventario que data de la hacienda “El Arroyo”, ubicada en las cercanías de San Luis Potosí, y cuyo propietario, Manuel Gutiérrez Cosío, era un lector por lo visto sistemático.(12)  Se trata de un comprador de libros con una fortuna considerable, y que gozaba del privilegio de poder contar con una biblioteca privada que ascendía a 1278 volúmenes. ¿Cuántas bibliotecas privadas existían en el país de esta dimensión? No lo sabemos. Pero lo cierto es que eran tan frecuentes en la ciudad como en el campo. Los inventarios de bibliotecas privadas son un extraordinario acceso para recrear los gustos, predilecciones y afinidades de una élite que se vanagloriaba permanentemente de su “amor a los libros”, tal y como lo recordaría José Vasconcelos en Ulises Criollo.

El inventario data de 1911. La biblioteca privada de la hacienda “El Arroyo” estaba subdividida en ocho secciones, siguiendo las recomendaciones del bibliotecario Jean Pierrot: viajes, viajeros y países exóticos; catecismos, sacramentales y actos religiosos; manuales, diccionarios, almanaques y enciclopedias; novelas; poemas, imágenes y teatro; clásicos; artes, ciencias y manualidades; varios. Manuel Gutiérrez prefería evidentemente el primer rubro: viajes y viajeros. La colección más pequeña era la de los libros religiosos. Había estudiado en Estados Unidos, y muchas de las enciclopedias y los almanaques se hallaban en inglés. Es difícil, si no imposible, derivar los hábitos de lectura del inventario de una biblioteca privada. Podría comenzarse acaso con las ausencias: con excepción de México a través de los siglos , las obras de Guillermo Prieto y varios tomos de Francisco Pimentel, no había ningún libro relativamente contemporáneo que hoy nos parecería notable de historia o crítica social sobre México; ni hablar de La sucesión presidencial de Madero. En cambio, la colección de novelas mexicanas es cuantiosa. Reúne a medio centenar de títulos del siglo XIX y de principios del siglo. También la colección de novelistas franceses e ingleses, muchos de ellos en inglés, es notable. Los libros de poesía son pocos y se limitan a los poetas acostumbrados (Nervo, Darío, Jiménez, etcétera). Lo más indicativo de la biblioteca del Arroyo es el absoluto predominio de la novela sobre los demás géneros. ¿Denota tan sólo una predilección del hacendado? Sí y no.

El único seguimiento riguroso de ventas de una librería a lo largo de treinta años con el que se cuenta hasta la fecha es la de Aguilar e Hijos, que era una librería mediana.(13)  En sus registros es evidente que los géneros definitivamente ascendentes son los manuales de urbanidad y buena conducta y las novelas. Roger Chartier escribió alguna vez que “donde esta la burguesía está la novela”.(14)  Es obvio que en México hubo más novelas que burgueses, pero sin embargo la demanda de novelas revela la constitución de un imaginario que empieza a ser moderno. ¿Cuáles eran las novelas que más se leían? No lo sabemos. Los trabajos sobre la historia de la lectura en México deberían comenzar por reunir las “macroestadísticas” elementales que nos revelarían tendencias de lectura de orden “social”.

Sin embargo, cabe hacer algunas aventuradas y eventuales comparaciones. El interrogatorio al anarquista Gómez Leyva, el inventario del hacendado Manuel Gutiérrez y los catálogos de las principales librerías coinciden indistintamente en un subgénero dentro de la novela misma: la Bildungsroman. Los autores más leídos eran Balzac, Hugo, Zola, Stendhal, Anatole France; Pérez Galdos y Zorrilla; Jorge Isaacs, Payno e Inclán, para mencionar tan sólo unos cuantos. La predilección de los lectores mexicanos por la novela francesa era inobjetable.(15)   Pero no hay duda de que más allá de esta filiación por la cultura francesa, inducida en parte por las propias élites del porfiriato, había otra filiación que correspondía más al contenido de las novelas mismas que al origen de sus autores. La Bildungsroman es, entre muchas otras de sus características, la narrativa de una redefinición moral. G. Steiner cifró esta idea en una frase memorable: “La moralidad de la narrativa social del siglo XIX consiste en invertir la pirámide de la estructura moral de la sociedad en su conjunto. Dicho muy simplemente, los de “abajo” acaban siendo los redentores, los de “arriba” los que requieren ser redimidos. Es la narrativa de la invención de ese fantasma imaginario llamado pueblo que Michelet inauguró para los modernos”.(16)  Más allá de lo debatible de esta tesis, cabría preguntarnos si la evidente filiación de los lectores mexicanos por el romanticismo de orden social y naturalista no estaba en cierta manera ligada con la postulación, pospuesta a lo largo del siglo XIX, de un fantasma que sólo podía existir, antes de la Revolución, en la imaginación de los autores.

