Número 24

Fábula testigo

Pedro Serrano

Pareciera a primera vista que donde termina el testimonio comienza la ficción, como si la oposición entre verdad y mentira fuera nítida y sus límites claros, y los hechos no resbalaran irresolublemente hacia la fábula, necesitados de sostén para avanzar significaciones y sentidos. En todos los campos, antes o después, la invención teje continuamente lo real para darle cuerpo o dirección. Cuando una niña abraza a su oso y le da un beso lleva a cabo una sustitución que le ayuda a tolerar la ausencia de la madre, pero al mismo tiempo ejerce una habilidad para trasponer afectos y ampliar sus espacios de reconocimiento de eso que llamamos el mundo. Abrazar al oso pone su atención en algo que no estaba ahí antes de que ella llegara, e implica un movimiento imaginativo en donde lo ajeno obtiene consistencia y calor. Ese movimiento es una manera de interrogar y dar respuesta a lo externo muy semejante a la elaboración inicial de una teoría científica o a la escritura de un poema. Algo que falta y algo que se forma se dan la mano.

Todos los hechos están constituidos por una miríada de sesgos, detalles y superposiciones, lo que hace que cualquier definición esté siempre en riesgo de reinterpretación. Esta actividad no la hace el mundo por sí mismo, aunque allí se den movimientos equivalentes, sino que la construimos al correspondernos con lo que vamos sabiendo e imaginando de éste. El premio nobel Steven Weinberg escribió, con toda la suficiencia que le corresponde, que la verdad tenía que ser verdad en términos científicos, y para demostrarlo utilizó el ejemplo de la piedra, que es piedra para quien la patea, piedra para quien intenta morderla y, por supuesto, piedra para la ciencia, que es lo que importa. Sólo que, como con sobria ironía le recordó el filósofo Ian Hacking, la dolomita es un mineral que parece piedra y que un científico suizo identificó como tal y le dio su nombre; pero otro, menos reconocido en su momento, descubrió su composición química, que no es exactamente la de una piedra, aunque podamos construir casas con ella, como lo anunciaba hace poco un letrero en la carretera: «dolomita para la construcción». La verdad requiere organizarse como parcialidad, es decir, como parcelación o tajada de lo real para que podamos entenderlo y darle sentidos, usos y significados. La existencia de la dolomita puso en cuestión una parte muy pequeña de la geología, y aunque en otros dominios nunca dejó de ser lo que parece, esta ligerísima variante sirvió para desarrollar argumentos dentro de la filosofía de la ciencia. Decir entonces que si uno deja de estar estrictamente apegado a los hechos pasa de la verdad a la ficción, puede ser dogma del periodismo, de ciertos postulados filosóficos y de algunos científicos, pero no es una definición completa. Como bien saben los neurocientíficos con respecto a las computadoras, el encontrar una analogía sirve de disparador de verdades. Así cuando vemos cómo un cisne baja las patas para afianzarse al agua de un lago entendemos de dónde surgió la idea que dio lugar al tren de aterrizaje de los aviones.

Si en la ciencia la fábula y la observación han abierto campos de investigación, al hablar de escritura tal oposición en realidad empobrece la continuidad que se da entre ambos términos. En la escritura, continuo interrogatorio de los límites entre ficción y testimonio, pocas veces se alcanza el sentido apegándose estrictamente a los «hechos». La relación entre realidad y ficción es mucho más apretada y urdida de lo que permite entrever una definición excluyente. Podemos decirle a la niña que el oso no es su madre, pero no hay ya manera de deshilar el afecto creado entre ella y el oso, que es efectivo y consistente. La escritura construye vínculos parecidos entre nosotros y el mundo. Cualquier matiz que pongamos en una descripción, cualquier palabra que utilicemos, sesga el sentido, inclina la cabeza, o la balanza, para este o aquel lado. Cuando esta vinculación se da, difícilmente podemos desentrañarla. «A Dafne ya los brazos le crecían», escribió Garcilaso, y a partir de ese soneto difícilmente podremos extirpar de nosotros ese acto lingüístico que le dio a la carne de una mujer su carácter leñoso. Fábula quiere decir habla, y sólo el habla imaginaria de Garcilaso fue capaz de traernos esa realidad del mundo clásico. Por su parte, testimonio significa confirmar un hecho, y ese soneto es, imaginativamente, confirmación ineludible de una emoción real que buscó y encontró en las capacidades del lenguaje su propia expresión. Una definición que implique ambos términos quizá podría sugerir que la fábula no es otra cosa que testimonio individual.

