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Número 94

Devadasis y tawaifs

El desplazamiento forzado de las mujeres fuera del ámbito profesional de la danza

Donají Portillo

Kathak Kendra

Introducción

El cuerpo es el territorio primero y primordial. De él parten conceptos como propiedad privada, usufructo, límite, frontera, derecho de paso, coto y herencia. Desde nuestro nacimiento, nos identificamos a través de sensaciones corporales como el hambre, el frío y el sueño; y es con el cuerpo que desarrollamos nuestra relación con el mundo mediante actividades como caminar, hablar y correr. Todas las distintas actividades humanas que hemos dedicado desde la prehistoria, como la recolección, la agricultura y la cacería, tienen su origen en el cuerpo. Asimismo, todas las artes que hemos creado, como la pintura al adornar nuestras cavernas con nuestras manos, la arquitectura al construir espacios públicos y privados, el canto y la poesía al generar sonidos con nuestra garganta, y la música al utilizar el cuerpo como primera percusión, derivan de la corporeidad.

Sin embargo, la danza es la única actividad en la que el cuerpo se convierte en objeto de arte en sí mismo. ¿Qué sucede entonces cuando se le prohíbe al cuerpo el ejercicio de dicha actividad? ¿Y qué ocurre cuando esta prohibición emana de una discriminación basada en el cuerpo, en el uso de ciertos cuerpos y la expresión a través de ellos? ¿Qué pasa cuando el interdicto surge como una violencia de género, al sojuzgar el cuerpo femenino por sus posibilidades de liberación y subversión ante parámetros sociales que intentan mantenerlo sumiso?

A finales del siglo XIX, durante el régimen colonial de la India británica o Raj británico, una tradición de dos mil años fue profundamente socavada. Se trata de un territorio profesional tradicionalmente considerado femenino, el de las bailarinas tanto de templo (las devadasis) como de corte (las tawaifs), que fue conquistado y ocupado por los varones. ¿Cuáles eran, en realidad, los motivos para poner fin a esta práctica? ¿Y cómo es que se conservó una parte de su repertorio? Este artículo ofrece un breve recuento de cómo un territorio profesional tradicionalmente femenino fue repentinamente atacado como inmoral por los varones y, posteriormente, conquistado y ocupado por ellos mismos después de que las mujeres fueran expulsadas de su oficio. Además, plantea interrogantes sobre el estado actual de dicha profesión ahora que las mujeres han sido reintegradas en ella, y si esto es suficiente para afirmar que se les ha devuelto su territorio.

Cuando empecé a estudiar danza clásica de la India hace casi veinte años, la información sobre las devadasis era bastante orientalista, y hasta el día de hoy, ha habido poco cambio al respecto. ¿Quiénes eran estas mujeres que se dedicaban a la profesión de danzar? ¿Quiénes eran estas extrañas criaturas exotizadas de las que tanto se nos habla, pero de las que se nos proporcionan tan pocos datos históricos al adentrarnos en las artes escénicas de Asia del Sur? Se nos dice que vivían en los templos, que se dedicaban a atender a una deidad (masculina), a participar en sus ritos, a bañarla y cantarle, a conocer la parafernalia, a rezar y danzar. Vaya, de acuerdo con las descripciones, parecerían monjas alegres.

Nunca había oído hablar de la existencia de bailarinas que actuaban fuera de los templos, en ambientes seculares, como las rajadasis, quienes eran las favoritas que vivían en palacios bajo el mecenazgo directo de la realeza; o las tawaifs, que tenían la capacidad de vivir de manera independiente en sus propias casas, a las que sus clientes acudían para organizar tertulias privadas o funciones con repertorio seleccionado por el público que pagaba o por ellas mismas. Algo no cuadraba entre la información de los libros y la información de las clases.

Por otra parte, lo que sí me comentaban era sobre ciertos rituales en los que alguna bailarina representaba actos sexuales con la divinidad, o quizás algún sacerdote y alguna bailarina tenían que llevar a cabo algún ritual específico, o incluso el rey o un alto mandatario y alguna bailarina, etc. Sin embargo, siempre se empleaban términos como «rito», «ceremonia» o «ritual», y se nos advertía constantemente que debíamos ser muy cuidadosos de no ser malpensados y malinterpretar con nuestros ojos occidentales y cochambrosos, evitando especular que había prostitución involucrada o que las bailarinas recibían pagos, y mucho menos que las bailarinas disfrutaran del ejercicio sexual. Porque la danza de templo es sagrada, ser bailarina de templo es un acto sagrado, y consagrarse a la deidad es sagrado…

En todo este discurso extraño sobre las bailarinas sagradas que representaban actos sexuales sin que ello implicara su verdadera participación (no se vaya a creer eso), siempre había algo que no encajaba. Parecía como si, para justificarlas, para afirmar que las bailarinas eran buenas y puras, se tuviera que decir que no les gustaba el sexo. ¿Acaso el cuerpo es indecente? ¿Es indecente el cuerpo en el contexto de la danza? ¿Es mala la sexualidad de quienes bailan? ¿Es una mancha que una bailarina disfrute voluntaria y asertivamente de su cuerpo? O peor aún, ¿que encuentre placer en ello mancilla la danza misma? ¿El cuerpo deja de ser una herramienta digna para la coreografía y para expresar belleza y arte si siente y busca placer? Volveré a estas preguntas más adelante. Sin embargo, una y otra vez, hay innumerables pruebas de que tanto dentro como fuera de los templos, las bailarinas tomaban las riendas de sus propios cuerpos, no sólo en el escenario, sino en el terreno de toda su vida. Y esto no era sólo un acto de expresión artística, sino un territorio profesional, un terreno de coto: un coto de poder.

