¿Q
ué significa afirmar hoy en día que la modernidad se halla en crisis? En rigor significa la reiteración de una antigua ecuación. Desde el siglo XIX, modernidad y crisis han sido la cara y la cruz de una sola moneda: el vértigo y  la pasión por el cambio. La historia de los modernos es la historia de la refutación permanente de sí mismos. Sísifo y Hermes a un mismo tiempo: la modernidad acabó revelándose como una criatura que se devora cíclicamente para renacer de los vestigios de su negación.

Conjeturar, por el contrario, como alguna vez lo hizo Jorge Luis Borges en su exégesis sobre el tiempo, que los modernos han perdido razón de ser, implica decir algo más profundo. La revista que hoy entregamos al público está dedicada a explorar ese algo. Fractal debe su inicial razón de ser a una frase de aquel polémico argentino.

El siglo de los excesos: la historia pendiente

La fábrica de los sueños que cautivó al siglo XX se halla probablemente en las profundidades de la Ilustración. Kant imaginó un mundo inspirado en la razón práctica y delimitado por la moral. Hegel encontró la opción inversa en la historia y en la política. Ambos vieron con escepticismo las quimeras sociales que confeccionó el Siglo de las Luces, pero creyeron que la      sociedad podía encontrar un principio de reconciliación si sabía ser fiel al espíritu de la Revolución Francesa y de la Revolución Industrial. El siglo XIX convocó a una multitud de refutaciones frente a las utopías producidas por la Ilustración. Sus críticos fueron osados e intempestivos, ambiciosos y universales.

Tocqueville, Nietzsche y Freud escribieron obras raras por su dimensión y más raras aún por su acogida y su influencia. Rimbaud, Heine y Whitman produjeron no sólo otra literatura, sino la literatura de los modernos. Y sin embargo, la pasión crítica del siglo XIX no se tradujo en un cambio esencial de rumbo: los románticos multiplicaron las esperanzas de la Ilustración, no las abandonaron. Poblaron la imaginación de su época con paraísos sociales, industriales y morales. Quisieron separar la ética de la política y reunir a ésta con la ciencia. Creyeron que la historia podía leerse como un texto del futuro y la codificaron con el lenguaje de la biología y de la física. Forjaron tecnologías para multiplicar y singularizar el yo. Intentaron incluso hacer del principio de trascendencia una experiencia profana. Pero si el rigor de sus presencias es inobjetable, ¿qué podemos decir hoy de sus obras? Nos seguimos observando en ellas, pero como en un espejo que se aleja día a día. En ese cúmulo de ilusiones hay algo que no deja de asombrarnos -y perturbarnos: la inocencia.

La historia del siglo XX podría acaso ser reescrita como una paráfrasis de la del siglo XV: una lucha sin cuartel entre ortodoxias. Pero las diferencias que separan a ambas son más crueles aún. El siglo XV trajo consigo a Lutero y a la expulsión del Imperio Otomano: una disputa entre iglesias y civilizaciones que definió la frontera (hoy cada vez menos consignable) entre Oriente y Occidente. El siglo XX hizo de esta división un corolario “natural” del sueño que movió a la filosofía y a la práctica de la era que nació en 1789: un mundo dominado por el espejismo de que la historia tenía un fin y una finalidad. La Revolución Rusa, los saldos de dos guerras mundiales y el balance del terror que compartieron los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética durante más de medio siglo, llevaron este fata morgana hasta su expresión más obsesiva: la Guerra Fría -dos sistemas aparentemente antitéticos en lucha por la historia y por el futuro. ¿Un guión escrito por Hegel dos siglos antes?

