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Número 95

Biopolítica colonial

Genealogía de la concentración y racialización en la Nueva España

Daniel Nemser

Universidad de Michigan

La raza se piensa tradicionalmente en términos de personas, pero en última instancia (y originalmente) su lógica política sólo se comprende plenamente cuando se contempla en términos territoriales: la raza es siempre, más o menos explícitamente, la racialización del espacio, la naturalización de la segregación.
Joshua Lund, The Mestizo State

El 10 de febrero de 1896, un barco que transportaba al capitán general español Valeriano Weyler y Nicolau atracó en el puerto de La Habana, donde fue recibido con aplausos entusiastas por multitudes leales al Imperio español. Los insurgentes cubanos habían declarado su independencia de España el año anterior y habían tomado el control de gran parte del campo. Una semana después de su llegada, el general Weyler emitió un decreto que se volvería tristemente célebre: ordenó a los civiles que vivían en las áreas rurales del oriente de la isla que se presentaran en la ciudad con una guarnición española en un plazo de ocho días. Ahí serían alojados y protegidos de lo que Weyler llamó las «negradas insurrectas», en pueblos recién rodeados de alambre de púas y trincheras defensivas.1

Los soldados, entonces, peinarían el campo, destruyendo todo lo que se hubiera dejado atrás. Cualquiera que se negara a cumplir sería considerado insurgente y tratado como tal. Pronto, la misma orden se aplicó al resto de la isla. Entre 1896 y 1898, la política de reconcentración de Weyler desarraigó a medio millón de civiles. Las hambrunas y enfermedades que generó causaron la muerte de más de 100 000 personas, alrededor del 10 % de la población total de Cuba en esa época. Las bajas fueron tan altas que no había dónde enterrar a los muertos, y fotografías contemporáneas muestran montañas de huesos apilándose en los cementerios de la isla.2

Los campos de Weyler no lograron ganar la guerra para España, pero en cierto modo tuvieron un éxito que superó con creces sus expectativas. Para muchos académicos, desde historiadores hasta filósofos, este episodio en la historia colonial española marca el nacimiento del campo de concentración.3 Desde entonces, fue adoptado y utilizado por otras potencias coloniales alrededor del mundo, para después regresar a Europa. El propio Weyler señaló en sus memorias de guerra que británicos y estadounidenses, quienes habían sido los críticos más severos de sus políticas en Cuba, más tarde copiarían su modelo en el Transvaal y las Filipinas.4

Así, los primeros años del campo están profundamente entrelazados con sus raíces españolas y, sobre todo, coloniales. En su influyente libro Homo sacer (1998), el filósofo italiano Giorgio Agamben sugiere, en una de las pocas menciones al colonialismo europeo, que lo más importante acerca de los primeros «campos de concentración creados por los españoles en Cuba» es que a través de ellos «un estado de emergencia vinculado a una guerra colonial se extiende a toda una población civil».5 Sin embargo, estos relatos plantean también una pregunta importante: si el colonialismo (español) fue la condición de posibilidad del campo, ¿por qué emergió sólo al final de un largo proyecto colonial que ya había durado más de cuatro siglos?

Infrastructures of Race responde a esta pregunta trazando una genealogía del concepto de concentración hasta las primeras décadas de la colonización de América por parte de España. Más que un siniestro deus ex machina que rescató el proyecto imperial moribundo de España, la concentración había sido, durante mucho tiempo, una de las técnicas primarias de gobernanza colonial en América. Los conquistadores del siglo XVI llevaron consigo una concepción renacentista del mundo que vinculaba el orden social de manera íntima con el orden espacial.

Con el paso de los siglos, las autoridades coloniales regresaron una y otra vez a la promesa de recolectar y organizar objetos humanos y no humanos dentro del espacio arquitectónico y urbano como clave para un gobierno efectivo y una población bien ordenada. Por lo tanto, cuando el general Weyler implementó el «campo de reconcentración» en 1896, no estaba inventando algo nuevo, sino recurriendo a un repertorio denso de formas y prácticas de concentración desarrolladas y aplicadas bajo el dominio colonial desde el siglo XVI.

Desde el principio, la concentración de cuerpos estuvo íntimamente vinculada a una política de la raza. Como señala Joshua Lund en el epígrafe, la raza es tanto una cuestión de espacio como de personas y poblaciones. El espacio es la cuadrícula de inteligibilidad que da forma a la raza y la hace legible, incluso pensable. Como crítico literario, Lund se interesa por las contribuciones de la tradición literaria mexicana al proceso de racialización en el México moderno, un proceso enraizado en la división de recursos materiales respaldada por el despliegue de la violencia institucional.

La raza está presente en toda esta tradición, escribe Lund, «desde El periquillo sarniento de Lizardi en adelante».6 Aunque publicada justo antes de la independencia política, esta novela seriada a menudo se considera una de las primeras manifestaciones de la naciente nación mexicana. Sin embargo, la política intersectada de raza y espacio no comienza con el proyecto de formación nacional. Durante el periodo colonial se elaboraron muchas de las categorías operativas que Lund examina, desde «indio» hasta «mestizo» y más allá.7

Consideremos al indio. Esta categoría es incuestionablemente central en la manera en que se conceptualiza la raza en muchas partes de América Latina hoy en día, no sólo por la gran población indígena en países como México, sino porque el indio está implícito en el discurso convencional del mestizaje, que generalmente presume una mezcla de ascendencia europea e indígena. Como todos sabemos, esta etiqueta se basa en un error geográfico: un Cristóbal Colón confundido estaba seguro de haber llegado a Asia, cuando en realidad estaba a medio mundo de distancia, en lo que hoy llamamos el Caribe, también como resultado de su prolífica práctica de nombrar. La etiqueta también fue un error en cuanto a que agrupó una enorme diversidad humana en una sola categoría homogénea. Pero el hecho de que fuera un error no impidió que se naturalizara.

¿Qué hace posible que un error de tal magnitud perdure durante tantos siglos, incluso a través de revoluciones basadas precisamente en el rechazo de quienes aplicaron originalmente el nombre? ¿Cómo llega no sólo a institucionalizarse, sino a ser vivido subjetivamente? ¿A través de qué mecanismos, en otras palabras, la adscripción racial produce efectos materiales?

Hoy en día, ya no resulta controvertido discutir la raza en términos de una «construcción social». El enfoque de la construcción social surgió inicialmente como una respuesta a la suposición dominante durante mucho tiempo de que las diferencias raciales estaban basadas principalmente en variaciones biológicas reales. Medido por su difusión tanto en el ámbito académico como en la cultura popular, este enfoque ha sido bastante exitoso. Sin embargo, el constructivismo social puede oscurecer tanto como aclara. A veces, por ejemplo, parece presentar la raza como algo ilusorio, operando estrictamente en el nivel de la representación. En otras versiones, se distingue implícita o explícitamente entre dos niveles o instancias, donde un velo discursivo o ideológico se coloca sobre una base objetiva preexistente.

Aunque este enfoque analiza críticamente y destaca el carácter construido de los significados, positivos o negativos, que pueden asociarse a ciertas identidades, sigue dando por hecho la existencia de la «diferencia» como una base «natural» sobre la que se injertan las representaciones, ya sea de manera más o menos precisa. De este modo, el racismo vuelve a reducirse a un error epistémico, basado en la ignorancia o el prejuicio. La práctica antirracista, entonces, se centra en corregir estas representaciones, alineándolas mejor con los objetos que buscan representar y afirmando estas identidades y la diferencia que encarnan.

Este libro presenta un argumento diferente. Desde el inicio, asumo que la raza no puede reducirse a una identidad previa o preexistente. No es un punto de partida, sino un producto final, el resultado de un proceso llamado racialización. Los procesos de racialización que comenzaron con el proyecto colonial español estuvieron mediados por una política del espacio. Es decir, no sólo la raza se hizo pensable en el contexto colonial principalmente a través de disciplinas espaciales como la historia natural, la cartografía y la planificación urbana, sino que la racialización también se materializó en parte mediante intervenciones físicas en el paisaje. Estas infraestructuras coloniales constituyeron las condiciones materiales de posibilidad para el dominio colonial y, además, permitieron la emergencia y consolidación de categorías raciales tanto a través de la adscripción como de la subjetivación.

Específicamente, los proyectos de infraestructura organizados en torno a la concentración de objetos humanos y no humanos crearon nuevas proximidades que posibilitaron la emergencia de lo que podríamos llamar «la grupalidad» en sí misma. Lo que Lund denomina «la naturalización de la segregación» requiere un espacio racialmente ordenado, y ese espacio tuvo que ser construido antes de poder ser olvidado.

En lugar de investigar las superficies de las formaciones coloniales de diferencia —cómo los contemporáneos percibían la identidad, cómo se marcaban los cuerpos, cómo se representaba la otredad—, este libro se centra en lo que llamo las infraestructuras de la raza: los sistemas materiales que hacen posible que las categorías raciales sean pensadas, asignadas y vividas, así como los sistemas de dominación y acumulación que estas categorías posibilitan.

Uso la palabra infraestructura en dos sentidos superpuestos. Primero, lo que a menudo queda sin examinar en las teorías de la racialización son precisamente las dimensiones materiales de estos procesos, las formas concretas en las que se cristalizan y las cosas de las que dependen. Basándome en nuevas investigaciones sobre infraestructuras en campos como la antropología, la historia y la geografía, sostengo que la racialización en el México colonial fue posible en parte gracias a la construcción de estructuras más o menos duraderas como caminos, muros, zanjas, edificios, fronteras y pueblos, en las cuales se concentraron objetos humanos y no humanos. Estas intervenciones tejieron y organizaron el territorio colonial, facilitando la composición de grupos diferenciados que, con el tiempo, se naturalizaron.

