Número 94
Entre danzas y filosofías
Ana María Martínez de la Escalera
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México
Este texto es el registro de una conversación entre «los decires y los quehaceres» de la danza y la filosofía, cuando ambas practican el pensamiento de manera crítica; una charla acalorada como cualquier baile que mueve el cuerpo y conmociona los sentidos y los afectos. La actitud crítica enseña que nos conviene interrogar lo que en la palabra «danzar» se realiza como una fuerza retórica cuando es pronunciada por los y las danzantes y por quienes no danzan pero se complacen en las cabriolas de los demás. Pensemos que la pronunciación de una acción como danzar, según el antiguo rétor greco-latino, es un vestir las palabras con gestos, tonos, volúmenes, ademanes, contorsiones, gesticulación de una u otra parte del cuerpo que le pertenecen por derecho propio a él y a sus acciones, a sus tiempos y a sus espacios,1 y todo esto en sí mismo es una manera de danzar. En cualquier caso, el llamado a danzar nos interpela como una consigna, como algo para pensar y actuar. Por eso la palabra «danzar» se escucha como una exigencia y una demanda crítica, o como un deber del pensamiento sobre nosotros y nosotras, bailarines o no. Una palabra, por lo tanto, que simplemente se hace presente cuando bailamos, cuando tomamos el espacio y el tiempo del cuerpo vivo y lo que lo separa o lo acerca al otro, pero siempre permanece en su diferencia, que es su fuerza. Así, danzar dice una actividad que enunciamos en forma verbal pero que se refiere a una condición no-verbal o pre-verbal. Esta condición es un hacer del cuerpo, y quizá un quehacer de todos los cuerpos sin exclusión, que modifican las modalidades de apropiación y expropiación del tiempo y el espacio a través de esos re-haceres gozosos.
Pese a quien pese, todos bailan. Danza radicalmente quien mueve los pies al compás del ritmo o de sus recuerdos; bailan quienes dedican sus cuerpos al rito o al mito, sacrificándolos a lo espiritual; danza quien mueve acompasadamente al ritmo la cabeza o las manos, quien lo hace sin ritmo y sólo se deja ir a través del fervor del movimiento… Bailan cuerpos viejos y jóvenes, preparados o no, profesionales o neófitos. El baile es el deseo heterogéneo del cuerpo de escapar de sí mismo, de su límite íntimo, abrazando un devenir otro de la espaciotemporalidad de los vivientes. Se entiende que estamos hablando de todos los vivientes sin excepción, porque se baila tanto como un animal como con un animal, poniendo en acción la animalidad propia y la ajena.
El asunto entonces es éste: danzar es mucho más que una profesión a la que se ha visto reducido el cuerpo que se apropia de sí mismo a través de la toma del tiempo y del espacio. La tendencia de la modernidad ha sido pasar de la profesionalización de los bailarines y bailarinas (y coreógrafos, por cierto) a la especialización universitaria de la práctica y la investigación, lo que induce a la idea de que el maestro o la maestra son los expertos y quienes estudian no saben nada. En los dos últimos siglos se ha consumado un robo bajo la figura del baile como espectáculo. Los tímidos intentos vanguardistas por romper la distancia entre públicos y espectáculo no han conseguido hacer mella en la creciente estetización de la danza, condición de encierro de la danza en torno a los valores de belleza y juventud antropomorfos asociados a una imagen del cuerpo fácilmente utilizable como mercancía. Imagen de cuerpo y cuerpo tratado exclusivamente como imagen, cosa unitaria para ser vista y aprehendida a través del paradigma de una subjetividad estructurada, unitaria y homogénea, dueña de sí misma y clave de inteligibilidad de los quehaceres y decires que la rodean.
