CARLOS PEREDA

Historia de una amistad

 

 

A Carlos Pereyra quizá le hubiese irritado un título tan personal y pomposo e incluso algo sentimental –actitudes todas que detestaba– como "historia de una amistad". No obstante, cuando pienso en él, mi memoria lo hace presente con alegría y con tristeza, inevitablemente como eso: configurando la historia de una amistad. O, con más precisión, y teniendo en cuenta el devenir de sus luces y sus sombras –de nuestros muchos encuentros y desencuentros–, Pereyra se me acerca como parte de la historia de una amistad, a la vez, extraña y ejemplar. ¿Por qué afirmo tal cosa?

En la lejana primavera de 1977 no tenía una idea muy clara de qué iba ser de mi vida. Una sangrienta dictadura militar se había apoderado del país donde nací, Uruguay.

Los tiempos de terror acarrean, entre otros muchos males, tiempos de autoengaño, de loco fantasear. Sobre todo, de autocompasión crispada: me sentía un náufrago, pero un náufrago a quien no se le ocurre esperar que un barco pase a recogerlo. Como algunos de mis compañeros que habían estudiado en el extranjero, quería regresar a enseñar en la Universidad de Montevideo. Sin embargo, en esas condiciones, mi deseo resultaba no sólo deshonroso, sino también objetivamente ridículo y temible, por suicida; y no me resignaba a hacer otra cosa. Así, cuando bastante temeroso aterricé en la ciudad de México, un poco para tranquilizarme amparándome en territorio conocido, en lugar del gesto previsible, comenzar a merodear por museos y ruinas prehispánicas, a las pocas horas visité la Facultad de Filosofía y Letras y tuve la suerte de toparme con la generosa hospitalidad de Pereyra, o tal vez debería decir mejor, con su espontánea solidaridad o, más todavía, con su abierta simpatía con los extranjeros: a los pocos minutos tuve la sensación de estar cobijado, algo así como... de nuevo en casa.
Hay situaciones en las que, después de una intensa angustia, y pese a que no ha sucedido nada extraordinario para disiparla, poco a poco se empieza a percibir que la presión ha cesado, que lo peor ya pasó, que por lo menos en los próximos días ya no se necesitará nada más, ningún accesorio, ni siquiera una palabra o una mirada, que he ahí, de nuevo, un principio. Me gusta pensar que en la trama de recorridos que conforman la existencia de cualquier persona conviven varios principios, a menudo no sólo no todos convergentes, sino incluso peleándose entre sí. Gracias a los nuevos amigos como Pereyra y, también, quizá, a pequeños descubrimientos como el de ciertas frutas –el mango, el mamey, la papaya, la guanábana, el zapote...–, y el olor a cal de la tortilla, junto con la agitada y sorprendente familia de los chiles, retengo esas atareadas primeras semanas en México como uno de los principios de mi vida: para decirlo con solemnidad, como una situación del tipo "estar en el umbral".

En algún momento de esos días supe que todo iba a salir bien, al menos por un tiempo. Anotemos ya que la diosa Fortuna no es necesariamente tramposa y perversa.

Empezó así esta historia que no ha concluido. Tal vez por ello en mí se ha producido cierta contaminación entre Pereyra y la facultad, una contaminación que no cede. Cuando voy a dar clase no pocas veces me lo imagino por ahí, con su camisa blanca y su desabrochado suéter azul, cruzando un pasillo, colocando el aviso urgente de una manifestación, mostrándome un libro o algún artículo lleno de falacias ridículas en un diario, deteniéndose a explicarle algo a un estudiante o a un colega... Muy paciente y gentil y, también, por qué no decirlo, un poco reservado y lacónico, y hasta con una enfática distancia que era su forma del pudor, Pereyra, el hombre interior, podía estar en medio de una tormenta de emociones (sé que lo estuvo varias veces) y el hombre exterior escasamente lo dejaba entrever. Sospecho que se sofocaba un poco con la cercanía personal y sus previsibles efectos, el deseo de vehemencia y los despliegues de la subjetividad: las confidencias demasiado explícitas. Al menos, así le gustaba mostrarse: apostando por el hombre exterior y su conducta, que quería ser intachable, como profesor y militante político.

De ahí que en alguna ocasión que se me ocurrió buscar en Pereyra al hombre interior, encontré que sus padres eran argentinos y, ante todo, que su padre era trotzkista, y junto a eso –me lo contó repetidamente–, aquello de que en su aburrida adolescencia había nadado mucho, que a veces le parecía que no había hecho otra cosa que, durante interminables horas, sambullirse en el agua y nadar.

No quiero ser injusto. A cambio de dejar a sus amigos en una discreta antesala, Pereyra dominaba el difícil arte de la conversación sincera e inteligente.

Cuando fue coordinador de la carrera de filosofía –muy antiautoritario, por cierto–, y años después que, distraídamente, tuvo un puesto administrativo y se lo encontraba por las mañanas (sólo por las mañanas, ese era su estricto compromiso) en la facultad, yo solía llegar a clase, o a lo que tuviera que hacer, dejándome por lo menos una media hora o algo más para charlar acerca de política o, para decirlo con más exactitud, para gozar con la crítica sensatez de Pereyra: cualidad rarísima en una América Latina en la que los críticos tienden a ser por profesión no sensatos y a menudo delirantes, y los sensatos, altanera y ruidosamente no críticos.

Esa crítica sensatez respondía a su temple para enfrentar la realidad social: sensible ante las injusticias y preocupado por remediarlas, honrado y, ¿por eso?, con agudeza escéptico en relación con las Ciudades Celestiales, con cualquier Utopía... Era, sin ninguna duda, un luchador. Aunque como a muchos otros calmados –como a muchos otros filósofos–, el exceso y la exaltada monotonía del aguerrido entusiasmo le daban dolor de cabeza. Los poquísimos días en que lo encontré un tanto fuera de sí era porque había percibido el mal olor del nacionalismo, del racismo, de la homofobia o del terrorismo..., esas plagas recurrentes que prenden y se multiplican con facilidad y, que por lo mismo, exigen nuestro combate renovado.

Difícil equilibrio, el suyo: en su práctica política, el hombre de izquierda –¿el revolucionario?– Pereyra en ningún caso se rebajó a pactar con los saboteadores del sentido común: esos pendencieros antojadizos disfrazados de salvadores del mundo. Además, detestaba dramatizar su persona, y a quienes lo hacían. De ahí su antipatía (tan rara entre nosotros) por Nietzsche, desagrado que a veces comparto, aunque –ay...– de manera imperfecta, y con muchos y cambiantes titubeos: en un viaje a Querétaro, jugando, como gozo en hacerlo, al abogado del diablo, dos o tres veces le pregunté si acaso el sentido común –ese sentido común tan aporreado por Nietzsche– no puede llegar a ser demasiado sentido común. Respecto de los filósofos, el sentido común, ¿no busca ahorrarnos riesgos que deberían ser inevitables?, ¿no nos hace confundir abrazar la mesura con el volvernos timoratos y acomodaticios, y hasta miedosos de cualquier aventura?, ¿no nos obliga a fingir no entender preguntas y problemas fuera de los que se apoyan en un saber institucionalizado y, así, justificado de antemano? ¿Acaso lo que se considera como problemas y respuestas "inteligibles", y como problemas y respuestas "pertinentes" no varían según la tradición y la comunidad de pensamiento en que se trabaja, o peor, que tiene suficiente poder, político o cultural o ambos, para imponer esos tipos de problemas y esos tipos de respuestas?

Frente a dudas como éstas, Pereyra solía no contestar nada. Aún más, en ese viaje a Querétaro sospecho que me miró como quien escudriña a un señor que usa zapatos azules y se ha pintado el pelo de azul. Desatendiendo o desechando mis palabras, tranquilo, Pereyra seguía manejando, mientras observaba la carretera, pese a que creo que no tenía mucho sentido para él la idea de contemplar paisajes. ¿Fue por ello que, de pronto, detuvo el auto y subió a una muchacha que pedía aventón? (Incomprensiblemente para nuestros temores actuales, en muchísimos países hace quince años era común levantar en el camino a mujeres y hombres sin que a nadie se le ocurriese pensar que estaba arriesgando algo.)