 

Antecedentes

El primer grafiti de temática amorosa conocido hasta la fecha se descubrió en las Cavernas de Jogimara, en el estado de Chhattisgarh, India, que también son uno de los ejemplos más antiguos de anfiteatro. Fechada alrededor del 300 a. e. c, la inscripción de cinco líneas dice: «Sutanuka por nombre, una devadasi. / El excelente entre los jóvenes varones la amó, / el escultor llamado Devadinna».

Así, sabemos que desde entonces ya existía una profesión estable: las devadasis, literalmente «sirvientas de la deidad». Cuánto tiempo atrás habría que remontarse para determinar su origen sigue siendo un misterio. La primera referencia que tenemos sobre el oficio de bailarina se remonta al siglo V a. e. c., aparentemente de una contemporánea de Gautama Buda llamada Amrapali quien, además de tener una extraordinaria belleza, poseía grandes talentos para las artes escénicas. Se dice que el rey Manudev, soberano de Vaishali (en el actual estado de Bihar), cayó enamorado al verla danzar y decidió convertirla en nagarvadhu, «novia de la ciudad», una función que implicaba ser respetada como reina y diosa encarnada, formar parte de la corte y, dependiendo del rey, ser exclusivamente suya en términos sexuales o complacer a varios. En aquella época, era una costumbre que las mujeres más hermosas de una comunidad no se casaran, sino que formaban parte de los «bienes» del pueblo. Esto implica que hace dos mil quinientos años, una mujer podía concentrar varios poderes: como cortesana, influía en las decisiones políticas y económicas del reino; como sacerdotisa y encarnación de la deidad, su autoridad en cuestiones espirituales era reconocida; como amante del rey, era cogobernante y reina; y como bailarina oficial del reino, era un orgullo para la comunidad en las ocasiones más importantes.

Hay abundantes menciones sobre estas bailarinas reales y sagradas en muchas de las fuentes que tenemos disponibles hoy en día. Diversos viajeros cuentan sobre su existencia, como el chino Xuanzang, quien viajó por el subcontinente indio en el siglo VII y relata haber visto bailarinas en el Templo del Sol de Multan (en el actual Pakistán). El famoso persa Al-Biruni, del siglo X, calcula que alrededor de quinientas niñas fueron ofrecidas al templo de Somnath (hoy en Gujarat) para danzar y cantar en la procesión. El gran Imperio chola, que duró mil años, consideraba entre sus bienes más valiosos a los devar adigalar («sirvientes de lo divino»), independientemente de su género. En Bengala se cree que la esposa del gran poeta Yaiádeva, Padmavati, fue una devadasi.

Por otro lado, las bailarinas seculares, como las rajadasis («servidoras de la realeza», por contraposición a las de lo divino) o las nartakis (literalmente, «bailarinas»), no tenían un estatus inferior simplemente porque no forma parte de la parafernalia religiosa. Ser acompañado en público por una de ellas era considerado un símbolo de reputación y posición social, y se las consideraba tesoros de la vida cívica. Durante el Renacimiento, encontramos referencias del embajador persa a Deva Raya II, soberano del Imperio vijayanagara, o del portugués Domingo Paes, quienes mencionan que las bailarinas eran extremadamente ricas: estaban cubiertas de collares de oro con piedras preciosas y poseían considerables propiedades.

Ni siquiera la llegada del islam provocó la caída o el ostracismo de estas mujeres. Por el contrario, aunque desplazó el centro de la vida pública de los templos al palacio, los emperadores mogoles son conocidos por su gran mecenazgo hacia las artes en general y las escénicas en particular. Después de su exilio, Humayun llevó consigo a su territorio recuperado en la India una gran cantidad de músicos y bailarinas persas, un regalo del sah Tahmasp I. Este acto contribuyó al nacimiento del kathak, considerado hoy en día la danza nacional de Pakistán y una de las nueve danzas clásicas de la India. El gran emperador Akbar construyó en Fatehpur Sikri una ciudadela con escuelas de danza y música, donde artistas de diversas procedencias podían residir permanentemente. Se dice incluso que Akbar estuvo encantado por una bailarina portuguesa a quien nombró Dilruba. Surgió entonces el oficio de la tawaif, la entretenedora de la nobleza.

Tampoco varió la posición de las bailarinas en el subcontinente cuando, en 1857, los británicos lo anexaron a su imperio, marcando el comienzo del periodo del Raj británico. Por el contrario, los soldados británicos encontraban su compañía sumamente reconfortante, ya que las percibían como más educadas, talentosas y entretenidas que las esposas que habían dejado en la metrópoli. Muchas tawaifs, nartakis y rajadasis, al ver el declive de los reinos locales, comenzaron a trasladarse a los asentamientos militares británicos, algunas de ellas convirtiéndose en concubinas e incluso en esposas legítimas.