En realidad, esta interpretación del cuerpo como imagen y como sujeto no permite ver el cambio, la alteridad en acción: el cuerpo-sujeto está parasitado por la diferencia, incluso o sobre todo por la diferencia de sí mismo. Y esto es ciertamente de agradecer porque la unidad y la homogeneidad del cuerpo no es más que un efecto de poder. Cuanto más se indaga sobre este cuerpo en busca de su identidad inalterable, más se descubre que es un producto, un efecto, algo sujeto a políticas, a dispositivos, a máquinas. Quienes bailan lo saben: entrar al mundo del arte supone sujeciones permanentes, comenzando por mediciones corporales y terminando como elementos de una máquina que codifica los géneros dancísticos y sus jerarquías. Sin duda, y por eso estamos aquí, hay experiencias no sistemáticas de escape de la torre de marfil. Pero la torre sigue ahí y es recompensada con becas y espacios privilegiados, museos del pasado del cuerpo. Digo pasado del cuerpo y digo bien. El cuerpo venerado en ese museo, explorado, llevado al límite del preciosismo no es el cuerpo que se reclama cuando el baile toma por asalto el tiempo de la ciudad y de la calle. Este último no es un cuerpo individual y sujetado, su movilidad lo lleva más allá y más acá de lo individual, lejos de una entidad igual a sí misma, reconciliada con límites narcisistas y reductivos, es decir, una entidad que se vive como una identidad.
El asunto es que el cuerpo que nos interesa pensar y rehacer es el cuerpo que se va, siempre allende de un «sí mismo»: es el cuerpo colectivo2 o desapropiado. No es, por lo tanto, el cuerpo reglamentado por la mecánica. Éste es el que se ha intentado reapropiar y humanizar desde el siglo XVII. Un cuerpo que, a pesar de la estetización, desmentía el apelativo de humano; no hay humanidad, no hay misterio de lo humano en la mecánica, sólo física, sólo biología. Durante siglos, la ideología estética, y en particular la de la danza («una tendencia a la homogenización universalizante y reduccionista de la subjetividad»),3 intentó ocultar esta determinación del cuerpo metaforizando abstractamente nuestra realidad como vivientes a través de nociones propiamente humanas y humanizadoras como «belleza», «artes», «espiritualidad» y otras abstracciones similares en combinación con conceptos antagónicos en la secuencia de la oposición platonizante inteligible/sensible. En el siglo XX, Foucault y Deleuze atacaron la categoría de humanidad, como valor de lo propiamente humano, mostrando su estatus de discurso apropiador. Incluso hoy se los lee sin entenderlo, porque se sigue leyendo en la palabra «humanidad» un sentido valorado positivamente, casi un elogio, ignorando cómo llegó a convertirse en la tradición eurocéntrica en una categoría privilegiada antes que en un sustantivo. Guattari se refirió a esto en Caosmosis cuando habló de una especie de más acá del individuo antes de la configuración por la máquina lingüística y cultural:
Es esencial esta parte no humana pre-personal de la subjetividad, por cuanto sólo a partir de ella se puede desarrollar su heterogénesis. ¡Malamente se cuestionó a Deleuze y Foucault, quienes enfatizaban una parte no humana de la subjetividad, haciéndolos sospechosos de adoptar posiciones antihumanistas! El problema no es ése. Se trata más bien de aprehender la existencia de máquinas de subjetivación que no laboran únicamente en el seno de «facultades del alma», de relaciones interpersonales o de complejos intrafamiliares. La subjetividad no se fabrica sólo a través de los estadios psicogenéticos del psicoanálisis o de los «matemas» del Inconsciente, sino también en las grandes máquinas sociales, massmediáticas o lingüísticas que no pueden calificarse de humanas. Falta hallar aún cierto equilibrio entre los descubrimientos estructuralistas, nada superfluos, evidentemente, y su gestión pragmática, para no sucumbir al abandonismo social posmoderno.
Con estas palabras en mente: ¿es el danzar una máquina no humana? ¿Somos entonces un efecto del baile tanto como el baile mismo es un efecto? En cierto sentido es así. La danza-espectáculo que realiza la pareja de opuestos danzante/público y que los vuelve extraños el uno del otro asignando intereses a cada uno, reduciendo el cuerpo danzante a una presunta imagen universal del cuerpo, vaciada de cualquier sentido exceptuando los brindados por un modelo de belleza, juventud, habilidad y técnica sin una historia propia, es ciertamente una máquina artística. Es el resultado de elementos heterogéneos puestos en funcionamiento de acuerdo con un producto: el espectáculo globalizado.
