La antropología en México tiene una larga historia. Comienza en las encrucijadas en que se encontraron los españoles cuando se inicia la colonización del continente y se extiende hasta el presente. Toda lectura nacionalista de esta historia hace hincapié en la profundidad de una «tradición» —buscando incluso «raíces» de nuestra antropología en la era precolombina de un modo paralelo a lo hecho por Miguel León-Portilla cuando describió la «filosofía» náhuatl. Este ejercicio solemniza nuestro presente, alegando por implicación que somos augustos descendientes intelectuales del padre Sahagún o de Manuel Gamio. La narrativa nacionalista organiza la historia de la antropología de forma semejante a la de un árbol genealógico, en donde la herencia pasa de padres a hijos en línea directa, para alegar, finalmente, que somos los herederos legítimos de una tradición propia, como si con ese pedigrí —cuya documentación se asemeja asombrosamente a la certificación de limpieza de sangre con la cual un castellano del siglo XV demostraba ser un cristiano viejo— pudiéramos justificar nuestra existencia y entender nuestra misión.
Es cierto que esta narrativa nos enorgullece, recordando las proezas de antepasados (que, como en tiempos homéricos, son siempre retratados como infinitamente superiores a las generaciones presentes). Pero la realidad de esta historia es muy distinta: en vez de imaginarla como un árbol genealógico organizado bajo un principio de mayorazgo, habría que pensar que la «herencia intelectual» desciende por canales diversos de un «sistema de parentesco» donde prima la poligamia y la poliandria y, en el cual, muchos «padres» y muchas «madres» se hallan en el extranjero.
Jamás lograremos reinventarnos a partir de invocaciones a nuestros antepasados de las diversas «edades de oro» por las que pudo haber pasado nuestra antropología. Dichos momentos de grandeza —y los ha habido— nos muestran soluciones a problemas específicos que pueden o no ser los propios en el presente. La historia de la antropología en México no puede incorporarse a una narrativa simple del progreso, a una representación lineal del desarrollo, ya que las posiciones a partir de las cuales se ha hecho la antropología han variado sustancialmente. Es decir: si la historia de la antropología en México es larga, no fue generada por una sola «comunidad científica», sino que, por el contrario, los problemas antropológicos han sido enfrentados desde distintas bases institucionales y con diferentes propósitos cognoscitivos.
En este ensayo trato de explorar algunas claves para comprender los ciclos maníaco-depresivos de descubrimiento y desilusión que han caracterizado a nuestra disciplina a lo largo de la historia. No pretendo agotar el tema; más bien deseo ayudar a ubicarnos en el presente por medio de una lectura muy parcial del pasado.
Los curas que llegaron a la Nueva España a evangelizar indios se enfrentaron con la paradoja de quererlos conocer y a la vez ignorar, de quererse comunicar, pero también conservar secretos. Estos dilemas de la llamada «conquista espiritual» de México se reflejan incluso en las actitudes hacia la traducción: si se traducía la Biblia a las lenguas indígenas con un espíritu purista, algunos conceptos centrales del cristianismo eran pervertidos por el campo semántico de las palabras, supuestamente equivalentes en lengua indígena. Por otra parte, si decidían retener palabras claves —tales como «Dios», «ángel», «diablo», «Espíritu Santo» y «Santísima Trinidad»— en español o en latín, entonces corrían el riesgo simplemente de no ser entendidos. Los curas se abocaron al aprendizaje de las lenguas y costumbres indígenas para facilitarse la conversión —al menos ésta era la legitimación formal de su impulso para conocerlas—; sin embargo, si lograban acceder a este conocimiento y si lograban traducir y llevar el cristianismo a los indios, la misma fe se transformaría en el proceso.
La profundidad de este dilema no minó la confianza de los misioneros en un principio, pues la aparente facilidad de las conversiones en masa los llenaba de gran optimismo. No obstante, tres décadas después de la conquista, los misioneros comenzaron a notar la tenacidad de la «idolatría» y se preocuparon por las formas en que sus enseñanzas estaban siendo pervertidas por las antiguas creencias de los indios.
El tema de la corrupción o de la «burla» a la que los indios sometían al cristianismo sobresale incluso en las primeras crónicas del contacto entre españoles e indígenas. Como muchos españoles creían que los indios habían sido apartados de Dios por el diablo, interpretaron algunas de las prácticas indígenas como perversiones del cristianismo y no como creaciones religiosas independientes. El sacrificio humano era una perversión de la comunión cristiana y el politeísmo, una burla de la devoción al único y verdadero Dios. En este contexto, la traducción intercultural era siempre peligrosa. Por un lado, parecía ser un instrumento indispensable para la conversión, mientras que, por el otro, la traducción siempre podía ser el primer paso hacia la reafirmación de la cultura nativa y la perversión del cristianismo. Existía una separación muy fina entre el aprendizaje necesario para la conversión y sujeción de los indios, y el aprendizaje como una forma de simpatía, de conservación y propagación (a través de la escritura) de las creencias y costumbres de los indios. El proceso de aprendizaje implicaba, necesariamente, someterse a una lógica distinta aunque fuera de manera provisional. Los curas podían terminar tomando el partido de los indios y acabar siendo ellos los conversos a la fe de éstos. La política oficial hacia el lenguaje reconoció estas dificultades (si bien nunca logró resolverlas) y por ello vaciló constantemente entre un afán castellanizador, un reconocimiento de lenguas autóctonas y la promoción del náhuatl como lingua franca.
