En enero de 2023, la prensa anglosajona reportó la muerte del nonagenario historiador y periodista británico Paul Johnson. A diferencia de los coaches financieros, los gurús del mercado espiritual o los autores de moda, quienes ejercen el oficio de Clío no se caracterizan por brindar los mayores ingresos a la industria editorial. Pero como en todos los campos de la vida, siempre hay excepciones. Johnson tuvo ese mérito al publicar best sellers que equilibraban la amenidad del buen escritor con la seriedad del investigador. Desairado por el gremio de historiadores universitarios, él se hizo en el camino y, quizá por ello, se destacó en un área generalmente desatendida entre los miembros de la academia: la divulgación.
Su origen periodístico le facilitó la construcción de frases simples pero penetrantes, así como la curiosidad por los detalles. A través de ellos reconstruía ambientes. Su método consistía en revisar la correspondencia particular, consultar diarios personales o asomarse por la mirilla de la intimidad familiar para interpretar la mentalidad y las obsesiones de quienes protagonizan la historia. Sabía imprimirles vida a los personajes sin recurrir a la ficción, despertando el interés del gran público por temáticas que parecían demasiado eruditas o del dominio de especialistas. Gracias a sus libros, le confesó al periodista chileno André Jouffé, «millones de personas han aprendido como adultos lo que jamás asimilaron en clases».1
La carrera de Johnson fue bastante prolífica. Publicó varios títulos que se convertirían en referentes imprescindibles para aproximarse introductoriamente a materias tan extensas como las religiones judeocristianas, la historia del arte, el Renacimiento o el mundo contemporáneo. También será recordado por las biografías de Mozart, Napoleón, Churchill y Stalin, entre otros personajes. Además de la larga lista de libros en su haber, gozó de una presencia habitual en la prensa inglesa y estadounidense. Como historiador pudo hacerse de un lugar en los medios para disputarle el monopolio de las opiniones a politólogos e internacionalistas. «Nunca tuvo un pensamiento aburrido e incluso los lectores que no estaban de acuerdo con él esperaban con ansias su próximo artículo», sentenció el columnista Stephen Glover en recuerdo de su colega.2
Excepto por los diarios porteños La Nación y Página/12, en América Latina su muerte pasó desapercibida. El rotativo fundado por Bartolomé Mitre apenas sacó una nota. En ella se recuerda la visita de Johnson a Buenos Aires en 1998, así como los comentarios que hizo sobre América Latina en general y Argentina en particular. Según el autor de marras, un convencido de las bondades del libre mercado, al concluir la Segunda Guerra Mundial la nación austral había desaprovechado la oportunidad de integrarse a la economía internacional y sacar provecho de ella.3 Su lectura histórica de Argentina coincidía con la del antiperonismo más recalcitrante: la culpa de este retroceso que había sacado al país de un periodo idílico de crecimiento y bonanza recaía en Perón, a quien veía como un imitador de Hitler y Mussolini.
En cambio, Página/12 se sirvió de la noticia para publicar una atípica entrevista que la revista Time le había realizado a Johnson en 1992. Este encuentro es recordado como uno de los más descorteses en la historia del periodismo. El finado autor respondió la mayor parte de los cuestionamientos que le hiciera Richard Stengel con un cortante «no lo sé»; malhumorado, a la octava pregunta se levantó del asiento sin despedirse y dejó solo a su interlocutor que había viajado desde Nueva York para entrevistarlo.4 Fuera de aquella anécdota, la información no decía nada interesante más allá del carácter hosco de Johnson.
Esta malograda entrevista reaparecida en la página web del mencionado periódico desató un debate entre los internautas que se tomaron el tiempo de leerla. Algunos foristas a quienes el interfecto les provocaba escozor lo demeritaban por lo que representaba políticamente; no le concedían ninguna virtud y anclaban sus apreciaciones en los comentarios del escritor, los cuales eran —para qué negarlo— francamente reaccionarios y provocadores. Por el contrario, otros usuarios ponían de lado las filias políticas de aquél y reconocían su buena pluma así como una cultura enciclopédica.
Los juicios de valor que solía emitir eran poco estimados entre los sectores más progresistas de la opinión pública. La intransigente censura al aborto, la admiración por Juan Pablo II, el apoyo a ultranza a la señora Thatcher —de quien fue asesor y amigo personal—, las alabanzas al régimen de Pinochet, las apologías a los gobiernos de Bush padre y Bush hijo y las guerras que ambos emprendieron en Irak, la defensa de Nixon después del Watergate, las diatribas contra la izquierda o la fascinación por entablar polémicas y descalificar a terceros desde su columna en el semanario The Spectator, le granjearon animadversión y rechazo allende el Reino Unido. No debe ser fortuito que en sus libros Por el bien del imperio y El siglo de la revolución, ambos sobre historia mundial contemporánea, Josep Fontana no lo incluyera entre las fuentes consultadas. Julián Casanova, otro historiador español muy activo en la prensa y las redes sociales, tampoco dijo nada a propósito de su deceso.