En este tipo de producto, por lo tanto, hay múltiples elementos que, a pesar de estar juntos, tienden a perseguir otros fines, a realizar otras maneras de perfeccionamiento a las que llamamos técnica, sentimiento, expresión, narrativa, etc. El espectáculo como imagen del cuerpo puede ser leído desde todas esas fugas del sentido, aunque persistan los fines que el consumo le impone: una función que habrá de repetirse. Pero insisto, la danza está en acción en otra espaciotemporalidad, más allá de la función que organiza el significado vertical del espectáculo. Hay danza en la sesión, en el ensayo, en el trabajo de preparación de los cuerpos, en todo lo que se considera preparatorio que pocos han podido apreciar, obnubilados por el producto final. También del lado del público parece haber un papel que jugar, incluso de forma placentera, esperando ser entretenido por el espectáculo. Es un antipapel en la medida en que impone una inactividad muy determinada. Rara vez el público de un espectáculo de danza comienza a bailar a su vez o interviene en la función; se trata más bien para esos públicos de respetar a los expertos. Y se paga la entrada precisamente esperando un cierto nivel de maestría; por lo tanto, hay una demanda como en cualquier otra parte de la estructura del mercado.
Para nuestra alegría, tantos años de domesticación moderna de los cuerpos que danzan no han podido evitar los desvíos nómadas: han sido los coreógrafos, los propios bailarines y a veces el público quienes han rehusado participar en el espectáculo reinventando la danza por ese camino negativo. No mencionaremos nombres que sin duda son conocidos; sólo constataremos que ha habido fugas, danzas-otras, trabajos de alteridad que afectan a los cuerpos más que a las finalidades exhibitivas y que, curiosamente, se acercan a las formas participativas del baile, aquellas que la crítica descalificó como populares. Se dirá que el cuerpo fugado del espectáculo, el danzante por lo tanto, es una complejidad irreductible al cuerpo individual homogéneo, dueño de sí mismo y dirigido hacia la perfección, la belleza, la juventud y la expresión. No habrá para el cuerpo fugado un fin preescrito, único y homogéneo, sino un hacer en la contigüidad, en el relevo de los cuerpos, en su toma del espacio y el tiempo. Nos gustaría sostener aquí que el cuerpo danzante, la corporalidad danzante es heterogénea como la de una comparsa. Entre los cuerpos fugados del espectáculo hay una cierta afinidad con las prácticas colectivas participativas que la academia llama folclóricas, relegándolas a la repetición. Hoy sabemos que la repetición no es un rasgo degradante de la práctica artística, sino una marca de su historicidad. La danza en fuga y la comparsa comparten la heteronomía, la diversidad de normas y leyes del trabajo creativo. Para el pensamiento contemporáneo, ambas experiencias de lo humano no poseen en la figura del individuo un centro de soberanía. El cuerpo fugado abandona el «ya ahí»4 de la subjetividad vertical y estructurada, que representa a su paradigma técnico y físico, ya que lo que danza se escapa, abre puertas que conducen a heterocronías y heterotopías para una participación alternativa. Por ejemplo, el cuerpo colectivo.
Al igual que el carnaval bajtiniano, lo corporal danzante es «plural y polifónico» y vive entre los cuerpos como una conversación entre los hablantes, sin responder prioritariamente a una sola intención o voluntad de significación. Así que los cuerpos no son una simple suma, el plural más bien da lugar a lo que pasa a través de la piel y arrastra al individuo fuera de sí cuando el baile nos toma por asalto. Alguno dirá que se asemeja a los niños y niñas danzando sin motivo aparente. Ciertamente el motivo no es artístico o espectacular: los danzantes infantes no se reducen a imágenes de sí mismos para concitar la mirada. Lo colectivo es como tal desinteresado (sin importar las voluntades individuales, la danza impone su propio orden, el sentido o la asignificancia). Por ello, estas danzas colectivas, en comparsa, son o pueden ser múltiples procesos de toma de la acción. Tomas mutantes de la subjetividad colectiva que no acaban en la reapropiación individualizante, en la disciplina técnica o estética o en el biopoder que nos configura por edad, sexo y género, raza o deseo, sino en la resistencia. Por consiguiente, son cuerpos precarios, temporales no por su esencia o inherencia, sino porque están amenazados por acciones de reapropiación o reterritorialización (Guattari), donde las máquinas institucionales amenazan con volver a los territorios existenciales normalizados o a las biopolíticas (Foucault). Por lo tanto, habrá que recomponer universos de resingularización, de toma de los cuerpos. Y aquí llamamos a esto recarnavalización, y con ello intentamos distinguir el carnaval empírico convertido en espectáculo para turistas, del deseo de carnaval en las manifestaciones que toman la calle y la palabra negada y excluida de la gente y llevan a cabo a través de quehaceres y decires mutantes «lo público».
