Número 78

Gérmenes del tiempo que viene

Emilio Sánchez Galán y Emiliano Quintana Villalobos

Cuando el pensamiento se detiene de golpe en una constelación saturada de tensiones, provoca en ella una sacudida en virtud de la cual se cristaliza en mónada.
Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

Have no fear for atomic energy, ‘cause non of them can stop the time.
Redemption song, canto jamaiquino

Contingencia y necesidad son los polos del horizonte ontológico en que Occidente ha cimentado los dispositivos «gobierno» y «voluntad». Al menos en la Historia (con mayúscula): la de los grandes acontecimientos, la del Estado (también, con mayúscula). Desde otra perspectiva, podríamos también decir que necesidad y contingencia son los elementos con los que, en otros muchos momentos, ha habido intentos de jugar, de devenir ingobernables, de suspender el curso vacío y homogéneo de la Historia. Opuestas en la misma medida que entrelazadas, contingencia y necesidad han sido pensadas tanto en entidades (bajo la dupla sustancia/accidente) como en procesos (en los ordenamientos por causa/efecto, teleología, pragmática o azar). Y ahí donde la filosofía se ha empeñado en construir verdades inamovibles, puntos finales, univocidad, se ha otorgado a la necesidad el papel de garante de la consistencia uniforme del Ser y la Historia. No obstante, también la necesidad de la contingencia debe ser pensada.

A lo largo de su obra, discutiendo a través de muchos fragmentos del pensamiento filosófico, a veces rescatados del olvido, Giorgio Agamben dirige siempre la mira de sus investigaciones a lo que posibilite abordar entidades y procesos más allá de su mera facticidad (en cuanto «hechos»). Es por esto que prefiere aquellos materiales en los que se ha intentado exceder una necesidad ciega: la misma necesidad que dicta que algo —según la definición aristotélica— «no puede ser de otro modo que como es» (Metaph., 1015a 30-35). Para ello, intenta construir una metafísica de la potencia pura, es decir, que no responda a un correlato factual, a la reducción del ser a su esencia o a la energeia, a la puesta-en-obra de una potencia. Habría que pensar entonces cada entidad en cuanto singularidad cualquiera, es decir, como aquella entidad en la que ninguna de sus propiedades es inesencial y en la cual es tan característico tanto aquello que la diferencia de otras entidades como aquello que comparte con ellas. En el plano del proceso, la construcción de la singularidad cualquiera requiere de la suspensión del movimiento unívoco (que obliga a todo cambio a inscribirse en un curso definido por trayectorias ya trazadas). Para ello, la estrategia política de Agamben es clara: antes que destruir el poder (constituirse reactivamente como seres anárquicos), la política agambeniana propugna por hacerse ingobernables, irreductibles a una esencia, ininscribibles en la trayectoria de la Historia.

Así pues, la construcción de la singularidad cualquiera (o de ese Ingobernable que ha hecho su aparición en sus más recientes textos) precisa carecer positivamente de todo destino que no sea mera potencia. Una potentia potentiae, una potencia que remita a sí misma, permitirá exceder el tiempo guiado por cualquier gobierno del mundo, es decir, de la necesaria concatenación de actualización de potencia. Un movimiento perpetuo, centrífugo e inconciliable. En la historia de Occidente, ello implica repensar la providencia, las teodiceas y las filosofías de la historia teleológicas. Es ésta una inquietud presente en todos aquellos momentos de la filosofía del siglo XX que, en lugar de obsesionarse con la Historia, intentaron construir otras historias a partir de ampliar los horizontes de experimentación del tiempo. La obra de Agamben se suma explícitamente al proyecto de desbordar la Historia, en cuanto gobierno lineal (o cíclico)1 del tiempo. Para ello, habrá que compatibilizar tres ejes existentes en sus investigaciones filosóficas: una metafísica de la potencia, una genealogía del gobierno y una ontología de la imagen. Este trabajo intenta exponer dicho ensamblaje teórico, en un esfuerzo por lograr que las fuerzas mitigadas por la necesidad del gobierno (el gobierno visto como una necesidad inexorable) puedan germinar como tiempos ajenos al movimiento, historias en que todo acontecimiento supondría una pequeña suspensión del gobierno.