Si recogiendo a esa desconocida de ojos vivaces y de cabellera negra Pereyra quería callarme, le salió el tiro por la culata. Pues al enterarse la muchacha –que resultó ser una estudiante muy lista de biología– de que éramos filósofos y de que íbamos a Querétaro a dar conferencias, empezó casi enseguida a preguntar con voz fuerte, que retumbaba en el auto: "¿Ustedes echan abajo todo lo que piensa la gente, sus prejuicios, sus certezas más arraigadas? Pero, ¿con qué ideas se quedan?, ¿y qué autoridad tienen para sostener estas nuevas ideas?, ¿a qué tradición invocan?"

Era una muchacha de hombros anchos, fuerte, con gran aplomo. En su semblante se reflejaba una expresión divertida, como si considerase que el mundo era algo parecido a un parque de diversiones que se halla a su entera disposición; un sitio, pues, del cual podía reírse para sus adentros. Ello contrastaba no sólo con nuestros semblantes un tanto cansados quizá, sino también con sus desenfrenadas ansias de hablar, pues pese a que ligeramente tartamudeaba, hablaba sin parar, sin detenerse siquiera a tomar aliento, como si en nosotros hubiese encontrado una oportunidad de excepción para formular las preguntas y comentarios que quisiera y, acaso, temiendo que cada kilómetro que pasaba se le iba acortando ese tiempo magnífico: "Lo que es verdadero y lo que es falso, lo que es bueno y lo que es malo, no es verdadero o falso sólo para mí, o porque alguien con poder intelectual o político lo diga, ni bueno o malo sólo para mí o por algún decreto o convención; tampoco es cosa de votarlo, ¿o sí? Consideren el caso de Darwin, no es cosa de mera opinión su ataque a las supersticiones religiosas del Génesis y su meditada defensa de variaciones no dirigidas, azarosas, de las especies, y cómo la selección natural elige o, más bien, opera sobre esas variaciones... Darwin pensaba con razón que la selección natural es en el mundo orgánico una fuerza con aplicación tan universal como la gravitación universal en el mundo físico. Tampoco es cosa de mera opinión que estamos destruyendo la naturaleza, que la especie humana ha resultado la más depredadora y la más asesina de todas las especies, que..." La enérgica estudiante hizo una breve pausa, como si se resistiera a admitir adónde la había llevado la conversación. Miró hacia afuera, que ya era noche, y agregó: "Por eso, y atendiendo a la corrupción que nos gobierna, sólo la sociedad civil organizándose podrá detener este proceso de destrucción de la naturaleza y..."

Todas las personas poseen ciertos límites –de sensibilidad y, también, en el ámbito de sus deseos y creencias, incluyendo las creencias más teóricas y abstractas– y cuando se colma esos límites resulta natural que surja la ofuscación, y hasta que se necesite expresarla de algún modo. En contra de sus hábitos, cuando Pereyra oyó la expresión "sociedad civil" no pudo contenerse y gritó que eso de la sociedad civil no era más que un "concepto nebuloso", que se trataba de "dos palabras que pueden hacer referencia a cualquier cosa" y que la única manera de organizarse que posee una sociedad moderna es mediante el Estado, los partidos políticos y los sindicatos. Subiendo demasiado la voz, y como queriendo no dejar lugar a ninguna duda y, en especial, a ninguna réplica, Pereyra comprobó:

–Hay que trabajar sobre todo en el fortalecimiento de los partidos políticos. El resto se reduce a habladurías de gente que no piensa cuando habla. Porque hay gente que no piensa cuando habla. Sí, estamos rodeados de mucha gente que no piensa cuando habla.

Creo que entonces, titubeante, agregué, tal vez sólo para disipar la tensión, pensamientos que estaba trabajando y que acaso sólo yo entendía:

–Sobre todo hay que combatir la mala fama de la política, que es una de las tantas malas famas que acompaña a la mala fama de la paz.

A estas alturas ya era muy noche y, embrollados en la conversación, no nos dimos cuenta y nos internamos en una desviación de la carretera. Unos diez minutos después estabamos entrando en un poblado desconocido, y empezaban a caer algunas gotas de lluvia, que iban conformando poco a poco un repicar todavía tenue pero consistente.

Al principio no vimos a nadie por ninguna parte. Después descubrimos dos campesinos que, sin que al parecer les importara mojarse, y un poco tambaleantes, se bebían una cerveza al borde del camino. Desde el auto les preguntamos cómo hacíamos para regresar a la carretera a Querétaro. Nos dijeron que siguiéramos por donde íbamos y que lo hiciéramos un rato largo y que, luego, dobláramos. Avanzamos lentamente por la calle principal del pueblo que estaba casi a oscuras y, al final de la calle, nos detuvimos en una taquería en la que vimos algo de luz. Una señora muy anciana, rodeada de niños descalzos que corrían en torno a ella, le encendía velas a una imagen de la Virgen de Guadalupe. Al vernos, con un rostro sonriente, nos invitó:

–¿No quieren pasar? –e hizo un gesto con la mano para que nos bajásemos del auto– Puede que se suelte la lluvia.

Ante la negativa, y el apremio de nuestras preguntas acerca de cómo encontrar una salida a la carretera a Querétaro, un tanto decepcionada nos indicó que continuáramos unas cinco cuadras y, en la esquina, dobláramos hacia la izquierda.

A la segunda vez que le dimos la vuelta al pueblo, Carlos empezó a respirar más fuerte y a golpear de vez en cuando, y de modo casi rítmico, la dirección, pero aunque no debió resultarle fácil soportar que estuviésemos perdidos, ni la ininterrumpida charla de la estudiante, ni la noche lluviosa, no era de los que se enfurecían por esas cosas. Yo, que por ese entonces, como en tantas ocasiones, estaba a la deriva, y no sentía apuro de llegar a ninguna parte, me dejaba estar y lo observaba, mientras, como una melodía lejana, llegaban hasta mí, por atrás, las palabras de la estudiante de biología sobre la separación entre la naturaleza y lo adquirido en el medio ambiente... No obstante, ¿por qué no decirlo?, me recuerdo contento. Tenía una noción bastante clara de que no era éste el peor lugar en que podía encontrarme, aunque cierta tía tal vez hubiera pensado que era justo un lugar para que terminara un individuo desordenado, lleno de deseos imposibles y aquejado por la maldición de discutirlo todo, al menos, de querer averiguarlo todo. Además, en medio de ese mundo desconocido, cuyas siluetas apenas descubría en la noche, en primer plano, se iba imponiendo una lluvia cada vez más intensa, y también con no sé qué sabor a consuelo.

De pronto, lo que no me alegró especialmente, nos topamos con la carretera y nos dimos cuenta que teníamos que desandar veinte kilómetros. Ni siquiera en ese momento se calló la estudiante de biología que, acordándose que no se había presentado, nos dijo que se llamaba María Inés. Y a propósito de la lluvia que se había convertido ya casi en un diluvio, María Inés subrayó la importancia de los cambios de clima, por ejemplo, a ello "se puede deber la extinción de una especie, lo que constituye un suceso repetible".

Si mal no recuerdo, a Pereyra reflexiones como éstas lo dejaban frío: no le inquietaban ni las "ideas peligrosas" de Darwin, ni los desafíos que comenzaba a plantearnos la ecología, afirmando con énfasis –como parte de la izquierda de esos tiempos– que había, al menos entre nosotros, los pobres, asuntos que requerían de una solución más urgente (aquello de la "contradicción principal" y de las "contradicciones secundarias"). Sin embargo –¿sin embargo?–, después de habernos despedido calurosamente de María Inés a la entrada de Querétaro, Pereyra no pudo menos que hacer un comentario que, por alguna extraña razón, he recuperado como si se tratase de un afilado epigrama que no entendí, ni entiendo:

–Para que el viaje resultara tranquilo y agradablemente inocuo no ayudó en nada el que nos hubiésemos perdido, ni que María Inés fuese guapa y muy, muy inteligente; tampoco la lluvia ayudó. Sí, sí, tal vez hubiese ayudado mucho si María Inés hubiese sido menos elegante, casi diría, una gorda desmesuradamente inepta, antipática y una tonta rematada que hablase sobre modas y telenovelas sin ton ni son. O hubiera ayudado que simplemente, con más sentido común, a mí no se me hubiese ocurrido detenerme a lo tonto en medio de la carretera.