Resumamos los rasgos carnavalizantes recordando que son características en tránsito: salida de la idea «homogeneizante de la subjetividad, universalizante y reduccionista» a través del cuerpo extendido en contigüidades. De una boca que canta o grita a unos oídos que, sin apropiarse del sonido, lo escuchan; de una o más bocas que miman el sonido escuchado disfrazadas de voces-otras; de gestos que imitan otros gestos y les imprimen pequeñas especificidades; de brazos que miman mundos de posibilidades futuras dejando de hacer lo que supuestamente sería la función de unos brazos… Todas ellas modalidades de la alteridad. Pero la carnavalización también implica la salida en nuestro discurso de la idea del cuerpo bello, joven, profesionalizado. Los cuerpos danzantes no danzan un espectáculo; pues no habría distinción entre espectáculo y espectadores. Tampoco tendrían cabida las reducciones al género, la raza o la habilidad distintiva, o a las categorías oficiales de grupos populares o folclóricos, como decíamos.
Un ejemplo: en las «Llamadas» montevideanas, las comparsas mutantes reinventan la negritud asignificante (singular) de los cuerpos de los tamborileros en el disfraz y el maquillaje de los cuerpos con el que todo uruguayo se convierte en afrodescendiente, reinventan a las mujeres más allá del estereotipo de vedette, porque las mutantes también tocan la lonja del tamboril haciendo que el hacer de la música se vuelva el decir del cuerpo colectivo de la comparsa. Se trata de una participación en «lo plural y polifónico» señalado hace mucho tiempo por Bajtín para describir la subjetividad carnavalizada. Un sintagma que describe el cuerpo colectivo que se extiende «de un orificio a otro», de la boca del cantante al oído del otro, de un miembro, brazos o piernas extendidos a otros sin una causalidad unívoca. Esto es tomar la ciudad con el cuerpo danzante, que canta y grita. Más allá de la subjetividad relevada por los medios de comunicación.
No estamos diciendo que en los carnavales conocidos haya siempre estos procesos mutantes descritos atrás, por el contrario, lamentablemente se han vuelto espaciotemporalidades turísticas o comerciales normadas, de competencia entre grupos para ganar un premio. Pese a este embate de las máquinas resignificantes, reapropiadoras de una significación vertical capitalista e individualista, la carnavalización desata lo asignificante, lo descodificado. Las inversiones de las oposiciones y jerarquías de género y de raza producto de la colonización del sentido pueden leerse como «[f]ragmentos virulentos»5 que trabajarían subjetivaciones mutantes. Es la fuerza de la alteridad la que nos interesa destacar en la carnavalización, jamás idéntica a sí misma o remitible a algún signo soberano dueño del destino del hacer y del decir.6 Un público que se agolpa en las veredas mientras se calientan las lonjas de los tamboriles ya no es un espectador: intercambia voces, comida y bebida, se mueve sin estipulación ni regulación, por el simple gusto de moverse o de moverse sin darse cuenta, puesto que no es la conciencia estructurada la que rige el placer y el deseo sino lo que siempre va más allá, hacia un devenir no reglamentado y no calculado, no hegemónico, no obligatorio. Permítanme una larga cita que describe lo que un autor académico, testigo de las «Llamadas» montevideanas,7 observa sin percatarse de su sentido mutante, o sea de su porvenir colectivo:
Carvalho-Neto está señalando al menos dos formas de participar en el Carnaval: como miembro de un grupo y como espectador. Aparentemente, ambas son maneras muy diferentes de relacionarse con esta fiesta. Sin embargo, como más de un observador lo ha señalado, las dos son formas de participación. Por un lado, los artistas no están actuando todo el tiempo, así como los espectadores no se limitan a mirar y escuchar. Mucha gente ocupa alternativamente los dos roles; terminada su función, se queda a ver la de otros grupos. Por el otro, el ritmo de los tambores y el baile de las comparsas borran aún más la diferencia entre espectadores y artistas, pues con esa música y esos movimientos son pocos los que se limitan a observar. Desde principios del siglo XX, casi cualquier diario o revista que se refiriera a los ensayos de las comparsas durante los meses anteriores al carnaval