TOMÁS SEGOVIA

Invocación de Emilio Prados*

¿Se puede de veras hablar de un poeta en un foro, ante un podio, en un aula, en un estudio de televisión? Vagamente enterado de los preparativos de este centenario, había un adolescente perplejo y casi escandalizado. Ese adolescente era yo. Yo tenía 16 años cuando conocí a Emilio Prados. Si hubiera imaginado entonces algo ligeramente parecido a este episodio en el que hoy participo, sin duda no habría vuelto a visitarlo. Es verdad que no puedo estar seguro, sabiendo que un ser humano es siempre más complejo de lo que uno puede abarcar con la mirada, de que él no haya imaginado nunca algo de este tenor. En su diario de los 20 años, que por supuesto yo no conocía entonces, habla de la gloria literaria de una manera que yo, a mis 20 o a mis 16, hubiera encontrado "infantil". Pero ahora él tenía 44 o 45, y nuestra amistad, ricamente asimétrica, sucedía entera lejos de los sonoros salones de la gloria, incluso fuera de los medios intelectuales y de toda vida literaria, edénicamente ignorantes de los estudios académicos, de la crítica impresa, de la actualidad cultural.

 














Uno de los pocos textos en prosa que le leí en esa época era una reseña, escrita con un sarcasmo tan feroz como ingenuo, de una conferencia literaria a la que yo había asistido, no para cultivarme ni porque fuera mi costumbre, sino para ver a una chica que me gustaba. Me extrañó, sabiendo como sabía que el humorismo no era la mejor cuerda de mi lira, que Emilio celebrara decididamente mis pueriles ocurrencias, pero creo que ya entonces me daba cuenta, a mi manera, de que aquello no era un aplauso literario, sino moral.
Empecé estas palabras preguntándome si en ciertos contextos se puede hablar de un poeta. Hubiera podido preguntar también si se puede hablar de poesía. Pienso sin embargo que, aunque esa duda es igualmente fundamental, la pregunta cambia así de sentido. Por aquellos días a los que me refería, yo había leído en una carta de Van Gogh a su hermano Théo esta frase que rumié durante años: "En general, creo que tenemos razón en interesarnos más en los pintores que en la pintura." Una frase así es en efecto como para rumiarla toda una vida, y se nos presenta cada vez con una iluminación ligera o radicalmente diferente. Nunca estaré seguro de haberla entendido del todo, pero cada vez que miro a través de su cristal algún aspecto del arte (o de la vida), siempre ilumina algo. Yo intentaba descifrar qué puede significar eso en el mundo de un Van Gogh, y de asimilar plenamente lo que puede tener de escandaloso confrontado a la idea que suelen darnos de un mundo así. Pero si pienso en Emilio Prados, me ayuda por lo pronto a distinguir al poeta de la poesía y a no dar por obvias las relaciones entre esos dos niveles o esos dos polos. Comprendo entonces que si a mis 16 años yo veía en él la encarnación misma del poeta, era porque para él, o así lo veía yo, la poesía lo era todo y a la vez no era nada. Aclararé un poco esta idea sobre la que volveré más adelante, porque no soy tan goloso como lo era él de esas enigmáticas paradojas alérgicas a toda interpretación: lo que quiero decir con eso es que creíamos en la poesía, y con una fe sin flaqueza, pero nuestra fe era la del creyente o la del iluminado, nunca la del sacerdote.