 

El territorio femenino1

Después de revisar el resumen que abarca desde el siglo V a. e. c. hasta el siglo XIX de nuestra era, donde observamos que la profesión de bailarina no sólo era respetada, sino enaltecida, surge la pregunta: ¿qué ocurrió para cambiar la percepción pública y excluir a las mujeres del territorio profesional de la danza?

Doris M. Srinivasan sugiere que «queda claro que había dos opciones de poder para la mujer precolonial hindú».2 Para ilustrar estas dos opciones, ella cita a Jean-Antoine Dubois, un misionero francés que vivió y trabajó en la India de 1792 a 1823:

La mente de una jovencita permanece totalmente incultivada, a pesar de que muchas de ellas tienen habilidades sobresalientes. De hecho, ¿qué caso tendría el aprendizaje o los logros para mujeres que se encuentran en un estado de degradación doméstica o servilismo? Todo lo que una mujer hinduista necesita saber es cómo moler y hervir arroz y hacer el quehacer, lo cual no es numeroso ni difícil de manejar. Las cortesanas, cuyos asuntos en la vida son danzar en los templos y en las ceremonias públicas, y las prostitutas, son las únicas mujeres que tienen permitido aprender a leer, cantar o bailar.3

Abdul Halim Sharar, un hindú contemporáneo de Dubois, dedicó partes significativas de su libro Lucknow —sobre las costumbres del norteño reino de Awadh y de su capital— a describir cómo las cortesanas desempeñaban un papel crucial en el desarrollo de la alta cultura de la sociedad, incluyendo el kathak y la música indostana de la época. Tanto Dubois como Sharar consideraban a la cortesana como la guardiana de la cultura.4

Estas observaciones no son excepcionales. Incluso desde los Manusmriti (las «Leyes de Manu»), un texto que data del periodo entre el siglo I y el III de nuestra era, se establece una dicotomía muy clara entre la esposa y la cortesana, enumerando seis causas para la ruina de una mujer: «beber (bebidas espirituosas), asociarse con gente de mala reputación, alejarse del marido, deambular sin rumbo, dormir a deshoras y pernoctar en casas de otros hombres».5

El Kamasutra, escrito en el siglo III, también presenta secciones separadas para la esposa y la cortesana en su capítulo IV y VI respectivamente. Esta dicotomía de roles femeninos no es exclusiva del subcontinente indio: se encuentra en otras culturas tanto de forma diacrónica como sincrónica, como las hetairai en Grecia, las geishas en Japón o las qiyan en Al-Ándalus. Esta distinción, resumida aquí por razones de brevedad, se basa en la contraposición entre la guardiana del linaje y la guardiana de la cultura.

Ambas custodias presentan diferencias significativas: mientras que la esposa preserva el linaje en un grupo patrilineal, cumpliendo roles de virginidad, matrimonio y maternidad, y se le prohíbe el acceso a la educación (se mantiene casta, económicamente dependiente y dentro de la esfera doméstica), la custodia de la cultura recae en mujeres en grupos matrilineales, quienes generalmente no tienen hijos y tienen la libertad de aprender y practicar diversas artes y oficios (cantan, bailan y escriben poesía; son sacerdotisas, médicos o chamanes) sin la influencia masculina. La cortesana soltera e impúdica, en particular, se destaca por su independencia económica, educación y cultura.

Cada guardiana tenía su propio coto de poder: la guardiana de la cultura, la cortesana, podía destronar reyes, asesorarlos, controlar bancos, enfrentar amantes poderosos y tener acceso a bibliotecas. La cultura, en sí misma, es poder, y se hereda y expande como un territorio. Por otro lado, ¿cuál podría ser el coto de poder de la mujer casada cuando, según Dubois, se la consideraba servil? Si la esposa se mantenía virgen hasta el matrimonio y casta durante el mismo, el marido sabía que los hijos eran efectivamente suyos, lo que aseguraba la pureza de su linaje. En el caso del hinduismo, la pureza de linaje tiene un gran peso: es el primogénito legítimo y varón el que puede encender la pira funeraria, heredar la tierra y el apellido, asegurar la paz de los ancestros y preservar la reputación del árbol genealógico. El poder de la esposa radica en conservar el linaje de su marido puro: ella custodia y asegura el territorio de los varones.

Vemos cómo, entonces, las devadasis no pudieron formar parte del coto de poder de las casadas, ya que a estas últimas se les educaba formalmente, según indica el Kamasutra, en al menos las primeras doce de las sesenta y cuatro artes: el canto; la música instrumental; la danza; la combinación de danza, canto y música instrumental; vestir y adornar ídolos con arroz y flores; la pintura, el arreglo y la decoración; la confección de rosarios, collares, guirnaldas y coronas; el arreglo de turbantes y coronas, ramilletes y redes de flores; las representaciones escénicas y ejercicios teatrales; la confección de adornos para las orejas; la preparación de perfumes y fragancias; el hábil arreglo de joyas y adornos, así como la compostura en el vestir.