La travesía intelectual de Johnson no es un caso excepcional sino un hado que compartió con otros hombres de letras que durante el último cuarto del siglo XX se desencantaron del socialismo y sus variantes hasta convertirse en panegiristas del neoliberalismo. A mediados de la década de 1970 tomó distancia del Partido Laborista cuando la economía británica dio señales de agotamiento y los sindicatos paralizaron la isla tras una oleada de huelgas. «Gran Bretaña estaba de rodillas y la izquierda no tenía respuestas», aseveró alguna vez para justificar su conversión de viejo socialdemócrata en adherente de Friedman y Hayek. Cuando Thatcher asumió el cargo de primer ministro en 1979, él ya solicitaba el acotamiento del poder que ostentaban las organizaciones sindicales.5 Durante la década de 1980 daría más pruebas de sus convicciones en defensa de la hegemonía internacional de Estados Unidos. A la postre se convertiría en uno de los referentes ideológicos del neoconservadurismo y un favorito de los medios financieros anglosajones. De haber iniciado como colaborador en The New Statesman, órgano periodístico de centro izquierda del que fue director editorial,6 terminó escribiendo para la revista Forbes y los diarios The New York Times y The Wall Street Journal.
Su trayectoria ideológica se repite en otras personalidades que abandonaron el marxismo y la teoría crítica para abrazar a Karl Popper, la Escuela de Chicago y la democracia liberal. Las ideas del nombrado filósofo se traslucen en la aversión johnsoniana contra los sistemas colectivistas y los yerros del Estado interventor de la posguerra. Fueron dos las obras popperianas que lo marcaron: La sociedad abierta y sus enemigos y La pobreza del historicismo. Mientras la primera lo hizo reflexionar sobre la inviabilidad de adaptar la realidad a esquemas abstractos, la segunda lo llevó a poner en duda las grandes teleologías, o sea, «la locura de todos los intentos grandilocuentes de explicar el mundo, la historia y la conducta humana con un sesgo determinista». Este influjo es claramente apreciable en Tiempos modernos. «Como historiador, me he adherido a la metodología de Popper», declaró Johnson en una de sus editoriales.7
Si Aron denunció el totalitarismo soviético en la reyerta filosófica que mantuvo con Sartre, y Solzhenitsyn dio testimonio de sus atrocidades en las obras que le confirieron el Nobel, Johnson cerró el círculo desde la historiografía.8 En el referido libro, probablemente el más importante de toda su producción bibliográfica, el británico fustiga los experimentos totalitarios que se propusieron moldear un tipo idóneo de sociedad y convirtieron la vida de millones en un recurso más para alcanzar tal meta. Asimismo, sus críticas tocan a los Estados benefactores por regular la economía y expandir el gasto público. Haciendo honor a su credo liberal no podía tener una visión optimista del ambiente financiero que había imperado en la década de 1970 y que tuvo como desenlace las estanflaciones, fenómeno que define como «una enfermedad económica que el keynesianismo no había contemplado».9
Si bien se trata de situaciones diferentes, pues no hay punto de comparación entre el comunismo soviético y la socialdemocracia europea, a Johnson le parecen dos caras de la misma moneda aunque la segunda no convirtiera la muerte deliberada de personas en un asunto estadístico. A estas alturas nadie refutaría que los proyectos encabezados por Lenin, Stalin, Hitler, Mao o Pol Pot —a quienes denominaba «estadistas pistoleros»—, lejos de implantar una utopía en la Tierra, derivaron en auténticas hecatombes que demostraron cuán desastrosa puede ser la adaptación, hasta las últimas consecuencias, de una ideología en todos los ámbitos de la sociedad.
Tiempos modernos es un recomendable punto de partida para introducirse en la obra y el pensamiento de Johnson. La mejor lectura que puede hacerse de este trabajo es, valga la redundancia, leyéndolo a la par o inmediatamente después de otro igual de importante pero muy distinto en su narrativa, objetivos y uso de fuentes. Me refiero a Historia del siglo XX de Eric Hobsbawm. El análisis comparativo entre ambos títulos es un buen ejercicio que permite conocer el sentido y la utilidad de la historia para los citados autores. Si en lo político Johnson y Hobsbawm se ubicaban en las antípodas, intelectualmente también se repelían. Aunque escribieron desde trincheras políticas y metodológicas opuestas, el primero desde el liberalismo más conservador y el segundo desde marxismo más académico, ambos se complementaban.
Conforme se avanza en la lectura comparativa entre dichos títulos, resulta evidente que las ausencias historiográficas de uno son las predilecciones del otro. Los acentos temáticos y el abordaje que dan a los acontecimientos, por consiguiente, no podían ser sino divergentes. Mientras Johnson se inclina por los sucesos políticos y el papel determinante de las ideologías en los protagonistas de la historia, Hobsbawm enfoca su interés en la composición y recomposición de las sociedades ante los precipitados cambios que va pautando el capitalismo y los impactos de la estructura en la superestructura. No obstante, ambos coinciden en la altísima cuota de sangre que se cobró el siglo XX.