De ahí los dos sentidos principales de los verbos «pervertir» o «corromper», tal y como se presentaron en ese contexto: el de la corrupción de los signos y el de la corrupción de la moral y de las motivaciones de los actores sociales. Estas formas de corrupción tienen un común denominador: ambas resultan de la asimilación de un sujeto por los objetos de sus acciones. En el caso de la corrupción de los significados, la inmersión de un signo en un nuevo contexto dota al signo de nuevas connotaciones: el nuevo contexto en el que se aplica una palabra puede corromper la intención y el sentido originales del término. En el segundo caso, es decir, el de la corrupción moral, las lealtades y la orientación moral de un individuo se transforman con las nuevas relaciones sociales que éste adquiere. Estas distorsiones de significados, de orientación moral y de identidad siempre han sido una fuente de inspiración creativa para la antropología. La corrupción —en cualquiera de sus sentidos— produce indagaciones racionales y genera horror y negación. En cierto modo, la corrupción de palabras y de lealtades puede ser vista como un primer paso hacia la comprensión de una perspectiva alternativa. Es sólo a partir del reconocimiento de esta mezcla de horror y atracción que podemos comprender la obra de un Diego de Landa, quien, por una parte, dedicó su mejor esfuerzo a documentar la cultura maya, mientras que personalmente dirigió la quema de los escritos mayas y de los propios mayas, que «revirtieron» a la «idolatría». Estas dos acciones —la laboriosa documentación del paganismo maya y la destrucción de la cultura maya viva— nos parecen totalmente contradictorias. Sin embargo, en realidad, son una perfecta alegoría del dilema de los curas que descubrieron el Nuevo Mundo.
Hay una forma sencilla de comprender esta paradoja que se da entre la voluntad de ignorar y la voluntad de conocer: el camino al conocimiento puede llevar al aprendiz tan adentro de la cultura del otro que ésta puede tragárselo del todo; el placer de la experiencia del descubrimiento y la simpatía por el «objeto», que son necesarias para comprenderlo, pueden borrar la distancia entre sujeto y objeto de conocimiento. El observador es seducido por la experiencia y la experiencia subvierte a la situación del observador, condición que fue planteada en la época en un famoso poema del Romancero Español que versa así:
¡Quién hubiera tal aventura
sobre las aguas del mar
como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan!
Andando a buscar la caza
para su falcón cebar
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.Las velas trae de sedas
la jarcia de oro dorsal
ánforas tiene de plata
tablas de fino coral.Marinero que la guía
diciendo viene un cantar
que la mar ponía en calma
los vientos hacía amainar.Los peces que vienen a lo hondo
arriba los hace andar
las aves que van volando
al mástil vienen a posar.Ahí habló el infante Arnaldos
Bien oiréis lo que dirá:
«¡Por tu vida el marinero
digasme ahora tu cantar!»
Respondióle el marinero
tal respuesta le fue a dar:«Yo no digo mi canción
sino al que conmigo va»
El conocimiento se logra lanzándose a la experiencia como un acto de fe ciega, abandonando al mundo de uno por otro mundo desconocido. Este sometimiento absoluto a la experiencia ha sido estudiado bajo el rubro del «discurso de lo maravilloso» por Stephen Greenblatt en Marvellous possessions y por Guillermo Giucci en A conquista do maravilhoso, quienes muestran cómo la idea propiamente americana de lo maravilloso, de un mundo maravilloso que —a diferencia de aquel que habían retratado Marco Polo o John de Mandeville— podía ser poseído, fue una ideología central en todo el proceso de la conquista. Podríamos agregar que esta tensión entre el mundo de lo conocido y la seducción de experiencias exóticas que no pueden ser narradas es el contexto originario de nuestra antropología, cuyos momentos de mayor sensación de descubrimiento están ligados a la entrega del sujeto a la experiencia a través de un «trabajo de campo» enteramente impredecible para el propio sujeto. La historia de la antropología en América está repleta de historias de europeos que han sido «tragados» por los nativos (de ahí tal vez, la fascinación y el horror por el canibalismo como elemento literario). Conquistadores como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, frailes como Bernardino de Sahagún, o como los jesuitas de las misiones de Paraguay, o el caso de Bartolomé de Las Casas son ejemplos de vidas que fueron absorbidas por América. Los peligros políticos que entrañaba conocer al nativo coexistían con la necesidad de conocerlos: conocerlos para poderse comunicar, aunque fuera mínimamente; conocerlos para poderlos dominar; conocerlos para defenderlos de los peores abusos del colonialismo; conocerlos para poder comprender cabalmente la posición de los europeos en el mundo; conocerlos por la seducción de la Canción del marinero. Ignorarlos para controlarlos; ignorarlos para no ser absorbidos por ellos; ignorarlos para mantener «puro» al cristianismo...
No debe sorprendernos que muchos de los mejores «etnógrafos» del periodo hayan sido renunciadores o bien extraños: renunciadores como Las Casas, quien ingresó a la orden dominica por el asco que le inspiró su papel de encomendero; o personas cuya lealtad podía ser puesta en entredicho (como Sahagún, de quien se piensa que era un «nuevo cristiano»), o como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que perdió la perspectiva española en sus naufragios y dejó que los indígenas lo condujeran por el mundo como el viento levantando a una hoja seca.