Además, existen otras habilidades que son fundamentales para la preparación integral de un artista escénico, como aprender a versificar, repetir rimas, improvisarlas o completarlas; la composición de poemas; el uso de diccionarios y vocabularios; el arte de la mímica o la imitación; la lectura, la entonación y la oratoria; el estudio de frases difíciles de pronunciar, de escrituras cifradas o de hablar alterando la forma de las palabras (trabalenguas y aliteraciones); el conocimiento de lenguas y dialectos; el manejo de armas y la ciencia de la guerra (artes marciales, estrategia y milicia); el arte de hacer que se tome el algodón por seda y objetos groseros y comunes por finos y raros o confeccionar figuras e imágenes en arcilla (¡utilería!). Además de todo esto, también se debe adquirir el conocimiento de las reglas sociales y la habilidad para presentar a los demás con respeto y cortesía.6

Después de revisar esta enumeración de requisitos, queda claro, tanto con Dubois como con el Kamasutra, que no toda prostituta podía ser una cortesana, y no toda cortesana podía ser una bailarina. El Kamasutra establece claramente que sólo la mujer excepcionalmente civilizada, con habilidades artísticas destacadas y talentos distintivos, es denominada ganika. Esta mujer puede, al igual que la geisha, conversar como igual con los varones, ser respetada por el rey, recibir alabanzas de los intelectuales y ganar la estima universal.7 En cambio, aquella que está por debajo de la ganika, y carece de sus talentos artísticos, es una rupajiva. La prostituta de bajo grado (en inglés, whore), es una pumscali. Y, por último, la prostituta esclava es la dasi, como la kumbhadasi, literalmente, la que se encarga de las «ollas y sartenes». Sin embargo, las devadasis y tawaifs debían ser ganikas, ya que no podían pertenecer a un rango inferior. Además, dentro de las artes del Kamasutra, el arte amatorio era sólo uno de los aspectos a dominar, aunque, es cierto, probablemente fuera el que generara mayores y más rápidos ingresos económicos cuando los otros fallaran.

Sin embargo, existen algunas diferencias importantes que debemos señalar con respecto a las devadasis, derivadas de su vida en los templos: se cuenta un relato sobre las bailarinas del templo de Puri, en Orissa, donde la devadasi, como representación de la deidad, mantenía contacto carnal diariamente con el rey como parte de un ritual auspicioso para atraer las lluvias y las buenas cosechas. El problema de imaginar a las devadasis como monjas al estilo católico radica en que, para el catolicismo, las monjas no son Dios, sino esposas de Dios. Esto no concuerda con el ritual de Puri. La explicación de este ritual es que la deidad tiene absoluta soberanía sobre el territorio del templo, y que los sirvientes terrenales del templo tienen una porción, un usufructo de dicha autoridad, siendo el rey, como sirviente mayor, quien tiene la mayor porción. Por tanto, si el rey representa a la tierra que es regada por los fluidos sexuales de la deidad, la devadasi es la encarnación misma de la deidad. Al ser la deidad suprema, se convierte en nityasumangali, «la mujer auspiciosa que se ha convertido en la diosa». Su cuerpo es el territorio divino, un territorio que será desplazado, expulsado o exorcizado, ya que la mujer no puede tener libertad sexual y al mismo tiempo ser diosa, ser dueña de tierras de labranza propiedad de un templo y tener un territorio profesional propio.8

Así pues, tanto las ganikas seculares como las religiosas podían o no ejercer la prostitución (o, en términos de corrección política, el «trabajo sexual»), como se refleja en infinidad de poemas escritos por ellas mismas. A continuación, se presenta un ejemplo de un poema en el que una mujer reprocha a su amante y cliente por no haberle entregado las joyas prometidas:

¡Oh! ¡Miren quién está aquí! ¿Por qué estás aquí ahora? ¿Qué pasó con tus promesas? Me la pasé escuchándolas y mira lo que ha sido de mí. Eres todo un tipo: alabaste mi belleza y me prometiste un anillo para mi nariz. ¿Dónde está? Muévete: quizás sólo se ha caído y pueda encontrarlo ahí. Viniste y hablaste dulces palabras, y yo me sumé a tu conversación amorosa porque me prometiste brazaletes de oro, pero no veo ninguno en mi mano ahora. ¡Oh! ¿Quizás languidecí esperándote y se cayeron de mis muñecas? Tú y tus palabras son como orina al viento. Me has engañado y me has llevado a la cama, prometiéndome aretes de diamantes. ¿Dónde están, oh, señor de Thálavana? No tienes ningún permiso de estar en mi lecho. Lárgate.9

Sin embargo, tenemos muchos otros ejemplos en los que no se hace referencia a la prostitución, sino a la sexualidad asertiva de las mujeres en contextos maritales. En el Rādhikā-sāntvanam, escrito por la poetisa y devadasi Muddupalani en el siglo XVIII, nos encontramos con la siguiente situación: Radha, tía de Krishna y enamorada de él, está encargada de entregarle por esposa a otra mujer más joven que ella, de nombre Ila Devi. En este incómodo escenario de casamentera, Radha tiene, por un lado, el deber de preparar a la desposada para la noche de bodas y, por otro lado, el de explicarle a Krishna cómo tratar tiernamente a la muchacha. El título del poema deriva del momento en que Radha, henchida de dolor y despecho, le reclama a su sobrino y amante haberla abandonado por la joven que ella misma le ha entregado.

