Número 93
La negación radical de Nietzsche y su crítica a la modernidad
Notas sobre Más allá del bien y del mal
Jorge Carlos Badillo Hernández
Escuela Nacional Preparatoria 9
Universidad Nacional Autónoma de México
Escuela Nacional Preparatoria 9
Universidad Nacional Autónoma de México
Quien ha pensado alguna vez hasta el final esa posibilidad conoce una náusea más que los demás hombres — ¡y tal vez también una nueva tarea!
Friedrich Nietzsche
Más allá del bien y del mal se inscribe en la obra de Nietzsche fundamentalmente como un cambio radical de la dirección de su pensamiento, como un ajuste de la mirada. Luego de ver desde muy alto, de haber forzado demasiado la vista para observar desde muy lejos la procedencia de los valores morales, la construcción de su historia y los atisbos de su porvenir, de haber entrevisto la posibilidad del superhombre y a los «filósofos del futuro», Nietzsche se fuerza a mirar de cerca, en esta obra, lo propio de su época: la modernidad, «lo que nos rodea». Así lo declara él mismo en Ecce homo al examinar su producción previa.1
A posteriori, Más allá del bien y del mal representa para Nietzsche un viraje necesario, una consecuencia construida con rigor por el trabajo llevado a cabo durante los años precedentes: «Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le llegaba el turno a la otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración misma de los valores anteriores, la gran guerra — el conjuro de un día de la decisión».2
La modificación de la mirada del filósofo, la transvaloración negadora y la declaración de guerra en contra de las «ideas modernas» constituyen, pues, la forma y la perspectiva singularísimas de filosofar a martillazos que Nietzsche ejercerá a partir de 1886 y hasta el gran derrumbe. Esta crítica a la modernidad, sin embargo, será también un anzuelo, una búsqueda de seres afines, de amigos cuya ausencia, entonces, enmarcaba la obra también como llamado y espera.
Los contenidos de Más allá del bien y del mal no son novedosos en el corpus nietzscheano. Éstos son los mismos que articulan Así habló Zaratustra; es decir que contiene y supone las tesis del superhombre, la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.3 Lo novedoso, por tanto, es el modo en que son retomadas dichas tesis y la dirección que puede dárseles, tanto cuanto su inscripción en la base de problemas no metafísicos, sino más bien culturales y políticos, humanos:
…el desfavorable ambiente que existe para todo lo que sea desarrollo de la cultura, la extremadamente sospechosa relación entre lo que se llama «mejoramiento» del ser humano (o incluso «humanización») y el engendramiento del tipo «hombre», y sobre todo la contradicción entre todo concepto moral y todo concepto científico de la vida.4
En la medida en que Nietzsche, en esta obra, mira de cerca los valores de su época y sus efectos, habiendo declarado la guerra a la modernidad efectivamente existente, es decir, a la modernidad de las sociedades burguesas europeas de la segunda mitad del siglo XIX, aborda los problemas que, a su juicio, son los que estructuran y ciernen la vida.
En este sentido, la obra no es sino un abordaje crítico de cuestiones concretas, en cuyo ejercicio algunos leen el intento de legislar la existencia individual de los hombres,5 o al menos la libertad de mirar de cerca el conjunto de valores que enmarca la vida para ponderar otros modos de conducirla. Así, la «igualdad» y la «fraternidad» que instauró la Revolución de 1830 en Francia —leída por Nietzsche como el triunfo de una farsa horrible—6, lo mismo que todo lo denominado «bueno» que su victoria instauró a modo de ley y derecho, serán objetos de la sospecha del filósofo: máscaras de una moral cuya genealogía descubre el resentimiento y sus peligros en el fundamento de la cultura. La crítica de la modernidad ejercida por Nietzsche alcanza no sólo su ser abstracto, sino las sociedades burguesas, capitalistas, europeas y occidentales de la segunda mitad del siglo XIX como aquello contra lo que él blandió su martillo tras abrazar la virtud persa cuyo contenido consiste en «decir la verdad y disparar bien con flechas»;7 de la que se hace depender «la autosuperación de la moral por veracidad».8 Por ello, Más allá del bien y del mal puede entenderse también como el ejercicio de la veracidad de su autor frente a su época y frente al conjunto dominante de valores sociales geolocalizados que, sin embargo, se desplegaría como principio hegemónico en términos económico-políticos y prácticamente en todo el mundo hacia finales del siglo XX.