Aunque la concentración se asocia más comúnmente con el confinamiento, también depende y posibilita ciertas formas de movilidad. En el México colonial, las personas y las cosas que fueron objeto de concentración tuvieron que ser desplazadas de un sitio a otro, y estas reubicaciones activaron nuevos flujos de personas, mercancías e ideas a través de redes locales, regionales y transoceánicas. De este modo, la concentración combinó tanto el confinamiento como la circulación.

En segundo lugar, sin negar la negociabilidad de las jerarquías coloniales, este libro destaca los límites de la agencia humana y explora la racialización como un componente estructural de la dominación colonial y el capitalismo global. En otras palabras, sugiero que la raza en sí misma puede operar como una suerte de infraestructura, una relación sociotécnica que permite el funcionamiento continuo de maquinarias específicas de extracción y acumulación.

Aunque la infraestructura se entiende convencionalmente en términos de objetos físicos, teóricos de la infraestructura en el sur global han propuesto la noción de «las personas como infraestructura», que abarca los efectos productivos y reproductivos de los sistemas de relaciones sociales.8 Al analizar la raza en términos del «trabajo» que realiza, en lugar de la forma en que aparece, este enfoque resalta las continuidades históricas por encima de las rupturas.9

El capitalismo global, por tanto, se forjó no sólo a través de la violencia y la destrucción —lo que Karl Marx describe como «conquista, esclavitud, robo, asesinato, en resumen, fuerza»—, sino también mediante formas afirmativas de poder que produjeron nuevas relaciones sociales y subjetividades racializadas. La historia de la acumulación originaria «está escrita en los anales de la humanidad con letras de sangre y fuego», pero también con ladrillos y adoquines, categorías y clasificaciones.10

Paradigmas de la raza

Con trazos necesariamente amplios, existen actualmente dos paradigmas principales para abordar la cuestión de la raza en la América Latina colonial.

El primero es el paradigma decolonial, que ha ganado influencia recientemente entre académicos de diversas disciplinas, aunque menos entre los historiadores. Este enfoque crítico gira en torno al concepto de la «colonialidad del poder», elaborado por primera vez por el sociólogo peruano Aníbal Quijano a principios de la década de 1990. La colonialidad se refiere a la matriz de poder eurocéntrica que constituye, en palabras de Walter Mignolo, el «lado oscuro» de la modernidad. El mundo moderno/colonial se inauguró con la conquista y colonización de América, pero no terminó con la independencia política.

Según Quijano, este sistema se organizó en torno a dos ejes interrelacionados. El primero fue la construcción y naturalización de la idea de raza como una «categoría mental de la modernidad». Inicialmente, la raza surgió a través de la distinción entre colonizadores y colonizados, pero pronto se fundamentó en «supuestas estructuras biológicas diferenciales». Con el tiempo, el color pasó a ser emblemático de la identidad racial. De esta manera, la raza no sólo se convirtió en una herramienta de clasificación social, sino también en un mecanismo de dominación, inscribiendo diferentes identidades en jerarquías sociales.

El segundo eje fue la formación de un nuevo modo de relaciones económicas capaz de articular múltiples formas de control laboral en un único sistema mundial. Por primera vez, la esclavitud, la servidumbre y el trabajo asalariado se unieron en la producción para el mercado global. Para Quijano, el capitalismo no se define por la hegemonía del trabajo asalariado, sino por la articulación de diversas relaciones de producción dentro de una sola totalidad.11

En el centro de estos procesos históricos se encontraba la colonización de América. Según Quijano, fue ahí donde por primera vez se impuso «una división racial sistemática del trabajo»: los indígenas fueron transformados en siervos, los negros en esclavos y los españoles en trabajadores asalariados o productores independientes de mercancías. Así, las «razas inferiores» se asociaron con el trabajo no remunerado, mientras que la «raza superior» —y la blanquitud misma— se vinculó con el salario y el poder institucional dentro de la administración colonial. Además, a medida que la colonización europea se expandió, la matriz colonial de poder se extendió a otras partes del mundo, y en cada caso «cada forma de control laboral se asoció con una raza particular».12

Aunque este enfoque busca proporcionar un análisis tanto epistémico como material de la construcción colonial de la raza, deja sin resolver varias preguntas. Es cierto, por ejemplo, que los indígenas debieron realizar trabajos forzados, pero hacia mediados del siglo XVI, este trabajo, aunque obligatorio, debía ser remunerado con un salario (un salario bajo, ciertamente, pero un salario al fin). ¿Y qué hay de aquellos racializados como mestizos, ni indígenas ni españoles? Aquí Quijano no es claro. A veces parece sugerir que los mestizos fueron incluidos en el grupo general de trabajadores no remunerados junto con indígenas y negros («el trabajo no remunerado de indígenas, negros y mestizos»), mientras que en otros momentos insinúa su incorporación al salario («en el siglo XVIII […] un importante y extenso estrato social de mestizos […] comenzó a participar en las mismas actividades que los ibéricos no nobles»).13

¿El argumento sugiere un cambio entre los siglos XVI y XVIII, en el que los mestizos fueron inicialmente excluidos del salario, pero luego integrados al ámbito de la blanquitud asalariada? De ser así, ¿qué explica este cambio? En muchos sentidos, la confusión parece estar incorporada en el modelo mismo, ya que no había suficientes escalones en la escala económica para corresponder a las clasificaciones raciales emergentes de la época.14 En general, este modelo estático no logra explicar cómo se lleva a cabo la adscripción racial ni por qué cambian con el tiempo los significados racializados que produce. Al mismo tiempo, el aspecto material de la colonialidad ha tendido a desaparecer, especialmente a medida que el concepto ha sido adoptado por otros académicos.

Este alejamiento del materialismo es particularmente notable, dado el contexto de debates teóricos sobre desarrollo y nación en América Latina del cual surgió. Las referencias teóricas de Quijano incluían, en primer lugar, el pensamiento marxista, especialmente el del peruano José Carlos Mariátegui, cuya obra fundamental Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) abordó cuestiones críticas sobre el legado del colonialismo español, el «problema» del indígena y la centralidad de la tierra; en segundo lugar, los debates sobre el «colonialismo interno» en las naciones recién independizadas, formulados por Pablo González Casanova y otros en las décadas de 1960 y 1970; en tercer lugar, los debates concurrentes sobre la dependencia y la teoría de la dependencia en América Latina; y finalmente, la teoría del sistema-mundo de Immanuel Wallerstein.15

La colonialidad está claramente marcada por todos estos debates, pero al mismo tiempo representa un quiebre respecto a la lógica político-económica en la que estaban enmarcados. Para Quijano y otros, la colonialidad es principalmente una cuestión de epistemología. Así, la modernidad reemplaza al capitalismo como categoría analítica operativa, con el conocimiento eurocéntrico constituyéndose ahora en el objeto de la decolonización o «desvinculación».16 Este cambio de capitalismo a modernidad coincidió con un momento histórico en el que el marxismo parecía haber entrado en crisis terminal.

En las últimas dos décadas, paralelo al concepto de colonialidad, ha surgido un segundo paradigma historiográfico. En este sentido, muchos académicos han comenzado a reconsiderar las operaciones de la raza y las clasificaciones raciales en la América Latina colonial. Situada en su mayoría dentro de la disciplina de la historia, esta literatura apareció inicialmente en respuesta a un importante cuerpo de estudios de las décadas de 1960 y 1970 que tendían a tratar la raza como si tuviera un significado constante, transhistórico y, por lo tanto, relativamente transparente. Una señal reveladora de estos supuestos fue el tratamiento acrítico de los datos censales coloniales; el debate sobre «casta versus clase», que buscaba demostrar la primacía de una categoría sobre la otra, se desarrollaba en gran medida con base en medidas estadísticas extraídas de dichas fuentes.17

Recientes historiografías han cuestionado estas suposiciones como anacrónicas, problematizando la aplicabilidad de las nociones modernas de raza al periodo colonial. Estos trabajos han examinado la experiencia de la identidad entre poblaciones tanto de élite como subalternas; han interrogado la medida en que la diferencia racial realmente sirvió para dividir a poblaciones plebeyas heterogéneas; y han reconsiderado las imágenes raciales del siglo XVIII, desagregando representaciones visuales impactantes de la realidad del control social. También han rastreado la reconfiguración transatlántica de las nociones ibéricas tardomedievales de limpieza de sangre, arraigadas en discursos sobre identidades judías y musulmanas, que configuraron la jerarquía racial de la llamada sociedad de castas en América.

