Número 7

Piadoso recuerdo

Tomás Segovia

Cuando por fin hicimos el amor, sentí que ese algo evasivo y taciturno que aparecía una y otra vez entre nosotros estaba presente ahora en nuestros abrazos mismos, con un nuevo matiz dramático que indicaba sin duda el desgarramiento que debía haber en ella entre aquellos tenaces silencios y aquella entrega manifiestamente apasionada. Es seguro que esos súbitos distanciamientos en medio de cualquiera de nuestras conversaciones habían contribuido a la fascinación que me producía. En general era una mujer animosa y emprendedora, más inclinada a abrazar pequeños o grandes proyectos que a adormecerse en un pasado cuyo peso reconocía y aceptaba sin embargo plenamente; un pasado cargado de significación y de responsabilidades, pues bien sabía ella que ante el mundo era la viuda de H., y que cualquier gesto suyo podría tener repercusiones que, por mucho que no las hubiera previsto ni deseado, hubiera sido hipócrita ignorar.

Tampoco yo tendré la hipocresía de negar que ese pasado formaba parte del atractivo que tenía para mí. Yo había sido muchos años un deslumbrado admirador de H. (que por supuesto no se llamaba así, como tampoco ella llevaba el nombre de María que le doy aquí, pues es claro que lo que voy a relatar parecería una vileza vengativa o envidiosa si diera los nombres reales de los protagonistas).

A pesar de mi interés, no había tenido oportunidad de conocer personalmente algran escritor, y fue sólo después de su muerte cuando algunos artículos y reseñas dispersos que había escrito sobre él empezaron a convertirse en un estudio bastante exhaustivo de esa obra ahora ya conclusa y abarcable. Así conocí a María y empecé a tener con ella un trato estrecho y continuado; un trato de trabajo, pero que tomó desde el principio, por lo menos de mi lado, un cariz de simpatía personal. Ya la primera vez que la vi me sedujeron su naturalidad y buen sentido, que aliviaron instantáneamente la nerviosidad con que yo había llegado a aquella casa, o a aquel «santuario», como me sorprendía llamándola a cada rato sin poderlo evitar.

Pero durante mucho tiempo, aquella misma veneración un poco supersticiosa que me irritaba descubrir en mí dominaba también la imagen que me hacía de ella. Yo por supuesto no era tan mojigato como para ocultarme a mí mismo que la encontraba más bien deseable en su madurez todavía jugosa, o incluso para renunciar a algunas vagas fantasías ocasionales de situaciones eróticas con ella. Pero la memoria del gran muerto que flotaba imperiosamente sobre todos nuestros encuentros me hacía renunciar a intentar acercar entre sí aquellas dos situaciones inconexas: la situación imaginaria que nunca había concretado mucho ni proseguido mucho tiempo, y la situación real cargada en cambio de circunstancias bien concretas y absorbentes que en nada coincidían con las otras. Sabía también que aquella presencia constante era todo lo que nos unía, y que era eso lo que hacía a la vez tan deseables los abrazos de ella y tan impensable la posibilidad de alcanzarlos.

Teníamos además todo el tiempo del mundo. Era claro que ella aceptaba como un destino incontrovertible que el resto de su vida consistiría en la custodia y cuidado de la obra de H., y mientras yo a mi vez tuviera alguna relación con esa obra y esa tarea, no había ningún peligro de perderla de vista. Así, las cosas iban despacio. Trabajábamos en una armoniosa simbiosis: ella me privilegiaba abiertamente en la cesión de inéditos, cartas e informaciones, y yo a mi vez la ayudaba a clasificar e interpretar, poniendo a su servicio una formación académica que ella no tenía.

