Los tiempos de terror acarrean, entre otros muchos males, tiempos de autoengaño, de loco fantasear. Sobre todo, de autocompasión crispada: me sentía un náufrago, pero un náufrago a quien no se le ocurre esperar que un barco pase a recogerlo. Como algunos de mis compañeros que habían estudiado en el extranjero, quería regresar a enseñar en la Universidad de Montevideo. Sin embargo, en esas condiciones, mi deseo resultaba no sólo deshonroso, sino también objetivamente ridículo y temible, por suicida; y no me resignaba a hacer otra cosa. Así, cuando bastante temeroso aterricé en la ciudad de México, un poco para tranquilizarme amparándome en territorio conocido, en lugar del gesto previsible, comenzar a merodear por museos y ruinas prehispánicas, a las pocas horas visité la Facultad de Filosofía y Letras y tuve la suerte de toparme con la generosa hospitalidad de Pereyra, o tal vez debería decir mejor, con su espontánea solidaridad o, más todavía, con su abierta simpatía con los extranjeros: a los pocos minutos tuve la sensación de estar cobijado, algo así como... de nuevo en casa.
Hay situaciones en las que, después de una intensa angustia, y pese a que no ha sucedido nada extraordinario para disiparla, poco a poco se empieza a percibir que la presión ha cesado, que lo peor ya pasó, que por lo menos en los próximos días ya no se necesitará nada más, ningún accesorio, ni siquiera una palabra o una mirada, que he ahí, de nuevo, un principio. Me gusta pensar que en la trama de recorridos que conforman la existencia de cualquier persona conviven varios principios, a menudo no sólo no todos convergentes, sino incluso peleándose entre sí. Gracias a los nuevos amigos como Pereyra y, también, quizá, a pequeños descubrimientos como el de ciertas frutas el mango, el mamey, la papaya, la guanábana, el zapote..., y el olor a cal de la tortilla, junto con la agitada y sorprendente familia de los chiles, retengo esas atareadas primeras semanas en México como uno de los principios de mi vida: para decirlo con solemnidad, como una situación del tipo "estar en el umbral".
En algún momento de esos días supe que todo iba a salir bien, al menos por un tiempo. Anotemos ya que la diosa Fortuna no es necesariamente tramposa y perversa.
Empezó
así esta historia que no ha concluido. Tal vez por ello en
mí se ha producido cierta contaminación entre Pereyra
y la facultad, una contaminación que no cede. Cuando voy
a dar clase no pocas veces me lo imagino por ahí, con su
camisa blanca y su desabrochado suéter azul, cruzando un
pasillo, colocando el aviso urgente de una manifestación,
mostrándome un libro o algún artículo lleno
de falacias ridículas en un diario, deteniéndose a
explicarle algo a un estudiante o a un colega... Muy paciente y
gentil y, también, por qué no decirlo, un poco reservado
y lacónico, y hasta con una enfática distancia que
era su forma del pudor, Pereyra, el hombre interior, podía
estar en medio de una tormenta de emociones (sé que lo estuvo
varias veces) y el hombre exterior escasamente lo dejaba entrever.
Sospecho que se sofocaba un poco con la cercanía personal
y sus previsibles efectos, el deseo de vehemencia y los despliegues
de la subjetividad: las confidencias demasiado explícitas.
Al menos, así le gustaba mostrarse: apostando por el hombre
exterior y su conducta, que quería ser intachable, como profesor
y militante político.
De ahí
que en alguna ocasión que se me ocurrió buscar en
Pereyra al hombre interior, encontré que sus padres eran
argentinos y, ante todo, que su padre era trotzkista, y junto a
eso me lo contó repetidamente, aquello de que
en su aburrida adolescencia había nadado mucho, que a veces
le parecía que no había hecho otra cosa que, durante
interminables horas, sambullirse en el agua y nadar.
No quiero
ser injusto. A cambio de dejar a sus amigos en una discreta antesala,
Pereyra dominaba el difícil arte de la conversación
sincera e inteligente.
Cuando
fue coordinador de la carrera de filosofía muy antiautoritario,
por cierto, y años después que, distraídamente,
tuvo un puesto administrativo y se lo encontraba por las mañanas
(sólo por las mañanas, ese era su estricto compromiso)
en la facultad, yo solía llegar a clase, o a lo que tuviera
que hacer, dejándome por lo menos una media hora o algo más
para charlar acerca de política o, para decirlo con más
exactitud, para gozar con la crítica sensatez de Pereyra:
cualidad rarísima en una América Latina en la que
los críticos tienden a ser por profesión no sensatos
y a menudo delirantes, y los sensatos, altanera y ruidosamente no
críticos.
Esa
crítica sensatez respondía a su temple para enfrentar
la realidad social: sensible ante las injusticias y preocupado por
remediarlas, honrado y, ¿por eso?, con agudeza escéptico
en relación con las Ciudades Celestiales, con cualquier Utopía...
Era, sin ninguna duda, un luchador. Aunque como a muchos otros calmados
como a muchos otros filósofos, el exceso y la
exaltada monotonía del aguerrido entusiasmo le daban dolor
de cabeza. Los poquísimos días en que lo encontré
un tanto fuera de sí era porque había percibido el
mal olor del nacionalismo, del racismo, de la homofobia o del terrorismo...,
esas plagas recurrentes que prenden y se multiplican con facilidad
y, que por lo mismo, exigen nuestro combate renovado.
Difícil
equilibrio, el suyo: en su práctica política, el hombre
de izquierda ¿el revolucionario? Pereyra en ningún
caso se rebajó a pactar con los saboteadores del sentido
común: esos pendencieros antojadizos disfrazados de salvadores
del mundo. Además, detestaba dramatizar su persona, y a quienes
lo hacían. De ahí su antipatía (tan rara entre
nosotros) por Nietzsche, desagrado que a veces comparto, aunque
ay... de manera imperfecta, y con muchos y cambiantes
titubeos: en un viaje a Querétaro, jugando, como gozo en
hacerlo, al abogado del diablo, dos o tres veces le pregunté
si acaso el sentido común ese sentido común
tan aporreado por Nietzsche no puede llegar a ser demasiado
sentido común. Respecto de los filósofos, el sentido
común, ¿no busca ahorrarnos riesgos que deberían
ser inevitables?, ¿no nos hace confundir abrazar la mesura
con el volvernos timoratos y acomodaticios, y hasta miedosos de
cualquier aventura?, ¿no nos obliga a fingir no entender
preguntas y problemas fuera de los que se apoyan en un saber institucionalizado
y, así, justificado de antemano? ¿Acaso lo que se
considera como problemas y respuestas "inteligibles",
y como problemas y respuestas "pertinentes" no varían
según la tradición y la comunidad de pensamiento en
que se trabaja, o peor, que tiene suficiente poder, político
o cultural o ambos, para imponer esos tipos de problemas y esos
tipos de respuestas?
Frente
a dudas como éstas, Pereyra solía no contestar nada.
Aún más, en ese viaje a Querétaro sospecho
que me miró como quien escudriña a un señor
que usa zapatos azules y se ha pintado el pelo de azul. Desatendiendo
o desechando mis palabras, tranquilo, Pereyra seguía manejando,
mientras observaba la carretera, pese a que creo que no tenía
mucho sentido para él la idea de contemplar paisajes. ¿Fue
por ello que, de pronto, detuvo el auto y subió a una muchacha
que pedía aventón? (Incomprensiblemente para nuestros
temores actuales, en muchísimos países hace quince
años era común levantar en el camino a mujeres y hombres
sin que a nadie se le ocurriese pensar que estaba arriesgando algo.)
Si recogiendo
a esa desconocida de ojos vivaces y de cabellera negra Pereyra quería
callarme, le salió el tiro por la culata. Pues al enterarse
la muchacha que resultó ser una estudiante muy lista
de biología de que éramos filósofos y
de que íbamos a Querétaro a dar conferencias, empezó
casi enseguida a preguntar con voz fuerte, que retumbaba en el auto:
"¿Ustedes echan abajo todo lo que piensa la gente, sus
prejuicios, sus certezas más arraigadas? Pero, ¿con
qué ideas se quedan?, ¿y qué autoridad tienen
para sostener estas nuevas ideas?, ¿a qué tradición
invocan?"