Las revueltas antiautoritarias de los años sesenta deben sus alcances al rigor de su excentricidad. 1968 fue al siglo XX lo que 1848 al siglo XIX: una rebelión política y moral contra la razón y la racionalidad del poder que impugnó, indistintamente, a la sociedad capitalista y a los sistemas estatales del Este. 1848 produjo la crítica a la política y a la economía del mercado que dominó a la mentalidad de las sociedades industriales (por lo menos) durante un siglo. Bakunin, Marx y John Stuart Mill (un anarquista ruso, un socialista alemán y un fabiano       -léase: un socialdemócrata inglés) fueron protagonistas y cronistas de una era convencida de que bastaba sustituir un Estado por otro, una economía por otra, para que la sociedad se emancipara de lo que Rickert llamó por primera vez la “razón instrumental”. La generación del 48 quiso corregir los excesos (y capitalizar las promesas) del progreso, no desmontar sus presupuestos. 1968 fue un movimiento político y social que optó por la dirección contraria. Situado en las capitales de Occidente, trajo consigo la gramática que reclamó la reflexión sobre otra realidad más vasta, compleja e inasible que el capitalismo y el liberalismo: la crítica a la modernidad. Es decir: la crítica al principio que remite toda alteridad a un logos central y centralizante; la impugnación de la mirada en la que el otro no es más que uno mismo en estado imperfecto; el dardo de una ética molecular de la tolerancia; la vindicación de la práctica y del derecho a la diferencia; la historia abierta al tiempo y al azar.

En esta geografía, 1917 -la Revolución Rusa- aparece como un fenómeno periférico, instalado en los problemas y las problemáticas del siglo XIX, que en esencia sólo atrajo a países periféricos, y que no sólo no pudo abrirse camino en la cultura y la política de las naciones centrales, sino que acabó sucumbiendo ante la sorprendente capacidad de adaptación de las sociedades postindustriales de fin de siglo. La caída del Muro de Berlín fue el punto de partida de la desaparición de un conjunto de Estados que se reclamaban inopinadamente socialistas y que surgieron entre 1917 y 1950 en Europa del Este, el Hinterland del atraso europeo. Si la Revolución de Octubre fue una respuesta al fracaso del liberalismo del siglo XIX para ofrecer opciones a países periféricos, 1989 fue una respuesta equivalente al fracaso del estatismo para acometer la misma tarea. La frontera que dividió a Europa en una geopolítica que parecía condenada a la dialéctica de las antípodas se halla en proceso de disolución. La reacción de las sociedades del Este a las transformaciones impulsadas esencialmente desde las esferas de la burocracia ha sido el rechazo a pasar de uno de los extremos de la Guerra Fría -el Estado total- a la imposición del otro de sus extremos -el mercado total-. En otras palabras: el rechazo a la dialéctica de las soluciones totales. La atomización política, el tribalismo, el racismo, el nacionalismo, las mafias económicas y la depredación institucional, son el precio de dejar en manos de la burocracia y del “espíritu de mercado” lo que la sociedad debería haber tomado en las suyas: la democratización del Estado y de la economía, no su feudalización.

La historia de los países de América Latina -y de México en particular- guarda sorprendentes paralelismos con la de Europa del Este, aunque es menos radical (Cuba aparte). América Latina osciló entre los sistemas corporativos y múltiples versiones del liberalismo hasta quedar exhausta de opciones. Soñó con todos los sueños de la modernidad y terminó en la más rigurosa carencia de identidad. Hoy su situación es tan dramática como lo era a finales del siglo XIX, sólo que más desoladora. Cortázar diría, semanas antes de su muerte: “ya no hay hacia donde mirar”. En el laberinto de las identidades contemporáneas, los países de América Latina y de Europa del Este buscan algo que no hallarán en la filosofía ni en la práctica de las disímbolas versiones que produjo la “razón instrumental”: un sitio en la diversidad.

Occidente ha descubierto que el desvanecimiento del “Este” de la geografía política e ideológica del mundo contemporáneo, no sólo trajo consigo la desaparición del “enemigo” que forjaba su identidad histórica y política, sino que probablemente despojó a la noción misma de “Occidente” de su razón de ser.

