Número 93
Historia, lenguaje y crítica
La otra historia intelectual de lo político
Andrés Luna Jiménez
17, Instituto de Estudios Críticos
17, Instituto de Estudios Críticos
Las diferentes formas y figuras de la crítica, desde sus expresiones modernas hasta las contemporáneas, tienen en común una actitud, asumida dentro y frente al mundo del conocimiento y del espacio público, que busca establecer una relación particular entre pensamiento, acción política e historia. Además, podría decirse que la crítica, especialmente en los territorios de la filosofía y la historiografía, tiende a concretarse como un procedimiento o investigación que construye un vínculo necesario —ya sea en forma de cuestionamiento, impugnación o fundamentación— entre una reflexión, materializada en la escritura, y el ordenamiento de las relaciones de los individuos entre sí en el marco de un determinado estado de cosas histórico. El examen de la genealogía de las muy diversas formas de tejer este vínculo en los desplazamientos que se producen entre las expresiones del pensamiento moderno-ilustrado y el horizonte heterogéneo del siglo XX nos plantea una serie de interrogantes sobre la historicidad y la posible condición de actualidad de esta tentativa, de esta disposición del espíritu frente al mundo que se ha dado en llamar, en muy diversas formas y matices, crítica.
¿De qué manera, mediante qué vías y recursos reflexivos, persisten y se actualizan en la historiografía contemporánea la actitud y los problemas que han dado forma a esta genealogía? El presente escrito tiene como punto de partida esta inquietud general, misma que aborda de manera acotada a través de una revisión de algunos postulados teórico-metodológicos sostenidos por una corriente de historización del pensamiento político que ha tenido un auge considerable en las últimas décadas. Examina la propuesta de tres autores cuyos trabajos ocupan un lugar central en la conformación de lo que ha sido denominado «nueva historia intelectual de lo político»: Quentin Skinner, John Pocock y Elías J. Palti. La pregunta que guía nuestra lectura de estos autores es la siguiente: ¿pueden sus propuestas historiográficas ser entendidas como historizaciones críticas del pensamiento?
Esta pregunta exige, desde luego, la apelación a un referente de lo que se entiende por crítica, al menos en términos generales. La revisión que llevaremos a cabo mostrará —esperamos— la pertinencia de tomar como referencia una formulación que no por célebre es menos potente, que es la que va de Kant a Foucault. En ésta, el vínculo que la crítica establece entre el pensamiento, lo político y la historia se anuda de tal manera que no sólo se plantea un posicionamiento necesario, aunque sólo sea en términos reflexivos, frente a los órdenes y poderes establecidos, sino que también encuentra para hacerlo la necesidad de centrarse en el problema de la historicidad de las condiciones de posibilidad del pensamiento y, en la misma medida, de su propia formulación.
Se recordará que Kant puso la crítica en práctica como una investigación sobre los límites y las condiciones de posibilidad de la razón con miras a fundar, con base en ellas, el conocimiento en general y, posteriormente, el modo en que es lícito establecer las normas que regulan las relaciones de los individuos entre sí y con respecto a la autoridad. El reconocimiento de dichos límites y condiciones le permite postular la necesidad del ejercicio libre de la razón en el espacio público como criterio de legitimidad de esas normas y autoridades que el sujeto puede y debe darse a sí mismo de manera autónoma. Esto supone un posicionamiento político frente a los órdenes, los poderes y las instituciones establecidas en su sociedad, dado que el individuo se arroga, como sujeto de razón, el derecho a determinar en qué medida son legítimos. Asimismo, implica la convicción de que esos órdenes no son absolutos, eternos o inmutables, sino que son susceptibles de ser transformados por la praxis del sujeto que ha deliberado racionalmente sobre su legitimidad.
En este sentido, Kant coincide con otras formulaciones modernas de la crítica —por ejemplo, la que encontramos en Marx— en su orientación hacia una perspectiva de superación de las heteronomías y de realización de la libertad —en su caso, entendida como autonomía de la voluntad— en el mundo social e histórico. En otras palabras, participa de una concepción de la historia en la que las acciones del sujeto en el presente están referidas a la conquista de un futuro posible, a un horizonte abierto donde la emancipación o la libertad se encuentran al alcance de una praxis política ilustrada por la crítica.
Sin embargo, desde la transición del siglo XIX al XX, esto fue problematizado a la luz de la distancia entre lo que estas concepciones proyectaban y el curso real de los acontecimientos históricos. La crítica se puso entonces en práctica en nuevos horizontes en los que la relación entre pensamiento, escritura, acción política e historia se rearticuló de diferentes maneras. Uno de los aspectos replanteados en esta transición es la forma en que la crítica aborda el problema de la historicidad del pensamiento y de sí misma.
Kant se había propuesto fundar la posibilidad de la autonomía del sujeto humano en la forma trascendental de la razón, es decir, en su constitución a priori y, en cuanto tal, universal y necesaria. Esta referencia a lo trascendental, a un criterio independiente de la experiencia y de la historia, será puesta en cuestión y matizada en los territorios heterogéneos de la crítica de la modernidad del siglo XX.
