No hace mucho tiempo, Europa vivía bajo la sombra de la Tercera Guerra Mundial. Dos superpotencias irreconciliables, armadas con arsenales atómicos, se hallaban enfrentadas entre sí. Alemania, dividida todavía, era el punto nodal de la confrontación. Hoy los temores engendrados por esta frágil situación han pasado en cierta manera al olvido. En lugar de la Guerra Fría ha surgido un nuevo orden mundial, cuyo principal distintivo es la guerra civil que, hacia finales del siglo XX, se ha convertido en la forma dominante del conflicto armado. En la actualidad, las guerras civiles suman entre treinta y cuarenta en el mundo entero. Su número en el futuro no sólo no decrecerá sino que acaso irá en aumento. Nadie estaba preparado para una transformación de esta naturaleza; nadie tiene las respuestas. Posiblemente nos hallemos frente a una nueva dimensión de la política.
La guerra civil en sí no es una novedad. En principio, Alemania no se ha vuelto a recobrar del todo de la más larga y difícil que padeció. Sin embargo, la Guerra de los Treinta Años fue provocada y dirigida por los poderes del Estado, aun cuando éstos fueron perdiendo paulatinamente control sobre sus tropas.
Lo mismo sucedió con la mayoría de las guerras civiles del pasado: la lucha del sur estadounidense contra los ejércitos yanquis; la de la Falange española contra los republicanos o la de los rojos contra los blancos en Rusia. En todos estos casos había instancias centralizadas de mando, formaciones militares regulares y frentes. El conflicto terminaba invariablemente con la imposición de un nuevo régimen y un nuevo Estado que dominaban el territorio en disputa.
Cabría preguntarnos si las actuales guerras civiles guardan algún correlato semejante. Hasta hace poco, en los tiempos de la descolonización y la Guerra Fría, los conflictos internos aparecían todavía como rebeliones sociales embrionarias, luchas de liberación nacional o guerras entre fuerzas que representaban a las potencias mundiales. Pero no ha sido sino hasta el final de esta era —en 1989— cuando los conflictos armados han empezado a mostrar su verdadero rostro. Ya no se requiere de las grandes potencias para desatarlos. Parecen estallar desde adentro. Con la Unión Soviética se hundió el último de los grandes imperios. Acaso las otras potencias han concluido que la guerra, vista en su conjunto, ha dejado de ser un buen negocio. Por ello, cuando intervienen en conflictos internos en los que sus intereses inmediatos no están amenazados directamente, lo hacen con cautela. Prefieren delegar el problema a organizaciones internacionales —casi siempre impotentes— que procuran apoyar y desarrollar.
La guerra civil de Afganistán ofrece un ejemplo claro al respecto. Mientras el país estaba ocupado por las tropas soviéticas, el conflicto se podía interpretar bajo los esquemas de la Guerra Fría. La guerra era instrumentada desde ambos lados: Moscú apoyaba a quienes ocupaban las ciudades; Occidente a los mudjadines. Todo parecía una lucha en torno a la liberación nacional, la resistencia contra la invasión, contra los agresores y los infieles. Pero la verdadera guerra civil estalló cuando los ejércitos de ocupación fueron expulsados. De la envoltura ideológica no quedó nada. La intervención extranjera, la integridad de la nación, la verdadera fe: todos los principios se revelaron como simples pretextos. La guerra de todos contra todos tomó su curso.
Fenómenos similares se pueden observar por doquier en África, India, el sudeste asiático y América Latina. Del aura heroica de los guerrilleros no quedó traza alguna. La guerrilla y la contraguerrilla, anteriormente imbuidas de poderosas ideologías y armadas con el apoyo de aliados extranjeros —que a su vez las utilizaban—, han acabado por convertir a la guerra en un fin en sí mismo. Lo único que quedó es la banda armada. Todos estos supuestos ejércitos de liberación, movimientos populares y frentes se han degenerado hasta convertirse en pandillas depredadoras que poco se diferencian de sus enemigos. El desquiciado alfabeto con el que se adornan —FNLA o FLNS, MPLA o MPLS— ya no confunde a nadie. No persiguen ideales, ni objetivos, ni proyectos. Lo único que los mantiene unidos es una estrategia —que ni siquiera merece este nombre— definida inveteradamente por la rapiña y la depredación.