He dicho que creíamos y he dicho que así lo veía yo. Es claro que traigo a Emilio Prados a mi terreno y que hablo subjetivamente. La denuncia del subjetivismo me ha parecido siempre una cursilería, hipócrita como toda cursilería. Quien dice "para mí esto es así" no está hablando de sus ojos ni menos aún de sus anteojos. Está hablando de algo que está ahí porque está ante unos ojos. La única manera de eliminar o "superar" la mirada es no mirar nada, y entonces, paradójicamente, es justamente el que no mira nada el que no ve más que sus propios ojos. Si Emilio era así para mí, no es que yo lo hiciera así, es que él se hacía así para mí. Así es como viven con verdadera significación los episodios de una vida, o las claves de una vida, en este caso la mía, pero también la suya. Los seres que han sido o son centrales para cada uno de nosotros, cada uno sabe, sin necesidad de ser un lince o un filósofo, que no son lo mismo para los demás. Afortunadamente, habría que añadir. Pero cada uno sabe también, aunque casi siempre de un modo más o menos informulado, que la verdad de esa significación –subjetiva, como dicen– no depende de la verdad relativa de otras significaciones igualmente subjetivas, porque la verdad no es una cantidad que haya que repartir entre sus propias sucursales competitivas. Mi madre, mi padre, mis hermanos, sé perfectamente, como todo el mundo, que no son para los otros lo que son para mí. Pero sería el rey de los cretinos si pensara que tengo que decidir y repartir entre la verdad de lo que mi madre es para mí y de lo que es para su dentista. Esa verdad no es por supuesto absoluta, pero sí trascendente –como toda verdad, por lo demás– en el sentido de que está constitutivamente más allá de toda oposición entre lo subjetivo y lo objetivo. Está constituida de ella y de mí, del sentido que nos damos y nos tomamos el uno al otro, y no es lo que corresponde a un conocimiento, ni siquiera a un saber, sino a una fidelidad. Y no la fidelidad del uno al otro, sino ante todo, incluyendo la de cada uno a sí mismo, la fidelidad a esa verdad.

Esto Emilio lo sabía. En el impresionante poema "Luz de mi herencia" de Río natural dice de su madre cosas que normalmente sólo podría uno decirse a sí mismo, y ni siquiera, por lo menos fuera de la poesía:

 

Madre mía en lo que amaron
íntimamente tan juntos
sus labios, en el amante
buscado para obtenerme,
que piensa al verme nacido
del tiempo en que fue besada:
ser ella la amante mía
por ser yo el cuerpo que supo
desnudar de su poder
entero al hombre que amaba
[...]
¡Soy fruto en la cruz de un beso
que ofrece el tiempo en mi sangre!
[...]
Dentro de un beso fantasma,
beso en pena de alma honda
que por mi existencia vaga,
vivo en mis labios. Y creo
besar su pena acabada,
cuando en mí beso por él
su cuerpo de ausencia en alma.
[...]
¡Heredero universal
del mundo en que estoy parado,
soy fiel que vivo mi herencia!...
Heredo en mis labios, juntos,
el beso que me ha engendrado
y el que he de entregar al mundo.
[...]

Digo pues que no sólo yo era fiel a aquella significación que Emilio Prados tenía a mis ojos, que yo le daba tanto como la recibía de él. También él era fiel a ese sentido que tal vez sólo existía gracias a esos ojos míos, pero era él quien lo tenía, del mismo modo que no sólo yo soy fiel a la verdad paternal de mi padre, también él es fiel a su verdad de padre mío que es verdad suya. Y es fácil adivinar que no escojo al azar esa comparación. Nuestra amistad, ya lo he dicho, era claramente asimétrica. Él era el maestro (nunca el profesor). Él era el guía (nunca el cabecilla). Él era el padre (nunca la autoridad). Yo era el discípulo, el seguidor, el hijo, y no tenía que salvarme de nada. Todos mis compañeros lo habían conocido antes que yo y todos lo tuteaban. Yo había leído ya algún libro suyo y lo imitaba descaradamente cuando me dejé arrastrar, temblando de nervios, a conocerlo. Siempre le hablé de usted. Y desde el principio él asumió plenamente lo que su figura significaba para mí. Sabía bien quién era a mis ojos y no dejaba de ver la exigencia que con eso yo le imponía involuntariamente.

Digo que lo sabía y tengo que matizar una vez más qué verdad era la que así sabía: esa verdad coincidía punto por punto con una fidelidad. Decir aquí que él lo sabía es exactamente lo mismo que decir que nunca traicionó eso que era para mí. Ser fiel así, incluso si fuese a una verdad indigna, es siempre elevarse a una dignidad. Para mí Emilio Prados era ese paradigma, mucho más santo que genio, mucho más puro que hábil, más hecho para el afecto que para el aplauso y más dado él mismo a lo primero que a lo segundo, más consuelo que maestro y más maestro que modelo, incluso más protector y cómplice que consejero o formador.