El Muro de Berlín se reveló no como una de sus fronteras externas sino como el espejo engañoso de una centralidad inexistente. En cierta manera estamos de vuelta donde nos encontrábamos en 1914: un reducido y poderoso grupo de naciones centrales circundado por un mar de países periféricos. Sólo que a diferencia del siglo XIX, el “grupo” (occidental en aquel entonces) se ha convertido en un inconexo archipiélago. Las distancias políticas, culturales y sociales que separan a las potencias actuales no admiten el rigor de ninguna taxonomía. El religioso productivismo de un Japón o la disciplinaria economía hormiga de China pertenecen a dos realidades tan irreductibles como el culto a lo desechable de los norteamericanos o la artesanía tecnológica de los alemanes. Las grandes potencias de hoy no son modelos, sino excepciones. Su explicación no obedece a los paradigmas sistémicos que nos han hecho creer que el destino de las naciones es un tema de buena o mala “administración”, sino a experiencias políticas y culturales que acabaron haciendo del subsuelo de lo singular el hecho fundamental de su identidad.

¿Qué queda del siglo XX?

Cabría acaso reflexionar en la alegoría que Georg Kantor extrajo del misterio de la geometría de la incertidumbre, los fractales, esa extraña medida que rige los límites del orden y define el territorio de lo imponderable: “El orden es al azar lo que el álgebra al fuego: el simulacro y la realidad”. El siglo XX fue un siglo del álgebra devorado por el fuego. El simulacro fue su realidad, y la realidad un eterno simulacro. Comenzó en el espectáculo del exceso y concluyó en la fatiga y la indiferencia. Reescribir su historia como una empresa crítica supone un ejercicio de exploración, no de expurgación. Fractal quiere ser un punto de partida y una convocatoria para volver a esta escritura. ¿Qué es la historia si no la búsqueda de significado en las ruinas de la memoria?

¿Cultura o política?: el encuentro pendiente

¿Qué quiso decir Hermann Broch cuando se refirió al siglo XX como “el siglo del Estado”? Acaso hablaba de las criaturas y de los códigos que han dominado al imaginario social desde 1914. Un espacio mitológico: la nación; un centro de pasiones y creencias: la política; un lenguaje: la estridencia; un protagonista incuestionable: la burocracia. Kafka, Hannah Arendt y Foucault (¿autores costumbristas del siglo XX?) encontraron en el Estado, no por accidente, a la creación más invulnerable de     la maquinaria de la modernidad. ¿Quién podía pensar de otra manera hace tan sólo una década? Hoy sabemos que la historia tomó otro rumbo. Las densas teorías sobre “la amenaza de la estatización universal” o las parábolas literarias sobre “el ogro que se reproduce perpetuamente”, se escuchan como voces lejanas y casi incomprensibles de ideólogos de la Guerra Fría, cuyo valor no debe ser mayor que el de los textos de la escolástica del siglo XVII. El hundimiento de la legitimidad del Estado como el centro de la sociedad es un fenómeno que trascendió a los países de Europa del Este y que alcanzó, indistintamente, al Estado social erigido por la socialdemocracia y al Estado corporativo de los países latinoamericanos. Desprovisto de su antigua fuerza económica y del misterio de su infalibilidad, se ha transformado en una estructura impredecible, agobiada por la inercia de su pasado y carente (aún) de sentidos actualizados, que se mueve -y nos mueve- peligrosamente a ciegas.