Aquel «decir la verdad», a juicio de Nietzsche, es capaz de superar el ámbito moral como consecuencia de su ejercicio, lo cual puede ser una de las razones por las que la obra haya sido entendida por algunos como «declaración de gusto»; en cuanto que «el gusto, como se sabe, es lo más incomunicable y lo menos refutable».9
Pese a no ser del todo errado el juicio respecto del motu estético que impulsa la veracidad o la crítica de Nietzsche, pues es sin duda una percepción —la «gran náusea»— la que efectivamente lo lleva a ejercerla, es necesario señalar que dicha percepción estética más bien captura y visibiliza la experiencia y la sensibilidad de un «tipo de individuo» en la sociedad, es decir, un fenómeno socialmente determinado a partir de la producción de valor, en el que refulge como relámpago el incumplimiento de una promesa. Ese individuo claramente tipificado como «hombre» moderno por Nietzsche es el mismo «tipo» de sujeto que observó Freud como síntoma del «malestar en la cultura», circunscrita ésta a las mismas condiciones objetivas identificadas en las sociedades y en las relaciones sociales entre distintas formas de la voluntad. La náusea frente a este tipo de individuo moderno llevó a Nietzsche, pionero de la investigación extramoral, a inaugurar un camino inédito y fecundo cuyas maravillas se disponen al alcance del juicio capaz de concebir la moral como «la idiosincrasia de décadents, con la intención oculta de vengarse de la vida — y con éxito».10
Entendida de este modo, la moral dominante percibida por Nietzsche como propia del hombre en la época de la modernidad es el conjunto histórico de negaciones que se cierne como idiosincrasia sobre la vida. Esa complejidad negada, que es la vida concretada como cuerpo y deseo, no significa otra cosa que una voluntad de poder que aún se ignora:
…la voluntad de poder no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto: y desde luego, el mencionado afecto del mando. Lo que se llama «libertad de la voluntad» es esencialmente el afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obed…da voluntad se esconde esa consciencia, y asimismo aquella tensión de la atención, aquella mirada derecha que se fija exclusivamente en una sola cosa, aquella valoración incondicio…la interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo demás que forma parte del estado propio del que manda.11
La negación de la vida, siendo ésta voluntad de poder, es, para Nietzsche, la operación de la idiosincrasia pandémica que habilita la tesis sobre la muerte de Dios. Este deceso crucial hace necesario el surgimiento del superhombre que ya Nietzsche, a través de Zaratustra, había enseñado «a todos» como la revelación más íntima de su pensamiento.12 Por tanto, negar que Dios ha muerto, o negar la vida a partir de negar la voluntad de poder, visibiliza la rearticulación de ciertos idealismos que sustituyen la vida por su mero concepto como modo de comprenderla o de superarla, y exhibe sus efectos en la alienación del ser de los hombres en la vida y en los conceptos de la vida, así como en eso que no son ellos mismos y que descubre aquella negación no como medio de ningún fin en clave universal, sino como finalidad universal en sí. La moral que reanima a Dios sobre la piel de la modernidad, o los idealismos que rehabilitan teórica, social y políticamente la función teológica del pensamiento que así gobierna la voluntad, niega el acto —las acciones y el accionar— cuyo efecto más notable es el yo del sujeto individualizado.13
La negación del yo representante de la vida, de la voluntad y de la facultad de representación, a juicio de Nietzsche, es negación del cuerpo representado por el yo; y con el cuerpo y su acción inmanente queda cancelado también el mundo contingente, contradictorio y marchitable, por ser eso de lo que puede dar cuenta: el mundo de la vida, la experiencia temporal y condicionada, la tierra. Inmersa en el eterno devenir de lo mismo cuya inocencia alegre fue puesta como único «criterio» por Nietzsche en el vacío que el Dios muerto había dejado tras de sí,14 la tierra es negada en su realidad por una idea y por una forma de la voluntad «moderna» a grado tal que la idea negadora de la realidad de la tierra es equivalente a la desrrealización del programa emancipador de la modernidad efectivamente existente, y también equivalente a la intensidad de la afirmación del mundo prometido, inmaterial, cautivo siempre en el futuro y, por ello, permanentemente «en vías de desarrollo». Nos encontramos, pues, ante una negación programática y moderna de la vida en sentido absolutamente progresivo.