Ésta es sin duda una de las claves para comprender la historia de nuestra antropología: el llamado de la experiencia se impone al mundo heredado de las categorías científicas y conduce a un viaje en que los secretos revelados sólo se comparten entre aquellos que se han iniciado —en cuerpo y alma— en la aventura. «Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va». Pero a medida que las estructuras civilizatorias del Estado y de la Iglesia se estabilizan, el mundo de lo maravilloso cede, el «llamado del marinero» del romance se hace más lejano, la antropología regresa al gabinete empolvado, el antropólogo se convierte en anticuario y en guardián de su propia tradición. He ahí un ciclo entero de descubrimiento y desilusión, el primero de los cuales se cierra a fines del siglo XVI, para abrir y cerrarse en movimientos cortos y abruptos desde la Ilustración borbónica hasta el positivismo porfiriano y que tiene un nuevo florecimiento, especialmente frondoso, en las décadas posteriores a la Revolución Mexicana.
Hasta ahora he descrito un proceso cognoscitivo que se funda en la enorme seducción y ambivalencia que provocan quienes son ajenos a un orden normativo en aquellos que forman parte de dicho orden. Esta ambivalencia queda en evidencia en el propio concepto de la «posesión maravillosa», que es internamente contradictorio: cuando lo maravilloso se posee e ingresa a la rutina de la reproducción social, pasa a ser plenamente conocido. La antropología se funda en la ambivalencia de esta situación, documentando la otredad en términos que son inteligibles desde la normatividad, glorificándola y destruyéndola simultáneamente. Sin embargo, esta descripción es tan sólo uno de los principios de lectura de la historia de la disciplina, una clave que tiene que armonizar con otras que son igualmente importantes y que quisiera explorar a continuación.
La sensación de distancia entre el protoantropólogo y sus sujetos es una dramatización de la distancia que existe entre un orden normativo y una realidad que no se le ajusta. El trabajo de campo antropológico se presenta como un dejarse seducir por dicha realidad para al final emerger con un recuento de su naturaleza —recuento que bien puede ser crítico del orden normativo. En este sentido, los ciclos de descubrimiento/desilusión tienen que ser comprendidos en relación con la emergencia de ciertos tipos de retos a la normatividad. Aquí es donde se encuentra la segunda clave de lectura que propongo para esta historia. Si la antropología puede ser vista como un performance de los límites de la normatividad dominante, entonces es necesario historizar los tipos de mediación que han caracterizado a la historia de la antropología mexicana.
Así, por ejemplo, es claro que la tensión entre teoría y experiencia que sufre el infante Arnaldo del romance no es otra cosa que la distancia abismal que existía entre la paz de la vida pueblerina de Castilla o de Aragón, una vida bien patrullada por la Iglesia y por el gobierno y el vasto mundo natural y social que se extendía más allá de sus confines. En ese contexto, la mediación que se generaba con la entrega vital a la experiencia de lo ajeno (con el «trabajo de campo») produce un conocimiento que colinda, por un lado, con la herejía y, por el otro, con la traición. Es decir que la mediación entre la normatividad de la vida urbana castellana y el mundo sobre el cual se expandían sus habitantes se vive en parte como la mediación entre un orden legal definido por el clero y el rey, y la vasta realidad que se buscaba integrar a ese orden. El ciclo principal de descubrimiento/desilusión que marca este momento dura aproximadamente desde los viajes de Cristóbal Colón hasta 1750. Después de ese momento disminuye la curiosidad por el otro y concluye una primera «edad de oro» de la antropología (se puede hablar de algunos ciclos menores durante la era colonial «madura», 1570-1750, generados principalmente en torno al redescubrimiento de la idolatría y de las ruinas del pasado precolombino); termina una era de la antropología que bien podríamos llamar «premoderna», ya que el orden normativo de la religión era el referente principal de la definición de la otredad y el elemento central de lo maravilloso-americano, el oro, representaba un ideal de riqueza premoderno.
La segunda serie de ciclos, la serie de la modernidad, se caracteriza por una tensión en que la religión ya no ocupa un lugar central en la mediación antropológica. En vez de ello los puntos de referencia normativos son el ciudadano ideal y el orden legal-republicano. La marginación de los habitantes de México con respecto a este ideal de ciudadano, a la posibilidad de conformar al ciudadano ideal y al sistema social nacional son motores intelectuales importantes en esta segunda serie de ciclos que culminan, sin duda, con el florecimiento de la antropología moderna en la era posrevolucionaria. En este contexto, el papel de mediación del antropólogo se efectúa principalmente entre el Estado y «el pueblo», es decir, el antropólogo media entre el Estado y la nación, explorando las distancias entre el orden legal del Estado y las realidades del «pueblo», que pretendía ser la fuente de la soberanía.
Existe, por último, una tercera categoría de mediación en la cual ha naufragado la antropología, sobre todo en años recientes: la mediación entre la cultura del consumo, promovida por el mercado, y el desarrollo social y político de los mexicanos como nación. Esta tercera clase de mediación, que se basa en un reconocimiento de los límites del mercado como mecanismo para la expresión cultural y política, ha ganado en México importancia en las últimas décadas y puede ser entendida ya sea en términos de la posmodernidad (el mundo público ya no está idealmente habitado por un ciudadano político sino por un ciudadano-consumidor), o en términos de la disminución del papel del Estado en la conformación de los sujetos sociales (es decir, como una forma más avanzada de capitalismo). En ambos casos, el papel de mediación del antropólogo se puede ubicar en la continuación del deseo de construir una ciudadanía con demandas colectivas, pese a los procesos de individuación e incluso de fragmentación del individuo característicos del capitalismo avanzado.