La pérdida de centralidad del Estado ha creado el espejismo de que su sitio se halla vacante como trono de un antiguo reinado. El neoliberalismo fue el vago e indefinido título de esa insólita cruzada que quiso substituir sus funciones con una metafísica del siglo XVIII: la metafísica del mercado. La historia y sus ironías. Después de un siglo de olvido y silencio, Jeremy Bentham y Adam Smith volvieron a presidir una “revolución teórica”, pero no como pensadores económicos, sino como teólogos y filósofos de la historia. Frederick Hayek y la Escuela de Chicago lograron lo que la tradición liberal no había podido ni siquiera imaginar: convertir a la ideología del laissez faire en una filosofía de la historia, la política y la cultura. La “mano invisible” del mercado, que (según el decálogo neoliberal) debía racionalizar lo que el Estado había desracionalizado, devino la mano pública de élites gobernantes y regímenes nacionales que se lanzaron por el camino de esta insensatez. A una década y media de su irrupción, los saldos de esta sacralización del mercado no son más alentadores que los que produjo la era que desembocó en las primeras catástrofes y revoluciones del siglo XX, pero acaso igual de extenuantes que la experiencia del estatismo. La parálisis de ambos “modelos” entre los que osciló la dicotomía Estado/mercado y que codificaron al imaginario público de las sociedades modernas habla acaso de una realidad que apenas podemos entrever: la crisis de los fundamentos mismos de la política que, si comenzó como una decadencia del Estado-organizador-de-la-economía, hoy parece ser un proceso de “orden civilizatorio” (abusando del término que Norbert Elias acuñó para describir el desplazamiento del medioevo tardío por el absolutismo en los siglos XVII y XVIII) que alcanza a las más disímbolas esferas del tejido social.

Los orígenes de este decaimiento son inciertos y múltiples, y se remontan a territorios impensables desde el horizonte (instrumental) que nos lleva de la política a la economía y viceversa. Los manuales actuales de geopolítica universal frecuentan un slogan para explicarlo: la cultura ha ganado primacía sobre la política. Se trata de un presentimiento, no de una hipótesis. Pero si por política entendemos la operación de dirimir en el Estado lo que acontece en la sociedad, esta afirmación (aunque lapidaria) guarda cierto sentido. El Estado moderno se ha revelado como una entidad incapaz de responder a dos realidades que lo mantienen en zozobra: la insularización de la identidad y la implosión de la nación.

La Revolución Francesa depositó sus esperanzas igualitarias en la figura que acabó cifrando a la gramática de la política desde 1789: la ciudadanía/el ciudadano. La igualdad ciudadana debía revocar -y en efecto revocó- las desigualdades sobre las que se erigió el Antiguo Régimen. La nobleza perdió sus privilegios y los siervos ganaron su libertad para aparecer ambos (en términos formales) como iguales frente a la ley. La República se volvió una Odisea de usos prácticos. Maquiavelo sonreiría. Fue él quien previó que el ethos de la política habría de substituir a las teologías medievales. La ciudadanización de la sociedad fue un proceso que ocupó a Occidente durante un siglo y medio (en México no acaba de consumarse) y que tuvo una naturaleza doble: de un lado, la emergencia del Estado de derecho, que aseguró la correspondencia institucional entre el régimen legal y el régimen real; del otro, la destrucción sistemática, violenta y, frecuentemente, ciega del mosaico de diferencias que acabaron conformando a la nación. Ciudadanizar significó esencialmente homologar, normativizar: destruir comunidades y lenguajes milenarios; suprimir realidades e imaginarios étnicos; disolver identidades y afinidades religiosas; prohibir autonomías políticas, jurídicas e ideológicas; inventar regiones para borrar regionalidades; militarizar, burocratizar, centralizar, educar “nacionalmente”, recaudar impuestos “federalmente”, morir “patrióticamente”.

Visto desde la perspectiva de su historia, el Estado admitió (después de medio siglo de violencia) sólo un derecho a la diferencia que, cabría decirlo, acabó complementando al principio de ciudadanía: el derecho a lidiar por la economía. Capital y trabajo, empresarios y asalariados, ingresaron en los códigos  del régimen jurídico como dos figuras legítimas. No es casual que los grandes planes de la modernidad se hayan inspirado invariablemente en la reificación de alguno de los sujetos de la economía o la política: el ciudadano privado, la asociación gremial (léase: el sindicato, las cámaras empresariales, las organizaciones campesinas...), el partido político.

