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Número 95

Yo regiré la danza

Memoria y pestilencia en la Nueva España

Paulina León

Universidad de Nueva York

De la serie de epidemias que salpicaron a la población de la Nueva España a lo largo del siglo XVI, la de 1567-1580 es la más extensamente documentada. Una preocupación por el posible exterminio de la población indígena —la más afectada por los brotes— recorre las fuentes españolas de la época. En el ambicioso proyecto del Códice Florentino, que registraba escrupulosamente las formas de vida del pueblo nahua, Bernardino de Sahagún (ca. 1499-1590) ofrece un breve recorrido por la historia del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, la primera institución educativa de la colonia destinada a educar a los jóvenes de la nobleza indígena, fundada en 1536. Sahagún escribe desde un colegio vacío y silencioso, e interrumpe la narración de los hechos pasados para dejar testimonio de los efectos de la epidemia presente: «La pestilencia que hubo ahora ha treinta y un años dio un gran baque al colegio, y no le ha dado menor esta pestilencia de este año de 1576, que casi no está ya nadie en el colegio: muertos y enfermos casi todos son salidos».1 Si en un inicio el escepticismo de sus pares ante la empresa de enseñar gramática latina a los jóvenes indígenas fue el principal obstáculo del colegio, las epidemias serían su desafortunado fin.

En su historia de la orden dominica en Nueva España, Agustín Dávila Padilla (1562-1604) captura la escala del contagio, que no se limita a la Ciudad de México, y toca a su paso a la diversidad de pueblos nativos:

Fue general el destrozo en todas las naciones de la Nueva España: en los Mexicanos, Otomites, Chochones, Guastecos, Tarascos, Mixtecos, Zapotecos, Mijes, Chontales, Guatenicamanes, con las demás lenguas y naciones de toda la provincia de Yucatán y su comarca: y llegó la enfermedad hasta los Indios Chichimecas, y llevó muchos de ellos.2

Es tal la magnitud del golpe que Dávila Padilla recuerda la profecía de fray Domingo de Betanzos (1480-1549): «…que antes de muchas edades se acabarían de tal manera los Indios, que los que viniesen a esta tierra preguntasen de qué color habían sido».3 Late en el sustrato del vaticinio la debacle demográfica que sufrieron los indios taínos de las islas del Caribe, pero también resalta la relación intrínseca entre las epidemias y el esfuerzo imperial de racializar el mosaico cultural y social de la Nueva España. Y es que la gran vulnerabilidad de la población indígena frente a estos brotes jugó un papel importante en las políticas de control y cuidado de la población indígena.4

Pese a no ser el brote más letal del siglo XVI, el de 1567-1580 fue el que alarmó más hondamente a los españoles, al menos en el registro escrito. Una vez establecido el primer régimen colonial tras las guerras de conquista (en las que la epidemia de 1521 jugó a favor de los intereses de los conquistadores), los brotes epidémicos fueron —antes que crisis médicas, antes siquiera que fenómenos religiosos— un contratiempo político, si se entiende que la racionalidad política imperial se articuló como una mancuerna entre poder político y religioso. Es decir, se gobernaba a los cuerpos y a las almas en una dupla aparentemente armoniosa, pero siempre conflictiva en la práctica. Durante los brotes, esta racionalidad política se tradujo en un excéntrico modelo de salud pública, en el que el eje rector de la atención médica era lo que José Pardo Tomás llama «medicina de la conversión», es decir, la praxis puesta al servicio de la evangelización.5 En su Historia eclesiástica indiana, Jerónimo de Mendieta (1525-1604) describe la turba doliente que habita en la portería y el patio del convento de Texcoco durante la última epidemia del siglo XVI, la de 1595: «…lleno de tantos enfermos, confesando a unos, sangrando a otros, jaropando a otros, remediando y consolando a otros».6 Las epidemias del siglo XVI en la Nueva España —de las cuales seis se consideran graves, y la primera tiene lugar durante la guerra de conquista en 1521— pusieron en jaque al proyecto de dominio: la proporción y la celeridad de la muerte amenazaban con desaparecer a la población indígena, elemento indispensable de una colonia productiva y por evangelizar. 7

Las fuentes mestizas e indígenas hacen eco del abatimiento de los españoles. El Códice Aubin, que trata en náhuatl y pictogramas el peregrinaje de los aztecas a Aztlán, describe la epidemia: «En Agosto [de 1576] se extendió la enfermedad. La sangre salió de nuestras narices. Los sacerdotes nos confesaron en nuestras casas y nos trajeron comida. Los médicos nos curaron. Y luego las campanas se callaron, ya no anunciaron funerales, como si hubiéramos abandonado la Iglesia».8 La agresividad del cocoliztli y de la hemorragia incesante contrastaban con el silencio de las campanas y el cese de rituales funerarios. El alimento y la absolución parecían, más que medidas médicas, cuidados paliativos que acataban la derrota de una Iglesia rebasada. Al margen, un artista dibuja una cabeza con hemorragia de la nariz.