Observamos el mapa mundial: localizamos guerras en geografías lejanas, sobre todo en el Tercer Mundo. Sin pensarlo, hablamos de subdesarrollo, pobreza, desigualdad y fundamentalismo. Nos parecen luchas incomprensibles que se escenifican en lugares remotos y aislados. Pero es un espejismo. En realidad, la guerra civil molecular ya emigró hacia las metrópolis. Sus metástasis pertenecen a la vida cotidiana de las grandes ciudades no sólo en Lima y Johannesburgo, en Bombay y Río de Janeiro, sino en París y Berlín, en Detroit y Birmingham, en Milán y Hamburgo. Sus protagonistas no sólo son terroristas y miembros de los servicios secretos; mafias y skinhead; narcos y escuadrones de la muerte; neonazis y sheriffs pardos, sino el ciudadano común que de noche se transforma en pirómano, asaltante, asesino en serie y ave de rapiña. Como en las guerras africanas, estos mutantes se vuelven más jóvenes día a día. Nos pensamos diferentes; creemos que la paz reina tan sólo porque todavía podemos ganarnos nuestros centavitos sin ser abatidos por algún abominable francotirador. Pero la guerra civil no viene de afuera, no es un virus introducido de manera subrepticia, sino un proceso endógeno. La inicia invariablemente una minoría extrema; quizá basta con que uno de cada cien la quiera para hacer insostenible cualquier forma civilizada de convivencia. En las naciones industrializadas la civilidad todavía es mayoría. Nuestras guerras civiles no han alcanzado hasta ahora a las masas; son de orden molecular. Pero en cualquier momento pueden convertirse en escaladas e incendiar regiones enteras como lo muestran los acontecimientos de Los Ángeles.
¿Acaso son admisibles estas comparaciones? ¿Qué pueden tener en común el tchetnik serbio y el abarrotero de Texas que se agazapa en una torre y dispara sobre la multitud?, ¿el jefe de una gavilla en Liberia y el skinhead que revienta su botella de cerveza sobre la cabeza de algún anciano pensionado que pasaba por casualidad?, ¿los autonomen de Berlín y el guerrero de la jungla en Camboya? o ¿la mafia chechena y Sendero Luminoso? ¿Y todo esto comparado con la normalidad de alguna pequeña ciudad alemana, sueca o francesa? ¿No es acaso una generalización hueca hablar de la guerra civil a secas? ¿Otra manera de producir pánico? Temo que —más allá de las diferencias— existe un común denominador: por un lado, el carácter autista de los perpetradores; por el otro, su incapacidad de distinguir entre la destrucción y la autodestrucción. Las guerras civiles de nuestros días no persiguen legitimarse; por el contrario, condenan la legitimidad. La violencia se ha liberado de todas sus formas ideológicas de sustentación. Los instigadores de antes eran —en comparación con su versión actual— hombres y mujeres creyentes. Para ellos el valor supremo consistía en matar y morir en nombre de algún ideal. Se aferraban a lo que antes se solía llamar Weltanschauung (concepción del mundo) de manera «fanática», «incorruptible», «incuestionable». Los correligionarios de Hitler y Stalin siguieron a sus líderes con ojos iluminados; en la hora de las decisiones no titubearon y ningún crimen se les hizo demasiado grave. Los guerrilleros y los terroristas de los años sesenta y setenta se sentían obligados a justificarse. En volantes y desplegados, en catecismos pedantes y testimonios formulados burocráticamente ofrecían argumentos y explicaciones de las acciones que perpetraban. A los victimarios de hoy esto les parece inútil. Lo que nos deja perplejos frente a ellos es su carencia absoluta de cualquier tipo de convicción.