Urge aclarar que, pese a que era un hombre de rutinas y –ya lo adelanté– de mucho sentido común, las rutinas y el sentido común nunca ataron a Pereyra a ninguna respetabilidad convencional (tampoco a una "respetabilidad convencional revolucionaria", que las hubo y las hay, y cómo): por ejemplo, no le impidió que fuese capaz ni de atender a los inconformes, ni de ponerse una y otra vez al lado de los desesperados, incluso si ello iba de modo directo en contra de sus ideas, o afectaba, o al menos parecía de algún modo afectar, las causas que él defendía (como las protestas, en esos tiempos, de los disidentes de la Europa del Este y de la todavía Unión Soviética). Pero continúo con María Inés.

Con sorpresa volvimos a toparnos con ella en nuestras conferencias y, después de la mía, nos conminó –el imperioso verbo está de acuerdo con su tono de voz– a tomar un café en su casa. Le aclaramos que colegas de la universidad nos habían invitado a comer, pero como insistió casi con desesperación, terminamos aceptando y prometiéndole que pasaríamos a verla antes de regresar a la ciudad de México, a eso de las cinco de la tarde.

El segundo cuartucho en un larguísimo pasillo de una vecindad en las afueras de Querétaro, que nos costó mucho dar con él, resultó ser su casa. Era tan pequeño y tan cochambroso que al abrirse la puerta –en la cual había puesto su nombre con letras doradas– sentí cierta repugnancia, malestar que, cuando María Inés nos hizo pasar, se disipó: una silla rota en un rincón, paredes de ladrillo sin revocar, un bote de basura lleno de papeles y latas de comida, ropas tiradas por el piso, una bombilla desnuda y libros en el suelo, por todos lados, muchos libros, entre restos de una alfombra gastada; no obstante, María Inés tenía por lecho un moderno y amplio colchón de hule espuma, sobre unas patas de bronce bien lustradas, que daba la apariencia de un trono. También debajo del trono había libros.

–Como ven, no tengo luces tenues ni suaves cojines, pero pueden sentarse a gusto en el suelo.

Cuando nos ofreció hacernos un café, Pereyra y yo, como no queriéndola avergonzar nos sentamos en cuclillas. Mientras hervía el agua, María Inés nos pidió dinero y declaró que no conseguía ningún trabajo compatible con seguir estudiando y que ya sólo le quedaba vender su valioso reloj, que había ganado en un concurso de radio sobre los viajes de Darwin. De lo que le diéramos dependía en parte si podía o no seguir sus estudios de biología el siguiente semestre. Y agregó, creo que con estudiada cursilería:

–¡Y realmente vale la pena estudiar!

Me disgustó la situación y me puse de pie. Sospecho que a Pereyra le pasaba algo similar pues hizo lo mismo, y la incomodidad no provenía de que sintiéramos miedo de una trampa –un plan siniestro urdido por María Inés y algún cómplice–, pues de su voz y de su manera de actuar no se desprendía ninguna sensación de amenaza. Más bien, si esto es posible, había indiferencia y, quizá, hasta le hacía cierta gracia nuestra irritación. Hablaba de sus aprietos como si ella fuera la gran duquesa que está ofreciendo un informe impersonal acerca de una persona lejana y cuya serie de miserias no le concierne a ninguno de los presentes.

Además, para disipar cualquier amago de temor, ¿no disponíamos de aquellos libros tirados por el suelo como testimonio de que María Inés pertenecía a nuestro bando...? Una vez más me tranquilicé presintiendo que, en medio de tantos libros, nada demasiado horrible podía suceder. Porque ¿acaso los libros no están ahí para detener las catástrofes, ordenar el mundo y abrir en la oscuridad algunas cuantas ventanas?

No recuerdo quién fue el primero en responder a su pedido de dinero pero apenas terminamos de tomar el café, le ofrecimos casi todo lo que llevábamos encima, incluyendo lo que nos habían pagado por las conferencias. María Inés tuvo el buen tino –¿o el orgullo?– de no darnos las gracias. Más todavía, cuando nos abría la puerta para salir preguntó con desfachatez:

–¿Cómo pude haber estado con ustedes sin darme cuenta de mi suerte estupenda?

–Porque quizá esta vez has tenido más suerte que de costumbre –respondió Pereyra, tal vez sin pensarlo pues se ruborizó enseguida, como queriéndose tragar lo que había dicho.

La muchacha procuró adoptar un aire ofendido, aunque su actuación estuvo lejos de merecer un premio. Salimos al aire fresco de la tarde sin decir una palabra. Ya en el auto, cada uno se rio –¿del otro?, ¿de sí mismo?, ¿de la situación?–, no sin picardía, y aunque varias veces estuvimos a punto de empezar una conversación, terminamos por guardar silencio todo el viaje de regreso. Sin embargo, al aproximarnos a la ciudad de México, Carlos exclamó, es probable que no dirigiéndose a mí, sino a la carretera:

–No se tiene a menudo la oportunidad de hacer extravagancias y uno tiene que aprovechar esas oportunidades, sobre todo nosotros que ya empezamos a dejar de ser jóvenes, ¿no?... Además, ¿quién lo duda?, el país necesita biólogos y, especialmente, buenas biólogas, ¿no?

Como no le contesté nada, fingiendo una horrible preocupación, que sin duda no tenía, señaló:

–Después de todo, no nos mezclamos en ningún crimen, ¿no es cierto que no nos mezclamos en ningún crimen? Que yo sepa no nos mezclamos en ningún crimen.

–Por supuesto –admití, intentando seguir su tono–. ¿Te olvidas de quienes somos?

–No sé quienes somos –protestó Pereyra con rudeza–.

Y, después de una pausa demasiado larga, y como para romper la aureola de sugerencias que podría provocar su respuesta, se explicó:

–Por ejemplo, yo no sabía que era un ladrón.

–¿Qué?

–Acabo de robarle este lápiz a María Inés.

Me lo mostró como quien exhibe un montón de rubíes y esmeraldas. Ignoro la razón por la cual yo no le confesé que, igual que él, también le había robado un lápiz.

Sin embargo, ¿por qué me detuve con tanta morosidad en los remolinos de esta historia? Además, ahora que lo pienso, es raro que ninguno de los dos hubiera vuelto a hacer referencia a esos robos, o en general, a ese viaje, ni siquiera a aludir a él. ¿Por qué cada una de nuestras memorias quiso suprimirlo? ¿O no fue eso? ¿O...? Antes de ponerme a escribir, había borrado ese viaje en su totalidad. Y cuando fueron apareciendo sus fragmentos, confieso que tuve que concentrarme varias horas, y rebuscar entre los recodos de esos años, antes de recobrar algunos detalles, entre otros, que aquella bella muchacha se llamaba María Inés. Insisto: ¿por qué regresó ese viaje y ese nombre tantos años después, precisamente en el momento que empezaba a contar –sobre todo: a contarme– la historia de esta amistad?

Vuelvo a Pereyra. Entiéndaseme bien: cuando dije que durante algunos años discutíamos casi día a día sobre política, no quise decir que discutiésemos sobre teoría política o acerca de filosofía de la historia –las disciplinas que Pereyra impartía–, sino que en nuestras tranquilas mañanas en la Facultad yo le comentaba los artículos periodísticos que él publicaba sobre asuntos preponderantemente de oposición a la política mexicana oficial –primero en el unomásuno y, luego, en La Jornada– y, de este modo, la plática se iba generando en torno a esas pequeñas notas en las que se elaboraba con minucia y, no pocas veces, con lucidez, los enredados sucesos del día. Enfatizo esta circunstancia, ya que el hecho de que un profesor serio y escuchado escriba semana tras semana en los periódicos se sobreentiende tanto entre nosotros que ni siquiera nos damos cuenta del escándalo, o al menos, de la rareza que ello constituye hoy en cualquier Academia anglosajona o incluso alemana, en donde se tiende a descalificar tal participación pública como ausencia de rigor científico, cuando no, como desafortunada frivolidad.