Los procesos de mediación entre órdenes normativos y realidades sociales «maravillosas» (es decir, aquellos que escapan a la racionalidad dominante del sistema normativo) pueden ser englobados en tres clases: el primero es la mediación entre el orden religioso-político y el mundo pagano; el segundo es la mediación entre los ideales políticos de la modernidad y los sujetos políticos reales que habitan la sociedad nacional; el tercero es la mediación entre la forma altamente plástica en que se construyen sujetos sociales a través del consumo y las demandas colectivas de grupos sociales que pierden representación política y cultural. Estos tres tipos de mediación, que podrían ser resumidos como religiosa, estatal y mediación hacia el mercado de consumo, tienen también implicaciones directas en los contextos desde los cuales se escribe antropología: Sahagún escribió en un convento; los antropólogos de la era indigenista eran investigadores de instituciones públicas y sus libros eran publicados por el Fondo de Cultura Económica, la UNAM o la SEP y, en la actualidad, hay una inserción del mercado en los contextos de la producción antropológica que se origina en editoriales, universidades y en las fórmulas para conseguir financiamiento.
Explorar algunas de las ironías que emanaron de las dos formas recientes de mediación, la moderna (mediación entre Estado y nación) y la posmoderna (mediación entre el mercado y la reconstrucción de lo público), me lleva a un par de anécdotas que forman parte del abundante folklore de la disciplina, un folklore que bien merece tener cronistas. Se trata, sin embargo, de anécdotas que relatan eventos que están al margen del quehacer cotidiano del estudiante o del investigador, aunque, por lo mismo, concentran y condensan significados que son más difíciles de percibir en la rutina cotidiana del trabajo académico.
Se sabe que en el siglo pasado había una tendencia a explorar las glorias del pasado indígena y a ver lo indígena en el mundo contemporáneo como una condición acaso redimible, pero esencialmente negativa. Estas dos tendencias —la de glorificar lo precolombino y la de una posición crítica, pero redentora hacia la sociedad indígena— se multiplicaron con la Revolución Mexicana y se expresaron con gran vitalidad en la antropología, el cine, la arquitectura y la pintura posrevolucionarias. Cabría decir que la antropología de aquella era fue «indigenista», pero en un sentido distinto al que usualmente se emplea para dicho término: la antropología revolucionaria y modernizante fue indigenista en tanto que su marco de referencia normativo era el ciudadano mexicano ideal. Desde ese punto de referencia, el «otro-maravilloso» se definió como «indio», puesto que la antropología mexicana no se abocó a descubrir otros fuera del territorio nacional. (El «indigenismo» mexicano puede ser contrastado con el «orientalismo» de la antropología de las grandes potencias imperiales, orientalismo que emana de un contexto extranacional para buscar la otredad y definir la esencia nacional). Por ello la categoría de «indio» representó aquello que no formaba aún parte del orden normativo nacional y moderno, pero que estaba destinado a formar parte de este orden, ya que estaba en la raíz misma de dicha nacionalidad. Puede afirmarse que el indio en México era el «otro» del ciudadano normativo, de manera comparable al modo en que el negro, el indio o el mexicano fueron los «otros» del ciudadano normativo en los Estados Unidos de principios y mediados de siglo, o a la forma en que «las minorías» y los «grupos tribales» ocuparon un lugar semejante en China y en la India. Sin embargo, gracias a la Revolución Mexicana existe una importante diferencia entre el papel del indio en el imaginario político mexicano y, digamos, el papel del negro en el de los Estados Unidos de la misma época. Esta diferencia puede resumirse de la siguiente manera: si «el negro americano» y «el indio mexicano» fueron el otro de la normatividad ciudadana de sus respectivos países, el indio en México fue ubicado como el sujeto mismo de la nacionalidad, sujeto que sería transformado por la educación y por la mezcla racial. Así la antropología mexicana fue «indigenista» en tanto que fue una antropología modernizadora que funcionó dentro de una fórmula nacionalista particular.
Esta particularidad de la antropología mexicana moderna se vuelve evidente cuando analizamos el caso de Manuel Gamio (figura totémica del ciclo moderno, al igual que Sahagún lo fue del ciclo premoderno) y lo comparamos con su maestro (también ancestro totémico, pero de la antropología norteamericana) Franz Boas. La relación de Gamio con Boas resulta iluminadora, porque el asalto culturista que Boas dirigió contra el racismo en los Estados Unidos fue utilizado por Gamio para coronar al mestizo como protagonista de la nacionalidad mexicana. A pesar de que muchos pensadores mexicanos del siglo XIX habían fincado sus esperanzas nacionalistas en la figura del mestizo, sus ideas no gozaban del apoyo del mundo científico de la época, que insistía, por el contrario, en la inferioridad racial o adquirida del indio (y, por ende, del mestizo). Cabe hacer notar que los usos que le dio Gamio a la crítica antirracista de Boas fueron visiblemente distintos a los que recibió en los propios Estados Unidos. Allí se utilizó la doctrina relativista y antirracista para argumentar en favor del pluralismo racial y el buen trato a los migrantes; aquí se empleó principalmente para legitimar una nueva definición racial de la nacionalidad. Sin embargo, vale la pena hacer notar que en los Estados Unidos la categoría de «blanco», con su asociación al ciudadano normativo, fue creada en esta misma época a partir de la fusión-modernización de diversas «razas» que antes se valoraban de manera distinta (por ejemplo, la anglosajona, la alemana, la italiana, la polaca, etcétera).