Asimismo, han destacado cómo las suposiciones de género sobre las poblaciones colonizadas y la economía sexual de la reproducción contribuyeron a las comprensiones modernas tempranas de la sangre y la herencia. Ahora está claro que la matriz colonial de identidad no sólo se organizaba en torno a marcadores fenotípicos como el color de piel, sino también a múltiples otros factores, como la ascendencia, la legitimidad, el honor, el idioma, la religión y las prácticas culturales. Más aún, las poblaciones coloniales no fueron simplemente objeto de control racial: rechazaron, modificaron y se apropiaron estratégicamente estas categorías para sus propios fines. Estos y otros aportes importantes han historizado los significados sociales de la diferencia en el periodo moderno temprano, aclarando las dinámicas de identificación y contestación en la vida cotidiana.18

Aunque valiosos por su riqueza empírica, muchos de estos relatos emplean una teoría de la raza que adolece de dos debilidades analíticas significativas. Por un lado, algunos académicos han adoptado un marco de periodización basado en una ruptura histórica entre las nociones coloniales (¿temprano modernas? ¿Premodernas?) de la diferencia y sus reformulaciones «modernas», que generalmente coinciden con la independencia política en el siglo XIX. Según esta perspectiva, la diferencia en la América Latina colonial debe entenderse como «cultural» (o quizás «sociorracial») y, por lo tanto, fluida. Sólo en el periodo «moderno» se convierte en verdaderamente «racial», es decir, «biológica» y fija.19

Sin embargo, este argumento toma al pie de la letra el lenguaje de los científicos raciales del siglo XIX, sin reconocer las complejidades del pensamiento racial incluso durante ese periodo. Como observa el medievalista David Nirenberg, esto equivale a seguir «atormentados por la ficción de la raza verdadera».20 Especialmente en el caso de América Latina, por ejemplo, las teorías dominantes sobre la raza en los siglos XIX y XX se basaron más en Lamarck que en Mendel, y como resultado era común la creencia de que el ambiente desempeñaba un papel activo en la producción de rasgos hereditarios.21 En términos generales, la distinción entre una idea colonial de diferencia basada en la cultura (a menudo denominada casta) y una idea «moderna» de raza basada en la biología oscurece la importancia continua de la cultura y de otros factores como clase, genealogía, geografía y religión en las formaciones raciales contemporáneas. Al final, esta periodización impone una lectura igualmente anacrónica de la «raza moderna» que aquella que intenta resolver en su contraparte colonial.22

Por otro lado, el énfasis en la fluidez de la identidad en la América Latina colonial ha resultado, en ocasiones, en una tendencia a subestimar el carácter estructural de la raza. Al privilegiar las descripciones de diferencia y resaltar lo que podría llamarse la micropolítica de la raza, como los elementos que los individuos consideraban signos de identidad o las prácticas que adoptaban para moldear su imagen, algunos académicos pierden de vista la dominación. Esto no significa, por supuesto, que las identidades fueran completamente fijas o que no hubiera negociación. Pero ningún sistema de dominación es absoluto, y la excepción, como se dice, puede también confirmar la regla. En términos generales, los tributos se cobraban, el trabajo forzado se realizaba y se obligaba a innumerables personas a morir antes de tiempo, como veremos, en gran medida sobre la base de la raza.

Aunque tomo ciertos elementos de cada paradigma, este libro presenta un nuevo enfoque sobre la raza en la América Latina colonial al cambiar el foco de la epistemología a la materialidad, y de la diferencia a la dominación. Desde esta perspectiva, la raza ya no aparece principalmente como un atributo o propiedad de un cuerpo particular, sino como un efecto de las prácticas materiales del poder. Al apartarme de un enfoque descriptivo de la raza, sigo un movimiento reciente de teóricos contemporáneos sobre el racismo persistente en el contexto de lo que Howard Winant llama la «ruptura racial» de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. Si la raza y el racismo siguen estructurando el sistema mundial hoy —y no cabe duda de que lo hacen—, no pueden reducirse al dominio de la biología o el color de la piel, ya que estos marcos han retrocedido en gran medida (aunque no por completo) bajo la hegemonía del multiculturalismo liberal y neoliberal.23 En la era de lo que algunos teóricos han llamado «neorracismo» y otros «racismo ciego al color», categorías como clase, cultura, nacionalidad, género y sexualidad no sólo son co-constitutivas con la raza, sino que, de hecho, pueden movilizarse como sustitutos de ella.24

Para los propósitos de mi argumento, lo que resulta especialmente sorprendente de estas formulaciones es cuán resonantes son con las categorías tempranas de diferencia moderna que el paradigma historiográfico ha trabajado tanto para aislar. Si tiene sentido hablar de un régimen estrictamente biológico de verdad racial —y no estoy convencido de que sea así—, tendría que ser consignado a un periodo excepcional, delimitado en ambos extremos por la primacía de lo que son, en términos relativos, «estigmas de otredad» continuos.25 Lo que queda es una inversión de la afirmación clave del enfoque historiográfico: existe, en todo caso, más resonancia entre los mecanismos de dominación racial del momento actual y los del periodo moderno temprano, no menos. En mi opinión, son precisamente estas líneas de continuidad las que los académicos y críticos, especialmente aquellos interesados en una praxis antirracista, deben atender.

La teoría crítica de la raza ha elaborado relatos más flexibles de la raza que pueden reconocer los cambios en el nivel de sus signos —lo que propiamente «cuenta» como racial— sin ignorar importantes continuidades en el nivel de la dominación. Tal análisis debe ir más allá de la epistemología. Según el influyente marco de «formación racial» de Michael Omi y Howard Winant, la raza adquiere significado a través de un proceso sociohistórico de lucha entre múltiples proyectos raciales, los cuales sirven como un vínculo entre la representación cultural y la estructura social. En otras palabras, estos proyectos articulan «una interpretación, representación o explicación de las dinámicas raciales» con «un esfuerzo por reorganizar y redistribuir recursos según líneas raciales particulares».26 Dicho de manera más cruda, podríamos decir que los proyectos raciales realizan el trabajo ideológico de vincular la base económica con la superestructura cultural.

Éste es un valioso enfoque de la dominación racial que es simultáneamente constructivista y materialista, basado en los procesos de acumulación y redistribución que contribuyen a la construcción y desmantelamiento de los grupos raciales. Sin embargo, al centrarse en la distribución de recursos ya existentes, este modelo parece no sólo más apropiado para evaluar las luchas contemporáneas de los movimientos sociales frente a lo que Omi y Winant llaman el Estado racial, sino que también, y más importante, no captura plenamente la materialidad de la raza porque deja fuera el papel constitutivo de la violencia.

Desde esta perspectiva, la materialidad de la raza tendría que enmarcarse no sólo en relación con la competencia por recursos, sino también, y crucialmente, como una relación concreta con la muerte. Al hacer esta afirmación, me apoyo en el trabajo de críticos como Nikhil Pal Singh y Ruth Wilson Gilmore, cuyas evaluaciones de las maquinarias violentas de la racialización, aunque enraizadas en los Estados Unidos contemporáneos, me han ayudado a conceptualizar los mecanismos mediante los cuales este proceso inscribe tanto conceptual como materialmente la raza en los cuerpos en otros contextos.

La racialización del mundo —escribe Singh— ha ayudado a crear y recrear «cesuras» en las poblaciones humanas tanto a escala nacional como global que han sido cruciales para la gestión política de las poblaciones […]. Para entender esto, necesitamos reconocer la tecnología de la raza como algo más que el color de la piel o la esencia biofísica, sino precisamente como aquellos repertorios históricos y sistemas culturales, espaciales y significantes que estigmatizan y deprecian una forma de humanidad en beneficio de la salud, el desarrollo, la seguridad, el beneficio y el placer de otra.

De manera similar, para Gilmore, el racismo debe entenderse, de manera sencilla, como «la producción y explotación sancionada por el Estado o extralegal de la vulnerabilidad diferenciada por grupo a la muerte prematura». La raza es, por tanto, el resultado de un sistema de dominación que, como un vampiro, extrae la vida de algunos para que otros vivan mejor.27

Enmarcar la raza y el racismo en términos de la distribución desigual de la vulnerabilidad es útil por tres razones. Primero, invita a considerar la raza de manera amplia. Estas formulaciones no limitan la raza a un conjunto restringido de signos, sino que se refieren a la producción de «formas de humanidad» y «grupos diferenciados». Aunque este enfoque es históricamente y geográficamente específico, abre la puerta a aproximaciones comparativas, ya sean espaciales o temporales, que atienden tanto a las continuidades como a las rupturas.

Segundo, desplaza el análisis racial del ámbito de la diferencia hacia una relación de dominación. Si la raza implica hacer que algunas personas mueran más para que otras vivan mejor, entonces debe leerse a través de repertorios específicos de prácticas materiales. El antirracismo ya no puede reducirse simple o principalmente a afirmar y celebrar aquellas formas de diferencia que tradicionalmente han sido despreciadas, como proponen ciertas formas de política de identidad.

Tercero, Singh y Gilmore enmarcan la violencia de la racialización no sólo en términos de la producción de grupos diferenciados, sino también en la diferencia entre lo que es o ha sido, por un lado, y lo que podría ser o podría haber sido, por el otro: no la muerte, sino la muerte prematura. Ésta es una violencia lenta que se acumula con el tiempo, en la que las condiciones de lo cotidiano conspiran para hacer que la vida sea siempre un poco más limitada. Es una violencia contra los cuerpos reales, sin duda, pero también contra su potencial, contra lo que podría haber sido. La muerte prematura, por tanto, es una cuestión abierta, una invitación a imaginar un mundo más allá de la dominación racial.28

Lo que no entra en el marco propuesto tanto por Singh como por Gilmore, y lo que un análisis del colonialismo español aporta a esta discusión, es el reverso de la vulnerabilidad. Si las raíces de la biopolítica moderna se encuentran en el pastorado cristiano, como sugiere la siguiente sección, entonces también debemos estar atentos a las estructuras de cuidado que modelaron las prácticas de gobernanza colonial. El colonialismo español, como nos recuerda José Rabasa, se fundamentaba no sólo en el discurso de odio de la conquista, sino también en el «discurso de amor» de la colonización pacífica, la evangelización y la protección.29 Ambos discursos implican ideologías raciales y dan lugar a proyectos racializantes de adscripción y subjetivación. En el México colonial, la producción de vulnerabilidad diferenciada por grupos —es decir, el proceso de racialización— generó formas de desechabilidad así como de cuidado paternalista, sustentadas simultáneamente en la conversión y la extracción. Éstas fueron dos expresiones de una misma modalidad de poder, sobre la que ahora me detendré.