Fue seguramente nuestra común pasión por esa obra la que intensificó tanto la relación entre nosotros, que empezaba a tomar tintes amorosos. Coincidíamos constantemente en el asombro y el gozo ante ciertos pasajes, frases o ideas de H. encontrados en los manuscritos, aunque ella ponía en estos entusiasmos un matiz de modestia que marcaba claramente la diferencia en nuestra relación con aquella obra y con el piadoso recuerdo de su autor. Mientras yo me abandonaba a aquel placer intelectual con el desprendimiento de un admirador desinteresado, ella me descubría los hallazgos que había hecho o que añadía ahora con un regocijo discreto que se cuidaba de parecer jactancia, y ante mis elogios y exclamaciones bajaba los ojos halagada con una sonrisa casi pudorosa. Absortos en aquella experiencia tan intensa y exclusiva que nos apartaba del resto del mundo como una obsesión compartida, cada uno de nosotros empezaba a ver en el otro un compañero único y secreto, y nuestra comunicación se poblaba de reiteradas señales cifradas, de inocentes complicidades invisibles, de pequeñas dichas comunes y privadas. Teníamos cada vez más el sentimiento de una intimidad sin testigos, que ciertamente no ocultábamos, pero que instintivamente preferíamos no exhibir y ejercer en la soledad, convencidos sin duda de que ningún extraño podría comprender como nosotros aquel pequeño mundo a nuestros ojos tan inagotable ni participar en los preciados placeres que a través de él intercambiábamos. Yo me sorprendía a mí mismo, sin demasiado asombro, contando con ella en mis proyectos e ilusiones como con mi compañera imprescindible, casi como mi pareja, y a ella, según supe después, le pasaba lo mismo, aunque sin duda con más desazón y también más resistencia.

Poco a poco empecé a dejar que se rodeara de una aureola de deseo no sólo la imagen con la que a veces jugueteaba en mi fantasía, sino la imagen real que tenía casi diariamente ante mis ojos, sus gestos cuya armoniosa naturalidad paladeaba cada vez más, su voz firme y aterciopelada, de un ritmo sostenido, a la vez animoso y tranquilo, que me parecía especialmente apaciguador, hasta la densa tibieza que irradiaba su cuerpo de mujer madura y que yo trataba intensamente de absorber cuando las circunstancias de nuestro trabajo nos colocaban en una proximidad un poco turbadora. Tenía ya que vigilarme a veces para que el regodeo de mis miradas no fuera demasiado evidente. A su lado, mientras nos ocupábamos de esto o lo otro, había siempre un rincón de mi conciencia vagamente al acecho, en espera de ciertas visiones, actitudes, momentos, que empezaba a conocer bien y que me deleitaba presenciar una vez más. Cuando la iluminación por ejemplo marcaba su pómulo un poco saliente y notablemente diagonal, o cuando apoyaba una nalga en el escritorio, sostenida en una pierna recta y con la otra plegada y colgante, con lo que su falda formaba un drapeado de elegante plasticidad a la vez que marcaba sensualmente el apartamiento de las piernas, o cuando escuchándome intensamente, sus labios quedaban un poco entreabiertos y muy levemente proyectados hacia adelante, en un gesto de suspenso atento que a mí me sugería un inicio de beso, a veces me absorbía tanto en mi contemplación que olvidaba disimular su sensualidad. La veía entonces bajar o desviar la mirada y distanciarse instantáneamente, pero me llamaba la atención una especie de tristeza que había en ese alejamiento, que no era irritación ante mi impertinencia ni despliegue de una barrera defensiva, sino algo así como la retirada a un lugar sombrío, como la aceptación de un encierro del que tal vez creíamos haber salido pero que vuelve a recordarnos que seguimos presos.

Tardé algún tiempo en darme cuenta de que aquellas súbitas retiradas no eran sólo una huida ante mis posibles tentativas eróticas. Eran una huida más general y como fatal, que se producía a veces sin ninguna provocación de mi parte, ninguna por lo menos que yo pudiera identificar, en los momentos más inesperados y más inocentes, y yo comprendía que era algo propio de ella y muy tiránico, una especie de llamado al que hubiera obedecido lo mismo si yo no tuviera absolutamente ningún deseo hacia ella.