Redimido como raza y como valor abstracto o potencial de su cultura, el indio quedó ubicado en la raíz misma de la nacionalidad y los indios se transformaron en la materia prima de la ciudadanía moderna. Es por ello que Gamio, tras haber promovido esta visión, se dedicó a hacer estudios de antropología aplicada a la transformación del indio mexicano. Esta estrategia inauguró el romance entre la antropología y el Estado revolucionario: la supuesta «edad de oro» de nuestra antropología. La antropología indigenista tendió hacia los estudios de comunidad y subrayaba la separación entre las comunidades indígenas y el proyecto nacional imperante. A veces esta separación podía ser utilizada como una fuente de inspiración para los proyectos nacionales (es el caso, por ejemplo, de las investigaciones sobre las formas de gobierno indígena); en otras, la etnografía fue utilizada para señalar formas en que las comunidades indígenas habían sido marginadas del «progreso». Sin embargo, en ambos casos, la antropología indigenista no logró convertirse en una antropología de la sociedad nacional. Acaso por ello sería, después, acusada de servir políticamente al Estado. En este contexto, la cuestión de la corrupción que ya repasamos en páginas anteriores, resurgió para argumentar que los antropólogos oficiales no estaban dejándose seducir por las clases populares, que su alineación con el Estado y con los métodos formales de la antropología impedían el cuestionamiento de la relación entre la antropología, las comunidades indígenas y el Estado. Así, el ocaso indigenista de la «edad de oro» fue provocado por un examen de los aspectos políticos del viejo dilema de los curas en el Nuevo Mundo: al igual que Diego de Landa, los indigenistas estaban preservando a la cultura indígena en sus textos y museos para luego acabar con sus sociedades.
Por otra parte, tampoco puede afirmarse que la crítica ejercida contra el indigenismo por la generación del 68 se haya fundado en una auténtica antropología de la sociedad nacional. Más bien se colocó el problema como una cuestión de lealtades: o se estaba con «el pueblo» y te dedicabas a cultivarlo, o se estaba con el «Estado burgués» y le servías. Es decir, que la crítica no fue mucho más que una reafirmación del dilema del misionero, cuando debió ser un llamado a realizar una antropología del contexto social desde donde hacemos antropología. Es por ello que la crítica sesentayochesca del indigenismo frecuentemente dio frutos intelectuales banales, al mismo tiempo que el momento político y social puede ser tildado de cualquier cosa menos de trivial. Quisiera ilustrar esta paradoja con una anécdota que ocurrió a principios de los años sesenta, más o menos cuando comenzaba mis estudios de licenciatura, y al calor de uno de los momentos más exaltados de la antropología mexicana: el descubrimiento de la sociedad campesina.
A pesar de que en México los antropólogos siempre habían estudiado a los campesinos (la mayoría de los indígenas del país fueron siempre campesinos), el «descubrimiento» de los campesinos en la década de los setenta fue el resultado de un movimiento para desexotizar a los indígenas y tratarlos como una clase, en vez de hacerlo en términos estrictamente culturales (es decir, como nativos premodernos). El descubrimiento al que me refiero está ligado a la formación de una antropología de las clases sociales en México, un acontecimiento de suma importancia. La característica que distinguía a la antropología de las demás ciencias sociales de esa época —que la hacía más entusiasta que todas las demás— era, desde luego, el trabajo de campo. Es fácil comprender porqué: el trabajo de campo es una práctica que construye un puente entre la experiencia y la teoría, y la crisis del modelo económico-político que siguió al 68 se convirtió rápidamente en un llamado a revisar la normatividad desde la experiencia. Así, en los años setenta, el liderazgo principal en la antropología mexicana provino de Ángel Palerm, cuya doctrina antropológica incluía una mística del trabajo de campo. Sin embargo, en México el trabajo de campo era un ritual iniciático que contrastaba de manera importante con su funcionamiento en las antropologías de los Estados Unidos, Francia e Inglaterra, donde el trabajo de campo ha sido históricamente una iniciación solitaria en la que los estudiantes de posgrado, pese a que trabajan arduamente durante años con sus profesores, reciben poca información sobre lo que les sucedió en «el campo». Con frecuencia, el estudiante no recibe más que algunas pistas generales —aunque posiblemente útiles— como «lleve un diario de campo» o «platique con los peluqueros, que siempre son muy chismosos». En México, en cambio, el trabajo de campo fue incorporado como parte formal de los programas de entrenamiento —incluso a nivel de licenciatura—, donde el estudiante salía al campo supervisado por un maestro y junto con toda la clase. Las niñas bien de la Universidad Iberoamericana se veían obligadas a deshacerse de sus tacones altos y de sus medias; muchachos que habían gozado de la seguridad y autocomplacencia de la clase media se encontraban a merced de los campesinos.