Una diferencia que retrata el estilo y los intereses discordantes de cada uno es observable, por ejemplo, en la explicación que dan a los totalitarismos de la década de 1930. En el capítulo dedicado a la Alemania de la primera posguerra, caracterizada por la hiperinflación, la pobreza, la violencia política pero también por una pujante vida artística, Johnson propone que el ascenso del nazismo fue un evento que probablemente pudo evitarse si la República de Weimar no hubiera desdeñado el radicalismo hitleriano.10 El rol que tuvieron las ideas extremistas en la sociedad alemana son claves en la reconstrucción de los hechos. Los pasajes que ofrece sobre el ambiente cultural que acompañó a esta época decadente nos recuerda que el arte vanguardista y sus disrupciones también influyeron en el ánimo antisemita que acusaba paranoicamente a la industria del espectáculo y la prensa de estar controlados por judíos.11
En otro capítulo sobre el nuevo Estado bolchevique, Johnson lleva a sus lectores por un paisaje plagado de hambrunas y represión, eventos que convirtieron a la Unión Soviética en un mundo distópico durante sus primeras décadas. La construcción de este paraíso proletario se basó en la voluntad, primero de Lenin y luego de Stalin, de un liderazgo que nunca se cuestionó los costos humanos de sus decisiones. Las personas se transformaron en un insumo desechable para levantar obras monumentales de infraestructura, planificar la economía agraria y acelerar la industrialización. Johnson pone el acento en la obstinación de ambos personajes por concretar, mediante pelotones de fusilamiento, trabajos forzados y colectivizaciones, un experimento de ingeniería social que intentaba erigirse en la primera sociedad sin distinciones de clase.
En su afán por explicar el estalinismo, Johnson consulta las fuentes atendiendo los pormenores en los que no se fijaría Hobsbawm. Se vale de testimonios y anécdotas para reconstruir vívidamente la locura que llevó al patíbulo a casi toda la generación de dirigentes revolucionarios que rodearon a Lenin, así como miles de oficiales del Ejército Rojo a quienes también aniquiló el delirio de su líder supremo. La descripción de dichos sucesos resulta desoladora cuando el lector se entera de que el asesinato planificado de millones de ciudadanos —o su conversión en mano de obra esclava para el Gulag— pasó casi desapercibida entre la opinión pública internacional. Importantes pensadores, políticos y diplomáticos occidentales creyeron en la propaganda soviética que ocultaba con esmero estos crímenes.12
Hobsbawm no se detiene a contar con detalles las atrocidades del nazismo ni del estalinismo y sus emulaciones en China y Camboya; a diferencia de su contemporáneo, aborda de manera más concisa estos horrores y busca analizarlos sociológicamente. Es decir, su valoración no desconoce la importancia de los personajes pero sí pone el énfasis en las fuerzas económicas, el entorno social y el contexto internacional que posibilitaron de tal o cual forma el desenlace de los acontecimientos. Para ilustrar el punto, este representante de la historiografía social inglesa, al hablar del ascenso del Tercer Reich, estima que «sin ningún género de dudas, fue la Gran Depresión la que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el posible, y luego real, dominador de Alemania».13
No menos elocuente es su balance del socialismo real, al cual define como uno de los sucesos más importantes que decidió el transcurso del siglo XX. Aunque Hobsbawm reconoce la universalización de derechos, el pleno empleo y los avances en materia científica y educativa que tuvieron lugar en Rusia y los países socialistas, tampoco ignora la burocratización, la falta de dinamismo económico, la cancelación de garantías individuales y los crímenes de lesa humanidad cometidos en nombre de la igualdad social. El totalitarismo soviético, sea el leninismo o su continuidad estalinista, además de monopolizar la verdad absoluta en términos doctrinarios, según este investigador multidisciplinario, ejerció un control sobre la sociedad por razones más prácticas que ideológicas. La modernización que en tiempo récord convirtió a Rusia en una potencia industrial, con todo lo que implicó, puede explicarse porque «el gran terror» fue un «método desesperado de Stalin para “vencer al laberinto burocrático y la artera habilidad con la que éste eludía la mayor parte de controles y órdenes de gobierno”».14
Si el texto de Hobsbawm colinda con los terrenos de la sociología, el de Johnson es más próximo a la historia política y la crónica; no obstante las diferencias, los dos prestan atención a los contextos internacionales. El primero trata de vincularlos con las grandes transformaciones sociales, los virajes de la economía mundial, las tendencias culturales y las innovaciones tecnoproductivas que hicieron del siglo anterior el más acelerado y complejo. El segundo mira los macroprocesos globales como parte de las relaciones entre Estados; lógicamente, la incidencia de los eventos ocurridos en la arena internacional son resultado directo de las decisiones tomadas por los grandes dirigentes y sus representantes.