Hasta la fecha, el Rādhikā-sāntvanam es considerado una joya del idioma télugu, además de ser un ejemplo excepcional conservado hasta nuestros días de un texto en el que una mujer busca tener relaciones sexuales con un hombre más joven que ella, así como de la celebración de la primera experiencia sexual de una doncella. He aquí un pasaje:

Si le pido que no me toque,
apuñalándome con sus firmes senos
me abraza.
Si le pido que no se acerque tanto porque no es decoroso,
me maldice sonoramente.
Si le cuento sobre mi promesa
de no tener a otra mujer en mi cama,
se abalanza
y comienza el juego del amor.10
Por otro lado, muchas tawaifs contaban con su propio darbar (el salón privado donde se llevaban a cabo las tertulias), en el cual podían reservarse el derecho de admisión, elegir qué miembros de su familia podían cohabitar y entrenar a sus hijas (ya fueran biológicas o putativas). Además, se aventuraban a componer pequeñas obras de teatro, chistes y canciones procaces que cuestionaban el matrimonio heterosexual. Dentro de su cobijo matrilineal, podían intercambiar prácticas lésbicas y no heteronormativas que alimentaban aún más las fantasías desesperadas de su clientela masculina. Mientras aparentaban amar a los hombres (quienes sabían que esta pretensión era fingida), se burlaban abiertamente de los roles de las mujeres subyugadas: la esposa, la nuera, la hija, la viuda.

La siguiente es una pequeña estrofa de Badi Malkan Jaan, famosa tawaif de Calcuta:

Oh, asesino! No me arrepiento de morir en tus manos. Pero antes de que me mates, permíteme tocar la espada con la que planeas terminar con mi vida. Abrazarla estrechamente me hará sentir que estoy estrechándote a ti y que esa felicidad temporal será suficiente para someterme dichosamente a la tiranía de tu espada.11

 

Desplazamiento forzado y exilio

En 1892, un poderoso grupo de reformistas sociales hindúes educados inició el Movimiento Anti-Nautch en la ciudad de Madrás (hoy Chennai, la capital de Tamil Nadu). Este movimiento fue en parte inspirado por la Sociedad Literaria Cristiana de Madrás, que había difundido propaganda en contra de las bailarinas, pero sobre todo porque, como señalan Pran Nevile12 y Regula Burckhardt Qureshi,13 la incipiente pequeña burguesía hindú, ya imbuida de un discurso colonialista asimilado y con un complejo de inferioridad, sentía la necesidad de limpiar su identidad nacional. Movimientos independentistas o de liberación y asociaciones como el Arya Samaj (la Asociación de Arios) condenaron la profesión de las ganikas como indigna de una sociedad civilizada.

Retomando el ritual de las devadasis del templo de Puri y entendiendo que, al convertirse en deidad suprema, la bailarina se convierte en nityasumangali y su cuerpo en territorio divino, surge la necesidad de desplazar, expulsar y exorcizar ese territorio, porque para los independentistas que pretendían exaltar la cultura hindú sobre la de sus colonizadores, la idea de una mujer con libertad sexual, divinidad y propiedad de tierras de labranza del templo y un territorio profesional propio era considerada blasfemia. Un rito apotropaico destierra al otro: aquel que considera al cuerpo femenino como sagrado es desplazado por aquel que lo ve como origen de todos los males.

Inicialmente, las bailarinas fueron acusadas de ejercer la prostitución (como si ser prostituta fuera inherentemente malo), de fomentar la inmoralidad y de encarnar los peores vicios sociales. Esto condujo, al menos, a dos desplazamientos forzados: uno de género, en el que las mujeres fueron expulsadas de su modus vivendi y reemplazadas por bailarines masculinos; y otro temático, ya que como consecuencia del primer desplazamiento, los poemas, las canciones y, por supuesto, las coreografías que los acompañaban fueron censurados debido a su contenido erótico y los varones decidieron cambiar el enfoque hacia la divinidad, la espiritualidad y la devoción. Ambos desplazamientos tienen como objetivo la negación del cuerpo de las mujeres, ya que en las canciones eróticas prohibidas, ellas eran las protagonistas: quienes eran sexualmente activas, quienes decidían sobre sus cuerpos y quienes describían qué querían hacer y qué no.

