PAUL KENNY

La bestia de la ficción

 

 

Hace mucho tiempo, y de veras hace mucho, el estudio de la literatura consistía en la apreciación crítica de la buena literatura. En esa Edad de Oro, la gente estudiaba las milagrosas maneras en que se hacía la literatura, y había un armonioso acuerdo acerca de lo que era la buena literatura. Todo el mundo era feliz. Fue la época de Arcadia.

Después vino la Edad de Bronce. La gente de esta edad era más crítica que la de la Edad de Oro, e inventó herra- mientas especiales para el estudio de la literatura. A esas herramientas las llamaron teorías críticas. Durante cierto tiempo, la gente de esta edad también fue feliz, si bien no tan inocente como sus ancestros.

 













Pero los que habían fabricado esas herramientas eran muy celosos, y de manera inevitable comenzaron a pelearse entre sí. Algunos dijeron que se estaban importando demasiadas herramientas del reino filosófico de Francia, mientras que otros llegaron a afirmar que su herramienta era la única verdadera. Por si esto fuera poco, después empezaron a pelear acerca de la literatura misma. Unos querían descubrir nuevos autores del pasado, otros querían situar viejos autores en nuevos contextos, y otros más querían hacerle algo oscuro a la literatura llamado deconstrucción. Hubo muchas batallas famosas, pero al final los que querían descubrir nuevos autores del pasado se aliaron con los que querían poner a los autores en contextos del pasado, y juntos derrotaron a la tribu de los deconstructores.
En contraste con las heroicas batallas de la Edad de Bronce, la Edad de Hierro fue tan falta de incidentes como infeliz. Los descendientes de los historicistas, pues así se hacían llamar ahora, habían vencido a su enemigo crítico con una herramienta llamada historicismo. Aunque recién se enteraban de que su herramienta tenía una seria falla en el diseño, sólo podría ser utilizada en un oscuro sótano de la Academia, en un cuarto especial llamado archivo. Si bien pretendieron estar contentos con esta circunstancia, los historicistas no podían sentirse auténticamente a gusto en especial porque las condiciones de préstamo de su herramienta eran muy difíciles. Esa fue otra sorpresa: quien quería alquilar la herramienta del historicismo, sólo podía hacerlo durante un número fijo de años. Se consideraba que cinco años era el mínimo.
Por otra parte, los descendientes de los pensadores críticos tuvieron mejor suerte en la Edad de Hierro. Cierto, se habían dado cuenta de que la herramienta de la teoría crítica era más débil de lo que habían pensado. Después de todo, habían refutado a todos sus enemigos con el cortante filo de la lógica de su herramienta, y de alguna manera los enemigos no se habían enterado. Pero en esto es en lo que los descendientes de los pensadores críticos eran más listos que los descendientes de los historicistas.
Los descendientes de los pensadores críticos se dijeron: "Esta herramienta ya no sirve; los historicistas ganaron, así que, ¿por qué habríamos de seguir pensando? Los historicistas ganaron, pero se fueron todos allá abajo, al archivo del sótano. Qué, ¿no hay muchas oficinas vacías en los pisos superiores de la Academia?
¿Es que no nos merecemos, nosotros que descendemos de los que creyeron criticar el poder, administrar ahora el poder en la Academia? Ahora que conocemos de la futilidad del pensamiento, ¿quién mejor calificado que nosotrosno para ejercer el poder?" Y así fue en la Edad de Hierro. Los historicistas trabajaban en el archivo del sótano, y los descendientes de los pensadores críticos se volvieron demasiado importantes gracias al poder que obtuvieron; además estaban colocados demasiado alto para seguir pensando.

Y así la Edad de Hierro justificó su nombre. Los historicistas continuaron utilizando su herramienta en la producción de enormes volúmenes de investigación histórica eternamente especializada, que todos celebraban con gusto mientras no tuvieran que leerlos. Los administradores del poder académico tomaban en ocasiones la vieja herramienta de la teoría crítica para producir libros de texto que criticaban el poder, y que eran celebrados con gusto por todos, pues sabían que no tenían que leerlos. De manera que al final de la Edad de Hierro las únicas personas que leían los productos de esas herramientas eran las que los escribían. Y lo que las herramientas producían se llamaban libros.