Era
una muchacha de hombros anchos, fuerte, con gran aplomo. En su semblante
se reflejaba una expresión divertida, como si considerase
que el mundo era algo parecido a un parque de diversiones que se
halla a su entera disposición; un sitio, pues, del cual podía
reírse para sus adentros. Ello contrastaba no sólo
con nuestros semblantes un tanto cansados quizá, sino también
con sus desenfrenadas ansias de hablar, pues pese a que ligeramente
tartamudeaba, hablaba sin parar, sin detenerse siquiera a tomar
aliento, como si en nosotros hubiese encontrado una oportunidad
de excepción para formular las preguntas y comentarios que
quisiera y, acaso, temiendo que cada kilómetro que pasaba
se le iba acortando ese tiempo magnífico: "Lo que es
verdadero y lo que es falso, lo que es bueno y lo que es malo, no
es verdadero o falso sólo para mí, o porque alguien
con poder intelectual o político lo diga, ni bueno o malo
sólo para mí o por algún decreto o convención;
tampoco es cosa de votarlo, ¿o sí? Consideren el caso
de Darwin, no es cosa de mera opinión su ataque a las supersticiones
religiosas del Génesis y su meditada defensa de variaciones
no dirigidas, azarosas, de las especies, y cómo la selección
natural elige o, más bien, opera sobre esas variaciones...
Darwin pensaba con razón que la selección natural
es en el mundo orgánico una fuerza con aplicación
tan universal como la gravitación universal en el mundo físico.
Tampoco es cosa de mera opinión que estamos destruyendo la
naturaleza, que la especie humana ha resultado la más depredadora
y la más asesina de todas las especies, que..." La enérgica
estudiante hizo una breve pausa, como si se resistiera a admitir
adónde la había llevado la conversación. Miró
hacia afuera, que ya era noche, y agregó: "Por eso,
y atendiendo a la corrupción que nos gobierna, sólo
la sociedad civil organizándose podrá detener este
proceso de destrucción de la naturaleza y..."
Todas
las personas poseen ciertos límites de sensibilidad
y, también, en el ámbito de sus deseos y creencias,
incluyendo las creencias más teóricas y abstractas
y cuando se colma esos límites resulta natural que surja
la ofuscación, y hasta que se necesite expresarla de algún
modo. En contra de sus hábitos, cuando Pereyra oyó
la expresión "sociedad civil" no pudo contenerse
y gritó que eso de la sociedad civil no era más que
un "concepto nebuloso", que se trataba de "dos palabras
que pueden hacer referencia a cualquier cosa" y que la única
manera de organizarse que posee una sociedad moderna es mediante
el Estado, los partidos políticos y los sindicatos. Subiendo
demasiado la voz, y como queriendo no dejar lugar a ninguna duda
y, en especial, a ninguna réplica, Pereyra comprobó:
Hay
que trabajar sobre todo en el fortalecimiento de los partidos políticos.
El resto se reduce a habladurías de gente que no piensa cuando
habla. Porque hay gente que no piensa cuando habla. Sí, estamos
rodeados de mucha gente que no piensa cuando habla.
Creo
que entonces, titubeante, agregué, tal vez sólo para
disipar la tensión, pensamientos que estaba trabajando y
que acaso sólo yo entendía:
Sobre
todo hay que combatir la mala fama de la política, que es
una de las tantas malas famas que acompaña a la mala fama
de la paz.
A estas
alturas ya era muy noche y, embrollados en la conversación,
no nos dimos cuenta y nos internamos en una desviación de
la carretera. Unos diez minutos después estabamos entrando
en un poblado desconocido, y empezaban a caer algunas gotas de lluvia,
que iban conformando poco a poco un repicar todavía tenue
pero consistente.
Al principio
no vimos a nadie por ninguna parte. Después descubrimos dos
campesinos que, sin que al parecer les importara mojarse, y un poco
tambaleantes, se bebían una cerveza al borde del camino.
Desde el auto les preguntamos cómo hacíamos para regresar
a la carretera a Querétaro. Nos dijeron que siguiéramos
por donde íbamos y que lo hiciéramos un rato largo
y que, luego, dobláramos. Avanzamos lentamente por la calle
principal del pueblo que estaba casi a oscuras y, al final de la
calle, nos detuvimos en una taquería en la que vimos algo
de luz. Una señora muy anciana, rodeada de niños descalzos
que corrían en torno a ella, le encendía velas a una
imagen de la Virgen de Guadalupe. Al vernos, con un rostro sonriente,
nos invitó:
¿No
quieren pasar? e hizo un gesto con la mano para que nos bajásemos
del auto Puede que se suelte la lluvia.
Ante
la negativa, y el apremio de nuestras preguntas acerca de cómo
encontrar una salida a la carretera a Querétaro, un tanto
decepcionada nos indicó que continuáramos unas cinco
cuadras y, en la esquina, dobláramos hacia la izquierda.
A la
segunda vez que le dimos la vuelta al pueblo, Carlos empezó
a respirar más fuerte y a golpear de vez en cuando, y de
modo casi rítmico, la dirección, pero aunque no debió
resultarle fácil soportar que estuviésemos perdidos,
ni la ininterrumpida charla de la estudiante, ni la noche lluviosa,
no era de los que se enfurecían por esas cosas. Yo, que por
ese entonces, como en tantas ocasiones, estaba a la deriva, y no
sentía apuro de llegar a ninguna parte, me dejaba estar y
lo observaba, mientras, como una melodía lejana, llegaban
hasta mí, por atrás, las palabras de la estudiante
de biología sobre la separación entre la naturaleza
y lo adquirido en el medio ambiente... No obstante, ¿por
qué no decirlo?, me recuerdo contento. Tenía una noción
bastante clara de que no era éste el peor lugar en que podía
encontrarme, aunque cierta tía tal vez hubiera pensado que
era justo un lugar para que terminara un individuo desordenado,
lleno de deseos imposibles y aquejado por la maldición de
discutirlo todo, al menos, de querer averiguarlo todo. Además,
en medio de ese mundo desconocido, cuyas siluetas apenas descubría
en la noche, en primer plano, se iba imponiendo una lluvia cada
vez más intensa, y también con no sé qué
sabor a consuelo.
De pronto,
lo que no me alegró especialmente, nos topamos con la carretera
y nos dimos cuenta que teníamos que desandar veinte kilómetros.
Ni siquiera en ese momento se calló la estudiante de biología
que, acordándose que no se había presentado, nos dijo
que se llamaba María Inés. Y a propósito de
la lluvia que se había convertido ya casi en un diluvio,
María Inés subrayó la importancia de los cambios
de clima, por ejemplo, a ello "se puede deber la extinción
de una especie, lo que constituye un suceso repetible".
Si
mal no recuerdo, a Pereyra reflexiones como éstas lo dejaban
frío: no le inquietaban ni las "ideas peligrosas"
de Darwin, ni los desafíos que comenzaba a plantearnos la
ecología, afirmando con énfasis como parte de
la izquierda de esos tiempos que había, al menos entre
nosotros, los pobres, asuntos que requerían de una solución
más urgente (aquello de la "contradicción principal"
y de las "contradicciones secundarias"). Sin embargo ¿sin
embargo?, después de habernos despedido calurosamente
de María Inés a la entrada de Querétaro, Pereyra
no pudo menos que hacer un comentario que, por alguna extraña
razón, he recuperado como si se tratase de un afilado epigrama
que no entendí, ni entiendo:
Para
que el viaje resultara tranquilo y agradablemente inocuo no ayudó
en nada el que nos hubiésemos perdido, ni que María
Inés fuese guapa y muy, muy inteligente; tampoco la lluvia
ayudó. Sí, sí, tal vez hubiese ayudado mucho
si María Inés hubiese sido menos elegante, casi diría,
una gorda desmesuradamente inepta, antipática y una tonta
rematada que hablase sobre modas y telenovelas sin ton ni son. O
hubiera ayudado que simplemente, con más sentido común,
a mí no se me hubiese ocurrido detenerme a lo tonto en medio
de la carretera.
Urge
aclarar que, pese a que era un hombre de rutinas y ya lo adelanté
de mucho sentido común, las rutinas y el sentido común
nunca ataron a Pereyra a ninguna respetabilidad convencional (tampoco
a una "respetabilidad convencional revolucionaria", que
las hubo y las hay, y cómo): por ejemplo, no le impidió
que fuese capaz ni de atender a los inconformes, ni de ponerse una
y otra vez al lado de los desesperados, incluso si ello iba de modo
directo en contra de sus ideas, o afectaba, o al menos parecía
de algún modo afectar, las causas que él defendía
(como las protestas, en esos tiempos, de los disidentes de la Europa
del Este y de la todavía Unión Soviética).