Esto la hacía cada vez más fascinante para mí. Aquel contraste entre su carácter habitual, tan afable y sencillo, y sus repentinas ausencias en un retiro taciturno e inabordable ponía en ella un misterio que me incitaba mucho. De pronto veía caer sobre su rostro una sombra, como si una gran nube hubiera oscurecido la luz del día, su expresión se volvía impenetrable y sus palabras se hacían descoloridas y mecánicas. Yo la miraba con un estupor que ella no podía dejar de notar, pero era como si no estuviera allí, no me veía en realidad, me contestaba con aire ausente, sumergida en no sé qué vericuetos secretos que uno no podía ni siquiera intentar adivinar. Pero con el paso del tiempo yo iba percibiendo nuevos matices en aquella callada historia que vivíamos a la sombra de nuestra tranquila y atareada rutina. A veces, al regresar de una de esas ausencias que me dejaban desolado y perplejo en la orilla, me parecía ver asomar en su mirada una disculpa casi patética, como una angustiada petición de comprensión y de paciencia, como si quisiera darme a entender con afecto, incluso con ternura, que conocía mi deseo y no quería renunciar a él aunque no pudiera corresponderle. A ratos yo me animaba a confiar en que efectivamente ella también me deseaba. Pero estaba todavía muy inseguro y temía que mis ganas de creer me engañasen. Me decía que era coherente pensar que esas miradas angustiadas delataban una lucha con su propio deseo, pues era indudable que le repugnaría aparecer como una viuda ansiosa, dispuesta a entregarse a la primera oportunidad erótica que se le presentara apenas desembarazada de la gloria asfixiante de ser la mujer de una gran figura.

En todo caso me parecía demasiado arriesgado aventurarme a unos avances explícitos que tenían grandes probabilidades de toparse con una firme negativa y cerrarme para siempre su puerta. Un día, manejando papeles en el pesado escritorio de roble de H., su mano quedó casualmente bajo la mía. Miró un momento con atención, impasible, aquellas dos manos unidas, y apartó la suya dirigiéndome una sonrisa tan claramente compasiva, que me sumió en un sentimiento de absoluto infantilismo. Y sin embargo seguían apareciendo nuevos matices en aquel sutil lenguaje de miradas, silencios y ausencias que ocupaba cada vez más lugar entre nosotros. Ahora me parecía que a veces ella notaba una de mis ojeadas hambrientas y se hacía la distraída dejándose desear. Pero esos momentos iban siempre seguidos de uno de aquellos entristecimientos que la hacían rápidamente remota y ajena. Yo pensaba que era una especie de arrepentimiento y de autocastigo por haberse regodeado en mi deseo, y me armaba de paciencia en espera de que dejase de castigarse. También yo retrocedía, cuando sentía que había avanzado demasiado, ante la idea de una profanación tan tremenda como sería hacer el amor con la viuda de H. Pero a la vez esa idea me exaltaba, y en algunos momentos me sobrecogía sentir en mí un impulso furioso de entrar, temblando de terror y de placer, en el sagrado santuario y profanar todos sus tesoros. Entonces reprochaba amargamente a María, en mi fuero interno, que no compartiera conmigo aquel impulso destructivo y no fuese capaz de rebelarse contra el piadoso recuerdo que frustraba su capacidad de deseo y de placer.