Un ejemplo de estos ataques se encuentra en el panfleto de la Asociación de Pureza del Punjab, donde el eminente reformista Keshub Chandra Sen describe a la bailarina de la siguiente manera:

Mujer odiosa […] el infierno está en sus ojos. En sus pechos hay un vasto océano de veneno. Alrededor de su lindo talle habitan las furias del infierno. Sus manos están blandiendo ocultas dagas siempre listas para atacar víctimas incautas o voluntarias que caen en su camino. Sus lisonjas son la ruina de India. ¡Ay! Su sonrisa es la muerte de India.14

Sin embargo, no fue únicamente el afán nativo de constituirse como una cultura impecable y prístina lo que llevó a la expulsión de las bailarinas de su territorio profesional: la epidemia de sífilis se propagaba rápidamente entre los soldados de las colonias, lo que aceleró la promulgación de las Contagious Diseases Acts («Actas de Enfermedades Contagiosas») en el Parlamento Británico en 1864. Estas leyes exigían llevar a cabo un censo de todas las mujeres que ejercieran la prostitución, registrarlas como tales y someterlas a exámenes médicos regulares. Además, tras la aparición del primer asesino en serie de la historia, Jack el Destripador, en 1888, las leyes británicas limitaron a las prostitutas a las casas de citas para protegerlas del peligro de las calles y lugares públicos. Todas estas medidas se aplicaron también en las colonias de manera uniforme, pero en India, los moralistas hinduistas distorsionaron la información: al acusar a las ganikas de prostitución (aunque muchas lo fueran, no todas), provocaron su desplazamiento forzado de la profesión de las artes escénicas. Como resultado, la institución de las devadasis fue oficialmente prohibida en 1947 (aunque sigue practicándose ilegalmente), y la de las tawaifs en 1952.

 

La omnipresencia del varón

De las nueve danzas consideradas clásicas en la India actual, dos merecen una mención especial: kathakali y kuchipudi, ya que desde sus inicios han sido interpretadas por varones. En cuanto a las otras siete, dado que no se permitía a las mujeres bailar en público, es evidente que fueron los hombres, y específicamente aquellos con poder, quienes se dedicaron a rescatar lo que hoy conocemos como «danza clásica». Uday Shankar (hermano menor de Ravi Shankar y quien, junto con Anna Pávlova, insistió en usar el término «clásico» para el revival nacionalista de la danza), Ram Gopal (apodado «El Nijinsky de India»), Kelucharan Mohapatra (considerado el gran rescatista del odissi actual) o el trío Maharaj del kathak (Achchan, Lacchu y Shambhu) son todos mucho más famosos y ocupan más espacio en los libros de historia de la danza clásica que las mujeres pioneras como Balasaraswati (a quien sólo se le dedica un libro), Sitara Devi (quien murió sin recibir el título de gurú), Zohra Sehgal, Madame Menaka, Damayanti Joshi, Kumudini Lakhia, Mrinalini Sarabhai o Rohini Bhate.

En la década de 1950, los varones comenzaron a darse cuenta de que era necesario recuperar a las mujeres. Sin embargo, las mujeres aceptadas bajo el amparo del nuevo maestro de danza no fueron aquellas rebeldes; a través del desplazamiento territorial, también se produjo una apropiación cultural: ahora son los varones poderosos y las mujeres privilegiadas, aceptadas por ellos, quienes pueden aparecer en el escenario. El cambio en los cuerpos, las corporeidades y las temáticas a escenificar es evidente: las danzas se vuelven virtuosistas, acrobáticas, atléticas, orientadas más hacia el espectáculo deportivo que hacia el reposo y la contemplación. La resistencia física se vuelve más importante que el talento interpretativo, y en lugar de ser polímatas capaces de escribir poemas, musicalizarlos y coreografiarlos, cada uno de estos procesos se realiza ahora, en su mayoría, por separado.

Lo que el gobierno de la India ha establecido como «clásico» a través de la Sangeet Natak Akademi («Academia de Drama y Música») no necesariamente coincide con lo que nosotros, nacidos fuera del país, entendemos como tal. Con fines nacionalistas y morales, en la República de la India, la danza clásica es considerada «decente» y «aséptica»: desde la vestimenta hasta los temas y la forma de tratarlos, todo debe garantizar un contacto higiénico, libre de la infección de la obscenidad. Además, gran parte del repertorio que hoy conocemos como «clásico» es en realidad lo que queda de un arte que fue mucho más amplio, pero cuya selección fue cuidadosamente cauterizada para eliminar lo que se considera, según el discurso heteronormativo nacionalista, como decadente, vulgar, poco espiritual y contrario a los valores morales propios de la cultura del país. Con ello, se perdieron piezas cuya puesta en escena fue prohibida por considerarlas inapropiadas y, hasta la fecha, lo clásico se ha asociado con lo devocional, mientras que lo que aún tiene reminiscencias eróticas es denominado «semiclásico». Así, la danza no sólo se convirtió en depositaria y vía para manifestar estos valores morales, sino que también funge como un método de propaganda de dicho ideal en el imaginario popular, difundiendo cuáles valores son patriotas y cuáles no lo son.

Y, por supuesto, este proceso de cirugía y desinfección desde el Movimiento Anti-Nautch ha tenido lugar principalmente en el cuerpo de los bailarines (o más exactamente: de las bailarinas). Los varones deciden qué bailar, cómo bailarlo y qué vestuario debe cubrir los cuerpos femeninos. Al despojar a las bailarinas de su modo de vida, su profesión y su arte como estaban originalmente concebidas, también se generan las condiciones para convertirlas en víctimas de diversos tipos de explotación que van desde la mendicidad y el asistencialismo en el mejor de los casos, hasta el lenocinio, el tráfico de personas, el suicidio forzado o el asesinato en los peores.

