Número 95
Temporalidad, relojería y metáforas
Una historia de las experiencias del tiempo en el mundo novohispano
Mario Balam Rodríguez Martínez
Escuela Nacional de Antropología e Historia
Escuela Nacional de Antropología e Historia
Desde hace unas décadas, en diversos ámbitos del quehacer intelectual, han emergido preguntas en torno a los problemas del tiempo. Estas cuestiones abarcan disciplinas como las ciencias naturales, donde la física ha llegado a postular que el tiempo es una dimensión física de la naturaleza, cuyo sentido se determina en función de la interacción con los hombres que la perciben.1 También incluyen a las ciencias cognitivas, que buscan localizar el punto en que el cerebro asimila la realidad y la condensa en conciencia del devenir.2 Esta renovada preocupación por el flujo del tiempo —una interrogante tan vieja como la humanidad misma— ha cobrado relevancia por un motivo sencillo: el proyecto temporal que sustentó toda la modernidad ha caducado. Nuestra sociedad «posmoderna» ya no encuentra representación ni sentido en los presupuestos introducidos por la modernidad hace tres siglos. Por ello, no resulta sorprendente que, desde distintos frentes, se intente afrontar esta crisis temporal y recuperar el sentido del devenir social.
En un primer momento, este diagnóstico puede sonar vacuo o pesimista, pero no deja de ser una realidad que vivimos actualmente y de la cual no podemos escapar. Pero cada crisis desemboca en un momento de reflexión. Este ensayo pretende aportar algunas ideas a esa empresa, preguntándose por una historia alternativa, es decir, un devenir paralelo que quedó relegado al pasado, eclipsado por la gran historia de la modernidad occidental, pero que no deja de tener un lugar en la experiencia del tiempo pasado. Se pretende buscar en la historia de la Nueva España una propuesta distinta a la experiencia del tiempo moderno.
Dentro del cúmulo de disciplinas que se preguntan por el tiempo, una de las últimas en entrar al debate fue la historia. Desde hace mucho la filosofía, la teología, la física, la biología, por mencionar algunas, fueron los frentes del conocimiento que se encargaron de responder y categorizar los órdenes o límites del tiempo. La historia, relegada a un saber auxiliar durante muchos siglos, no se posicionó como un frente que pudiera dar una reflexión relevante sobre el tiempo. Esto resulta muy curioso, puesto que es de las disciplinas que más íntimamente trabajan con él: no hay historia sin tiempo. La toma de conciencia de la ciencia histórica sobre esta problemática comenzó en la década de 1950, cuando los historiadores poco a poco empezaron a preguntarse por el tiempo ya no sólo como una dimensión del mundo natural, sino como un producto de la historia misma, es decir, una dimensión que tiene como primicia analizar «el tiempo de otros tiempos».3 Es esta toma de conciencia desde la que pretendo hablar, puesto que se puede proponer que el tiempo no sólo es una entidad metafísica o natural en la que se desenvuelve el devenir humano, sino que también es objeto de la misma historia.
Ahora bien, no sólo es pensar que se puede trazar la historia del tiempo mismo —una empresa que excede por mucho la intensión de este ensayo—, sino pensar que éste no es el mismo a lo largo de su devenir: pensar que su forma y su sentido siempre fue el mismo sería pensar dentro de los órdenes de la física clásica donde el tiempo era una magnitud absoluta, o de los presupuestos de la modernidad donde su sentido siempre fue el progreso de las civilizaciones. Lo que se pretende es pensar el tiempo como una pluralidad, un conjunto de distintas experiencias compuestas por ritmos, vivencias, percepciones o símbolos que articulan su sentido en función de las necesidades de una sociedad en un momento determinado de su devenir. Esta subjetivación del tiempo pretende desenfocar la mirada de una versión clásica de los análisis de la temporalidad y enfocarla en una perspectiva mucho más flexible, una perspectiva que dé cuenta de la complejidad de este fenómeno.
Para poder pensar el tiempo como una pluralidad debemos sacarlo del marco rígido con el que la modernidad lo dotó (lineal, progresivo y único) y tratarlo como una experiencia, es decir, un cúmulo de vivencias que interactúan con su entorno cultural, repositorios de pasado, conglomerados simbólicos que envuelven el devenir de los hombres. Esta experiencia del tiempo, nos dice Koselleck, se puede desarrollar de tres maneras: 1) la primera se relaciona con la experiencia inmediata del sujeto, caracterizada por su unicidad; este nivel de experiencia suele ser «sorprendente» ya que irrumpe en la existencia del ser de manera que detona un ejercicio de reinterpretación y refiguración del tiempo del sujeto; 2) el segundo nivel es una experiencia que se fundamenta en la repetición: los procesos de adquisición de experiencia son acumulativos entre generaciones, las cuales se fundamentan en la temporalidad de la vida; este nivel de experiencia retoma la condición temporal del individuo proyectándola y reformulándola en el nivel social, de manera que el tiempo, en relación con los hombres, cumple la función de institución; 3) el tercer nivel del que nos habla Koselleck se refiere a una experiencia de largo plazo que abarca tanto a las temporalidades inmediatas de los individuos, como a las instituciones dedicadas a la regulación de la vida de los individuos; son cambios estrictamente diacrónicos que escapan a la experiencia inmediata de los hombres y que sólo podemos acceder a ellos a través de la investigación histórica, en pocas palabras: es una experiencia histórica.4
Este orden tripartito de la experiencia del tiempo (individual, institucional e histórica) nos muestra que, al hacer pasar el tiempo por un proceso de subjetivación histórica, surge la posibilidad de hacer una historia de los tiempos posibles, es decir, de historizar retículas del tiempo, momentos en que éste se pudo experimentar de cierta manera, a cierta velocidad, bajo ciertos parámetros culturales, en distintos órdenes simbólicos, dándonos como resultado una escala de grises, tonalidades diferentes, matices de intensidad, donde las constantes se vuelven difusas y se transforman en productos particulares del orden social donde se practican.
Esta tensión entre los hombres y su entorno es el caldo de cultivo donde el tiempo adquiere su forma y sentido, de modo que la cultura se puede ubicar como ese factor mediador donde hombres y entorno llevan a cabo su simbiosis:
Si una sociedad se preocupa de interpretar su pasado y de situarse en relación con él, si formula explícitamente los principios de su organización, si busca darle sentido y valor a sus actividades de hecho y a todo lo que sucede, es porque sigue un determinado esquema de devenir. Ciertamente, toda sociedad se comunica con su pasado y se encuentra de alguna manera investida por él; pero tematizarlo es aprehenderlo como producción de sentido, apertura al presente y simultáneamente descubrir en ese presente las señales de lo nuevo; no es incorporarse al pasado tomado como totalidad confusa, sino, al discernirlo, al articularlo, introducirse en el corazón de una intención presunta y anticiparse así a los acontecimientos5
Cada cultura genera su concepción del tiempo y de ésta misma se desprende su concepción de historia; su funcionalidad, su valor simbólico, su lugar en su estructura temporal, la relación con la identidad del grupo. En el centro de la historia están los hombres, pero no todos los hombres tienen la misma historia. Con esto no se pretende caer en un particularismo histórico que sólo multiplique exponencialmente las problemáticas entre el tiempo y la historia, sino, más bien, lo que se pretende es encontrar un modelo que nos permita hacer inteligibles las estructuras de sentido que alberga el tiempo en sus distintas dimensiones, las cuales, a manera de hipótesis, se encuentran íntimamente relacionadas con las formas en que nos acercamos al pasado y hacemos su historia.