Ahora bien, no hay testimonio individual que valga sin voluntad de precisión. Esa precisión es una presión en lo amorfo, como si habláramos de una plastilina, y sólo el esfuerzo por dar forma a algo que antes sólo era una masa constituye lo real de la escritura, a la vez ficción y testimonio. En su ensayo «Leer y escribir», que lleva el subtítulo de «Un informe personal», V. S. Naipaul cita la definición que Evelyn Waugh hace de ficción: «una experiencia totalmente transformada». Naipaul la utiliza para explicar sus primeras novelas, en las que narra su vida en Trinidad. Después de varios años de escribir se dio cuenta de que la realidad que quería mostrar era indómita a la ficción. Comenzó otro tipo de escritura, sus libros de viajes, o de «búsqueda», como él prefiere llamarlos, en donde los personajes no son elaboraciones ficticias. «La ficción, por su naturaleza, al funcionar mejor dentro de ciertos límites sociales fijos, parecía empujarme hacia atrás a mundos —como el isleño, o el de mi infancia— más pequeños que el que yo habitaba. La ficción, que una vez me liberó y me iluminó, ahora parecía empujarme hacia algo más simple de lo que yo era». La definición que da Naipaul de ficción, aunque precisa en la comparación de su propia obra, es a final de cuentas reducida, pues concibe la ficción meramente como aquello en donde los antecedentes reales se desdibujan y lo que se reconstruye es una organización imaginaria. Pero toda escritura consistente es siempre «una experiencia totalmente transformada», pues la constitución de un sentido implica elegir una opción y el hallazgo de límites vinculantes, tan «fabulados» como la Dafne de Garcilaso o el oso de la niña. El Quijote, por ejemplo, que es siempre Cervantes sin nunca llegar a serlo. Por el contrario, Hernán Cortés en sus Cartas de relación nunca deja de ser él mismo, aparentemente. Digo aparentemente pues si nos detenemos a pensar un momento nos daremos cuenta de que Cortés es quien es también por esas Cartas, que son y no son su vida. Ese añadido que resulta de la escritura no es sólo testimonio, en un caso, o sólo ficción, en el otro. En la escritura, también lo que se vive se inventa.
Si las primeras novelas de Naipaul constituyen un testimonio real sobre la vida en Trinidad, sus libros de búsqueda responden a una estrategia narrativa que excluye elementos y manipula lo real para restituir el sentido. «Con todos sus defectos, el libro, como los libros anteriores de ficción, era para mí una extensión de conocimiento y sentimiento. No habría sido posible que desaprendiera lo que había aprendido». Conocimiento y sentimiento no son términos estrictamente opuestos, y si bien es cierto que estos libros no son novelas, las estrategias utilizadas arman una realidad con elementos propios de la ficción. Sin aquéllas, sin los sentimientos que se recomponen en el proceso de escritura, Naipaul no alcanzaría la densidad que logra en esos viajes de conocimiento. Escoger este diálogo y no otro, ocultar a aquel personaje aparentemente central para que tenga voz también el chofer que lo conduce por las carreteras polvorientas de Irán, dan contornos de lo real que en manos menos diestras no aparecerían. Una novela posterior, El enigma de la llegada, es la crónica de un largo viaje real hacia el establecimiento y el arraigo, en la que todos los datos son comprobables y en la que el narrador no es otro que Sir Visha, como se le conoce familiarmente, que cuenta con una meticulosidad digna de un paisajista cómo se fue transformando el entorno de Sussex a medida que se daba la «llegada» del narrador, hasta el arribo de ambos, entorno y personaje. El largo recorrido hacia otros mundos le dio a Naipaul las herramientas para el reinvento de uno suyo.

Así, a medida que mi mundo se ampliaba, más allá de las circunstancias personales inmediatas que nutrían la ficción, y a medida que se ampliaba mi comprensión, las formas literarias que practicaba fluyeron de manera paralela y se apoyaban una a otra: y no podía decir que una forma fuese superior a otra. La forma dependía del material; todos los libros eran parte del mismo proceso de comprensión. Estamos de vuelta en la escritura, y Naipaul es un ejemplo extremo de la sobreposición continua de testimonio y ficción que se da siempre en ella.