Códice Aubin, 1576. The British Museum


De entre todas las fuentes de la época que narran la epidemia de 1576 existe un caso atípico que se aparta del tono condolido y pesimista de sus contemporáneos. Escrita por el español Fernán González de Eslava (1534-1603) a petición del virrey Martín Enríquez (ca. 1508-1583), la obra teatral titulada De la Pestilencia que dio sobre los naturales de México traduce los sobrecogedores sucesos entonces recientes en un relato ingenioso, entretenido y hasta cómico. La obra está escrita en forma de coloquio, un diálogo informal cercano al habla cotidiana, en el que actúan ocho figuras alegóricas: la Pestilencia y su sirviente, el Furor; la Clemencia y su hijo, el Placer; la Salud, el Celo, el Remedio y el Saber Humano. El argumento del coloquio sigue una estructura elemental. La Pestilencia y el Furor se regodean en el daño que le causan al Reino mexicano, en la eficiencia con la que despachan naturales y arruinan los negocios españoles. La Salud implora por una tregua a la Pestilencia, y el Celo le anima a la Salud a plantarle cara a su enemiga. El Saber Humano dispone tratamientos y especula sobre los orígenes —divinos y mundanos­— del azote del contagio, pero se desespera al caer en cuenta de su debilidad. Mientras estos diálogos ocurren, la Clemencia modera a todas las partes afanadas en hallar el alivio de la catástrofe. La tensión se acumula, y se alivia de vez en cuando con los toques de humor de algunos diálogos. Como en los autos sacramentales, el coloquio concluye al llegar el Remedio Celestial que apacigua a la muchedumbre con medicina espiritual.

Entre alegoría moralizante y producción cómica, la obra de Eslava toma el brote de cocoliztli de 1567 y lo incorpora dentro de un relato ofrecido al público heterogéneo, multilingüe y multirracial de la Ciudad de México, volviendo de la tragedia pandémica que supone un declive demográfico feroz para la población indígena, un espectáculo que a la par de moralizar, entretiene a la sociedad diversa que le sobrevive. Y es que, para cuando el coloquio de Eslava se presenta al público, la sociedad capitalina de la Nueva España es ya un melcoche de estratos sociales confusamente jerarquizados: además de los españoles e indios que tienen un lugar asignado en la traza urbana, hay también mestizos, filipinos, negros, mulatos, y hasta españoles y criollos desclasados. El presente escrito explora el rol que juegan las epidemias del siglo XVI en la cultura colonial de la Nueva España a través del Coloquio XIV. Específicamente, estudia cómo la representación de una tragedia compartida por esta sociedad heterogénea establece una relación particular con el tiempo: aunque aún dominado por el horizonte bíblico que interpreta la epidemia como un castigo divino, el tono humorístico de la obra sugiere también un grado de secularización del evento epidémico, inaugurando así un futuro abierto a amenazas arbitrarias. No es que el sentido de la muerte deje de estar dictado por la religión y la Iglesia, sino que la novedad y la conmoción de la epidemia abren un horizonte en el que también puede percibirse como caprichosa y tiránica.

El coloquio se representó en la Ciudad de México en el año de 1577. Othón Arróniz Báez sugiere que la puesta en escena formó parte de los festejos de Corpus Christi en junio de dicho año,9 pero, en un artículo reciente, Antonio Lorente Medina retrasa la representación del coloquio a finales del verano, en un momento en el que el brote parecía haber perdido furor en la ciudad, aunque continuaba en otras provincias. Lorente Medina ubica su representación durante el novenario de la Virgen de los Remedios, entre el 1 y el 9 de septiembre de 1577 ­(figura intercesora que el coloquio mismo venera­).10 El coloquio es, por supuesto, una obra teatral religiosa: moralizante y doctrinaria, pero representada para una población civil diversa, afectada por el brote recién apaciguado. En el coloquio de Eslava, por tanto, están en juego las formas en las que la doctrina cristiana y la institucionalidad colonial se adaptan, en un espectáculo dirigido al público heterogéneo (en términos de raza, casta, lengua y estrato social) de la Ciudad de México, a las particularidades mexicanas y al evento histórico del brote epidémico, y, sobre todo, la relación con el tiempo y la muerte que está en juego. Al adaptar el contenido teológico al suceso de mortandad masiva, Eslava ofrece a su público un relato colectivo propio que presenta a la muerte como un designio divino, pero también como una ley parcial e injusta.11

Y es que la obra dramatúrgica de Eslava se ubica en un momento bisagra de la dramaturgia novohispana, en el que el teatro de evangelización con objetivos catequizantes competía y se entretejía con un teatro profano y popular dirigido a entretener.12 De acuerdo con Ben Post, los coloquios de Eslava ejemplifican una transición en la historia literaria de la Colonia. De las obras misioneras y las simulaciones de batallas que proliferaron en las primeras décadas posconquista, ahora el teatro se abría a temas profanos que competían en un mercado teatral, con obras que se representaban en plazas e iglesias de la Ciudad de México.13 En este sentido, el teatro de Eslava es al mismo tiempo oficial y callejero: un espectáculo que, sin incomodar a las autoridades, entretiene y conecta con el pueblo. ¿Qué hacer, entonces, con este texto atípico? ¿Qué supone y a quién se dirige una alegoría jocoseria del brote presentada tan sólo un año después de su golpe?