Este tipo de historia del tiempo que remarca las subjetividades, los contextos y las particularidades del pasado, pretende ser la llave para pensar que no todo el tiempo fue el mismo a lo largo y ancho de la modernidad. Occidente implantó los valores temporales de la modernidad (lineal, progresiva y única) pero no en todas las partes del orbe se experimentaron del mismo modo. Tal será el caso de la Nueva España, donde veremos que la experiencia del tiempo se encuentra atravesada por distintos factores que vuelven particular la temporalidad en un momento y lugar determinado del devenir de los hombres novohispanos. Reconstruir esas experiencias del tiempo nos puede mostrar las temporalidades alternativas que se desarrollaron a la par de la modernidad occidental, pero que fueron relegadas al olvido por sus características peculiares o su poca compatibilidad con los presupuestos de la modernidad occidental.
Ésta es una historia de paralelos, de fenómenos que se desarrollaron sincrónicamente pero que, por ciertas circunstancias o condiciones de posibilidad, una se conoce más que la otra. La modernidad se volvió el discurso temporal por excelencia de todas las sociedades occidentales y también de las que no lo eran: el afán por ser cada vez «más modernos» se volvió el centro de gravedad de las sociedades del siglo XVI hasta el siglo XIX. La pesada losa de valores morales, políticos, económicos, intelectuales y temporales que conformaban la modernidad, fue echada sobre esas localidades o regiones que no figuraban en el campo operatorio de Occidente como imposición de un modelo civilizatorio, de modo que la modernidad se volvió más una categoría coercitiva que explicativa.
Ahora bien, ¿cuál es ese «centro de gravedad»? ¿Cómo podemos percibir ese peso? ¿Dónde podemos palpar de primera mano esos valores temporales? Para ello pensemos en la representación más acabada de la temporalidad occidental: el reloj mecánico. Esta representación del tiempo es de vital importancia puesto que está basada en la lógica de la mathesis, es decir, «la ciencia universal de la medida y el orden» y que tiene que ver con el sentido, las secuencias, la unicidad que conecta las unidades temporales.6 Las representaciones algebraicas y geométricas que la naciente astronomía moderna había elaborado (Copérnico, Kepler, Newton) necesitaban de un continuum o serie en que se puedan insertar y con la cual adquirían sentido: como representaciones independientes de un sistema, sólo nos pueden hablar de fenómenos aislados de la naturaleza, pero no daban cuenta de un sentido general del tiempo. El reloj mecánico será la representación perfecta de este tiempo omniabarcante, puesto que en él se verán reflejados los valores fundamentales de la temporalidad moderna.
Los primeros registros que se tienen de instrumentos especializados en medir el paso del tiempo en Occidente datan de 807, en tiempos de Carlomagno, quien recibió del califato de Bagdad una clepsidra que indicaba el paso de las horas a través de un sistema de recipientes que, al llenarse de agua, indicaban un intervalo temporal equivalente a las horas del día.7 El saber de la cuenta de las horas por medio de instrumentos llegaría a través de influencias orientales: el Imperio chino y los califatos más importantes (como el de Bagdad o los omeyas en la península ibérica) acercarían este saber a Occidente, para que sus sociedades lo desarrollaran a lo largo de todo el segundo milenio después de Cristo.
Estos primeros instrumentos poco a poco se fueron perfeccionando en el arte de la exactitud, sustituyendo recipientes de agua por poleas, pesas, resortes, péndulos, materiales más consistentes como los metales y las aleaciones. Para el siglo XV, el desarrollo del reloj mecánico en Occidente comienza a crecer y a generalizarse como una forma clara y sencilla de representar el paso del tiempo: los relojes de pesas, en concordancia con el desarrollo astronómico, empiezan a generar representaciones temporales que abarcaban tanto las horas del día como los ciclos astronómicos de los planetas. Tal sería el caso del aún funcional Reloj Astronómico de Praga, en el cual se muestra la cuenta de las horas del día, los días que conforman un mes, los meses que conforman el año y su relación con el cinturón zodiacal que ubica la posición de los planetas en el cosmos. Este tipo de relojes lograba representar tanto el tiempo civil —el tiempo del trabajo y la Iglesia— como el tiempo del cosmos, logrando una de las representaciones más acabadas de la temporalidad. Como bien dice Jacques Attali: «Europa vive, en el siglo XIV, con un doble sistema de horas, las veinticuatro horas romanas y las siete horas canonicales. Nadie tiene necesidad de más».8 El éxito de estos instrumentos es que logran generar unidades de medida que abarcan tanto la organización cotidiana de las unidades aproximadas (las siete horas canónicas) como unidades de medida exactas o astronómicas (las veinticuatro horas del día natural), de modo que el reloj, en su versión astronómica, logra sintetizar la experiencia del tiempo humano y cosmológico, dando como resultado un orden del tiempo estandarizado en todos los niveles de la realidad humana y natural.
El reloj mecánico se vuelve popular porque es sumamente utilitario y está sustentado en la necesidad de exactitud, puesto que comerciantes, navegantes, banqueros, terratenientes, entre otros estratos sociales, lo utilizaban en su diario vivir. Ahora bien, los relojes mecánicos, tanto monumentales como individuales, fueron una empresa que tuvo un gran desarrollo desde el siglo XVI por parte de distintos tipos de artesanos —joyeros, herreros y algunos ingenieros en su versión más técnica—, grandes conocedores de la vanguardia intelectual de las grandes ciudades. Por tanto, adquirir un reloj no era fácil para cualquiera, puesto que se consideraba un artículo de lujo que sólo unos cuantos podían costear.