Ahora bien, los libros habían existido desde los comienzos de la Edad de Oro. De hecho, en la Edad de Oro la mayor parte de la gente era lectora de libros. En la Edad de Bronce también era así; aunque los académicos estuvieran escribiendo más libros, mas gente los leía, pues donde hay controversias los libros son importantes. Pero en la Edad de Hierro de la Academia los que leían libros eran los que los escribían, salvo los estudiantes, por supuesto. Los libros que leían los estudiantes eran de texto. Tal vez porque los estudiantes no escribían libros, los que ellos utilizaban se llamaron libros de lectura.

A medida que la Edad de Hierro se acercaba a su fin, a los académicos que no eran historicistas les costó cada vez más trabajo utilizar sus herramientas para producir libros que no fueran de texto o de lectura. La causa de esta situación era muy clara: los libros de lectura eran los únicos que contaban con lectores seguros. Incluso los historicistas tenían que aparentar que sus enormes volúmenes y ediciones eran lecturas esenciales para el mercado estudiantil. Lo mismo que en la literatura, lo que la gente de la Academia entendía por ese término era secundario: en la Academia la literatura era secundaria.

Cuando la Edad de Hierro terminó, entre tanta chatarra, ocurrió algo extraño. Nadie pudo darle un nombre a la siguiente edad. Parecía que la gente de la Academia había quedado tan cansada después de la Edad de Hierro, que ya no les quedaba suficiente inspiración. Algunos llegaron al punto de llamar a esta nueva época Edad Posacadémica. Pero pronto fueron acallados. Después de haber pasado por tantos "post" –pos-estructuralismo, posfundacionismo, y por supuesto, posmodernismo–, no parecía una gran idea agregar uno más. La gente ya sabía, además, que el "post" siempre llega demasiado pronto –por lo menos en Inglaterra–.

Y por supuesto, lo que sucedió enseguida justificó esa precaución. De pronto, los pocos y heroicos sobrevivientes de la Edad de Bronce regresaron y alzaron sus voces fantasmales. La gente estaba sorprendida de que siguieran vivos intelectualmente, y aún más sorprendida cuando escuchó lo que los viejos pensadores decían, que era lo siguiente: ¿alguien quiere jugar un juego de ficción? En verdad era algo sorprendente. ¿No eran pues esos viejos soldados los caballeros de la cruzada por la teoría crítica en la vieja Edad de Bronce?

Pero no había ningún error. Allí estaba Jacques Derrida, justo en el principio de su libro sobre Freud, imaginando lo que habría pasado si Freud hubiera tenido acceso al correo electrónico. Y no sólo eso, además anunciaba que quería dedicar su discurso a esa ficción. Y allí estaba también Jean Baudrillard, que comenzaba su libro de 1995, El crimen perfecto, con la declaración: "Esta es la historia de un crimen." ¿Era el comienzo de una nueva edad? ¿Una Edad de Plata de la ficción, después de la sombría Edad de Hierro? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían esos pensadores de la Edad de Bronce reinventar de pronto la herramienta del pensamiento dentro de la herramienta de la ficción? ¿Estaban hablando en serio? ¿Y si así era, habría alguien que les creyera?

¿Qué misteriosas causas podrían explicar tan extraordinaria vuelta de tuerca o giro argumental?

¡Hay que andarse con pies de plomo, porque no todo lo que reluce es plata! Había dos aspectos en el caso de la edad académica sin nombre. Si digo dos aspectos, es porque sigo la regla de imparcialidad establecida por esa institución inglesa llamada BBC: para cada caso dos aspectos distintos, y sólo dos.

¿Qué fue lo que se apropió de nuestros heroicos pensadores –y no eran solamente Jacques y Jean; el libro La terapia del amor de Martha Nussbaum es otro ejemplo sobresaliente–, qué poseyó para volverse alquimistas al final de la Edad de Hierro? ¿Reinventar el pensamiento a partir de los componentes básicos de la ficción?

