>

Número 94

El género fluido: salsa y cumbia en el espacio público

José L. Reynoso

Universidad de California Riverside

Esta propuesta parte de la premisa de que todas las formas de danza son fuentes legítimas de conocimiento corpo-realizado. Inspirado por Susan Foster, empleo este término en el sentido de corpo-realizar,1 refiriéndome a la danza como un sistema de signos que, a través del cuerpo, «realiza» valores culturales y sociales que tienden a una normatividad, ya sea reproduciéndolos y/o reconfigurándolos. En otras palabras, al realizar estos valores de manera corpórea, el cuerpo en movimiento reflexiona sobre intersecciones de clase social, género, sexualidad, raza, entre otros. De este modo, además del placer físico y afectivo que conlleva el acto de bailar, la danza representa una práctica teorizante con profundas implicaciones filosóficas y políticas.

Desde esta perspectiva, la acción de bailar se aborda como un proceso corporal en la formación de identidades individuales y colectivas, a través de las cuales el cuerpo se constituye e identifica como un sujeto social y cultural específico, siempre en flujo. Con esta premisa, me centraré en el caso de hombres —ya sean heterosexuales, homosexuales, bisexuales, cisgénero, transgénero y/o transexuales— que bailan cumbia, salsa y otros ritmos caribeños con otros hombres en espacios públicos, como la Alameda Central en la Ciudad de México. Sostengo que al bailar, estos individuos no sólo se constituyen a sí mismos, sino que también contribuyen, mediante su práctica, a procesos graduales de transformación colectiva hacia ámbitos sociales y culturales más tolerantes e inclusivos. Además, intentaré ilustrar cómo estos sujetos-cuerpos bailan en la periferia de ciertas modernidades para establecer las suyas propias.

Antes de abordar estos temas, es pertinente proporcionar algunas notas sobre los marcos conceptuales para contextualizar mi enfoque, al tiempo que revelo mi posición como un sujeto-cuerpo formado en gran medida en Estados Unidos. Como mencioné anteriormente, mi intención es imaginar mi propuesta dentro de discursos y prácticas que promueven la construcción de espacios más equitativos y democráticos, espacios utópicos que desafíen las normatividades opresivas que, a veces sin darnos cuenta, contribuimos a solidificar con nuestras ideas, ideales y comportamientos. Pienso, por ejemplo, en movimientos sociales o discursos que han ampliado «nuestra» conciencia colectiva mientras simultáneamente han reproducido dinámicas de poder jerárquicas basadas en diferencias de género, sexo, raza y clase social. Mencionaré brevemente tres ejemplos. El movimiento chicano de las décadas de 1960 y 1970 en Estados Unidos protestó de manera militante contra la marginalización y el racismo prevaleciente, luchando por cambios sociales a favor de la comunidad chicana, mexicoestadounidense y mexicana. Sin embargo, el nacionalismo chicano, al igual que otros movimientos revolucionarios de resistencia, se basaba en un machismo altanero y un tono homofóbico, perpetuando así la marginación de los sujetos-cuerpos homosexuales y subordinando a las mujeres, quienes en las décadas de 1970 y 1980 comenzaron a desafiar, o incluso a redefinir, el patriarcado dentro del movimiento chicano.

Como segundo ejemplo, el movimiento feminista en los Estados Unidos desde el siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX habilitó a las mujeres para obtener derechos como el voto y la propiedad de bienes e inmuebles, entre otros beneficios dentro del sistema capitalista en el que esta corriente activista se desarrolló. Sin embargo, simultáneamente, este movimiento socialmente progresista asumió a «la Mujer» como un sujeto de raza blanca. No fue hasta las décadas de 1980 y 1990 que mujeres de diferentes grupos raciales consolidaron alianzas feministas que han llegado a conformar feminismos transnacionales con posturas fuertemente críticas contra la supremacía de la ideología de la blanquitud y las diferentes formas en que opera su componente mutuo: el neoliberalismo global.