En un estudio reciente sobre la genealogía del concepto de «la ciudad letrada» en la obra póstuma de Ángel Rama publicada en 1984, Miguel Martínez reformula los fundamentos de la visión de Rama sobre la cultura colonial, tantas veces condenada por ser elitista y totalizante: «La ciudad letrada denota una peculiar articulación entre la institucionalidad colonial, el poder de la escritura y la espacialización urbana de ciertas prácticas de dominación».14 Para Martínez, en un ensayo anterior sobre el teatro de Eslava, «La señal de Jonás sobre el pueblo mexicano» (1980), el uruguayo demostró que «una pujante cultura oral y plebeya, urbana y multirracial jugó siempre [un papel] en la progresiva delimitación del concepto de ciudad letrada».15

Martínez se detiene en estas observaciones de Rama, que más tarde no se incorporan a su obra póstuma y más famosa, para evidenciar que la ciudad letrada de Rama no pretendía describir la totalidad de la realidad cultural y literaria de América Latina colonial, sino sólo uno de los polos que la tensan. Martínez, leyendo a Rama escribir sobre Eslava, encuentra que el crítico no era ciego al protagonismo que otros grupos de la Ciudad de México —indígenas, mestizos y afrodescendientes— tuvieron en la producción literaria de la capital virreinal. Los coloquios de Eslava presentan diferenciación lingüística, lo que Rama llama el «tamiz literario» y el plurilingüismo de sus obras (en el que se mezclan hablas vernáculas y callejeras con la lengua pulida de la corte). Y aquí el crítico uruguayo identifica prácticas culturales que propagan una heterogeneidad social y cultural. Martínez rescata la complejidad de la crítica de Rama al entrecomillar la supuesta dicotomía insalvable entre cultura cortesana virreinal y la cultura callejera y popular que tanto acecha la historiografía de la literatura novohispana. Quizás no hay un ejemplo más pertinente para estudiar este fenómeno que en un coloquio que conmemora un evento que toca (aunque en distintos grados) a toda la población de la ciudad, sin importar su raza y estrato social.


Los relatos del brote de 1567

Las fuentes transmiten una gran confusión sobre la naturaleza de la epidemia. Al brote, Sahagún y Dávila Padilla lo llaman «pestilencia», el término común en castellano para referirse a enfermedades que se esparcían, según las teorías del contagio de la época, a través de aires corruptos y malos olores; las fuentes indígenas, como el Códice Aubin, se refieren al brote como «cocoliztli», una palabra náhuatl que une las palabras cocoa (enfermedad o estar enfermo) y el sufijo -liztli que forma el sustantivo «enfermedad». Los anales de Chimalpahin usan el término «matlaltotonqui», mientras que Mendieta habla de «tabardillo». La sinonimia referencial evoca un fenómeno confuso e ininteligible, y lo mismo ocurre con los síntomas. Fuentes indígenas como los Anales de Tecamachalco y los Anales mexicanos Azcapotzalco describen hemorragias continuas de los oídos, los ojos, la nariz, el ano y el sexo de sus víctimas.16 Francisco Hernández (1514-1587), primer protomédico de las Indias, trató a enfermos y llevó a cabo autopsias en el Real Hospital de San José de los Naturales. En su obra sobre el morbo, Hernández describió «[fiebres] contagiosas, abrasadoras y continuas».17 Hoy en día no existe un consenso científico sobre la bacteria o virus que causó la epidemia de 1576, aunque los últimos diagnósticos se inclinan por un tipo de salmonela que causa fiebre paratifoidea.18

Tampoco hay un consenso sobre el número de víctimas en 1576 o en las epidemias del siglo XVI en general. Esto se debe, fundamentalmente, al reto que implica estimar el tamaño de la población original del altiplano. Debido a esta incertidumbre, la estimación de víctimas va desde un millón de fallecimientos hasta más de veinte millones.19 La distancia entre las cifras dificulta toda evaluación de las dimensiones de los brotes epidémicos, que se sabe afectaron predominantemente a la población nativa. Pese a estas incertidumbres, expertos como Elsa Malvido aseguran que, para 1565, «la población nativa del altiplano se había reducido en 90 %».20 De acuerdo con Rodolfo Acuña-Soto, durante la epidemia de 1576 murieron entre 2 y 2.5 millones de personas, aproximadamente 50 % de la población indígena, ya de por sí fuertemente golpeada en epidemias previas.21

Pero el riesgo de obsesionarse con las cuentas es perder de vista que las catástrofes demográficas del siglo XVI no se debieron única y exclusivamente a la saña de microbios peregrinos. Aproximaciones como las del demógrafo italiano Massimo Livi Bacci enfatizan la importancia de entender el declive no sólo como una cifra, sino como un sistema en el que interactúan formas de supervivencia, reproducción y movilidad: formas que aseguran la continuidad de una población.22 Sin descalificar la importancia de las cifras, Livi Bacci vuelve el proceso colonizador —los desplazamientos forzados, la cristianización violenta, la explotación laboral y la eliminación de formas de vida socialmente definidas­— un factor determinante en el declive de la población americana.23

En décadas recientes, la historiografía colonial ha comenzado a estudiar las dimensiones culturales y políticas de las epidemias. En consecuencia, se ha renovado un campo principalmente encabezado por estudios demográficos, antropológicos y médicos. En Infrastructures of Race (2017), Daniel Nemser señala el papel que la epidemia de 1545-1548 jugó en la institucionalización de prácticas de concentración de la población indígena que aseguraban, por un lado, su preservación, pero también su dominación. Según Nemser, los brotes epidémicos del siglo XVI determinaron en buena medida los modelos de congregación de los pueblos de indios que permitían el cuidado de las poblaciones enfermas, pero también facilitaban su control, vigilancia y adoctrinamiento. Nemser demuestra que las raíces del modelo biopolítico de la Colonia se encuentran en la Iglesia.