Tal vez la característica más relevante de estos autómatas del tiempo sería la capacidad de poder estandarizar un gran cúmulo de experiencias del tiempo humano. Como bien menciona Ricardo Uribe, el reloj mecánico —en su versión monumental (dirigido a la población de una localidad), en su versión de salón (relojes tipo mueble para salas o estancias) o en su versión más detallada (los famosos relojes de bolsillo o individuales)— lograba conectar las experiencias del tiempo al menos de dos seres humanos. Ya sea en el ejercicio de pedir la hora, informarla o ajustarla, las vivencias de los hombres se alineaban —o por lo menos se orientaban— al ritmo y sentido de una máquina que representaba los valores fundamentales de la temporalidad moderna.9
Examinemos uno por uno. En primer lugar la linealidad del tiempo sería extraída de la geometría, la cual formaba parte del conjunto de saberes que todo poseedor de un reloj debería conocer, de modo que el tiempo adquiere una propiedad geométrica que se representa en los relojes y sus trazos exactos de los cuadrantes del tiempo. En segundo lugar, el tiempo adquiere un sentido y éste debe siempre apuntar hacia adelante, de modo que adquiere una característica progresiva, un constante aumento, que, en términos de relojería, era el constante espíritu de exactitud, de lograr que las máquinas relojeras pudieran alcanzar el mayor grado de exactitud con el tiempo astronómico.10
La exactitud iba de la mano con la unicidad, una característica del tiempo moderno muy relevante para esta reflexión puesto que ahí yace su alto grado de coercitividad. Desde que Newton indicó en sus Principia mathematica que el tiempo tenía dos versiones —el primero era un tiempo absoluto, verdadero y matemático que es de naturaleza astronómica; el segundo un tiempo relativo, aparente y vulgar conformado por las representaciones, como los calendarios, los años, los meses, los días y las horas—,11 el tiempo matemático, apoyado del discurso de la ciencia moderna, comenzó a eclipsar las representaciones vulgares del tiempo, absorbiendo sus lógicas así como sus usuarios, desmantelando sus usos (como pueden ser las campanadas de una iglesia que pertenecían al tiempo litúrgico y eran muy usadas en las sociedades de la modernidad temprana) y colocándolas por debajo de su autoridad epistemológica, de modo que el reloj mecánico fue el heraldo que llevaba la verdad del tiempo de ciudad en ciudad, de casa en casa y de mente en mente, colocándolo por encima de todos los tiempos posibles. Además, esta característica terminará capitalizándose en un tiempo universal, único, objetivo y sintético para todas las regiones del orbe, puesto que la necesidad de emparejarse con el tiempo astronómico surgirá en diferentes partes del mundo, provocando una oleada de intentos de exactitud y sincronización con el tiempo científico de la modernidad occidental.12 Este tiempo universal, que se volvió el sustrato temporal de los relojes, es el principal filtro que nos impide notar la escala de grises y los matices de las experiencias del tiempo de los hombres de la modernidad, puesto que, como su objetivo era estandarizar el significado general de la temporalidad moderna, fue eliminando las alteridades y las particularidades con las que se vivía y organizaba el tiempo fuera del orden moderno.
Nuestro proceder debe buscar un camino para reconstruir esas experiencias perdidas y, para comenzar a matizar este ejercicio de generalización provocado por el tiempo matemático, debemos observar que hasta en la misma Europa el desarrollo de la relojería no fue de forma equivalente. El caso más claro es el de la monarquía hispánica en la que el arte y oficio de la relojería no logró consolidar una industria capaz de competir con sus pares franceses, ingleses y ginebrinos,13 dando como resultado una producción poco destacable en el ámbito de la relojería y que afectó directamente a todo el orbe hispánico que se extendía desde la península ibérica, pasando por América y hasta las Filipinas. Este factor no es menor, puesto que gran parte del orbe no tuvo acceso a la tecnología de vanguardia en cuestión de la medición del tiempo, de modo que la aplicación y la rigurosidad del tiempo matemático que pretendía unificar todas las experiencias del tiempo se vio saboteado por cuestiones de índole más subjetivo.
La condición de la relojería en la monarquía hispánica fue fundamental para el mundo novohispano, ya que, por un lado, los mejores joyeros o artesanos que se dedicaban a la relojería se encontraban en el mundo protestante,14 de modo que no podrían ser recibidos de buena manera en el mundo católico o serian perseguidos por la inquisición en tierras novohispanas. Por otro lado, este tipo de artículos de lujo usualmente no llegaban a tierras ultramarinas a menos que fuera un envió muy especial a un miembro importante de la nobleza virreinal, o por medio de intelectuales y eruditos que pudieran exportar este tipo de utensilios para su uso y reparación. Esto no quiso decir que el reloj mecánico no se conociera. Se cree que este saber llegó por medio de los navegantes que utilizaban relojes de arena, sextantes, cartas náuticas, tratados de cosmología, estos últimos fundamentales para la fabricación de relojes mecánicos.15
Ahora bien, considerando el gran desarrollo de la tecnología relojera por gran parte de Europa, la pregunta que nos debemos hacer es: ¿qué tipo de relojes llegaron a la Nueva España? ¿Relojes de agua, de arena, de pesas, de péndulo, de mesa, monumentales o astronómicos? La respuesta es un poco desoladora. El siglo XVII es el siglo de los grandes descubrimientos en términos científicos, astronómicos, físicos, tecnológicos, y la Nueva España no fue ajena a ellos, tanto así que podemos ubicar claramente la llegada de la astronomía moderna a tierras novohispanas.16 Esto nos daría pie a deducir que el desarrollo del reloj mecánico también tuvo un lugar importante en tierras novohispanas, pero es todo lo contrario. El desarrollo de relojería mecánica es casi nulo en la Nueva España durante los siglos XVI y XVII, y no será hasta el último tercio del siglo XVIII cuando se empiecen a conocer este tipo de instrumentos, así como a generarlos desde estas tierras. La representación más acabada del tiempo moderno no estuvo presente, o al menos no de manera importante, en la cultura letrada de la Nueva España, dejándonos con la duda de por qué dicho instrumento no figura en el campo semántico de la temporalidad novohispana, ya que el grado de correlación entre el tiempo y el reloj parecería ser casi sustancial.