En su departamento ejemplarmente pobre de la calle de Lerma, en México, me dejaba leer ávidamente o llevarme a casa los pocos libros que poseía. Allí leí por primera vez a Novalis, a Hölderlin, a los poetas del 27 que no me habían leído en clase, a Meister Eckhart, a San Juan de la Cruz, a Verlaine y Rimbaud, autores de los que él hablaba siempre y casi exclusivamente. La edición de Rimbaud que me prestó estaba ilustrada con el precioso dibujo a pluma de Verlaine que representa al poeta-niño paseando con su pipa y su chambergo. Yo me identificaba de tal manera con ese adolescente de mi edad, que era capaz de reproducir de memoria, con sorprendente exactitud, ese dibujo, sin que en mi feliz inocencia imaginara nunca la posible malicia con que algún malintencionado podría ver esa identificación, que sugería involuntariamente identificar a su vez a Emilio con Verlaine. Yo lo visitaba casi todos los días, y nos leíamos mutuamente los poemas recién escritos, tan abundantes en aquella época los suyos como los míos. Otros días salíamos a caminar por el Paseo de la Reforma o el Bosque de Chapultepec, y él a veces hablaba mucho, contándome con su acento y su gracia andaluces mil cosas de su infancia, o menos a menudo anécdotas de sus compañeros de generación, o divagando sobre la poesía y sobre sus amados místicos. Una vez incluso vino a verme jugar un partido de futbol, seguramente el último que jugué en mi vida (yo fui sin discusión el peor futbolista que hubo nunca en el equipo de mi escuela), y aunque era claro que no entendía nada de ese deporte, se paseó apaciblemente por los alrededores de la cancha y departió de buen talante con los otros chicos de ambos equipos. También fuimos algunas veces a nadar en piscinas públicas, pero pronto abandonó esa costumbre, tal vez porque, después de haberse jactado muchas veces de sus hazañas natatorias en las playas de Málaga, resultó mucho menos buen nadador de lo que me había dejado imaginar, mientras que yo era bastante bueno. En todo ese tiempo no recuerdo que me haya hablado nunca de ningún tópico de la actualidad literaria o artística, de las tendencia o las modas intelectuales, de los éxitos editoriales, de los premios y beatificaciones. Si alguna vez mencionó a Picasso o a Dalí, era con la misma actitud con que me hablaba de sus primas o de don Ventura, su maestro de párvulos. Creo recordar que una sola vez me leyó poemas suyos de la etapa surrealista. Los leía con un tono paródico y guasón, y me decía, casi riéndose, que entonces él era surrealista, con la misma ironía con que yo solía decir que antes yo era futbolista. Yo sabía que trabajaba para la Editorial Séneca, había visto en su casa ejemplares de la vieja Litoral y le había oído muchas cosas sobre esa revista y las actividades editoriales que había compartido con Altolaguirre. Así me inicié también en el amor a la tipografía que me ha acompañado siempre. Yo había sido a mi vez aprendiz en un taller de encuadernación, y aunque no me hago la ilusión de que pudiéramos borrar de veras sin dejar rastro nuestra condición de diletantes, de todas formas me parece que hasta cierto punto nos movíamos en ese mundo como verdaderos trabajadores. Emilio me enseñaba también, sin necesidad de darme lecciones, la dignidad del trabajo, en especial del trabajo artesanal.

Porque es en la artesanía donde todavía hoy el trabajo se muestra en la plenitud de sus dos caras opuestas: no sólo como producción, esa operación que transforma la materia de nuestra herencia natural en un mundo de bienes económicos despegados de su raíz y crea esos nuevos circuitos, propiamente económicos, que se cierran sobre sí mismos y fundan el orden de la explotación y la injusticia; sino también como hechura, esa lucha amorosa con la materia, ese contacto corporal, manual, con las cosas y su resistencia que nos deja saber sobre la materialidad del mundo lo que sólo la mano, nunca el intelecto, puede saber. Por eso lo que sale de las manos del artesano no es nunca puramente bien de consumo, sino a la vez bien precioso, belleza no desechable, objeto no para la necesidad o el apetito que se satisfacen destruyéndolo, sino para el amor que, digan lo que digan, está más allá de la dialéctica del apetito y la satisfacción, de la apropiación y la destrucción, sino que es capaz de apetecer en la satisfacción y satisfacerse en la apetencia. Los que han leído con atención a Emilio Prados saben que ese oscuro y nebuloso amor del que habla tanto, a veces con mayúscula, es claro por lo menos que es de esta especie.