Jennifer Scheper Hughes, por otro lado, propone que la epidemia de 1576 fue un parteaguas en la articulación sociopolítica de la Nueva España. En su libro, The Church of the Dead (2021) demuestra que la gran mortalidad permitió la codificación del cristianismo dentro de la tradición indígena en los pueblos de Indios y fraguó una Iglesia que priorizaba las estructuras, prácticas y preferencias prehispánicas de organización religiosa. El derrotismo de los españoles permitió, según Scheper, la formación de una Iglesia que velaba por los intereses locales y las soberanías indígenas. Es entendible y justificable el interés que estas investigaciones tienen tanto en las poblaciones indígenas como en los estratos dominantes.

Por otro lado, la labor de Sandra Elena Guevara Flores, que encabeza un esfuerzo por historiar los procesos de significación de las epidemias en la sociedad colonial del siglo XVI, ha abierto una veta importante de estudios de la construcción sociocultural de estos sucesos. Mi lectura sólo es posible por estos valiosos aportes a la historiografía colonial, pero se pregunta por la relación de la sociedad novohispana —ese heterogéneo conjunto— hacia estos brotes que constantemente alteraban su vida cotidiana. La obra de Eslava finalmente nos invita a reflexionar sobre las epidemias no ya como sucesos que afectaron exclusivamente —aunque en sentidos muy distintos— a indios y españoles, sino también como sucesos que la sociedad novohispana de la capital adoptó, resignifico e incorporo dentro de un relato histórico de sí misma.

 

El discreto Fernán González de Eslava

Nacido en España en 1534, Fernán González de Eslava emigró a México cuando tenía veinticuatro años, en 1558. Después de varias teorías sobre su origen —andaluz según Joaquín García Icazbalceta, vallisoletano según ­Amado Alonso—, el estudio fonológico de sus rimas llevado a cabo por Margit Frenk en 1989 sugiere que el poeta era más bien toledano.24 Varios estudios, incluido el de Rama, se han interesado por el posible origen converso de Eslava. El capítulo más escandaloso de su vida fue la polémica suscitada entre él y los poetas Francisco de Terrazas y Pedro de Ledesma sobre la Ley de Moisés. Establecido en la Ciudad de México, recibió órdenes menores en 1574 y mayores en 1579. Margit Frenk sintetiza puntualmente una lectura de Rama sobre González de Eslava: «un hombre que vivió en un triple tránsito: entre España y América, entre la vida laica y la religiosa, y también, posiblemente, entre el judaísmo y el cristianismo».25

Sus obras teatrales fueron publicadas una década después de su muerte gracias al esfuerzo compilatorio del agustino Fernando Vello de Bustamante, a quien Eslava dejó como albacea tras su muerte en 1599. El teatro de Eslava pertenece a la tradición dramatúrgica prelopista. José Rojas Garcidueñas lo describe como

…teatro heredero y continuador inmediato del medieval español, digamos del de Gómez Manrique y los Autos viejos, fructificando en piezas que, en su mayor número, son relatos escenificados más bien que obras propiamente teatrales, por cuanto predomina la narración de sucesos y es débil la acción y mal proyectado el conflicto, si no es que carecen por completo de él. 26

En el coloquio XIV —el número que la edición de Bustamante da a los diálogos de la epidemia—, el conflicto central es la casi total impotencia de las figuras alegóricas Salud, Celo y Saber para ponerle un alto a la Pestilencia. Rama considera que el genio de Eslava radica en saber adaptar estas convenciones a su nuevo público: «que debe reconocerse a sí mismo sobre la escena, mostrando sus problemas cotidianos, sus característicos comportamientos, sus expresiones y gracias, sus deseos e ideales, las sombras arquetípicas del tamiz adquieren corporeidad y semejanza con las criaturas de la sociedad novohispana y su habla remeda la de los diversos estratos que la componían».27 La obra de Eslava, dice Margit Frenk, «se escribió sólo para el oído, no para la vista; no para ser impresa. Son obras de circunstancias, efímeras, compuestas para un público mexicano en un aquí y un ahora momentáneo».28

Además de coloquios, Eslava compuso canciones, villancicos, poemas amorosos y ensaladas. De acuerdo con Frenk, este último género constituye una excepción en la producción de poesía religiosa por la que Eslava muestra una clara preferencia. Eslava escribió seis ensaladas, «un género poético-musical que se caracterizaba sobre todo por la intercalación de citas de cantares, refranes, rimas infantiles, romances, pasajes bíblicos en latín, etc.»,29 es decir, una ensalada literaria hecha y derecha. De éstos, Frenk califica como «la más mexicana» de las seis la «Ensalada del Tiánguez» (núm. 90) compuesta para ser cantada en Nochebuena.30 En la ensalada, una voz invita al mercado, aparecen unas comadres dándose la vuelta, el diablo, disfrazado de mercader, le ofrece una manzana a Eva. En otra ensalada (núm. 92), una voz sorprendida recibe a un Gachopín, que viene de Castilla, jugando con la analogía de Cristo viniendo desde el cielo al Nuevo Mundo. La variedad de personajes alegóricos que pueblan los coloquios de Eslava atestigua la riqueza expansiva de los mundos que sus obras representan: un marinero vizcaíno, una Tocina que habla con el profeta Jonás, unos rufianes que se agarran a bofetadas.

En el coloquio XIII, la Riqueza y la Pobreza se pelean por contar al Simple entre sus afiliados. La agilidad del diálogo apunta a una puesta en escena burlesca, que al lector contemporáneo fácilmente podría sonarle a un diálogo cantinflesco: dulcemente ingenuo, aun jugándose cuitas profundamente palpables:



Riqueza: Yo te daré oro y plata.

Simple: Contigo voy por mejor.

Pobreza: Yo tratarse he con amor.

Simple: Pásome con la beata,

Quizá viviré a sabor.