Raza y biopolítica

La racialización como política de la muerte no puede desvincularse de la biopolítica de la vida. Según el análisis histórico que Michel Foucault comenzó a desarrollar a mediados de la década de 1970, la modernidad política se caracteriza por el surgimiento de una nueva forma de poder, distinta del poder soberano que había predominado hasta ese momento: «El derecho de soberanía era el derecho de hacer morir o dejar vivir. Y luego se establece este nuevo derecho: el derecho de hacer vivir y dejar morir». El poder soberano, «el derecho de hacer morir o dejar vivir», se ejerce a través de la espada. Ante una transgresión de su ley, el soberano puede decidir matar o no matar, es decir, perdonar la vida del transgresor. Éste es el alcance total del poder soberano: un poder negativo, no sobre la vida, sino estrictamente sobre la muerte.

Sin embargo, a partir del siglo XVI, en el «umbral de la modernidad», una nueva forma de poder, que tomaba prestadas y expandía las técnicas del pastoreo cristiano, comenzó a operar en conjunto con el surgimiento del capitalismo moderno. Primero actuó a nivel individual, utilizando la disciplina para optimizar las fuerzas del cuerpo e integrarlas de manera efectiva en diversos procesos de producción, y más tarde a nivel de la población, interviniendo en procesos y ritmos biológicos abstractos para fomentar la vida y maximizar la vitalidad. En contraste con el «hacer morir», la capacidad negativa de la soberanía, el cambio hacia el «hacer vivir» capta la orientación productiva de las formas biopolíticas de poder moderno.30

Sin embargo, el auge de una biopolítica afirmativa, profundamente interesada en la producción de la vida, no significa que el poder negativo de la soberanía sobre la muerte decline, desaparezca o se vuelva completamente obsoleto. Aunque su descripción es conceptualmente enigmática, Foucault sugiere que este cambio histórico está marcado por «superposiciones, interacciones y ecos». El Estado biopolítico nunca deja de apoyarse en las técnicas de soberanía. Aquí, de manera importante, es donde entra en juego el racismo. El conocimiento sirve para dividir, como señala Foucault, y el racismo opera precisamente de esta manera: «introduciendo una ruptura en el dominio de la vida que está bajo el control del poder: la ruptura entre lo que debe vivir y lo que debe morir». La lógica antigua de la guerra, según la cual un lado enfrenta y debe destruir al otro para sobrevivir en la batalla, se transforma en una nueva lógica de biopoder que opera con base en la jerarquía racial, vinculando la eliminación de razas inferiores con la mejora, optimización y purificación de la vida en su sentido más general. En otras palabras, la muerte se despliega en interés de la vida: «las masacres se han vuelto vitales».31

Aunque el trabajo de Foucault se centra casi exclusivamente en Europa, como han señalado muchos críticos, éste es uno de los pocos puntos en los que aborda explícitamente la cuestión del colonialismo: «El racismo se desarrolla primero con la colonización, o en otras palabras, con el genocidio colonizador». En la medida en que posteriormente se transfiere a Europa, el racismo sirve como ejemplo paradigmático del «efecto boomerang» mediante el cual las prácticas materiales de poder probadas en el curso de la colonización son devueltas y desplegadas en la metrópoli.32 Tomar en serio este argumento significa considerar las formaciones biopolíticas que comenzaron a emerger antes del siglo XIX y, ciertamente, antes del surgimiento del Estado biopolítico paradigmático en la Alemania nazi.33 De hecho, Foucault parece reconocerlo. «Ciertamente no estoy diciendo que el racismo se inventó en ese momento», escribe en referencia al siglo XIX. «Ya había existido durante mucho tiempo. Pero creo que funcionaba en otra parte».34 Esa «otra parte» colonial es el espectro que persigue la obra de Foucault.

Sin embargo, el espacio parece desaparecer de la obra de Foucault casi exactamente en el momento en que emerge la biopolítica de la población. Es cierto que su análisis aquí también es algo ambiguo. Su curso de conferencias de 1977-1978, Seguridad, territorio, población, comienza considerando las formas materiales en que el poder soberano, la disciplina y la biopolítica han organizado históricamente el espacio urbano. Sin embargo, el territorio rápidamente desaparece de su análisis. Para la cuarta conferencia —la famosa conferencia sobre la «gubernamentalidad» que se popularizó en inglés mucho antes de la publicación completa del curso— la organización conceptual inicial ha sido reformulada, y la categoría de «territorio» reemplazada por la de «gobierno». La lógica de este movimiento se refleja claramente en la lectura central de Foucault sobre Maquiavelo, en la que argumenta que la soberanía opera principalmente sobre el territorio y sólo secundariamente sobre las personas que lo habitan: «El territorio es realmente el elemento fundamental tanto del principado de Maquiavelo como de la soberanía jurídica del soberano definida por los filósofos o teóricos legales». En contraste, «el gobierno no se refiere en absoluto al territorio. Uno gobierna cosas». Como el poder pastoral del que emergen, las técnicas gubernamentales se ejercen cada vez más sobre una red relacional similar a un rebaño. Aunque Foucault intenta matizar esta formulación histórica, al igual que afirma que el surgimiento de formas positivas de disciplina y biopolítica no significa la superación de la modalidad negativa del poder soberano, no regresa al tema del territorio en sus conferencias.35

Una de las razones por las que la relectura que hace Giorgio Agamben de Foucault resulta útil aquí es precisamente porque regresa a la cuestión del espacio. Basándose en el trabajo del teórico político Carl Schmitt, Agamben desarrolla una interpretación metafísica de la soberanía que gira en torno al concepto del estado de excepción. En Teología política (1922), Schmitt define la soberanía a partir de la capacidad de decidir sobre la excepción, es decir, de suspender el orden legal normal. En esta interpretación, el estado de excepción es fundamentalmente una categoría temporal, aunque no necesariamente transitoria; de hecho, Schmitt sostiene que la excepción está ya siempre incrustada en el orden constitucional liberal. Sin embargo, en sus trabajos posteriores, principalmente en El nomos de la tierra (1950), Schmitt comienza a abordar la soberanía y la excepción en términos espaciales. Ahí argumenta que el orden internacional que surgió en los siglos XVI y XVII se basó en la consolidación de los Estados territoriales en Europa. El jus publicum Europaeum, en otras palabras, permitió un «encuadre» de la guerra entre soberanos equivalentes. Sin embargo, la producción de esta estabilidad «interna» dependió del desplazamiento de la guerra hacia los exteriores constitutivos de Europa, es decir, el espacio colonial. Este espacio, considerado jurídicamente vacío, se convirtió en un territorio disponible para la ocupación y fue constituido como una zona donde la única ley era la fuerza. El cambio en la forma de la excepción, de una categoría temporal a una espacial, descentra la figura del soberano, cuya capacidad de decidir sobre la suspensión de la norma es tan central en los escritos anteriores de Schmitt. En el ámbito de la soberanía imperial, el paradigma decisionista es reemplazado por una formación despersonalizada de la soberanía arraigada en la lógica de ordenamiento que da significado al espacio de la modernidad.36

Agamben reconoce el análisis de Schmitt sobre el espacio de excepción e incluso lo asocia con el Nuevo Mundo, «que fue identificado con el estado de naturaleza en el que todo es posible».37 Sin embargo, no profundiza en las provocativas implicaciones de la tesis de Schmitt que vincula la excepción soberana con el espacio colonial. Este hilo es retomado más tarde por Achille Mbembe en su importante trabajo sobre la necropolítica. Al poner en primer plano tanto el racismo como el colonialismo, Mbembe amplía el trabajo de Foucault y Agamben y clarifica las bases espaciales de cualquier régimen biopolítico. Una distribución global de quienes deben vivir y quienes deben morir está siempre ya en juego en la consolidación de una política basada en la gestión de la vida y la muerte. Comparando el espacio colonial con la frontera, escribe que «las colonias son el lugar por excelencia donde los controles y las garantías del orden jurídico pueden suspenderse: la zona donde la violencia del estado de excepción se considera operativa al servicio de la “civilización”».38 La convergencia del espacio y la raza, de la colonia y el salvaje, es la contracara del jus publicum en Europa.