Por lo tanto, no basta con reincorporar a las mujeres a las artes escénicas si eso implica mantenerlas sometidas a un lenguaje artístico misógino en el que sus cuerpos siguen sin ser suyos, sin pertenecerles, y en el que no tienen voz para decidir cómo vestirse, qué decir y cómo decirlo. Tampoco es suficiente si implica interpretar temas no seleccionados por ellas, o si en ellos son mero adorno, o si los personajes femeninos siempre son sumisos, obedientes, puros, castos y perfectos. Además, no es equitativo ni favorable si para una audición sólo se seleccionan a las hijas de buena familia y reputación intachable, las rubias, las delgadas, las altas, las de pechos pequeños. Ni siquiera satisface si en el lenguaje dancístico mismo se prohíbe que el cuerpo se mueva de ciertas maneras bajo el pretexto del código lingüístico y técnico, cuando en realidad la intención es expiar o incluso castigar.

 

Conclusiones

Quiero concluir con una cita de Otto Rothfeld de su libro Women of India, publicado en 1920, porque considero que captura de manera bastante precisa el punto de vista de un estudioso que es consciente de ser extranjero y cuya investigación, por el simple hecho de ser extranjero, probablemente esté sujeta a sospechas si no se ajusta a la corriente dominante. Rothfeld tuvo el acierto de comprender que su observación en ese momento no era (aunque la palabra no existiera entonces) heteronormativa, y me parece que sigue siendo increíblemente relevante, desafortunadamente, hasta el día de hoy:

La danza permanece como la más viva y desarrollada de las artes hindúes existentes. […] Está viva y enérgica. Por ello es tan trágico, una verdadera tragedia de la ironía, que la danza, por alguna curiosa perversión del razonamiento, ha sido especial objeto de ataque de una sección avanzada y reformista de publicistas hindúes. Ellos han escogido hacer esto tras la moralidad; no que aleguen que las canciones y danzas sean inmorales, si eso pudiese ser, sino que las bailarinas lo son […].

Las bailarinas, es cierto, no preservan como regla el estricto código de castidad que es requerido para la mujer casada. Qué tanto la severidad o laxitud de la observancia de este código por un ejecutante puede posiblemente afectar el valor emocional o incluso el valor nacional de su arte y ejecución no ha sido y no puede ser explicado. El arte no puede ser mancillado por los pecados de sus seguidores, los defectos en el cáliz de cristal no afectan el sabor del vino […]. Como el único arte vivo en India, responde a una necesidad real de la sociedad. Sofocar a una clase de mujeres que, hasta ahora, ha vivido sus propias vidas en independencia, gracia, talento, usualmente inteligentes, y degradarlas, convertirlas en parias y forzarlas a vericuetos vergonzosos, no es sólo pecar en contra de la caridad: es también pifiar contra la vida. 15

A veinte años de mi inmersión en las artes escénicas del subcontinente indio, reviso las aseveraciones que se me enseñaron a rajatabla, como axiomas incuestionables, ya que en México nadie, absolutamente nadie, ponía en duda:

1) Que los bailarines de danza clásica de la India somos herederos de una tradición espiritual muy arraigada que se remonta a las devadasis, las bailarinas de templo, mujeres dedicadas al servicio divino, consideradas esposas de la deidad y, por tanto, situadas en una posición de pureza inmaculada.

2) Que estas devadasis fueron expulsadas de los templos por los británicos, y que su oficio fue prohibido por los colonizadores imperialistas al confundir su labor con la de prostitutas.

3) Que el repertorio de las devadasis estuvo al borde de la extinción debido a la mala reputación generada por los británicos, pero fue rescatado gracias a los esfuerzos de los pioneros de la danza clásica de la India.

4) Que la escasez de bailarines masculinos se debe a nuestra responsabilidad de integrarlos en la tradición y difundir la danza sagrada sin distinción de género.

Aunque estas aseveraciones pueden parecer románticas, ahora comprendo que son percepciones orientalistas y exotistas que poco contribuyen a comprender el fenómeno histórico real de cómo surgió la danza clásica de la India y cómo se prohibieron las instituciones de las devadasis, así como las profesiones de sus contrapartes seculares: nartakis, rajadasis y tawaifs.

Mi remordimiento y mis escrúpulos me obligan a reconocer que, en los últimos cien años de esta historia ha habido una apropiación cultural de este oficio, justificada por un discurso creado y promovido por los privilegiados desde el poder que, como si esto no fuera suficientemente tenebroso, provocó el exilio de las propietarias originales, quienes aún siguen desplazadas de su territorio. Aunque en India existen movimientos de reivindicación que buscan restituir a estas mujeres parte del terreno expropiado, comprendo también que, si realmente quiero contribuir a difundir la danza de Asia del Sur en México, debo empezar por situarla en su contexto adecuado, que no es sólo el de los templos, sino también el de las cortes, y que no es tan puro como se insiste, sino profundamente erótico. Sólo así, recuperando el cuerpo, y no sólo el espíritu —que no están en absoluto peleados—, podremos hacer danza. Porque, ¿de qué otra manera podríamos bailar? ¿O es que acaso pretendemos bailar angelicalmente, sólo con el espíritu, y sin usar el cuerpo?