Riqueza: Tú serás señor conmigo.

Simple: Quiero irme con aquesta.

Pobreza: Yo te llevaré a una fiesta.

Simple: Pues allá me voy contigo,

Que eres moza más honesta.

Riqueza: Yo te daré mucha renta.

Pobreza: allá me vo desde luego.31



Ya lo dijo Rama, pero vale la pena reiterarlo: no se trata de pensar a la obra de Eslava como un espejo de la sociedad novohispana, «sino [como] una conciencia que vive problemáticamente el universo al que pertenece y, en su elaboración subjetiva, lo descubre y entiende». 32 Desde su lugar de español emigrado —un gachupín en el habla cotidiana­—, católico pero escamado por sospechas de ser un converso, su obra se ve afectada y es producida al centro de lo que Rama nombra una «eclosión tumultuosa»: una sociedad colonial que a la par de la contracción de la población indígena a causa de las epidemias y las prácticas de gobierno, multiplica su diversidad y con ello las tensiones de los estratos. No creo que la obra de Eslava pretenda armonizar tal eclosión tumultuosa. El pueblo mexicano al que aluden sus coloquios no es el producto de la síntesis, sino de la pugna y articulación de formas de vida de la Nueva España.

 

Pestilencia, bestia fiera

Volvamos al coloquio de la epidemia. Pestilencia, la protagonista, es soberbia y traviesa. Su yugo es reiterado una y otra vez: «Id todos sin recelar», le dice a Placer, «que yo regiré la danza»,33 suelta altivamente, confiada de su poderío aventajado. Sus diálogos son simples: juegan con paronomasias y reiteran una y otra vez su despiadada manera de jugar con las duplas del bien y el mal, la vida y la muerte:



Todos atentos estén

a ver mi trono real,

y tema quien es mortal,

porque yo destruyo el bien

con la fuerza de mi mal.34



Las copiosas referencias a la Pestilencia como autoridad y señora no sólo son agudas. En su momento, probablemente evocaran las tensiones políticas que en la época amenazaban al poder virreinal, todavía en vías de consolidación. Una serie de conspiraciones por parte de encomenderos temerosos de perder sus privilegios en 1566 —el caso más público siendo el exilio de Martín Cortés (ca. 1523-1595) y la ejecución pública de Alonso de Ávila (ca. 1539-1566) en dicho año, por cargos de sedición—,35 así como las luchas internas entre el poder eclesiástico y el poder civil, hacían de la autoridad un blanco fácil de parodiar.

Al servicio de Pestilencia está Furor, su lacayo, servil y lambiscón. Juntos califican a sus soldados, un surtido de padecimientos que según las didascalias van saliendo conforme se les alude: Dolor de Costado —«el mejor de tu Consejo»—, Tabardete (tifus) ­­—«que con tal fuerza acomete / que parece al parecer / que en el ánima se mete»—, y el Romadizo (una forma de catarro) —«vaya contra castellanos / que piensan quedarse sanos»—. Sería posible especular sobre la apariencia que estas alegorías de enfermedades habrían tenido sobre el escenario, representados quizás con los signos más visibles que les procuraban a sus víctimas, como las pintas del tabardillo, o con los instrumentos para producir el malestar, como la agonía del dolor de costado. Lo que es un hecho es que hay, en el coloquio, un tratamiento cercano a lo paródico que sorprende por la proximidad de la fantasía con los hechos, y que sugiere, por un lado, un tipo de distancia inaugurada por el humor, pero también la distancia social de las razas y estratos de la sociedad novohispana: la muerte de los indios no parece un vaticinio trágico, como sucede en las crónicas de los misioneros, ni tampoco un panorama desolador de despoblación como ocurre en los mapas de visitación del arzobispo Moya.36

La familiaridad asumida de la audiencia con las imágenes presentadas y evocadas dota a la escena de los soldados de la peste con un sentido histórico particular. La matanza despiadada de la Pestilencia se transforma en un desfile festivo de sus reclutas. Conforme avanza el coloquio, la retórica exterminadora de Pestilencia sólo se inflama: «cualquiera de vos se inflame / y lleve este vaso lleno / de mortífero veneno / y en el pueblo se derrame, / que sintiérdes que está bueno».37 Notablemente, el coloquio se centra en los ejecutores (las enfermedades), en vez de las víctimas, sugiriendo que la muerte en vez de conmemorarse se invoca como advertencia. Hay, por supuesto, una intención moralizante. Pero el coloquio de Eslava no es exclusiva ni marcadamente teológico. El humor con el que desfilan las enfermedades invocadas por la Pestilencia apunta a un horizonte colectivo de la experiencia de las epidemias que no es solamente trágico o dramático, sino que también incurre en una percepción mundana de la muerte caprichosa, tiránica, voluble.