A los capos de las guerras civiles de América Latina les parece lo más natural descuartizar a quienes, en teoría, pretenden emancipar: campesinos, indios y pobres en general. Las alianzas con los barones de la droga y los servicios de espionaje no sólo no les resultan un dilema sino, por el contrario, perfectamente comprensibles. El terrorista irlandés utiliza ancianos pensionados en calidad de bombas humanas y es capaz de hacer volar a un bebé en su carriola. En las guerras actuales, las víctimas preferidas son los niños y las mujeres. No sólo el tchetnik está orgulloso de haber masacrado un hospital entero (pacientes, enfermeras y doctores incluidos), en todas partes el objetivo es el mismo: acabar con la vida de seres inermes. Quien no lleva ametralladora es visto como un sujeto raro. Nos encontramos, en rigor, frente a una nueva masculinidad. Su honor se llama cobardía.
Por cierto, todo esto también es válido en las guerras que estallan en nombre de algún reclamo nacionalista. Con frecuencia se trata de manipulaciones ideológicas tomadas del perchero de disfraces históricos. Lo que proponen sus propagandistas son gesticulaciones de segunda y tercera mano. El molino ideológico debe simular convicciones. Pero un vistazo a la realidad muestra que las bandas no necesitan pretexto alguno. A los guerreros camboyanos, angolanos o somalíes nada parece serles más indiferente que el destino de sus propios hermanos de sangre, a los que han dejado morir de hambre, arruinado y masacrado sistemática e inmisericordemente. Los modelos tradicionales de explicación también fracasan frente a la guerra civil molecular en las metrópolis del centro. Las guerras entre pandillas en los guetos estadounidenses no tienen nada en común con la lucha histórica de clases. Ahí, perdedores disparan sobre perdedores.
Expongo algunas reflexiones sobre nuestra propia contribución a la guerra civil molecular. A sus actores, en Alemania, se les llama radicales o neonazis. Con esta designación creemos saber lo que se puede esperar de ellos. Pero aquí la ideología es un simple maquillaje. El joven criminal que sale a cazar seres inermes da los siguientes informes: «No pensaba en nada en particular». «Estaba aburrido». «No me caen bien los extranjeros». Los argumentos se extinguen rápidamente. Del nacionalsocialismo no sabe ni un ápice. La historia no le interesa. La cruz gamada y el saludo hitleriano son fórmulas arbitrarias. El vestido, la música y la cultura del video llevan formato estadounidense. La bandera de guerra del Tercer Reich sirve para adornar camisetas y usar con jeans. El skinhead se autobautiza con algún nombre inglés que deletrea con orgullo. La supuesta «alemanidad» es un eslogan sin contenido, cuya finalidad más probable es llenar los vacíos de estos cerebros. Al igual que a vietnamitas o turcos, podría ir a «chingarse» inválidos, pordioseros, pensionados, niños de escuela o cualquier otra figura «débil». Si no fuera tan cobarde lo haría también contra cualquier ciudadano del este o el oeste (de Alemania), según la geografía de la «movida» en la que deambula. La elección entre la alemanidad y la motocicleta, entre la patria y la disco no debe serle difícil. Si su propio futuro lo tiene sin cuidado, es obvio que el futuro de su país le importe un comino. El futuro se ha desvanecido de las entidades probables de la vida.
En un antiguo libro que iluminó por primera vez las premisas de este drama se puede leer al respecto:
El odio nunca ha faltado en el mundo; pero […] [ahora] ha crecido hasta convertirse en un factor político decisivo en los asuntos públicos […]. El odio no podía, en realidad, imputársele a nada ni a nadie; no encontraba a nadie a quien hacer responsable —ni al gobierno, ni a la burguesía, ni a las potencias extranjeras—, así fue invadiendo todos los poros de la vida cotidiana y se expandió en todas las direcciones; adoptó las formas más fantásticas e impredecibles […]. Comenzó entonces la lucha de todos contra todos y, en particular, contra el vecino inmediato […]. Lo que distingue a la masa moderna de la turba es el desinterés y la indiferencia frente a su propia integridad […]. Indiferencia entendida no como una propiedad, sino como el sentimiento de que el sujeto no tiene valor alguno, de que el individuo puede ser sustituido indiscriminadamente, en cualquier momento, por alguien más […]. Este fenómeno de la autodenigración más radical, esta indiferencia cínica y casi inercial con la que las masas llegaron a enfrentar su propia muerte era algo realmente inesperado […]. Padecían de la súbita y absoluta desaparición del entendimiento humano y de la capacidad de explicar y juzgar, así como de la implosión, no menos radical, del instinto más elemental de preservación.