En la narrativa esta discusión está en una situación límite, pues la novela ha ido invadiendo espacios que antes se consideraban territorio del ensayo o del periodismo o de la historia, como lo demuestra Naipaul, pero también la obra de W. G. Sebald, Gao Xin, Kenzaburo Oe, Sergio Pitol o Carlos Liscano. Los libros de memorias de Jorge Semprún no son otra cosa que el encuentro de nuevas texturas narrativas para contar, con la posibilidad de tocar otros visos, lo que había desarrollado en sus novelas. La ficción no es sólo aquello que se aleja de lo real sino más exactamente la presión, por mínima que sea, que ejerce la observación individual sobre el lenguaje común. La plastilina tiene propiedades distintas a las de la dolomita o la piedra. En el momento en que alguien se separa, aunque sea mínimamente, del significado neutro, comienza a fabular. Una novela es buena no tanto por la capacidad imaginativa que un autor demuestra tener, sino por la consistencia escritural que alcanza, hable (fabule) de cosas totalmente fantásticas o nos cuente un hecho escrupulosamente apegado a lo real. Una novela reciente, El adversario de Emmanuelle Carrère, narra la historia de un hombre que hizo creer a todos sus allegados que era un médico de prestigio durante casi veinte años y que asesinó a sus padres, a su mujer y a sus hijos en el momento en que su engaño se iba a descubrir. El crimen fue real, el personaje existe y está preso, y Carrère, que no se permite a lo largo de casi doscientas páginas el menor vuelo imaginativo, nunca ha dicho que su libro no fuera una novela. Aunque en este caso el apego a los hechos lo dejó exhausto, y por eso la novela se desmadeja hacia el final. El límite entre testimonio y ficción, su certeza, depende de quien escribe.