En Historia del siglo XX, el uso de datos económicos y patrones estadísticos se adapta a la tarea del historiador que busca las claves para explicar las causalidades y transformaciones en cada periodo, trátese del paréntesis de entreguerras, la conflagración mundial, la era dorada del capitalismo, la crisis de la década de 1970 o el fin de la Guerra Fría. Hasta cierto punto, el enfoque de Hobsbawm para interpretar el pasado se sustenta en un determinismo económico que ayuda a comprender el encadenamiento de eventualidades. Bajo la óptica hobsbawmniana, la historia no es maestra de vida pero sí una herramienta indispensable para entender el presente.15
En contraste, tal vez por su instinto periodístico, Johnson sí editorializa para sacar lecciones del pasado. A contracorriente de sus colegas que en aras de una pretendida objetividad matizan y aparentan sus preferencias políticas, este ideólogo del Partido Conservador británico no deja dudas de qué lado está cuando ensalza el liderazgo estadounidense y los valores occidentales, así como sus encendidas críticas al colectivismo, los auspicios estatales y el voluntarismo de aquellos dirigentes que caminan en dirección contraria a las sociedades abiertas. Este aspecto es explícito en el último capítulo de Tiempos modernos, el cual lleva por título «La recuperación de la libertad».
En un tono que recuerda a Fukuyama, Johnson saluda el derrumbe de la Unión Soviética y los socialismos reales como el inicio de una era más esperanzadora; estos acontecimientos, junto con las revoluciones conservadoras de la década de 1980 —de las que fue vehemente promotor—, permitieron la expansión de la democracia y el capitalismo global ya que, según él, «en casi todos lados se extendió la idea de que el sistema de mercado no sólo era el más seguro sino también el único modo de aumentar la riqueza y elevar el nivel de vida» pues, «como convicción intelectual, el colectivismo se derrumbó y el proceso en virtud del cual se lo abandonó pudo desarrollarse incluso en sus baluartes».16
Este final feliz con el que Johnson cierra su visión popperiana del corto siglo XX, al que agrega algunas advertencias y reflexiones morales, como los peligros de la ingeniería genética, discrepa de la interpretación de Hobsbawm sobre el mismo periodo. Pensando en un inventario de obras y autores que hicieron un recuento de la centuria pasada, este último fue uno de los primeros en mirar con desconfianza la globalización; la definía como un proceso arrollador y particularmente desigual para los países periféricos.17 A fin de señalar los efectos sociales del libertinaje económico tan en boga en las décadas de 1980 y 1990, el renombrado intelectual registra un descenso en los niveles de vida que también tocó a las naciones centrales. Mientras el fin de siglo es para Johnson sinónimo de triunfalismo, para Hobsbawm se abre un futuro sombrío.
Prosiguiendo con la comparación, vale la pena recordar las disquisiciones que cada uno planteara sobre los procesos de descolonización. Las divergencias saltan a la vista. Si bien la distribución capitular de sus respectivas obras es disímil, las dos tienen en común un apartado dedicado a la disolución de los últimos enclaves coloniales y la emergencia de nuevos países en lo que se llamó el Tercer Mundo. En el caso africano, el exconsejero de la Dama de Hierro no se preocupa demasiado por la corrección política de sus aseveraciones y sugiere incapacidades estructurales de los países emancipados para regirse soberana y democráticamente. El tribalismo, la corrupción endémica, el atraso material y la violencia militarista son las claves para entender la perenne inestabilidad que comprometió el futuro de las nuevas naciones.
El elemento más valorado por Johnson para explicar el desastre económico y la anarquía política que provocaron las independencias en el continente negro es la influencia de la Conferencia de Bandung entre elites africanas.18 En este saco mete por igual a Kwame Nkrumah, Patrice Lumumba, Julius Nyerere, Mobutu Sese Seko, Idi Amin o Jean-Bédel Bokassa. En la descripción johnsoniana sobre los primeros mandatarios que fueron paradigma del autoritarismo más desmesurado y excéntrico, se concluye que la complicidad de las exmetrópolis con las nóveles satrapías, el segregacionismo interétnico, la falta de infraestructura y la ley del más fuerte sobre el imperio del derecho hicieron inviable la construcción de Estados en los que pudieran sentirse representados todos los ciudadanos más allá de su origen tribal.
Para reforzar este argumento, el cual desliza mientras se ocupa de pintar un fresco lleno de calamidades sobre el África poscolonial, el desaparecido seguidor de Popper alude ejemplos concretos sobre la estabilidad política y la impartición de justicia antes y después de las independencias. En su narrativa deja entrever que las excolonias registraban mejores condiciones bajo la salvaguardia de una autoridad foránea que siendo territorios independientes. Años después, esta insinuación la convirtió en afirmación cuando dijo sin medias tintas que «el colonialismo hizo un buen trabajo en África», a lo cual añadió que «lo que hicieron mal las potencias fue irse. E irse de la forma en la que se fueron».19
En la acera de enfrente, Hobsbawm aborda con una óptica distinta este proceso que modificó por enésima vez la geografía política mundial. Si el relato de Johnson resulta por demás entretenido, el de su colega permuta la amenidad por un lenguaje cercano a la sociología, la economía y la demografía. Hobsbawm no se detiene en la descripción de coups d’État, dictaduras y guerras civiles; lo suyo es explicar estos y otros fenómenos de forma más general, encontrándoles patrones comunes. Su exposición del Tercer Mundo, que no se limita sólo a los países africanos, repasa las transformaciones y problemáticas compartidas que diferenciaron a este conjunto de naciones de las potencias capitalistas y el bloque socialista. El mencionado historiador explica de manera global los retos que enfrentaron, tales como la reforma agraria, los escollos para el desarrollo, el crecimiento urbano, su rol internacional en la confrontación Este-Oeste y los regímenes políticos que fueron causa de inestabilidad.