Hannah Arendt hablaba de la época entre las dos guerras mundiales y quiso explicar la base de masas que engendró los sistemas totalitarios. La actualidad de su visión es evidente. Pero a diferencia de los años treinta, los criminales de nuestros días no necesitan rituales ni desfiles militares; tampoco requieren uniformes, ni programas, ni juramentos, ni convocatorias. Más aún: pueden prescindir del líder. El odio es más que suficiente. Si en aquel entonces el terror fue un monopolio de los regímenes totalitarios, en la actualidad aparece de improviso en su forma «desestatizada». La Gestapo y la GPU se vuelven prescindibles cuando sus inéditos clones infantiles toman el asunto en sus manos.
Cada vagón del metro puede convertirse súbitamente en una Bosnia en miniatura. El pogrom (cacería de judíos en Rusia occidental) ya no requiere de guetos. Las «acciones de limpieza del enemigo» pueden prescindir de los contrarrevolucionarios. Basta con que alguien prefiera el equipo de futbol contrario o que la verdulería de enfrente sea más próspera; basta con que alguien se vista de manera distinta, que hable otra lengua, lleve un turbante o ande en silla de ruedas… La más insignificante de las diferencias puede convertirse en un riesgo mortal. En realidad, la agresión no sólo se dirige contra el otro, sino también contra la propia vida. O en las palabras de Hannah Arendt: para los agresores el dilema no consiste en si van a morir o a vivir, sino en si existen realmente o nunca han visto la luz. Por más grande que sea la parte de la información genética que determina el grado de estupidez, no alcanza para explicar las formas más violentas de autodestrucción. La relación entre causa y efecto es tan evidente que cualquier niño de primaria puede entenderla.
Los lamentos en torno a la pérdida de inversiones y plazas de trabajo resultan ridículos frente al pogromo. Cualquier capitalista sensato sabe que es absurdo invertir allí donde la vida se halla en riesgo permanente. El más estúpido de los presidentes serbios sabe —como también lo sabe el más estúpido de los Rambos— que la guerra civil en la que tanto se esmera transforma sus propias naciones en páramos económicos. La única conclusión posible es que la autodevastación colectiva no sólo es un efecto menor, sino el verdadero objetivo. Los guerreros de nuestra época saben perfectamente que sólo pueden perder: la victoria es imposible. Aun así hacen todo lo que está a su alcance para llevar su propia situación a extremos inverosímiles. Es como si persiguieran no sólo el fin del otro, sino el de sí mismos.
Un trabajador social francés informa sobre la situación en los suburbios de París:
Ya destruyeron todo… Las puertas, los buzones de correo, las escaleras de los edificios… Saquearon y demolieron el hospital que atendía a sus hermanas y hermanos menores. No conocen ni respetan ningún tipo de regla. Arrasan los consultorios médicos y dentales así nada más; devastan las escuelas. Si se les construye un campo de futbol, derriban las porterías con serruchos y hachas.
Las imágenes de la guerra civil molecular y de la guerra macroscópica se confunden hasta el último detalle. Un testigo directo reproduce lo que vio en Ruanda. El reportero estaba presente en el momento en que una banda armada asaltó un hospital. No era una acción militar. Nadie amenazaba a los agresores; no se oían disparos en la ciudad. El hospital ya había sido dañado y sólo contaba con algunos aparatos y recursos elementales. Los asaltantes procedieron con una ira metódica. Las camas fueron desgarradas; los recipientes de suero y los medicamentos, lanzados contra el piso y las paredes. Después, los sujetos armados, vestidos con uniformes mugrientos y semideshechos, acometieron contra el paupérrimo instrumental médico. No quedaron satisfechos hasta que lograron inutilizar el aparato de rayos X, el esterilizador y la bomba de oxígeno. Cada uno de estos zombis sabía que era imposible prever el fin de la guerra; cada uno sabía que al día siguiente su vida podía depender de la presencia de un médico que curara sus heridas. Es evidente que su objetivo era arrasar con todo, incluso con la más mínima posibilidad de sobrevivencia. Reductio ad insanitatem. Para la banda depredadora la categoría de futuro ha desaparecido. Sólo queda el presente en su forma más cruda y absurda. Las consecuencias tampoco existen. Los principios generales del instinto de sobrevivencia se han evaporado.