La negación de la vida ejercida por la moral decadente, o la reanimación idealista de la función teológico-dogmática del pensamiento para dar cuenta de lo real, implica, desde la perspectiva de Nietzsche, la negación del yo por empequeñecimiento, del cuerpo, de la realidad de la experiencia del cuerpo sintetizada como yo y del mundo respecto del cual el cuerpo identificado como yo percibe u obtiene representaciones, entonces, necesariamente falsas, tanto cuanto experiencias identificadas siempre con el horror, con el dolor insuperablemente individual de la existencia. De modo que, frente a la existencia reducida toda a un calvario como efecto vengativo de cierta «idiosincrasia» desplegada en las sociedades y en la cultura como modernidad y como proyecto, Nietzsche se propone mostrar el modo en que aquello se ha logrado.
Con la negación del yo individual ejercida por la reanimación del idealismo en la Alemania de finales del siglo XIX, la moral —platónica, cristiana, occidental, moderno-burguesa— deja entrever su pretensión homogeneizante o nulificante en lo que Nietzsche llama moral de rebaño o «moral de los buenos».15 Esta moral totalitaria niega la vida individual —auténtica y activa— y la somete a la causalidad y a la necesidad que la razón filosófica distiende fuera del sujeto a modo de objetividad ideológica, religiosa, científica o política, a la consecución ineluctable de causas y efectos necesarios, a las leyes inamovibles de los credos teológicos, científicos o seculares, frente a todas las cuales el individuo culpabilizado por su accionar posible puede nada.
Precisamente ante una conclusión como ésta es posible observar cómo, en Más allá del bien y del mal, Nietzsche niega absolutamente la negación absoluta que le es propia a la moral decadente; y será en esta obra, o con ésta, que el autor dejará caer su martillo contra las metafísicas que concibieron la voluntad, sea libre o no-libre, como «una sustancia irracional, que está en nosotros (toda teología ha sido superada) y de la cual nos convertimos en partícipes mediante una aprehensión inmediata».16 De la crítica de Nietzsche se sigue como consecuencia la diferencia entre voluntad fuerte y voluntad débil, entre hombre y superhombre, entre «lo aristocrático» y «lo moderno» o «vulgar»17 de la voluntad misma en la tierra: «Yo niego en primer lugar un tipo de hombre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los buenos, los benévolos, los benéficos; yo niego por otro lado una especie de moral que ha alcanzado vigencia y dominio de moral en sí — la moral de la décadence».18 A partir de lo cual, el ejercicio de transvaloración de los valores ha de entenderse, en consecuencia, como una afirmación radical de la vida en cuanto que con ella se afirma la voluntad de poder, que es ella misma: «El sí a la vida tendrá que armarse con un cruel no a todo lo que la cercena y convierte en un ser con las características del animal doméstico».19
Con Más allá del bien y del mal, Nietzsche ejerce dos negaciones fundamentales: la de un tipo de hombre y la de una especie de moral; las cuales constituyen el blanco de la crueldad de su crítica, de la veracidad de su uso, de sus flechas y de su hacer no. Por ello, la exposición del ejercicio «negador» en el marco de Más allá del bien y del mal, es decir, la crítica a la modernidad burguesa de las sociedades europeas occidentales del siglo XIX, deberá entenderse como el plato «inhumano», «duro y difícil de digerir»20 que en estas páginas se plantea más bien como objeto de investigación sobre el cual he articulado algunas notas. Desde las perspectivas que Nietzsche habilita, será posible entender qué es el hombre bueno de la modernidad, cuáles son las ideas «modernas» que lo identifican como tal, cuál es la moral moderna y por qué es preciso tener cautela ante ésta; cuestiones centrales para percibir la especificidad de su crítica.