Pero continúo con María Inés.
Con
sorpresa volvimos a toparnos con ella en nuestras conferencias y,
después de la mía, nos conminó el imperioso
verbo está de acuerdo con su tono de voz a tomar un
café en su casa. Le aclaramos que colegas de la universidad
nos habían invitado a comer, pero como insistió casi
con desesperación, terminamos aceptando y prometiéndole
que pasaríamos a verla antes de regresar a la ciudad de México,
a eso de las cinco de la tarde.
El segundo
cuartucho en un larguísimo pasillo de una vecindad en las
afueras de Querétaro, que nos costó mucho dar con
él, resultó ser su casa. Era tan pequeño y
tan cochambroso que al abrirse la puerta en la cual había
puesto su nombre con letras doradas sentí cierta repugnancia,
malestar que, cuando María Inés nos hizo pasar, se
disipó: una silla rota en un rincón, paredes de ladrillo
sin revocar, un bote de basura lleno de papeles y latas de comida,
ropas tiradas por el piso, una bombilla desnuda y libros en el suelo,
por todos lados, muchos libros, entre restos de una alfombra gastada;
no obstante, María Inés tenía por lecho un
moderno y amplio colchón de hule espuma, sobre unas patas
de bronce bien lustradas, que daba la apariencia de un trono. También
debajo del trono había libros.
Como
ven, no tengo luces tenues ni suaves cojines, pero pueden sentarse
a gusto en el suelo.
Cuando
nos ofreció hacernos un café, Pereyra y yo, como no
queriéndola avergonzar nos sentamos en cuclillas. Mientras
hervía el agua, María Inés nos pidió
dinero y declaró que no conseguía ningún trabajo
compatible con seguir estudiando y que ya sólo le quedaba
vender su valioso reloj, que había ganado en un concurso
de radio sobre los viajes de Darwin. De lo que le diéramos
dependía en parte si podía o no seguir sus estudios
de biología el siguiente semestre. Y agregó, creo
que con estudiada cursilería:
¡Y
realmente vale la pena estudiar!
Me
disgustó la situación y me puse de pie. Sospecho que
a Pereyra le pasaba algo similar pues hizo lo mismo, y la incomodidad
no provenía de que sintiéramos miedo de una trampa
un plan siniestro urdido por María Inés y algún
cómplice, pues de su voz y de su manera de actuar no
se desprendía ninguna sensación de amenaza. Más
bien, si esto es posible, había indiferencia y, quizá,
hasta le hacía cierta gracia nuestra irritación. Hablaba
de sus aprietos como si ella fuera la gran duquesa que está
ofreciendo un informe impersonal acerca de una persona lejana y
cuya serie de miserias no le concierne a ninguno de los presentes.
Además,
para disipar cualquier amago de temor, ¿no disponíamos
de aquellos libros tirados por el suelo como testimonio de que María
Inés pertenecía a nuestro bando...? Una vez más
me tranquilicé presintiendo que, en medio de tantos libros,
nada demasiado horrible podía suceder. Porque ¿acaso
los libros no están ahí para detener las catástrofes,
ordenar el mundo y abrir en la oscuridad algunas cuantas ventanas?
No recuerdo
quién fue el primero en responder a su pedido de dinero pero
apenas terminamos de tomar el café, le ofrecimos casi todo
lo que llevábamos encima, incluyendo lo que nos habían
pagado por las conferencias. María Inés tuvo el buen
tino ¿o el orgullo? de no darnos las gracias.
Más todavía, cuando nos abría la puerta para
salir preguntó con desfachatez:
¿Cómo
pude haber estado con ustedes sin darme cuenta de mi suerte estupenda?
Porque
quizá esta vez has tenido más suerte que de costumbre
respondió Pereyra, tal vez sin pensarlo pues se ruborizó
enseguida, como queriéndose tragar lo que había dicho.
La
muchacha procuró adoptar un aire ofendido, aunque su actuación
estuvo lejos de merecer un premio. Salimos al aire fresco de la
tarde sin decir una palabra. Ya en el auto, cada uno se rio ¿del
otro?, ¿de sí mismo?, ¿de la situación?,
no sin picardía, y aunque varias veces estuvimos a punto
de empezar una conversación, terminamos por guardar silencio
todo el viaje de regreso. Sin embargo, al aproximarnos a la ciudad
de México, Carlos exclamó, es probable que no dirigiéndose
a mí, sino a la carretera:
No
se tiene a menudo la oportunidad de hacer extravagancias y uno tiene
que aprovechar esas oportunidades, sobre todo nosotros que ya empezamos
a dejar de ser jóvenes, ¿no?... Además, ¿quién
lo duda?, el país necesita biólogos y, especialmente,
buenas biólogas, ¿no?
Como
no le contesté nada, fingiendo una horrible preocupación,
que sin duda no tenía, señaló:
Después
de todo, no nos mezclamos en ningún crimen, ¿no es
cierto que no nos mezclamos en ningún crimen? Que yo sepa
no nos mezclamos en ningún crimen.
Por
supuesto admití, intentando seguir su tono. ¿Te
olvidas de quienes somos?
No
sé quienes somos protestó Pereyra con rudeza.
Y, después
de una pausa demasiado larga, y como para romper la aureola de sugerencias
que podría provocar su respuesta, se explicó:
Por
ejemplo, yo no sabía que era un ladrón.
¿Qué?
Acabo
de robarle este lápiz a María Inés.
Me
lo mostró como quien exhibe un montón de rubíes
y esmeraldas. Ignoro la razón por la cual yo no le confesé
que, igual que él, también le había robado
un lápiz.
Sin
embargo, ¿por qué me detuve con tanta morosidad en
los remolinos de esta historia? Además, ahora que lo pienso,
es raro que ninguno de los dos hubiera vuelto a hacer referencia
a esos robos, o en general, a ese viaje, ni siquiera a aludir a
él. ¿Por qué cada una de nuestras memorias
quiso suprimirlo? ¿O no fue eso? ¿O...? Antes de ponerme
a escribir, había borrado ese viaje en su totalidad. Y cuando
fueron apareciendo sus fragmentos, confieso que tuve que concentrarme
varias horas, y rebuscar entre los recodos de esos años,
antes de recobrar algunos detalles, entre otros, que aquella bella
muchacha se llamaba María Inés. Insisto: ¿por
qué regresó ese viaje y ese nombre tantos años
después, precisamente en el momento que empezaba a contar
sobre todo: a contarme la historia de esta amistad?
Vuelvo
a Pereyra. Entiéndaseme bien: cuando dije que durante algunos
años discutíamos casi día a día sobre
política, no quise decir que discutiésemos sobre teoría
política o acerca de filosofía de la historia las
disciplinas que Pereyra impartía, sino que en nuestras
tranquilas mañanas en la Facultad yo le comentaba los artículos
periodísticos que él publicaba sobre asuntos preponderantemente
de oposición a la política mexicana oficial primero
en el unomásuno y, luego, en La Jornada
y, de este modo, la plática se iba generando en torno a esas
pequeñas notas en las que se elaboraba con minucia y, no
pocas veces, con lucidez, los enredados sucesos del día.
Enfatizo esta circunstancia, ya que el hecho de que un profesor
serio y escuchado escriba semana tras semana en los periódicos
se sobreentiende tanto entre nosotros que ni siquiera nos damos
cuenta del escándalo, o al menos, de la rareza que ello constituye
hoy en cualquier Academia anglosajona o incluso alemana, en donde
se tiende a descalificar tal participación pública
como ausencia de rigor científico, cuando no, como desafortunada
frivolidad.
En este
sentido, Pereyra, el profesor y el filósofo, poseía
el vicio o la virtud de saber que en el mundo hay otras cosas aparte
de la Universidad y sus compromisos y lealtades. De ahí su
pertenencia a la raza que todavía descree de las disciplinas
establecidas y de la rígida división del trabajo en
las tareas del pensamiento, esos anacrónicos acaso ya en
vías de extinción en los países del llamado
"primer mundo": los intelectuales. Aprovecho para señalar
que mucho lamentaría la desaparición de tales sagaces
entrometidos: de estos opinadores que tanto confunden, pero también,
que tanto iluminan.