Como tercer ejemplo, relacionado más directamente con mi tema, evocaré solo algunos aspectos del libro de Cindy García, Salsa Crossings. García desmitifica el club nocturno donde se baila salsa en Los Ángeles, mostrando que no es solamente un espacio utópico donde personas de varios estratos sociales, nacionalidades y perfiles raciales se congregan para divertirse y disfrutar del estereotipo del «sabor latino». Si bien es cierto que la diversión es una parte importante, ya sea en el placer físico y afectivo de bailar, en la búsqueda de encuentros sexuales o en el consumo de sustancias para aumentar la sensación de felicidad, García analiza cómo el club nocturno de salsa funciona como un escenario donde los asistentes establecen mecanismos para diferenciarse unos de otros en relación con las jerarquías sociales dentro y fuera del club. Ella propone dos conceptos analíticos: la «latinidad con lentejuelas», asociada con quienes bailan salsa y se comprometen a vestir de manera glamorosa y a desarrollar técnicas de baile normalizadas que se consideran superiores o que les permiten avanzar en las jerarquías de prestigio y acumular capital cultural dentro del circuito de clubes, antros, competencias y congresos internacionales de salsa. Por otro lado, la «latinidad sin lentejuelas» se refiere a quienes visten de manera menos glamorosa y bailan de una manera peculiar que los delata como «nacos», «gueto», «inmigrantes» o simplemente «mexicanos», aunque pertenezcan a cualquier otra nacionalidad latinoamericana. Se los estereotipa como trabajadores de «la limpieza» o «servidumbre».

Ofrezco un ejemplo de las técnicas de baile que sirven como mecanismos de distinción: el paso básico identificado como «correcto», más sofisticado y de mayor prestigio, es el «paso lineal», que se realiza hacia adelante y hacia atrás, con el torso y el cuello más erguidos, supuestamente característicos de un cuerpo «más refinado». La forma «incorrecta» de bailar, asociada con los estratos inferiores en la jerarquía de baile, es aquella en la que los pasos se desplazan lateralmente, acentuando un pequeño salto al pasar de un lado a otro. Es común escuchar acusaciones con un tono injurioso como: «Eso no es salsa, es cumbia», asumiendo que este último género es inferior.

Ahora, para trasladarnos de Los Ángeles a la Alameda Central, quiero compartir dos anécdotas que ilustran los mecanismos de distinción social en relación con los cuerpos-sujetos estereotipados como inferiores por el lugar donde bailan y las técnicas que utilizan.

La primera anécdota sucedió mientras estaba de visita en casa de Regina, sentado a la mesa con ella y José Luis, dos de mis amistades entrañables. Estaba en mi segunda y última cerveza. Se me ocurrió mencionar que los domingos suelo ir a la Alameda Central a observar a la gente bailando salsa, cumbia y otros ritmos caribeños. En respuesta, mis queridos amigos reaccionaron con un expresivo «¡Uy!», «¿En serio?», «Ten cuidado, ¿eh? Ahí va pura gente de las vecindades». Regina y José Luis ni siquiera necesitaron ver a la gente bailar para etiquetarlos de esa manera; simplemente la mención del lugar de baile activó sus prejuicios de clase capitalinos.

La segunda anécdota tuvo lugar en una reunión social, donde no había ni una cerveza. A pesar de ello, me atreví a aceptar la invitación de alguien para que me enseñara a bailar, mientras me jalaba de la mano y me levantaba de la silla. «La China», una mujer transgénero, se ofreció a enseñarme un paso simple. Tomándome de ambas manos, nos deslizamos de lado a lado con un paso de tres tiempos y una pequeña patada, seguida de un ligero brinquito antes de regresar al lado opuesto. No sé de dónde sacó ese movimiento, pero mientras yo estaba concentrado intentando seguir el ritmo sin caerme ni pisarla, escuché a «La China» decirme: «Recuerda que el ballet es la madre de todas las danzas. Esto es como ballet… pero de otra forma».

Al sentarme, Olga, una chica muy atractiva con la que había estado conversando un rato, me dice mientras agita su mano hacia adelante en un gesto despectivo: «Yo no bailo esos ritmos, ¿eh?». Tomando como referencia el trabajo de Cindy García, le pregunto si es porque se mueven de lado a lado y brincan un poco, a lo que responde: «No brincan un poco, rebotan, ¿no lo ves?». Olga es una excelente bailarina; baila con el torso y el cuello erguidos, casi fusionados en una pieza con su cadera, oscilando ligeramente mientras se desliza en el espacio al ritmo de la salsa, hacia adelante y hacia atrás, «en línea». Ella, más que «La China», baila la salsa con una estética corporal evocativa del ballet, la «madre de todas las danzas». Olga se negó a admitir que las diferencias tenían que ver con nociones de clase, pero sí aceptó, frunciendo un poco el ceño, que «ese baile era más corrientito».