Dado que Más allá del bien y del mal es una crítica a la modernidad, podríamos definir modernidad, en términos generales, primero como la época en la que se creyó establecido —incluso instituido— el programa racional y emancipatorio del hombre respecto de su estado de esclavitud espiritual y material, de minoría de edad epistémica e histórica permanente y del miedo metafísico que justificó durante siglos su tutela y el dominio como necesidad imperativa. La pretensión copernicana de Kant en la concepción de su idea de crítica permite ubicar la emergencia de la modernidad como camino seguro de la razón a mediados del siglo XVI, precisamente con la publicación póstuma del De revolutionibus orbium coelestium en 1543 y con las tesis allí contenidas. Aunque en general suele ubicarse históricamente en la Europa del siglo XVII y a partir de allí y de entonces, suele también comprender el conjunto de procesos que identifican o caracterizan las sociedades europeas occidentales, así como las sociedades sujetas al imperialismo colonialista y capitalista europeo y por efecto de éste. Entendida como época, la modernidad significó la solución de la necesidad por medio del productivismo y de la producción en escalas industriales, con lo cual la mera razón invirtió la hostilidad y la violencia del mundo hacia el mundo como consecuencia de su astucia técnica, desplegándose como una nueva actitud del sujeto moderno que implicaba también una nueva relación con el mundo de la vida, con los objetos del conocimiento y con los productos de las artes, los oficios y la industria. La modernidad, entonces, se dice, pues, no sólo de una época o de un objeto, sino de una actitud que habilita cierta relación del hombre con el mundo y con los otros, en la que él es sujeto y agente, y los otros y el mundo son sólo objetos inertes, así predispuestos para poder ser conocidos.
Sin embargo, una actitud y una relación de tal naturaleza no cesan de repetirse en la historia precisamente como fenómeno constante de las épocas, los pueblos, las sociedades y los individuos,21 y muestran, más bien, la presencia y el modo de presentarse de una voluntad que persiste en el tiempo y que pugna por afirmarse a sí misma en sentido universal en el mundo y en la historia, pese a la historia y al mundo. Así estructurada, la relación moderna de la experiencia inscribió en el sujeto la condición de posibilidad epistémica, pero también ontológica y política de la existencia, del conocimiento y de la historia de las cosas. Desde los planteamientos de Descartes y Kant, el sujeto es eso a condición de lo cual hay mundo, hay conocimiento, hay historia; con lo cual la modernidad sustituyó, en filosofía, el ancien régime teológico del cristianismo como fundamento y como conjunto de valores con el «nuevo régimen», que llevaba por fin a su realización «la imagen y semejanza del hombre respecto de Dios» en el sujeto del conocimiento, suscribiendo como consecuencia de esto el «mundo creado» como objeto inerte que le es propio formalmente y en relación del cual ostenta un derecho natural o abstracto. «En cuanto señores de la naturaleza, el dios creador y el espíritu ordenador se asemejan. La semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía sobre lo existente, en la mirada del patrón, en el comando», dicen Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración.22