Mbembe resulta especialmente útil para conceptualizar la relación entre la biopolítica y el espacio, porque su análisis finalmente delimita la construcción del espacio colonial como un proceso histórico en lugar de una determinación ontológica. La colonización no es meramente la ocupación de un espacio, sino también su reorganización radical. Al referirse a la ocupación tardomoderna de Palestina, explica:

La escritura de nuevas relaciones espaciales (territorialización) equivalió, en última instancia, a la producción de límites y jerarquías, zonas y enclaves; la subversión de los acuerdos de propiedad existentes; la clasificación de las personas en diferentes categorías; la extracción de recursos; y, finalmente, la fabricación de un amplio reservorio de imaginarios culturales. Estos imaginarios dieron significado a la implementación de derechos diferenciales para distintas categorías de personas con diferentes propósitos dentro de un mismo espacio; en resumen, el ejercicio de la soberanía. El espacio fue, por lo tanto, la materia prima de la soberanía y de la violencia que ésta llevaba consigo.39

¿Qué significa «la escritura de nuevas relaciones espaciales»? ¿Cómo —mediante qué mecanismos— se territorializa el espacio? Más allá de la conquista y la ocupación militar, más allá de la producción y circulación de representaciones (literatura de viajes, cartografía, etc.), y más allá de los procedimientos legales y decisiones soberanas, la producción del territorio debe entenderse también, si no es que principalmente, como un proceso que interviene y modela el paisaje de manera material.

Mbembe examina, por ejemplo, una serie de técnicas específicas utilizadas por el Estado israelí para «fragmentar» el espacio palestino. Gran parte de la violencia cotidiana de la ocupación está dirigida a desmantelar infraestructuras: desmantelar carreteras y pistas de aeropuertos, demoler redes eléctricas, destruir sistemas de eliminación de residuos, entre otros. Pero la ocupación también tiene una dimensión productiva, que incluye la construcción de muros estratégicos, así como carreteras, puentes y túneles exclusivos para judíos que integran los asentamientos en los territorios ocupados al territorio propiamente dicho de Israel. En otras palabras, la territorialización del espacio colonial es fundamentalmente una cuestión de infraestructura.40

Infraestructuras de la raza

Ubicada en la intersección entre espacio y materialidad, la infraestructura se refiere a las condiciones materiales que posibilitan la circulación de personas, cosas y conocimiento. Aunque la infraestructura ha sido durante mucho tiempo objeto de estudios técnicos, en las últimas dos décadas el concepto ha comenzado a recibir atención crítica en un número creciente de campos, incluidos la antropología, la historia y la geografía.41 Este nuevo enfoque académico ha generado una serie de ideas importantes sobre el peculiar carácter de la infraestructura.

Una de estas ideas está relacionada con su visibilidad. Lo que distingue a la infraestructura de la tecnología es su tendencia a normalizarse y desaparecer de la vista, operando justo «debajo» (infra) de la superficie del mundo fenoménico mientras facilita las operaciones de las que ese mundo depende. A través de este ensamblaje de tuberías, cables, túneles y conductos fluyen la energía, el agua, los desechos y los datos que permiten, moldean y regulan las prácticas de la existencia social moderna. De ahí la idea común de que la infraestructura se vuelve visible sólo cuando falla: estas condiciones habilitadoras adquieren una presencia inmediata e ineludible precisamente debido a su ausencia.42

Además, la infraestructura es un concepto relacional. Lo que aparece como infraestructura —lo que desaparece de la vista— necesariamente lo hace en relación con posiciones subjetivas o prácticas específicas. Lo que constituye infraestructura para algunos, facilitando su circulación a través del espacio, puede ser un obstáculo o un objeto de atención para otros. La antropóloga Susan Leigh Star señala, por ejemplo, el caso de una persona en silla de ruedas, para quien «las escaleras y los marcos de las puertas frente a un edificio no son soportes invisibles para el uso, sino barreras». De manera similar, para los trabajadores indígenas obligados a realizar las tareas sucias y peligrosas de limpiar los canales de la Ciudad de México, como se discute en el capítulo 3, estos sistemas hidráulicos estaban lejos de ser invisibles. Esta experiencia diferencial de la infraestructura también se hace evidente con respecto a la formación de comunidades. Las infraestructuras se aprenden, y las prácticas habituales que se consolidan a su alrededor son, a su vez, constructoras de normas colectivas. Si la familiaridad puede generar un sentido compartido de pertenencia a una comunidad de usuarios, interactuar con infraestructuras desconocidas puede provocar una sensación inquietante de estar fuera de lugar.43

Es importante aclarar que la infraestructura no sólo sirve como un indicador de identidad o pertenencia —el no saber cómo usar un sistema particular marca de inmediato a alguien como forastero—, sino también como una condición de posibilidad para el surgimiento del «agrupamiento» como tal, generando relaciones sociales y estructuras de sentimiento. Reflexionando sobre la formulación de Benedict Anderson de la nación como una «comunidad imaginada», el arqueólogo Bjørnar Olsen observa que, a menudo, lo que queda fuera o se minimiza en los relatos de construcción social son precisamente las cosas de las que depende este proceso: entre ellas, objetos infraestructurales como «máquinas de impresión, periódicos, líneas telefónicas y ferroviarias, caminos, barcos costeros, levantamientos geológicos, oficinas postales, museos nacionales, sellos, mapas, puntos trigonométricos, cercas fronterizas y aduanas». Cuando estas investigaciones se detienen en los objetos, tienden a interpretarlos en términos de representación, como símbolos de significados subyacentes. En contraste, Olsen aboga por un giro hacia «las brigadas de actores no humanos que constituyen la misma condición de posibilidad para que estas instituciones sociales a gran escala sean imaginadas, implementadas, reproducidas y recordadas».44 Al moldear las relaciones sociales y facilitar la consolidación de grupos, la infraestructura se convierte en una base material que pone en marcha, guía y sostiene procesos como la formación de identidades nacionales y, como argumento aquí, la racialización.

¿Cuál es, entonces, la relación entre infraestructura y determinación? Uno de los grandes debates dentro del marxismo del siglo XX giró en torno a la naturaleza del vínculo entre la «base» económica o modo de producción y el conjunto diverso de productos políticos y culturales considerados como «superestructura».45 Las opiniones de Marx fueron mucho más complejas de lo que a menudo se asume, pero lo importante es que las metáforas arquitectónicas sirvieron para organizar un imaginario social en torno a un conjunto de objetos entendidos como de soporte o soportados, determinantes o determinados. Desde finales del siglo XIX, la «infraestructura» comenzó a aparecer en la literatura marxista francesa como una traducción «algo incorrecta» de la palabra alemana Basis utilizada originalmente por Marx.46 Sin embargo, este uso metafórico simplifica el carácter ambiguo de la infraestructura. Al vincular personas, cosas y conocimiento en sistemas territorializados de producción y circulación, la infraestructura es tanto la condensación de un proyecto ideológico como una participante en la realización de ese proyecto. En otras palabras, lo que podríamos llamar «infraestructuras realmente existentes» son imaginadas, diseñadas y construidas por las personas, pero al mismo tiempo configuran el campo de acciones posibles y disposiciones potenciales para objetos humanos y no humanos.47

En su influyente estudio La producción del espacio, publicado por primera vez en francés en 1974, el geógrafo Henri Lefebvre recurre precisamente a la ciudad colonial latinoamericana para replantear la división esquemática entre base y superestructura. En términos generales, argumenta que el espacio no es un contenedor vacío o una plataforma neutral sobre la que los procesos sociales simplemente se representan, sino un producto de procesos sociales históricamente contingentes. En particular, la colonización española transformó el espacio americano mediante una serie de intervenciones específicas. Sin embargo, Lefebvre insiste en que la ciudad colonial debe entenderse no sólo como un «producto artificial» sino también como un «instrumento de producción», ya que constituía parte de un proyecto destinado a facilitar nuevos modos de extracción: «Una superestructura ajena al espacio original sirve como un medio político para introducir una estructura social y económica de tal manera que pueda arraigarse y, de hecho, establecer su “base” en un lugar particular». Ciertas formas materiales —caminos, iglesias, puertos, fachadas— son, por tanto, simultáneamente superestructurales e infraestructurales, en la medida en que expresan y posibilitan relaciones de dominación y acumulación.48

Esta dualidad explica en parte por qué las infraestructuras, como señala el antropólogo Brian Larkin, son «conceptualmente indisciplinadas».49 Si las infraestructuras son simultáneamente producidas y productivas, determinadas y determinantes, los críticos deben prestar atención tanto a los procesos a través de los cuales se despliegan como a los que se desarrollan como consecuencia de su existencia, así como a su vulnerabilidad frente a la decadencia o el colapso, y a su capacidad de perdurar en el tiempo. Esto es especialmente relevante para los estudios sobre América Latina colonial, ya que las investigaciones recientes sobre infraestructuras tienden a privilegiar un concepto limitado de modernidad que, al igual que gran parte de la historiografía sobre raza, está anclado en el siglo XIX. Sin duda, éste es un periodo caracterizado por el liberalismo post-Ilustración, que vinculaba la circulación con el progreso, y por la aparición de los primeros grandes sistemas técnicos, como los cables telegráficos y los canales de navegación. Sin embargo, como ocurre con cualquier periodización, esta perspectiva genera ciertas exclusiones.