En este sentido, Pereyra, el profesor y el filósofo, poseía el vicio o la virtud de saber que en el mundo hay otras cosas aparte de la Universidad y sus compromisos y lealtades. De ahí su pertenencia a la raza que todavía descree de las disciplinas establecidas y de la rígida división del trabajo en las tareas del pensamiento, esos anacrónicos acaso ya en vías de extinción en los países del llamado "primer mundo": los intelectuales. Aprovecho para señalar que mucho lamentaría la desaparición de tales sagaces entrometidos: de estos opinadores que tanto confunden, pero también, que tanto iluminan.

En esos gozosos encuentros casi diarios, durante años, Pereyra y yo, extrañamente, tuvimos opiniones comunes. Muy a propósito introduje el adverbio "extrañamente" porque, en cambio, cuando se trataba de discusiones más teóricas solíamos situarnos en posiciones opuestas. En aquellos tiempos de América Latina –los turbulentos y esperanzados y muy politizados ochenta– esta desequilibrada combinación, continuos acuerdos en torno a los sucesos del día y feroces desacuerdos en las grandes teorías, era bastante buena para afianzar una amistad sin demasiadas trampas, y sin que el desdén o la creciente ira fueran el veneno continuamente acechante.

Después de todo, la terca fidelidad a las "posiciones", a las teorías generales, o lo que se entiende por tal cosa, sólo enloquece a los arrogantes y a los sectarios –vistos desde cerca un poco lo mismo–, porque ambos sustituyen con intensas adhesiones, la identidad, los pensamientos y las pasiones de que carecen como individuos. Pero los arrogantes y los sectarios no tienen amigos, sólo opacos subordinados o cambiantes cómplices. Y yo estoy escribiendo la historia de una amistad.

Qué placer, entonces, el de encontrarme casi cotidianamente con un colega amabilísimo que carecía por completo de esos afanes misioneros que entorpecen la convivencia –esos latosos que han confundido la responsabilidad con la enloquecida militancia dictada por alguno de sus caprichos–, y que, además, era lo suficientemente decente e imaginativo como para no inventarse salvadoras aunque irrisorias macro-teleologías, digamos, para no querer explicar una huelga de electricistas en Tamaulipas deduciéndola a partir de las sagradas y eternas leyes de la Historia.

Por eso, nunca le perdonaré a Carlos que se nos haya muerto tan joven: tan a medio camino. Nunca le perdonaré que nos haya dejado solos, y que en esta sofocante tarde de verano no pueda discutir con él qué nos está pasando: cómo enfrentar la corrupción, el cinismo generalizado o la violencia que se han desatado sobre nuestras ciudades, o debatir los conflictos que en América Latina se plantean entre la legalidad y la legitimidad, o algunos de los problemas en torno a los pueblos indígenas, por ejemplo, cómo conciliar la universalidad de los derechos humanos con la particularidad de cada historia y sus usos y costumbres, o el viejo y recurrente conflicto de los intereses de un individuo con los de su comunidad... Cuidado: respetar a los muertos implica, entre otras cosas, no poner en su boca las palabras que nos gustaría que dijesen. También vale esta regla para respetar a los vivos. Una vez más hay que dolorosamente advertirse que nadie puede sustituir a nadie, y menos a un amigo.

En lugar de captar un conjunto, a veces hay que permitir que los detalles y sus enredos nos salgan al encuentro. Aludí a que entre nosotros no se cultivó ni la intimidad pródiga en confidencias ni el desdén o la ira. Tampoco la envidia. En alguna que otra situación hubo sí malos entendidos. En un ruidoso baile para conmemorar no sé ya qué acontecimiento latinoamericano (pese a los sucesivos desastres agradezcamos que el gusto por las fiestas y, en general, la alegría, no nos abandone del todo), una deslumbrante muchacha vestida de rojo me sacó a bailar, lo que, como se dice, acaricia el yo. Por desgracia la caricia duró poco y pronto recibí un baño de agua helada: la muchacha quería, en realidad, bailar con el otro Carlos, con el frecuentado periodista de izquierda, con el hombre público Pereyra. En otra ocasión me escribieron cálidamente de Colombia cuando, en realidad, lo querían invitar a él a un congreso. No fueron las únicas veces que nos confundieron: teníamos algunos conocidos en común, nombres similares y cierto aire de familia (aunque por supuesto, él era más inteligente, más simpático y más guapo, y todo ello sin haberse anudado nunca, como yo, una corbata).

Sin embargo, ¿por qué he afirmado que en las discusiones teóricas solíamos situarnos en posiciones opuestas y hasta ásperamente opuestas? Pereyra provenía de un pasado vagamente heideggeriano. Cuando lo conocí se detenía con fervor –como gran parte de la intelectualidad de izquierda de la América Latina de esos tiempos– en Althusser y su "lectura" del marxismo. Yo, en cambio, provenía de los balanceados aprendizajes de la Lógica vida de Vaz Ferreira –ese continuo ejercitarse para ser capaces de captar cualquier matiz de la argumentación–, y acababa de llegar de la todavía Alemania Occidental en la que el pensamiento crítico estaba dominado por la Escuela de Frankfurt y, sobre todo, por la presencia en ascenso de Jürgen Habermas con –para describirlo en pocas palabras– su reconstrucción kantiana, o cuasi-kantiana de la filosofía del lenguaje, la epistemología, la ética y la política, sin olvidar su insistencia de que, después del positivismo lógico, no se puede pensar con rigor y hondura sin incorporar de algún modo el instrumentario de la filosofía analítica y su manera sobria, precisa y penetrante de discutir los problemas.

Desde esa perspectiva, la retórica grandilocuente de Althusser y su marxismo "científico" (o quizá, más bien, de ciencia-ficción) no resultaban para mí más que otra de las tantas irresponsabilidades o, tal vez, idiosincrasias, con que la ciudad de París suele inundar de vez en cuando los ávidos y noveleros mercados culturales del mundo (abarrotados mercados a los que concurren para abastecerse, y no sólo entre nosotros, tanto las academias como los intelectuales más ruidosamente antiacadémicos).

De esta manera, la influencia –inmensa, desvastadora y, a la postre, creo, estéril– que ejerció Althusser en América Latina, esa mezcla de izquierda arrogante con positivismo ramplón fue, y es todavía para mí, un enigma tan alarmante como con frecuencia lo constituye la cegadora fascinación de tantas noveleras tonterías... Cualquiera de estos despropósitos me suelen evocar lo que sucedió a principios de siglo con el krausismo en España: una filosofía de cuarta con una irradiación social de primera... No aprendemos. Sí, sí, se me dirá, la diferencia radica en la tradición de la gran prosa francesa; pero, si es eso lo que se buscaba, ¿por qué no leer mejor a Montaigne o a Stendhal? Claro, estaban y están también las falsas certezas, y el entusiasmo por las grandes "rupturas", epistemológicas y de las otras..., y con esas baratijas siempre se ha podido construir algún pozo protector, y de paso, hacer un buen negocio.

No obstante, procuraré en este momento evitar los huecos oropeles: quiero volverme un poco más preciso deteniéndome a discutir, aunque con mucha brevedad, con los libros de Pereyra. Nuestra amistad –ya lo adelanté– también estaba hecha de duras diferencias teóricas. Pero antes –y sonrojándome un poco por la pompa– no me resisto a defender la siguiente máxima:

 

Una amistad se enturbia y mancha y, tarde o temprano, degenera si en ella el deseo de consenso no admite que el otro respire por sí mismo: cuando ese deseo se convierte en un imperativo de complicidad que reprime el discrepar, toda distancia y, así, la amistad se convierte en la tenebrosa cueva en la que, ante todo, se reparten favores.

En esta máxima se recoge la experiencia de la amistad como el descubrimiento de que la segunda persona, con sus propios modos de entender y valorar, es tan real y tan importante como la primera persona. La máxima configura una exigencia para confrontar y, a veces, para compartir mis puntos de vista, miedos y esperanzas con otros puntos de vista, miedos y esperanzas, irreductibles a los míos. De esta manera, se me invita, y hasta se me exige, a recorrer un penoso camino fuera de mí mismo, como se dice, sobreponiéndome más allá de las benditas entrañas: del yo al otro, a los otros. Sin embargo, este movimiento de ensanchamiento se detiene, esa a menudo difícil confrontación con varias maneras de vivir se bloquea, si se pone en marcha el imperativo de complicidad: cuando le quitamos al otro su particular ser otro, y lo convertimos en un doble disminuido, pasmado, de nosotros mismos.