En su forma ilustrada, es decir, en su versión hegemónica de los siglos XVIII y XIX, la modernidad se produce históricamente como desencantamiento del mundo (por efecto de ser conocido); de modo tal que puede suscribirse el conocimiento —es decir, el ejercicio epistémico que acumula el conocer de la razón ilustrada y que condiciona la experiencia misma del conocimiento— como la transformación del mundo en mera cosa; destinada ésta a un sujeto que, sin embargo, carece de asidero en la experiencia por ser, él mismo, una función trascendental de la razón. En este sentido, modernidad significa también la puesta en oposición de Razón y Mundo, cuya relación problemática engendró en la historia una dialéctica por medio de la cual la modernidad idealista se vuelve barbarie burguesa, histórica-material, y la libertad alcanzada bajo su bandera se vuelve esclavitud a modo de compromiso imperativo y autónomo, sostenido por medio de políticas disciplinarias y sociales en un mundo perdido como tal y vuelto mercancía. Diríamos, con Nietzsche, que la nueva alienación de los conceptos o la victoria del idealismo como forma de la voluntad de saber se desconoce a sí misma:23 «El concepto, que suele ser definido como unidad característica de lo que bajo él se halla comprendido, fue, en cambio, desde el principio el producto dialéctico en el que cada cosa sólo es lo que es en la medida en que se convierte en aquello que no es».24
El devenir barbárico de la Ilustración como realización histórica de sí misma encuentra una de sus condiciones cuando la idea de universalidad aparece como particularidad con ánimos totalitarios. Más aún, cuando dicha universalidad toma lugar como la propiedad privada del pensamiento ilustrado, cifrado en código europeo y nacionalista; rasgo que ya es visible en la conducta europea cuya exacerbación con tendencia global procede del siglo XVI y de las grandes empresas europeas de conquista.
El ejercicio epistémico, por la vía ilustrada-colonialista, se vuelve vaciamiento del mundo, reducción de su complejidad a procesos de objetivación cuantificacional y mercantil. El hombre convocado por la modernidad efectivamente existente se vuelve, así, función trascendental al interior del proceso histórico y productivo en el que se inscribe la práctica epistémica como mera pieza del proceso de producción. El despliegue de la oposición entre Razón y Mundo alcanza el paroxismo y la convulsión cuando la política ilustrada del conocimiento hace del sujeto el nuevo objeto por conocer, cuando en éste la Razón alienada del cuerpo y del individuo barrunta algo no-conocido, algo que, por tanto, debe ser dominado.
…el dominio universal sobre la naturaleza se vuelve contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda más que aquel «yo pienso» eternamente igual, que debe poder acompañar todas mis representaciones. Sujeto y objeto quedan, ambos, anulados. El sí mismo abstracto, que no posee ninguna otra propiedad que la de ser substrato para semejante posesi&oacut…e parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos.25
El colmo de la modernidad efectivamente existente resulta en la emancipación histórica y técnica de la Razón respecto de los hombres, y a dicha emancipación —o abandono— corresponde una serie de procesos tales como la enajenación de las cosas, la alienación de los hombres en objetos, la de las relaciones sociales en las que están inscritos históricamente y la del individuo consigo mismo: «Éste se convierte en un nudo de reacciones y comportamientos convencionales, que objetivamente se esperan de él».26
En los términos de Nietzsche, las «ideas modernas», planteadas como metas de una historia posible y debida, confinan a los hombres en rebaños, los disuelven en masas homogéneas sobre las cuales se imponen unos valores como verdades cuyos fines son el gobierno y el empequeñecimiento de grupos concebidos zoológicamente y de individuos convertidos en animales domesticados. A su juicio, tal como el cristianismo impuso su idea de «bueno», misma que desplegada en la vida significó la erradicación de todo acto en el seno de la posibilidad de la voluntad reducida a su forma individual —así culpabilizada, así avergonzada—, la modernidad impuso su idea de «igualdad» sobre bases idénticas, de la cual se esperan las garantías irrestrictas del funcionamiento y aplicación de la norma, la normalidad y la normalización.