En su lectura de Kant, Foucault planteó la necesidad de poner en práctica la crítica como una investigación de las condiciones de posibilidad, no ya trascendentales, sino históricas, es decir, singulares y contingentes, de nuestra constitución como sujetos de lo que pensamos, hacemos y decimos.1 Si la tarea de la crítica consistía para Kant en fundar la autonomía en los límites intemporales y, por tanto, infranqueables del pensamiento y la experiencia posibles, para Foucault se trata de reconocer en su consistencia temporal y mutable las heteronomías que condicionan, a modo de a priori histórico, esa posibilidad de experimentar y pensar. Sería sólo desde la perspectiva que esa mutabilidad aporta que se habilitaría un posicionamiento ético-político y una praxis que permiten al sujeto abandonar su condición heterónoma.
Este giro histórico que Foucault introduce en la crítica kantiana abre una serie de interrogantes: ¿en qué consiste esa historicidad de las condiciones de posibilidad del pensamiento sobre lo político, entendido como el espacio polémico de deliberación sobre la legitimidad de los poderes y las normas que regulan la relación de los sujetos entre sí y consigo mismos? Y, más aún, ¿de qué manera una investigación guiada por la pregunta anterior puede a su vez derivar en un posicionamiento ético o político en el presente de quien la plantea?
Se verá que estas preguntas no agotan de ningún modo el marco de problematización que la crítica en su formulación kantiano-foucaultiana abre como referente de análisis de las propuestas historiográficas analizadas en las páginas que siguen. Sirven, no obstante, como acotación de nuestra inquietud acerca de lo que puede ser el carácter crítico de esta nueva historia intelectual de lo político.
Con esta guía, revisamos la propuesta teórico-metodológica expuesta por Skinner, Pocock y Palti, indagando, en primer lugar, de qué manera conciben las condiciones de posibilidad del pensamiento como un problema histórico y, posteriormente, si esta historización puede derivar —y cómo— en un posicionamiento frente a los órdenes, poderes o problemas de la sociedad en el presente.
Quizás el lector familiarizado con los trabajos de los autores que revisamos a continuación haya intuido ya desde las páginas anteriores que el ejercicio aquí planteado corre el riesgo de incurrir en algo cercano a una petición de principio. ¿Cuál sería la pertinencia de valorar, tomando como referencia la acepción particular de un concepto de crítica, los postulados de una corriente historiográfica que, como se verá, problematiza una fijación del sentido y el trazado de una genealogía como las que permitirían poner en relación las críticas kantiana y foucaultiana? ¿Cuál sería la justificación de llevar a cabo este ejercicio, más aún cuando nos vemos inclinados a suscribir los motivos por los que Skinner, Pocock y Palti rechazan las lecturas que, para analizar una determinada producción textual, se sirven de conceptos y referentes extrínsecos a su contexto teórico y enunciativo? Será el mismo lector quien juzgue en qué medida salimos librados del riesgo que, sin duda, supone esta tensión problemática —y esperamos que al final productiva–— en la que se inscribe el desarrollo de la siguiente reflexión.
Como tantas otras, la propuesta que revisamos a continuación expone los motivos de su quehacer particular como crítica de las formas historiográficas de las que toma distancia. La llamada nueva historia intelectual de lo político, corriente que se asocia a las derivas y apropiaciones del modelo impulsado por los autores de la Escuela de Cambridge, define sus postulados teórico-metodológicos por oposición a los procedimientos de la historia de las ideas que tuvieron una vigencia considerable entre el siglo XIX y mediados del XX. A su vez, su formulación representa en aspectos importantes una crítica hacia otras formas de historización de ámbitos como la cultura, la filosofía o la religión, cuya vigencia, al menos práctica, persiste en la actualidad.
Quentin Skinner expone que su práctica historiográfica se desarrolló a partir de la premisa de que una serie de preconcepciones problemáticas operaban de manera inconsciente en el modo en que los historiadores de las ideas trabajaban sobre los corpus textuales que constituían como objetos de estudio.2 Es decir, advertía un conjunto de paradigmas que predeterminaban aquello que esta historiografía se veía orientada a encontrar en las obras y los autores estudiados, lo que daba lugar a anacronismos y otro tipo de equívocos. Dicha historiografía se desarrolló sobre la base de una premisa metafísica de historización que sugería buscar la consistencia intemporal y trascendental de las ideas de los autores que la tradición había encumbrado como canónicos o «clásicos». Este estatuto les era conferido, entonces, a ciertas obras en virtud de una universalidad que se pensaba que, desde su singularidad, lograban alcanzar. En esta perspectiva, el contexto de su enunciación resultaba secundario o incluso irrelevante, dado que su valor histórico —esa universalidad— residía, precisamente, en su capacidad para trascender sus condicionamientos contextuales.