Para la segunda mitad del siglo XVI, por ejemplo, un conjunto de infraestructuras coloniales —que incluía no sólo las ciudades cuadriculadas analizadas por Lefebvre, sino también puertos, caminos, estaciones para caravanas de llamas y mulas, presas, canales, depósitos de agua para la minería y la producción metalúrgica, y sistemas de estandarización, entre otros— ya comenzaba a integrar los territorios americanos de España en un mundo globalizado.50 El punto aquí no es cuestionar la cronología, sino resaltar una tendencia estructural inherente a la forma material de las infraestructuras. Éstas no surgen de la nada, sino que tienden a cohesionarse en torno a las acumulaciones preexistentes. «Luchan contra la inercia de la base instalada y heredan fortalezas y limitaciones de esa base», escribe Susan Leigh Star. «Las fibras ópticas siguen las antiguas líneas ferroviarias».51

Si ésta es, de hecho, una tendencia general de las infraestructuras, tal vez los grandes sistemas técnicos de los siglos XIX y XX que deslumbran a los estudiosos contemporáneos no deban desvincularse de las bases históricas sobre las que descansan. Parafraseando el famoso dictum de Marx, estos pasados infraestructurales pesan como una pesadilla sobre la circulación del presente.52 Son un poderoso recordatorio de que ciertas estructuras y prácticas materiales pueden resistir las vicisitudes de la historia y la política. Y si la raza en sí misma tiene una función infraestructural, es posible que continúe operando de esta manera también.

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Este libro está dividido en cuatro capítulos que avanzan de manera aproximadamente cronológica, desde los inicios hasta el final del periodo colonial, trazando en conjunto una genealogía de la concentración en el México colonial. Cada capítulo analiza un caso paradigmático de concentración ubicado en una intersección específica entre forma y práctica, entre arquitectura y técnica: pueblos centralizados (congregación), instituciones disciplinarias (recogimiento), distritos segregados (separación) y colecciones generales (colección). Estos casos no son exhaustivos, ni pretenden trazar una narrativa de etapas sucesivas donde la congregación sea reemplazada por el recogimiento, seguido por la segregación y, finalmente, la colección. En cambio, estos proyectos deben leerse como sistemas escalonados que, de forma explícita o implícita, se refieren, extraen, construyen y reactivan unos a otros frente a las contradicciones generadas por el dominio colonial. Además, estos episodios reflejan un cambio o expansión en términos de escala o complejidad en sus efectos raciales: desde las categorías fundamentales de «indio» y «mestizo» en los siglos XVI y XVII, hasta las teorías emergentes sobre el mestizaje y la vida racializada hacia finales del siglo XVII y principios del XIX. El libro, por tanto, examina las técnicas siempre incompletas, pero no por ello menos productivas, mediante las cuales las instituciones coloniales intentaron conocer y gestionar a las poblaciones bajo su autoridad, racializándolas en el proceso.

Este capítulo analiza la política de congregación implementada durante el primer siglo de dominio colonial en México. Las autoridades coloniales percibían la «dispersión» de las comunidades indígenas como uno de los principales obstáculos para la evangelización y la extracción efectiva de recursos. Ante la violencia de la conquista, el trabajo forzado y las enfermedades, que devastaron a la población indígena, el «vacío» proyectado sobre el espacio colonial comenzó a adquirir un carácter material. En respuesta, el estado colonial, apoyado por misioneros como Toribio de Benavente (Motolinia), Diego Valadés y Jerónimo de Mendieta, reasentó a las comunidades indígenas en pueblos centralizados y ordenados bajo la vigilancia de las autoridades. Diseñadas con una cuadrícula ortogonal regular e insertadas en mercados regionales y globales, las congregaciones facilitaron la cristianización y la extracción de tributos y mano de obra. Pero también cimentaron las bases infraestructurales para consolidar la categoría de indio como una identidad significativa. Así, la acumulación primitiva no sólo estuvo marcada por la violencia de la conquista, sino también por una serie de intervenciones productivas que reconfiguraron el espacio colonial y racializaron los cuerpos que lo habitaban.

Si el indígena fue caracterizado por la dispersión, el mestizo emergió como una figura de circulación no regulada e improductiva. El capítulo 2 se centra en este proceso de racialización al analizar la práctica del recogimiento, o reclusión, tal como se desarrolló en el Colegio de San Juan de Letrán, ubicado en la Ciudad de México y establecido a mediados del siglo XVI. Éste fue un momento en el que el proyecto de evangelización estaba entrando en crisis. Parte del problema radicaba en la dificultad que los sacerdotes españoles enfrentaban para dominar las sutilezas de las lenguas indígenas y las prácticas culturales; este obstáculo es lo que el Colegio buscaba superar, reuniendo a niños vagabundos o mestizos que supuestamente estaban «perdidos» en el campo y sometiéndolos a un conjunto altamente regulado de prácticas disciplinarias enraizadas en un espacio arquitectónico específico. Considerados cristianos confiables debido a la influencia de sus padres españoles y fluidos en lenguas indígenas gracias a sus madres indígenas, estos niños aparecían como misioneros potenciales por excelencia, mucho más eficaces que incluso los españoles mejor entrenados. Sin embargo, hacia finales del siglo, este proyecto colapsó bajo su propio peso, y las órdenes reales prohibieron la ordenación de sacerdotes mestizos en toda América. La reclusión podía convertir a estos niños en trabajadores y esposos, pero no podía borrar por completo la amenaza de herejía del recién constituido cuerpo mestizo.

Mientras que los dos primeros capítulos destacan el trabajo productivo de las infraestructuras coloniales de concentración, el capítulo 3 aborda la misma cuestión desde la perspectiva opuesta: ¿qué ocurre cuando las infraestructuras raciales fracasan? El 8 de junio de 1692, en el contexto de una escasez generalizada de alimentos, un motín masivo en el centro de la Ciudad de México dejó tiendas saqueadas, edificios gubernamentales destruidos y el palacio virreinal reducido a ruinas humeantes. Muchas élites coloniales culparon de la violencia a indios ebrios y señalaron específicamente la migración interna de la población indígena hacia el centro de la ciudad, o traza, designado como un espacio no indígena, desde los distritos periféricos a los que supuestamente debían estar confinados. En respuesta, el virrey reclutó a un grupo de letrados (élites ilustradas), entre ellos el polímata criollo Carlos de Sigüenza y Góngora y los sacerdotes de las parroquias indígenas de la ciudad, como el fraile franciscano Agustín de Vetancurt, para desarrollar una política de separación, o segregación, que reforzara el orden racial y, con ello, asegurara el dominio colonial. Todos apoyaban la segregación, pero ésta significaba cosas diferentes para cada grupo. Algunos esperaban rescatar la categoría de español, mientras que otros estaban más interesados en mantener su contraparte indígena. En todos los casos, sin embargo, lo que apareció al otro lado de esta línea de demarcación fue lo que los contemporáneos habían comenzado a llamar la «Plebe». Definida por la «mezcla» y formalmente idéntica al mestizo según la teoría convencional del mestizaje de hoy, este cuerpo colectivo monstruoso emerge como el exceso o residuo del colapso infraestructural.

Finalmente, el capítulo 4 muestra cómo la concentración se convirtió en una ciencia. Si la resistencia activa había limitado o socavado la viabilidad de los proyectos de concentración anteriores, otras formas de vida podían resultar más manejables y no menos vinculadas a la cuestión racial. Este capítulo examina la forma paradigmática de concentración durante el siglo XVIII: la colección, o colección general. Específicamente, analiza el auge de la botánica imperial y el establecimiento de un jardín botánico en la Ciudad de México, que surgió como una extensión pero también en contraste con su contraparte metropolitana en Madrid. Basándose en el trabajo de científicos ilustrados como Casimiro Gómez Ortega, Vicente Cervantes y Alexander von Humboldt, el capítulo contrasta las políticas espaciales de la botánica imperial en ambos lados del Atlántico. Mientras que el jardín de Madrid buscaba adoptar nuevas tecnologías como invernaderos para facilitar la aclimatación y comercialización de plantas provenientes de las colonias, el jardín de la Ciudad de México aprovechó la topografía del Cerro de Chapultepec, que contenía, según sus defensores, todos los diversos microclimas encontrados en la Nueva España. Como resultado, parecía permitir la concentración de la totalidad de la vida vegetal colonial. Este enfoque cada vez más calculado del entorno y su relación con los seres vivos, además, engendró reflexiones sobre la diferenciación humana y la raza. Si Foucault sostiene que el concepto de «vida» emergió de la ciencia de la anatomía comparativa desarrollada en las mesas de disección europeas, este capítulo propone una narrativa colonial alternativa centrada en el surgimiento de una nueva ciencia de la vida racializada en la geografía botánica de Humboldt, basada en parte en sus visitas a los jardines botánicos del Imperio español. Nunca ha existido un concepto trascendente de vida: siempre ha estado racializado desde el momento histórico en el que comenzó a aparecer.

La concentración, por lo tanto, no comenzó ni terminó con los campos de reconcentración del general Weyler. El denso repertorio de formas y prácticas de concentración que se desarrollaron a lo largo de cuatro siglos de dominio español en el México colonial en particular y en América Latina en general convergieron no sólo en los campos de la Cuba colonial tardía, sino también en múltiples formas desplegadas por el Estado mexicano desde la independencia política. En el epílogo, examino la recuperación de estas técnicas coloniales en el México contemporáneo. Desde las aldeas vietnamitas en el estado de Guerrero durante la «guerra sucia» de la década de 1970 hasta las ciudades rurales sustentables del siglo XXI en los estados de Chiapas y Puebla, el Estado mexicano continúa gobernando a través de la política espacial de concentración. Un marco de contrainsurgencia, extrapolado de la experiencia de los campos de reconcentración del siglo XIX, sólo puede explicar parcialmente estos proyectos. Es el discurso racializado de la vulnerabilidad —la combinación de desechabilidad y cuidado— lo que continúa caracterizando la concentración hoy en día.

Traducción del inglés:
Alan Cruz

© Daniel Nemser, «Introduction. Before the Campo», en id., Infrastructures of Race. Concentration and Biopolitics in Colonial Mexico, Austin, University of Texas Press, 2017, pp. 1-23.