I.

Damascio, último escolarca de la escuela filosófica de Atenas, es el ejemplo que brinda Agamben —en su centellante colección de fragmentos Idea de la prosa— de alguien que hizo frente a los indicios de la potencia y con la cual todo pensamiento debe medirse. Refugiado junto con seis de sus colaboradores en la corte del rey persa Cosroes I, Damascio concentra en su escritura el último destello de un pathos del pensar antiguo en extinción al plantear la pregunta que con tanta fuerza animó la investigación de Platón y Aristóteles: ¿en qué sentido puede ser pensado un primer principio del Todo?

Después de muchos días en vilo, en los que la dificultad de la pregunta amenaza con anular todos los caminos posibles, llega Damascio, tras mirar sus manos y la tablilla en la que escribe, a una posible respuesta, ya insinuada por el propio Aristóteles:

De improviso recordó el pasaje del libro sobre el alma donde el filósofo compara el intelecto en potencia con una tablilla en la cual nada hay escrito. ¿Cómo no lo había pensado antes? Esto era lo que día tras día en vano había intentado comprender, era esto lo que sin respiro había perseguido a la fugaz luz de aquel halo indiscernible, enceguecedor. El límite último que el pensamiento puede alcanzar no es un ser, ni un lugar ni una cosa, por libre de toda cualidad que esté, sino su propia potencia absoluta, la pura potencia de la representación misma: ¡la tablilla de escribir!2

La fórmula de la potencia de Aristóteles, que deslumbró a Damascio en las postrimerías del pensamiento antiguo, es para Agamben un índice aún no pensado con radicalidad en la tradición metafísica de Occidente, un rastro que implica un momento de detención, una constelación que es preciso rescatar.

En el libro Theta de la Metafísica, Aristóteles establece en qué sentido puede distinguirse la potencia de su existencia en acto. Contra la tesis megárica —que Agamben compara con la reducción de los políticos de todo poder constituyente a poder constituido—3 de que «sólo se tiene potencia para actuar cuando se actúa y cuando no se actúa no se obtiene», el filósofo sostiene que «cabe que algo pueda ser, pero no sea, y pueda no ser, pero sea» (Metaph., 1046b 30-1047a 25). Si esto no fuera así, no se podría llamar constructor a alguien que no está construyendo, citarista al que se encuentra sin tocar y la facultad de la sensibilidad se anularía, puesto que no habría nada sensible en la medida en que no fuese sentido. Por eso, el nudo de la argumentación de Aristóteles radica en que la privación no es una nada, sino una ausencia que deja aflorar su forma.

Sobre esto, en un ensayo homónimo publicado en su antología La potencia del pensamiento, señala Agamben que la potencia más importante para Aristóteles no era la que, por ejemplo, tiene un niño de aprender a tocar un instrumento mediante un proceso formativo, sino aquella de quien, poseyendo una determinada facultad, es capaz de privarse de ella. Hexis es el término griego con el que Aristóteles designa el hábito, el tener o la facultad; mientras que stéresis es la privación, lo que atestigua la ausencia en el acto: «Tener una potencia, tener una facultad significa: tener una privación».4 O como diría el propio Aristóteles (según las traducciones adoptadas por Agamben): «el potente es tal porque tiene algo, a veces porque algo le falta. Si la privación es de algún modo una héxis, el potente es tal o bien porque tiene una cierta héxis, o porque tiene la stéresis de ella» (Metaph., 1019b 5-8).5 Lo que viene a significar que el modo de ser de la potencia, su existencia autónoma, se juega en la posibilidad de tener privación, de poder-no.