En esos
gozosos encuentros casi diarios, durante años, Pereyra y
yo, extrañamente, tuvimos opiniones comunes. Muy a propósito
introduje el adverbio "extrañamente" porque, en
cambio, cuando se trataba de discusiones más teóricas
solíamos situarnos en posiciones opuestas. En aquellos tiempos
de América Latina los turbulentos y esperanzados y
muy politizados ochenta esta desequilibrada combinación,
continuos acuerdos en torno a los sucesos del día y feroces
desacuerdos en las grandes teorías, era bastante buena para
afianzar una amistad sin demasiadas trampas, y sin que el desdén
o la creciente ira fueran el veneno continuamente acechante.
Después
de todo, la terca fidelidad a las "posiciones", a las
teorías generales, o lo que se entiende por tal cosa, sólo
enloquece a los arrogantes y a los sectarios vistos desde
cerca un poco lo mismo, porque ambos sustituyen con intensas
adhesiones, la identidad, los pensamientos y las pasiones de que
carecen como individuos. Pero los arrogantes y los sectarios no
tienen amigos, sólo opacos subordinados o cambiantes cómplices.
Y yo estoy escribiendo la historia de una amistad.
Qué
placer, entonces, el de encontrarme casi cotidianamente con un colega
amabilísimo que carecía por completo de esos afanes
misioneros que entorpecen la convivencia esos latosos que
han confundido la responsabilidad con la enloquecida militancia
dictada por alguno de sus caprichos, y que, además,
era lo suficientemente decente e imaginativo como para no inventarse
salvadoras aunque irrisorias macro-teleologías, digamos,
para no querer explicar una huelga de electricistas en Tamaulipas
deduciéndola a partir de las sagradas y eternas leyes de
la Historia.
Por
eso, nunca le perdonaré a Carlos que se nos haya muerto tan
joven: tan a medio camino. Nunca le perdonaré que nos haya
dejado solos, y que en esta sofocante tarde de verano no pueda discutir
con él qué nos está pasando: cómo enfrentar
la corrupción, el cinismo generalizado o la violencia que
se han desatado sobre nuestras ciudades, o debatir los conflictos
que en América Latina se plantean entre la legalidad y la
legitimidad, o algunos de los problemas en torno a los pueblos indígenas,
por ejemplo, cómo conciliar la universalidad de los derechos
humanos con la particularidad de cada historia y sus usos y costumbres,
o el viejo y recurrente conflicto de los intereses de un individuo
con los de su comunidad... Cuidado: respetar a los muertos implica,
entre otras cosas, no poner en su boca las palabras que nos gustaría
que dijesen. También vale esta regla para respetar a los
vivos. Una vez más hay que dolorosamente advertirse que nadie
puede sustituir a nadie, y menos a un amigo.
En lugar
de captar un conjunto, a veces hay que permitir que los detalles
y sus enredos nos salgan al encuentro. Aludí a que entre
nosotros no se cultivó ni la intimidad pródiga en
confidencias ni el desdén o la ira. Tampoco la envidia. En
alguna que otra situación hubo sí malos entendidos.
En un ruidoso baile para conmemorar no sé ya qué acontecimiento
latinoamericano (pese a los sucesivos desastres agradezcamos que
el gusto por las fiestas y, en general, la alegría, no nos
abandone del todo), una deslumbrante muchacha vestida de rojo me
sacó a bailar, lo que, como se dice, acaricia el yo. Por
desgracia la caricia duró poco y pronto recibí un
baño de agua helada: la muchacha quería, en realidad,
bailar con el otro Carlos, con el frecuentado periodista de izquierda,
con el hombre público Pereyra. En otra ocasión me
escribieron cálidamente de Colombia cuando, en realidad,
lo querían invitar a él a un congreso. No fueron las
únicas veces que nos confundieron: teníamos algunos
conocidos en común, nombres similares y cierto aire de familia
(aunque por supuesto, él era más inteligente, más
simpático y más guapo, y todo ello sin haberse anudado
nunca, como yo, una corbata).
Sin
embargo, ¿por qué he afirmado que en las discusiones
teóricas solíamos situarnos en posiciones opuestas
y hasta ásperamente opuestas? Pereyra provenía de
un pasado vagamente heideggeriano. Cuando lo conocí se detenía
con fervor como gran parte de la intelectualidad de izquierda
de la América Latina de esos tiempos en Althusser y
su "lectura" del marxismo. Yo, en cambio, provenía
de los balanceados aprendizajes de la Lógica vida de
Vaz Ferreira ese continuo ejercitarse para ser capaces de
captar cualquier matiz de la argumentación, y acababa
de llegar de la todavía Alemania Occidental en la que el
pensamiento crítico estaba dominado por la Escuela de Frankfurt
y, sobre todo, por la presencia en ascenso de Jürgen Habermas
con para describirlo en pocas palabras su reconstrucción
kantiana, o cuasi-kantiana de la filosofía del lenguaje,
la epistemología, la ética y la política, sin
olvidar su insistencia de que, después del positivismo lógico,
no se puede pensar con rigor y hondura sin incorporar de algún
modo el instrumentario de la filosofía analítica y
su manera sobria, precisa y penetrante de discutir los problemas.
Desde
esa perspectiva, la retórica grandilocuente de Althusser
y su marxismo "científico" (o quizá, más
bien, de ciencia-ficción) no resultaban para mí más
que otra de las tantas irresponsabilidades o, tal vez, idiosincrasias,
con que la ciudad de París suele inundar de vez en cuando
los ávidos y noveleros mercados culturales del mundo (abarrotados
mercados a los que concurren para abastecerse, y no sólo
entre nosotros, tanto las academias como los intelectuales más
ruidosamente antiacadémicos).
De esta
manera, la influencia inmensa, desvastadora y, a la postre,
creo, estéril que ejerció Althusser en América
Latina, esa mezcla de izquierda arrogante con positivismo ramplón
fue, y es todavía para mí, un enigma tan alarmante
como con frecuencia lo constituye la cegadora fascinación
de tantas noveleras tonterías... Cualquiera de estos despropósitos
me suelen evocar lo que sucedió a principios de siglo con
el krausismo en España: una filosofía de cuarta con
una irradiación social de primera... No aprendemos. Sí,
sí, se me dirá, la diferencia radica en la tradición
de la gran prosa francesa; pero, si es eso lo que se buscaba, ¿por
qué no leer mejor a Montaigne o a Stendhal? Claro, estaban
y están también las falsas certezas, y el entusiasmo
por las grandes "rupturas", epistemológicas y de
las otras..., y con esas baratijas siempre se ha podido construir
algún pozo protector, y de paso, hacer un buen negocio.
No obstante,
procuraré en este momento evitar los huecos oropeles: quiero
volverme un poco más preciso deteniéndome a discutir,
aunque con mucha brevedad, con los libros de Pereyra. Nuestra amistad
ya lo adelanté también estaba hecha de
duras diferencias teóricas. Pero antes y sonrojándome
un poco por la pompa no me resisto a defender la siguiente
máxima:
Una
amistad se enturbia y mancha y, tarde o temprano, degenera si
en ella el deseo de consenso no admite que el otro respire por
sí mismo: cuando ese deseo se convierte en un imperativo
de complicidad que reprime el discrepar, toda distancia y, así,
la amistad se convierte en la tenebrosa cueva en la que, ante
todo, se reparten favores.
En
esta máxima se recoge la experiencia de la amistad como el
descubrimiento de que la segunda persona, con sus propios modos
de entender y valorar, es tan real y tan importante como la primera
persona. La máxima configura una exigencia para confrontar
y, a veces, para compartir mis puntos de vista, miedos y esperanzas
con otros puntos de vista, miedos y esperanzas, irreductibles a
los míos. De esta manera, se me invita, y hasta se me exige,
a recorrer un penoso camino fuera de mí mismo, como se dice,
sobreponiéndome más allá de las benditas entrañas:
del yo al otro, a los otros. Sin embargo, este movimiento de ensanchamiento
se detiene, esa a menudo difícil confrontación con
varias maneras de vivir se bloquea, si se pone en marcha el imperativo
de complicidad: cuando le quitamos al otro su particular ser otro,
y lo convertimos en un doble disminuido, pasmado, de nosotros mismos.