En realidad, no es que hubiera una ausencia de relojes en la Nueva España. Enrico Martínez, quien fue cosmógrafo real y un hombre que viajó por las grandes ciudades de Europa, en su Repertorio de los tiempos e historia Natural de esta Nueva España (1606) deja claro su conocimiento sobre los cómputos del tiempo que hacían los relojes, ejemplo de ello es que, al hablarnos de las horas del día, comprendía muy claramente sus divisiones:
De la hora y minutos. El día natural de que se ha tratado se divide en veinte y cuatro espacios de tiempo iguales que se dicen horas, y así hora es la vigésima cuarta parte del día natural. Llámese esta horas iguales a diferencia de las que miden el día artificial de la cuales luego diremos; repártase el tiempo de una hora en 60 partes que se llaman minutos, y quisieron los computistas servirse de ese número de 60 más que de otro alguno por ser acomodado para dividirse en las parte que a la hora pertenecen sin que la unidad se quiebre, porque media hora son 30 minutos, un tercio de hora son 20, un cuarto de hora son 15, etcétera.17
Desde tiempos de Enrico Martínez, las divisiones del día en horas y minutos eran conocidas y tales cómputos solo se podrían generar con relojes basados en la matemática. Estos instrumentos podían determinar estos intervalos «iguales» como las horas que nos describe el cosmógrafo alemán. Ahora bien, si no había desarrollo en el ámbito de la relojería mecánica en la Nueva España, ¿no existió un saber para computar las horas del día antes del siglo XVII? ¿O cómo se medían las horas del día natural? No es que no hubiera relojes, simplemente no había relojes mecánicos. Los relojes que podemos encontrar en tierras novohispanas, y de los cuales hubo un gran desarrollo durante el siglo XVII, fueron los relojes solares o lo que se conocía como la gnomónica. Fray Diego Rodríguez, fraile agustino radicado en el centro de la Nueva España,18 explicaba este saber de la siguiente manera:
Las bases teóricas de la gnomónica son bastantes sencillas. Un reloj de sol puede ser definido llanamente como un instrumento provisto de una aguja metálica fija que arroja una sombra sobre una superficie en la que existen trazadas unas líneas, las llamadas líneas-horas. La aguja se halla colocada en el punto de convergencia de esas líneas-horas.19
El fraile agustino realizó muchos relojes de sol, así como avances en su producción y exactitud. El caso más claro de la existencia de estos instrumentos de representación temporal y que tenemos hasta la fecha es el reloj solar del Claustro del Convento de Santo Domingo en la ciudad de Oaxaca.20 Fray Diego Rodríguez, uno de los pioneros en el desarrollo científico de la Nueva España, realizó muchos trabajos sobre la gnomónica o ciencia de fabricar relojes de sol, y tanto fue su conocimiento sobre el tema que llegó a redactar un manuscrito llamado Tratado del modo de fabricar relojes horizontales, verticales, orientales, etc., con declinación, inclinación, o sin ella: por senos rectos, tangentes, etc., para por la vía de números fabricarles con facilidad, en que expone de manera muy extensa tanto las bases teóricas de la gnomónica como las técnicas para elaborar dichos relojes. Rodríguez nos explica más sobre la gnomónica:
La materia de los relojes de sol no estora cosa que una artificiosa perspectiva con que los círculos horarios del cielo y demás círculos de él, así máximos como menores, se demuestran en los planos o paredes, así perpendiculares al horizonte como inclinados, con la variedad de inclinaciones al meridiano y a otro círculo, de tal suerte que demuestren perfectamente lo mismo que [sucede] en el cielo.21
Para el fraile agustino, el arte de hacer relojes no es más que la representación de los cielos en un plano o superficie fija. En pocas palabras, es la representación del movimiento del sol con la cual se determinaban las horas del día. Como se puede suponer, el fundamento teórico de la gnomónica es la astronomía, que fue practicada constantemente por el fraile agustino y de la que también dejó escritos.22 Su amplio conocimiento sobre álgebra, geometría, astrología y gnomónica lo muestran como un conocedor de los avances científicos de su tiempo. Esto queda claro en sus ingeniosas formas de construir instrumentos que le ayudaron a desarrollar sus investigaciones. Tal fue el caso que llegó a elaborar relojes solares portátiles en forma de anillos.
Su forma de experimentar el tiempo estaba vinculada no sólo a las observaciones astronómicas, sino que estaba estrechamente relacionada con los instrumentos que pueden representar el paso del tiempo sin la necesidad de intervenir o reajustar el sistema: los relojes solares son representaciones que funcionan de forma autómata, es decir, que imita el movimiento del sol de modo que ya no se tiene que recurrir directamente a él para organizar los cómputos del día. Para Rodríguez, el reloj de sol representa el sentido continuo del tiempo, ese orden que fluye sin detenerse y que no necesita de la intervención humana para dictar sus leyes u ordenamiento, que, a diferencia de las observaciones astronómicas, las operaciones algebraicas o las representaciones geométricas —que son abstracciones de un fenómeno o cambio de la naturaleza en un momento determinado—, los relojes de sol representan el ritmo con el que el tiempo natural fluye: representan el devenir del tiempo, en el cual adquieren sentido todos los fenómenos celestes y humanos.
Los relojes solares que Rodríguez creaba mostraban que la experiencia del tiempo novohispano había llegado a tal punto de refinamiento que la unión entre el tiempo natural, astronómico o del cosmos y el tiempo artificial, vulgar o de los hombres comenzaba a marchar de manera uniforme, no como una completa armonía sustancial, sino como órdenes temporales paralelos, donde poco a poco el tiempo y el cosmos se van introduciendo en el núcleo de la experiencia temporal humana como condición sustancial de todos los tiempos posibles.
Un siglo más tarde, la experiencia del tiempo novohispano se vería influida por el centro de gravedad del tiempo matemático, marcando el destino del devenir novohispano e incorporándolo de manera coercitiva al gran proyecto de la modernidad occidental. Tal fue el caso de Diego de Guadalajara Tello, natural de la ciudad de México conocido por sus talentos como constructor y reparador de instrumentos científicos, astrónomo y matemático, catedrático del Colegio de San Carlos y destacado por su taller especializado en relojería donde no sólo construía y reparaba este tipo de artefactos, sino también otros instrumentos científicos tales como telescopios, sextantes, brújulas, cuadrantes, entre otros.23 Su reputación como especialista en artefactos científicos lo llevó a participar en la expedición científica de Malaspina en la Nueva España (1789-1794), donde realizó observaciones del cielo al lado del famoso astrónomo novohispano Antonio de León y Gama.24
Como se mencionó anteriormente, para portar un reloj y, con mucha mayor razón, para ser relojero, se necesitaban conocimientos sobre astronomía, geometría, matemáticas, trigonometría y, por su puesto, física. Por ello, Diego de Guadalajara se preparó desde muy joven en estas áreas. Pero denos un poco de contexto. La conformación de la ciencia moderna o lo que la historia de la ciencia ha llamado Revolución científica es un periodo que comprende desde la teoría heliocéntrica de Copérnico (1543) hasta la ley de la gravitación universal propuesta por Newton (1687). Previo a ello, las ciencias aún no tenían campos delimitados como actualmente los conocemos: la astronomía aún mantenía parentela con la astrología, el lenguaje alquímico se seguía ocupando para explicar los cambios de la materia, la historia natural seguía siendo la autoridad para hablar de la flora y la fauna, la medicina aún se apoyaba en las teorías hipocráticas-galénicas, de modo que este periodo de transición epistemológica fue la fuente del conocimiento de donde abrevó nuestro relojero novohispano. No es de extrañarnos que Diego de Guadalajara tuviera conocimientos en astrología, pronosticación, medicina, historia natural, logaritmos, gnomónica, analítica, geometría, aritmética, arquitectura, ingeniería y, por supuesto, mecánica.25 Lo variado que eran los conocimientos de este relojero lo hacía un sabio entre los sabios y también un hombre que conocía las tradiciones del saber, así como las vanguardias de la ciencia.