Este criterio de historización, que paradójicamente operaba por referencia a la superación del contexto histórico, está íntimamente asociado a dos premisas complementarias. La primera consiste en que esta consistencia intemporal de las ideas requiere, para alcanzar este estatuto, de su elaboración en la forma de la doctrina, misma que es constituida como entidad mediante una hipóstasis que dota de una artificiosa armonía, sistematicidad o coherencia a un conjunto de enunciaciones y escrituras que no necesariamente las tienen, pretenden o tendrían por qué tenerlas.3 Así, el historiador asume inconscientemente la labor de solucionar las antinomias o resolver las contradicciones que presenta el corpus textual de los autores. La segunda consiste en que el campo de lo político, como ámbito de reflexión teórica o filosófica, se compone intrínsecamente de un conjunto de problemas fundamentales que, de manera perenne, se presentan a las sociedades humanas y en función de los cuales sería posible no sólo comprender, sino también implementar en otros tiempos, contextos y geografías esas ideas a las que la tradición occidental ha conferido el estatuto de universales.4
Elías J. Palti, historiador argentino y uno de los principales exponentes de la nueva historia intelectual de lo político en América Latina —donde esta corriente se desarrolla apropiándose de los planteamientos de Skinner y Pocock, entre otros autores—, expone, por su parte, su desacuerdo con respecto a una práctica historiográfica que, si bien no es abiertamente idealista como la tradicional historia de las ideas, adolece de problemas análogos. Se trata de una historiografía del pensamiento político hispanoamericano que concibe las ideas —generalmente europeas o estadounidenses— como modelos o tipos ideales con respecto a los cuales las lecturas, apropiaciones y usos en contextos particulares —generalmente latinoamericanos— supondrían desviaciones o deficiencias, en la medida en que en ellos no se alcanza —o se manifiesta de manera incompleta— la coherencia y plenitud de sus formulaciones doctrinales.5 A ello subyace una concepción histórica de las ideas como unidades cerradas y autosuficientes, ordenadas consistente o sistemáticamente en esas doctrinas cuya estabilidad se mantiene a través del tiempo más allá de los contextos concretos donde son producidas y reapropiadas.
Así, en el caso de las ideas políticas que se debaten en los procesos de independencia y consolidación de los Estados-nación en América Latina, Palti critica la historiografía que las organiza en oposiciones dicotómicas —ilustración/romanticismo, racionalismo/nacionalismo, modernidad/tradición— y que se toman como referencias para el trazado de genealogías y filiaciones predeterminadas y muchas veces extrínsecas a los procesos estudiados. A ello subyace esa concepción de las ideas como unidades de sentido unívocas, perfectamente racionales y sin contradicciones, lo que impide aprehenderlas en su carácter de construcciones históricas cambiantes e invisibiliza la singularidad de las apropiaciones y la variabilidad de sentidos que los conceptos y teorías adquieren en los contextos de enunciación particulares.6 Para esta historiografía, la mutabilidad, la singularidad y la variabilidad sólo pueden ser leídas como índice deficitario, es decir, como degradaciones o desviaciones con respecto a sus formulaciones canónicas.
Los autores cercanos a la nueva historia intelectual de lo político coinciden, pues, en que esta expectativa de encontrar en los textos las ideas así entendidas está basada en la fijación de un significado históricamente constituido y en su elevación al rango de sentido pleno y verdadero, lo que precondiciona su tratamiento historiográfico y da lugar a diversos equívocos. Entre ellos, por ejemplo, se encuentra la adjudicación de sentidos que no estarán disponibles sino hasta que los textos hayan sido posteriormente clasificados como clásicos por la tradición. Skinner es enfático en su rechazo a la asignación de significados e intencionalidades que los autores no podrían haber sostenido o pretendido con respecto a sus propios textos.7 Dicha asignación está frecuentemente asociada a la proyección de inteligibilidades anacrónicas, retrospectivas o teleológicas, en virtud de las cuales las obras y las ideas políticas son historizadas en clave de temporalidades lineales y continuas.
Todo ello implica, por una parte, una evasión de la historicidad concreta de las obras y planteamientos estudiados, en la medida en que se les atribuye una historicidad que los desvincula de sus contextos de enunciación y discusión. Por otra, supone una depuración de lo que hay en ellos de propiamente político, es decir, de su carácter intrínsecamente polémico e incluso aporético,8 dado que el espacio de la deliberación sobre lo público no es el escenario del despliegue de ideas puras, sino del uso de argumentos que son formulados por actores históricos en situaciones concretas, frente a problemas y dentro de disputas específicas.
Sería equivocado considerar que las propuestas de Skinner, Pocock y Palti abordan o historizan de un modo distinto el mismo objeto historiográfico del que se ocupa la historia de las ideas. Antes bien, su historización construye un objeto distinto. Su propuesta teórico-metodológica no trabaja con ideas, esas unidades que tendrían una consistencia semántica estable a lo largo del tiempo, sino con el discurso entendido desde una concepción activa y pragmática del lenguaje. Es decir, se trata de enfocar el pensamiento político en la medida en que se manifiesta como acción o actividad lingüística,9 como actos comunicativos intencionados, escrituras que se producen en condiciones y contextos determinados, frente a problemas, debates e interlocutores concretos, sin cuya referencia no es posible entender el sentido o significado histórico de la producción intelectual sobre lo político.