Los círculos anarquistas leían a Zola y Stendhal con auténtica devoción. Era comprensible. Había instrucciones relativamente precisas de cómo hacerlo. Los clubes se reunían los sábados por la tarde. Normalmente la mitad de los asistentes no sabían leer, y de la otra mitad sólo unos cuantos lograban leer en alto, de tal manera que atrajeran la atención de la concurrencia. Se leían en alto cuatro páginas continuadas, y se procedía a un descanso de diez minutos. La sesión no debía durar más de una hora y media, y se pasaba después a la discusión. (17)  La lectura en alto era, no sólo entre los anarquistas, la forma más frecuente de lectura. En las familias, en el café de los pequeños pueblos, en las diócesis de las iglesias, incluso en las cantinas cuando se trataba de un acontecimiento que los periódicos adelantaban de manera espectacular. Leer era un acto de encuentro y sociabilidad. Sólo así se entiende, por ejemplo, por qué los hermanos Magón estaban convencidos que Regeneración era el punto de encuentro del anarquismo mexicano. No sólo lo decían como metáfora intelectual. También era una imagen simplemente plástica.

Quienes contaban con una biblioteca privada de la extensión de la de Manuel Gutiérrez, destinaban un cuarto especial en la casa como espacio de lectura y esparcimiento. Había múltiples maneras de leer: parado frente a un atril, en un sillón especial de lectura, en una mesa como lo dicta la costumbre actual, en sillas colocadas en el jardín para aprovechar la luz. Leer significaba sobre todo un esparcimiento, pero un esparcimiento edificante. El ocio y el progreso juntos de la mano.(18)  

El Porfiriato trajo consigo una auténtica revolución en el mundo de la lectura. Se triplicó el número de librerías, probablemente al igual que el número de lectores. La producción de libros aumentó nueve veces. Se propagó, desde las escuelas y las instituciones estatales, un auténtico culto a la lectura.(19)  Es probable que la sociedad mexicana incursionó en su primera época de Lesewut (frenesí lector ) Hubo incluso alarmas al respecto. En 1906, el doctor Sergio Galindo Quiñones advertía en una serie de artículos que aparecieron en El Demócrata sobre “las incurables neurosis que propiciaba la lectura de textos durante más de cuatro horas diarias”.(20) La cifra equivaldría hoy a una suerte de utopía cultural. No se ha reflexionado con suficiente detenimiento en los vínculos (muy) probables que existieron entre el frenesí de lectura propiciado por el régimen de Díaz, el ascenso de Madero al poder y la explosión de opinión pública entre 1910 y 1912.

Casi no existen estudios sobre la formación de la opinión pública durante el Porfiriato. Cuando se realizan, se reducen al mundo de la producción de textos: libros, periódicos y, en raras ocasiones, panfletos. Pero el centro de esa historia no se halla en los textos en sí, sino en la peculiar forma en que crearon un público de lectores. El lector es el agente más activo de la reflexión sobre la condición de la política. Es también el sujeto reflexivo en el que se asienta o se diluye el principio de legitimidad. De sus elecciones, de su encuentro o desencuentro con el mundo textual de un régimen, depende en gran medida la intelegibilidad del régimen mismo.

Notas

1 Manuel Diez de Bonilla, Código completo de urbanidad y buenas maneras , Tomo primero , Imprenta de Ignacio
Cumplido, México, 1844, p. 196. 
2 Ibid., p. 196. 
3 Ibid ., p. 197. 
4 Manuel Aguirre Castro, Una editorial en el Porfiriato , Tesis de Maestría, UIA , México d . f ., 1995, p. 75. 
5 Idem. 
6 Robert Darnton, “History of reading”, en Australian Journal of French Studies , 23, 1986. 
7 Archivo Municipal de Puebla , Ramo: Penales, 1908, Legajo 127, No. 7. Carlo Ginzburg inaugura el estudio de la
cosmovisión de un lector a través de su testimonio en un juicio inquisitorial. De este “método” se derivó la idea de
buscar trazas de lectores en los archivos policíacos. Desafortunadamente, la policía porfiriana era mucho menos
escrupulosa que los escribanos inquisitoriales. 
8 John Hart, El anarquismo en México,  Siglo XXI, México , D. F. , 1976, p. 102. 
9 En 1909, Madame Bovary  de Flaubert costaba en español 50 centavos, en francés dos pesos. Un obrero calificado
ganaba 35 centavos al día. Mílada Bazant, “Lecturas del Porfiriato”, en Historia de la lectura en México , Colmex, 
México D.F. , 1988, p. 228. 
10 Archivo General de la Nación, Instrucción pública, 1907, Legajos 34-40, bajo el título : “Sedición”. 
11 Archivo Personal de Federico Gamboa. 
12 Archivo personal de la familia Gutiérrez Cosío . 
13 M.A. Castro, Op.cit . 
14 Roger Chartier, El mundo del libro , Alfaguara, México, d. f. , 1998, p. 160. 
15 M. Bazant, idem . 
16 George Steiner, Errata , Siruela, Madrid 1997, p. 122. 
17 El anarquismo: una compilación documental , crea , México, d. f. , 1981, p. 34. 
18 Cámara de la Industria Editorial, El hábito de la lectura en México , México, d. f. , 1989. 
19 Cámara de la Industria Editorial, Estadísticas Históricas, México D.F., 1987, pp. 98-100. 
20 El Demócrata , 8 de julio, 1906. 

 

Ilán Semo, "El ojo y la palabra", Fractal n° 29, año 7, volumen VII, pp. 131-148.