En casos como éstos, cuando el amigo poco a poco se nos va volviendo una pálida sombra, de antemano se percibe la diferencia, no como algo que enriquece, sino con ansiedad: la trampa que hay que evitar. Así, sólo se admiten los otros si antes se los reduce a miembros de un club de egoísmo compartido: cómplices que han desistido considerar la amistad como un desafío de libertades que nunca acaba. En la última línea de la máxima se hace referencia a esas formas degeneradas de la amistad que se designan todas ellas con la palabra de desmesura "amiguismo": esa señal para desatender, o activamente violar, los derechos de los demás (esos horribles, o indiferentes, "no amigos").

En América Latina, un continente en el que reina la escasez, las instituciones son precarias e inestables, y los procesos de la justicia excesivamente lentos y, con demasiada frecuencia, ineficaces –un continente en el que carecemos de una "cultura de la justicia"–, perversamente, a la expresión "ser amigo de" no suele dársele otro significado que el que cobra desde la desmesura del amiguismo: de esta manera, la expresión "ser amigo de" se nos ha instalado como la clave para obtener un empleo o un aumento de sueldo, cuando no para lograr enormes privilegios económicos y hasta culturales, e incluso favores decisivos con la magistratura y la policía.

Pero regresemos otra vez a los días con Pereyra. A poco conocerlo, Pereyra me acompañó una tarde a visitar seis o siete departamentos. Después de mucho meditar ya me había decidido a alquilar uno de ellos, cuando le volví a descubrir defectos –poca luz, una desquiciante alfombra verde y demasiado caro para lo que iba a empezar a ganar como profesor...– que me hicieron dar marcha atrás. Entonces, después de haberse reído de mí, o de hacer como que se reía porque quizá estaba ya exasperado, Pereyra me dijo que, por favor, encontrara para el día de mañana a alguien con más paciencia para seguir explorando las inmobiliarias de la ciudad, al mismo tiempo que me regalaba su libro Política y violencia de 1974. Este libro recoge el sentido común que estaba presente en muchos de sus artículos periodísticos: allí se razona un ataque a la violencia represiva, a la violencia del Estado represivo, y a su resultado y cómplice, la violencia aventurera que conforma el terrorismo. Más allá del vocabulario, propio de la época, he releído con simpatía sus tesis centrales: la historia no es un artefacto que se hace funcionar a partir de los decretos del Estado, apoyados en la tortura de su policía, pero tampoco por medio de las bombas de los disidentes. De nuevo: debemos constantemente precavernos de los aguerridos entusiastas, no importa el barrio de donde provengan.

En este sentido, subrayo el coraje cívico de este hombre reconocidamente de izquierda que, en medio del entusiasmo por la lucha armada, provocado en América Latina por la Revolución Cubana, se atrevió en público a alzar la voz y discrepar.

Esa lucidez y ese coraje, y el desafiante anti-oportunismo que implicaba atacar la mitología de los Héroes Salvadores y su sombra, la mala fama de la política –reconociendo la móvil opacidad que articulan las múltiples e inevitables mediaciones de cualquier proyecto público–, constantemente lo acompañaron. Porque Pereyra nunca fue un atolondrado entusiasta: en ningún caso confundió la facilidad de la acción simbólica, o –como tantos– las películas de acción, con la sutil y enmarañada práctica social.

De ahí que sus enemigos fueran los que son todavía nuestros enemigos, que por lo demás, sospecho que lo seguirán siendo por mucho, mucho tiempo: el vértigo simplificador de la venerable tradición del anti-intelectualismo hispánico, con la que no queremos romper porque... cómo nos cuesta ser razonables; cómo nos cuesta desencantarnos sin, al mismo tiempo, volvernos cínicos y despiadados. Y, también, el vértigo de lo sublime del bendito entusiasmo y la voz cascada y los grandes gestos y las relucientes palabras que nos anuncian un futuro de blanca gloria. Todo eso, estas formas de regodearse y, a la larga, de asfixiarse con los fantasmas de la propia identidad, con lo que ya se es, de acatar, así, en contra de cualquier razón, la regla:

Siempre es bueno más de lo mismo.

¿Cuántas veces en América Latina no ha sido más que una coartada para evadirse del presente y sus duros problemas y, de esta manera, una de las tantas máscaras, de los peores vicios, de la intolerable miseria, de la impotencia? Porque el reconfortante sentimentalismo, tan útil para la composición de fieras declaraciones o tiernos boleros, suele ser suicida para la acción responsable: para el juicio que conoce cómo distinguir el sentido común y la prudencia parientes de rostro semejante, pero con los que en realidad nada tienen que ver, como la debilidad y la cobardía.

Muy otra fue mi reacción a su segundo libro Configuraciones: teoría e historia de 1979. Mi desacuerdo no podía ser mayor con el extremo –y retórico– reduccionismo, característico de Althusser, que allí se defendía. Hablaré muy en general, porque ya en mi libro Debates de 1987, lo he hecho con más detalle. Se comenzaba por reducir la filosofía a la filosofía teórica: a la ontología y a la epistemología; éstas, a su vez, se reducían a una metateoría de las ciencias. En ese abigarrado diseño más o menos positivista, el marxismo era la ciencia de la Historia, el "tercer continente" científico, después de las Matemáticas y la Física, según Althusser. De esta manera, la racionalidad quedaba reducida al trabajo de las ciencias y no había ya más lugar para la razón práctica; así, se eliminaba por decreto imperial la posible intervención activa de los argumentos morales, que eran reducidos a mera ideología.

De haber sido fabricante me hubiera gustado dedicarme a producir sencillos instrumentos de precisión; y en el caso de nacer con talento para pintor, tal vez habría dibujado con rasgos rotundos, desafiantes; en todo caso, confesarse aligera el alma. Por eso, no puedo menos que confesar que afirmaciones de Pereyra como la siguiente me sacaban y me siguen sacando de quicio:

 

Los agentes históricos viven a través de una cierta ideología la manera según la cual se inscriben en el conjunto de las relaciones sociales.

Nunca entendí cómo una persona, en tanto primera persona, podía "vivir" o siquiera pensarse meramente desde el punto de vista de la tercera persona, en este caso, como la pura "ins-cripción" de un conjunto de relaciones sociales y no también, a la vez, como una historia única, inédita, tal vez incluso, imprescindible. Nunca entendí cómo una primera persona puede enfrentarse al otro, a una segunda persona, y limitarse a susurrarle: tú..., tú no eres más que el resultado casual de un conjunto de relaciones sociales.

Al menos yo, no quiero tratarme ni ser tratado sólo de esa manera "sociológica", "científica". Por suerte pocos hablan y mucho menos "viven" con ese lenguaje; a menudo no lo hacen ni siquiera los que defienden esas temibles abstracciones.

Felizmente mucha gente, incluyendo a algunos filósofos, suelen ser mucho mejor que sus ambiciosas y bárbaras teorías.

Todavía más, si esto es posible, me irritaba la tan popular en esos tiempos, teoría determinista de la historia. A partir de Althusser se razonaba como si el determinismo ya hubiese sido paso a paso probado, como si una teoría determinista de la historia no tuviese la menor dificultad ni la más mínima alternativa coherente: la naturaleza, la historia y las vidas de los individuos "no son más" que un conjunto de cadenas causales pre-fijadas desde siempre y, por lo tanto, al margen de cualquier azar o intervención consciente. Así, por arte de birlibirloque se convertía el esbozo de un sin sentido (¿o de una pesadilla?) en una situación apetecible.

Como a menudo me gusta exagerar, y para nada escondo los costados teatrales de mi hombre interior, yo aprovechaba cada vez que Pereyra hablaba de determinismo para subir, o bajar, el tono de voz, y casi gritarle, o susurrarle, que estaba seguro que no debía tomar sus palabras en sentido literal y como si estuviese hablando sabiendo de lo que hablaba, pues si lo hacía, temía volverme loco, ya que para mí una teoría determinista de cualquier cosa, pero más todavía de la historia, no poseía sólo algunas dificultades teóricas, sino que, básicamente, era un sin sentido.