Si en la narrativa es cada vez más difícil señalarlo, en el caso de la poesía la realidad resulta al mismo tiempo menos polémica y más intrincada, como ya empezaba a apuntarlo con el ejemplo de Garcilaso. Menos polémica porque no se suele pensar en la naturaleza de lo ficticio en poesía, y más intrincada debido a que la relación entre un poema y la persona que lo escribe es siempre íntima, voraz diría yo, ya que la pulsión del lenguaje no está separada de la voz que lo emite, aunque el resultado sea autónomo. Una de las discusiones más álgidas en este momento, en el campo abierto de la poesía, es la oposición entre poesía narrativa y poesía esencialista o, dicho de otra manera, de una poesía en la que el lenguaje se sostiene casi sólo en su pura condición de lenguaje y una que habla de otras cosas. Es una discusión bizantina, en el sentido en que Bizancio ya no existe, pero sigue existiendo. Y es una discusión que pasa por alto el hecho básico de que un poema es bueno o malo no por lo que cuenta sino por la manera en que lo hace. Es decir, por la capacidad fabuladora de quien lo escribió, por la tensión que logra entre la lengua, que es común, y el habla, que es individual, y por la capacidad del poema en sí para ser su propio manifiesto. La discusión anterior sobre ficción en narrativa no es ociosa si la trasponemos al poema. Sea cual fuere el poema, el aspecto social de la lengua siempre está activo en él, y vive en roce continuo con la búsqueda y el encuentro de aquellas palabras e imágenes que muestren algo que antes no estaba constituido. En un sentido son pura fabulación. En otro siempre dan testimonio de algo.
El problema al hablar de poesía es decidir dónde poner uno y dónde la otra. La mezcla de testimonio y fabulación en un poema empieza por el hecho de que las palabras que se escogen vienen de un uso continuo que, si somos estrictos, se remonta al origen del lenguaje. El testimonio sería casi una continuación de lo habido, una inmediata recuperación al flujo del discurso común. Pero ahí todavía no se ha dicho nada. Juan Gelman, en unas «Notas al pie», decía: «Hay quienes oponen la que llaman poesía trascendental a la que llaman poesía circunstancial. Como si la trascendencia misma no fuera circunstancial. Toda poesía es de circunstancia, dijo Goethe hace dos siglos, y lo supieron todos los poetas que en el mundo han sido y lo son». Por ejemplo, levanto los brazos, en un gesto que no alcanzo a entender pero que me lleva a la escritura, a poner sobre el papel «levanto los brazos». Hasta entonces mi gesto está trenzado con una emoción quizá indefinida. Y escribo «levanto los brazos». Si no logro hacer que ese acto circunstancial incorpore su propia trascendencia a la hora de escribirlo, fuera ya del acto de levantar los brazos, lo descrito regresa inmediatamente a la continuidad y no significa nada. Garcilaso, al escribir su primer verso inició un movimiento que sólo se constituyó en realidad, en bien común, al terminar su soneto. Al escribir yo «levanto los brazos», la acción está ya detrás, es un hecho pasado, y las palabras tienen que buscar su discurso, su ir hacia algo, que ya no está en el gesto sino en el impulso del gesto hacia la escritura. Empieza a ser desde ese instante «una experiencia totalmente transformada». Este desplazamiento, que antes señalé en la persona que escribe, aparece también en lo escrito. «Levanto los brazos» busca su sentido, y éste sólo lo va a encontrar en las pulsiones propias del acto de escribir. Porque, ¿para qué escribí esas palabras? Algún sentido tendrán, me digo, a alguna necesidad responden. La búsqueda de ese sentido siempre es posterior al primer impulso, siempre aparece en el propio acto de escribir. Lo que sigue es un descubrimiento. La escritura entonces parte de un hecho testimonial, pero necesita asirse a algo que no está ahí, o que no ha aparecido todavía, para poder alcanzar no tanto un significado sino su propia realidad. Es decir, «descubrir», en el sentido de hacer aparecer lo que no existía, y «descubrir», en el sentido de quitar aquello que ocultaba lo que está ahí. Pero si todo lo que se cuenta sucede, ¿dónde queda el testimonio y dónde la ficción? Hay una realidad que provoca la escritura, pero una vez que ésta ha «aparecido», que los brazos ejercen presencia en un todo, esta escritura no habla ya de esa realidad específica, sino que se levanta en sus propias andas y construye, con los elementos de la ficción, un nuevo testimonio, así y cuente exactamente algo que sucedió. Y ese testimonio deja de ser exclusivo del individuo que lo ha escrito.
Para comprender cómo un poeta es a la vez testigo y fabulador es necesario no perder de vista esta tensión entre lo colectivo y lo individual, que aunque muchas veces no se note tiene visos dramáticos. Como dice Gelman: «Todo poema viene de la palabra hecha de siglos por millones que han muerto y millones que están vivos, de una vida hecha por todos y que da en la palabra como supervivencia o fuerza de existir». En una pequeña prosa titulada «991 A. D.», Borges narra la historia de una tribu sajona derrotada por los vikingos. Unos pocos guerreros, entre ellos el jefe y su hijo, que es poeta, sobreviven. La tradición ordena que regresen a pelear, hasta que todos perezcan. Están reunidos, derrotados y exhaustos, en un claro del bosque y el jefe manda a su hijo que se retire. Éste protesta y pide continuar con ellos, pero el padre le explica que él posee un don y que su obligación es sobrevivir para contar la historia de su linaje. La narración termina con el hijo perdiéndose entre el bosque y, dice Borges, los primeros versos comenzaban a formarse en su boca. Si esta historia fuera narrada por un periodista de cortas miras podría muy bien ver en ella simplemente un acto flagrante de nepotismo, y no estaría alejado de la verdad. Pero Borges prefiere arrastrar la historia hacia otro sentido, a la vez más complejo y perturbador. «Yo he imaginado —escribió en la nota sobre el poema— que el poeta era hijo del caudillo sajón, que le ordenó que no se dejara matar, para salvarle de algún modo la vida y para preservar la memoria de esa jornada». Además de la mezcla sabia de motivos, lo que en el fondo de esta fábula se dibuja es la continua disyuntiva que todo escritor padece entre participación y desplazamiento. Esta separación estaba esbozada cuando mencioné la necesidad de entrar en la ficción para que unos brazos levantados adquirieran sentido, aunque el ejemplo, por supuesto, es menos dramático. A menos que las torsiones que buscan expresión en un poema hagan que esas manos terminen convirtiéndose en unas manos de cerdo, como a mí me sucedió en un poema.

El escritor siempre se separa del continuo para poder incorporar a ese continuo un sentido, y el movimiento hacia la fabulación regresa siempre como testimonio. Al traer a cuento la fábula de Borges, señalaba que el poeta tiene que cumplir un destino separado debido a que tiene un don. Pero no perdamos de vista la minuciosidad de eso que he llamado «don».