En virtud de este carácter situado y pragmático de su concepción del lenguaje, estas propuestas historiográficas no se interesan por el pensamiento en abstracto o por su formulación lingüística o discursiva en sí misma, sino en cuanto toma la forma de argumentos, comunicaciones intencionadas que buscan persuadir a unos interlocutores en situaciones dialógicas determinadas. Por lo tanto, se trata de entender el discurso no sólo como locución (el acto de habla en sí mismo), sino también —como han planteado autores como J. L. Austin o John Searle— como ilocución (la intención con la que se dice lo que se dice) y perlocución (los efectos que lo dicho produce en los receptores o escuchas en virtud de la intención y el modo en el que fue dicho). De esta manera, no se proponen analizar el discurso meramente en su dimensión sintáctica, gramatical o referencial —no se trata de ese tipo de pragmática—, sino con énfasis en su dimensión afectiva y retórica,10 es decir, atendiendo al modo de ejecución del acto comunicativo que busca persuadir o producir ciertos efectos en interlocutores y espacios de discusión específicos.
La nueva historia intelectual de lo político se propone, entonces, reconstruir esos contextos o situaciones comunicativas en las que los actos de habla o la emisión de los discursos se producen y en función de los cuales se hacen históricamente inteligibles. Ahora bien, ¿cómo se sitúa esta propuesta en relación con el problema de la historicidad de las condiciones de posibilidad del pensamiento? Esta pregunta exige revisar con más detenimiento algunos planteamientos de cada uno de los tres autores tomados aquí en consideración.
En el caso de Skinner, se trata de una cuestión que remite centralmente al problema de la intencionalidad del acto comunicativo. Para este autor, la comprensión histórica de un texto coloca al historiador frente a una doble tarea hermenéutica: la de comprender lo que el emisor tenía la intención de decir (el significado de la locución) y la intención con la que expresó el significado (el sentido de la ilocución); es decir, nuevamente, no sólo lo que se dice sino lo que se hace al decirlo de tal o cual modo.11
La intencionalidad sería, entonces, aquello que Skinner considera fundamental dilucidar en esa relación entre la emisión del discurso y su contexto de enunciación y recepción, dado que de ella se desprendería el significado o el sentido propiamente histórico de las obras. Sin embargo, es sabido que la intencionalidad, como referente teórico para establecer esta relación entre el autor y el sentido de un texto, así como para la asignación de inteligibilidades históricas en general, entraña también riesgos metodológicos. No pocas veces se incurre en la simplificación de considerar al autor como un sujeto unitario, transparente a sí mismo y que, desde su intencionalidad voluntaria y consciente, sería capaz de imprimir eficaz y plenamente un sentido determinado a los acontecimientos, en este caso, una determinada significación locucionaria e ilocucionaria en el texto. Aun si concediéramos lo anterior, otro equívoco estribaría en considerar que en esa intencionalidad se agotan las posibilidades de sentido contenidas en el acontecimiento o la obra. En suma, la hipóstasis de la intención de los actores históricos puede verse como la contraparte, igualmente problemática, del anacronismo y de la inteligibilidad teleológica.
Palti, a cierta distancia de Skinner, previene contra una asunción irreflexiva por parte del historiador del modo en que los autores entendieron o explicaron el significado de sus propios escritos, dado que ello puede llevarlo a adoptar referentes conceptuales o coordenadas ideológicas propias de los contextos discursivos estudiados, mismos que el análisis histórico debería mover a cuestionar e incluso a desmontar.12
Si bien los riesgos señalados son patentes, hay que decir que Skinner no trata el problema de la intencionalidad de manera ingenua. Concede la posibilidad de que el historiador, como observador externo, desde su distancia temporal con respecto a la producción de un texto y por sus propias condiciones intelectuales y enunciativas, pueda estar en una posición que le permita comprender de mejor manera u ofrecer una explicación histórica más completa y convincente que la que el propio autor del texto pudo dejar consignada.13 Asimismo, previene contra la idea de que los autores tendrían necesariamente una intencionalidad unitaria y coherente. Sin embargo, considera que no es lícito asignar a los textos significaciones que no habrían estado disponibles para el autor en su contexto, es decir, sentidos e intencionalidades que hubiesen sido imposibles de considerar por parte del emisor en el momento de la enunciación.14 En oposición a la pretensión de establecer inteligibilidades históricas que sólo sería posible establecer a posteriori, Skinner sostiene que el sentido histórico de un texto está necesariamente referido a su contexto de producción. Más específicamente, a la intencionalidad posible o disponible en dicho contexto o situación comunicativa. Esta disponibilidad funge, entonces, como criterio de historización, dado que en ella estarían contenidas las relaciones de intencionalidad posibles entre el acto comunicativo y su contexto de enunciación.
Es, pues, en este sentido que la propuesta de Skinner nos sitúa en relación con el problema de las condiciones de posibilidad del pensamiento sobre lo político. Ello no implica, suponemos, que este autor no considere que estas condiciones puedan también estar determinadas por otros órdenes o registros históricos, sino, en todo caso, que éste sería el límite de su propuesta historiográfica. Cabe enfatizar que, en ésta, en la medida en que su criterio de historización tiene como referente central la intencionalidad —en su expresión como locución e ilocución—, dichas condiciones se juegan en el nivel de las formas posibles que puede adoptar la agencia o la acción voluntaria y consciente del emisor dentro de un campo discursivo determinado. No obstante, se impone la siguiente pregunta: para dar cuenta de las condiciones de posibilidad de la acción comunicativa en torno a lo político, ¿basta con apelar a la propia arena discursiva de lo político? Es decir, ¿sólo dentro de ella misma se juegan y configuran históricamente sus propias condiciones de posibilidad?