En la Alameda Central, el 99 % de las personas que bailan no brincan, sino que rebotan al bailar. Según el trabajo de Cindy García y los comentarios de mis amistades en la Ciudad de México, estxs bailarinxs serían identificadxs como de «latinidad sin lentejuelas»: nacos, chacas, gueto, inmigrantes, «mexicanos», trabajadores de la limpieza, sirvientes, habitantes de las vecindades de la Ciudad de México y sus periferias, etc. Aparentemente, en la Ciudad de México, para algunas personas, estxs bailarinxs pertenecen, según el lugar donde bailan y la manera en que lo hacen, a espacios sociales periféricos, a los peldaños e imaginarios más bajos en las jerarquías sociales, tal vez cuerpos laborales itinerantes diariamente desde las periferias para contribuir a producir la modernidad citadina de la que lxs más «sofisticadxs» hacen alarde y disfrutan. Teniendo en mente estas dinámicas clasistas —que invariablemente interactúan con cuestiones raciales (por ejemplo, gente «morena», «proveniente del sur» o «de la provincia»)—, paso ahora al espacio del baile.     

El baile en parques públicos no es algo nuevo en toda América Latina, así como en otros países europeos y en Estados Unidos. Lo que parece ser una práctica común en estos espacios es la enseñanza y la práctica del baile, que no solo «refleja», sino que también reproduce activamente la heteronormatividad como principio organizador de las relaciones de género en el baile, perpetuando esta norma de interacción social en el mundo en general. Para ilustrar este punto, consideremos brevemente el caso del Parque de la Ciudadela en la Ciudad de México, donde se imparten clases de varios ritmos de baile los sábados y domingos, mientras se reproducen roles de género normativos, incluso entre personas transgénero y/o transexuales, donde el cuerpo hipermasculino guía y el cuerpo femenino o afeminado es guiado.

Para ejemplificar, tomemos una clase de danzón.2 Hombres y mujeres comienzan individualmente asumiendo roles y ocupando espacios específicos, repitiendo instrucciones varias veces junto con el maestro, quien demuestra físicamente cada paso. Esta repetición física crea una memoria corporal que facilita la ejecución de la secuencia a aprender. Durante este proceso, el maestro prescribe instrucciones específicas y «naturales» para hombres y mujeres. En la rutina coreográfica, el maestro realiza los pasos primero hacia adelante, luego hacia la izquierda, hacia atrás y hacia la derecha, moviéndose en una trayectoria circular en el espacio, manteniendo su cuerpo mirando hacia adelante mientras su pareja, generalmente una mujer, lo sigue a su lado derecho, tomados de la mano y realizando pasos similares.

Al marcar la cuenta del uno al siete para organizar la lógica coreográfica de los pasos, el maestro se detiene e indica: «Mujeres, aquí su siete es con el pie izquierdo», y muestra la siguiente transición diciendo: «Sólo van a entrar siete y ocho, ¿entendido?». Para demostrar el siete, avanza con su pie izquierdo. Luego, grita «¡Ocho!» mientras gira su cuerpo para mirar hacia atrás, haciendo que su pie derecho quede paralelo al izquierdo, a unos treinta centímetros de distancia. Inmediatamente, junta sus pies mientras dobla ligeramente las rodillas, dando la sensación de concluir la secuencia coreográfica. Respecto a los hombres, el maestro continúa: «Y nosotros, nuestro siete es con el pie derecho», y al demostrar los mismos pasos, indica: «Siete, ocho, y hacia atrás».