El Zeitgeist, el espíritu de la época. ¿Qué otra cosa se apropia de la gente, incluso de los académicos? Y, ¿cuál es nuestro Zeitgeist académico? Una gaseosa mezcla de presiones pragmáticas y juegos de poder, fuertes cinismos y débiles desesperaciones, posibilidades intelectuales agotadas y, sobre todo, dominación tecnológica de los medios.

Cuando la Edad de Hierro terminó, el pensamiento académico estaba en vías de extinción Y aquí ocurrió una extraña coincidencia. El papel del pensamiento en el mundo se había sustentado en la prolongación de la Guerra Fría hasta un grado que pocos notaron, si es que hubo alguien que lo hizo. La justificación del pensamiento, de la libertad de pensamiento, podía demostrarse siempre por la oposición del pensamiento a lo que se llamaba totalitarismo. Rastros de esta justificación se encontraban implícitos por todas partes en la teoría política, pero también en el pensamiento que tomó el nombre de posmodernismo. Así pues, la caída de la Cortina de Hierro y la decadencia de la Edad de Hierro de la Academia corrieron al parejo, aunque al final la Cortina de Hierro se derrumbó más fácilmente que la Academia de Hierro.

Hay que imaginar la situación de los pensadores que volvían de la Edad de Bronce a un presente cuyas dificultades se habían allanado. ¿No sería su peculiar tentación anunciarse como los últimos pensadores? Y sin embargo, ¿cómo puede continuar el pensamiento cuando el Zeitgeist le ha declarado la guerra? ¿Cómo y en qué dirección puede ser continuado el pensamiento?

Imaginen lo que la última pensadora ve en esta nueva edad sin nombre. En Inglaterra se da cuenta de que en 1996 los editores de la revista llamada Critical Quarterly declaran que en el futuro no publicarán más artículos críticos. En el futuro, Critical Quarterly sólo publicará textos de escritura creativa. O en nuestro vecino común, Estados Unidos, la última pensadora probablemente se sorprenderá al saber que actualmente hay más estudiantes universitarios tomando cursos de escritura creativa que en los cursos tradicionales de literatura. Tal vez quede aún más sorprendida al enterarse de que el caso de un hombre de los antiguos tiempos académicos es ahora típico. En los años ochenta, nos dio un libro sobre marxismo y deconstrucción; en los noventa, una autobiografía de sus relaciones sexuales con la mascota familiar. La última pensadora se siente deprimida.

Probablemente nuestra última pensadora sacará a regañadientes de su librero unas cuantas novelas viejas que no ha leído. Umberto Eco y Milan Kundera estaban más a la mano. Después de todo, ambos fueron académicos antes de convertirse en novelistas mundialmente conocidos. Pero, ¿no es extraño? Cuando ellos escriben ficción no refutan a nadie. Por supuesto, eso no es el pensamiento crítico tal como lo conocemos en la Academia. En principio, el pensamiento crítico también se ha convertido en el discurso académico más devaluado de la Academia.

Llegado este momento, el último pensador busca desesperadamente alguna señal alentadora de los tiempos. En Estados Unidos quizá se encuentre con un libro acerca de Heidegger que empieza con una escena ficticia en la que este recibe una llamada telefónica de los nazis. En Inglaterra tal vez dirija su atención hacia el auge de la literatura científica de divulgación, y se diga a sí mismo: "Qué raro, estas lecturas no son fáciles, y sin embargo la gente devora las teorías del caos y del Big Bang como si fueran ficción. ¿Es correcto? ¿Acaso tengo que transformarme en Richard Dawkins para encontrar un público?"

Algo terminó, algo está comenzando, comenzando al final. ¿El último pensador debe ser un pensador del fin o del principio? Recordando a Francis Fukuyama, la última pensadora piensa que tiene la respuesta a esa pregunta: no se puede pensar hasta el final y seguir siendo un pensador. El final siempre habrá sido pensado con anterioridad, y no se puede pensar repitiendo pensamientos del final.

De modo que la última pensadora debe intentar pensar un futuro –para mantener abierta la posibilidad de un futuro–. Lo cual es impensable. Entonces, ¿qué es lo que hay que pensar?