La pregunta es pertinente en la medida en que buena parte de las perspectivas de historización del pensamiento que se han desarrollado desde principios del siglo XX hasta la actualidad, para tratar el problema de sus condiciones de posibilidad, apelan, si bien no a instancias trascendentales en el sentido de Kant, sí a niveles o estratos no sólo temporalmente anteriores —a priori—, sino de una determinación histórica de mayor profundidad que aquella en la que se juega lo propiamente político. Retomaremos esto más adelante a la luz de los planteamientos de Pocock y Palti.
John Pocock —junto con Skinner, quizá el exponente central de la Escuela de Cambridge— trata este problema de una manera más explícita y elaborada. Su propuesta se construye a partir de la distinción planteada por Saussure entre la lengua (langue) y el habla o uso de la lengua (parole), con base en la cual el discurso sobre lo político es entendido como un campo de interacción entre ambas.15 En este campo, todo acto de habla es posibilitado por un modo de hablar institucionalizado, un código compuesto por reglas, disposiciones y estilos en función de los cuales es posible la comunicación entre emisores y receptores. La lengua establece, pues, las posibilidades de las que dispone un actor comunicativo para realizar actos de habla, pero, a su vez, en su realización continua y dialógica como uso de la lengua, este último va modificando los modos de hablar constituidos. Así, las condiciones de posibilidad del discurso estarían preestablecidas como un determinado espectro de formas de locución e ilocución, mientras que el ámbito de la perlocución refiere no sólo a los efectos generados por el discurso en los receptores, sino a las trasformaciones que produce en la lengua, en esos códigos locucionarios e ilocucionarios que posibilitan —condicionan a priori— la comunicación.
Pocock se interesa en particular por esa interacción, ese juego de ida y vuelta entre la lengua y el uso de la lengua, puesto que en ella residiría la historicidad del acto de habla. En términos temporales, la acción comunicativa implica un cruce entre el eje de lo sincrónico, representado por la lengua en su carácter morfológico, y el eje de lo diacrónico, representado por el uso de la lengua en su carácter dinámico.16 Así, el acto de habla es entendido como un acontecimiento que se encuentra referido al pasado en relación con la lengua —su condición de posibilidad—, se temporaliza como presente en el acto transitivo de la comunicación intencionada y está referido al futuro en relación con los efectos que produce en sus receptores y en la lengua institucionalizada, misma que, a su vez, hará posibles posteriores actos de habla.
Pocock señala que, si bien es en el contexto lingüístico donde suele centrarse el trabajo de la historia intelectual, sin duda no se agota en él el problema del sentido y el significado histórico de la producción discursiva. Su concepción de la historicidad de los lenguajes políticos sitúa a estos últimos entre dos planos de temporalidad o de determinación histórica, para cuya caracterización utiliza las categorías de duración propuestas por Fernand Braudel. Mientras el habla acontece en el registro de la corta duración, la lengua, en su consistencia morfológica, remite al nivel de la mediana duración.17 Tratándose del discurso que versa sobre lo político, pocas veces el historiador se encuentra, señala Pocock, con aspectos que alcancen el nivel de la larga duración. No obstante, para este autor, a diferencia de Skinner, el acto de habla constituye un acontecimiento histórico que cruza un plano de temporalidades diferenciadas, donde sus condiciones de posibilidad se encuentran predispuestas por un estrato de determinación de mayor profundidad que el nivel superficial de la corta duración en el que se produce la discusión en torno a lo político.
Palti, por su parte, también aborda explícitamente el problema de las condiciones de posibilidad del pensamiento (y de un modo no muy distante al de Pocock). Señala su intención de «traspasar la superficie textual de los discursos (qué dijo un autor) y tratar de reconstruir los lenguajes políticos que les subyacen (entender cómo fue posible para éste decir lo que dijo)».18 Así, se propone investigar, por una parte, de qué manera esas condiciones de la enunciación pasan a formar parte del sentido de los textos y, por otra, cómo se van modificando históricamente.
Se trata, entonces, de indagar cómo es que los usos del lenguaje en el espacio público van configurando el horizonte de lo decible y lo pensable y transformando las bases sobre las que se sostienen las discusiones políticas.19 Estas bases estarían compuestas por consensos, supuestos implícitos, vocabularios, etc., en función de los cuales se establecen las pautas para la plausibilidad, la verosimilitud y las posibilidades de persuasión de los discursos. Palti se interesa especialmente por las discontinuidades o rupturas, es decir, por los momentos en los que, por la propia intensidad de la actividad comunicativa —intrínsecamente polémica, tratándose de lo político—, esas bases se quiebran y tienen que ser reconstruidas por la propia actividad lingüística.20
Lo anterior resume algunos de los puntos centrales del modo en que los autores que hemos revisado nos sitúan, desde una concepción pragmática del lenguaje y centrados en el discurso sobre lo político, ante el problema central de la crítica en la acepción que tomamos como referencia.