Todavía considero que en cualquier ámbito, una teoría del azar dispone de más probabilidades de tener sentido, e incluso de resultar en parte verdadera, que una teoría determinista. Nunca he dejado de sospechar que la historia, natural y social y, por supuesto, personal, está llena de zozobras e imprevisibles y huecos..., y que, por los escasos fragmentos que conocemos de él, nuestra apuesta más razonable es suponer que el universo es plural, contingente y heterogéneo. De ahí que aún sienta cómo me enfurecían pasajes de Pereyra como los siguientes:

 

Quienes participan en el proceso desprovistos de la información para conocer con precisión su dinámica, pueden considerar que exista una variedad de opciones y alternativas, cuya realización dependerá del propio y libre comportamiento. Si la ponderación limitada del conjunto complejo de determinaciones produce la pluralidad de opciones, el conocimiento exhaustivo de tales determinaciones cancela esa ilusión.

Cuando terminaba de leer afirmaciones que yo consideraba delirantes como las anteriores no podía dejar de llamarlo por teléfono e interrogarle con ansiedad: ¿la historia se lleva a cabo, pues, a espaldas de sus agentes, sin que éstos puedan genuinamente intervenir? Pero, entonces, no es posible otra tarea que la de conocer la historia en el mismo sentido que conocemos la naturaleza, para manipularla técnicamente... ¿Y la razón, y las razones de los agentes?, ¿y los proyectos liberadores de la Ilustración? Además, ¿a qué viene esa indiferencia por las personas, los "sujetos" de la historia, y ese anhelo denodado, casi desesperado, en querer suprimir a toda costa las consideraciones morales?

Me refiero a una supresión teórica, claro, no práctica, pues en sus acciones Pereyra era un rigorista moral como el que más. No sin solemnidad, una vez me habló porque se había enterado de que yo formaba parte de cierta comisión dictaminadora, y conociendo que los concursos en la universidad se suelen abrir con nombre propio, me pedía, por favor, que atendiésemos por igual a todos los expedientes y, así, que eludiendo nuestras previsibles anticipaciones fuésemos imparciales e hiciéramos justicia. Eso fue todo. Cuando un tanto sorprendido le pregunté a qué se refería, pese a la confianza que había entre nosotros, ni siquiera me sugirió un nombre o una circunstancia. Reiteró su pedido de que se hiciera justicia y punto.

Lo que me pareció una diáfana, y amistosa, lección de anti-amiguismo y, a la vez, un gesto nada althusseriano. Al respecto recuerdo uno de los tantos malabarismos verbales de Althusser. Althusser aclaraba que si en el marxismo se afirma que una práctica social es "justa" no se hace referencia a esas cosillas como la virtud moral de la "justicia", sino al concepto serio, técnico, de la "justeza", en el sentido en que decimos que un mecánico puede "ajustar" un auto. De manera similar al mecánico, los dirigentes políticos "ajustarían" las prácticas sociales a un proceso histórico que no acepta ninguna intervención moral, porque de modo inexorable se cumple a solas. Paradojalmente, hoy los críticos más radicales del marxismo, y de paso, de cualquier política con preocupaciones sociales, eso que con cierta lujuria, y erróneamente creo, se llama "neoliberalismo", insisten en un comportamiento similar en relación con la razón práctica, con la moral. Se sabe: la arrogancia es contagiosa, más allá de los individuos, más allá de las trincheras; y los complejos problemas de las continuidades y rupturas entre la política y la moral –entre la eficacia y el orden social, por un lado, y virtudes como la justicia y la benevolencia, por el otro– no se van a resolver, y ni siquiera a plantear correctamente, suprimiendo uno de los términos que causa el conflicto. Algo de esto ya lo adelantó (no sin sembrar algunos espantapájaros) Maquiavelo en el comienzo de los tiempos modernos.

En 1984, Pereyra publica su última colección de trabajos teóricos que titula El sujeto de la historia. Apenas lo empecé a leer, noté un extraño hormigueo en la cabeza. Si no recuerdo mal, allí la discrepancia y hasta la incoherencia entre Pereyra, el filósofo, y Pereyra, el político práctico, se transforma en abismo: en saludable abismo, me apuro a agregar. Y, como en tantas ocasiones, aquí, loada sea la salvadora incoherencia. O, si se cambia de perspectiva, podemos decir que una vez más se nos muestra que el yo nunca deja de ser una inestable pluralidad de yoes que a veces van juntos, y otras se pelean, y otras más no se encuentran nunca. Una vez más, pues, se nos vuelve a exhibir en qué conflictos vive cualquier identidad, sobre todo quizá la identidad de las personas más decididamente honradas, más íntegras.

Por ejemplo, Pereyra, el filósofo, sin el menor titubeo, unívoca y althusserianamente declara:

 

Todo intento de restablecer la dicotomía entre "condiciones determinantes" y "actividad humana" proviene, en definitiva, del pensamiento dualista.

Y al "pensamiento dualista" –a ese pensamiento que se atreve todavía a rescatar el punto de vista de la primera persona, de una subjetividad activa, capaz de iniciar acciones– hay que, con energía, repudiarlo: y reducirlo o anexarlo al "punto de vista" objetivo, a las "condiciones determinantes".

Afortunadamente Pereyra, el político práctico, cuando se trata de asuntos más inmediatos, sabe separarse del vértigo objetivista –y de los carnavales althusserianos– y, en el mismo libro, con la sensibilidad y la sensatez crítica que tanto lo caracterizaba, y que todos le admiramos, defiende:

 

No hace falta, tal vez, insistir en que el menosprecio de las libertades políticas (adscritas a la democracia formal ) en aras de una vocación igualitaria (democracia sustancial ) es la vía más segura no sólo para bloquear el control público o social de las decisiones oficiales, sino también para impedir el propio cumplimiento de la vocación igualitaria, como lo muestra cada vez con mayor claridad la experiencia de los países poscapitalistas. Ninguna democracia sustancial es posible sin el respeto riguroso a los mecanismos de la democracia formal.

Sin embargo, ¿acaso no he pecado de desubicación respecto de Pereyra, y hasta de esa apasionada época teórica que, entre nosotros, protagonizaron las lecturas marxistas y sus muchos comentarios y variaciones? En relación con preguntas como éstas no puedo impedir que, contra mis deseos y casi, casi, de modo compulsivo, me suela venir a la mente cierta tarde de otros tiempos.

Mucho antes de vivir en México, en un viejo café de Montevideo, lleno de radio y humo, y cerca del puerto, ante algunas observaciones similares a las que le he estado haciendo a Pereyra, un pensativo compañero de la universidad, que todavía recuerdo que se llamaba Mario y tenía apellido vasco, aunque no sé ya si Uchurraga o Uchurrabaga o algo por el estilo, me preguntó, visiblemente enojado:

–¿Qué demonios vos estás criticando?, ¿sos..., sos de los otros? ¿O sos tan tonto como para ignorar que el ataque a nuestros camaradas ayuda a los enemigos? Entre dos sillas, no hay ningún sitio para que se siente un amigo.

Con pedantería juvenil o, quizá, con pedantería de estudiante de filosofía de último año de la carrera, empecé a contestarle con una nítida, precisa distinción:

–Los camaradas son una cosa, y los amigos, otra muy diferente. Porque la amistad es, a la vez, más suelta y más espesa, acaso también más caprichosa y ligera, que toda trama de ideas. Los camaradas, o incluso los compañeros, son abstracciones que se repiten, entidades sustituibles. En cambio, un amigo es una individualidad que no se puede confundir con ninguna otra. Por eso, los grupos disponen de enemigos comunes y estables, pero cada persona posee sus amigos más o menos firmes y sus cambiantes enemigos, que gana paso a paso y personalmente.