El ejemplo más claro que podemos mencionar es la gran influencia de la física newtoniana en sus escritos. En su periódico Advertencias y reflexiones más conducentes al buen uso de los relojes y otros instrumentos matemáticos, físicos y mecánicos (1777) deja claro que la mecánica newtoniana, específicamente el concepto de «potencia motriz», tiene una aplicación importante para la construcción de relojes mecánicos, esto partiendo de que toda fuerza produce movimiento (segunda ley de movimiento). Por lo tanto, la aplicación correcta de fuerza a los engranes de un reloj permite construir un ritmo regulado y exacto que represente los intervalos temporales que indican el paso de la tierra alrededor del sol. Esta fórmula era aplicable tanto para relojes de dimensiones pequeñas (individual o de bolsillo) como para relojes monumentales, los cuales deberían ser los más exactos debido a su amplio campo de acción social o público usuario, el cual era muy extenso, tanto que llegaba a abarcar niveles de una localidad o población.26
Al estar altamente capacitado y a la vanguardia de las ciencias físicas de su tiempo, pudo hacerse con instrumentos de una alta refinación, tales como un círculo de Adams, un péndulo de Hellicot, un acromático de bronce y un reloj de Arnold.27 Tales logros le valieron que la Real Sociedad de Londres reconociera su periódico como el primer periódico del mundo especializado en relojería,28 de modo que Diego de Guadalajara se volvió una autoridad en temas de relojería y fue nombrado como relojero oficial del virreinato de la Nueva España.29 Un puesto de tal renombre muchas veces no se veía remunerado económicamente de manera justa, pero se compensaba con la gran popularidad que adquiría entre los usuarios de relojes en la Nueva España, lo cual se volvería un problema porque mucha de la labor de un relojero de alto calibre sería reparar relojes ajenos e instruir a sus usuarios de cómo usarlos adecuadamente. El propio Diego de Guadalajara se quejaría de las constantes consultas y es por ello que se vio en la necesidad de realizar una publicación periódica en la que podía mitigar algunas de las dudas más recurrentes de los usuarios de relojes mecánicos.30
El alcance del reloj mecánico en el último tercio del siglo XVIII de la Nueva España comienza a absorber a las experiencias antiguas del tiempo (la gnomónica, por ejemplo), al punto de que poco a poco la mayoría de la población comienza a decantarse y a normalizar un tiempo matemático representado por el reloj mecánico. El peso de los valores temporales de la modernidad se filtra a través de este utensilio, de modo que la Nueva España entra en el ritmo del tiempo occidental, se une a la carrera de la perfectibilidad y la exactitud de las medidas: comienza a distanciarse de las representaciones antiguas del tiempo, olvida sus experiencias pasadas y sucumbe al ritmo irreversible de la modernidad. El precio que tuvo que pagar fue renunciar a su tradición, por ello no sólo la gnomónica, la astrología, la alquimia o la historia natural — saberes que se practicaban en la Nueva España— se convertirán en ruinas de tiempos viejos, los cuales deben ser suplantados por la vanguardia epistemológica del discurso científico occidental.
Ahora bien, los tres casos antes mencionados nos muestran cómo la experiencia temporal de la Nueva España no es homogénea. Por el contrario, tiene diferentes componentes que pueden ir desde principios astrológicos, relojería solar hasta ingeniería mecánica de alto calibre, de modo que en lugar de una unicidad temporal nos encontramos pluralidades de tiempos convergiendo en mismos espacios y momentos. La vanguardia de la modernidad tachó a la Nueva España como uno de los tantos «intentos fallidos», pero ahí yace un síntoma importante: los novohispanos, en su afán de ser modernos, lograron una complejidad temporal que aún no podían apreciar.
La historia de la relojería es importante porque nos indica el desarrollo de las objetivaciones del tiempo, la capitalización de las medidas y la incorporación de la Nueva España al orden de la mathesis, pero nuestra historia apunta a rescatar esas experiencias del tiempo que yacen en la sombra de la modernidad, de modo que también debemos pensar un proceso inverso: una reconstrucción de las subjetividades del tiempo novohispano.
Desde que san Agustín planteó la naturaleza indefinible del tiempo, el lenguaje ha tenido que dar muchos rodeos para poder expresar de una u otra manera sus características, de modo que la relación entre el tiempo y el lenguaje suele ser discrepante: el tiempo desborda al lenguaje, pero el tiempo necesita al lenguaje para hacerse inteligible. El ritmo de esa relación está mediado por la metáfora, esa formulación del lenguaje que, por sus capacidades semánticas y explicativas, de vez en cuando le hace justicia al tiempo. Por ello, muchas veces sólo podemos expresar y entender las características del tiempo a través de metáforas. Este ámbito no es sólo una cuestión de estilo, puesto que se vuelve una pieza clave para la inteligibilidad de las experiencias del tiempo. Ahora me gustaría detenerme en este rubro.
Como bien nos indica Hans Blumenberg, los conceptos pertenecen al mundo de las definiciones, de las necesidades de objetivación, de la estandarización de los significados, que desde Descartes han buscado su correlato en la definición de una terminología justa para la realidad que se pretende representar.31 Este espíritu objetivante de la realidad genera la necesidad de conceptos, los cuales se crean de la distinción y selección de ciertos elementos semánticos que habitan en el lenguaje y es precisamente esta operación la que nos indica el nivel al que queremos acceder:
En general, la exhibición de metáforas absolutas debería permitirnos pensar de nuevo a fondo la relación entre fantasía y logos, y justamente en el sentido de tomar el ámbito de la fantasía no sólo como sustrato para transformaciones en la esfera de lo conceptual —donde, por así decirlo, pueda ser elaborado y transformado elemento tras elemento, hasta que se agote el depósito de imágenes—, sino como una esfera catalizadora en la que desde luego el mundo conceptual se enriquece de continuo, pero sin por ello modificar y consumir esa reserva fundacional de existencias.32
Ese depósito o esfera catalizadora, esos grandes cúmulos de significado, en que los conceptos adquieren su forma es lo que nos interesa resaltar en este apartado: el modo como las experiencias se modifican tiene que ver mucho con el sustrato semántico en el cual están inmersos. Ahora bien, para que podamos vislumbrar esta dimensión del lenguaje es importante no separar conceptos de metáforas puesto que ambas son polos o expresiones de los usuarios.33 Tanto los conceptos como las metáforas forman parte del repertorio lingüístico que los hombres novohispanos ocupaban para expresar su experiencia del tiempo, de modo que las metáforas nos ayudarán a comprender de manera más clara cómo funciona la semántica del tiempo en la Nueva España.
Antes de la modernidad, en casi todo el mundo occidental existía un sustrato semántico fundamental para referirse al tiempo: la teología judeocristiana. Este saber venía a ser las aguas en las que todas las experiencias de los hombres occidentales navegaban, ese conocimiento común que le daba sentido a las cosas, que, en términos temporales, era la historia de la salvación, ese gran relato en el que se insertaban todos los acontecimientos habidos y por haber. Esta gran narración no solamente funcionaba en su nivel discursivo, como el gran metarrelato de la cristiandad, sino que era el caldo de cultivo de la temporalidad misma: de este saber se generaban las cronologías, las referencias en el tiempo, los intervalos o duraciones de los periodos, los acontecimientos relevantes, el sentido de la historia (y por ende del tiempo), así como la existencia de cada uno de los hombres: la historia de la salvación era el sustrato semántico del que emergían los modos de experimentar el mundo.