Como recordamos al principio, el proyecto kantiano de la crítica se caracteriza no sólo por el objetivo de dilucidar las condiciones de posibilidad del pensamiento, sino también por la intención de que dicha investigación ilustre la asunción de una posición ética y política frente a los problemas y poderes establecidos en la sociedad actual. ¿Puede considerarse crítica en este segundo sentido la propuesta que hemos revisado? La pregunta no parece fuera de lugar en la medida en que aquellos aspectos que Skinner, Pocock y Palti critican de la historiografía tradicional sobre lo político (la metafísica de las ideas intemporales, el esquema de modelos y desviaciones, la convicción de que habría un conjunto delimitado de problemas transhistóricos constitutivos del campo de lo político, la inteligibilidad teleológica o retrospectiva, las narrativas lineales y artificiosamente continuistas, etc.) servían como fundamento de la pretensión de aprovechar en el presente las ideas de los autores y obras clásicas en la figura de una historia magistra vitae. Es decir, en dichos recursos de historización se sustentaba la convicción de que la historia de las ideas políticas podía servir como referente normativo, prescriptivo y moral para la sociedad en la que el historiador se encontraba inmerso. En este sentido, la nueva historia intelectual de lo político, al mostrar los problemas de este tipo de recursos teórico-metodológicos e interpretativos, ¿reestablece de alguna otra manera la posibilidad de vincular la investigación histórica sobre el pensamiento político con algún tipo de función o utilidad en el presente? O bien, ¿esta última se disuelve irremediablemente en el ejercicio de historización?
La insistencia de Skinner en la necesidad de considerar el sentido y significado histórico de las obras en relación con su propio contexto le ha valido, como él mismo refiere, críticas que afirman que su propuesta está movida por un interés en el pasado por el pasado mismo, que sólo puede satisfacer una curiosidad anticuaria y desvinculada de las problemáticas que están presentes en su sociedad.21
En este punto, es pertinente recordar la distinción que Hayden White, siguiendo a Michael Oakeshott, establece entre pasado histórico y pasado práctico.22 El primero sería precisamente aquel que acusan los críticos del método de Skinner: un pasado producto de una historiografía erudita cuya vigencia se limita a los circuitos de la academia, los museos y las bibliotecas, y que se encuentra alejado de las necesidades o problemas concretos del presente. En el caso del segundo, por el contrario, el epíteto hace eco de la acepción del concepto de práctica en el proyecto crítico de Kant, por lo que no refiere únicamente al conocimiento del pasado que se requiere para la vida cotidiana y las formas regulares establecidas de la sociabilidad, sino, radicalmente, para la asunción de la pregunta «¿Qué debo hacer?» por parte de un sujeto frente a su presente. El pasado práctico sería entonces aquel que remite a una historia guiada por la intención de adoptar un posicionamiento ético-político ante los problemas que lo interpelan en su medio social. ¿En qué sentido podría, entonces, reivindicarse para esta nueva historia intelectual de lo político la posibilidad de vincularse con el orden de lo práctico?
Frente a las críticas mencionadas, Skinner plantea una serie de argumentos con los que intenta mostrar que su propuesta historiográfica no se interesa sólo en el pasado por sí mismo. Señala que la sociedad en la que vivimos impone sobre nuestro pensamiento e imaginación restricciones de las que no somos conscientes, por lo que, en general, el estudio de los modos de pensar de otras sociedades, o de la nuestra en el pasado, constituye un medio para, al menos, visibilizar y limitar esos condicionamientos.23 En particular, el tipo de investigación histórica que propone intenta reconstruir los contextos y situaciones donde los conceptos y categorías que aún empleamos para pensar lo político fueron originalmente formulados. Se trata de restablecer el momento problemático o las polémicas en las que aparecieron las nociones, categorías o valores que en la actualidad tenemos naturalizados o damos por sentados sin advertir los problemas que implícitamente nos permiten eludir como materia de discusión o proyección de la praxis.24 Así, Skinner plantea que su propuesta apunta no sólo a reevaluar algunas creencias, suposiciones y coordenadas ideológicas que orientan nuestra comprensión de lo político, sino incluso a rehabilitar en nuestros conceptos significados o acepciones que pudieron haber quedado enterrados por convenciones, doctrinas o tradiciones de pensamiento que en algún momento adquirieron un carácter hegemónico.25
Para Pocock, la historización de los lenguajes políticos, cuando se deslinda de los prejuicios de las doctrinas y los autores canónicos para centrarse en el pensamiento como actividad práctica, conduce necesariamente a las elaboraciones discursivas de los conflictos entre gobernantes y gobernados, entre élites y grupos subalternos y entre letrados y legos. Especialmente, hace visible ese juego en el que determinados grupos hacen del discurso sobre lo político un arma para el ordenamiento de lo social y para la conducción de los asuntos de los otros, mientras los gobernados y las clases oprimidas buscan apropiárselo para resignificarlo y modificar o invertir los efectos que produce o crean lenguajes de segundo orden para criticar los que se han impuesto como hegemónicos. En este sentido, como plantea también Foucault, su historización muestra que el discurso no sólo es una herramienta que se emplea en las luchas sociales, sino que constituye también aquello por lo cual se lucha y es siempre un territorio en disputa.26
Asimismo, Palti considera que el giro desde la historia de las ideas —que hacía descansar su finalidad normativa o prescriptiva en una descontextualización histórica del pensamiento político— hacia esta nueva historia intelectual supone hacer visible, desde su historicidad, la «cosa misma» de lo político, es decir, su carácter conflictivo y polémico. Por ello, le interesa indagar de qué manera las tensiones propias de una sociedad se despliegan al interior del discurso, donde esta polemicidad se traduce en una consistencia aporética que no sólo debe sumirse como criterio metodológico para su lectura, sino que señala un límite histórico que bien puede reflejarse sobre el presente arrojando luces sobre la propia arena del discurso en la que el historiador se encuentra inmerso. Si lo político se reconoce como un espacio constitutivamente polémico, conformado por un entramado de discursos divergentes, contradictorios o enfrentados entre sí, que ha de ser historizado en términos prácticos y retóricos antes que teóricos y abstractos, de ello se sigue que las imposiciones de unos discursos sobre otros nunca pueden tener lugar sobre la base de premisas indisputables. El reflejo de este límite histórico sobre el presente apunta a la conclusión de que todo discurso que pretenda ordenar las relaciones de los sujetos entre sí y consigo mismos, y sobre todo aquel que se ha impuesto sobre otros a modo de verdad incontestable, ha de ser siempre, por principio, disputable, debatible.