Hobsbawm tampoco pierde de vista las circunstancias adversas que experimentaron los países africanos después de obtener su independencia. No obstante, sus conclusiones se encuentran desprovistas de las reflexiones que sí se permite Johnson. El autor fallecido en 2012 encuentra las razones del fracaso estatal en los nacientes países africanos por el contexto de atraso en el que decidieron comenzar su propio camino: la falta de cuadros técnicos cualificados y personal administrativo con experiencia; analfabetismo; economías primarizadas que dependían de los mercados internacionales de commodities; malogrados proyectos de industrialización; y corrupción gubernamental.20 Aunque esta interpretación parece asimilarse a la tesis johnsoniana, se distingue de ésta porque pone el peso de la balanza en las condiciones estructurales y no tanto en las decisiones que tomaban unas élites patrimonialistas cuya legitimidad se basaba en las armas.
Justo es decir que Hobsbawm discierne mejor la realidad histórica del subdesarrollo. Sus investigaciones sobre América Latina, región que Johnson toca de oído, le permiten tener una perspectiva menos prejuiciosa. De hecho, el primero menciona países latinoamericanos y coyunturas locales que el segundo omite o bien se aproxima a ellos con una carga política adversa. Por ejemplo, el tratamiento que da al peronismo o a la Revolución cubana llaman la atención por su parcialidad y ligereza; en un caso omite hablar del dominio oligárquico que permitió la irrupción de dicho fenómeno de masas y en el otro desconoce la naturaleza gansteril y represiva de la dictadura batistiana que legitimó al Movimiento 26 de Julio. Si Perón es una calca del fascismo, Castro adquiere el carácter de un forajido advenedizo.21
Hobsbawm no se toma esta clase de licencias. La comprensión adquirida sobre las condiciones internas de los países latinoamericanos le impedía emitir conclusiones que cayeran en el lugar común. La producción historiográfica del multitemático autor se intercaló con varios papers acerca de la situación sociopolítica de América Latina. Él pudo ver de cerca la fascinación que provocó la instauración del socialismo en Cuba, la violencia atroz en Colombia, la revolución militar en Perú o el reformismo democrático de Allende en Chile. También fue consciente de la importancia capital que tuvo la Revolución mexicana, episodio que Johnson ni siquiera menciona. En una serie de ensayos que Leslie Bethell editó y reunió en un libro póstumo, Hobsbawm demuestra comprender mejor la historia local para formular conclusiones más ecuánimes.
Si Hobsbawm separaba sus convicciones políticas de los imperativos profesionales y se acercaba a la historia latinoamericana con menos ideas preconcebidas que Johnson, las flaquezas de este último se compensaban con la sapiencia que presumía en otras áreas. Esto le confirió prestigio y, por ende, muchos lectores. Sus erratas y limitaciones como estudioso del pasado, que sin duda las tuvo, no menguaron sus aciertos. Aun quienes no compartían total o parcialmente sus opiniones reconocían en él dotes de intelectual. Si hubo alguien que pudiera llevar ese mote, dijo Timothy Garton Ash, fue Johnson.22
Este último tenía la capacidad de seducir al gran público con temas que sus colegas de la academia no se habían interesado en explotar editorialmente para llevarlos a un número más amplio de lectores. En él se cumplía el ideal del historiador docto que podía hablar con profusión sobre distintas temáticas tanto a sus pares como a los más legos. Su incursión en el periodismo le permitió desarrollar un estilo narrativo que lo convirtió en uno de los historiadores más leídos dentro y fuera del mundo anglófono. En este sentido Johnson también compartía el don de la claridad verbal con Howard Zinn, con quien también colisionaba política e intelectualmente.
Aunque no hay suficiente espacio para hacer una segunda comparación entre estos dos letrados tan opuestos entre sí, no está de más sugerir —y dejar pendiente— una lectura confrontada entre Estados Unidos. La historia de Johnson y La otra historia de los Estados Unidos de Zinn. Si el primer título es un paseo por las grandes figuras y los momentos que les tocó encarar, el segundo es una reivindicación de las luchas sociopolíticas que han sido minimizadas o cínicamente omitidas por las historias oficiales de Estados Unidos. Mientras uno se enfoca en los sucesos políticos y los valores morales que dieron forma a este país, el otro hace historia desde abajo. La contribución historiográfica de cada uno se contrasta y enriquece, al mismo tiempo, con la obra de su antítesis al otro lado del Atlántico.
Algunos tópicos incluidos en su libro sobre historia estadounidense Johnson ya los había tratado en Tiempos modernos y El nacimiento del mundo moderno. El segundo de ellos es un texto dedicado al siglo XIX. En él es posible corroborar su empeño por neutralizar la pedantería intelectual y dirigirse al lector común al que un trabajo plagado de citas cultísimas no hubiera llamado su atención. Aquellos a los que la centuria decimonónica les despierta interés o una evocación romántica están obligados a leerlo, pues explora el periodo que va de 1815 a 1830. Nuevamente atiende a los protagonistas de la época y sus ideas.