Para utilizar comparaciones que provienen del arsenal clásico de la antropología, podríamos afirmar que la iniciación al trabajo de campo en los Estados Unidos se parece a rituales de iniciación como el Vision Quest de los indios de ese país (en tanto que es individual y acontece enteramente fuera de la estructura social del iniciado). La iniciación del trabajo de campo en México, en cambio, es más afín a la de las iniciaciones practicadas por los ndembu en África: son conducidas por especialistas e involucran a toda una camada o generación de iniciados. La realización del trabajo de campo en México convocaba a abrirse a nuevas formas de experimentar el país y las tribulaciones físicas —como, por ejemplo, las largas caminatas, el compartir una cama con una familia de campesinos o ayudar en el quehacer de casas ajenas— se convirtieron en parte fundamental de su mística. Palerm —se dice— llegó a afirmar que la antropología se hace con los pies, caminando. El viraje de retorno a la experiencia venía animado en esencia por un llamado político a un cambio de orientación: ya no «mexicanizar al indio», sino criticar al México oficial a partir de la comunión con el pueblo. Sin embargo, este viraje, si enfatizó el papel de la experiencia colectiva, se quedó corto como pensamiento crítico. Como ilustración anecdótica de la dinámica que acabó por cerrar el ciclo de descubrimiento iniciado en el movimiento del 68 y que fue, posiblemente, el cierre de los ciclos modernos, evoco una historia que sucedió en verdad, pero que no me tocó en suerte presenciar.
La noche anterior se habían quedado despiertos hasta bien tarde, escribiendo diarios, arreglando materiales, discutiendo los eventos del día. Dalia, que había tenido broncas con su novio desde que comenzó sus estudios en antropología, había decidido cortarlo. Se quedó hasta altas horas platicando con Nando, con quien (todos lo notaron) iba de la mano esta mañana al salir al recorrido del día.
Luis (el maestro) permitió que los estudiantes más exaltados dirigieran la caminata. Sólo los hacía detenerse de vez en cuando para que se fijaran en ciertos rasgos del paisaje: los contornos de unas chinampas abandonadas; el uso que los campesinos daban a los solares de sus casas, etcétera. El día era caluroso y caminaron durante horas. Finalmente llegaron a Tepetlaoxtoc y los estudiantes se dispersaron en grupos de a dos y de a tres y comenzaron a realizar breves entrevistas con los habitantes. Notaron y anotaron las características materiales del pueblo: tenía un mercado los miércoles, dos farmacias y una tienda de abarrotes grande; agua entubada en el centro, pero nada de agua ni de luz en las orillas... El pueblo presumía de una historia que se remontaba a los tiempos prehispánicos. Según el boticario, el rey Tizoc venía a Tepetlaoxtoc a tomar sus baños...
Un grupo de alumnos entrevistó a un viejito que les contó de una vieja riña que había entre dos barrios del pueblo: dos familias acabaron matándose entre sí. Otro grupo entrevistó al cura y descubrió que el santo patrono del pueblo era San José y que su fiesta era organizada por un mayordomo (nada querido por el cura, por cierto) que vivía en San Bartolo.
Luis, con su reconocido buen ojo para la cocina y la bebida local, descubrió un lugar en el que vendían aguardiente curado con nanche y compró dos botellas para lo que quedaba del camino. Después de la comida, procedieron a subirse a la cima de un cerro que estaba justo afuera del pueblo. Alucinados por los descubrimientos del día y por la combinación de agotamiento físico y aguardiente, Luis y sus estudiantes treparon. Nando y Dalia otra vez estaban de la manita mientras subían: ella se veía radiante ahora que su decisión de tronar con el viejo novio estaba tan firme como clara estaba su decisión de abocarse a la antropología.
Llegaron a la cima del cerro y voltearon: de ahí podían apreciar todo el largo trayecto que habían hecho desde la mañana. ¡Suerte que había camión para el regreso! Vieron distintos campos con variedad de sembradíos, vieron Tepetlaoxtoc con sus barrios, y estaban en eso, cuando de pronto Julia —que estaba en la otra punta de la cima— dio de voces: «¡Vengan, miren lo que se ve de aquí!». Muy pronto se había formado una bola donde estaba Julia y todos llamaron a Luis: habían descubierto un enorme centro ceremonial del otro lado del cerro. Sentados en la cima admiraron sus bellos edificios, pirámides y calzadas. Varios se pusieron a dibujar un croquis, mientras todos especulaban sobre quién lo habría construido. No podía ser mexica. ¿Sería tal vez un centro ceremonial otomí? Después de terminar los croquis, Luis y los estudiantes corrieron cerro abajo para explorar el sitio. Dalia y Nando corrían hasta adelante cuando, de pronto, Dalia paró en seco. Le había dado un ataque de risa incontrolable. Nando se detuvo y regresó con ella:
—¿Qué onda? ¿Qué te pasa?
—Mira el letrero, güey, parece que acabamos de descubrir Teotihuacan.