Pues advertid, hermano —dice Sancho Panza cuando Platón lo manda de gobernador a la Ínsula Barataria— que yo no tengo don, ni en todo mi linaje lo ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo me imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días yo escardaré estos dones, que por la muchedumbre deben de enfadar como los mosquitos. (Don Quijote, Segunda Parte, capítulo XLV).

Dios me entiende, y al hablar de dones no quiero decir con ello que el poeta sea un ser especial, desligado de lo real, o de los demás, una excepción a la norma. El don del poeta es también un ejercicio, con el lenguaje propio y el lenguaje social, y quizá cumpla una función en la organización de eso que llamamos el mundo. Ese don no lo hace un ser especial, sino alguien que tiene la capacidad para alcanzar con el lenguaje cotas que el uso cotidiano, incluido el del propio poeta, no tocan, y eso es un bien común. No muy distinto, por otro lado, al carpintero frente a la madera con la que va a hacer una ventana. No todos los poetas se enfrentan al caso límite que Borges narró, en donde la persistencia de un grupo se sostiene en un individuo fuera ya de una comunidad, y al mismo tiempo en busca de otra, pues parte del don es ése, que conocerá su historia por su boca. Como Garcilaso, como Cervantes, como Hernán Cortés. Pero aunque sea en dosis muy menores, todo poema es resultado de un acto semejante. Escribir es desligarse para religarse. Ese acto es entonces, en un sentido, un desgarramiento, y su singularidad una pérdida de la cohesión que lo sostenía, para alcanzar otra. Que lo logre es cosa de lo escrito.

Hace unos meses comencé a escribir un poema que ahora, ya publicado, se titula «Cuatro pájaros». Venía de un encuentro de poetas en el que aprendí mucho y disfruté más, pero que al cabo de tres días me dejó agotado y nervioso. Me había refugiado en casa de unos amigos, desde cuya ventana posterior se veían cuatro pinos contra un muro gris y un cielo ligeramente más oscuro. Empecé a escribir sobre esos pinos, pues una vaga agorafobia hacía que los visualizara como cuatro gendarmes prusianos, meciéndose afuera, amenazantes. La imagen, por supuesto, les era tan injusta como ajena. Y creo que a los amigos que me hospedaban no les habría gustado saber que el paisaje idílico de su ventana se transformaba en una gendarmería vigilante y hostil. El poema, no precisamente por razones altruistas, fue cambiando, los pinos pasaron a ser cuatro pájaros, y el muro y cielo grises se volvieron un mar contra el que se recortaban. Al final, como encauzados por mi propio malestar, los pájaros del poema, sin dejar ya de serlo, me regresaron a la experiencia que suscitó su escritura, y se volvieron representaciones de poetas. Lo cual no deja de ser injusto, pero qué remedio. Nada sino la conjunción entre mi imaginación, un vago malestar y lo que veía en ese momento trajeron a colación esas figuras. Como el osito de la niña, sólo que al revés. El poema en cuestión estaba siendo testimonio de una emoción en mí, y resultado de mi capacidad o “don” para organizar en palabras mi propio malestar. Pero el malestar no puede ser representado, el malestar es. El poema en ese sentido es su testimonio. Para serlo, fue necesario que yo encontrara aquellos elementos que lo pudieran representar. Esos elementos, fabulados, se convirtieron en entidades reales. Los cuatro pájaros del poema son ahora testimonio de sí mismos y el mar, como me comentó alguien, tenía que estar ahí, estaba ahí desde el principio. Aunque por supuesto no salieron de la nada, sino de algunos pájaros que alguna vez vi al lado del mar, mezclados con otros que alguna vez leí, como el albatros de Baudelaire, que es también representación del poeta. Sólo que lo que en Baudelaire es sublimación en mi caso se convirtió en vejación. Pero los pájaros, y los poetas, dan para mucho. Me di cuenta después de que esos pajarracos estaban también figurados, en mi experiencia imaginativa, por los juguetes que diseñó el pintor Joaquín Torres García. Y el mar, pensé, entonces podría ser el de Montevideo, que es un mar querido, con el que tengo correspondencias muy suaves. Eso hizo que el malestar adquiriera un sesgo divertido, y que el poema terminara por ser algo juguetón. No otra era la emoción que lo produjo, además, en realidad nada seria y en cierto modo infantil. Para el lector, que no tiene por qué saber nada de mis cuitas personales, es posible que el poema acarree cierto malestar y regocijo, no los míos propios, sino los que logre construir en sí mismo, y que le pertenecen a él. ¿Qué es entonces el poema, un testimonio o una fabulación? ¿Y qué soy yo, un testigo de mí mismo o un fabulador de realidades? ¿Y qué es el lector finalmente, una ficción o un testigo?