Más tarde aparecieron, o yo imaginé que aparecían, nuevos signos sutiles en nuestro mudo lenguaje. María no sólo disimulaba dejándose mirar, sino que empecé a estar seguro de que mis miradas ardientes la enardecían a su vez. Estaba claro, poniendo bastante atención, que en ciertos momentos era del todo consciente de que mis ojos la desnudaban y palpaban, y que los dejaba deliberadamente prolongar su festín mientras su respiración se hacía ligeramente agitada, sus mejillas se coloreaban y su mirada se enturbiaba un poco. Al principio era visible el mal humor que le dejaban aquellos momentos de rendición a un secreto goce cuando por fin lograba, no sin esfuerzo, sobreponerse a ellos. Pero poco a poco parecía irlos aceptando con más resignación, y a veces ante mi callada lascivia me sostenía la mirada y me ponía doblemente trémulo dejándome ver el fugaz extravío que velaba el destello de sus ojos. Ni siquiera disimulaba ya alguna muy leve sonrisa, ocasionalmente, de ternura y consentimiento, y sus huidas a su desolada lejanía, que seguían tiranizándola incluso con mayor frecuencia, solían venir ahora más tarde, después de un largo rato en que la resaca de aquel momento de sofoco sensual parecía irse retirando lentamente.

Para entonces yo ya estaba bastante seguro de que flotábamos en una poderosa corriente que nos llevaría inexorablemente a hacer el amor. Claro que tenía todavía que ser prudente, pues sería inevitable que ese destino se frustrara si yo me adelantaba mínimamente al momento en que su deseo hubiera desarmado ya todas sus resistencias sin dejar una. La persistencia de sus silenciosos alejamientos era una advertencia de que seguía contando con secretos reductos donde me resultaría inalcanzable.

Pero tal vez debo aclarar que todas estas graves vicisitudes no dejaban de ser una lucubración inconcreta, una oscura historia paralela y soterrada que ninguno de los dos, ni siquiera yo que acechaba con lucidez el momento de su entrega, asumía abiertamente. No era pura ilusión mía, bien puedo decirlo, pero en nuestra relación cotidiana casi nunca se traslucía nada de esto: trabajábamos alegremente, en un ambiente ya de vieja confianza, de solidaridad y de franqueza, bromeando a menudo y gozando de nuestro común tesoro que era el enorme cúmulo de manuscritos, notas y borradores de H. con más malicia que solemnidad. Sólo muy de vez en cuando se cruzaban involuntariamente, en la penumbra, nuestros deseos, el mío cifrado en una silenciosa y paciente petición, el suyo claramente en lucha contra unas riendas que su decisión apretaba cruelmente. Más a menudo lo que interrumpía nuestro tono habitual eran sus evasiones a la silenciosa tristeza. Yo trataba a veces de adivinar en qué estaría pensando tan lejos de mí cuando se abstraía así. Tendía a suponer, por supuesto, que tenía que ser algo relacionado conmigo. Es cierto que la había visto a veces caer en su ensimismamiento en presencia de otras personas. Cuando teníamos visitas en medio de nuestro trabajo, cosa nada frecuente, en los momentos en que la conversación languidecía un poco no era raro que ella se quedara un rato con la mirada perdida y sin atender a lo que se decía. Me imagino que los amigos, editores o curiosos que notaban esas ausencias las atribuirían al cansancio o tal vez a su callado duelo todavía relativamente reciente. Pero yo que la conocía bien sabía que había algo más. No me parecía extraño que incluso ante otras personas, o incluso a solas, en ciertos momentos la dominara el recuerdo de la lucha entre deseo y retención en que se debatía.

Y sin embargo no debía estar yo tan seguro de que era eso lo que la absorbía, puesto que seguía titubeando ante la idea de poner ese conflicto sobre la mesa y vencer unos escrúpulos que a todas luces no casaban con su madurez, su buen sentido y su educación. Esa inseguridad mía me ponía muy inquieto. Me decía que después de tanto tiempo no la conocía bastante y seguía completamente desorientado ante ella. Ese misterio que tanto me incitaba me hacía también sufrir amargamente y me sumía en el desaliento de llegar a entender no sólo a una mujer, sino ni siquiera a mí mismo, mis seguridades y mis limitaciones, un desolador sentimiento de infantilismo que me irritaba mucho. Tal vez fue esa tortura mía, que sin duda ella adivinaba claramente, lo que la empujó a dar el último paso. Un día que debió verme una cara especialmente compungida, soltó el legajo de papeles que estaba revisando, me tomó una mano, y me dijo con una mirada de infinita dulzura en la que la compasión no se distinguía de la ternura y el deseo: «¿Por qué sufre usted tanto?» Y mientras yo prolongaba mi silencio impotente mirándola con angustiada súplica, empezó a besarme los ojos, las mejillas, las manos.