Su amor a la revolución iba también sin duda alguna por ese lado. No creo que ningún poeta, tal vez incluso ningún ser humano en general, haya sustituido nunca tan rápida y radicalmente a la Revolución por Dios, así con mayúscula. Es que su fervor había sido mucho más por los trabajadores reales que por la idea de revolución, y un trabajador, cuando tiene un rostro propio, es un rostro que se parece mucho más al de un artesano o un campesino que al de un exponente del proletariado. El salto radical y casi instantáneo de los romances de guerra a los poemas panteístas, como suelen llamarlos, de Memoria del olvido no es una abjuración, ni siquiera una verdadera conversión, es más bien un reconocimiento y una aceptación. Es claro que, lo mismo cuando cantaba a un dinamitero muerto en combate que cuando nos dice:

 

Aunque dentro de mí, como una daga
siento al ángel crecer que me atormenta,

Emilio Prados no estuvo nunca del lado del poder, ni siquiera del poder o del posible poder revolucionario. Es claro también que no se rozó nunca con los poderosos de una u otra especie, ni aun bajo esa forma tan moderna de los que les hacen impertinencias pero se dejan mimar por ellos. Sus Cartas desde el exilio que podemos leer ahora nos muestran sin duda un Emilio Prados un poco quejica, obsesivamente sediento de amor y de atención, pero inflexible en su altiva probidad, por más que esa inflexibilidad le haga a veces saltarse algunos matices al juzgar a sus compañeros de generación.

Y aquí me siento obligado a añadir algo que no se refiere concretamente a Emilio Prados, sino a ese mundo del exilio español al que él pertenecía mucho más que yo, aunque mucho menos programáticamente que tantos otros. Tendré que vencer la renuencia que he tenido siempre a hablar públicamente de ese tema, como la tenía también Emilio; pero se trata de algo que no he visto nunca expresado y que pienso que vale la pena señalar, aunque hubiera preferido que lo señalara otro. Cuando los jóvenes de mi generación de exiliados empezamos a escribir, en México, es visible que en toda la poesía y casi toda la narrativa que hacíamos no hay rastro de lo que poco después estaría en todas las bocas bajo el nombre de "literatura comprometida". Como en toda sociedad exiliada, estábamos muy unidos a nuestros padres, a nuestros mayores, a nuestros maestros. Esos antecesores nuestros eran luchadores y militantes que acababan de perder una guerra, pero no la esperanza de ver caído al enemigo y de poder proseguir su lucha o su tarea. En la pequeña sociedad compacta que formábamos en estas condiciones, nuestros mayores nos ponían mucha atención y nos seguían de muy cerca. Ahora, cuando lo miro a la distancia, me parece asombroso que nunca los escritores, los maestros, los lectores de la generación anterior nos hicieran el menor reproche por nuestra falta de compromiso visible o nos sugirieran mínimamente que siguiéramos un camino más acorde con el que había sido el suyo y en gran parte seguía siéndolo. He acabado por ver en esta actitud una ejemplar nobleza. Lo que descifro en ella es que de un modo o de otro nuestros padres sabían, y nos lo daban así a entender, que no habían luchado por la lucha misma, sino justamente por librar a sus hijos de ella; que el sacrificio en nombre de la vida humana no tiene sentido si después el valor de esa vida no está en ella misma sino en ese sacrificio; que militar por la liberación de nuestro prójimo es una falacia si sólo lo liberamos para que milite en nuestras filas y casi siempre bajo nuestra guía.

Sé que la frontera entre esta interpretación y su contraria es una línea delgada, y que también el conformismo y el aferramiento a los privilegios argumentan a menudo recurriendo al valor de la vida y de la libertad. Pero en este caso por lo menos me parece que sería difícil atribuir a los exiliados españoles, en aquella época, posturas convenencieras y compadrazgos sospechosos. En el Emilio Prados que yo conocí, se ve de manera particularmente clara que no es cuestión de declaraciones, sino de las actitudes que las aplican y les dan su pleno sentido. Emilio no me interrogó jamás sobre mis ideas o posturas respecto del exilio, de la política, de la actualidad histórica. Dábamos por sabidas, naturalmente, algunas coincidencias mínimas sobre algunos principios esenciales: el antifascismo, la igualdad para todos, el antirracismo, la fe en la libertad, la búsqueda de la justicia. A partir de eso no había inquisiciones ni sospechas, reproches ni exigencias. Nunca me leyó por ejemplo ninguno de sus poemas revolucionarios. Yo conocía algunos que se mencionaban en los medios exiliados:

 

Entre cañones me miro,
entre cañones me muevo...

...Alta va la paloma,
alta va y sola.
Sobre el viento las balas
hieren su sombra...