En casos
como éstos, cuando el amigo poco a poco se nos va volviendo
una pálida sombra, de antemano se percibe la diferencia,
no como algo que enriquece, sino con ansiedad: la trampa que hay
que evitar. Así, sólo se admiten los otros si antes
se los reduce a miembros de un club de egoísmo compartido:
cómplices que han desistido considerar la amistad como un
desafío de libertades que nunca acaba. En la última
línea de la máxima se hace referencia a esas formas
degeneradas de la amistad que se designan todas ellas con la palabra
de desmesura "amiguismo": esa señal para desatender,
o activamente violar, los derechos de los demás (esos horribles,
o indiferentes, "no amigos").
En América
Latina, un continente en el que reina la escasez, las instituciones
son precarias e inestables, y los procesos de la justicia excesivamente
lentos y, con demasiada frecuencia, ineficaces un continente
en el que carecemos de una "cultura de la justicia",
perversamente, a la expresión "ser amigo de" no
suele dársele otro significado que el que cobra desde la
desmesura del amiguismo: de esta manera, la expresión "ser
amigo de" se nos ha instalado como la clave para obtener un
empleo o un aumento de sueldo, cuando no para lograr enormes privilegios
económicos y hasta culturales, e incluso favores decisivos
con la magistratura y la policía.
Pero
regresemos otra vez a los días con Pereyra. A poco conocerlo,
Pereyra me acompañó una tarde a visitar seis o siete
departamentos. Después de mucho meditar ya me había
decidido a alquilar uno de ellos, cuando le volví a descubrir
defectos poca luz, una desquiciante alfombra verde y demasiado
caro para lo que iba a empezar a ganar como profesor... que
me hicieron dar marcha atrás. Entonces, después de
haberse reído de mí, o de hacer como que se reía
porque quizá estaba ya exasperado, Pereyra me dijo que, por
favor, encontrara para el día de mañana a alguien
con más paciencia para seguir explorando las inmobiliarias
de la ciudad, al mismo tiempo que me regalaba su libro Política
y violencia de 1974. Este libro recoge el sentido común
que estaba presente en muchos de sus artículos periodísticos:
allí se razona un ataque a la violencia represiva, a la violencia
del Estado represivo, y a su resultado y cómplice, la violencia
aventurera que conforma el terrorismo. Más allá del
vocabulario, propio de la época, he releído con simpatía
sus tesis centrales: la historia no es un artefacto que se hace
funcionar a partir de los decretos del Estado, apoyados en la tortura
de su policía, pero tampoco por medio de las bombas de los
disidentes. De nuevo: debemos constantemente precavernos de los
aguerridos entusiastas, no importa el barrio de donde provengan.
En este
sentido, subrayo el coraje cívico de este hombre reconocidamente
de izquierda que, en medio del entusiasmo por la lucha armada, provocado
en América Latina por la Revolución Cubana, se atrevió
en público a alzar la voz y discrepar.
Esa
lucidez y ese coraje, y el desafiante anti-oportunismo que implicaba
atacar la mitología de los Héroes Salvadores y su
sombra, la mala fama de la política reconociendo la
móvil opacidad que articulan las múltiples e inevitables
mediaciones de cualquier proyecto público, constantemente
lo acompañaron. Porque Pereyra nunca fue un atolondrado entusiasta:
en ningún caso confundió la facilidad de la acción
simbólica, o como tantos las películas
de acción, con la sutil y enmarañada práctica
social.
De
ahí que sus enemigos fueran los que son todavía nuestros
enemigos, que por lo demás, sospecho que lo seguirán
siendo por mucho, mucho tiempo: el vértigo simplificador
de la venerable tradición del anti-intelectualismo hispánico,
con la que no queremos romper porque... cómo nos cuesta ser
razonables; cómo nos cuesta desencantarnos sin, al mismo
tiempo, volvernos cínicos y despiadados. Y, también,
el vértigo de lo sublime del bendito entusiasmo y la voz
cascada y los grandes gestos y las relucientes palabras que nos
anuncian un futuro de blanca gloria. Todo eso, estas formas de regodearse
y, a la larga, de asfixiarse con los fantasmas de la propia identidad,
con lo que ya se es, de acatar, así, en contra de cualquier
razón, la regla:
Siempre
es bueno más de lo mismo.
¿Cuántas
veces en América Latina no ha sido más que una coartada
para evadirse del presente y sus duros problemas y, de esta manera,
una de las tantas máscaras, de los peores vicios, de la intolerable
miseria, de la impotencia? Porque el reconfortante sentimentalismo,
tan útil para la composición de fieras declaraciones
o tiernos boleros, suele ser suicida para la acción responsable:
para el juicio que conoce cómo distinguir el sentido común
y la prudencia parientes de rostro semejante, pero con los que en
realidad nada tienen que ver, como la debilidad y la cobardía.
Muy
otra fue mi reacción a su segundo libro Configuraciones:
teoría e historia de 1979. Mi desacuerdo no podía
ser mayor con el extremo y retórico reduccionismo,
característico de Althusser, que allí se defendía.
Hablaré muy en general, porque ya en mi libro Debates
de 1987, lo he hecho con más detalle. Se comenzaba por reducir
la filosofía a la filosofía teórica: a la ontología
y a la epistemología; éstas, a su vez, se reducían
a una metateoría de las ciencias. En ese abigarrado diseño
más o menos positivista, el marxismo era la ciencia de la
Historia, el "tercer continente" científico, después
de las Matemáticas y la Física, según Althusser.
De esta manera, la racionalidad quedaba reducida al trabajo de las
ciencias y no había ya más lugar para la razón
práctica; así, se eliminaba por decreto imperial la
posible intervención activa de los argumentos morales, que
eran reducidos a mera ideología.
De haber
sido fabricante me hubiera gustado dedicarme a producir sencillos
instrumentos de precisión; y en el caso de nacer con talento
para pintor, tal vez habría dibujado con rasgos rotundos,
desafiantes; en todo caso, confesarse aligera el alma. Por eso,
no puedo menos que confesar que afirmaciones de Pereyra como la
siguiente me sacaban y me siguen sacando de quicio:
Los
agentes históricos viven a través de una cierta
ideología la manera según la cual se inscriben en
el conjunto de las relaciones sociales.
Nunca
entendí cómo una persona, en tanto primera persona,
podía "vivir" o siquiera pensarse meramente desde
el punto de vista de la tercera persona, en este caso, como la pura
"ins-cripción" de un conjunto de relaciones sociales
y no también, a la vez, como una historia única, inédita,
tal vez incluso, imprescindible. Nunca entendí cómo
una primera persona puede enfrentarse al otro, a una segunda persona,
y limitarse a susurrarle: tú..., tú no eres más
que el resultado casual de un conjunto de relaciones sociales.
Al menos
yo, no quiero tratarme ni ser tratado sólo de esa manera
"sociológica", "científica". Por
suerte pocos hablan y mucho menos "viven" con ese lenguaje;
a menudo no lo hacen ni siquiera los que defienden esas temibles
abstracciones.
Felizmente
mucha gente, incluyendo a algunos filósofos, suelen ser mucho
mejor que sus ambiciosas y bárbaras teorías.
Todavía
más, si esto es posible, me irritaba la tan popular en esos
tiempos, teoría determinista de la historia. A partir de
Althusser se razonaba como si el determinismo ya hubiese sido paso
a paso probado, como si una teoría determinista de la historia
no tuviese la menor dificultad ni la más mínima alternativa
coherente: la naturaleza, la historia y las vidas de los individuos
"no son más" que un conjunto de cadenas causales
pre-fijadas desde siempre y, por lo tanto, al margen de cualquier
azar o intervención consciente. Así, por arte de birlibirloque
se convertía el esbozo de un sin sentido (¿o de una
pesadilla?) en una situación apetecible.
Como
a menudo me gusta exagerar, y para nada escondo los costados teatrales
de mi hombre interior, yo aprovechaba cada vez que Pereyra hablaba
de determinismo para subir, o bajar, el tono de voz, y casi gritarle,
o susurrarle, que estaba seguro que no debía tomar sus palabras
en sentido literal y como si estuviese hablando sabiendo de lo que
hablaba, pues si lo hacía, temía volverme loco, ya
que para mí una teoría determinista de cualquier cosa,
pero más todavía de la historia, no poseía
sólo algunas dificultades teóricas, sino que, básicamente,
era un sin sentido.
Todavía
considero que en cualquier ámbito, una teoría del
azar dispone de más probabilidades de tener sentido, e incluso
de resultar en parte verdadera, que una teoría determinista.