Con ello la guerra civil ha alcanzado una nueva calidad. En cierta manera, se ha convertido en un retrovirus que abate a la política. Desde los orígenes del pensamiento, la política fue vista invariablemente como una confrontación en torno a intereses, una lucha permanente por el poder, por los recursos y por las opciones de futuro. Y si bien este juego de intereses casi nunca transcurrió de manera pacífica y siempre resultó impredecible, los principales objetivos de sus protagonistas eran en cierta manera visibles. En cambio, ahí donde la vida del uno ya no tiene ningún valor para el otro, el porvenir es imposible, y cualquier filosofía política, de Aristóteles a Maquiavelo y de Marx a Weber, se ve enfrentada a un océano de sinsentidos. En un mundo enloquecido por bombas humanas, sólo queda el mito ancestral de Hobbes de la lucha de todos contra todos.
Nunca se había hablado tanto de derechos humanos como en estos días; nunca se habían detallado, al menos en el papel, con tanto esmero y tanta precisión. La Declaración General de los Derechos Humanos, aprobada por la asamblea general de las Naciones Unidas sin votos en contra en 1948, propone en un preámbulo y en más de treinta artículos un largo catálogo de derechos sociales y políticos. Los antiguos regímenes comunistas, Sudáfrica y Arabia Saudita se abstuvieron en aquella ocasión, lo cual puede ser visto como un pequeño tributo a la verdad. Los otros Estados, incluso aquellos en los que la censura, la tortura y la represión eran pan de cada día, la aprobaron sin titubear. Las dictaduras seguirán estando presentes en la asamblea general de las Naciones Unidas. Las democracias representan ya una frágil mayoría, pero no hay que olvidar que en las cinco décadas que van desde 1948 muchas de ellas han fomentado guerras coloniales y han apoyado regímenes dictatoriales. Cuatro quintas partes de la población mundial viven actualmente en condiciones que refutan de manera abierta aquella declaración. Año con año nacen alrededor de cien millones de niños a quienes no sólo no les esperan mejores perspectivas que a sus padres, sino un mundo peor.
Los europeos y los estadounidenses serán culpables si el mundo les toma la palabra. ¿Acaso no son ellos los que han proclamado los derechos humanos en los últimos doscientos años? Se trata de postulados que deben valer para todos sin excepción. Su universalismo no conoce diferencias ni fronteras. Las obligaciones que imponen a cualquier individuo son, en principio, ilimitadas. En rigor, ello revela un núcleo teológico que ha sorteado los intentos de secularización. Cada uno debe ser responsable por todos; en esta exigencia está implícito el deber de parecerse a Dios, cuya existencia presupone la omnipresencia y la omnipotencia. Pero como nuestras opciones son limitadas, se abre un vacío irremediable entre la realidad y los ideales. La frontera es transgredida por la sumisión y la abyección objetivas. El universalismo se revela entonces como una enorme trampa moral.
Hoy, se nos dice, la masacre es una realidad cotidiana: hay gente que muere de hambre, hay tortura, diásporas, opresión y ustedes no hacen nada, van a sus oficinitas y se cruzan de brazos. No es una recriminación a sotto voce, sino un reclamo público, estridente y cotidiano. Se recrimina al gobierno y a la señora que viaja en metro, a los grandes poderes y al little man. No hay duda de que nos hemos convertido en espectadores de primera fila. Esta situación nos diferencia de los hombres y mujeres de otras épocas, que a menos que se encontraran entre las víctimas, los agresores o los testigos, no se enteraban más que a través de rumores y leyendas en blanco y negro. De lo que acontecía en otras partes se sabía sólo por «oídas». Todavía a mediados del siglo XX, la opinión pública se enteraba poco o nada de los grandes crímenes de la época. Hitler y Stalin hicieron todo por mantener en la clandestinidad lo que estaba sucediendo. El asesinato en masa era un secreto de Estado. En los campos de concentración no había cámaras de televisión.