«Una vez más, una vez más», grita el maestro para que las parejas se preparen a practicar en pareja lo recién aprendido. Es impresionante cómo, a pesar de ser amateurs, las parejas bailan con una precisión digna de una maquinaria de reloj. El hecho de que la mujer utilice el pie izquierdo y el hombre el derecho, por ejemplo, para ejecutar una transición, produce la precisión, sincronía y uniformidad que aseguran una eficiencia funcional, y que también se idealizan como valores estéticos en este contexto de baile entre cuerpos identificados como hombres y mujeres con roles específicos. Estxs bailarinxs no son sólo «mujeres» y «hombres» debido al género asignado y adoptado de manera «natural» al nacer, sino también por los roles asignados y/o adoptados para constituirse como sujetos sociales identificados como «mujeres» y «hombres». Una de las manifestaciones del poder de la danza, del bailar, incluyendo en esta clase de danzón, radica en su capacidad para contribuir en estos procesos de subjetivación.

Ahora describiré tres momentos de baile en la Alameda Central donde quienes bailan reconstituyen la precisión y sincronía a través de la improvisación, utilizando el «brincar» (o «rebotar») como valor estético fundamental en procesos corporales de subjetivación más fluidos y flexibles. Primero, una aclaración relevante para el desarrollo de lo siguiente. En este análisis, la coreografía no indica exclusivamente un conjunto de decisiones para organizar una serie de pasos de baile que deben repetirse fielmente. Éste puede ser el caso, como en la clase de danzón previamente descrita.3 Sin embargo en el contexto del baile, específicamente en este ensayo, por coreografía me refiero a un mecanismo de estructuración de decisiones, ya sean previamente determinadas con la intención de ser reproducidas fielmente o no.

En otras palabras, la improvisación es también una metodología coreográfica que estructura una serie de decisiones que se toman sobre la marcha en el momento de bailar, es decir, moverse, en tiempo real. Como Foster ha señalado en varios de sus trabajos, la improvisación, su aparente «espontaneidad», no surge de un espacio sociocultural vacío. Por lo tanto, improvisar podría considerarse como la capacidad para recurrir, a través de facultades cognitivas, afectivas y sensoriales, a un repertorio extenso de experiencias disponibles para ser reactivadas en múltiples variaciones. La habilidad para acceder a dicho repertorio de posibilidades resulta de una práctica constante y ardua de entrenamiento.

Desde esta perspectiva, la improvisación requiere cultivar una subjetividad corpórea más activa en la toma de decisiones, en la capacidad para percibir (cognitiva, afectiva y sensorialmente) y para responder a situaciones o sensaciones inesperadas que surgen de una continua interacción de facultades de una persona y/o en relación con otras, a menudo de manera muy rápida. Es esta subjetividad corpórea, fluida y flexible en su capacidad de percepción y respuesta, la que observamos en lxs bailarinxs de la Alameda Central a lxs que me refiero.4 El tipo de precisión y sincronía que estos cuerpos coreografían sobre la marcha en su interrelación algunas veces resulta en una secuencia que parece haber sido estructurada y practicada miles de veces previamente.5 Además, la fluidez y flexibilidad de su capacidad de juego e improvisación permite que la típica relación de guía y seguimiento en estos tipos de bailes no sea tan rígida, lo que a su vez permite el desarrollo de un estilo personal de cada unx.

Los tres momentos de baile en la Alameda Central que describo ahora pretenden resaltar cómo la subjetividad fluida y flexible corporalmente se correlaciona con una subjetividad de sexo y género más fluida y flexible que se experimenta al bailar en este espacio público. En el primer momento, entre el grupo de personas bailando se encuentra un joven aparentemente de 17-19 años. Con una habilidad sorprendente, baila una cumbia sonidera, no con uno, sino con dos hombres simultáneamente. Guiados por él, los tres cuerpos se entrelazan en complicadas configuraciones, pero siempre con una interacción dinámica fluida y, por supuesto, con brinquitos acordes al ritmo de la música. Es al terminar algunos de estos complejos giros y figuras que los dos bailarines que siguen la guía del joven ejecutan una serie de movimientos casi idénticos, como si los hubieran estructurado previamente para su ejecución fiel en este momento. En realidad, es su capacidad para producir precisión y sincronía sobre la marcha lo que les permite establecer tal relación de unísono, aunque sea momentánea. Al lado de este trío dinámico, otro joven baila liderando a otro hombre. Como es frecuente en este baile, ambos juguetean con la ejecución de los pasos, algunas veces imitándose mutuamente, como si estuvieran improvisando una coreografía. En otras ocasiones, los dos demuestran su creatividad individual mientras el ritmo del brinquito es en gran parte lo que mantiene el tejido de unión entre los dos bailarines.