Hoy esta nomenclatura se nos antoja como las siglas y los emblemas de una semántica del simulacro. El principio de ciudadanía ha sido desbordado por la emergencia de identidades que reclaman el derecho no a la convergencia sino a la convivencia: una política fundada en el principio de la diversidad. El feminismo se originó como un movimiento político y social, pero se ha convertido en un reordenamiento de orden cultural. Si su propósito más antiguo fue modificar la condición legal e institucional de la mujer, su historia lo obligó a volver la mirada sobre las redes más profundas del poder: la cultura de los afectos. El ecologismo tiene un pasado similar. Su origen se debe al afán de preservar la naturaleza, pero acabó siendo una convocatoria a repensar la cultura de la industria y del comercio. Los rebeldes de Chiapas negocian hoy las cifras de un presupuesto y leyes que los reconozcan, pero esperan algo que el Estado no quiere -¿o no puede?- escuchar: la tierra, la propiedad, el lenguaje, la autoeducación, códigos legales propios, autodeterminación política...: la opción de una cultura singular. El mundo del trabajo se ha convertido en un laberinto de nómadas reunidos o separados por muros culturales. ¿Concederá el Estado francés a su proletariado islámico (medio millón de árabes parisinos) autonomía lingüística y educativo-religiosa? Otro medio millón pero de afroamericanos se hicieron ver en Washington para reilustrar a la sociedad norteamericana sobre la distancia que existe entre la fantasía del melting pot y la realidad de una sociedad multicultural. La enumeración de las nuevas culturas emergentes podría ocupar volúmenes enteros. Varían de geografía en geografía, de latitud en latitud, pero a fuerza de querer extraer algún común denominador (inevitablemente esquemático) que las identifique, se podría decir que su lógica no es simplemente la de hacerse de una parte del pastel del poder y de la riqueza, sino la de cocinar cada una su propio pastel: la insularización de la identidad. ¿Podrá el Estado adecuarse a este rompecabezas cultural y mantener la cohesión política de la sociedad? ¿En qué consiste un Estado-nación que deviene un Estado-mosaico? ¿Cómo pasar de la geometría lineal del Estado-ciudadano a la geometría plural (¿fractal?) de un Estado que incluye el principio de la diferencia? Nadie sabe hasta la fecha cuál sería la fisonomía de una entidad de esta naturaleza.

A saber: ninguna de estas culturas emergentes ha cuestionado el principio de ciudadanía. La razón es sencilla y compleja a la vez: sería un suicidio (lo ha sido para quienes lo olvidaron). Si su legitimidad está fundada en la vindicación de lo singular, su existencia pública precisa -a diferencia de los antiguos movimientos políticos que se autonombraban representantes de soluciones globales- del derecho al voto, la libre asociación, la libertad de expresión y manifestación. Es decir: las reglas elementales de la convivencia democrática. Incluso una rebelión armada como la de Chiapas se vio obligada, por el subsuelo actual de la fabricación de la legitimidad, a reconocer este hecho. Pero la cultura ciudadana ha sufrido modificaciones radicales que exigen una reflexión sustancialmente distinta del status de la “política”. La “sociedad civil” contemporánea no es un “sitio” en el seno de los antiguos paradigmas, sino un principio de identificación y organización que crea un universo impensable en la lógica del partido político (y su interlocutor: el Estado): el territorio de lo singular, la multiplicación de las diferencias. Su transformación en un mosaico de miles de organismos insulares de filiaciones particulares e identidades irreductibles lleva un nombre exento de dudas: la organización no gubernamental. Frente a esta molecularización de la política, los partidos se han vuelto maquinarias que existen fundamentalmente de (y para) la sociedad del espectáculo, en (y desde) los intersticios del Estado-pastor. Son meta-emblemas sin alma de cuerpos profesionales que velan por la marcha de la legitimidad de las instituciones del Estado, no organizaciones que comuniquen a la sociedad con los centros fundamentales de decisión. Aclaremos. Su existencia plural es imprescindible para asegurar las reglas elementales de la democracia parlamentaria y el Estado de derecho, pero la sociedad ya no se organiza en ellos ni en torno a ellos, sino en otro enjambre de encuentros singulares que no hallan espacio en la actual estructura de la sociedad política. La ecuación Estado= sociedad civil + sociedad política ha entrado en una visible crisis de caducidad. La incapacidad del Estado para legitimar sus acciones es su expresión más patente. El nuevo status de la política nos hace pensar que la democracia de élites que distinguió a la experiencia parlamentaria puede -y debe- reconstruirse a partir de otro paradigma: ¿la democracia societaria?