Se sabe que, a pesar de todo, Aristóteles parece haber dado una eminente preeminencia al acto sobre la potencia por dos razones fundamentales. Si la potencia precediera al acto, no se podría establecer un principio que, actualizándola, le permitiera adquirir forma y devenir. O como señala él mismo: «siempre un acto antecede a otro en el tiempo, hasta llegar al acto de aquello que originaria y necesariamente produce el movimiento» (1049b 20-30). Por otro lado, la potencia pertenece siempre a lo corruptible y a lo contingente: «toda potencia lo es, conjuntamente, de ambos términos de la contradicción […] lo que tiene potencia de ser es posible que sea o que no sea» (1050b 5-15). Necesario, como mencionábamos al comienzo, es justamente aquello «que no puede ser de otro modo que como es». De esta manera, la potencia es gobernada por la violencia del télos.6 Ya que el movimiento debe generarse a partir de algo que ya está en acto —por ejemplo, el músico se genera por la acción del músico— éste debe existir con anterioridad, hasta fundar toda posibilidad en la causa primera: ésta es la manera predominante en que la tradición ha leído este texto.

Sin embargo, es posible rastrear las tensiones irresueltas de este texto, sostenernos en ellas hasta el final.7 La potencia de no pasar al acto implica efectivamente la posibilidad de la no actualización, como un pianista que es potente de no tocar. Mas todo se complica si intentamos pensar en la actualización de esa potencia de no. ¿Es posible actualizar la «impotencia», sin que ésta pierda su carácter de ser al mismo tiempo potencia de no? Es decir, ¿cómo podría pensarse algo así como una actualización de la potencia de no que no renuncie a su irreductible carácter inactual?8 Para traer a la luz una experiencia así, no basta ciertamente con afirmar el carácter excedentario de toda potencia con respecto al ser en acto, sino que, según Agamben, habría que pensar la donación de la potencia a sí misma.

Esta figura límite —aquella en que «potencia pura y acto puro son indiscernibles»—9 aparece en Aristóteles, con la donación soberana del ser a sí mismo en el pensamiento del pensamiento, el puro acto de pensar que no piensa nada más que su pura potencia. Pero cuenta Agamben que entre los antiguos fueron los estoicos los que hicieron de manera más radical esta experiencia de la potencia. Sosteniéndose entre el afirmar y el negar, la epoché corresponde a aquella enunciación del fenómeno que, negándose a enjuiciarlo, no conduce la palabra hacia al silencio,sino hacia la pura anunciación de su pathos (apaggéllei to páthos adoxastós). Por ello, aquel que tiene la tarea de llevar un mensaje sin añadirle nada es un ággelos, un mensajero.10 Entre «el no poder no ser, que sancionó el decreto de la necesidad, y el poder no ser, que definió la vacilante contingencia» aparece el mundo redimido, aquel que es «necesariamente contingente o contingentemente necesario».11 Bartleby, el escribiente que no niega ni afirma, sino que tan sólo prefiere no, es el ággelos (ángel) de esta constelación.

II.

Ha de precisarse cómo operan contingencia y necesidad en relación con las filosofías de la Historia, y (sobre todo) en la comprensión de la acción histórica. Agamben ilustra muy bien (en particular en el capítulo tercero de El Reino y la Gloria, «Ser y actuar») que la dificultad ontológica más considerable que la teología cristiana legó a Occidente fue el movimiento que escindió ser y praxis, a la par que buscó articularlos, tanto en noción como en experiencia. La teología medieval (heredera de la Patrísticade la Antigüedad tardía) habrá de poner en relación el principio divino como substantia con su praxis salvífica, la providencia. Para ello, implementará la oikonomia trinitaria, una disposición ontológica necesaria para reestablecer el equilibrio entre omnipotencias independientes, el ser de Dios y su actividad. Un cosmos trunco, con un Dios y tres hipóstasis (Padre, Hijo y Espíritu Santo), habrá de ser articulado para garantizar el gobierno integrado del mundo, para lo cual ninguna ontología de la forma será suficiente, pues la omnipotencia del Dios trino, garante de libertad y providencia, habrá de fundarse a sí misma en cada momento de su actividad, en la medida en que los actos no podrán ser pensados ya como fundados por un telos eidético. Señala Agamben que, para Aristóteles, «distinguir en el Dios que aquí se describe [en el libro Lambda de la Metafísica, consagrado a su teología] entre ser y praxis sería sencillamente impensable»12, ya que en la ontología aristotélica la actividad responde al mismo principio que el ser, al eidos o forma.