Entonces, ya animado por mi incipiente elocuencia, agregué con desparpajo:

–¿Te parece que soy tonto? No. Soy alguien mucho más peligroso. ¡Un individuo a quien buscan por un triple asesinato: no está totalmente seguro de lo que vos creés, ni de lo que creen los filósofos que él aprecia, ni siquiera de lo que él mismo cree! Ese individuo sabe que el pensamiento empieza a dar tumbos y acaba muriendo cuando no se alimenta con el fuego de la crítica: si como un atleta no se ejercita cada día en atacar las diversas opiniones, y en atender cuáles sobreviven los ataques y cuáles no. Porque el ataque de ideas es la única manera que tenemos de probar cuánto en realidad vale una idea. ¿Por qué no avisás ahora a la policía?, ¿oíste lo que dije?, ¿por qué no avisás ahora a algún policía? Hay tantas y de tantos colores...

–Naturalmente que he oído tu soberbia –contestó Mario, que era un orgulloso hijo de republicanos españoles–. Y no te hagás ilusiones; no caeré en la trampa de responderte de delincuente a inocente; nadie llamará a ninguna policía, ni nunca te vas a convertir vos en un mártir de la crítica. Además... –y miró alrededor suyo, como sientiéndose ¿espiado?–, estoy cansado de todo ese palabrerío. No me importa nada de nada, ni me preocupa si jamás vuelvo a oírte. Puedes hacer lo que se te antoje.

Luego me condenó, con un golpe sobre la mesa que quería ser triunfal, pero que sólo alcanzó a delatar furia:

–Ya sabés por qué te quedás solo.

A continuación se puso de pie y se marchó, dejándome con la Coca-Cola a medio tomar y mucho, mucho desánimo. Nunca volví a hablar con él.

Tales eran las retóricas de aquellos tiempos, que no hemos perdido enteramente, que tal vez nunca se pierdan del todo. Lo que es peor: casi todos aceptaríamos que un buen observador frente a esta escena dictaminaría que, con esos modales, no se llega a ninguna parte en una discusión, que con ellos quizá se expresan pasiones o prejuicios, pero no se comprende nada, no se aclara ningún asunto. No obstante, no me equivoco demasiado, creo, si afirmo que la mayoría tendríamos ganas de continuar respondiendo: "¿Y a mí, qué? A mí me importan los míos, me importan los que están conmigo, me importa salir del atolladero, lo demás..."

Sin embargo, ¿a qué viene a cuento esta escena en relación con la duda de que acaso –de que seguramente– fui injusto en mi discusión con Pereyra y, en general, con toda esa época teórica?

En mis clases suelo insistir casi con obsesión –aunque espero que con menos soberbia y más sentido de la situación que la última vez que hablé con Mario– que, luego de presentar y desplegar una opinión, una idea, un pensamiento o una teoría, y de elaborar sus ramificaciones, hay que necesariamente explorar algunos de sus posibles ataques, y en cuanto a éstos, distingo que, en principio, se dispone de dos modos, o al menos, de dos énfasis, de criticar opiniones, ideas, pensamientos, teorías... Puedo intervenir en un debate y atacar que uno o varios de los enunciados que expresan ciertas opiniones o teorías poseen algún grado de falsedad o que son falsos del todo, o también, que los enunciados en cuestión son confusos o, quizá, poco o nada per-tinentes. A este tipo de objeciones suelo bautizarlas "críticas argumentales": en ellas no importa ante todo quien dijo lo que dijo, ni para qué, ni cuándo lo dijo, sino que, en tiempo presente, se argumenta que hay una falta de verdad, o de comprensión, o de pertinencia en lo que, directa o indirectamente, se ha afirmado, y eso es todo.

Por el contrario, a veces interesa llevar a cabo una "crítica explicativa": se sitúa el debate en un contexto, un tiempo o en relación con ciertas personas, y se evalúan las diferentes intervenciones respecto de ese contexto, de ese tiempo o en función de esas personas. Las críticas que se conocen como "históricas", "sociológicas", "psicológicas"... son algunas formas de la crítica explicativa.

Aunque entre ambos tipos de crítica –la argumental y la explicativa– existen muchos vasos comunicantes, mis ataques de ayer y de hoy a Pereyra y, de rebote, a ciertas tradiciones del marxismo, quieren formar parte de una crítica argumental: buscaron señalar algunas faltas de comprensión y de verdad en las teorías criticadas. Tal vez se objete que en estos días brutales, y con el calor abrasador del junio mexicano de 1998, convendría sustituir esa crítica argumental por una crítica explicativa. ¿Acaso una crítica histórica y sociológica, y hasta psicológica, no nos ayudarían más a comprender nuestro pasado inmediato, y hasta a tener con él alguna relación productiva, que insistir en ciertas faltas de comprensión y de verdad?

Porque a pesar de que no ha transcurrido demasiado tiempo cronológico desde que no conversan ya con nosotros Pereyra y Althusser (¿qué son en la historia diez o quince años?), el tiempo político que nos separa de ellos es, o al menos a gran parte de nosotros nos parece, inmenso. A menudo creemos vivir en otro mundo, más "realista", dirán algunos, en todo caso, en circunstancias sociales y políticas que ya parecen tener poco que ver con las banderas y las luchas que Pereyra y Althusser representaban (de maneras distintas pero interrelacionadas): el derrumbe súbito, y para muchos todavía desconcertante, de la Unión Soviética y de los países del llamado "socialismo real" y, junto con él, de los partidos comunistas de Occidente, con razón o sin ella, ha arrastrado consigo muchas esperanzas, incluyendo la esperanza de que el vocabulario marxista pueda servirnos para comprender los procesos sociales. Como siempre, no sabemos qué sucederá teórica y prácticamente en el futuro, y no sería más que un gesto de mera prepotencia intentar predecirlo. Pero en este momento, algo más que herrumbre y un espeso polvo recubre las palabras de un lenguaje ("infraestructura", "superestructura", "sobre determinación", "plusvalía", "eficacia de la estructura sobre sus elementos", "análisis puramente de clase"...) que hasta hace muy poco enardecía tanto a quienes lo usaban como a quienes se oponían violentamente a él.

Tal vez –jugarretas del tiempo– Pereyra y yo debimos tomar más en serio las inquietudes en torno a Darwin y la ecología formuladas por María Inés, la bella y abrumadora –¿y abusiva?– estudiante de biología de la larga cabellera negra que conocimos en nuestro accidentado viaje a Querétaro. Porque cualquiera sea la opinión sobre su modo de expresarse –que, por lo demás, no era inadecuado–, sus preocupaciones se han vuelto mucho más nuestras preocupaciones que las dificultades que se dejan formular con el ahora ya muchas veces enigmático lenguaje de Althusser. Ah... sic transit gloria mundi. Y, sin embargo, las preocupaciones de base, tanto de Pereyra como de cualquier marxismo –la miseria de los más, la injusticia...– no han desaparecido; por el contrario, se han agravado.

Tal vez por eso la pregunta queda en pie: ¿cómo podría esbozarse una crítica explicativa –histórica o, tal vez, sociológica...– de las opiniones y teorías que han buscado rechazar mis críticas argumentales del marxismo althusseriano?

Frente a esta pregunta, en mis mañanas generosas (por ejemplo, cuando no desayuno malhumorado por los restos de alguna pesadilla, o por lo que acabo de leer en el periódico), tiendo a responder que en los setenta llevar a cabo una lectura "científica" de Marx implicaba, por lo menos en América Latina, combatir todo aquello a que se hace referencia con una serie de palabras de desmesura, de palabras "ismos": en la teoría, se rompía con el "impresionismo", ese sustituir saberes razonados acerca de nuestros alrededores, por las amables charlas de café en las que se expresan deseos acerca de cómo estas circunstancias deberían ser. Y en cuanto a la práctica, se despedía esa forma de moralismo que es el "humanismo", cuando éste equivale o se reduce –para usar otra palabra "ismo"– a "voluntarismo".