Al comienzo de nuestra relación amorosa yo viví un periodo de bastante embriaguez. No sólo el ardor de su entrega resarcía con creces mi prolongado deseo; también era un gran alivio el fin de mis titubeos y de mi incesante vigilancia de señales e indicios, y había además un elemento de orgullo que yo intentaba mantener a raya para que no tomara el aspecto, incluso a mis propios ojos, de una ridícula vanidad juvenil. No dejaba de rodearnos cierto dramatismo: hacíamos el amor en la cama que había sido la de su vida conyugal con H., y sin habérnoslo planteado, como de común acuerdo, actuábamos ante los demás como si nada hubiera cambiado en nuestra relación. Pero era característico de su manera de ser un equilibrio sensato y realista, una seriedad tranquila que no cerraba los ojos ante las consecuencias perturbadoras de cualquier situación pero tampoco las magnificaba en absoluto. Ya la primera vez, cuando me arrastró de la mano al dormitorio y leyó claramente en mi expresión cómo me había dejado un instante en suspenso la sospecha de que aquélla era la cama de H., me dio una muestra clara de aquella manera de ser: miró un momento también ella la gran cama impecable, con gravedad, sin gota de burla o de frivolidad, y después me dijo, serena, pero sin sonreír:

–Bueno, es una cama –y abrió las sábanas con gesto seguro.

Y sin embargo seguía cayendo en sus bruscos alejamientos, en medio de los abrazos, en la cama misma, aunque ahora tenían una tonalidad diferente. A veces, después de quedarse un rato abstraída, me sonreía alegre y afectuosa, como queriendo restarle importancia, como marcando que no era nada contra mí. Otras veces se apretaba contra mi cuerpo y era entre mis propios brazos como se quedaba con la mirada vacía y un aire vagamente musitador, o escondía la cara en mi hombro para que yo no la viera evadirse así. Yo no podía seguir pensando que se trataba de aquella lucha secreta que antes imaginaba entre el deseo y la prohibición. Seguramente algún conflicto había todavía en ella puesto que se abstenía tan claramente de mostrar ante el mundo nuestra relación. Pero esa clase de represión torturada no correspondía para nada al tono que privaba entre nosotros. Nada había cambiado en nuestro deleite y nuestro respeto ante H. y su obra, ni en el cuidado con que habíamos tratado siempre, sin demasiados remilgos pero con profundo aprecio, los recuerdos que poblaban profusamente el «santuario». Ella podía hablarme con soltura de episodios de la vida que habían compartido, segura de que una instintiva delicadeza le haría encontrar sin tropiezo el tono adecuado y la preservaría de decir nada que pudiera dolerme o inquietarme. Hubiera sido verdaderamente increíble que una mujer como ella se torturara en su relación con un hombre por haber tenido antes otro hombre como no se torturan tantas mujeres mucho menos lúcidas y maduras.

Cada vez me convencía más de que no era por ahí por donde había que buscar la explicación de sus extraños silencios, y cuando la veía en esos momentos abrazarse a mí o suspirar con agobio, me parecía claro que sufría por algo que quemaba en su memoria, algo quizá inconfesable, un secreto que sin duda dejaría de tiranizarla si se decidiera a contármelo. Así que me ponía otra vez a espiar los indicios y calcular mis avances en espera de una entrega, esta vez no la de su cuerpo, sino la del secreto del que me excluía. Y también esta vez estaba seguro de que ella ardía en deseos de compartirlo conmigo, y de que con un poco de tacto y paciencia de mi parte era inexorable que terminara por abrirse a mí. Poco a poco me iba dejando acercarme a aquel lugar remoto donde se encerraba. A veces yo ya no esperaba sumisamente que ella volviera a estar presente, sino que interrumpía su ensimismamiento diciéndole «Estás preocupada» o «Estás triste». Y su respuesta a estos discretos acosos míos se iba suavizando día a día. Ya no se encogía de hombros un poco impaciente, sino que más bien meneaba la cabeza sonriéndome débilmente. Un día acabó por sentir la necesidad de justificarse:

–No es nada que tenga que ver contigo, supongo que lo comprendes.

Vi en seguida que eso era ya un anuncio de una futura confesión y que había que avanzar un poco más:

–Te creo –le dije–. No es en absoluto una reclamación. Es que me parece que tienes alguna preocupación grave y eso naturalmente me preocupa a mi vez.

–¿Quién no tiene preocupaciones? –me contestó evasivamente–. Pero te aseguro que no es para que te preocupes tú.

Aquella vez no hablamos más, pero yo no cedí el paso ganado. Ahora cada vez que ella callaba entristecida yo la miraba con aire claramente preocupado. De vez en cuando tenía que enfrentar ese mudo reproche, diciéndome «No es nada» con el gesto de quien disipa un mal pensamiento o preguntando con una sonrisa que quería ser juguetona «¿De qué estábamos hablando?» Y yo estrechaba el cerco. Sabía que su honestidad y su realismo no le permitirían la burda escapatoria de protestar que estaba metiéndome en lo que no me importaba, o de afirmar que todo eran imaginaciones mías, ni tampoco romper los fuertes lazos que nos unían convenciéndose de que eran menos importantes que no sé qué faltas que guardaba en su memoria y no quería que se vieran. Su pasión por mí era sin duda auténtica, y el leve rastro de titubeo que todavía percibía yo a veces no era sino un resto de asombro ante su propio ardor, como una lejana vergüenza de gozar con un hombre mucho más joven que ella como tal vez no había gozado nunca antes.

Sin duda su necesidad de abrirse conmigo estaba prácticamente madura. Me extrañó un poco, conociéndola como la conocía, que empezara por circunloquios y generalidades a la manera de las personas mucho menos sólidas que ella. Pero lo acepté pacientemente, esperando que un día entendería por qué tomaba esa actitud. Ahora me hablaba a veces de ciertas experiencias de la vida que lo marcan a uno para siempre, después de las cuales nos parece que no podremos volver a vivir. Empujada por mí, iba llevando aquellas confesiones a un terreno cada vez más personal. Había sido duro sostener una apariencia de normalidad y buen ánimo cuando ha perdido uno toda fe y toda alegría. La vida estaba envenenada para ella, y todavía no salía del asombro de que alguien, yo, hubiera podido a estas alturas hacerla palpitar y desear. Pero eso no le devolvía la fuerza, al contrario, se la quitaba. Su fuerza había sido la decisión de encerrar en sí misma aquel veneno, de vivir sin esperanza pero cumpliendo escrupulosamente el deber de vivir; su fuerza había sido hacerse una vida absolutamente sin contacto con la esperanza, precisamente para que la desesperación no tuviera entrada en su vida y a través de su vida inundara y corroyera el mundo. Yo había venido a tambalear todo aquello. A mí no tenía derecho a ocultarme aquel rincón fétido de su alma que tan fácil le había sido apartar de las miradas del mundo. Pero a la vez a mí menos que a nadie podía inocularme aquel veneno que había jurado llevar a su tumba.