Como Sherlock Holmes, el último pensador tiene que fumarse tres pipas antes de optar por una respuesta. Dado que yo justificaría ahora el pensar refiriéndome a un futuro que no puedo pensar, pensaré de manera crítica en los impedimentos sobre el futuro que quisiera pensar, pero no puedo. En otras palabras, el pensamiento sigue necesitando un enemigo.

Una vez más el enemigo debe ser refutado. Una vez más el pensamiento debe ser crítico.

¿En verdad?

No, en verdad no. Hay un problema. El enemigo es fácil de localizar, como siempre, pero la Edad de Bronce de la filosofía de la liberación, del utopismo crítico, ya pasó. Las filosofías de la historia ciertamente se han terminado, pero ahora también se han acabado las anti-filosofías de la historia. La herencia de ese heroico conflicto es un historicismo que es netamente afilosófico. Así que incluso pensar en el futuro, especialmente en el futuro, es pensar cómo el pensamiento ha tomado una nueva forma. El pensamiento es ahora el principal problema filosófico, es decir, es su forma misma. Y el pensamiento que tenga una nueva forma ya no será crítico, o para decirlo de otra manera, académico. La Academia de Hierro ya no será el lugar desde donde se piense el futuro; la Academia de Hierro es el único lugar en el que el pensamiento podría continuar siendo crítico. ¿Hacia dónde nos dirigimos?

Escuchen lo que dice el último pensador mientras da vueltas en este laberinto académico:

 
 

Me hubiera gustado dedicar este texto a la ciencia ficción retrospectiva (la de Freud escribiendo correos electrónicos). Me hubiera gustado imaginar con ustedes la escena... "Precisamente es aquí donde estamos. Como no puedo hacerlo, dada la aún arcaica organización de nuestras publicaciones, del espacio que disponemos, me limitaré a hacer una observación mecánica... Me hubiera gustado escribir un texto de ficción, me gustaría pensar imaginativamente; pero mi pensamiento debe limitarse a la vieja maquinaria académica de la crítica.

Pero no es todo, aun no concluye el dilema del último pensador. Derrida debe seguir autolimitándose a la operación mecánica del pensamiento académico –observar las contradicciones de otros, refutar errores lógicos, planear la agenda para investigaciones futuras, quejarse de la ignorancia de los demás–. Pese a esto último, Derrida también ha elegido como su enemigo la operación mecánica del pensamiento académico. El enemigo contra el que Derrida piensa es la Academia de archivo, la Academia de Hierro en la que la verdad está depositada en el archivo, en la que lo que se piensa está determinado por la evidencia académicamente documentada del pasado académicamente historicista. Al Derrida que piensa contra la Academia de archivo le gustaría pensar una nueva ficción freudiana. Pero el Derrida que respeta la arcaica organización de la Academia consiente la negación de su pensamiento ficcional. Al hacer esto, él también reclama su lugar en el archivo académico.

Un vuelco extraño nos trae a donde ahora nos encontramos. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que habíamos de criticar a nuestros pensadores por ser críticos? ¿Quién habría soñado que se le reprochara a Derrida el no haber aprovechado la oportunidad de ser un novelista? ¿En verdad preferiríamos leer las "Aventuras freudianas en el ciberespacio" a leer Mal de archivo ? ¿Acaso creemos en el pensamiento ficcional más de lo que Derrida realmente cree o compartimos su ambivalencia al respecto?

Mientras reflexionamos en todo esto, permítanme entretenerlos con una ficción light, y así distraer de los desvelos del último pensador. Me referiré al antiguo autor que supo cómo compartir sus preocupaciones con los lectores, en el sentido del refrán inglés que dice que un problema compartido es un problema resuelto:

 
 

Dicen que en propio original de esta historia se lee que, llegando el autor a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como ésta de Don Quijote [...] Decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo insoportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir de este inconveniente había usado en la primera parte el artificio de algunas novelas...

El pasaje continúa, pero basta de ficción. Aquí no nos enteramos de nada nuevo. Tampoco nos informa al respecto el úl-timo pensador. Lo cual no quiere decir que la lectura de la descripción no ficticia de la Academia de archivo elaborada por Derrida no resulte atractiva. En lugar de repetirla, me gustaría ampliarla ligeramente.