Nunca he dejado de sospechar que la historia, natural y social y,
por supuesto, personal, está llena de zozobras e imprevisibles
y huecos..., y que, por los escasos fragmentos que conocemos de
él, nuestra apuesta más razonable es suponer que el
universo es plural, contingente y heterogéneo. De ahí
que aún sienta cómo me enfurecían pasajes de
Pereyra como los siguientes:
Quienes
participan en el proceso desprovistos de la información
para conocer con precisión su dinámica, pueden considerar
que exista una variedad de opciones y alternativas, cuya realización
dependerá del propio y libre comportamiento. Si la ponderación
limitada del conjunto complejo de determinaciones produce la pluralidad
de opciones, el conocimiento exhaustivo de tales determinaciones
cancela esa ilusión.
Cuando
terminaba de leer afirmaciones que yo consideraba delirantes como
las anteriores no podía dejar de llamarlo por teléfono
e interrogarle con ansiedad: ¿la historia se lleva a cabo,
pues, a espaldas de sus agentes, sin que éstos puedan genuinamente
intervenir? Pero, entonces, no es posible otra tarea que la de conocer
la historia en el mismo sentido que conocemos la naturaleza, para
manipularla técnicamente... ¿Y la razón, y
las razones de los agentes?, ¿y los proyectos liberadores
de la Ilustración? Además, ¿a qué viene
esa indiferencia por las personas, los "sujetos" de la
historia, y ese anhelo denodado, casi desesperado, en querer suprimir
a toda costa las consideraciones morales?
Me
refiero a una supresión teórica, claro, no práctica,
pues en sus acciones Pereyra era un rigorista moral como el que
más. No sin solemnidad, una vez me habló porque se
había enterado de que yo formaba parte de cierta comisión
dictaminadora, y conociendo que los concursos en la universidad
se suelen abrir con nombre propio, me pedía, por favor, que
atendiésemos por igual a todos los expedientes y, así,
que eludiendo nuestras previsibles anticipaciones fuésemos
imparciales e hiciéramos justicia. Eso fue todo. Cuando un
tanto sorprendido le pregunté a qué se refería,
pese a la confianza que había entre nosotros, ni siquiera
me sugirió un nombre o una circunstancia. Reiteró
su pedido de que se hiciera justicia y punto.
Lo que
me pareció una diáfana, y amistosa, lección
de anti-amiguismo y, a la vez, un gesto nada althusseriano. Al respecto
recuerdo uno de los tantos malabarismos verbales de Althusser. Althusser
aclaraba que si en el marxismo se afirma que una práctica
social es "justa" no se hace referencia a esas cosillas
como la virtud moral de la "justicia", sino al concepto
serio, técnico, de la "justeza", en el sentido
en que decimos que un mecánico puede "ajustar"
un auto. De manera similar al mecánico, los dirigentes políticos
"ajustarían" las prácticas sociales a un
proceso histórico que no acepta ninguna intervención
moral, porque de modo inexorable se cumple a solas. Paradojalmente,
hoy los críticos más radicales del marxismo, y de
paso, de cualquier política con preocupaciones sociales,
eso que con cierta lujuria, y erróneamente creo, se llama
"neoliberalismo", insisten en un comportamiento similar
en relación con la razón práctica, con la moral.
Se sabe: la arrogancia es contagiosa, más allá de
los individuos, más allá de las trincheras; y los
complejos problemas de las continuidades y rupturas entre la política
y la moral entre la eficacia y el orden social, por un lado,
y virtudes como la justicia y la benevolencia, por el otro
no se van a resolver, y ni siquiera a plantear correctamente, suprimiendo
uno de los términos que causa el conflicto. Algo de esto
ya lo adelantó (no sin sembrar algunos espantapájaros)
Maquiavelo en el comienzo de los tiempos modernos.
En
1984, Pereyra publica su última colección de trabajos
teóricos que titula El sujeto de la historia. Apenas
lo empecé a leer, noté un extraño hormigueo
en la cabeza. Si no recuerdo mal, allí la discrepancia y
hasta la incoherencia entre Pereyra, el filósofo, y Pereyra,
el político práctico, se transforma en abismo: en
saludable abismo, me apuro a agregar. Y, como en tantas ocasiones,
aquí, loada sea la salvadora incoherencia. O, si se cambia
de perspectiva, podemos decir que una vez más se nos muestra
que el yo nunca deja de ser una inestable pluralidad de yoes que
a veces van juntos, y otras se pelean, y otras más no se
encuentran nunca. Una vez más, pues, se nos vuelve a exhibir
en qué conflictos vive cualquier identidad, sobre todo quizá
la identidad de las personas más decididamente honradas,
más íntegras.
Por
ejemplo, Pereyra, el filósofo, sin el menor titubeo, unívoca
y althusserianamente declara:
Todo
intento de restablecer la dicotomía entre "condiciones
determinantes" y "actividad humana" proviene, en
definitiva, del pensamiento dualista.
Y al
"pensamiento dualista" a ese pensamiento que se
atreve todavía a rescatar el punto de vista de la primera
persona, de una subjetividad activa, capaz de iniciar acciones
hay que, con energía, repudiarlo: y reducirlo o anexarlo
al "punto de vista" objetivo, a las "condiciones
determinantes".
Afortunadamente
Pereyra, el político práctico, cuando se trata de
asuntos más inmediatos, sabe separarse del vértigo
objetivista y de los carnavales althusserianos y, en
el mismo libro, con la sensibilidad y la sensatez crítica
que tanto lo caracterizaba, y que todos le admiramos, defiende:
No
hace falta, tal vez, insistir en que el menosprecio de las libertades
políticas (adscritas a la democracia formal ) en
aras de una vocación igualitaria (democracia sustancial
) es la vía más segura no sólo para bloquear
el control público o social de las decisiones oficiales,
sino también para impedir el propio cumplimiento de la
vocación igualitaria, como lo muestra cada vez con mayor
claridad la experiencia de los países poscapitalistas.
Ninguna democracia sustancial es posible sin el respeto riguroso
a los mecanismos de la democracia formal.
Sin
embargo, ¿acaso no he pecado de desubicación respecto
de Pereyra, y hasta de esa apasionada época teórica
que, entre nosotros, protagonizaron las lecturas marxistas y sus
muchos comentarios y variaciones? En relación con preguntas
como éstas no puedo impedir que, contra mis deseos y casi,
casi, de modo compulsivo, me suela venir a la mente cierta tarde
de otros tiempos.
Mucho
antes de vivir en México, en un viejo café de Montevideo,
lleno de radio y humo, y cerca del puerto, ante algunas observaciones
similares a las que le he estado haciendo a Pereyra, un pensativo
compañero de la universidad, que todavía recuerdo
que se llamaba Mario y tenía apellido vasco, aunque no sé
ya si Uchurraga o Uchurrabaga o algo por el estilo, me preguntó,
visiblemente enojado:
¿Qué
demonios vos estás criticando?, ¿sos..., sos de los
otros? ¿O sos tan tonto como para ignorar que el ataque a
nuestros camaradas ayuda a los enemigos? Entre dos sillas, no hay
ningún sitio para que se siente un amigo.
Con
pedantería juvenil o, quizá, con pedantería
de estudiante de filosofía de último año de
la carrera, empecé a contestarle con una nítida, precisa
distinción:
Los
camaradas son una cosa, y los amigos, otra muy diferente. Porque
la amistad es, a la vez, más suelta y más espesa,
acaso también más caprichosa y ligera, que toda trama
de ideas. Los camaradas, o incluso los compañeros, son abstracciones
que se repiten, entidades sustituibles. En cambio, un amigo es una
individualidad que no se puede confundir con ninguna otra. Por eso,
los grupos disponen de enemigos comunes y estables, pero cada persona
posee sus amigos más o menos firmes y sus cambiantes enemigos,
que gana paso a paso y personalmente.
Entonces,
ya animado por mi incipiente elocuencia, agregué con desparpajo:
¿Te
parece que soy tonto? No. Soy alguien mucho más peligroso.
¡Un individuo a quien buscan por un triple asesinato: no está
totalmente seguro de lo que vos creés, ni de lo que creen
los filósofos que él aprecia, ni siquiera de lo que
él mismo cree! Ese individuo sabe que el pensamiento empieza
a dar tumbos y acaba muriendo cuando no se alimenta con el fuego
de la crítica: si como un atleta no se ejercita cada día
en atacar las diversas opiniones, y en atender cuáles sobreviven
los ataques y cuáles no. Porque el ataque de ideas es la
única manera que tenemos de probar cuánto en realidad
vale una idea. ¿Por qué no avisás ahora a la
policía?, ¿oíste lo que dije?, ¿por
qué no avisás ahora a algún policía?