A ojos de Nietzsche, las «ideas modernas» ejercen una igualdad sobre los individuos, lo mismo que una fraternidad entre éstos que se impone como legislación familiar del antagonismo histórico que intenta ocultar. La primera idea rige las relaciones entre los hombres; la segunda las asegura. ¿Cómo sería la relación entre «iguales» si los así igualados no tuvieran el deber de la relación como la «obligación» que un hermano tiene para con otro hermano? En la base de las democracias contemporáneas, la igualdad ante la ley —como otrora la igualdad ante Dios— pesa como una condena cuando la idea de hombre que aquella detenta es la del ser gobernado y abstracto, desplegado universalmente en el mundo múltiple y contradictorio cuya vida desmiente la igualdad de las abstractas condiciones.
Paradójicamente, la misma racionalidad que produjo la idea abstracta de individuo burgués en las sociedades occidentales y occidentalizadas aparece en éstas como efecto material, no tan sólo abstracto, de las grandes urbes. En éstas, en las masas que suponen o componen, los individuos se encuentran. En éstas son distribuidos por una racionalidad económico-política, organizados por una lógica ontológica sutil pero determinista, gobernados por la «voluntad del pueblo» cuya aparente síntesis es equivalente a la institución del Estado-Nación como monopolio de la representación; misma que llega a hacer del interés general del pueblo una empresa privada de pocos bribones. Al interior de dichos márgenes se lleva a cabo la realización de la autoconservación de los individuos y de los grupos en la medida en que se distribuye el trabajo y la necesidad, en cuanto se organiza la violencia, el tiempo de la producción y el tiempo del consumo, y en la medida en que crecen las fuerzas productivas.27 En estas condiciones modernas y productivistas, el individuo, para autoconservarse, ejerce sobre sí mismo una alienación cada vez más profunda; se hace a sí mismo una imagen y un cuerpo cada vez más adecuados al aparato técnico que manipula hasta ser manipulado él, «en cuerpo y alma», por el aparato como su función ínfima. El «tipo de hombre moderno» se inscribe, por tanto, como res sustituible al identificarse como parte del engranaje de una maquinaria autónoma que produce objetos sociales cada vez más numerosos y necesarios, cada vez más libres del trabajo y del trabajador que los produce.
La lógica moderna de la producción —la racionalidad productivista, que se vuelve en el siglo XIX racionalidad capitalista y nacionalista a ultranza en las naciones europeas occidentales— gobierna a los hombres en cuanto se ponen en relación el principio de autoconservación como el fin mismo de la vida y el trabajo como único medio a través del cual es posible alcanzar una vida que históricamente sea distinta de la subsistencia. En este sentido, el trabajo no sólo se distiende como un medio necesario de la reproducción económica y social de la vida material, colectiva e individual, sino como uno de los valores o fines modernos, propiamente hablando, que se suma como determinación de la idea moderna del hombre.
Además de ser gobernado como efecto de la igualación y de la imposición fraternal-familiarista universalizadas, el hombre moderno, para serlo de modo acabado, será necesariamente trabajador. Si antes no fue mencionada la libertad como la otra gran «idea moderna» fue porque es en este punto donde emerge con toda su fuerza y cuando se deja entrever el carácter de mercancía que detenta la libertad en las sociedades burguesas de la Europa del siglo XIX, tanto como en las sociedades contemporáneas regidas por la vara del Occidente capitalista. Los gobernados serán libres en la medida en que sean trabajadores. El acceso de estos a la libertad será efectivo sólo por la mediación de los accesos, derechos y consumos que les reporta a los así sujetos la pertenencia práctica, ideológica, religiosa y social a la producción económica de valores de uso y a la circulación de valores de cambio. De modo que la libertad moderna, desde esta perspectiva, se percibe como un producto más del trabajo alienado por la tecnología de la ganancia. De ello dio cuenta la Ilustración que se ha vuelto barbarie —es decir, la Ilustración realizada ella misma en cuanto tal históricamente— cuando la producción del valor de mercancías fue pagada con la vida como subsistencia de la clase trabajadora a modo de valor de cambio, o traicionada en esa misma medida. Al respecto, es sabido que en los campos de trabajo y exterminio que instauró el nacionalsocialismo en la Europa de principios del siglo XX, paroxismo de la sociedad burguesa que Nietzsche criticaba, era ya legible la dependencia de la vida y de la libertad modernas respecto del trabajo: Arbeit macht Frei.