En la Academia de Hierro el archivo es el lugar elegido para enterrar la memoria del pensamiento. Es decir, el archivo es el lugar donde se conservan más bien datos que memoria, y donde hay tanta memoria informativa que no es posible recordarla, sino solamente olvidarla. De modo que el lugar donde la memoria se conserva en forma de datos, simboliza la muerte de la memoria viviente, en uno de cuyos nombres podría seguirse pensando. El hecho de que la Academia tenga que ser ahora el mausoleo de la memoria viviente añade cierta pesadez al simbolismo. Por supuesto, esto parece paradójico. Los sacerdotes profesionales del archivo no se cansan de repetirnos que sin su trabajo no tendríamos un pasado qué recordar. ¿Cómo continuar nuestra vida intelectual sin saber todo acerca de los sistemas de creencias de los campesinos franceses del siglo XVII, sin mencionar las actitudes sobre los derechos de los animales en la temprana Inglaterra moderna? Qué vergüenza. Ojalá nunca olvidemos esas verdades históricas. Porque sin nuestros historiadores ni siquiera recordaríamos los nombres de los Niños Héroes.

Al final de la Edad de Hierro de la Academia se escuchaba esta justificación por todas partes. Incluso había una consigna: ¡Historice siempre! Pues los que no aprenden a repetir el pasado están destinados a no pertenecer a la Academia. Y al mismo tiempo, el papel de la Academia cambió. Con el asunto de la investigación histórica, parecía que la Academia no tenía otra opción más que la de defender sus archivos a como diera lugar. De modo que la Academia se fue de compras y adquirió la tecnología electrónica más avanzada en manejo de datos: cd-roms, acceso a la información y al análisis hipertextual. Parecía la pareja perfecta: las nuevas tecnologías trabajando para salvar las verdades históricas del archivo. Y así nació el hijo de la Academia de Hierro: el académico como experto del pasado rescatado del archivo mediante la tecnología de la información.

Y así también, la mayor parte de los académicos al final de la Edad de Hierro habrían mostrado poca simpatía, por decirlo suavemente, ante el argumento derridiano de que el archivo es un sitio de memoria muerta. La mayor parte no habría simpatizado en absoluto con su idea de que es el instinto de muerte lo que crea el archivo con sus tecnologías de repetición. Y me atrevo a decir que si alguien generalizara la idea de Derrida de que la repetición es el hábito académico que mata el pensamiento, ese alguien sería considerado una pobre víctima más de la irresponsabilidad de los pensadores franceses.

Y sin embargo, Nikola Koljevic también fue un hijo de la Academia de Hierro. No lo olvidemos. Un respetado académico en la Universidad de Sarajevo, autor de ocho libros sobre Shakespeare, fue quien insistió en la destrucción de la Biblioteca Nacional de Sarajevo. Un sacerdote del archivo que destruyó el archivo; un hombre que aprendió a enterrar en el archivo el pensamiento ético de la memoria, el archivo en el que todo, y por lo tanto nada, es conservado. Sólo una criatura de la Academia de Hierro pudo llevar a cabo esa terrible destrucción. O si no, un sacerdote de la Inquisición. Porque el índice de la Inquisición también fue archivado; también servía a la función de grabar para finalmente borrar.

Ustedes recuerdan la historia. O más bien, las historias de los libros que rondaban la memoria viviente del autor del Quijote. El terror que sentía tan sólo de pensar en las quemas sacerdotales de libros, pero también en su propia participación en esa destrucción, en esa gran eliminación, puesto que la escena existe sólo en su imaginación. En su imaginación sabe y acepta no sólo que no podemos recordarlo todo, sino que recordarlo todo es destruir la memoria en sí. Y que lo que Nietzsche llamaba olvido activo es un principio del pensamiento ficcional. El intérprete no traduce el capítulo de Cide Hamete; Cervantes no nos refiere al archivo para recobrarlo.

Ustedes recuerdan la historia, porque es ficción. Y es tiempo de que recordemos al otro último pensador que dice: "Voy a contarles una historia ficticia". Donde una puerta se cierra, otra se abre. O así parece.