mencionaba la presencia de grandes contingentes de vecinos que se sumaban espontáneamente a esas sesiones. Iban a las prácticas para bailar, cantar y socializar. Y es una costumbre que no se ha perdido en el Montevideo de hoy. De este modo, lejos de ser un público pasivo, los vecinos eran y son una parte importante de las preparaciones del carnaval y de la fiesta misma. Incluso durante la fiesta, la línea que divide a espectadores y artistas es demasiado fina, como quedó claro el día en que se inauguraron Las Llamadas, en 1956. Un grupo desconocido tomó a los organizadores por sorpresa y, disfrazados con harapos, marchó bajo una bandera vieja y deshilachada por la calle del desfile. «Era la comparsa sin nombre. Bajo la bandera amarilla y roja se refugiaron los que no cabían en las otras pero no podían estar quietos. Querían ser protagonistas… En verdad, lo que pasó a estos negros y blancos tiznados, le aconteció a todo el pueblo, a las cien mil personas que fueron a contemplar un espectáculo y se encontraron con que anhelaban ser actores del mismo. Quien más quien menos, movía el cuerpo como cada uno de los personajes pintorescos y cuando el bastonero lanzaba a diez metros la varita, hacían ademanes de la misma manera que aquél, sin aprisionar nada, aunque en el gesto impaciente y cálido ponían un anhelo idéntico, vivían la misma emoción lubola».8
El autor parece suponer que la participación mimetizante9 se debe a anhelos individuales de protagonismo. Sin duda se equivoca al reducir a una figura individual el deseo, es decir, la expropiación, la fuga o la mutación del sentido. El baile como la risa desencaja las facciones y los miembros, desfigura los códigos de la existencia sin intención o, más correctamente dicho, sin percatarse de las voluntades individuales de sujeción. De su lado se agolpa lo azaroso de los encuentros de los cuerpos y sus efectos desfigurantes y participativos.
Debemos tener cuidado por otro lado de no reducir la explosión participativa a una ontologización de rasgos a través de la fiesta o el juego como lo hiciera Huizinga o Gadamer después de él. Por el contrario, remitámonos a Bajtín, quien se había atrevido desde la academia a pensar la participación al separar el carnaval de los intentos antropológicos, folclorizantes y estéticos que al caracterizar lo popular le restan relevancia frente a la danza como arte. El carnaval deseado por Bajtín es múltiple, irreductible en las fuerzas de fuga —«antioficiales» les llamaba el ruso— a la fiesta y el juego, estructuras abstractas de la humanidad.10 No es pues el homo ludens de Huizinga, no es la fiesta gadameriana lo que nos ayudará a entender y gozar; la carnavalización no pone en acción algo íntimo, humano, ya ahí desde siempre, intemporal, esencial, estructural o sustantivo, sistémico, ni siquiera genético u hormonal: la carnavalización no tiene un sujeto anterior y exterior, y tampoco es seguro que lo produzca de manera acabada. Si algo «produce» (habría que analizar este término críticamente) la carnavalización es la fuga hacia afuera de procesos cómodos, de conformidad. Fuga singular, sin premeditación, asignificante pero aperturadora de nuevos sentidos, «quehaceres y decires» que se irán tejiendo con el tiempo (o no, nadie puede anticiparlo) o fuera de él, del tiempo oficial dividido en tiempo de trabajo y tiempo de descanso, diversión. Tengamos presente que el cuerpo carnavalizado nos trabaja, trabaja nuestras subjetividades desfigurándolas (extrayéndolas de figuras estereotipadas dominantes). Por ejemplo: la carnavalización pone en cuestión esa temporalidad decretada de la jornada de trabajo y se abre a una producción del tiempo sin medida. Yo diría el carnaval, igual que la risa, la cual desencaja las facciones, indica una fuerza preverbal o no-verbal que hace llorar sin proponérselo y duele con intensidad participativa y mimética al cuerpo danzante colectivo, popular y negro que, en condición de dominación, inventara el candombe. O habría que plantearlo de esta manera: el cuerpo carnavalizado participa de lo homosexual y lo heterónomo, de las mujeres sin feminizarse (código vertical) y de los hombres sin masculinizarse (código vertical). Lo colectivo tiene lugar y tiempo en cada una de las comunidades que decidan darle cabida en sus vidas y tiempos otros.