Integrada únicamente por figuras alegóricas, la obra no tiende ni a lo abstracto ni a lo atemporal, todo lo contrario. Los diálogos pertenecen inconfundiblemente a un contexto mexicano: cuando la Clemencia le pide a su hijo el Placer ir por ungüentos de la Salud para curar a los dolientes, Placer, arquetipo del simple, se burla de las culturas médicas encontradas y embrolladas: «¿Es quien mira las orinas? Cúranos con melecinas», dice, aludiendo a la tradición hipocrática según la cual la orina de un paciente podía revelar la constitución de humores del cuerpo: «…y él se cura, si está malo, / con buen vino y con gallinas».38 Sospecha pues, de la Salud, que diagnostica con métodos galénicos, pero se cura a sí misma con métodos vernáculos que a menudo rayan en prácticas idólatras. Pero también evoca las quejas de Diego de Cisneros medio siglo más tarde, sobre las negligentes prácticas médicas que observó en la Ciudad de México: «…a todas horas y tiempos están dando de comer [a los enfermos], ya pistos, atoles, aguas destiladas de substancia y otras cosas con las cuales agravan la enfermedad», y agrega otra causa «aunque el médico de más opinión esté curando al enfermo, llega la india que cura y hace su remedio, y el herbolario, y el barbero, y en suma no hay persona que no dé su voto en todas ocasiones y remedio que ordenen que no se ejecute, y así mueren las tres partes de hartos y mal curados».39

La parodia de la muerte mantenida a lo largo del coloquio, por ejemplo, contrasta con la aflicción de la Salud, quizás la alegoría más atribulada de todas, quien le implora a la Pestilencia que detenga su campaña: «No es lástima los que mueren», le dice, «que este es el fin de nacer; / más me lastima entender / que los quiero y que me quieren, / sin poderlos socorrer».40 Una economía de los afectos atraviesa al deseo de Salud, cuya felicidad radica en una relación correspondida de cariño, de querer, que evoca el modelo biopolítico que estudia Nemser y que también subraya la impotencia de los buenos frente a la saña de los malos.

Nemser apunta una paradoja importante de los efectos de la despoblación americana causada por las epidemias y el gobierno colonial en el siglo XVI. Por un lado, la dominación colonial fue posible gracias a las necropolíticas de la conquista. En ellas caben tanto las estrategias intencionadas como la guerra y la subyugación y explotación de las poblaciones indígenas, como también aquellas contingentes en las que figuran las epidemias. Pero, subraya Nemser, las técnicas biopolíticas no se detenían en la muerte de los nativos: el proyecto colonial también impulsó políticas dirigidas a preservar la vida de los naturales —y aquí parafraseó a Nemser—­ aun si no fuera en las maneras que los sobrevivientes habrían querido para sí.41 Proyectos como los de la utopía de Vasco de Quiroga que planteaba congregaciones de indios dentro de ciudades-hospitales, son estructurados por unas prácticas de gobernanza en las que el cuidado es otra de las modalidades del poder colonial. Cuando la Salud dice querer a los enfermos, es importante dimensionar las prácticas reales detrás de ese deseo.

De entre las muchas disonancias, el coloquio de Eslava reitera, como tantas otras fuentes contemporáneas, la vehemencia con la cual la pestilencia arremete contra los nativos. El Celo dice: «Su dolencia [de los naturales] grave y larga, nosotros la padecemos, / y es verdad, a lo que vemos, / que Dios en ellos descarga / lo que todos merecemos».42 Si el primer plural «nosotros la padecemos» todavía se limita a referirse a las alegorías del escenario, el último «lo que todos merecemos» incluye manifiestamente a los espectadores. El castigo selectivo que sólo toca a los naturales se formula como una advertencia colectiva para las demás razas y estratos que constituyen a la sociedad novohispana, unidos todos por la identidad católica del Reino, y su condición de pecadores que los iguala y previene de los castigos por venir. Es así como la epidemia, aun siendo selectiva, se transforma en un evento que interpela al pueblo mexicano entero. En otro diálogo, Clemencia se dirige a México:



México, reino escogido,

Dios te pague el bien que has hecho

con tan general provecho,

con que Dios has bien servido

y a los hombres satisfecho.

Han sido de ti tratados

Los que estaban afligidos

Como hermanos muy queridos,

Como hijos regalados

De tus entrañas salidos.

Muestras a los mexicanos

Tu bondad y santo celo,

Buscándoles el consuelo

De los remedios humanos

Y del remedio del cielo.

Con qué viva caridad

Vemos tu sangre vertida,

Tu hacienda despendida,

Y por darles sanidad

Pusieras tu misma vida.



Clemencia, siempre ecuánime y estoica, es la única, además del Remedio, cuyos diálogos se dirigen al público convertido metonímicamente en «México»: el pueblo, la gente. Su discurso parece ofrecer, si bien no palabras de aliento, halagos consoladores que restituyen un sentido colectivo de su rol en el evento. Una clave importante la dan las relaciones filiales: el pueblo mexicano al que se dirige Clemencia ha cuidado a los enfermos «como hermanos muy queridos». El adverbio «como» introduce una comparación: los enfermos atendidos se cuidaron como hermanos, pero no lo eran. La comparación sostiene, a la vez, la lejanía y la distancia de esa relación, que para este punto no puede no entenderse como la relación de «México» —esa categoría difusa pero que opera como ideal— con la población indígena vulnerada por Furor y Pestilencia. La comparación se repite en el siguiente verso, pero la horizontalidad implícita de los hermanos se convierte en una jerarquía: «como hijos regalados», es decir, como hijos que se han tratado con curiosidad y gusto, según el diccionario de Covarrubias.43 Aparece otra vez, pero esta vez ya no en el tono condolido de los misioneros, un discurso paternalista —que se aproxima a lo que José Rabasa ha nombrado «love-speech» en el discurso colonizador y evangelizador— que Clemencia transfiere a la población general.44 «De tus entrañas salidos» termina por subrayar la filiación asumida.