Todo gobierno implica, pues, una disposición de los actos. Como muestra Agamben en ¿Qué es un dispositivo?, el término dispositio no es más que la traducción latina empleada por la teología para recuperar la noción de oikonomia, en su sentido ontológico. Por ello, «economía» y «dispositivos» son nociones directamente vinculadas a la fractura entre ser y praxis. De acuerdo con él, los teólogos cristianos nos han legado una concepción anárquica de la praxis, es decir, no fundada en el ser y que no puede sino autorreferirse en una esfera separada. El agenciamiento encargado de inscribir la omnipotencia en la praxis anárquica será la noción de voluntad. La praxis de la divinidad habrá de fundarse a sí misma tanto en su hacer como en su querer, y contará, además, con la posibilidad de abstenerse de ambos, pues, tal como el intelecto agente aristotélico, no estará determinada por el objeto de su actividad.

La idea de una voluntad de Dios que decide de manera libre y próvida las propias acciones, y es incluso más fuerte que su impotencia, es la prueba irrefutable de la ruptura del hado antiguo y, al mismo tiempo, el intento desesperado de proporcionar un fundamento a la esfera anárquica de la praxis divina. Desesperado, porque voluntad sólo puede significar: ausencia de fundamentación de la praxis, es decir que no hay en el ser nada que sirva de fundamento para el actuar.13

Propugnar por una acción anárquica o una ontología anárquica no implica directamente aproximarse a la potencia pura, ingobernable, ya que, de hecho, gobierno y oikonomia han capturado la anarquía para fundarse sobre ella:

La fractura entre ser y praxis y el carácter anárquico de la oikonomia divina constituyen el lugar lógico en que se hace comprensible el nexo esencial que, en nuestra cultura, une gobierno y anarquía […]. La anarquía es lo que el gobierno debe pre-suponer y asumir como el origen del que procede y, a la vez, como la meta que orienta su viaje.14

La ontología medieval y moderna son, pues, ontologías de la contingencia gobernada, capaces de desprenderse de la necesidad en cada momento (por su praxis), pero necesariamente regidas estratégicamente por medio de su interiorización gubernamental.

Sobre la anarquía se implanta el gobierno, como intento de restaurar la necesidad a partir de la conducción pragmáticamente dispuesta de la Historia. Por, ello, destituir el gobierno de la Historia (idéntico a su curso) será posible sólo excediendo aquellos actos gobernados por un fin, incluso cuando dichos fines respondan a una voluntad fundada anárquicamente; construyendo otra dimensión temporal que el mero movimiento efectivo. Así como para experienciar la potencia pura hemos de sustraer a la potencia de su adscripción al acto, una contingencia pura no podrá ser la contrapartida de la necesidad, sino que habrá de fundarse más allá de dicha polarización.

III.

¿Qué relación hay entre el tiempo y las imágenes? Esta pregunta, tan simple en su enunciación, es el cuestionamiento sobre el que se teje el libro Ninfas de Giorgio Agamben. Filósofos del siglo XX como Henri Bergson, Walter Benjamin y Gilles Deleuze intentaron también refundar el pensamiento histórico, estético y gnoseológico a partir de la relación entre imagen y tiempo. Incluso, yendo más lejos, podría decirse que la relación entre tiempo e imagen es un tema clásico del pensamiento filosófico. Textos como el conocido fragmento del diálogo Timeo, donde se dice del tiempo que fue creado como «la imagen móvil de la eternidad» (Tim., 37 d), o el segundo tratado de Parva naturalia, donde Aristóteles vincula el recuerdo y la percepción del tiempo a la imaginación,15 respaldan dicha afirmación. La clarividencia de la filosofía del siglo XX reside en haber sabido independizar el tiempo del movimiento; profundizar más al detallar tanto sus coincidencias como los nodos desde los cuales divergen. En las imágenes hay potencia, no sólo movimiento. Análogamente, hay expresión, no únicamente registro.