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Notas

1 John Lawrence Tone, War and Genocide in Cuba. 1895-1898, p. 204. Para el comentario de Weyler en el original en español, véase J. L. Tone, Guerra y genocidio en Cuba. 1895-1898, p. 269.

2 J. L. Tone, War and Genocide in Cuba, pp. 194-224.

3 Véase, por ejemplo, ibid., p. xiii; Klaus Mühlhahn, «The Concentration Camp in Global Historical Perspective», p. 545; Jonathan Hyslop, «The Invention of the Concentration Camp: Cuba, Southern Africa, and the Philippines, 1896-1907»; Laleh Khalili, Time in the Shadows. Confinement in Counterinsurgencies, pp. 174-176; y William R. Everdell, The First Moderns. Profiles in the Origins of Twentieth-Century Thought, p. 117.

4 Valeriano Weyler, Mi mando en Cuba, I, p. 11.

5 Giorgio Agamben, Homo Sacer. Sovereign Power and Bare Life, p. 166.

6 Joshua Lund, The Mestizo State. Reading Race in Modern Mexico, p. xiv.

7 En la versión original del inglés, el autor incluía la siguiente nota: «A lo largo de este libro, he optado por capitalizar los nombres de todas las categorías raciales/racializantes (excepto cuando cito a otros) como un medio estilístico para señalar que “indio” e incluso “español”, por ejemplo, ocupan el mismo registro conceptual que “mestizo” y “negro”. Como explico más adelante, estos nombres deben entenderse no como descripciones más o menos precisas de cuerpos o poblaciones, sino como productos de procesos de racialización históricamente y geográficamente situados. Puede ser útil para el lector imaginar que estas palabras han sido colocadas entre comillas dondequiera que aparezcan, aunque por cuestiones de legibilidad las he omitido». N. del T..

8 Cf. AbdouMaliq Simone, «People as Infrastructure Intersecting: Fragments in Johannesburg».

9 Tomo esta formulación de Thomas C. Holt, The Problem of Race in the Twenty-First Century, pp. 27-28.

10 Karl Marx, Capital. A Critique of Political Economy, vol. I, pp. 874-875. Véase también Silvia Federici, Caliban and the Witch, pp. 63-64.

11 Aníbal Quijano, «Coloniality of Power, Eurocentrism, and Latin America», pp. 533-540. Véase también Walter D. Mignolo, The Darker Side of Western Modernity. Global Futures, Decolonial Options.

12 A. Quijano, «Coloniality of Power», pp. 533-540.

13 Ibid., 536, 537.

14 «Hay que imaginar el sistema de castas como dos escaleras duales, una para la raza y otra para la clase, que son paralelas y se refuerzan mutuamente, de modo que una etiqueta racial específica se asocia naturalmente con un estatus económico particular. Ahora bien, ¿cómo no cumplían las condiciones capitalinas con estos requisitos? El problema era que la “escalera económica” carecía de suficientes peldaños, o dicho de otro modo, que la estructura socioeconómica de la Ciudad de México se parecía más a una pirámide, con la gran mayoría de las personas languideciendo en la base. En resumen, la mayoría de las castas eran pobres: muchos enfrentaban desempleo permanente o frecuente; los afortunados trabajaban como obreros, sirvientes o, en el mejor de los casos, artesanos. Cualquier ventaja que, por ejemplo, un mestizo tuviera sobre un mulato al ascender al siguiente nivel era tan mínima, sugiero, que pocos dejarían que sus vidas fueran dominadas por un deseo de mejora racial». R. Douglas Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City. 1660-1720, p. 162. Para una crítica relacionada con el esquema subyacente de la teoría de los sistemas-mundo, la fuente de muchas de las afirmaciones sobre la división global del trabajo, véase Steve J. Stern, «Feudalism, Capitalism, and the World-System in the Perspective of Latin America and the Caribbean», aunque hay que notar las importantes advertencias en las páginas pp. 865-871.

15 Quijano cita, entre otros trabajos, a José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana; Pablo González Casanova, «Internal Colonialism and National Development»; Raúl Prebisch, The Economic Development of Latin America and Its Principal Problems; e Immanuel Wallerstein, Historical Capitalism.

16 «La promulgación de la opción decolonial en el siglo XXI parte de la desvinculación epistémica: de actos de desobediencia epistémica». W. D. Mignolo, op. cit., p. 139.

17 Trabajos importantes en el debate «casta versus clase» incluyen John K. Chance y William B. Taylor, «Estate and Class in a Colonial City: Oaxaca in 1792»; y Robert McCaa, Stuart B. Schwartz y Arturo Grubessich, «Race and Class in Colonial Latin America: A Critique». Para una crítica contemporánea de este debate, véase Patricia Seed, «Social Dimensions of Race: Mexico City, 1753», pp. 602-604.

18 Este amplio y creciente cuerpo de literatura incluye, pero no se limita a, R. D. Cope, The Limits of Racial Domination; Magali M. Carrera, Imagining Identity in New Spain. Race, Lineage, and the Colonial Body in Portraiture and Casta Paintings; Laura A. Lewis, Hall of Mirrors. Powers, Witchcraft, and Caste in Colonial Mexico; Ilona Katzew, Casta Painting. Images of Race in Eighteenth-Century Mexico; Irene Silverblatt, Modern Inquisitions. Peru and the Colonial Origins of the Civilized World; Ruth Hill, Hierarchy, Commerce, and Fraud in Bourbon Spanish America. A Postal Inspector’s Exposé; María Elena Martínez, Genealogical Fictions. Limpieza de Sangre, Religion, and Gender in Colonial Mexico; Rachel Sarah O’Toole, Bound Lives. Africans, Indians, and the Making of Race in Colonial Peru; Joanne Rappaport, The Disappearing Mestizo. Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada; y Ann Twinam, Purchasing Whiteness. Pardos, Mulattos, and the Quest for Social Mobility in the Spanish Indie.

19 Véase, por ejemplo, R. Hill, op. cit., pp. 201-202; M. M. Carrera, op. cit., pp. 10-11; J. Rappaport, op. cit., pp. 3-7 y 37-42; y A. Twinam, op. cit., pp. 42-45. Hill es igualmente escéptica del término «colonial», que considera específico para el tipo de dominación europea característica de los siglos XIX y XX. «Donde no existía un concepto o categoría, no es útil […] pretender que sí existía». R. Hill, op. cit., p. 5.

20 David Nirenberg, «Race and the Middle Ages», p. 75. Nirenberg insistentemente señala que «cualquier historia de la raza será, en el mejor de los casos, limitada, estratégica y polémica, y en el peor, una reproducción de la lógica racial misma»; en consecuencia, tales estudios deben leerse «no como prescripciones, sino como provocaciones a la comparación». Aunque su intervención se centra principalmente en la división medieval/moderna, me ha resultado útil para abordar las dificultades teóricas planteadas por la periodización de manera más general. Ibid., pp. 86-87. Para un valioso análisis del discurso racial que localiza su eficacia en la aceptación tanto de la fijación como de la fluidez, véase Ann Laura Stoler, «Racial Histories and Their Regimes of Truth».

21 Nancy Leys Stepan, «The Hour of Eugenics». Race, Gender, and Nation in Latin America, cap. 3. Discuto la relación entre raza y entorno con más detalle en el capítulo 4.

22 Mientras que Silverblatt acepta la distinción periodística entre «casta tradicional» (una categoría «legal o social») y «raza moderna» (una categoría «biológica»), su objetivo es resaltar las continuidades por encima de las disyunciones, utilizando el lenguaje de Hannah Arendt sobre el «pensamiento racial»: «El pensamiento racial no niega el sistema de castas colonial, ni tampoco niega que los sistemas de castas y razas representan dos modos diferentes de organizar y explicar la desigualdad. Sin embargo, el pensamiento racial nos ayuda a ver lo que la división entre raza y casta oculta: que la raza y la casta no eran sistemas separados, sino que se interpenetraban». En cierto modo, mi intervención extiende este marco hasta su límite al preguntarme cómo el centrado metodológico en la continuidad puede poner en duda la misma distinción en la que se basa. Véase I. Silverblatt, op. cit., p. 17. Para una reflexión sobre el valor de la raza como categoría analítica para la América Latina colonial, véase R. S. O’Toole, «The Work of Race in Colonial Peru».

23 «Según los datos disponibles, sabemos que los negros e indígenas en [América Latina] continúan sufriendo desproporcionadamente de pobreza y subdesarrollo. Aunque los sistemas más flagrantes de explotación laboral han terminado en su mayoría, la evidencia disponible demuestra de manera constante que estos grupos continúan siendo más propensos a vivir en pobreza, ser analfabetos, morir a una edad más temprana, residir en viviendas subnormales y cargar con la mayor parte del abuso policial». Edward E. Telles, «Race and Ethnicity and Latin America’s United Nations Millennium Development Goals», p. 189. Sobre el auge del multiculturalismo liberal y neoliberal, véase Howart Winant, The World Is a Ghetto. Race and Democracy since World War II; y Jodi Melamed, Represent and Destroy. Rationalizing Violence in the New Racial Capitalism, pp. 1-17. Sobre el multiculturalismo racial en México, véase Carrie C. Chorba, Mexico, from Mestizo to Multicultural. National Identity and Recent Representations of the Conquest; Rebecca Overmyer-Velázquez, Folkloric Poverty. Neoliberal Multiculturalism in Mexico; y Emiko Saldívar, «“It’s Not Race, It’s Culture”: Untangling Racial Politics in Mexico».