Como Derrida, Baudrillard ha llevado su pensamiento a los límites mismos de la ficción. "Ésta es la historia de un crimen –del asesinato de la realidad." Ésa es la idea de Baudrillard: mientras más se satura con las tecnologías de información de el mundo, se vuelve menos real, más hiperreal y simulado.

Como con Derrida, prefiero pensar a Baudrillard en relación con la Academia. Opto por la historia. O por la idea. Porque ¿de cuál de las dos se trata? El crimen perfecto es la historia de la idea de Baudrillard, aunque su idea de una historia no resulta muy reconocible. No hay trama, ni personajes, ni ambigüedad en la voz autoral: esto no es ficción. Baudrillard confunde su idea con una historia. ¿Por qué?

Al igual que Derrida, Baudrillard decidió que la ficción es hermana del pensamiento. Cuando se refiere a otros pensadores, él elige a Jorge Luis Borges y a Nabokov, como si dijera: en las referencias académicas no pueden encontrarse ideas. Y sin embargo, cuando escribe la historia de su idea, Baudrillard escoge el estilo de la profecía crítica, lo cual significa que escoge el estilo filosófico de Nietzsche –¿quién más?– otra vez. De modo que la ficción, la ficción real, acaba siendo más la otra que la hermana de su pensamiento. El profeta nietszcheano no se deja ir con su propia voz. Le gustaría abrazar la sombra de la ficción; no puede hacerlo porque su pensamiento se perdería en sus propias sombras.

¿La ficción es amiga o enemiga del pensamiento? Parece ser que una parte de nuestro Zeitgeist reside en que la historia del pensamiento llegue al borde de esta pregunta. Es, de hecho, una pregunta del Zeitgeist.

Y no tiene una respuesta clara. ¿Qué sucedería si el último pensador abrazara a su amigo ficcional? ¿No se encontraría con que su pensamiento ha estado durmiendo con el enemigo?

Permítanme plantearlo de esta manera.

Un pez viejo y sabio se acerca nadando a dos peces jóvenes y les dice "Buenos días, muchachos, ¿qué tal está el agua hoy?" Los peces jóvenes no contestan, y el pez viejo se va. Cuando ya está lejos, uno de los jóvenes peces le pregunta al otro: "¿Qué chingados es el agua?"

La interpretación académica de esta parábola es la siguiente: el pensamiento debe preguntarse primero cuál es el elemento en el que pretende nadar. Ni Derrida ni Baudrillard se hacen esta pregunta. Cuando se trata de ficción, precisamente dejan de pensar.

Ésa es una de las sorpresas del Zeitgeist. Puede describirse como una Edad del Archivo y una Edad de la Información Total, y esas son profecías críticas. Pero hay que olvidarse de preguntar si la ficción también nada en esas aguas.

Pienso que sólo es necesario remojar los pies en el agua para darse cuenta de que los peces de la ficción están nadando en las mismas olas. Si la investigación académica es actualmente de archivo, mucho más lo es la investigación ficcional. Si usted tiene curiosidad de saber qué pensaba un cazador de cocodrilos en el estado de Louisiana en el siglo XVII, ahora se aconseja leer la novela en vez del libro de historia. De la misma manera, si usted quiere obtener listas de información útil acerca del diseño aeronáutico o la guerra submarina, por decir algo, consulte la novela contemporánea o hiperrealista. Si usted contempla el historicismo como la modalidad dominante de la escritura académica, abra una novela y vea cómo el novelista hace que el historiador parezca un aficionado. Si se ve la información total como la tragedia de la realidad actual, cómo no darse cuenta de que la Edad de la Información es también, y exactamente, una Edad de la Ficción.

En el mundo de los medios de comunicación, en el mundo creado por los medios, tanto el pensamiento académico como el ficcional están perdiendo la lucha por la sobrevivencia. La hipervaluación de la información en el mundo lo cambia todo.