 

y sabía que no renegaba de ellos aunque tampoco los exhibía. Pero él no había combatido por esa poesía combativa: había combatido por el otro, y esa poesía combativa había combatido por la otra. Y ahora que compartía con un joven poeta, como el maestro con el discípulo, el pan de esa otra poesía, hubiera sido absurdo atenerse a ese combate despreciando el pan en cuyo nombre se había librado. Y es cierto que el pan de la verdad está siempre amenazado y que nuestra responsabilidad no cesa nunca, pero una de las maneras de olvidar eso es confundirnos tanto con las armas con que lo defendemos, que acabemos por dar la espalda a lo que con ellas defendemos. Hablo de una época en que el peligro de esa confusión era mucho más cercano que ahora. Si Emilio viviera hoy, estoy seguro de que sabría librarse también de las confusiones de estos tiempos; que sabría decirnos de algún modo que si su revolución y su guerra no fueron un dogma, tampoco su Dios, su nostalgia, su remo-lino metafísico, su Amor sin cuerpo y con mayúscula, sus revolcones con el lenguaje, y ni siquiera sus olivos y sus playas eran un dogma. Hubiera sido tan impermeable a esta ideología cínica que nos rodea como lo fue a aquella ideología dogmática que lo rodeó a él.

Puedo retomar ahora el hilo que dejé suelto hace rato en la mano de Van Gogh. Dije al principio que la figura de Emilio Prados confirmaba para mí, en mi adolescencia, una actitud para la cual la poesía lo es todo y a la vez no es nada, y ahora hablo de un combate suyo por la poesía. Me parece obvio que no hay contradicción, pero no tengo inconveniente en aclararlo un poco. En una carta a José Luis Cano de octubre de 54 le dice:

 

No es la poesía, José Luis. Tú me conoces y, o la poesía está en mi sangre y me lleva, o no la tengo. Uno escribe, escribe y creo que nada se dice al final. Siente uno la necesidad de escribir y la tristeza de haberlo hecho. El lenguaje no existe aún y el dolor de haber dado en malas palabras la emoción destrozada nos deja hechos guiñapos. Pero volvemos a hacerlo siempre. Obra yo no tengo. Hijos sí, vosotros...

 

Lo que yo leía bastantes años antes en su ejemplo era que hay un tipo de poeta que nunca venderá a ningún precio la fidelidad a la poesía, pero que a la vez nunca se venderá a ella. Dicho de otra manera, nunca hará de ella un verdadero fin, porque un verdadero fin es siempre un fin en sí, algo fundado en sí mismo y aislado del resto de todo lo que tiene sentido, aunque sólo fuese porque está en la cúspide de todo ello y confina con lo absoluto.

Venderse al absoluto, o incluso a su confín, ha sido y será siempre vender su alma al diablo. Emilio ha dicho de mil maneras que no es la poesía en sí lo que ama. No otra cosa significa la insistencia machacona con que citaba, de viva voz y por escrito, dentro o fuera de propósito, los versos de San Juan de la Cruz:

 

Por toda la hermosura
yo nunca me perderé,
sino por un no sé qué
que se halla por ventura.

Sobre ese no sé qué ha dicho muchas cosas, casi todas vagas, y en su última época tiende cada vez más a llamarlo directamente Dios. Pero lo que es claro es que en su contexto "toda la hermosura" equivale a la poesía, y que lo que nos está diciendo es que él no se perderá por la poesía. En esas cartas desbocadas que enviaba desde México a José Luis Cano hay constantemente reticencias ante sus compañeros, incluso ante los que más quería:

 

A Dámaso [dice en marzo de 59] no sé si escribirle. Él no me contesta a mí y yo me pico. Pero, como estas son cosas serias... ¡Estos críticos! No están conformes con la poesía de uno y dejan de ser amigos. ¡No lo entiendo! Yo tengo un poquito de sentido crítico, muy poquito, porque yo no sirvo ni he servido para nada; pero hay ciertos afectos que no los someto a servidumbre de nada. Por eso aquí estoy con vosotros todos. Hasta con los que no conozco más que por cartas.