Siguiendo los postulados de Blumenberg, la historia de la salvación era una metáfora absoluta,34 puesto que nos indica no solamente el proceso como las experiencias se condensan en conceptos, sino que nos da luz sobre los excedentes o distinciones semánticas que quedan implícitas en tal proceso. Ahora bien, la historia de la salvación adquiere su carácter de metáfora absoluta por el simple hecho de que intentar determinarla es una herejía: saber el inicio o fin de los tiempos es una cualidad que sólo Dios mismo puede tener, ningún hombre puede atreverse a saber el orden o sentido del tiempo, de modo que intentar definirla en términos cuantitativos o cualitativos era atentar contra la voluntad de Dios. La historia de la salvación es la historia de todo, de lo conocido y lo desconocido, de modo que siempre hay un excedente semántico en su núcleo.
Para cualquier cristiano, ya sea letrado o un simple campesino, el sustrato común de donde abrevan para comprender el tiempo era ese gran relato conocido como historia de la salvación, en la que estaba inmerso todo ser humano, animal, planta, estrella, planeta, puesto que todos estos conceptos partían de este saber común. El tiempo mismo no podía ser entendido sin ella, puesto que éste también era una creación de Dios, de modo que la metáfora omniabarcante del tiempo era esta gran historia de la salvación en la que cada signo o marca del mundo debería encontrar su lugar. Los hombres novohispanos, antes que nada debían ser buenos cristianos, lo cual los hacía participes de la historia de la salvación. Caso claro de esta condición es el paladín de la astronomía moderna en la Nueva España, Carlos de Sigüenza y Góngora, quien en su Libra astronómica y filosófica (1681) nos dice:
Porque los católicos, poseedores del conocimiento de las verdades eternas y privilegiados de Dios muchísimo más sin comparación con los poetas gentiles, leemos las escrituras divinas y no por ello comprendemos los misterios recónditos que hay en ellas, ni las cosas que se retiran de nosotros otro tanto cuanto se alejan los cielos…35
El sustento de toda su empresa astronómica, son las «verdades eternas», Dios como principio y fin de todo: sus experiencias del tiempo siempre deben estar en función de la historia de la salvación, que no es otra cosa que la representación metafórica de la voluntad divina: es en este saber en el que adquieren sentido sus observaciones del cielo, de él proviene el orden de sus ideas y la conceptualización de sus experiencias; es el sustrato de toda su empresa cosmológica, sin ella no tendría sentido realizar dichas prácticas. Ya sean clásicas o novedosas, sus objetivaciones del tiempo son posibles por el gran relato que organiza su realidad y a la cual le debe la capacidad de sacar conjeturas del cosmos. El sustrato semántico desde el cual experimentan el tiempo es lo que nos indica la metáfora de la historia de la salvación, y sin ella el propio cosmos no tiene sentido.
Ahora bien, en el siglo XVII el desarrollo epistemológico en distintos rubros del saber fue tan importante que la historiografía lo ha identificado como la cúspide de la Revolución científica. Así, cabe preguntarse: ¿la revolución científica no trastocó el sustrato semántico de la historia de la salvación? A mi parecer sí, puesto que emergieron metáforas que intentaron dar cuenta de este nuevo cúmulo de experiencias sobre el mundo. Siguiendo los postulados de Hugh Kearney, la Revolución científica estuvo compuesta por tres órdenes o enfoques de acercamiento a la naturaleza: el orgánico, en el que se creía que el orden del mundo estaba en función de un sistema de elementos o partes y que todo lo que hay en el mundo tiene un lugar dentro de este sistema; el mágico, en el que el mundo es un conjunto de relaciones entre el espíritu y la materia y es de estas relación que se derivan todos los fenómenos naturales; y el mecánico, en el que el mundo es un conjunto ordenado de partículas homogéneas que conforman un todo, donde no importa tanto el lugar de las cosas sino la operatividad de las partes en función del todo.36 Estas tres tradiciones del saber tenían ciertas tendencias particulares con las cuales definen o conceptualizan el mundo: el organicismo optaba por definir el mundo como un cuerpo, dejando clara su tendencia biologicista o de las ciencias de la vida; la magia, por su parte, describía el mundo en forma geométrica, representando el mundo a modo de diagramas que dieran cuenta de las conexiones fundamentales de la realidad; el mecanicismo entendía el mundo como una máquina en la que todas sus partes funcionaban en un ritmo ordenado bajo el mandato de las leyes físicas.
Estos tres enfoques que se tenía de la realidad fueron el estrato semántico para muchas reflexiones y descubrimientos fundamentales en el siglo XVII: el organicismo estaba influenciado por el pensamiento alquímico de Paracelso, el Novum organum de Francis Bacon, y en su versión más acabada las investigaciones sobre la circulación sanguínea de William Harvey; el enfoque mágico abrevaba mucho de la tradición hermética y el neoplatonismo que desde el Renacimiento tuvo mucho influencia en pensadores como Leonardo da Vinci, Giordano Bruno o Johannes Kepler; el mecanicismo estaba fundamentado en los descubrimientos sobre fenómenos físicos como el movimiento, la difracción de la luz o la gravitación universal hechos por Galileo, Descartes o Newton, de modo que todos estos saberes tenían un ámbito de operatividad semántica con las cuales definían sus enfoques, métodos y conceptos fundamentales de la naturaleza.