En la sexta sección de Ninfas, Agamben repara en la contemporaneidad del cinematógrafo y el Atlas Mnemosyne, la obra inconclusa de Aby Warburg:

La proximidad entre las investigaciones warburguianas y el nacimiento del cine adquiere, desde esta perspectiva, un nuevo sentido. Se trata en ambos casos de aprovechar un potencial cinético ya presente en la imagen […] y que está en relación con lo que Warburg definía con el término Nachleben, vida póstuma (o supervivencia).16

Mientras el primero sería un objeto técnico que permite establecer continuidad en la potencia dinámica de las imágenes retinianas, el segundo funcionaría a partir de dinamogramas históricos. El Atlas Mnemosyne sería un compendio de tensiones históricas, en busca de ser activadas. Treinta años antes de Ninfas, Deleuze reparaba en la convergencia de otro pensador con el cinematógrafo: Henri Bergson. Para Deleuze, aquello que presenta el cinematógrafo es en primera instancia una faceta de las imágenes que ya había sido pensada por Henri Bergson: la imagen-movimiento. La grandeza de Bergson sería reparar en otra potencia de la imagen: su posibilidad de mostrar un tiempo no sujeto al movimiento.17 Para independizar imagen y movimiento fue necesario, entonces, profundizar tanto en la comprensión de lo imaginal como en la comprensión del movimiento. El resultado fue la posibilidad de pensar una imagen-tiempo, que no es ya una mera envolvente del movimiento: es también una fuerza que lo atraviesa sin fundirse con él, suspendiéndolo.

No es extraño así el proceder de Agamben, que, a partir de materiales diversos, intenta construir un pensamiento de las imágenes en el cual éstas sean tiempo puro. Su propuesta en Ninfas es paralela a las imágenes-tiempo deleuzianas. Estamos, pues, ante la tarea de construir un tiempo allende el movimiento. Esto, desde luego, no significa pensar un tiempo inmóvil, sino un tiempo que exceda la polaridad móvil-inmóvil. Por influencia explícita de la teoría del conocimiento histórico de Benjamin, Agamben intentará superar dicha polaridad por medio del tiempo «suspendido»: un umbral entre movimiento e inmovilidad. El tiempo suspendido es ejemplificado por la imagen dialéctica tal y como la expuso Benjamin; por la ninfa reconstruida por Agamben a partir de ciertos filósofos y poetas clásicos; por la noción de phantasmata construida por Domenico de Piacenza; por el Pathosformeln de Aby Warburg. Cada uno de esos ejemplos es una apertura hacia el terreno de las imágenes-tiempo: otra dimensión temporal distinta a la del tiempo histórico (lineal o circular), que está, no obstante, siempre en movimiento. Destacan de igual modo aspectos distintos de ella: su influjo en historia, cuerpo y objetos, respectivamente.

El campo imaginal es poblado por espectros cuyas fuerzas se degradan mientras no sean activadas mediante incorporaciones, que son siempre el medio en que las imágenes cobran vida. 18 Por ello, las imágenes que subsisten como objetos son gérmenes que no han hallado un campo adecuado para propagarse. Dice Agamben:

La historia de la humanidad es siempre historia de fantasmas y de imágenes, porque es en la imaginación donde tiene lugar la fractura entre lo individual y lo impersonal, lo múltiple y lo único, lo sensible y lo inteligible y, a la vez, la tarea de su recomposición dialéctica. Las imágenes son el resto, la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado. Y puesto que es en la imaginación donde algo como la historia se ha hecho posible, es también en la imaginación donde ésta debe decidirse de nuevo una y otra vez.19

Por ello, la relación entre seres humanos y ninfas, o entre seres humanos y fantasmas, es la historia de la relación entre lo humano «y sus imágenes».20 Hay en la imaginación la posibilidad de recomponer la historia al activar fuerzas que, en tanto no sean rescatadas, perecerán, pasando al olvido o siendo reducidas a un mero registro. Incorporar imágenes posibilita recomponer la historia, al traspasar los límites ontológicos e históricos que conforman a los individuos desde el afecto. La imaginación, antes que una facultad, es un campo ontológico de tensiones.