 

Bibliografía

Regula Burckhardt Qureshi, «Female Agency and Patrilineal Constraints. Situating Courtesans in Twentieth-Century India», en Martha Feldman y Bonnie Gordon (eds.), The Courtesan’s Arts. Cross-cultural Perspectives, Nueva York, Oxford University Press, 2006, pp. 312-331.

Manusmriti in Sanskrit with English Translation, consultado el 20 de marzo de 2024 en https://archive.org/details/ManuSmriti_201601/.

«Muddupalani (ca. 1730-1790)», trad. del télugu al inglés de B. V. L. Narayanarow, en Susie Tharu y K. Lalita (eds.), Women Writing in India: 600 B. C. to the Present, vol. 1, Nueva York, The Feminist Press y The City University of New York, 1991, pp. 116-120.

Pran Nevile, Nautch Girls of India. Dancers, Singers, Playmates, Nueva Delhi, Ravi Kumar Publishers y Prakriti India, 1996.

Abdul Halim Sharar, «Lucknow: The Last Phase of an Oriental Culture», en E. S. Harcourt y Fakhir Hussain (eds.), The Lucknow Omnibus, Nueva York, Oxford University Press, 2001, pp. 29-138.

Vikram Sampath, My Name is Gauhar Jaan. The Life and Times of a Musician, Nueva Delhi, Rupa Publications India, 2010.

Doris M. Srinivasan, «Royalty’s Courtesans and God’s Mortal Wives. Keepers of Culture in Precolonial India», en Martha Feldman y Bonnie Gordon (eds.), The Courtesan’s Arts. Cross-cultural Perspectives, Nueva York, Oxford University Press, 2006, pp. 161-181.

Vatsyayana, El Kamasutra, Ciudad de México, Editores Mexicanos Unidos, 1987.

Notas

1 Todas las traducciones de las citas aquí referidas son mías. Por otra parte, mantengo mi adhesión al criterio de Juan Miguel de Mora Vaquerizo para los usos de las palabras «hindú» como gentilicio para los nacidos en India e «hinduista» para los practicantes de dicha religión, a pesar del desafortunado y cada vez más frecuente uso que se da de «indio» e «hindú» respectivamente, como falsos amigos provenientes del inglés.

2 Doris M. Srinivasan, «Royalty’s Courtesans and God’s Mortal Wives. Keepers of Culture in Precolonial India», p. 161.

3 Id.

4 Abdul Halim Sharar, «Lucknow: The Last Phase of an Oriental Culture», pp. 132-146.

5 Manusmriti in Sanskrit with English Translation, p. 187.

6 Vatsyayana, El Kamasutra, pp. 33-37.

7 Id.

8 Doris M. Srinivasan, op. cit., p. 169.

9 Pattabiramaiyya, Nee matalu. Este poema es un javali, piezas líricas coloquiales comunes en el repertorio de las devadasis que casi se pierden por ser consideradas demasiado «picantes». Es gracias a mujeres gurúes como Kalanidhi Narayanan, de lo que después sería conocido como el bharatanatyam del estilo Pandanallur, del distrito de Thanjavur, que han llegado a nuestros días con música y coreografía incluidas. Agradezco infinitamente a Chamundeeswari Kuppuswamy por abrirme el cofre del tesoro de los javalis en su visita a México para la impartición del taller «Del Natyashastra al Rasamanjari» y la función Abhinaya a través de los tiempos, coproducidos entre Nandavana Dance, Mehfil Ensamble y Danza UNAM en mayo de 2019.

10 «If I ask her not to touch me, / stabbing me with her firm breasts / she hugs me. / If I ask her not to get too close / for it is not decorous, / she swears at me loudly. / If I tell her of my vow not / to have a woman in my bed, / she hops on / and begins the game of love», «Muddupalani (ca. 1730-1790)», p. 20.

11 Vikram Sampath, My Name is Gauhar Jaan, p. 295.

12 Pran Nevile, Nautch Girls of India, p. 161.

13 Regula Burckhardt Qureshi, «Female Agency and Patrilineal Constraints. Situating Courtesans in Twentieth-Century India», pp. 312 y 327-328.

14 P. Nevile, op. cit., p. 168.

15 Ibid., p. 169.

Sobre la autora
Estudió en Kathak Kendra (National Institute in Kathak Dance), Nueva Delhi, especializándose en kathak y su influencia en México. Es directora fundadora de Mehfil Ensamble de Artes Escénicas Mogolas.
Correo electrónico: kathakmexico@gmail.com

Resumen
El artículo cuestiona las percepciones tradicionales sobre la danza clásica de la India, examinando el papel histórico de las devadasis y tawaifs. Se destaca cómo la prohibición de estas prácticas por parte de los colonizadores británicos llevó a la apropiación masculina del arte y la discriminación de género. Se plantean interrogantes sobre la recuperación del territorio profesional femenino en la danza y se desafían las concepciones occidentales sobre la sexualidad y el cuerpo en este contexto artístico y cultural.