         Pero quizás lo más interesante es cómo el discurso de Clemencia vuelve del brote un asunto padecido y librado no ya por la población indígena, sino por ese pueblo mexicano al que se dirige la alegoría compasiva. Es ambiguo si la sangre vertida refiere a la muerte de los naturales, o a la dedicación de los cuidadores, pero la frase final del fragmento apunta a una transferencia de la cuita, pues, aunque el Reino mexicano no haya puesto su vida, sus cuidados cuentan, como si la hubieran puesto.

         El otro sacrificio reiterado a lo largo del coloquio es el cruel asalto que la Pestilencia da a los españoles, pero en una forma opuesta al asalto de los naturales. Cuando la Pestilencia le pregunta a Furor si ha dado cruel asalto a los españoles animosos, éste responde:



Entramos de sobresalto,

Como rayos muy furiosos

Que descienden de lo alto.

Unos quedan sin servicio,

Otros, señores sin renta,

La tierra pobre y hambrienta,

Otros no hay usar oficio,

Que es daño de mucha cuenta.



El daño dirigido a los españoles por parte del Furor es, por tanto, estrictamente económico. Los indios son un signo intercambiable: para los españoles es el riesgo de la empresa colonial, pero para el Reino mexicano al que se dirige Clemencia es la oportunidad para lucir su disposición al bien. Una última comparación emerge hacia el final de la obra. Furor no se va sin antes recordarle a Pestilencia que, en otro momento «entraremos escondidos / Como piojos en costura». La expresión, que Covarrubias define como lo que se le dice al «entremetido»45 caracteriza a alguien fisgón, indiscreto, pero que en el caso de la peste alude a una ubicuidad constante, aunque imperceptible que por un lado invoca el perenne acecho del mal y del diablo en tierras sólo recientemente evangelizadas, y por otro, contornea al enemigo perfecto para un colectivo en ciernes: no se sabe de dónde viene, a quién atacará y cómo se remediará.        

         El final del coloquio es ligero y astuto. Eslava se protege de cualquier acusación de revoltoso. Lo que salva a la población es, por supuesto, su fe, las armas de la Salud: «Hizo el arnés Devoción, / Los brazales Esperanza, / Caridad me dio la lanza, / Formó el yelmo la Oración».46 La identidad religiosa se mantiene y divulga, pero las amenazas a la salud y la paz permanecen como piojos en costura, es decir, como una amenaza constante, un castigo en potencia, un juicio pendiente que acecha al reino.

 

La modernidad de Eslava

Por motivos evidentes, la historiografía de las epidemias del siglo XVI ha hecho hincapié en la devastación y el exterminio de formas de vida indígenas en las que la mortandad se combinó con el desplazamiento, la explotación laboral y la supresión de prácticas sociales, culturales y religiosas que aseguraban la salud y la reproducción de esas sociedades. Este ensayo ha querido plantearse qué hizo la sociedad novohispana con la experiencia y el recuerdo de esos sucesos, sociedad que más que como un cuerpo homogéneo o un cuerpo dividido entre una república de españoles y una de indios, he intentado formular como una amalgama de identidades e intereses que buscan, si bien no una armonía, un relato donde quepan muchos. El fenómeno, por supuesto, supera lo que un solo coloquio puede decir en nombre de las fuerzas sociales, pero al menos se asoma un atisbo sugerente: algo fraguaron las así llamadas «mortandades»: una historia compartida, una vivencia particular del tiempo y de la muerte, un lenguaje, un humor.

Más de un siglo después, en su Escudo de armas de México (1746), Cayetano Cabrera y Quintero esbozaría la historia de la Nueva España a partir de las pestilencias, o lo que él llamó, «las guerras de Dios». En cada una de ellas, desde el siglo XVI hasta su presente, estos sucesos estructuran el relato del pueblo mexicano, protegido por la virgen de Guadalupe, a modo metonímico, el escudo de armas de México. El rol que la fe católica juega como sustrato identitario de la Nueva España no se debe perder de vista. Ese «reino mexicano» al que le habla Clemencia sólo es reino en tanto reza el credo. El coloquio de Eslava es una representación, sí, pero también es una práctica, que integra los eventos compartidos, provinciales, dentro de un repertorio cultural de entretenimiento e inaugura un futuro abierto a la amenaza tiránica de la epidemia; una muerte que se empieza a escapar del control de la religión. No es cosa menor: en un lugar como la colonia, en la que hay una importación masiva de relatos de fuera supervisados por las autoridades eclesiásticas, la puesta en escena de un relato local —que no proviene exclusivamente de Europa, ni de la Biblia, ni de la Antigüedad clásica— comienza a germinar un relato autorreferencial. La clave está en que tal relato no es encabezado por una identidad única (lo que más tarde, dirá la historiografía, harán los criollos), y que se compone de partes conflictivas y contradictorias que van buscándole lugar y sentido a la historia, las diferencias y la muerte. La mortandad masiva de las epidemias y el proceso colonizador en que acontecieron constituye una identidad moderna que a la par de suprimir formas de vida, cultiva otras a costa de la memoria y los símbolos de ellas.

 

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Notas

1 Bernardino de Sahagún, Códice Florentino Digital, Libro décimo, fol. 83r. El trabajo de Ellen T. Baird estudia los efectos de la epidemia de 1576 en la producción material del Códice Florentino. Las muertes de colaboradores del proyecto impiden que se traduzcan algunos de los fragmentos de la columna en náhuatl en los que se enumeran las partes del cuerpo según el conocimiento anatómico nahua. A falta de ilustradores, algunos grabados se quedan sin rellenos. Por otro lado, en años recientes, Diana Magaloni ha estudiado cómo la epidemia afecta las tintas empleadas en las ilustraciones, a causa del desabasto de bienes artesanales.