Para la Academia hay un cambio fundamental en el énfasis: se aleja de la interpretación y se acerca a la información; se acerca a la opinión experta y se aleja de la idea clásica de la educación democrática de la ciudadanía. Lo que solía llamarse autonomía universitaria sirve cada vez más sólo para garantizar la pureza de los datos con que la universidad provee a los medios. Y los medios no solamente escriben los guiones para los expertos académicos, sino que siempre tienen prisa. Ningún pensamiento que quiera ser tomado en cuenta por los medios puede seguir limitándose al tiempo lento de la interpretación.

Para la ficción, igualmente, no hay sobrevivencia sin la atención de los medios, y tampoco sobrevive a sus atenciones. El ejemplo por excelencia en Inglaterra –seguimos en Inglaterra– es el caso de Los versos satánicos. Algo murió en la ficción inglesa cuando la bomba de los medios globales hizo estallar ese libro. El pensamiento de la ficción fue repentinamente un suceso real en el mundo, y el pensamiento implotó. Es otro signo de los tiempos. Si Rushdie hubiera publicado sus pensamientos sobre el texto religioso islámico en forma académica, la publicación no habría sido un acontecimiento. Al publicar su interpretación académica como ficción, entró en el implacable mundo del tiempo real; el mundo tomó la historia de su pensamiento como información. Y el pensamiento no puede sobrevivir a ese tipo de recepción. Así como la Edad de la Información arrasa con los últimos rastros de la Edad de Bronce de la interpretación, toda una tradición de pensamiento ficcional se colapsó con Los versos satánicos. La tradición que había proclamado el derecho del narrador de imaginar el mundo en la imagen del pensamiento se estrelló contra un mundo que, por una parte, tomó la ficción por realidad y, por otra, afirmó su brutal indiferencia frente a la interpretación que el pensamiento hacía de ella.

Así hay mucho que decir en contra de la idea de que el pensamiento puede volverse real en la ficción. En su tiempo tal vez fue una buena idea, pero afirmar actualmente que los derechos humanos, por ejemplo, son una ficción, no parece muy inteligente. Otra vez, allí hay un cuerpo de pensamiento que se convierte en una idea de ficción para realizarse en ella. Un cuerpo que es desplazado por una actitud tecnológica, en este caso el realismo político. El titubeo de los últimos pensadores acerca de la ficción es tan instructivo como el contenido de su pensamiento crítico. No lo dicen, pero ambos parecen darse cuenta de que el pensamiento ficcional no puede retener los conceptos del pensamiento y seguir siendo ficción. O, por decirlo de otro modo, hay un abismo entre pensar en la ficción y escribir ficción. Y sin embargo, sin la ficción, el pensamiento sigue atrapado en la ilusión monológica de la objetividad crítica. Sin la ficción, no hay otra ilusión para oponer al mundo de la información mas que la ilusión crítica.

¿A dónde nos lleva todo esto? ¿A dónde podemos ir atrapados en medio de las edades académicas? A ninguna parte. Me gustaría terminar imaginando que no vamos a ninguna parte; no yendo a ese no-lugar que acostumbramos llamar Utopía, sino dirigiéndonos por distintos caminos a una nueva Academia, la Utoversidad. Cuando la Academia de Hierro llegó a su fin todo el mundo se sintió confuso, pero también secretamente feliz. Las viejas convenciones que habían mantenido a gente con tan disímbolos intereses en el mismo espacio institucional ya no se aplicaban. Cierto era que la alianza entre los historiadores de archivo y los administradores tecnológicos de la información aún parecía sólida. Los historiadores aún querían ampliar sus archivos hasta que incluyeran todo lo que ha pasado en el mundo. Los tecnócratas, por otro lado, querían cambiar el nombre a la universidad por el de Academia Digital de Artes y Ciencias. A la Academia Digital le agradaría ser una enorme fábrica que produjera datos en bruto para los infomerciales de la televisión y los periódicos. Así quedaba una minoría que no se sentía feliz con ninguna de esas alternativas. Era la minoría que se aferraba a la ilusión de la objetividad crítica. Probablemente las cosas no hubieran llegado a una crisis para esta minoría si no hubiera sido por un accidente. De manera fortuita, o tal vez deliberadamente, alguien oprimió la tecla de borrar en la terminal electrónica donde se conservaban todos los libros de teoría crítica, los libros de texto y de lectura y toda la literatura secundaria de la vieja Academia. Comprensiblemente, la minoría se sentía ahora mucho más infeliz... Así que la minoría abandonó la Academia Digital de Archivos y Ciencias, y se fue a la nueva Utoversidad.