En el mismo tenor, Skinner argumenta que los conceptos, principios o valores naturalizados en el presente son producto de momentos de elección en los que se optó intelectual y políticamente por un camino y no por otros posibles.27 Su propuesta historiográfica apunta entonces a reconstruir los contextos y circunstancias en los que estas elecciones tuvieron lugar. En este punto, Skinner parece, nuevamente, centrar el problema —en este caso, el de la elección— en relación con la intencionalidad o la acción voluntaria y consciente de los actores que participan en los debates o disputas políticas, por lo que sigue haciendo falta una consideración que apele a otros registros históricos para pensar las condiciones de posibilidad de dichas elecciones. No obstante, su argumento es sugerente para una propuesta de historización crítica —aquí no necesariamente entendida en el sentido kantiano-foucaultiano, sino quizás en uno más próximo a la formulación dialéctica que va de Marx a la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort— en la medida en que apunta a la posibilidad de tomar como referencia la perspectiva de lo que no fue elegido y, por lo tanto, realizado, es decir, de las alternativas desechadas o clausuradas, para analizar y valorar por contraste lo que en efecto ocurrió o lo realmente existente.
Es interesante que Skinner considere que una posible utilidad de su propuesta historiográfica consista en problematizar en el presente —en un nosotros— aquello que explícitamente no se propone problematizar en los contextos y autores del pasado que estudia: los condicionamientos inconscientes de la imaginación política, aquello que subyace y dispone las posibilidades de la agencia o acción voluntaria y de la intencionalidad de los actores comunicativos. En este sentido, podría decirse incluso que, desde el punto de vista del presente del historiador, su propuesta de historización del pensamiento apunta a la posibilidad de ser crítica más en el sentido práctico que en el sentido histórico —siguiendo la distinción de White—, lo que no deja de ser un tanto paradójico.
Al inicio de este ensayo señalábamos lo problemático que a primera vista podría resultar llevar a cabo una revisión de los postulados teórico-metodológicos de las propuestas historiográficas de Skinner, Pocock y Palti tomando como referencia la acepción de la crítica en su desplazamiento desde Kant hacia Foucault. Sin duda, los matices que este ensayo haya podido introducir con respecto a las inquietudes que pudiera generar este problema no terminan por disiparlo. La intención de estas páginas ha sido, como mucho, la de insinuar la pertinencia de aproximar, tensándolos, los ejercicios que, con respecto a un problema análogo —el de la historicidad del pensamiento—, convocan los esfuerzos historiográfico y filosófico. Nos mueve la convicción de que las exigencias que cada una de estas disciplinas se impone a sí misma para abordar este problema señalan, al menos en el contraste, los límites de la otra, invitándola a un desafío del cual mal hacen en desentenderse quienes prefieren apelar cómodamente a las fronteras disciplinares convencionales.
Como vimos, los historiadores cercanos a la nueva historia intelectual de lo político tienen entre sus principios metodológicos centrales la premisa de que no es pertinente tomar una determinada acepción de un concepto como referencia para valorar prácticas o enunciaciones que tienen lugar en otros contextos discursivos; premisa que en términos estrictamente historiográficos es difícil no suscribir. No asumen como parte de su labor una deliberación valorativa orientada a juzgar, fijar o proponer una acepción en particular por encima o en detrimento de otras, lo que constituye una tarea que dejan a los filósofos. Sin embargo, esto no los exime de una inquietud que no deja de emerger en los territorios heterogéneos de la disciplina histórica en la actualidad —como es patente en los autores revisados— en relación con el sentido o el propósito del quehacer historiográfico. En el caso de los problemas abordados en estas páginas, esta inquietud se presenta en la forma de una interpelación acerca del sentido político que tiene o puede tener, en el presente, historizar el pensamiento sobre lo político.28
Este ensayo ha estado animado por esta tensión, misma que, por un lado, señala la pertinencia de apelar a una concepción de la crítica que hace de la historización del pensamiento una condición necesaria para la asunción de un posicionamiento ético-político en el presente. Por el otro, permite observar los límites y riesgos de la pretensión de neutralidad en la que incurre no poca historiografía: la idea de que la operación historiográfica no supone ni conduce a un posicionamiento de este tipo, o al menos no de manera necesaria. Hemos intentado mostrar que las propuestas de historización de Skinner, Pocock y Palti, más allá de lo que ellos planteen explícitamente al respecto, admiten una lectura interesada en responder a la exigencia filosófica de posibilitar un juicio sobre aquello que, en la arena del debate político contemporáneo, debe ser descontinuado, o bien, (re)habilitado. Y esto incluso como realización de un sentido ético que se desprende del propio ejercicio de historización.