Recuperar la singularidad del instante, momento de detención, fue la estrategia de Benjamin para exceder la comprensión del tiempo y la historia como un continuum. La imagen dialécticasuspende el flujo direccionado de la continuidad histórica para mostrarlo como una constelación en tensión. En ella pueden leerse e interpretarse las fuerzas que, sin haberse efectuado, no han sido exterminadas, aun cuando la facticidad las oculte con tanto esmero. En lugar de un origen cronológico que dé sentido al acontecer, el crítico (en la filosofía de Benjamin) y el arqueólogo (en el caso de Agamben) son aquellos que buscan patentizarlo en cuanto campo tensionado. Como señala Agamben, acceder a lo propiamente histórico consiste en situarnos «más allá de la memoria y el olvido», en su «umbral de indiferencia».21

Ante su mirada atenta relampaguean los gérmenes de un tiempo que viene, de otro sentido del tiempo no gobernado por fin ninguno, de aquel estrato en que, como decía Benjamin, «la historia reposa como reunida en un centro, tal y como ha sido desde antiguo en las imágenes utópicas de los pensadores». En él, «los elementos del estado final no están a la vista como informe tendencia de progreso, sino que se hallan hondamente insertados en cada presente».22 De ahí que en alguna ocasión Benjamin señalara que la única felicidad capaz de suscitar envidia en nosotros es aquella que proviene de lo que pudo ser y no fue. Prestar atención a lo que los fragmentos ofrecen por sí mismos, mostrar las signaturas que resplandecen cuando aquello que parece inefable se resquebraja, es el modo de proceder de una filosofía que no traiciona lo que se muestra a favor de un fundamento o infundamento que le brinde consistencia ontológica. A final de cuentas, señala Agamben, la filosofía que vale la pena ha sido siempre «una firme reivindicación de la potencia, la construcción de una experiencia de lo posible como tal».23 Esto es, un intento de salvar el fenómeno, la cosa misma, no en cuanto esclarecimiento causal y fáctico de los hechos, sino como mera indicación del tener lugar de lo posible, de aquello que en la cosa misma «coincide con el estado paradisiaco y la perfección final».24

Bibliografía

Giorgio Agamben, «Bartleby o de la contingencia», en aa. vv., Preferiría no hacerlo, trad. José Luis Pardo, Valencia, Pre-Textos, 2001, pp. 93-136.
______________, El Reino y la Gloria, trad. Antonio Gimero Cuspinera, Valencia, Pre-Textos, 2008.
______________, Homo sacer i. El poder soberano y la nuda vida, trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Valencia, Pre-Textos, 2013.
______________, Idea de la prosa, trad. Rodrigo Molina-Zavalía, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2015.
______________, La comunidad que viene, trad. José Luis Villacañas, Claudio La Rocca y Ester Quirós, Valencia, Pre-Textos, 2006.
______________, «La potencia del pensamiento», en La potencia del pensamiento, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007, pp. 351-368.
______________, Ninfas, trad. Antonio Gimero Cuspinera, Valencia, Pre-Textos, 2010.
______________, Stanze, trad. Ives Hersant, París, Rivages poche, 1994.
______________, Signatura rerum. Sobre el método, trad. Flavia Costa y Mercedes Ruvituso, Barcelona, Anagrama, 2010.
______________, «Tiempo e historia», en Infancia e historia, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007, pp. 129-155.
Aristóteles, Metafísica, trad. Tomás Calvo Martínez, Madrid, Gredos, 1994.
Hans Belting, Antropología de la imagen, trad. Gonzalo María Vélez Espinosa, Buenos Aires, Katz, 2009.
Walter Benjamin, «La vida de los estudiantes», en Obras ii, 1, trad. Juan Barja, Félix Duque y Fernado Guerrero, Madrid, Abada, 2010.
Gilles Deleuze. Cinema 1. L´image mouvement, París, Les Éditions de Minuit, 1983.