Por lo demás, –y cualquier rápida inspección a los garajes públicos del pensamiento reciente permite comprobarlo– "humanismo" y "voluntarismo" son palabras de desmesura con las que se hace referencia a la moda parisiense inmediatamente previa a la moda althusseriana, moda que entre nosotros se impuso y propagó a partir de la lectura del incansable, y aplaudido, y palabrero Sartre, y sus entusiastas compromisos "desde la nada", "desde la pura libertad que se elige a sí misma". Pero, ¿de qué estoy hablando? Tal vez se acepte que la teoría de la ciencia que manejó Althusser desplegaba algunas de las marcas más características de la razón arrogante; entre otras altanerías, se permitió el lujo de ignorar a sus contemporáneos más im-prescindibles en esa área del saber (desatendió por completo las reflexiones sobre la ciencia que van de Carnap y Popper a Kuhn y Quine). No obstante, acaso se quiera todavía defender a Althusser porque constituía un quiebre, un decirle abiertamente "no" al bendito

Siempre es bueno más de lo mismo,

y quizá hasta se vindique que se trataba de un "gran progreso": Althusser invitaba a introducir argumentos científicos en una tradición que –en contra del espíritu, y de la letra, de Marx– continuamente confundió la argumentación paso a paso y el análisis empírico de las situaciones sociales y políticas por la especulación basada en los "buenos sentimientos", el dictado de las "buenas conciencias" y la invocación de citas rituales sacadas de algún manual torpe pero edificante.

En cuanto al heideggeriano "antihumanismo", pese a que de esta manera se suprimía la dimensión moral y hasta política de la existencia humana (¡nada menos! Hay que repetirlo sin temor: ¡nada menos!), con él, con el antihumanismo, ¿acaso no se buscaba eliminar las epopeyas del deseo alucinado, los fervores de la voluntad omnipotente que es capaz de llevar a cabo lo que se le ocurra?

De acuerdo. Con el celebrado "antihumanismo" se quería aprender que la acción efectiva, y no meramente simbólica, no se reduce a la mera cuestión del "sí, se puede", del "yo quiero, yo hago", de "empujar el cuerpo y ya", de "ir pa’ delante y echarle ganas". Se procuraba tomar conciencia de que no todo depende de la voluntad o, más bien, del capricho de algunos sujetos convertidos en Dioses –o Héroes, da lo mismo– que "hacen la Historia" porque, como quien decide barrer un cuarto sucio, en una tarde de rabia, decidieron anudarse un turbante en la cabeza, arremangarse las mangas y ponerse a hacerla.

En este sentido, en esas mañanas generosas –o simplemente higiénicas: nada más sano que dos o tres veces por semana procurar pensar en contra de sí mismo– me atrevo a defender que la crítica explicativa tal vez sea capaz de rescatar en las intervenciones más teóricas de Pereyra y, en general, del marxismo con aspiraciones científicas, ataques a ciertas persistentes posiciones que, ya lo advertimos, en América Latina todavía son, y probablemente continuarán siendo, los enemigos, y hasta nuestros más acariciados vicios: el vértigo simplificador del anti-intelectualismo y el vértigo de lo sublime del ardiente entusiasmo (vértigos que hoy suelen adoptar, no faltaba más, muchos coloridos ropajes: disfraces despiadados y cínicos o, de plano, servilmente "realistas" porque la realidad es la realidad y el poder es el poder; o camisetas posmodernas y "todo vale" o, de nuevo –¿moda retro?– cosmológicas y falsamente místicas).

Concedo estas rescatadoras razones (productos, ya indiqué, de algunas mañanas generosas e higiénicas). Pero, ay..., lástima que no se pueda corregir un error con otro y que la implacable crítica argumental sea, tarde o temprano, irremplazable, lástima que las faltas de verdad, comprensión y pertinencia no se puedan curar más que con verdad, comprensión y pertinencia. Entre muchas otras preguntas, la crítica argumental tendría que indagar respecto del marxismo cuáles fueron las faltas de verdad en la teoría que generaron, o contribuyeron a generar en la práctica, tamaños fracasos o, con más exactitud, la ininterrumpida tragedia que ha configurado gran parte de este siglo de horror. Sin este viaje por nuestra memoria colectiva (por ejemplo, sin empezar por recorrer durante varios días, y con los ojos bien abiertos, los campos de concentración construidos por Stalin y proseguir, sin cerrar en ningún momento los ojos, el devenir de esos "campos de izquierda" hasta hoy), creo que nadie –pero sobre todo la izquierda– podrá acabar de entender por qué estamos donde estamos, de qué modo nuestras sociedades se han configurado de esa y no de otra forma, cómo nos hemos convertido en la clase de personas que somos.

Hasta ahora, que yo sepa, la tradición comunista meramente se ha quejado del egoísmo de la gente, y se ha ahorrado estas exploraciones, lo que hay que lamentar. Y hay que lamentarlo porque cada historia se alza sobre las ruinas de otras historias, y cuando no se conoce con minucia de qué ruinas se trata, ni de por qué estas ruinas han llegado a ser ruinas, cualquier proyecto, e incluso, todo deseo, tiende a sepultarse en uno de esos callejones sin salida que tanto conocemos (y que, en secreto, nos gusta seguir frecuentando, y hasta nos amarramos con delicia a ellos): callejones sin compasión, llenos de fracaso y sordidez, en el mejor de los casos –¿o en el peor?–, cubiertos de disciplinado entusiasmo, esa neblina poderosa.

No se trata, pues, de poblar la nostalgia con culpas y castigos, sino de juzgar lo que se pensó, y lo que pasó, a partir de la insobornable verdad.

Retorno a mi relato. Muchas de las correctas o incorrectas objeciones a las teorías de Pereyra que he enumerado machaconamente se las dije en público –en mesas redondas y hasta en presentaciones de sus propios libros–, y todas las publiqué en su momento, razonándolas lo mejor que pude. E insisto: nunca estas nubes teóricas se hicieron diluvio personal. Pereyra me escuchaba con paciencia, porque era un hombre que sabía escuchar y, al menos en nuestros quietos paseos por el Parque Hundido, sus respuestas eran tranquilas y prolijas; también profundas y de mucho interés resultaban nuestras discusiones, enfrentamientos que, no obstante, y sin que ninguno de los dos, creo, lo buscase, en algún momento se desviaban con astucia y terminábamos hablando de otra cosa, de asuntos más cotidianos en los que lográbamos con facilidad el acuerdo. O, cuando el debate se ponía demasiado caliente, guardábamos silencio. Una noche, en no se qué taquería, yo trataba de ofrecerle un elaborado argumento trascendental para probar la libertad a la manera kantiana, defendiendo que la libertad es, desde el punto de vista de la primera persona, una presunción necesaria para cualquier agente que esté actuando –pues nadie puede genuinamente actuar sin presuponer en el momento de su acción que es libre–..., mientras Pereyra insistía en observar que me había ensuciado de guacamole y salsa verde toda la cara e incluso la camisa. De pronto, nos callamos, no por cansancio sino... Milagrosamente una radio con excesivo volumen –una manía no sólo de los taqueros– nos trajo una pegajosa ¿rumba?:

 

Esperanza, Esperanza
solo sabes bailar y bailar...

Ninguno de los dos llevaba Las Antillas en la sangre. No obstante, doy fe que en los pleitos más variados, si podíamos reencontrarnos en la risa, varias veces intentamos tararear esas hermosas y desconcertantes palabras. No hay que olvidarse que éramos todavía jóvenes y un poco ilusos...

Extraña y enredada es, pues, esta historia: la franca y hasta, diría, rigurosa discrepancia en cuestiones altamente teóricas nunca fastidió la amistad de dos aprendices de filósofos que tomaban muy en serio sus ideas –porque sobre eso no cabe la menor duda– y, en cambio, una vez, hubo sí cierto alejamiento producido por un problema nimio de la política universitaria, tan menor que, sinceramente, ya no recuerdo de qué se trataba. Al menos hoy, pienso que de este modo los dos percibimos ese pantano. Sin embargo, se sabe: estos animales que llamamos racionales, los humanos, solemos ser tontos rematados: por pequeñeces perdemos lo mejor y nos hundimos con gusto en el fango e incluso con intenso placer. Y sólo a los golpes, a veces, muy pocas veces y a menudo ya casi demasiado tarde y como una proeza atrevida, aprendemos a no paralizarnos en la desventura y en el Mal.

   
Carlos
Pereyra
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Así, durante cuatro o cinco meses, sin que hubiera sucedido nada concreto, ni una pelea explícita o un conflicto más o menos solapado y, como sucede en tantas ocasiones, sin decidirlo y hasta sin darnos cuenta, dejamos de frecuentarnos. Y las poca