En su clásica propensión para pontificar, condenar y alabar, con El nacimiento del mundo moderno Johnson escruta un listado de personalidades que van desde Napoleón y Wellington hasta Talleyrand y Metternich, no sin ocuparse de genios como Beethoven, Irving y Goya. Sin embargo, su aproximación a Bolívar y los procesos emancipatorios en la América virreinal pecan de reduccionistas porque no demuestra el dominio suficiente de las fuentes historiográficas regionales; por momentos juzga los episodios revolucionarios sin haberse empapado bien del tema. Al hacer una revisión de la bibliografía que él cita es notorio que sólo acudió a un puñado de autores, en su mayoría europeos.
Johnson reluce otra vez su formación popperiana cuando hace gala de antibonapartismo y condena los deseos expansionistas del corso, al que equipara con Hitler y cuya conducta se adelanta a «los horrorosos regímenes totalitarios del siglo XX».23 En consecuencia, expresa una valoración positiva del Congreso de Viena y plasma una descripción fascinante de este evento que estabilizó el orden europeo posnapoleónico y que, salvo momentos como la Guerra de Crimea, mantuvo equilibrado el balance geopolítico entre las potencias imperialistas del viejo continente hasta 1914. Lo más disfrutable del capítulo dedicado al conciliábulo diplomático que enterró la hegemonía napoleónica, amén de las discusiones entre los representantes de los países ganadores, es la interesante —y por momentos exquisita— reconstrucción de la vida artística que lo circundó epocalmente.
Abstrayendo las inexactitudes que comete y los comentarios que intenta disimular como sentencias propias de quien se dedica a la historia, el libro de Johnson vale la pena por la descripción de los sucesos acaecidos durante la segunda década y media del siglo XIX. Las primeras campañas electorales en Estados Unidos, los avances tecnológicos surgidos por o en torno a la Revolución industrial en Inglaterra, las independencias en América Latina, los estertores del shogunato Tokugawa en Japón, la modernización de la autocracia zarista en Rusia, la situación interna de la India bajo el dominio británico o los primeros síntomas de la debilidad otomana en el Oriente Medio, son algunas piezas del rompecabezas que el autor arma para darle un entendimiento integral al periodo. El nacimiento del mundo moderno es idóneo para estudiar la relación inherente entre la historia y las relaciones internacionales. O mejor dicho: manifiesta la utilidad que tiene el estudio del pasado para los internacionalistas, dado que sirve para explicar cómo las coyunturas políticas internas y regionales inciden en el resto del mundo.
El presente repaso no estaría parcialmente completo si no mencionara dos libros con los que Johnson alcanzó el estrellato editorial, rompiendo la infranqueable barrera que separa al género historiográfico de las masas. Aclarando que otros títulos de su autoría quedarán fuera de esta glosa, sólo comentaré sucintamente Historia del cristianismo e Historia de los judíos; los dos evidencian el impresionante bagaje de su autor y la habilidad para sintetizar temas vastísimos. Contaba a su favor con una notable capacidad de abstracción para explicar temas colosales sin prescindir de datos, anécdotas y personajes significativos.
Hacia la segunda mitad de la década de 1970, con una carrera periodística por demás consolidada, el primer título ratificó a Johnson como un historiador interesado en popularizar su labor profesional. En 1972, había publicado un libro sobre la historia del Reino Unido, pero éste no tuvo el mismo impacto que sí proyectaría un lustro después Historia del cristianismo. Como editorialista pudo dedicar varias columnas a cuestiones religiosas, de manera que este trabajo le permitió demostrar cuánto sabía al respecto. Sorprendentemente se convirtió en un éxito de ventas. A lo largo de su relato sobre dos mil años de cristiandad, el sentimiento católico del escritor no entorpece esta complicada tarea pero sí se percibe en las conclusiones a las que llega, lo cual demuestra que cualquier intento por alcanzar la imparcialidad historiográfica no disuelve credos de fe, posturas políticas, intereses de clase o traumas culturales que se cuelan en la pluma de quien reconstruye el pasado.
Desde el principio, el lector percibe cuáles son los valores que representa Johnson. Sin embargo, esta honestidad ideológica no interfiere en el escrutinio de documentos al que está obligado. Que él enaltezca y repruebe personajes no lo orilla a distorsionar las fuentes. Por ejemplo, en su categórico rechazo a la teología de la liberación, corriente que él califica como una suerte de herejía contemporánea, además de criticar sus postulados, enfatiza la politización de los dogmas religiosos y cómo ha provocado el éxodo de muchos creyentes hacia las vertientes evangelistas.24 Esta interpretación podrá no ser tan exacta o incluso exagerada, pero resulta válida —e incluso lógica— proviniendo de un católico ultramontano como él.
El libro no pierde el hilo conductor, entretejiendo el origen y la evolución de la fe cristiana —y sus distintas expresiones— con las instituciones encargadas de mediar entre esta grey y el más allá celestial. Las primeras sectas que se formaron en torno a Jesús, el uso de la religión como asunto de Estado por el Imperio romano, la ruptura con Bizancio, los padres de la Iglesia, las devociones populares, la ruptura luterana, la expansión del cristianismo al Nuevo Mundo y la adaptación de éste a un entorno cada vez más secularizado, forman parte de un itinerario que lleva al lector por los momentos más importantes de un fenómeno que oscila entre lo espiritual, lo sociológico y lo político.