Retomemos esta noción vilipendiada, empobrecida, reducida a un referente inhallable, inventado y repetido en himnos y programas pedagógicos y políticas públicas para cambiar su sentido volviéndolo asignificante. No opondremos entonces lo popular a la práctica artística profesionalizada; tampoco privilegiaremos uno sobre la otra. Hasta aquí hemos hablado de mímesis, de intercambio de maneras de hacer y formas de trabajar, modalidades que no admiten fronteras estrictas. En consecuencia tratemos de hacer estallar la significación dominada, preservadora de hegemonías coloniales. Pensemos entonces que tampoco lo popular o lo negro11 es lo folclórico, categoría que se comporta como una mercancía del olvido, catacresis de la industria turística. Lo popular vive (no habita algo anterior, ya-ahí) en la toma danzante de la ciudad para apropiarse de la palabra y en desterritorializaciones de otras espaciotemporalidades no urbanas que han sido condenadas a la extinción. Conocemos la tendencia global del capitalismo a devorar el tiempo y el espacio que no se le somete. No es lo popular una identidad idéntica a sí misma, a su interioridad ontologizable o estructural. Es más bien una actividad heterogénea y heterónoma como la danza misma que, desoyendo a la academia, sin buscar becas o estímulos, sin hacer de la danza un modo de vida —es decir, un trabajo asalariado o una empresa capitalista—, se lanza a lo imprevisible. En el quehacer popular todos los cuerpos bailan, fuera de tiempo, de sincronía… Y todo lo que no es cuerpo se transforma en corporalidad: el canto, la palabra, el insulto, la alabanza, el vocabulario de la hinchada carnavalesca, el estímulo, el saludo, la comida compartida. Todo ello se confunde con la respiración y el sudor de los movimientos.
Adelantándome a ciertas interpretaciones descalificadoras: aclaro que no es el carnaval pasado del que hablo, sino del devenir popular del carnaval durante la dictadura y después de ella, en la época de la reconciliación y la construcción de la democracia. Hablo también de lo popular en el cuerpo de las madres que daban vueltas en la Plaza de Mayo, frente al poder y los ojos de los soldaditos. «Bailan solas», decía la letra sin duda recordada de la canción de Sting a fines del siglo pasado. «Bailan solas», decía Pedro Orgambide en su poema. Bailan con disfraz de madre —miméticamente— que no oculta ni revela interioridad alguna, que sólo es denuncia, consigna, cosa no humana, es decir, no individualizable puesto que el dolor se despliega, se comparte (duelen los hijos de las otras tanto o más que los propios).12 No es el espíritu de la eterna madre humana lo que ahí se manifestaba, sino la toma de la palabra mediante los cuerpos unidos para protegerse, cuando la palabra de los desaparecidos no era aún posible. Lo será después, mediante ejercicios de participación y mímesis artística. La danza mutante es también máquina de guerra contra las máquinas del fascismo dictatorial: contigüidad de elementos heterogéneos que transmite nuevos sentidos y entusiasma contagiando a los que, sin ser espectadores —pues están en otras partes del globo—, aspiran también a desujetarse.
A todo esto y después de las anteriores consideraciones, cerraremos temporalmente estas líneas. Tiene sentido preguntarse por una definición única y homogénea, universal y ahistórica que dé respuesta a «¿Qué es danzar?». Supongo que no. Pero sí es pertinente estudiar teórica e históricamente, crítica y genealógicamente la danza desde los saberes que ella pone en marcha cuando parece tener lugar en cualquier lugar y tiempo, excepto el espacio sobrecodificado (comercial, religioso, «folclórico», etc.). Un pensar y conversar sobre la danza se nos presenta como una toma de la palabra a través de la toma de los cuerpos, un asalto al espacio público jurídico, una inversión de lo público/privado, una inversión de géneros, de tiempos, la entrada de los fantasmas buenos que reclaman hacer justicia poética a los cuerpos danzantes…
George Reid Andrews, Negritud en la nación blanca. Una historia del Afro-Uruguay 1830-2010, trad. de Betina González Azcárate, Montevideo, Linardi y Risso, 2011.
Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, trad. de Julio Forcat y César, Madrid, Alianza, 1987.
Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, Ciudad de México, Porrúa, 1997.
Félix Guattari, Caosmosis, trad. de Irene Agoff¸ Buenos Aires, Manantial, 1996.