Yo estaba enormemente sorprendido. Ya no tenía que acosarla, me hablaba en ese tono por propia iniciativa, incluso con insistencia, y a la vez nuestra vida cotidiana seguía incambiada. Leía y clasificaba los manuscritos y documentos de su marido con la misma dedicación, me informaba de aspectos biográficos con la misma sensatez y claridad, me señalaba los pasajes notables con el mismo modesto deleite y saboreaba mis descubrimientos con la misma satisfecha aprobación. Nuestros interludios eróticos seguían siendo igual de apasionados y sensuales, con la única diferencia de que sus silencios no eran ahora una enigmática retirada detrás de un inasible velo, sino una herida confesada que se manifestaba en el tono trágico de algunos de nuestros abrazos. Ese desconcertante contraste explica sin duda que yo tardara tanto en llegar a la adivinación. Tuvieron que acumularse muchas sucesivas confesiones de desesperación personal y vacío de la vida para que finalmente un día yo interrumpiera de repente su deprimente alud preguntando abruptamente:

–¿H.?

Bajó los ojos aceptando, resignada, confesándose, supongo, que en el fondo había sabido todo el tiempo que yo acabaría por conocer la clave. Y ahí, ahora lo sé, cometí una torpeza. La revelación me había dejado casi tambaleante, la avidez de una curiosidad más bien insana me dominó y quise saber inmediatamente todo.

–¿Qué fue? –pregunté ansioso–. ¿Te desilusionó? ¿Te engañó? ¿Descubriste algo?

La vi ponerse inmediatamente a la defensiva, volver a los circunloquios y las vagas generalidades. Hasta el hombre más maravilloso, ya se sabe, es un ser humano con sus flaquezas y sus mezquindades. Hay que ser muy inmaduro para reprocharle eso a nadie, y sólo los ilusos se desilusionan. Pero justamente yo veía que ella no era una persona como para torturarse ocultándome una de esas circunstancias que «ya se saben». Si seguía echando cortinas de humo es que tenía que ser algo muy grave, algo de veras tremendo, inaceptable hasta para el espíritu más comprensivo y equilibrado. Tuve que resignarme a seguir ignorando por algún tiempo, sólo Dios sabía cuánto, de qué se trataba.

Pero aunque cuidándome de no forzarla a un conflicto abierto que podría acabar mal, yo no quitaba el dedo del renglón. Volvía a sacar a relucir el tema cada vez que no me parecía demasiado peligroso, y ella tenía que ir soltando prendas. Sí, había descubierto algo entre las cosas de H. que le había helado la sangre en las venas. Pero insistía en que yo no podía imaginar lo terrible de aquel momento. Porque no era sólo la herida mortal de tener de pronto ante los ojos una imagen de H. que le era imposible comprender. Era también otra imagen tal vez más terrible que se le impuso en seguida intolerablemente: la imagen de la desesperación de H., en su agonía, viendo que iba a morir sin haber destruido u ocultado aquellas pruebas infamantes. Debieron ser muchos años de idear nuevos escondrijos, disimulaciones y falsas pistas, y muchas veces debió pensar que, siendo él quien era y tan precioso su legado, ninguna ocultación podría permanecer eternamente inviolada, y que tendría que cuidar de borrar cuidadosamente toda huella antes de su muerte. Pero no previó, por supuesto, el ataque de apoplejía. Sus últimos días debieron ser espantosos, paralizado en la cama, incapaz de hablar, sabiendo que a unos pocos metros yacían, esperando la inevitable mano que los sacara a luz, los signos que desmoronarían en unos pocos minutos, horas o días toda su vida y toda su obra. María recordada la incansable agitación de los ojos angustiados del paralítico en su lecho de muerte, y esa desesperación tomaba para ella otro sentido.