El segundo texto arriba mencionado, el cual se complementa con el anterior, sigue la antiquísima trayectoria del pueblo hebreo desde que era un conjunto de tribus dispersas en el desierto y cierra con las desavenencias entre el Estado israelí y sus vecinos. El libro recibió varios elogios por haber anudado conocimiento erudito y un estilo disfrutable para exponer un maremágnum de información que no había sido plasmada para el gran público. De ahí que se convirtiera en otro best seller. En él logra tejer un relato que cuenta la historia de los judíos a través de sus diásporas y la influencia que han ejercido en otros pueblos o incluso en la misma modernidad capitalista. Gracias a la interacción de este grupo humano con otras culturas han tenido lugar avances y florecimientos en el comercio, las finanzas, la filosofía o la ciencia. En este esfuerzo que abarca cinco mil años de historia se recurre a textos bíblicos, pistas arqueológicas, obras literarias, trabajos historiográficos y documentos testimoniales.
El título en comento antecede a otros que entrelazan el devenir de la humanidad con los seguidores de la ley de Moisés. Pienso en los trabajos de Simon Schama y Jacques Attali. Al dividir en etapas la historia de esta nación errante que fue arraigada en un territorio hasta 1948, Johnson también desarrolla en paralelo una historia del antijudaísmo que se remonta a la Babilonia antigua. Pone especial atención a los mitos que alimentaron los enconos de las clases populares en la Europa medieval contra los miembros de esta minoría religiosa, pero también en la convivencia pacífica de la que gozaron los judíos sefaradíes en la España morisca. La descripción de este excepcional periodo de convivencia entre las religiones del libro no tiene desperdicio pues comprueba que sí es posible la divergencia pacífica y tolerante entre culturas de diferente cosmogonía.
En su interés por estudiar las secuelas externas que dejan ciertos fenómenos, Johnson dedica varias páginas a los pogromos del zarismo en Rusia, Ucrania y Polonia; en estos eventos que separaron familias enteras encuentra la consecuencia más positiva de la migración judía hacia Estados Unidos. Gracias a estas corrientes trashumantes, la cultura, la economía y la vida social del melting pot estadounidense encontró un nuevo aire. De no haberse suscitado las razias apoyadas por la Ojrana, disturbios que orillaron a miles de judíos a buscar un destino menos hostil, la humanidad no habría disfrutado la creatividad de importantes músicos, artistas, productores de cine y escritores.25 Lo que en Europa del Este fue persecución e intolerancia, en Estados Unidos dio grandes frutos. Bernstein y Gershwin, cuyos padres llegaron a Nueva York buscando mejores oportunidades, ilustran los aportes imprevisibles que conceden los movimientos migratorios.
Johnson, quien no oculta sus filiaciones sionistas, dedica varias cuartillas a los proyectos que anteceden a la fundación de Israel, como la Declaración Balfour. Su descripción del caso Dreyfus, el cual polarizó a Francia entera e incentivó una fiebre antisemita, es una buena —aunque parcializada— puerta de entrada para conocer tanto el origen del sionismo como el inicio del sentimiento antijudío que se esparció por Europa a fines del siglo XIX y que, a la postre, culminaría en el Holocausto. En su balance de la historia reciente, consiente el dominio israelí sobre la región palestina. Ante la hostilidad de los países árabes que amenazan su existencia, para el polémico autor, este aliado de Estados Unidos e Inglaterra se ha ganado el derecho de ejercer todas las acciones unilaterales que el resto del mundo reprueba. El deceso de Johnson, por cierto, consternó a Benjamín Netanyahu, quien le dedicó unas palabras al término de una junta oficial. El primer ministro israelí dijo que aquel, además de ser un «buen amigo y un historiador de clase mundial», había escrito uno de los libros más importantes sobre el pueblo judío y su Estado.26 Caiga bien o mal este mandatario de cuestionable honorabilidad, tiene razón.
El deceso de Johnson se presta para recordar el puente que tendió entre la masa de lectores y la musa de Clío. Su mayor cualidad fue un estilo deleitante que muchos historiadores no pueden presumir a pesar del rigor metodológico y la relevancia de sus trabajos. Que fuera el vocero ideológico de los intereses estadounidenses en su versión de policía global no le resta el mérito pedagógico de haber llevado la historia al ciudadano común y transmitirle un genuino interés por el pasado. Su facilidad para explicar épocas y acontecimientos sin el lenguaje áspero de la academia le permitieron captar la atención del público, incluso la de aquellos que también se han dedicado a las ciencias sociales.
Si bien es importante considerar la idiosincrasia política de Johnson para saber desde dónde escribe y qué defiende, sus tajantes comentarios, tanto los que profería en la prensa como en su obra historiográfica, no deberían ser el único criterio para sopesar sus aportes a la ciencia de Heródoto. La erudición que refleja en su producción intelectual comprueba que la tarea divulgativa del historiador exige una vasta cultura, sencillez lingüística y el compromiso por no tergiversar deliberadamente las fuentes. Pese a las flaquezas mostradas en ciertas áreas del conocimiento histórico éstas no restan atributos a su trabajo. Gracias a una narrativa entretenida consiguió que sus libros fueran aclamados por una clientela que trascendía los claustros universitarios.