Es recurrente en estos casos que el hombre que lidera a otros hombres es aparentemente el más masculino en relación a sus parejas de baile, que frecuentemente expresan una corporeidad percibida como afeminada. También es común ver a hombres que llegan al lugar de baile con sus parejas mujeres, en caso de que besarse en los labios prolongadamente y acariciarse con frecuencia sea indicio de que lo sean. Con naturalidad, estas mujeres bailan con otros hombres (casi nunca con otras mujeres) mientras sus parejas masculinas bailan con otros hombres. Tal es el caso de los dos jóvenes de quienes hago referencia, los cuales llegan cada semana con sus respectivas parejas femeninas. Parece así que la Alameda Central, los sábados y domingos, proporciona un espacio utópico donde el género y la sexualidad, principalmente en los hombres, son más fluidos y flexibles.

En este contexto, sin embargo, la pieza de baile descrita previamente llega a su fin y los dos jóvenes regresan al lugar donde se encuentran sus parejas, besándolas respectivamente en los labios. El beso de estos dos jóvenes con sus parejas después de bailar es ciertamente un gesto de afectividad y amor. Simultáneamente, tal vez igual de importante, podríamos interpretarlo como un mecanismo performativo que reafirma la subjetividad heterosexual en este espacio de ambigüedad y flexibilidad, donde las identidades podrían confundirse.

Hablando de gestos afectivos y amorosos, en este segundo momento de baile, dos hombres bailan mientras el resto de la concurrencia los rodea en círculo. Este dúo en particular ha incorporado el juego de coquetear como parte intrínseca de su interacción coreográfica. Un momento que emociona a lxs espectadorxs es cuando el que aparentemente seguía la guía del otro posa sus antebrazos sobre los hombros, con sus manos alrededor de la nuca como si abrazara con sus manos la cabeza de su pareja de baile. El otro responde colocando sus manos a cada lado de la cintura de su compañero de baile. En el momento en que ocurre este intercambio de gestos afectivos, la comunidad reunida a su alrededor celebra con gritos de aprobación como «¡Uuuy!» acompañados de aplausos. Es innegable que este espacio de baile y sociabilidad ha sido construido por sus integrantes no sólo para la expresión, sino también para la celebración de manifestaciones de afectividad homoerótica por un colectivo humano donde la expresión de género y sexualidad puede ser más fluida y flexible.

En este último tercer momento de baile, quiero destacar lo que sucede con quienes bailan en la Alameda Central: la expresión de un estilo muy personal, un acento estético propio que refleja su subjetividad y personalidad únicas. Específicamente, me enfocaré en la capacidad masculina para la flexibilidad de encarnar y expresar la feminidad como parte integral de la coreografía de la subjetividad, del ser, del yo.6 En este dúo, el rol del que es guiado es notablemente de masculinidad más afeminada en los ademanes y maneras con las que construye su vocabulario de baile. Se regocija al poner su mano en la cadera mientras ésta se quiebra en un movimiento repentino hacia uno de los lados. A veces, la muñeca de su mano derecha se dobla cuando su brazo se eleva y la parte externa de su mano se desliza junto a su cabeza inclinada hacia ese lado, la cual se endereza rápidamente como en un gesto desafiante. Sus brinquitos al ritmo de la melodía son acompañados frecuentemente por movimientos del torso ondulantes, como si intentara una sensualidad coqueta acentuada por su mirada directa a su pareja de baile. Al terminar la música y caminar hacia los bordes del espacio siempre circundado por espectadores, este bailarín exclama un grito peculiar que le he escuchado varias veces durante estos meses. Sin más ni más, el gozoso bailarín grita fuertemente: «¡Puto!».

El significado de esta palabra en múltiples contextos tiene muchas variantes. Por ejemplo, es bien sabido que la palabra puede ser usada sin connotaciones negativas entre amistades cercanas. Por otra parte, el uso de «puto» para referirse de manera despectiva a una masculinidad no hipermasculina sino afeminada y/o homosexual ha sido parte de muchas culturas heteronormativamente patriarcales. En el caso de México, podemos pensar en el uso de esta palabra para referirse a una supuesta emasculación de un miembro del equipo contrario en el contexto del futbol, lo que ha llevado a la FIFA a sancionar a la Federación Mexicana de Futbol Asociación. De manera similar, recientemente escuché el uso de este término con intensión ofensiva cuando miles de personas congregadas en el Zócalo de la Ciudad de México corearon, entre otra cosas, la palabra «puto» para recibir al presidente Enrique Peña Nieto cuando éste se disponía a dar un muy apresurado Grito de Independencia el 15 de septiembre.

