Con un puñal de zafiro energizas los rincones deshabitados. Herencia del encierro y las tinieblas resplandecen las mañanas cardinales. Vaho que desata la inundación impetuosa de lo deseado, lo imprevisto —también. Esclusas liberadas las paredes lluvia que evapora el antiguo artilugio de la sumisión claros de bosque proliferan aparición natural de lo perdido un ciervo corre retrocede la niebla libre la liebre.
La alegre coreografía de las manos cisnes coquetos ataviados por la ceñida luz de la mañana red de miradas que columpia duraznos y jugos a punto de derramarse. Con la fuerza de todas ellas, las jóvenes que toman los hilos de la conversación los estiran, los hamacan, la distancia es otro anhelo y el instante se perpetúa. El resto del pasaje dormita o se pierde en un horizonte mutado pero las cuatro mujeres que viajan a la boda del hermano —aun sin proponérselo juegan con todos nosotros y el mudo en sus manos es una muñeca mimada de cuyo ritual de fiesta —hato de niños extraviados— estamos deseosos de participar.
Durante mucho tiempo había pensado que esa partida —irresoluble disposición de las piezas sobre el tablero— era cosa de la desidia. Pero a la luz titubeante de aquel amanecer, cuando los apagados pasos de la víspera y el diario forcejeo de las armas amenazaban con despertar, recordó las palabras arrancadas de los labios del rey, su padre, la vez que la súplica de un vasallo que sólo desea un mínimo favor de la fortuna para el soberano le hizo proferir una promesa. Ahora, frente a este ajedrez de humilde caoba ¿Qué podía pedir aún ganando la partida? ¿La rendición de las tropas invasoras allende las murallas de la ciudad o la del amor en el aposento de los desvelos?
El mundo es tan grande —te digo y hoy todos nuestros caminos pasan por aquí. Sabes que vine a buscarte —ten piedad— mi nave ya no es la de antes ¡sálvate!