Me hubiera gustado estar presente en este redescubrimiento de Teotihuacan, pero confieso —sin arrepentimiento alguno— que yo también descubrí el hilo negro más de una vez en las prácticas de campo que realicé en aquella época. No hay arrepentimiento, porque desde el punto de vista del estudiante, el «descubrimiento de Teotihuacan» estaba pleno de excitación antropológica: fue un descubrimiento personal de Teotihuacan. Fue también un descubrimiento compartido por un grupo que estaba reconfigurando su posición frente a la sociedad mexicana. La desilusión sólo llegó cuando comprendió que, desde el punto de vista de la sociedad, su descubrimiento era banal. Pero es precisamente este hincapié en la transformación de cohortes a través del trabajo de campo la que fue responsable de una propensión un tanto antiintelectual de la antropología de la época. Algunos comentaristas notaron este fenómeno: la antropología mexicana era una de las más grandes y animadas del mundo, pero la proporción entre el trabajo de campo y la escritura de libros originales era relativamente baja. La antropología del 68 generó esta situación porque fusionaba los aspectos teóricos, políticos y experimentales de la antropología en un solo gestalt: el trabajo de campo. Las enseñanzas prácticas del trabajo de campo no carecían de sentido o importancia. El problema estaba en que no fueron unidas a la reflexión sobre el porqué se produce la sensación radical de descubrimiento en el trabajo de campo. Si este tipo de reflexión hubiera sido una parte integral del gestalt, hubiésemos reconocido incluso nuestra propia ingenuidad en vez de ocultarla, estaríamos más adelantados en nuestra antropología de la nacionalidad y los descubrimientos más aparentemente triviales del trabajo de campo habrían llegado a ser socialmente útiles. En su lugar, la antropología revolucionaria fue transformada en un viaje personal que acabó por convertirse en conocimiento práctico y que sirvió, en muchos casos, precisamente para mediar entre «el pueblo» y el Estado: lo que comenzó como antropología aplicada terminó como antropología aplicada.
Los numerosos descubrimientos de Teotihuacan que acontecieron en los años setenta y comienzos de los ochenta comenzaron a restarle brío a la antropología. Se había cerrado el ciclo moderno de descubrimiento/desilusión: el que comenzó con Manuel Gamio y terminó con el ingreso de Arturo Warman a la dirección del Instituto Nacional Indigenista; que se fundó con el indigenismo y se cerró con el descubrimiento etnográfico de las clases sociales; el que basó su existencia en la reforma del ciudadano a través del Estado y del Estado a través de la «conciencia de clase». La última anécdota que quiero evocar trata del desamparo en que se encuentra la antropología mexicana ante la situación económica y política reciente. Me parece que el ejemplo sugiere la posibilidad de que estamos finalmente cerca de encontrar la salida al dilema del misionero.
A mediados de la década de los ochenta, los que trabajábamos en las universidades mexicanas estábamos sufriendo un acelerado proceso de proletarización. Nuestros salarios se hacían polvo, las universidades tenían cada día menos recursos y buena parte del glamour que alguna vez tuvo la antropología se había esfumado. Muchos antropólogos buscaban opciones personales e intelectuales: desde la astrología al redescubrimiento del estructuralismo francés, desde el psicoanálisis a poner un puesto de tortas. En esa época fui invitado a la boda de uno de mis colegas. La novia era también una antropóloga, de modo que gran número de invitados serían colegas. Aunque yo era tan sólo un humilde profesor asociado de la UAM, sin embargo, era dueño de un traje. Era el traje que mi madre me había comprado para mi matrimonio y que después de casarme sólo lo usaba para pedir trabajo. El día de la boda busqué mi traje y me percaté de que se lo había prestado a mi tío (que estaba buscando trabajo), así que me subí al coche y fui a su casa a recogerlo. En el camino me iba preguntando por qué estaba yo tomándome tantas molestias con lo del traje, si nunca me había preocupado tanto; cuando finalmente llegué a la boda me di cuenta de que no fui el único que sintió un impulso irresistible al dandismo. En esa boda de antropólogos no habían huipiles, ni huaraches, ni morrales, ni mezcal, ni pulque, ni ponches. Sólo trajes y rosbifes y mascadas y corbatas y jaiboles. En 1976 la mayor parte de los presentes eran mucho más prósperos que en 1986, sin embargo, la fiesta hubiera sido mucho menos formal. La verdad es que (en lo que a mí se refiere, al menos) algunos de los presentes estábamos preocupados por demostrar que aún éramos del tipo de gente que podía ser propietaria de un traje, que podíamos vestirnos formalmente si así lo deseábamos. Justo en el momento en que muchos de nosotros nos enfrentábamos con una verdadera e involuntaria inmersión en las clases populares de México, justo en ese momento nos resistimos a ello con nuestras mejores armas (y tal vez fuimos, por ello, mucho más proletarios).
Esta transformación del contexto de producción de la academia, que sucedió paralelamente a la reducción del papel del Estado en la economía y al fin del modelo de desarrollo autosustentado, se combinó con el resquebrajamiento de un marxismo doctrinario y dogmático. La antropología que había emergido de la crítica del indigenismo fue, en buena medida, una combinación simple entre la «mística» del trabajo de campo y una macroteoría rígida que pretendía tener repuestas para todo. La crisis que sufrió la antropología mexicana en los años ochenta y de la cual aún no se acaba de reponer, no fue resultado de la seducción del «otro», ni de la voluntad de identificarse con «el pueblo». Se vivió, en vez, como una mirada reflexiva muy severa, incluso autodestructiva.