Los usos performativos de gritar «puto» en el contexto de la Alameda Central podrían ser infinitos. Comparto algunas posibilidades. En este ambiente de baile, enunciado por un cuerpo-sujeto bailarín de «género-sexualidad periférica», el grito es apropiado y resignificado. «Puto» aquí funciona como constituyente de la subjetividad del yo en comunión con un colectivo sexualmente heterogéneo pero tolerante, incluyente y celebratorio, un colectivo que construye un espacio utópico donde se celebra el placer físico y afectivo de bailar. Esta comunidad se regocija en el placer al derecho de reconocer y validar un sentido de humanidad no condicionada ni parcial, sino más completa, en un espacio con menos violencia homofóbica, física y/o verbal.

En otras palabras, esta enunciación, este grito victorioso, grito de gozo en el contexto de moverse afeminadamente al bailar con otrx(s) afirma la constitución del yo como «puto». Simultáneamente, este grito marca y reclama el espacio público como propio. Este proceso de subjetivación enfatiza de manera encarnada lo que Ana María Martínez de la Escalera llama «tomar la palabra» para resignificar términos y conceptos constituyentes en relación a lo público-político.7 Quiero tomar aquí también el concepto de «poner el cuerpo» muy recurrente durante y en referencia al trabajo de grupos activistas en Argentina. En el contexto que aquí expongo, tanto «tomar la palabra» como «poner el cuerpo» operan simultáneamente para formular una retórica enunciada verbal y corporalmente. De esta manera se resignifica el tiempo y espacio tomado para dinamizar lo público-político con expresiones de géneros y sexualidades periféricas que muchos moralistas de perfil homofóbico desearían que se mantuvieran «privadas».

Después de haber concluido el análisis coreográfico de algunas implicaciones políticas en el espacio de baile de la Alameda Central, debo reconocer que es únicamente a través de mi intervención (teórica) que aquellxs que bailan ahí «toman la palabra». Aquí me refiero específicamente a la falta de una etnografía más equitativa y menos colonialista que incluiría la propia voz y perspectiva de aquellxs involucradxs, aunque no lxs haya identificado aún. He comenzado a establecer relaciones con algunas de las personas que frecuentan este espacio y espero que estas interacciones me permitan llegar al punto de poder formalizar entrevistas con ellas para ampliar algunas de las ideas presentadas en este ensayo.8 Además, estxs bailarinxs han «puesto sus cuerpos» más que yo el mío. En algunas ocasiones, he tomado algunos consejos de baile, pero hasta ahora mi papel ha sido principalmente el de otro espectador que disfruta viendo bailar a los demás. Esta perspectiva de espectador, incluso en nombre de la producción de conocimiento académico, no podría justificar el posible morbo e incluso la violencia pasiva que se ejerce al consumir a otrxs mientras bailan, especialmente a hombres con hombres.

Al plantear estas problemáticas de los medios, no se pretende necesariamente justificar los fines. Sin embargo, espero que estos puntos de fricción ilustren la simultaneidad de operaciones a las que he aludido en este texto: actividades generadoras y progresistas por un lado, y al mismo tiempo reproductivas y regresivas por el otro, incluso en proyectos utópicos y/o académicos. Atrapado en este espacio de tensión y como primera conclusión, deseo retomar el concepto de «utopía» y someterlo a crítica, situándolo en un espacio crítico que nos provoque el ruido necesario, si no vital, como impulso que nos lleve a generar posibilidades de conciencias, experiencias y relaciones más expansivas en una práctica colectiva del buen vivir cotidiano. En este contexto práctico-conceptual, considero imperativo analizar los ejes de diferencia, alteridad y otredad que median en la forma en que nos concebimos en relación con lxs otrxs, y los valores de juicio que asignamos a estas relaciones como mecanismos de distinción social y/o existencial, donde se asume invariablemente que la otra persona es inferior y merece menos derechos.