Una manera bastante drástica de distinguir al poeta de la poesía y de interesarse más, como Van Gogh, en el primero que en la segunda. Y no, evidentemente, porque vea en la poesía un instrumento o un arma para conseguir ventajas o victorias personales. Eso está tan claro en él como en Van Gogh, que es tal vez el artista que más heroicamente, más santamente lo dio todo por la pintura y no se benefició nada de ella. Tampoco, indudablemente, porque la poesía le parezca cosa secundaria o superflua. Cuando dice "obra yo no tengo", no hay que entenderlo literalmente, por supuesto. Hoy sabemos que sí la tiene, y no es poca, y cuánto tesón, cuánta obsesión incluso puso en hacerla, hasta el punto de que puede sorprendernos (aunque creo que el caso no es tan raro) que haya acabado trabajando tanto un hombre confesadamente perezoso. No es eso pues lo que quiere decirnos, sino más bien que uno acaba casi inevitablemente por hacer una obra, pero no se trata de eso. Se trata de estar aquí, "con vosotros todos": "Hijos sí..."

¿No es eso también lo que quiere decirnos Van Gogh? Interesarse más por la pintura que por los pintores puede querer decir varias cosas, pero una de ellas es pensar más en el museo que en los cuadros que lo habitan. Sería algo así como eso que llaman enamorarse de la mujer en general. En el momento y en el nivel en que estamos a solas con nuestro pintor, con nuestro poeta, no lo vemos como "uno de los pintores" o "uno de los poetas": es siempre "otra cosa", igual que estar enamorado de una mujer es no poder verla como "una de las mujeres", sino incomparablemente como "otra cosa". Hablo de un momento y un nivel porque esa experiencia no puede aislarse totalmente excluyendo lo que la rodea, pero eso no quita que ese nivel exista (en su momento). Cuando estoy enamorado de una mujer, no borro del todo y literalmente a las otras mujeres, pero no cabe duda de que hay un nivel donde la mujer que amo está fuera de toda clasificación, incluso de la clasificación en sexos, convertida en un ser diferente y único y hasta en un sexo diferente y único. Es claro que ese nivel de unicidad incomparable no es sólo el terreno en el que todos, hombres o mujeres, quisiéramos ser amados, es también en el que un poeta quisiera ser leído, un pintor mirado, un músico escuchado. Estar aquí, con vosotros todos. Aquí y no en el museo; aquí y no en la Obra con mayúscula, no en el diccionario de autores, no en la historia de la literatura.

Quisiéramos. Pero no todos o no siempre a cualquier precio. Uno se aviene a ser amado por tales o cuales "prendas", tales o cuales ventajas, tal o cual precio, y no por ser uno mismo; uno se aviene a ser leído por tal o cual premio, tal o cual fama o moda, tal o cual patriotismo, tal o cual centenario. Pero también algunos resisten más insobornablemente que la mayoría. Nadie ignora que Emilio Prados fue uno de éstos. Lo que yo aprendí de él a mis 16 años fue sobre todo esa idea del poeta, más decisiva que la idea de poesía, y esa idea del hombre, más decisiva que la idea de poeta. En aquella época me hubiera parecido absurda la posibilidad de que un día se organizaran ceremonias para celebrar su centenario, y mucho más la de que yo participara en ellas. Y no porque entonces Emilio fuera un poeta bastante desconocido y yo inexistente, sino porque semejante cosa me parecía, y me sigue pareciendo, incompatible con la figura ejemplar del poeta que yo recibía de él y que prefiero seguir creyendo que él me daba.

Empecé preguntando si se puede de veras hablar de un poeta en estas condiciones. Poder, se puede, ya se ve. Si lo he intentado a pesar de todo es porque, como dije, la mirada centrada en el cuadro no borra del todo y literalmente el museo, ni la lectura absorta del poema la historia de la literatura, como el enamoramiento de una mujer no hace desaparecer literalmente, ni en la realidad

ni en la imaginación del enamorado, a todas las demás. Se puede, a pesar de todo, inventarse en un museo un rincón al que nos llevamos el cuadro para hablar a solas con él; se puede, después del homenaje oficial a un poeta, buscar en casa sus poemas para leerlos como "otra cosa", del mismo modo que se puede con una señora firmar un contrato matrimonial y amarla, a pesar de todo, por encima de la ley. Estas cosas, aunque nada seguras, son posibles, a pesar de todo. Pero cuidado: a pesar de todo no querrá decir nunca lo mismo que ante todo.

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* Palabras pronunciadas en el Centenario de Emilio Prados, celebrado en Málaga el 3 de marzo de 1999.

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Tomás Segovia, "Invocación de Emilio Prados", Fractal n°11, octubre-diciembre, 1998, año 3, volumen III, pp. 69-83.