Ahora bien, de cada uno de estos enfoques se puede abstraer una metáfora radical con la cual se hace evidente el sustrato semántico desde el cual los conceptos se formaban: el organicismo genera la metáfora del mundo como cuerpo, un sistema orgánico o natural en el que los conceptos eran definidos como esos órganos que conformaban el sistema; el pensamiento mágico se fundamenta en la metáfora del mundo como misterio, en el que todo está conectado y los conceptos se determinan por los tipos de relaciones que tienen con la materia; el mecanicismo, por su parte, crea la metáfora del mundo como máquina, la cual se representaba con un reloj mecánico ya que, como dijimos anteriormente, era la máquina más acabada de aquellos tiempos, de modo que los conceptos se creaban o definían por su grado de operatividad dentro de la maquinaria total del mundo.37
Estas tres metáforas radicales interactuaban con la metáfora absoluta de la historia de la salvación, y ambas funcionaban como sustratos semánticos desde donde se creaban los conceptos. Los pensadores novohispanos no eran ajenos a ellas; tal es el caso de Enrico Martínez, quien nos dice:
Toda máquina del universo es semejante a un individuo, conviene saber semejante a una persona, y así como en el hombre no hay miembro, parte ni sentido que no sea necesario para la perfección y conservación de su vida, así en el cielo no hay parte ni estrella por mínima que sea que no tenga su particular virtud e influencia de todo el cuerpo del mundo.38
En este pequeño apartado podemos ver claramente cómo la metáfora organicista y la mecánica conviven en su explicación del mundo, dejando claro que el universo es una máquina o un cuerpo humano compuesto de elementos fundamentales para su funcionamiento y en el cual todas las cosas tienen un lugar. Más adelante explica que la región de los cielos es «toda la maquina celeste ordenada por el infinito sabio y Divino arquitecto para la producción de todos los efectos naturales que vemos y para la continua generación y corrupción de las cosas elementadas»,39 y la región elemental o sublunar se asemeja a un cuerpo: «Comparemos toda la región elemental a un cuerpo humano, porque así como toda ella consta de cuatro partes, conviene saber, de fuego, aire, agua y tierra, así el cuerpo humano consta de cuatro humores que tienen semejanza con los cuatro elementos».40 El entramado de sentido que rodea sus conceptos de «mundo», «universo», «celeste», «mundo elemental», se encuentran rodeados por las metáforas del cuerpo y de la máquina características de los científicos del siglo XVII.
Otro caso es el de Sigüenza y Góngora, en quien encontramos muy marcada una tendencia mecanicista puesto que es un gran admirador de la obra de Descartes, tanto así que ocupará su teoría de los vórtices para explicar el movimiento de los cometas,41 conoce su geometría analítica y era poseedor de muchas de sus obras.42 Asimismo, por parte de su mentor, fray Diego Rodríguez, es claro que estaba familiarizado con el mundo de las máquinas y existen datos de que él era un gran coleccionista de artículos científicos como telescopios, sextantes entre otros instrumentos matemáticos.43 Aunque es muy notorio que Sigüenza y Göngora siempre abogó por un lenguaje diáfano y matemático, es imposible negar que la metáfora de la máquina así como la orgánica y la del misterio estuvieron presentes en su campo semántico.
Ahora bien, si estas metáforas indicaban un cúmulo semántico muy variado para poder conceptualizar las experiencias del tiempo, ¿pudieron sustituir a la historia de la salvación como metáfora absoluta? Pese a la popularidad que estas metáforas gozaron en el contexto de la Revolución científica, ninguna de ellas logró convertirse en una metáfora absoluta, de modo que para el mundo novohispano ocurrió lo mismo. En primer lugar, la metáfora del mundo como misterio fue la primera que entró en desuso en la Nueva España, esto por el simple hecho de su naturaleza adivinatoria. Ese tipo de saber fue perseguido y censurado por la Inquisición, de modo que, pese a que se conocía, no se podía ejercer abiertamente, en otras palabras, contaba con un campo semántico y no con uno pragmático.44
Para el caso de la metáfora del mundo como cuerpo, pronto fue absorbida por la teología católica en la que el cuerpo de la Iglesia era la representación de la historia de la salvación; esto se debió a que los saberes sobre el cuerpo en la Nueva España aún eran de corte hipocrático y galénico, y la teoría de la circulación de la sangre de Harvey llegaría hasta el siglo XVIII.45 Esto propició que el cuerpo como metáfora fuera entendido en un nivel más místico.
Para el caso de la metáfora del mundo como máquina, el reloj fue la representación idónea. El reloj mecánico, como se dijo anteriormente, contenía todos los valores de la nueva temporalidad que emergía del discurso científico, por lo tanto hubo muchísimo desarrollo de esta metáfora a lo largo de la temprana modernidad.46 Para el caso de la Nueva España, como ya lo mencionamos, el reloj mecánico casi no fue desarrollado hasta finales del siglo XVIII. Anterior a esto, los relojes mecánicos no fructificaron en la Nueva España, a mi parecer, por un simple motivo: los autómatas o máquinas autónomas, emulaban el movimiento de los seres vivos, lo cual era una herejía. Sólo Dios podía dar el soplo de vida y volver animados los cuerpos, de modo que crear autómatas era atentar contra la voluntad de Dios.47
La historia de la salvación se mantuvo como la metáfora absoluta que, pese a haber otros cúmulos semánticos como las metáforas antes mencionadas, se seguía abrevando de ella para conceptualizar la experiencia del tiempo de los hombres novohispanos. El tiempo, en su sentido más íntimo o sustancial, siguió siendo de naturaleza teológica. Enrico Martínez, quien siempre tuvo una fuerte tendencia por la adivinación y los pronósticos, tenía que circunscribir su experiencia del tiempo a la semántica de la historia de la salvación, y lo mismo ocurrió con Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, pese a conocer los avances científicos más relevantes de su tiempo, tenía que ceñirse a los parámetros temporales de la historia de la salvación, lo cual queda muy claro en su fuerte tendencia providencialista que deja ver a lo largo de su obra.48
Ahora bien, esta metáfora absoluta nos sirve para poder identificar y caracterizar las experiencias del tiempo novohispano: éstas aun dependían de un sustrato semántico teológico que les daba forma, de modo que, pese a encontrarse indicios de una temporalidad en el sentido moderno —como son los relojeros del siglo XVIII—, el marco de referencia semántica en el que el lenguaje del tiempo se modificaba aún no era apto para poder dar cuenta de esta nueva forma de experimentar el tiempo. Así como Ulises estaba atado al mástil para no perderse en el canto de las sirenas, los novohispanos se deleitaban en las posibilidades del tiempo nuevo pero no podían acceder a él, puesto que el entramado semántico del tiempo aún se escribía con las tintas de la historia de la salvación.
Como se ha demostrado a lo largo de este ensayo, existe una historia bajo la sombra de la modernidad, una historia que ha sido relegada a las marginalidades puesto que la coercitividad del tiempo occidental la oprimió al punto de convertirla en olvido, pero no por ello deja de pertenecer al pasado. Está ahí, pero debemos tener los ojos bien abiertos para poderla observar y ahora más que nunca hay que buscarla.
Al principio de este texto mencioné que la sociedad actual ya no se siente representada por los valores de la modernidad, puesto que, como bien sabemos, como proyecto político, económico y cultural, es un concepto agotado. Además, ahora nos damos cuenta de que, como proyecto temporal, también es errado, al punto que nos tiene sin el mínimo interés pensar si somos o no somos modernos.49 El tiempo se ha accidentado. Pero es justo esta situación la que nos lleva a buscar nuevas perspectivas de nuestro devenir. Hay que voltear a ver esas historias que vivieron en la oscuridad, esas experiencias del tiempo pasadas donde objetividades y subjetividades convivían y se adaptaban las unas a las otras, donde la complejidad humana se desarrolló de una manera diferente a la que Occidente nos ha hecho creer como correcta.