24 Sobre el «neorracismo», véase Étienne Balibar, «Is There a Neo-Racism?». Sobre el «racismo ciego al color», véase Eduardo Bonilla-Silva, Racism without Racists. Color-Blind Racism and the Persistence of Racial Inequality in the United States.

25 É. Balibar, op. cit., p. 18. Balibar señala además que las formas no biológicas de racismo han existido al menos desde la consolidación del antisemitismo en la España medieval y moderna temprana. Véase también A. L. Stoler, op. cit., pp. 197-201.

26 Para Omi y Winant, además, estos proyectos comienzan con la conquista y colonización de América. Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States, pp. 56 y 61-62 (énfasis en el original). Es importante destacar que incluso algunos estudiosos del periodo colonial que son cuidadosos con el anacronismo han encontrado útil el marco de la formación racial. Véase, por ejemplo, Ruth Hill, «Between Black and White: A Critical Race Theory Approach to Caste Poetry in the Spanish New World», pp. 270-271; y Matthew D. O’Hara, A Flock Divided. Race, Religion, and Politics in Mexico. 1749-1857, pp. 255-256, n. 87.

27 Nikhil Pal Singh, Black Is a Country. Race and the Unfinished Struggle for Democracy, p. 223; Ruth Wilson Gilmore, Golden Gulag. Prisons, Surplus, Crisis, and Opposition in Globalizing California, p. 18. También he encontrado indispensable el trabajo de Chris Chen para clarificar la relación entre capitalismo, racialización y la producción y gestión de poblaciones excedentes. Véase Chris Chen, «The Limit Point of Capitalist Equality: Notes toward an Abolitionist Antiracism».

28 Mi discusión sobre la muerte prematura racializada se informa en el análisis de Rob Nixon sobre la «violencia lenta» y la discusión de Lauren Berlant sobre la «muerte lenta». Véase Rob Nixon, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor; y Lauren Berlant, Cruel Optimism, cap. 3, especialmente pp. 113-114.

29 José Rabasa, Writing Violence on the Northern Frontier. The Historiography of Sixteenth-Century New Mexico and Florida and the Legacy of Conquest, p. 6.

30 Michel Foucault, «Society Must Be Defended». Lectures at the Collège de France, 1975-76, p. 241; y Michel Foucault, The History of Sexuality. Volume 1: An Introduction, pp. 143 y 139.

31 Ibid., pp. 149 y 137; M. Foucault, «Society Must Be Defended», p. 254; M. Foucault, «Nietzsche, Genealogy, History», p. 154. Sobre el «enigma» de la biopolítica, véase Roberto Esposito, Bíos. Biopolitics and Philosophy, pp. 13-44.

32 M. Foucault, «Society Must Be Defended», pp. 257 y 103. Es importante señalar que Aimé Césaire había delineado el «efecto boomerang de la colonización» más de dos décadas antes. Véase su Discourse on Colonialism, p. 41.

33 En un análisis de la infraestructura hidráulica y la planificación urbana en la Ciudad de México, Ivonne del Valle sugiere que «el racismo estatal que Foucault ve como característico de la forma de poder en la Europa del siglo XIX, de hecho, había estado operando desde principios del siglo XVI en las colonias europeas». Ivonne del Valle, «On Shaky Ground: Hydraulics, State Formation, and Colonialism in Sixteenth-Century Mexico», p. 210. Para un análisis temprano e influyente de Foucault, el colonialismo y la raza (escrito, significativamente, antes de la publicación de sus lecciones), véase Ann Laura Stoler, Race and the Education of Desire. Foucault’s History of Sexuality and the Colonial Order of Things.

34 M. Foucault, op. cit., p. 254.

35 Michel Foucault, Security, Territory, Population: Lectures at the Collège de France. 1977-78, pp. 88 y 96. Stuart Elden denomina a este giro «no un cambio de acento, sino más bien una sustitución». Stuart Elden, «Government, Calculation, Territory», p. 563.

36 Carl Schmitt, Political Theology. Four Chapters on the Concept of Sovereignty; Carl Schmitt, The Nomos of the Earth in the International Law of the Jus Publicum Europaeum, pp. 92-99. Desarrollo este análisis con más detalle en Daniel Nemser, «Primitive Spiritual Accumulation and the Colonial Extraction Economy».

37 G. Agamben, op. cit., p. 36.

38 Achille Mbembe, «Necropolitics», p. 24.

39 Ibid., pp. 25-26.

40 Ibid., pp. 27-30. Aunque interesado en la especificidad histórica de la «ocupación moderna tardía», Mbembe reconoce los modos previos de conquista y colonización como ciertamente técnicos, si no también infraestructurales: «Cada etapa del imperialismo también involucró ciertas tecnologías clave (el cañonero, la quinina, las líneas de barcos a vapor, los cables submarinos de telégrafo y los ferrocarriles coloniales)». Ibid., p. 25. Las infraestructuras examinadas en este libro sugieren que dicho análisis podría ser útilmente extendido a proyectos coloniales anteriores, especialmente porque, como sugiero más adelante, las nuevas infraestructuras a menudo se basan en los cimientos establecidos por sus predecesores.

41 Para una excelente revisión de los estudios sobre infraestructura, véase Brian Larkin, «The Politics and Poetics of Infrastructure».

42 Es importante reconocer aquí que estos estudios tienden a centrarse en una experiencia de infraestructura específica del norte global, donde la densidad y consistencia del espacio infraestructural se consolidan en lo que Kathryn Furlong ha llamado el «ideal infraestructural moderno». Las suposiciones sobre flujos suaves y continuos pueden no corresponder a la experiencia de la infraestructura en el sur global, donde el fracaso y el colapso a menudo no se registran como eventos excepcionales, sino simplemente como las condiciones de la vida cotidiana. Véase Kathryn Furlong, «STS Beyond the “Modern Infrastructure Ideal”: Extending Theory by Engaging with Infrastructural Challenges in the South»; Paul N. Edwards, «Infrastructure and Modernity: Force, Time, and Social Organization in the History of Sociotechnical Systems», p. 188; y Brian Larkin, Signal and Noise. Media, Infrastructure, and Urban Culture in Nigeria, pp. 242-243.

43 Susan Leigh Star, «The Ethnography of Infrastructure», pp. 380-381.

44 Bjørnar Olsen, In Defense of Things. Archaeology and the Ontology of Objects, pp. 140-141. Estoy menos interesado en las cuestiones ontológicas planteadas por la teoría del actor-red y el llamado nuevo materialismo que en cómo el concepto de infraestructura podría contribuir a un análisis histórico de la racialización, la gobernanza colonial y la continuidad/disyunción. Por esta razón, aprecio el enfoque «bricolador» de Olsen hacia la «teoría de las cosas». Ibid., pp. 12-14.

45 Para una lectura útil de estos debates, véase Raymond Williams, Marxism and Literature, pp. 75-89.

46 En español, también, la palabra infraestructura se emplea comúnmente como traducción de «base». William J. Rankin, «Infrastructure and the International Governance of Economic Development, 1950-1965», p. 62, n. 1.

47 Sobre infraestructura y disposición como «una propensidad dentro de un contexto», véase Keller Easterling, Extrastatecraft. The Power of Infrastructure Space, pp. 71-73.

48 Henri Lefebvre, The Production of Space, pp. 31, 39, 53 y 151. Véase también Henri Lefebvre, The Urban Revolution, p. 15; y Henri Lefebvre, «An Interview with Henri Lefebvre», pp. 27-38.

49 B. Larkin, «The Politics and Poetics of Infrastructure», p. 329.

50 Para un análisis extenso sobre el desarrollo de la infraestructura de transporte en el México colonial, véase Ross Hassig, Trade, Tribute, and Transportation. The Sixteenth-Century Political Economy of the Valley of Mexico, pp. 160-219. Es interesante notar que infraestructuras como éstas suelen ser apenas visibles en las descripciones sobre extracción y transporte en la América Latina colonial, a pesar de su importancia crítica. Véase, por ejemplo, J. H. Elliott, Spain and Its World. 1500-1700, pp. 19-21.

51 S. L. Star, op. cit., p. 382.

52 Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, p. 15.

Sobre el autor
Daniel Nemser es Associate Professor de Español en la Universidad de Michigan. Su investigación se centra en el estudio de América Latina colonial, con un enfoque particular en cuestiones de raza, materialidad, economía política y estudios indígenas, especialmente en torno al náhuatl. Es autor del libro Infrastructures of Race. Concentration and Biopolitics in Colonial Mexico (2017), donde analiza la genealogía de las formas y prácticas de concentración espacial como técnica de gobernanza colonial.
Correo electrónico: dnemser@umich.edu

Resumen
El autor rastrea la genealogía del concepto de concentración desde las primeras décadas de la colonización española en América. Al revisar el campo de concentración, la obra cuestiona su emergencia en el contexto colonial tardío, argumentando que no fue una invención del siglo XIX, sino una práctica colonial heredada desde el siglo XVI. La concentración de cuerpos estuvo desde sus inicios vinculada a la política racial, donde el espacio organizó y visualizó las jerarquías raciales. Este análisis revela cómo las categorías raciales como «indio» y «mestizo» se consolidaron durante el periodo colonial, persistiendo como estructuras materiales y subjetivas en América.