Hoy, por el contrario, los asesinos ofrecen con gusto entrevistas y los medios de comunicación se sienten orgullosos de estar presentes donde se está matando. La guerra civil se ha convertido en una serie de televisión. Los reporteros no hacen más que cumplir con su deber. Sin inmutarse nos muestran cómo sucede y de quién se trata. Al comentarista le corresponde agregar el toque imprescindible de indignación que requiere el caso. El otro mensaje acusador se disemina inevitablemente: el terror es lo normal; lo impensable es posible a cada instante y en cualquier lugar. ¿Por qué no aquí también? Cada policía conoce la figura del crimen por imitación: el asesinato por mimesis se ha convertido en un factor político. Quiéranlo o no, los medios de comunicación transforman en propaganda cada hecho sobre el que informan. Cuando las imágenes del terror no nos muestran lo terrible, entonces nos convierten en voyeurs. De esta manera, cada uno de nosotros se ve sometido permanentemente a un chantaje moral. El testigo ocular se convierte en el sujeto natural del reclamo por no hacer nada en contra de lo que ha visto. Así, el más corrupto de todos los medios de comunicación, la televisión, se erige en una instancia moral.
El reclamo dirigido en contra de todos y cada uno de que debemos hacer algo —¿pero qué?— y actuar —¿de qué manera?— tiene complejas consecuencias. Se orienta hacia ese Nosotros que proclaman los derechos humanos y que fundó la culpa social y los cargos de conciencia; es decir, se orienta hacia Occidente, la parte del mundo que es vista, hasta la fecha, como un sinónimo de riqueza y civilización. La moral es el último refugio del eurocentrismo. Quien ha discutido con un kurdo o un tamil los problemas de Irlanda del Norte o del País Vasco sabe que no será necesariamente comprendido. La pregunta contraria que se deriva de esta incomprensión podría ser: ¿a mí qué me importan sus historias? Y en el mejor de los casos, el habitante de Asia dirá, con plena justificación, que él tiene problemas más graves. Además, nadie debería sentirse con el derecho de objetarle esta respuesta. Pero los ciudadanos que viven en Ohio, Turín o Bremen también se sienten superados y desbordados por las incesantes balaceras que aparecen en las pantallas de sus televisores. Tan sólo la cantidad de información con la que uno es bombardeado hace imposible cualquier forma de elaboración sensata.
¿Quién puede explicarse, excepto un especialista en el tema, las ciento cincuenta nacionalidades que produjo la desintegración de la Unión Soviética? Los noticiarios suponen que cualquier cajera de supermercado es capaz de diferenciar a los uzbekos de los georgianos y a los chechenos de los kirguisios. Naberno Karabach se halla en la orden del día desde hace años, y estamos obligados a imaginar esta lejanía con base en montones y montones de cadáveres que se apilan en imágenes sensacionalistas. ¿Cómo mantener nuestra capacidad de indignación frente a vándalos y gánsteres, cuyos nombres apenas podemos pronunciar? ¿Puede uno preocuparse por sectas islámicas, facciones camboyanas y milicias africanas, cuyos motivos nos son absolutamente incomprensibles? Así es. Pero quien se dice incapaz de hacerlo cae de inmediato bajo sospecha de ignorancia premeditada, egoísmo acomodaticio e indiferencia frente a los que sufren.
A los receptores de este mensaje los abruma la incertidumbre. Muchos de ellos sufren la culpa. A menos que hayan convertido la ayuda y la solidaridad en su profesión, la mayoría sólo podemos actuar de manera limitada. Hay quienes aportan dinero y se les recrimina que lo hacen para tener una coartada moral. La filantropía, se dice, es un paliativo intranscendente, una maniobra de descarga con la cual se puede adquirir una buena conciencia por unos cuantos centavos. ¿Cómo dejar satisfechos a los predicadores de la virtud? Imposible pedirles que se delaten. Una pedagogía que pretende sensibilizar ovejitas aumentando la dosis de culpabilidad es, en el mejor de los casos, una exhibición de inocencia. Por el contrario, lo único que logrará es inmunizar a su auditorio contra los cargos de conciencia. La desmedida presión psíquica y cognoscitiva contraataca. El espectador se siente impotente y absurdo; se sustrae y se desconecta. Los mensajes son rechazados o ignorados. Esta forma de autodefensa no sólo es comprensible, sino inevitable. Pues nadie sabe, en la práctica, cómo reaccionar «correctamente» frente al genocidio que transcurre las veinticuatro horas ante nuestros ojos.