2 Agustín Dávila Padilla, Historia de la Fundación y Discurso de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España, p. 517.

3 Ibid., p. 516.

4 Cf. Claudio Lomnitz, Death and the Idea of Mexico, p. 73; Daniel Nemser, Infrastructures of Race. Concentration and Biopolitics in Colonial Mexico, p. 12.

5 José Pardo Tomás, «La medicina de la conversión: el convento como espacio de cultura médica novohispana» y «Pluralismo médico y medicina de la conversión: Fray Agustín Farfán y los agustinos en Nueva España, 1533-1610».

6 Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, p. 515.

7 Cf. Hans J. Prem, «Brotes de enfermedad en la zona central de México durante el siglo XVI»; Charles Gibson, «Appendix IV. Epidemics».

8 Charles Dibble (ed.), Historia de la nación mexicana, p. 85.

9 Othón Arróniz Báez, «Estudio introductorio».

10 Antonio Lorente Medina, «La epidemia de cocoliztli (1576) en el teatro de Fernán González de Eslava», pp. 813-814.

11 «Los coloquios transmiten su contenido teológico con mayor facilidad porque están enraizados en la particularidad mexicana, mientras que a su vez la teología sirve para exaltar el contenido y contexto mexicano de las obras como parte de un proceso protonacional». Ben Post, «Jewish debates on the colonial Mexican stage», p. 339.

12 Cf. Armando Partida Taizan, Teatro novohispano, p. 6.

13 B. Post, op. cit., pp. 338-339.

14 Miguel Martínez, «Ángel Rama contra la ciudad letrada: Prehistoria de un concepto», p. 2

15 Ibid., p. 3.

16 Hans J. Prem, «Brotes de enfermedad», p. 79.

17 La traducción del latín pertenece a un artículo por publicarse de Sandra Elena Guevara Flores sobre la obra de Francisco Hernández.

18 Cf. Sarah Zhang, «A New Clue to the Mystery Disease That Once Killed Most of Mexico».

19 Elsa Malvido «La epidemiología, una propuesta para explicar la despoblación americana», p. 74.

20 Ibid., p. 67.

21 Rodolfo Acuña-Soto, David W. Stahle, Malcolm K. Cleaveland y Matthew D. Therrell, «Megadrought and Megadeath in 16th Century Mexico City», p. 290.

22 Massimo Livi Bacci, «The Demise of the American Indios», p. 164.

23 Cf. Miguel Martínez «Colón en Núrenberg»; Eduardo Subirats, El continente vacío, p. 23.

24 Margit Frenk, «Fernán González de Eslava y las sibilantes», pp. 260-262.

25 Margit Frenk, «La poesía de González de Eslava: Entre la Vieja España y la Nueva», p. 73.

26 José Rojas Garcidueñas, «Prólogo», pp. 7-8.

27 Ángel Rama, «La señal de Jonás sobre el pueblo mexicano», p. 38.

28 M. Frenk, «Fernán González de Eslava y las sibilantes», p. 257.

29 M. Frenk, «La poesía de González de Eslava», p. 75.

30 Ibid., p. 75.

31 F. González de Eslava, op. cit., p. 123.

32 Ángel Rama, op. cit., p. 38.

33 F. González de Eslava, op. cit., p. 149.

34 Ibid, p. 143.

35 Cf. Nicole T. Hughes, «Fiestas Fit for a King: Contested Symbolic Regimes of Power in New Spain».

36 Jennifer Scheper Hughes, capítulo 3, «Walking Landscapes of Loss after the Mortandad: Spectral Geographies in a Ruined World», en id., The Church of the Dead. The Epidemic of 1576 and the Birth of Christianity in the Americas, pp. 103-134.

37 F. González de Eslava, op. cit., p. 146.

38 Ibid., p. 147.

39 Diego de Cisneros, Sitio, naturaleza y propiedades de la Ciudad de México, p. 332.

40 F. González de Eslava, op. cit., p. 149.

41 D. Nemser, op. cit., p. 48.

42 F. González de Eslava, op. cit., p. 150.

43 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 1214.

44 José Rabasa, Writing Violence on the Northern Frontier, p. 6.

45 S. de Covarrubias, op. cit., p. 1177.

46 F. González de Eslava, op. cit., p. 165.

Sobre la autora
Paulina León es licenciada en Historia por la Universidad Iberoamericana y doctora en Estudios Hispánicos y Luso-brasileños por la Universidad de Chicago. Actualmente es profesora visitante en la Universidad de Nueva York. Su investigación y docencia se centran en las historias culturales y literarias de la España moderna y la América Latina colonial, con esencial interés en las culturas médicas, los sistemas de salud pública, los relatos de brotes epidémicos, la escritura autobiográfica y la historiografía.
Correo electrónico: pleontre@gmail.com

Resumen
Este escrito explora el papel de las epidemias del siglo XVI en la cultura de la Nueva España a través del coloquio XIV de Fernán González de Eslava (1534-1599), titulado De la Pestilencia que dio sobre los naturales de México. Al relatar el brote de cocoliztli de 1567, la obra de Eslava convierte la mortandad masiva en un evento jocoserio dirigido al público multilingüe y multirracial de la Ciudad de México. Sostengo que la representación de esta tragedia compartida establece una relación particular con el tiempo: aunque aún marcada por el horizonte bíblico que interpreta la epidemia como castigo divino, el tono humorístico sugiere un grado de secularización, abriendo paso a un futuro sujeto a amenazas arbitrarias.