Dina V. Picotti C., La presencia africana en nuestra identidad, Buenos Aires, Del Sol, 1998.
1 Helena Beristáin apunta que la actio o pronuntiatio «es la quinta fase preparatoria del discurso oratorio de la Antigüedad; es la puesta en escena del orador al recitar su discurso como un actor, con la dicción adecuada y los gestos pertinentes para realizarlo y lograr el efecto que se propuso». Ahora bien, sabemos que la gestual se acartonó, con lo cual el efecto deseado o propuesto se perdió. Hubo que modificar esos códigos, decodificando lo que ya no significaba pues se había naturalizado, e introduciendo nuevos gestos corporales y poniéndolos a prueba, prueba que, si la retórica no tenía contemplada, poco a poco exigía su legitimación, su discusión, su visibilidad. Sigue Beristáin: «consiste, pues, en hacer uso de la palabra y recitar las expresiones que lo constituyen. Su estudio consideraba todo lo relacionado con la voz y el cuerpo», Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, p. 408.
2 «El término “colectivo” ha de entenderse aquí en el sentido de una multiplicidad que se despliega a la vez más allá del individuo, del lado del socius, y más acá de la persona, del lado de intensidades preverbales tributarias de una lógica de los afectos más que de una lógica de conjuntos bien circunscritos», Félix Guattari, Caosmosis, p. 18.
3 Ibid., p. 14.
4 Ibid., p. 13.
5 Ibid., p. 33.
6 Signo soberano como el de la supuesta humanidad de la danza ya que en la danza, se ha dicho, el hombre se hace humano. Se olvida que la danza nunca es igual a sí misma, siempre está en tránsito hacia algún espacio-tiempo no administrable.
7 A fines del siglo pasado, tras el regreso de la democracia en aquellos países del Cono Sur que habían padecido la violencia dictatorial, se va perfilando una modalidad de participación social, de tomar parte en lugar de permanecer en silencio, que articula la toma de la calle con la toma de la palabra para pronunciar el desacuerdo, a la vez que sin una única finalidad se iban procesando modos no jerárquicos o excluyentes de organizar la relación con los otros. No está de más recordar que durante la dictadura las calles se vacían. Hay horas prohibidas al tránsito de personas, estas últimas no pueden caminar por la calle si van acompañados ya que se considera una señal de sedición. Si antes la gente tenía por costumbre en épocas de calor ocupar la puerta de su casa y la vereda frente a ella para instalarse en busca de la ansiada frescura del atardecer, esto se olvidó completamente. En Montevideo, hace pocos meses salió una iniciativa ciudadana que hacía un llamado a tomar nuevamente las aceras o veredas como antaño para reinventar la socialización solidaria. Cabe recordar que la única ocasión de toma de la calle durante la dictadura y después, se daba durante el carnaval y, en particular, durante las «Llamadas» (celebración de la negritud). Parece haber una conexión entre la reactivación del carnaval y su emblema, el candombe negro, y la experiencia que podría llamarse emancipadora de la toma de la calle. Uruguay —antes un país definido por su criollismo— encuentra en el candombe de los exesclavos negros la representación más exacta de su nacionalismo posdictatorial. Esta vez no es un nacionalismo oficial y oficioso; se trata de una decisión semántico-política libre y quizás radical de un pueblo que vivió la tiranía y baila al sonido del tamboril de la libertad. Se recomienda el video de YouTube «Señor, un candombe!» (https://www.youtube.com/watch?v=C1UOPGVSNOs).
8 George Reid Andrews, Negritud en la nación blanca, pp. 167-168. Las cursivas son mías.
9 La mímesis no es una actividad o proceso secundario, derivado o inferior al propósito racional de crear. Estudiado por Benjamin en el siglo pasado, lo mimético remite a un proceso participativo del hacer.
10 Cf. Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento.
11 «Los africanos traían consigo una fuerte tradición comunitaria. […] Sometidos a la condición de esclavos y luego a diversas formas de exclusión y marginación hasta nuestros días, debieron recrear sus formas sociales y en general sus culturas. Es entonces importante considerar los modos propios de organización que pudieron darse y las formas simbólicas que desplegaron, teniendo en cuenta el rol básico que cumplió en ello por su pasado africano», Dina V. Picotti C., La presencia africana en nuestra identidad, p. 64.
12 Este compartir es la medida de la solidaridad, atributo de lo popular.