1 Pues el tiempo cíclico es, también, un tiempo gobernado, si bien no por una meta, sí por la necesidad de su reiteración. En su ensayo «Tiempo e historia» Agamben emparenta la experiencia circular del tiempo en la antigüedad grecorromana, la teleología cristiana y la linealidad homogénea y vacía del tiempo en la modernidad, pues, según él, todas coinciden en ser temporalidades desplegadas en cuanto continuum de instantes inasibles: «Ya sea que se lo piense como círculo o como línea el carácter que rige toda concepción occidental del tiempo es la puntualidad. Se representa el tiempo vivido mediante un concepto metafísico geométrico (el punto-instante-inextenso) y luego se procede como si ese concepto fuera en sí mismo el tiempo real de la experiencia». Giorgio Agamben, «Tiempo e historia», pp. 146-147.

2 G. Agamben, Idea de la prosa, p. 15.

3 G. Agamben, Homo sacer i. El poder soberano y la nuda vida, p. 62.

4 G. Agamben, «La potencia del pensamiento», p. 354.

5 Citado en ibid, p. 355.

6 «…y porque todo lo que se genera progresa hacia un principio, es decir, hacia un fin (aquello para lo cual es, efectivamente principio, y el aquello para lo cual de la generación es el fin), y el acto es fin, y la potencia se considera tal en función de él». Metaph., 1050a 5-10. Ser impuesto con violencia es otro de los sentidos de «necesidad» expuestos por Aristóteles.

7 «De ahí la constitutiva ambigüedad de la teoría aristotélica de la dýnamis-enérgeia: si para un lector que recorra el libro Theta de la Metafísica con ojos libres de los perjuicios de la tradición, no está nunca claro si el primado pertenece efectivamente al acto o más bien a la potencia, tal hecho no se debe a una indecisión o, peor aún, a una contradicción del pensamiento del filósofo, sino a que acto y potencia no son más que los dos aspectos del proceso de autofundación soberana del ser». G. Agamben, Homo sacer i, p. 65.

8 Cf., G. Agamben, «La potencia del pensamiento», p. 364.

9 G. Agamben, Homo sacer i, p. 65.

10 «Aggélo, apaggéllo, son los verbos que expresan la función del ággelos, del mensajero, que lleva simplemente un mensaje sin añadirle nada o que declara performativamente un mensaje». G. Agamben, «Bartleby o de la contingencia», p. 115.

11 G. Agamben, La comunidad que viene, p. 40.

12 G. Agamben, El Reino y la Gloria, p. 70. Añade también: «Si el Dios aristotélico mueve, como un motor inmóvil, las esferas celestes, es porque ésa es su naturaleza y no hay necesidad alguna de introducir la hipótesis de una voluntad especial o de una actividad particular dirigida al cuidado de sí mismo y del mundo. El cosmos clásico —su “destino”— reposa sobre la perfecta unidad de ser y praxis». Idem.

13 Idem.

14 Ibid., p. 79.

15 «Aquí el filósofo, vinculando estrechamente juntos tiempo, memoria e imaginación, afirmaba que “sólo los seres que perciben el tiempo recuerdan, y con la misma facultad con que advierten el tiempo”, es decir, con la imaginación». G. Agamben, Ninfas, p. 14.

16 Ibid., p. 25.

17 «El descubrimiento bergsoniano de una imagen-movimiento, y más profundamente de una imagen-tiempo, conserva aún hoy una riqueza tal que no es seguro que se hayan extraído todas sus consecuencias». Gilles Deleuze, Cinema 1. L’image-mouvement, p. 7.

18 Para mayor profundización en la noción de imagen incorporada, cf. el primer capítulo («Medio-Imagen-Cuerpo») de Hans Belting, Antropología de la imagen.

19 G. Agamben, Ninfas, p. 53.

20 Ibid., p. 44.

21 G. Agamben, Signatura rerum, p. 143.

22 W. Benjamin, «La vida de los estudiantes», p. 77.

23 G. Agamben, «Bartleby o de la contingencia», p. 105.

24 G. Agamben, Signatura rerum, p. 107.

 

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