Si algo me gustaría resaltar de estas reflexiones es que, para el quehacer del historiador, la «modernidad» (y todas sus derivadas) debe ponerse en tela de juicio como categoría de análisis del pasado, y esto no porque actualmente la modernidad nos haya defraudado, sino porque el abanico de posibilidades de pasado que nos ofrece se ve superado por la complejidad de las realidades pasadas: si quisiéramos analizar la Nueva España bajo los presupuestos de la modernidad, lo único que encontraríamos serian errores, estancamiento y culpabilidades. ¿Eso es realmente la sociedad novohispana?
Debemos apuntar a buscar nuevas categorías analíticas, unas mucho más operatorias y que nos muestren aproximaciones reales a la complejidad de dicho periodo. Si tuviéramos que hacer una historia de los perros, ¿la haríamos desde las categorías de los gatos? Lo mismo ocurre para la Nueva España: si queremos captar la complejidad de las experiencias pasadas del mundo novohispano, lo que llamé una historia de las subjetivaciones, ¿la haríamos desde las «objetividades» de la modernidad?
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1 Carlo Rovelli, El orden del tiempo, pp. 143-150.
2 Oliver Sacks, El río de la conciencia, pp. 33-61.
3 Véanse obras clásicas como Fernand Braudel, «La larga duración» o Reinhart Koselleck, historia/Historia, pp. 113-125, donde se propone que la historia contiene su propia dimensión temporal. Para un caso más contemporáneo podemos mencionar la obra de François Hartog Regímenes de Historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo, pp. 19-41.
4 Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo. Estudios sobre historia, pp. 36-37 y 50-53.
5 Claude Lefort, Las formas de la historia. Ensayos sobre antropología política, p. 35.
6 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, p. 73.
7 Sobre la clepsidra y Carlomagno: «Una máquina que, accionada por la fuerza motriz del agua, marca las horas con un número apropiado de pequeñas bolas de bronce que retachan sobre un timbre del mismo metal». Jacques Attali, Historias del tiempo, p. 58.
8 Ibid., p. 109.
9 Ricardo Uribe, El arte del reloj en las manos del lector. Impresos de relojería mecánica en el mundo hispánico del siglo XVIII, p. 61.
10 Un caso particular de exactitud será cuando en el siglo XVIII el arte de la relojería comenzó a tomar como unidad de medida base los segundos, buscando así una división aún más exacta de las horas que conformaban el día. Véase Ricardo Uribe, «Los extraños hombres de los segundos. Medición y percepción de las fracciones del minuto por parte de los ilustrados neogranadinos», p. 127.
11 Isaac Newton, Principios matemáticos de filosofía natural, p. 32.
12 R. Uribe, El arte del reloj…, op. cit., p. 83.
13 Ricardo Uribe, «El oficio del relojero y el arte de la reparación en el mundo hispánico del siglo XVIII», p. 9.
14 J. Attali, op. vit., pp. 115-116.
15 Leonardo-Ariel Carrió-Cataldí, «El tiempo, el mar, el mundo: grafías del tiempo en las culturas ibéricas (siglos XVI-XVII)».
16 Marco Arturo Moreno Corral, Las ciencias exactas en México. Época colonial, pp. 51-74.
17 Enrico Martínez, Repertorio de los tiempos e Historia Natural de esta Nueva España, p. 58.
18 Para más detalles sobre la vida y obra de fray Diego Rodríguez, véase las obras de Elías Trabulse, El círculo roto. Estudios históricos sobre la ciencia en México, pp. 64-90.
19 Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680), p. 226.
20 Elías Trabulse,«El reloj de Oaxaca. Astronomía y cronometría en el México colonial», pp. 9-29.
21 Citado en E. Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, op. cit., p. 237.
22 Ibid., pp. 160-161.
23 Laura Cházaro, «Los instrumentos matemáticos en la Nueva España: circulación, usos y transformaciones de la medición», pp. 742-746.
24 Virginia González Claverán, La expedición científica de Malaspina en la Nueva España 1789-1794, p. 332.
25 L. Cházaro, op. cit., pp. 744-745.
26 Juan Manuel Espinoza Sánchez, Newton en la ciencia novohispana, pp. 195-196.
27 Juan Manuel Espinoza Sánchez, «Diego de Guadalajara y la física newtoniana en la construcción de relojes novohispanos del siglo XVIII», p. 49.
28 Ibid., p. 65.
29 J. M. Espinoza Sánchez, Newton en la ciencia…, op. cit., p. 194.
30 R. Uribe, op. cit., p. 25.
31 Hans Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, p. 33.
32 Ibid., p. 36.
33 Ibid., p. 69.
34 Es importante mencionar que Blumenberg identifica dos tipos fundamentales de metáforas: las metáforas radicales, que indican el nivel o los límites de la conceptualidad, en otras palabras, hacen evidente los excedentes de sentido de los conceptos así como el terreno de lo inconceptual y, en algunos casos, este tipo de metáforas pueden convertirse en conceptos; y las metáforas absolutas las cuales, además de lograr lo mismo que las metáforas radicales, «muestran su resistencia a la pretensión terminológica, que no se pueden resolver en la conceptualidad» o, dicho en otra palabras, son imposibles de conceptualizar. Esta característica es fundamental ya que las vuelve casi constitutivas de la realidad humana puesto que su extensión semántica es tan amplia que puede posibilitar un sistema conceptual completo. Ibid., pp. 33-37.
35 Carlos de Sigüenza y Góngora, Libra Astronómica y Filosófica, p. 24.
36 Hugh Kearney, Los orígenes de la ciencia moderna 1500-1700, pp. 22-47.
37 Ibid., pp. 77-185. H. Blumenberg, op. cit., pp. 105-120.
38 E. Martínez, op. cit., p. 47.
39 Ibid., p. 48.
40 Ibid., p. 49.
41 C. de Sigüenza y Góngora, Libra Astronómica y filosófica, p. 14.
42 Me adscribo al postulado de Elías Trabulse de que Sigüenza y Góngora era un cartesiano, que, pese a estar formado en una tradición escolástica, sus métodos y descripciones astronómicas lo hacían más cercano al paradigma racionalista de la ciencia moderna. Véase Elías Trabulse, Ciencia y religión en el siglo XVII, pp. 70-71.
43 Irving Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo XVII, pp. 66-67.
44 Ablisson Mathilde, «En la mala estrella: pronósticos astrológicos y repertorios de los tiempos», pp. 249-274.
45 María Luisa Rodríguez-Sala, «Los conventos en la Nueva España y sus cirujanos, miembros de un estamento ocupacional o comunidad científica», p. 66.
46 Para un excelente análisis de la metáfora del reloj en la temprana modernidad, véase Otto Mayr, Autoridad, libertad y maquinaria automática en la primera modernidad europea, pp. 45-86.
47 Ibid., pp. 106-107.
48 C. de Sigüenza y Góngora, op. cit., p. 56.
49 Bruno Latour, Nunca fuimos modernos. Ensayos de antropología simétrica, pp. 76-79.