Visto desde esta perspectiva, el giro de algunos antropólogos hacia la astrología y el esoterismo en general resulta interesante, pues al igual que el marxismo que predominó en México, la astrología es un sistema cerrado e internamente consistente. La astrología tiene una explicación para todo. Pero, a diferencia del marxismo, la astrología es usualmente asumida como una búsqueda estrictamente personal y, en cierta medida, idiosincrática. En este nivel, el interés en el esoterismos tiene lazos explicables con el resurgimiento del interés de los antropólogos por la psicología y, especialmente, por el psicoanálisis. El psicoanálisis explora las motivaciones de la persona, la astrología y otras formas de conocimiento esotérico reconocen que los antropólogos también tenemos motivaciones estrictamente personales. No somos ya los concientizadores del pueblo, ni los forjadores de la patria. El giro de muchos compañeros y estudiantes a los negocios o bien hacia escuelas ya viejas de pensamiento antropológico que fueron ignoradas en la época del marxismo (como el estructural-funcionalismo o el estructuralismo) reflejan un aspecto más deprimente de nuestra historia. El camino hacia los negocios resultó de una falta de interés por parte del gobierno en el diálogo con el conocimiento antropológico (y, pienso, con la intelectualidad en general). A su vez, la reanudación del interés en teorías que estaban prácticamente difuntas en los lugares donde fueron creadas, no es más que un reconocimiento tácito de lo profundamente antiintelectual que fue nuestra antropología: había desechado importantísimas escuelas de pensamiento antropológico sin haberlas digerido. Así, la crisis que yo sentí en la boda de mi amigo era en parte el resultado de la falta de reflexión en torno a nuestro papel como intelectuales y como antropólogos en México: pasamos del huipil populista al reclamo del derecho a la diferencia con una gran dificultad para concebir claramente nuestro papel como pensadores y como escritores.
No se puede decir que el resultado de esta crisis haya sido tan sólo la autoinmolación de la antropología. Por el contrario, comienza a surgir una antropología orientada hacia algunas temáticas de siempre, pero con nuevos aires teóricos y con nuevas miras etnográficas. Pienso que hay señales del comienzo de un nuevo ciclo de descubrimiento en una serie de trabajos fuertemente marcados por tonos irónicos y que de manera usual evitan el lenguaje mesiánico de los antropólogos de antaño. Parten de un reconocimiento de la transformación cultural profunda en la que está inmerso el país, una transformación que es impulsada por un cambio radical en la relación entre el mercado y los movimientos sociales, y parten también de la necesidad de comprender la relación entre esta situación y los viejos parámetros de la política y la cultura. Un reconocimiento simbólico de esta transformación en el seno mismo de la antropología se realizó en 1992, cuando por iniciativa conjunta, estudiantes y maestros de la Escuela Nacional de Antropología invitaron a un chamán a realizar una muy necesaria «limpia» a la escuela. El curandero inspeccionó el predio que, es sabido, está junto a la pirámide de Cuicuilco y frente al enorme mall y centro comercial de Perisur y concluyó que la escuela (institución oficial y pública) se había construido al costado de la pirámide que proyecta «malas vibras», mientras que toda la energía positiva de Cuicuilco se iba hacia Perisur. La sabia vital de nuestros ancestros abandonó a la institución de conocimiento público en favor del mercado de productos importados. En presencia de un gran número de estudiantes, el chamán realizó su limpia con incantaciones en náhuatl que, significativamente, entonó al son de una melodía de Juan Gabriel intitulada: Mi peor noche de Acapulco, y se fue a su casa.
El diagnóstico no pudo ser más claro: el Estado no ocupa ya el papel fundamental en la formación cultural del ciudadano, ese papel lo ha usurpado el mercado, que ha sabido cómo constituirse al abrigo de nuestra nacionalidad. Sin embargo, el mercado no resuelve nuestros problemas colectivos, porque es la antítesis del principio mismo de la decisión colectiva, por lo cual hay que reconstruir un conocimiento público aun reconociendo, con dejo de vergüenza, que la primera melodía que nos viene a la cabeza a estas alturas no fue compuesta por Nezahualcóyotl, ni por Silvestre Revueltas, sino por Juan Gabriel. En los últimos años se han escrito algunas historias valiosas de la antropología mexicana, incluyendo un artículo de Pepe Lameiras, un libro sobre la antropología rural de Cynthia Hewitt de Alcántara y un compendio útil —aunque característicamente faraónico— de muchos volúmenes publicados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Además se han publicado docenas de artículos y volúmenes que debaten aspectos especializados del campo, por ejemplo el indigenismo, el llamado «campesinismo» y el marxismo. La mayor parte de estas obras han adoptado la noción de «paradigma» de Thomas Kuhn para construir y facilitar esta historia. Este ejercicio lleva frecuentemente a la representación del campo como un «progreso» bastante nítido entre paradigmas.
Resumo: la antropología mexicana puede ser también analizada en términos de la relación muy particular (aunque de ninguna manera única) que se da entre los antropólogos, sus sujetos de estudio y su punto de referencia normativo. Estas relaciones tienen como contexto común el hecho de que las tres partes de la relación existen dentro del mismo sistema político. En México el descubrimiento antropológico ha estado siempre a la mano de todos. El problema central de la antropología mexicana ha sido cómo mantener una claridad crítica frente al problema de la «corrupción», que se remonta a las prácticas etnográficas de los misioneros del siglo XVI: cómo mantener una mirada fresca frente a las formas en que las doctrinas (científicas, políticas y religiosas) se traducen en realidades locales, cómo comprender la orientación moral de los científicos que están ligados al Estado; en otras palabras, cómo nutrir una tradición crítica dentro de las tensiones productivas que se dan entre la ciencia, el Estado y la gente. El momento de la normatividad político-religiosa de la era colonial ya pasó; el momento de la normatividad del ciudadano ideal formado por el Estado redentor se agotó. Nos hallamos frente al inicio de una antropología que se inserta en la relación que guarda actualmente la política con el consumo masivo. Ojalá y nos depare también un momento de osadía intelectual.