Johnson da pie para hablar sobre la atención que merece la divulgación entre los historiadores. Incentivar el interés por el pasado no implica rebajar el nivel cualitativo de una buena investigación. Ciertamente, el lenguaje de la historiografía profesional en ocasiones desinhibe a los lectores comunes; para que una obra alcance la aprobación del gremio debe cumplir con las reglas metodológicas del oficio y no que sea entretenida. No obstante, si además de cubrir ese requisito los historiadores logran el reconocimiento de un público que usualmente no se asomaría a su disciplina entonces habrán estimulado la circulación social de las ideas sobre temas que revisten determinada importancia política o cultural.
Pese a las imprecisiones cometidas en más de un libro y editorializar en ellos para defender sus convicciones políticas, la contribución historiográfica de Johnson cuenta a su favor con una lectura de fuentes que se aboca a los detalles que otros habrían ignorado y que él juzga como relevantes en su interpretación de los hechos, así como un estilo que hace menos tedioso y más interesante la aproximación al pasado. Su propuesta se contrapone a la de Hobsbawm, Zinn, Thomson, Wallerstein o Tilly, quienes estudian las transformaciones del capitalismo, las estructuras dominantes y los actores sociales que desde la subalternidad se resisten a ellas. En comparación con estos últimos, su colega conservador aprecia más la influencia de las ideas y la voluntad de los individuos como el móvil de los cambios en la historia. Cualquiera que sea el paradigma preferido para comprenderla, siempre se agradecerá una forma entendible de acceder a ella. Si para Ortega y Gasset la claridad es la cortesía del filósofo, Johnson demostró que la amenidad y la erudición son la gentileza del historiador.
Arcadi Espada, «Paul Johnson, escritor: “En el 68 está la crisis del sistema educativo”», en El País, 31 de julio de 2000, p. 38.
Juan Pablo Csipka, «Paul Johnson y una de las entrevistas más extrañas en la historia del periodismo», en Página/12, 18 de enero de 2023, consultado el 20 de abril de 2024 en https://www.pagina12.com.ar/516704-paul-johnson-y-una-de-las-entrevistas-mas-extrana-en-la-historia-del-periodismo.
Timothy Garton Ash, «Are there British intellectuals? Yes, and they’ve never had it so good», en The Guardian, 27 de abril de 2006, consultado el 20 de abril de 2024 en https://www.theguardian.com/commentisfree/2006/apr/27/comment.mainsection.
Daniel Gigena, «A los 94 años, murió el historiador, escritor y best seller británico Paul Johnson», en La Nación, 13 de enero de 2023, consultado el 20 de abril de 2024 en https://www.lanacion.com.ar/cultura/a-los-94-anos-murio-el-historiador-escritor-y-best-seller-britanico-paul-johnson-nid13012023/.
Stephen Glover, «Paul Johnson was a man who never wrote a dull sentence or had a dull thought», en Daily Mail, 12 de enero de 2023, consultado el 20 de abril de 2024 en https://www.dailymail.co.uk/debate/article-11629637/.
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1 André Jouffe, «Té de otoño con Paul Johnson», p. 30.
2 Stephen Glover, «Paul Johnson was a man who never wrote a dull sentence or had a dull thought».
3 Daniel Gigena, «A los 94 años, murió el historiador, escritor y best seller británico Paul Johnson».
4 Juan Pablo Csipka, «Paul Johnson y una de las entrevistas más extrañas en la historia del periodismo».
5 Danica Kirka, en «Paul Johnson, UK historian and champion of Thatcher, dies».
6 Geoffrey Wheatcroft, «Paul Johnson obituary».
7 Paul Johnson, Al diablo con Picasso y otros ensayos, pp. 234-235.
8 Carlos Goñi, «Paul Johnson. La historia sin fin», p. 59.
9 P. Johnson, Tiempos modernos, p. 520.
10 Ibid., p. 165.
11 Ibid., pp. 146-157.
12 Ibid., pp. 327-345.
13 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, p. 136.
14 Ibid., p. 383.
15 Cf. Jane-Dale Lloyd, «Historia social inglesa».
16 P. Johnson, op. cit., p. 856.
17 E. Hobsbawm, op. cit., pp. 565-566.
18 P. Johnson, op. cit., pp. 628-629.
19 Arcadi Espada, «Paul Johnson, escritor: “En el 68 está la crisis del sistema educativo”», p. 38.
20 E. Hobsbawm, op. cit., pp. 352-353.
21 P. Johnson, op. cit., pp. 756-763.
22 Timothy Garton Ash, «Are there British intellectuals? Yes, and they’ve never had it so good».
23 P. Johnson, El nacimiento del mundo moderno, p. 81.
24 P. Johnson, Historia del cristianismo, pp. 690-691.
25 P. Johnson, Historia de los judíos, pp. 550-551.