Como era de esperarse, los académicos no estaban totalmente de acuerdo en cuanto al propósito de la Utoversidad. Sabían quiénes eran los enemigos, pero eso no significaba que tuvieran los mismos ideales. Y esa fue una de las grandes sorpresas de la Utoversidad, pues resultó que muchos de esos ideales tenían inspiración religiosa. En lugar de resucitar al fantasma de la teoría crítica, los nuevos académicos comenzaron a discutir acerca de la filosofía religiosa. Muchos empezaron a decir que el judaísmo era la base del pensamiento ético del futuro, mientras que otros, con un enfoque políticamente más tradicional, insistieron en que el protestantismo secular debería permanecer en el corazón del contrato entre el pensamiento y la sociedad. Algunos nuevos existencialistas incluso comenzaron a hablar y a argumentar cosas, pero todos esos argumentos pertenecen a otra historia.

La minoría sí estuvo de acuerdo en que la Utoversidad seguiría teniendo un lugar para los pensadores, a condición de que siguieran haciendo lo que mejor hacen. En la Utoversidad enseñarían a la gente cómo ser filosóficamente ignorantes sobre la información y sobre los medios masivos. Sus programas de investigación no estarían dedicados a investigar o programar, de manera que el pensamiento volvería a ser confiablemente desinformado.

El pensamiento creativo sería eliminado de la Utoversidad hasta que los pensadores encontraran la manera de reintroducir el pensamiento en la ficción. De nuevo había desacuerdo en cuanto a este punto. Algunos afirmaban que el ejemplo de los grandes novelistas del pasado probaba que los narradores sólo pueden ser grandes cuando hay grandes pensadores de los que pueden tomar prestadas sus ideas. Estas personas gustaban citar a Nietzsche, e incluso a Darwin. Otros más no estaban tan seguros de ello. Decidieron invitar a novelistas a sus discusiones, explorar las posibilidades de una nueva síntesis entre filosofía y ficción. Sorpresivamente, uno o dos viejos filósofos analíticos mostraron cierto interés en esta posibilidad, quizá porque la lógica se había vuelto un lenguaje tan artificial que la ficción podría ser, tanto como cualquier otro, un mundo posible para la lógica. Puesto que la Utoversidad no tendría un lugar fijo, la minoría decidió que viajaría alrededor del mundo, como las Olimpiadas. No tendría conexión arquitectónica con los viejos archivos de la Academia; sus conferencias estarían abiertas al público de todo el mundo, pero no serían cubiertas por el mundo de los medios de comunicación. Sus miembros tampoco se escribirían mensajes mediante el correo electrónico, pues la Utoversidad era un intento imaginario por recordar el pensamiento, y piénsese en la memoria, de las academias clásicas en las que el conocimiento era pensado mediante el proceso del intercambio verbal. Tenían en mente a Platón y Aristóteles, por supuesto; pero aún más tenían presentes a los sofistas que los antecedieron, y a Cicerón, que los siguió. La Utoversidad era un pensamiento ficcional. Pero aun así escandalizó a los académicos que seguían en la Academia Digital. Todo el tiempo en las discusiones de la gente de la Utoversidad se podían oír las viejas voces académicas que repetían su mensaje, que enviaban el mensaje de la repetición académica.

Algunos pudieron haber pensado que eran sirenas que le cantaban a la minoría que se aventuraba por nuevos mares. Otros pueden haber oído voces humanas que nos despiertan para ahogarnos. La otra pregunta es: ¿estaban esas voces en segundo plano, o van a seguir repitiéndose para siempre en primer plano?

Traducción del inglés: Una Pérez-Ruiz

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El autor quisiera expresar su agradecimiento a George Myerson por compartir ideas que reconocerá a lo largo de esta historia.

Paul Kenny,"La bestia de la ficción", Fractal n°11, octubre-diciembre, 1998, año 3, volumen III, pp. 137-154.