Hay tantas y de tantos colores...
Naturalmente
que he oído tu soberbia contestó Mario, que
era un orgulloso hijo de republicanos españoles. Y
no te hagás ilusiones; no caeré en la trampa de responderte
de delincuente a inocente; nadie llamará a ninguna policía,
ni nunca te vas a convertir vos en un mártir de la crítica.
Además... y miró alrededor suyo, como sientiéndose
¿espiado?, estoy cansado de todo ese palabrerío.
No me importa nada de nada, ni me preocupa si jamás vuelvo
a oírte. Puedes hacer lo que se te antoje.
Luego
me condenó, con un golpe sobre la mesa que quería
ser triunfal, pero que sólo alcanzó a delatar furia:
Ya
sabés por qué te quedás solo.
A continuación
se puso de pie y se marchó, dejándome con la Coca-Cola
a medio tomar y mucho, mucho desánimo. Nunca volví
a hablar con él.
Tales
eran las retóricas de aquellos tiempos, que no hemos perdido
enteramente, que tal vez nunca se pierdan del todo. Lo que es peor:
casi todos aceptaríamos que un buen observador frente a esta
escena dictaminaría que, con esos modales, no se llega a
ninguna parte en una discusión, que con ellos quizá
se expresan pasiones o prejuicios, pero no se comprende nada, no
se aclara ningún asunto. No obstante, no me equivoco demasiado,
creo, si afirmo que la mayoría tendríamos ganas de
continuar respondiendo: "¿Y a mí, qué?
A mí me importan los míos, me importan los que están
conmigo, me importa salir del atolladero, lo demás..."
Sin
embargo, ¿a qué viene a cuento esta escena en relación
con la duda de que acaso de que seguramente fui injusto
en mi discusión con Pereyra y, en general, con toda esa época
teórica?
En mis
clases suelo insistir casi con obsesión aunque espero
que con menos soberbia y más sentido de la situación
que la última vez que hablé con Mario que, luego
de presentar y desplegar una opinión, una idea, un pensamiento
o una teoría, y de elaborar sus ramificaciones, hay que necesariamente
explorar algunos de sus posibles ataques, y en cuanto a éstos,
distingo que, en principio, se dispone de dos modos, o al menos,
de dos énfasis, de criticar opiniones, ideas, pensamientos,
teorías... Puedo intervenir en un debate y atacar que uno
o varios de los enunciados que expresan ciertas opiniones o teorías
poseen algún grado de falsedad o que son falsos del todo,
o también, que los enunciados en cuestión son confusos
o, quizá, poco o nada per-tinentes. A este tipo de objeciones
suelo bautizarlas "críticas argumentales": en ellas
no importa ante todo quien dijo lo que dijo, ni para qué,
ni cuándo lo dijo, sino que, en tiempo presente, se argumenta
que hay una falta de verdad, o de comprensión, o de pertinencia
en lo que, directa o indirectamente, se ha afirmado, y eso es todo.
Por
el contrario, a veces interesa llevar a cabo una "crítica
explicativa": se sitúa el debate en un contexto, un
tiempo o en relación con ciertas personas, y se evalúan
las diferentes intervenciones respecto de ese contexto, de ese tiempo
o en función de esas personas. Las críticas que se
conocen como "históricas", "sociológicas",
"psicológicas"... son algunas formas de la crítica
explicativa.
Aunque
entre ambos tipos de crítica la argumental y la explicativa
existen muchos vasos comunicantes, mis ataques de ayer y de hoy
a Pereyra y, de rebote, a ciertas tradiciones del marxismo, quieren
formar parte de una crítica argumental: buscaron señalar
algunas faltas de comprensión y de verdad en las teorías
criticadas. Tal vez se objete que en estos días brutales,
y con el calor abrasador del junio mexicano de 1998, convendría
sustituir esa crítica argumental por una crítica explicativa.
¿Acaso una crítica histórica y sociológica,
y hasta psicológica, no nos ayudarían más a
comprender nuestro pasado inmediato, y hasta a tener con él
alguna relación productiva, que insistir en ciertas faltas
de comprensión y de verdad?
Porque
a pesar de que no ha transcurrido demasiado tiempo cronológico
desde que no conversan ya con nosotros Pereyra y Althusser (¿qué
son en la historia diez o quince años?), el tiempo político
que nos separa de ellos es, o al menos a gran parte de nosotros
nos parece, inmenso. A menudo creemos vivir en otro mundo, más
"realista", dirán algunos, en todo caso, en circunstancias
sociales y políticas que ya parecen tener poco que ver con
las banderas y las luchas que Pereyra y Althusser representaban
(de maneras distintas pero interrelacionadas): el derrumbe súbito,
y para muchos todavía desconcertante, de la Unión
Soviética y de los países del llamado "socialismo
real" y, junto con él, de los partidos comunistas de
Occidente, con razón o sin ella, ha arrastrado consigo muchas
esperanzas, incluyendo la esperanza de que el vocabulario marxista
pueda servirnos para comprender los procesos sociales. Como siempre,
no sabemos qué sucederá teórica y prácticamente
en el futuro, y no sería más que un gesto de mera
prepotencia intentar predecirlo. Pero en este momento, algo más
que herrumbre y un espeso polvo recubre las palabras de un lenguaje
("infraestructura", "superestructura", "sobre
determinación", "plusvalía", "eficacia
de la estructura sobre sus elementos", "análisis
puramente de clase"...) que hasta hace muy poco enardecía
tanto a quienes lo usaban como a quienes se oponían violentamente
a él.
Tal
vez jugarretas del tiempo Pereyra y yo debimos tomar
más en serio las inquietudes en torno a Darwin y la ecología
formuladas por María Inés, la bella y abrumadora ¿y
abusiva? estudiante de biología de la larga cabellera
negra que conocimos en nuestro accidentado viaje a Querétaro.
Porque cualquiera sea la opinión sobre su modo de expresarse
que, por lo demás, no era inadecuado, sus preocupaciones
se han vuelto mucho más nuestras preocupaciones que las dificultades
que se dejan formular con el ahora ya muchas veces enigmático
lenguaje de Althusser. Ah... sic transit gloria mundi. Y,
sin embargo, las preocupaciones de base, tanto de Pereyra como de
cualquier marxismo la miseria de los más, la injusticia...
no han desaparecido; por el contrario, se han agravado.
Tal
vez por eso la pregunta queda en pie: ¿cómo podría
esbozarse una crítica explicativa histórica
o, tal vez, sociológica... de las opiniones y teorías
que han buscado rechazar mis críticas argumentales del marxismo
althusseriano?
Frente
a esta pregunta, en mis mañanas generosas (por ejemplo, cuando
no desayuno malhumorado por los restos de alguna pesadilla, o por
lo que acabo de leer en el periódico), tiendo a responder
que en los setenta llevar a cabo una lectura "científica"
de Marx implicaba, por lo menos en América Latina, combatir
todo aquello a que se hace referencia con una serie de palabras
de desmesura, de palabras "ismos": en la teoría,
se rompía con el "impresionismo", ese sustituir
saberes razonados acerca de nuestros alrededores, por las amables
charlas de café en las que se expresan deseos acerca de cómo
estas circunstancias deberían ser. Y en cuanto a la práctica,
se despedía esa forma de moralismo que es el "humanismo",
cuando éste equivale o se reduce para usar otra palabra
"ismo" a "voluntarismo".