Finalmente, la pregunta central nos obliga a ir al fondo: ¿qué es la democracia?

La amenaza proviene de otra esfera: la implosión de la nación, las escaladas nacionalistas. Globalizar es la noción que hoy se recomienda para entender un proceso sin duda similar al que vivieron los feudos y los reinos en el siglo XVIII. Sólo que los feudos son ahora las naciones. El Estado-nación está siendo desmantelado no sólo desde su interior (por su transformación en un rompecabezas de identidades políticas, étnicas, regionales que se reafirman autónomas), sino sobre todo desde su entorno exterior. Globalizar ha significado desmantelar las barreras legales y mentales que la nación opuso tradicionalmente al mercado de bienes, seres, valores, arquetipos. La respuesta a este proceso ha sido doble. De un lado, la tribalización: Yugoslavia, Chechenia, Ruanda son los testimonios del infierno que puede incendiar la implosión arbitraria del Estado nacional.  Del otro, las suprafederaciones, cuyo destino es más incierto aún: Europa, el sureste de Asia y Japón, América del Norte. Llamar “bloques” a estos informes conglomerados es una herencia absurda del lenguaje de la Guerra Fría. Canadá, España y la India son ejemplos asombrosos (aunque insulares) de cómo hacer frente a esta disrupción. ¿Se halla México en el umbral de ser devastado por ella? Nada más alejado de este panorama que el decimonónico condominio cultural visualizado, por ejemplo, por un Samuel Huntington.

Los modernos creyeron que la política debía su primacía a la naturaleza fragmentada y particular del logos de la cultura. No se equivocaron. Pero el mundo de hoy se ha rebelado en contra de esta manera de fundar “la existencia del estar en la sociedad” (Heiddegger). El problema se ha vuelto en cierta manera el inverso: ¿cómo hacer de la diferencia y de lo singular una refundación de lo político? ¿Guiñaría una vez más Maquiavelo? El principio de ciudadanía es imprescindible, pero insuficiente: la ciudadanía social, la comunidad, la ONG, la identidad particular (étnica, regional, religiosa, sexual...) precisan códigos y reconocimiento; la República sigue entre los sueños, pero reclama una existencia mosaico; el ethos del poder se constriñe a la sociedad del absurdo. ¿Pensar en una política post-maquiavélica? Volver a pensar simplemente, es decir, a preguntar y preguntarnos sobre la mordedura de Borges y el malestar de una ausencia creciente: un mundo que se está desvaneciendo, otro que se niega a ser nombrado.

La gramática (por construir) de la diferencia...

... es obscura, difícil, explora signos e inscripciones, recorre veredas apenas existentes, es una palabra en búsqueda de significado. O un encogerse de hombros frente al estruendo y el vacío de la “sociedad del espectáculo”. Caminar por el andamiaje de volver a la crítica una política de la sospecha: singularizar lo que nunca dejó de ser singular. Vindicar el texto como el mapa de lo que discierne lo indiscernido, lo que entrevé seres donde sólo se ven y se escuchan “mensajes” de instituciones. Es una labor. Hacer que la escritura de la política, la historia y la filosofía vuelvan la mirada sobre las huellas de lo singular: la literatura, la poesía. Fractal debe su nombre a la geometría con la que Benoit Mandelbrot quiso encontrar un lenguaje que convirtiese al mundo en una hipótesis abierta, guiada por el misterio que requiere toda capacidad de asombro que se respeta mínimamente: “La realidad es un hecho impredecible”.

La Redacción

Abril de 1996