No otra es la demanda de una crítica que, en la medida en que asume que las condiciones de posibilidad del pensamiento se configuran históricamente, apunta a investigar sobre los acontecimientos que han dado lugar a nuestro horizonte de inteligibilidad de lo social y lo político; a los conceptos, categorías y problemas que articulan los límites de lo pensable y lo decible, que circunscriben nuestra imaginación y nuestras posibilidades de análisis de los modos en los que en nuestra sociedad se traman las relaciones de los individuos entre sí y ante los poderes y autoridades. Apunta, pues, a una operación de la que puede participar una práctica historiográfica como la que proponen los autores revisados, en la medida en que no sólo se fije el objetivo de comprender mejor o acaso ampliar ese horizonte de inteligibilidad que habitamos, sino también el de identificar las rupturas que habilitarían la posibilidad de transformarlo, incluso radicalmente, y generar aperturas para otras formas de pensar y hacer frente a las agudas problemáticas que se ciernen sobre nuestro presente.
Michel Foucault, El orden del discurso, trad. Alberto González Troyano, Ciudad de México, Tusquets, 2014.
_____, «¿Qué es la Ilustración?», en id., Estética, ética, hermenéutica. Obras esenciales. Vol. III, trad. Ángel Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 335-352.
Elías José Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del siglo XIX (Un estudio sobre las formas del discurso político), Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
G. A. Pocock, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método, trad. Sandra Chaparro Martínez, Madrid, Akal, 2012.
Quentin Skinner, La libertad antes del liberalismo, trad. Fernando Escalante, México, CIDE/Taurus, 1998.
_____, «Significado y comprensión en la historia de las ideas», en Enrique Bocardo Crespo (ed.), El giro contextual. Cinco ensayos de Quentin Skinner, y seis comentarios, Madrid, Tecnos, 2007, pp. 63-108.
Hayden White, El pasado práctico, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2018.
1 Véase Michel Foucault, «¿Qué es la Ilustración?», p. 348.
2 Véase Quentin Skinner, «Significado y comprensión en la historia de las ideas».
3 Véase ibid., p. 69.
4 Véase Q. Skinner, La libertad antes del liberalismo, p. 68.
5 Véase Elías José Palti, La invención de una legitimidad, pp. 27-31.
6 Véase ibid., pp. 32-33.
7 Véase Q. Skinner, «Significado y comprensión en la historia de las ideas», pp. 68-69.
8 Véase E. J. Palti, op. cit., p. 34.
9 Véase J. G. A. Pocock, Pensamiento político e historia, p. 102.
10 Véase ibid., p. 104 y también E. J. Palti, op. cit., pp. 41-42.
11 Véase Q. Skinner, op. cit., p. 95.
12 Véase E. J. Palti, op. cit., p. 29. Las contribuciones historiográficas que ha hecho el historiador argentino acerca del modo en el que los autores de mediados del siglo XIX mexicano se entendían a sí mismos y a sus obras con base en la dicotomía problemática liberalismo/conservadurismo se construyen, en buena medida, como desarrollo de esta premisa.
13 Véase Q. Skinner, op. cit., p. 89.
14 Véase id.
15 Véase J. G. A. Pocock, op. cit., pp. 102-105.
16 Véase ibid., p. 113.
17 Véase ibid., p. 104.
18 J. E. Palti, op. cit., p. 35.
19 Véase ibid., p. 37-38.
20 Véase ibid., p. 43.
21 Véase Q. Skinner, La libertad antes del liberalismo, pp. 68-69.
22 Véase Hayden White, El pasado práctico, pp. 31-53.
23 Véase Q. Skinner, «Significado y comprensión en la historia de las ideas», p. 103.
24 Véase Q. Skinner, La libertad antes del liberalismo, pp. 70-71.
25 Véase ibid., p. 11. Hacia esto se orienta la reconstrucción de lo que Skinner denomina el concepto neorromano de libertad en la modernidad temprana, que habría sido desplazado por el liberalismo clásico durante el proceso de las revoluciones burguesas. Es importante señalar que el historiador británico realizó esta investigación en la década de 1990, recién concluido el periodo de Margaret Thatcher en el Reino Unido, mismo que se asocia a la introducción del modelo neoliberal, frente al cual se hace especialmente relevante repensar e historizar el concepto de libertad como problema que, entre otros aspectos, refiere a la relación entre la sociedad y el Estado.
26 Véase M. Foucault, El orden del discurso, p. 15.
27 Véase Q. Skinner, op. cit., p. 74.
28 Queda pendiente para futuros trabajos, como una continuación de lo que hemos desarrollado en este ensayo, una confrontación entre la propuesta de historización de estos autores y la noción foucaultiana de una arqueología del pensamiento y el discurso, misma que Skinner, Pocock y Palti emplean, si bien no estrictamente en el mismo sentido que Foucault.