Por
lo demás, y cualquier rápida inspección
a los garajes públicos del pensamiento reciente permite comprobarlo
"humanismo" y "voluntarismo" son palabras de
desmesura con las que se hace referencia a la moda parisiense inmediatamente
previa a la moda althusseriana, moda que entre nosotros se impuso
y propagó a partir de la lectura del incansable, y aplaudido,
y palabrero Sartre, y sus entusiastas compromisos "desde la
nada", "desde la pura libertad que se elige a sí
misma". Pero, ¿de qué estoy hablando? Tal vez
se acepte que la teoría de la ciencia que manejó Althusser
desplegaba algunas de las marcas más características
de la razón arrogante; entre otras altanerías, se
permitió el lujo de ignorar a sus contemporáneos más
im-prescindibles en esa área del saber (desatendió
por completo las reflexiones sobre la ciencia que van de Carnap
y Popper a Kuhn y Quine). No obstante, acaso se quiera todavía
defender a Althusser porque constituía un quiebre, un decirle
abiertamente "no" al bendito
Siempre
es bueno más de lo mismo,
y quizá
hasta se vindique que se trataba de un "gran progreso":
Althusser invitaba a introducir argumentos científicos en
una tradición que en contra del espíritu, y
de la letra, de Marx continuamente confundió la argumentación
paso a paso y el análisis empírico de las situaciones
sociales y políticas por la especulación basada en
los "buenos sentimientos", el dictado de las "buenas
conciencias" y la invocación de citas rituales sacadas
de algún manual torpe pero edificante.
En cuanto
al heideggeriano "antihumanismo", pese a que de esta manera
se suprimía la dimensión moral y hasta política
de la existencia humana (¡nada menos! Hay que repetirlo sin
temor: ¡nada menos!), con él, con el antihumanismo,
¿acaso no se buscaba eliminar las epopeyas del deseo alucinado,
los fervores de la voluntad omnipotente que es capaz de llevar a
cabo lo que se le ocurra?
De acuerdo.
Con el celebrado "antihumanismo" se quería aprender
que la acción efectiva, y no meramente simbólica,
no se reduce a la mera cuestión del "sí, se puede",
del "yo quiero, yo hago", de "empujar el cuerpo y
ya", de "ir pa delante y echarle ganas". Se
procuraba tomar conciencia de que no todo depende de la voluntad
o, más bien, del capricho de algunos sujetos convertidos
en Dioses o Héroes, da lo mismo que "hacen
la Historia" porque, como quien decide barrer un cuarto sucio,
en una tarde de rabia, decidieron anudarse un turbante en la cabeza,
arremangarse las mangas y ponerse a hacerla.
En
este sentido, en esas mañanas generosas o simplemente
higiénicas: nada más sano que dos o tres veces por
semana procurar pensar en contra de sí mismo me atrevo
a defender que la crítica explicativa tal vez sea capaz de
rescatar en las intervenciones más teóricas de Pereyra
y, en general, del marxismo con aspiraciones científicas,
ataques a ciertas persistentes posiciones que, ya lo advertimos,
en América Latina todavía son, y probablemente continuarán
siendo, los enemigos, y hasta nuestros más acariciados vicios:
el vértigo simplificador del anti-intelectualismo y el vértigo
de lo sublime del ardiente entusiasmo (vértigos que hoy suelen
adoptar, no faltaba más, muchos coloridos ropajes: disfraces
despiadados y cínicos o, de plano, servilmente "realistas"
porque la realidad es la realidad y el poder es el poder; o camisetas
posmodernas y "todo vale" o, de nuevo ¿moda
retro? cosmológicas y falsamente místicas).
Concedo
estas rescatadoras razones (productos, ya indiqué, de algunas
mañanas generosas e higiénicas). Pero, ay..., lástima
que no se pueda corregir un error con otro y que la implacable crítica
argumental sea, tarde o temprano, irremplazable, lástima
que las faltas de verdad, comprensión y pertinencia no se
puedan curar más que con verdad, comprensión y pertinencia.
Entre muchas otras preguntas, la crítica argumental tendría
que indagar respecto del marxismo cuáles fueron las faltas
de verdad en la teoría que generaron, o contribuyeron a generar
en la práctica, tamaños fracasos o, con más
exactitud, la ininterrumpida tragedia que ha configurado gran parte
de este siglo de horror. Sin este viaje por nuestra memoria colectiva
(por ejemplo, sin empezar por recorrer durante varios días,
y con los ojos bien abiertos, los campos de concentración
construidos por Stalin y proseguir, sin cerrar en ningún
momento los ojos, el devenir de esos "campos de izquierda"
hasta hoy), creo que nadie pero sobre todo la izquierda
podrá acabar de entender por qué estamos donde estamos,
de qué modo nuestras sociedades se han configurado de esa
y no de otra forma, cómo nos hemos convertido en la clase
de personas que somos.
Hasta
ahora, que yo sepa, la tradición comunista meramente se ha
quejado del egoísmo de la gente, y se ha ahorrado estas exploraciones,
lo que hay que lamentar. Y hay que lamentarlo porque cada historia
se alza sobre las ruinas de otras historias, y cuando no se conoce
con minucia de qué ruinas se trata, ni de por qué
estas ruinas han llegado a ser ruinas, cualquier proyecto, e incluso,
todo deseo, tiende a sepultarse en uno de esos callejones sin salida
que tanto conocemos (y que, en secreto, nos gusta seguir frecuentando,
y hasta nos amarramos con delicia a ellos): callejones sin compasión,
llenos de fracaso y sordidez, en el mejor de los casos ¿o
en el peor?, cubiertos de disciplinado entusiasmo, esa neblina
poderosa.
No se
trata, pues, de poblar la nostalgia con culpas y castigos, sino
de juzgar lo que se pensó, y lo que pasó, a partir
de la insobornable verdad.
Retorno
a mi relato. Muchas de las correctas o incorrectas objeciones a
las teorías de Pereyra que he enumerado machaconamente se
las dije en público en mesas redondas y hasta en presentaciones
de sus propios libros, y todas las publiqué en su momento,
razonándolas lo mejor que pude. E insisto: nunca estas nubes
teóricas se hicieron diluvio personal. Pereyra me escuchaba
con paciencia, porque era un hombre que sabía escuchar y,
al menos en nuestros quietos paseos por el Parque Hundido, sus respuestas
eran tranquilas y prolijas; también profundas y de mucho
interés resultaban nuestras discusiones, enfrentamientos
que, no obstante, y sin que ninguno de los dos, creo, lo buscase,
en algún momento se desviaban con astucia y terminábamos
hablando de otra cosa, de asuntos más cotidianos en los que
lográbamos con facilidad el acuerdo. O, cuando el debate
se ponía demasiado caliente, guardábamos silencio.
Una noche, en no se qué taquería, yo trataba de ofrecerle
un elaborado argumento trascendental para probar la libertad a la
manera kantiana, defendiendo que la libertad es, desde el punto
de vista de la primera persona, una presunción necesaria
para cualquier agente que esté actuando pues nadie
puede genuinamente actuar sin presuponer en el momento de su acción
que es libre..., mientras Pereyra insistía en observar
que me había ensuciado de guacamole y salsa verde toda la
cara e incluso la camisa. De pronto, nos callamos, no por cansancio
sino... Milagrosamente una radio con excesivo volumen una
manía no sólo de los taqueros nos trajo una
pegajosa ¿rumba?:
Esperanza,
Esperanza
solo sabes bailar y bailar...
Ninguno
de los dos llevaba Las Antillas en la sangre. No obstante, doy fe
que en los pleitos más variados, si podíamos reencontrarnos
en la risa, varias veces intentamos tararear esas hermosas y desconcertantes
palabras. No hay que olvidarse que éramos todavía
jóvenes y un poco ilusos...
Extraña
y enredada es, pues, esta historia: la franca y hasta, diría,
rigurosa discrepancia en cuestiones altamente teóricas nunca
fastidió la amistad de dos aprendices de filósofos
que tomaban muy en serio sus ideas porque sobre eso no cabe
la menor duda y, en cambio, una vez, hubo sí cierto
alejamiento producido por un problema nimio de la política
universitaria, tan menor que, sinceramente, ya no recuerdo de qué
se trataba. Al menos hoy, pienso que de este modo los dos percibimos
ese pantano. Sin embargo, se sabe: estos animales que llamamos racionales,
los humanos, solemos ser tontos rematados: por pequeñeces
perdemos lo mejor y nos hundimos con gusto en el fango e incluso
con intenso placer. Y sólo a los golpes, a veces, muy pocas
veces y a menudo ya casi demasiado tarde y como una proeza atrevida,
aprendemos a no paralizarnos en la desventura y en el Mal.
|
|
|
Carlos
Pereyra |
| |
Así,
durante cuatro o cinco meses, sin que hubiera sucedido nada concreto,
ni una pelea explícita o un conflicto más o menos
solapado y, como sucede en tantas ocasiones, sin decidirlo y hasta
sin darnos cuenta, dejamos de frecuentarnos. Y las poca
|