Hay más aún. El concepto de reacción paradójica proviene de la farmacología: exagerar la dosis de un medicamento puede acarrear efectos contrarios. Los reclamos y las exigencias morales que no guardan proporción con las capacidades reales de acción provocan, en última instancia, una contracepción: el rechazo a cualquier forma de responsabilidad. Aquí se halla la semilla de una barbarie que puede escalar hasta el sentimiento más iracundo.
Si por un lado el ciudadano común se siente desbordado, por otro los sistemas políticos ya han sido rebasados. No existe ningún mecanismo internacional que pueda actuar con eficacia para contener las guerras civiles. Ni la política exterior de una sola nación, ni los organismos mundiales tradicionales —ni hablar de la Comunidad Europea— fueron concebidos para lograrlo. Llegará también el día en que a estos actores se les reproche por negarse a intervenir. En la actualidad, los cascos azules actúan en quince países. Los costos políticos son incalculables; los mandatos, contradictorios, y los éxitos, dudosos. Si hay algo que podemos inferir racionalmente de estos conflictos es que las misiones de paz no son capaces de resolverlos.
Cualquier mediación de paz supone que las partes en conflicto están dispuestas a negociar. Pero lo más común hoy es la compulsión de todos los bandos a seguir la guerra hasta la autodestrucción. El mediador debe saber, en primer lugar, que se ganará el odio de todas las partes en conflicto. Las organizaciones de ayuda son amedrentadas por rutina; los convoyes de abastecimiento, atacados y saqueados; los mediadores, chantajeados hasta volverse sospechosos; doctores y enfermeras son secuestrados como rehenes, y las negociaciones son objeto de sabotaje. Se dispara sobre las tropas de pacificación. Los gobiernos que las envían al frente ni siquiera les garantizan el derecho a la autodefensa, menos aún el de imponer sus fines militarmente. La consecuencia es que todos aquellos que participan en una intervención de paz pierden día a día credibilidad y autoridad. Al mismo tiempo, cada intento de pacificación multiplica la demanda de más intervenciones en otras guerras. ¿Por qué se interviene en el país X, mientras que al país Y se le abandona a su suerte? Los reclamos y las inculpaciones se multiplican en la misma proporción que las guerras civiles; quienes los desoyen o las evaden se vuelven sospechosos de discriminación.
Todo indica que se ha llegado al límite de lo que los gobiernos de las grandes potencias pueden legitimar políticamente frente a sus propias poblaciones. Los europeos no tienen la voluntad ni la capacidad para intervenir con eficacia; los estadounidenses ya no están dispuestos —ni tampoco quieren— seguir actuando en calidad de policías mundiales. La verdad es simple: no hay dinero, ni soldados, ni sentimiento de culpa suficientes para erradicar las guerras civiles del mundo actual. Es hora de despedirse de las fantasías de omnipotencia. El paso del tiempo obliga tanto a las naciones como a los individuos a someter a prueba la viabilidad de sus responsabilidades y a imponerse prioridades. Es difícil y molesto. Contradice nuestras tradiciones ideológicas y nos coloca frente a alternativas grises. Es comprensible que quienes hablan de la relatividad de nuestras posibilidades sean acusados de relativistas. Pero en secreto cada uno sabe que primero debe preocuparse por sus hijos, sus vecinos y su entorno inmediato. La cristiandad misma siempre habló del prójimo y no del «distójimo».
Nadie debería poner en tela de juicio la nobleza de los objetivos de la solidaridad universal. Quien está verdaderamente dispuesto a brindarla es un ser admirable. Pero la facilidad con la que se concilia la disposición a sumarse a la bondad sin fronteras con la realidad de la barbarie cotidiana, lo muestra la visión sobre el propio país. Francamente, no les queda a los alemanes erigirse en garantes de la paz y campeones mundiales de los derechos humanos, mientras que bandas y pandillas de asesinos alemanes diseminan el miedo y el terror día y noche frente a nuestras propias narices.
Traducción del alemán:
José Manuel Saavedra