Tomando en cuenta esto, aunque el espacio de la Alameda Central los fines de semana pueda parecer utópico, quienes bailan ahí están simultáneamente reproduciendo un paradigma patriarcal, donde el hombre (independientemente de su orientación sexual) sigue teniendo el privilegio de ser el líder, el impulsor principal de la acción física y social. Aunque es cierto que las mujeres en este espacio se divierten y disfrutan del placer físico y afectivo que experimentan al ser guiadas, siempre es por un hombre. También parece que la mujer adopta el papel de objeto que existe en función de la construcción del sujeto masculino, ya sea heterosexual u homosexual, con una expresión hipermasculina o afeminada.

Al observar no sólo las categorías «hombre» y «mujer», sino también «masculinidad» y «feminidad» en parejas de hombres con hombres, el sujeto-cuerpo aparentemente «machín», posiblemente heterosexual o visiblemente más hipermasculino (independientemente de su orientación sexual), tiende a ser el líder, «el que guía», mientras que el sujeto-cuerpo visiblemente más afeminado y/o potencialmente homosexual tiende a ser «el guiado». En otras palabras, el hombre homosexual, con una expresión o apariencia más «afeminada», ya sea que esté guiando a una mujer o siendo guiado por un hipermasculino, participa activamente como cómplice en la reproducción del paradigma patriarcal que intenta reducir la humanidad de la mujer. Asimismo, tanto la mujer como el hombre, en todas sus expresiones de género y/o sexualidad, participan en este proceso de reproducción patriarcal centralizador y normativo, que se extiende en ambas direcciones entre la Alameda Central y la sociedad en general.

Para concluir, haciendo eco directamente del trabajo de Carlos Guevara Meza, retomo específicamente parte de su tesis que sostiene que en «América Latina no hubo, ni hay, una modernidad, sino muchas». 9 En esta ponencia he intentado abordar las conciencias periféricas, que se cultivan potentemente al constituirse a sí mismas, «tomando la palabra» y «poniendo el cuerpo» a través del baile. Estas consciencias encarnadas y bailadoras son periféricas en relación con las modernidades basadas en una política económica de la sexualidad y el género, sustentada en la heteronormatividad compulsiva. En otras palabras, la sexualidad que insiste en imponerse a través de sujetos-cuerpos e instituciones que buscan centralizar de diversas maneras para reafirmar la heterosexualidad como mecanismo de defensa ante la más mínima sospecha de que pudieran ser de «sexualidad periférica».

Por lo tanto, he tratado de situar a la comunidad de bailarines en la Alameda Central como parte de un proyecto civilizatorio hacia formas de colectividad más tolerantes, inclusivas y democráticas. Mi objetivo ha sido presentar esto simplemente como un pequeño ejemplo de otras modernidades, de modernidades alternativas, emergentes desde las bases, las subalternas, las que bailan la periferia de modernidades hipermasculinas y heteronormativas. Estas últimas sustentan la virilidad masculinizante, centralizadora y normativa del voraz monstruo capitalista, al que alimentamos con nuestras ideas, ideales y comportamientos de variantes exclusivistas y discriminatorias.

 

Bibliografía

Cindy García, Salsa Crossings. Dancing Latinidad in Los Angeles, Durham, Duke University Press, 2013.

Susan Foster (ed.), Corporealities. Dancing Knowledge, Culture and Power, Londres/Nueva York, Routledge, 1996.

Carlos Guevara Meza, Conciencia periférica y modernidades alternativas en América Latina, Ciudad de México, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura/CONACULTA, 2011.

Ana María Martínez de la Escalera, «Violencias», en Las Torres de Lucca, núm. 7, julio-diciembre de 2015, pp. 9-20.

_____, «Políticas de memoria colectiva: beligerancia o diferencia», en Sandra Lorenzano y Ralph Buchenhorst (eds.), Políticas de la memoria. Tensiones en la palabra y la imagen, Buenos Aires, Gorla/Universidad del Claustro de Sor Juana, 2007, pp. 45-52.

José L. Reynoso,  «La coreografía como metodología teórica para el análisis crítico de la corporeidad y la subjetividad», en Interdanza, año 5, núm. 45, agosto de 2017, pp. 87-91.