Cada proceso de escritura reposa en su propia necesidad, y las maneras de fabular o testimoniar lo real son muchas. Una expresión de emoción significante, dice T. S. Eliot en La tradición y el talento individual, sólo se alcanza cuando esta emoción «tiene su vida en el poema y no en la historia del poeta». Con estas palabras apuntala su famosa declaración de que «La emoción en el arte es impersonal», la cual suele leerse con amplio asentimiento o rechazo, pero sin darle más vueltas. Pero la impersonalidad no es otra cosa que el desprendimiento natural del poema hacia su propia autonomía. Una autonomía que por otro lado no deja de ser relativa, ya que siempre está activándose en su lectura, y allí adquiere significados variables. Un poema es trascendente porque siempre es circunstancial, y la frase de Eliot es otra manera de decir que todo poema se convierte en testimonio de sí mismo y en fábula de quien lo lee o escribe. La vinculación continua entre lo que el individuo vive y lo que imagina es en ambos casos lo que permite su aparición y su desdoblamiento. En ese sentido, el testimonio es una fabulación y la fabulación un testimonio, sólo que nunca alcanzan una simetría.

Hace no mucho me hallaba inerme en la emoción por la muerte de un amigo del que no me despedí. Digo la emoción y no la pena porque llegar a la pena cuesta. Sólo si le damos todo su espacio, como cuando Miguel Hernández dice «pena con pena y pena desayuno», adquiere su peso inobjetable. Mi emoción era en ese momento más vaga todavía. Esa tarde me fui a sentar a un pequeño parque con cuidados ingleses, verde y fresco, en la parte alta de Barcelona. Pensé ahí que esa muerte se había larvado en una soterrada espera durante un año largo, pues la enfermedad había aparecido, fulminante, más de doce meses atrás, y desde entonces me estaba acompañando. El dolor que había sentido cuando lo fui a ver al hospital era ya el principio del duelo. Pero incluso cuando sabes que está ahí, a la espera, la muerte postergada de una persona es una volatilidad, como la hoja de un árbol que no ha caído todavía, que tiembla. Por otro lado, aunque allí estuviera, la ausencia ante el hecho real de alguien que ha muerto hace que su emoción sea vaporosa e imposible de asir. Esa tarde no había ido al parque con la intención de escribir nada, ni siquiera con el deseo de dispersar o sopesar lo que sentía. Pero la visión persistente de una palmera, el tronco labrado a duras penas año con año, la cresta rebelde y aérea entre una arboleda llena de pájaros le fue dando imagen y lastre a mi emoción difusa y espesa. Empecé a buscar las palabras que la afincaran, que fueran su testimonio, y la pena fue adquiriendo consistencia. La pena, pero también la rebeldía y la aceptación. Más tarde, cuando el poema tanteaba su estructura, me di cuenta que incluía en su respuesta un poema de Shakespeare, «The Turtle and Phoenix», en donde un ave milagrosa se para encima de una palmera, planta sagrada de la vida. Escribir el poema significó para mí la consecución de un duelo real, una purificación en cierto sentido. La muerte dejaba de ser invasiva y adquiría su real consistencia de dolor, pérdida y asombrado reconocimiento. Incluí entonces los primeros versos del poema de Shakespeare, no como epígrafe sino como estrofa inicial. Los demás versos se fueran adhiriendo a esa estructura, y el poema se organizó en estrofas de tres versos. Mi poema es a la vez una fabulación y un testimonio. Está cargado de lecturas, referencias y visiones, y también de una insostenible, en sí misma, desgracia. Para el lector esos antecedentes le son no indiferentes, sino ignorados. A esto se refería Eliot cuando hablaba de la impersonalidad en el poema. Por supuesto, yo no quiero que mi poema «La palmera» necesite lo que ahora cuento. Para mí, en lo que tiene de personal, es un testimonio. Si no pude acompañar a mi amigo en sus últimos momentos, con ese poema estoy siempre un poco con él. Para los demás, la ficción que alcanza quizá lleve a otras cosas.