El desgarramiento de María era tan evidente que no pude dejar de darle una tregua. Pero nuestra relación estaba irreversiblemente dominada por una sombra subterránea. Yo no podía dejar de mirar con sospecha todos los papeles y objetos de H. que caían en mis manos. Tampoco podía evitar caer de vez en cuando en un sentimiento de amargo despecho de que María siguiera ocultándome la última palabra del enigma, y es indudable que ella percibía ese despecho. Nuestros enlazamientos no eran sino breves paréntesis en la sorda tensión con que nos acechábamos el uno al otro con mutuo reproche y mutua desconfianza. Pero también hacíamos sinceras tentativas, el uno y el otro, de volver a nuestra antigua armonía. Yo le daba señales de la piedad que me producía verla así injustamente herida. Era por auténtico cariño hacia ella por lo que tendía cada vez más a condenar a H., no por la falta innombrada que yo no conocía, sino porque no había tenido derecho a hacerle eso a María. Pero cada vez que ella percibía algún indicio de esa actitud mía, me oponía obstinadamente resistencia. No se trataba de desenmascarar una falsía y condenar a un culpable. Si H. fuera un farsante que la había engañado a ella y al mundo, la cosa sería desoladora pero relativamente simple. La cuestión era que H. había sido un ser extraordinario, y el mortal enigma que le había legado era cómo convivir con esa imagen y con la imagen de un ser despreciable que se ocultaba en aquélla.

Logramos en efecto restaurar un poco de armonía. Después de tanta sorda tensión estábamos como aligerados de toda aquella carga y podíamos hablar más amistosamente, con más calma y claridad. Yo acabé por decirle que el conflicto no era entre dos aspectos incompatibles pero igualmente reales de la personalidad de H., sino entre la única realidad de aquel hombre y una idea enteramente errónea que ella se había hecho de él. Después de pensarlo un rato, me contestó que tal vez había sido así al principio, pero ahora no era así. Si ella hubiera descubierto que su idea era errónea, habría perdido la fe en H., posiblemente la fe en sí misma, habría sufrido sin duda igual, pero no habría perdido la fe en la vida. Lo verdaderamente inaceptable no es que tras la verdad se oculten mentiras, engaños y trampas; es que la verdad misma sea engaño y falsía; no que lo que es vida y nos hace vivir tenga que luchar contra lo que pudre y envenena la vida, sino que la vida misma sea veneno y podredumbre. Es posible que al principio ella hubiera decidido ocultar aquella verdad corrosiva para preservar la imagen errónea que el mundo se hacía de H., pero yo la había ayudado a ver ahora más claro. Al guiarme tan lejos en el camino a ese negro lugar oculto, también ella lo había recorrido paso a paso. Sabía ahora que lo más terrible no era que la dignidad de H. se hubiera derrumbado; lo más terrible es que quedaba intacta al lado de su vergüenza, es que eran en realidad la misma cosa. El camino recorrido conmigo le había enseñado que el dolor con que había comprendido la mortal angustia de H. moribundo confería a esa angustia la misma dignidad que había tenido su vida a la plena luz del día. Su vergüenza era tan digna de salvarse como la luminosidad de su obra, y si ella apartaba de los ojos del mundo esa vergüenza, ahora comprendía que no era para sostener al mundo en su error, sino para darle una verdad sobre la que el mundo, menos mortalmente herido que ella para llevar la búsqueda hasta el final, tal vez podría equivocarse.

–Pero yo –dije–, ¿crees que podría equivocarme? ¿No sería yo también digno de guardar contigo ese secreto y cuidar contigo esa verdad?

Bajó los ojos, ladeó la cabeza, y se puso a mirar fijamente a la pared. Después de un rato de ese silencio, me despedí sin insistir. Nunca más volvió a recibirme.

Sobre el autor
Tomás Segovia (1927-2011) fue un poeta, ensayista y traductor nacido en Valencia, España. Llegó a México en calidad de exiliado luego de la Guerra Civil Española, naturalizándose mexicano. Realizó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ganó diversos premios de literatura, como el Premio Xavier Villaurrutia (1972), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2005) o el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca (2008). Algunas de sus obras literarias son El sol y su eco (1960), Poética y profética (1986), Otro invierno (2001) y Recobrar el sentido (2005). Traductor emblemático de inglés, francés e italiano, son reconocidas sus versiones de obras de William Shakespeare, Jacques Lacan, Michel Foucault o Giorgio Agamben.