Notas

1 Cf. Susan Foster (ed.), Corporealities.

2 Las descripciones de este tipo de danzón en la Ciudadela y de otros bailes en la Alameda Central se basan en momentos específicos durante algunas de mis numerosas visitas semanales a ambos parques. Regularmente dedico unas horas los domingos en la Biblioteca México, que está contigua a la Ciudadela, donde suelo quedarme antes o después durante una o dos horas. Luego, me dirijo hacia la Alameda Central, donde como algo y disfruto del ambiente del espacio de baile semanal.

3 Véase José L. Reynoso,  «La coreografía como metodología teórica para el análisis crítico de la corporeidad y la subjetividad», donde desarrollo de manera más detallada esta conceptualización ampliada de la coreografía, incluyendo su función como metodología analítica para abordar no sólo estudios sobre la danza, sino también la intersección de fenómenos sociopolíticos, culturales y económicos en la producción de subjetividades individuales y colectivas.

4 Debo señalar que hay dos colectivos que se reúnen semanalmente para bailar en la Alameda Central. Por razones de argumentación en este ensayo, me centro únicamente en el grupo que se reúne hacia el lado de la avenida Juárez, en la esquina con la calle de Balderas. La zona específica donde se congregan estos grupos se conoce como Plaza de la Solidaridad.

5 Me gustaría aclarar que no pretendo emitir un juicio de valor entre lo que comúnmente se denomina «coreografía», haciendo referencia a pasos estructurados con la intención de repetirlos lo más fielmente posible, y lo que se conoce como «improvisación», tal como la he descrito anteriormente. No busco asumir que una de estas metodologías es superior o inferior a la otra, como a veces hacen personas involucradas en debates sobre «modernismo» (considerándolo anticuado) y «posmodernismo» (considerándolo contemporáneo). Sin considerar lo contemporáneo como una categoría discursiva (por ejemplo, en el arte), ambas formas de estructuración, así como sus variantes y combinaciones, son contemporáneas en la medida en que en el presente cumplen funciones específicas para satisfacer las necesidades, placeres, deseos y, a veces, ideologías (estéticas) de diferentes grupos de personas.

6 Como mencioné anteriormente y abordaré más adelante, es bastante inusual presenciar mujeres bailando con mujeres en este espacio de baile, donde predominan las parejas hombre-mujer y hombre-hombre.

7 Véase Ana María Martínez de la Escalera, «Políticas de memoria colectiva: beligerancia o diferencia». De la misma autora, véase también «Violencias», donde se presenta una discusión lúcida sobre el significado de las palabras y los vocabularios relacionados con diversas formas de violencia en el mundo actual.

8 Debo señalar aquí que, como profesor en la Universidad de California Riverside en Estados Unidos, hasta el momento actual no he completado el proceso de revisión de protocolos éticos para la investigación con seres humanos, que es exigido por la institución antes de poder interactuar con cualquier participante en proyectos de investigación. Por esta razón, también he optado por no utilizar ni siquiera pseudónimos en mis descripciones de las observaciones que he realizado hasta ahora, algunas de las cuales estoy compartiendo en este ensayo.

9 Carlos Guevara Meza, Conciencia periférica y modernidades alternativas en América Latina, p. 16.

Sobre el autor
José L. Reynoso, exbecario posdoctoral Andrew Mellon en Estudios de Danza en la Universidad Northwestern (2012-2014), es un investigador y docente especializado en historia, teoría y práctica de la danza y la producción cultural en Estados Unidos, México y América Latina. Su trabajo se centra en la corporeidad, teoría decolonial y aspectos ideológicos en la formación de prácticas artísticas y subjetividades.
Correo electrónico: jose.reynoso@ucr.edu

Resumen
El artículo explora cómo el baile de salsa y cumbia en espacios públicos contribuye a la construcción del sujeto de género fluido. Se emplea el concepto de «corpo-realizar» de Susan Foster para examinar cómo la danza refleja y desafía normas sociales. Se analiza específicamente la experiencia de hombres diversos que bailan juntos en lugares como la Alameda Central de la Ciudad de México, destacando su papel en la formación de identidades individuales y colectivas. Se argumenta que esta práctica promueve la transformación hacia sociedades más inclusivas.