«Igualdad», «Fraternidad» y «Libertad», los valores más altos que produjo la modernidad burguesa europea en el siglo XIX en sentido universal, son vistos desde la perspectiva nietzscheana con recelo y sospecha como pertenecientes a la «fase moral» e histórica de las sociedades y de sus valores, tanto como a la «fase moral» del pensamiento valorativo de los individuos.
Al respecto, Nietzsche distingue claramente dos fases de la historia de la valoración, con base en las cuales intenta la articulación de una tercera; misma que representa propiamente la incidencia histórica de su pensamiento en la filosofía con Más allá del bien y del mal. Identifica la fase premoral como aquella en la que las acciones se valoraron por sus consecuencias y la hace corresponder a la prehistoria, a un tiempo en el cual una acción valorada como «noble» o «baja» producía corolarios que trascendían generaciones enteras. Luego, una fase moral posterior que corresponde a la fase histórica, la cual se define no por la valoración de las consecuencias de la acción, sino por su procedencia. De modo tal que el valor moral de la acción se suscribe como licitud o ilicitud cuyo despliegue desvela un agente, así como una intención del agente que, por tanto, define la acción y al agente mismo. Con base en la alegre negación que Nietzsche ejerce en Más allá del bien y del mal, propone también una tercera fase: la extramoral, que llegó a su pensamiento como la sospecha de que «el valor decisivo de una acción reside justo en aquello que en ella es no-intencionado, y de que toda su intencionalidad, todo lo que puede ser visto, sabido, conocido “conscientemente” por la acción, pertenece todavía a su superficie y a su piel — la cual, como toda piel, delata algunas cosas, pero oculta más cosas todavía».28
La fase extramoral del pensamiento, la fase «poshistórica», instalada más allá del binarismo de la valoración tradicional a la que está acostumbrada la racionalidad occidental, surge en Nietzsche como sospecha y negación de lo establecido históricamente con base en el juicio moral, y éstas como las bases corporales o materialistas de la valoración negadora que vislumbra en las «buenas intenciones» otras intenciones. Con ello, Nietzsche somete a su lámpara y alumbra con su luz los ámbitos ocultos del juicio moral ejercido como criterio histórico, las negaciones efectivamente realizadas como negaciones morales inconfesadas, y en éstas, la voluntad negadora de la modernidad burguesa.
En la medida en que la modernidad efectivamente existente se inscribe históricamente en la fase moral planteada por Nietzsche, las ideas fundamentales que la conforman no son sino síntomas de una voluntad determinada; es decir, intenciones de una moral como producción de formas dominantes de valorar la vida y de valores dominantes concretos que, sin embargo, producen o implican efectos y consecuencias más allá de su control. En esta perspectiva, por debajo de la piel de la democracia, sostenida en ideas modernas con alcances universales, dormitan intenciones necesariamente incompatibles con las que se dejan ver en su epidermis. Quien haya considerado la democracia como la vía de la realización perfectible de la modernidad, y que la modernidad, como actitud democrática, es la posibilidad universal de la transformación revolucionaria de la realidad —como es el caso de quien escribe estas líneas—, se confrontará con la pretensión histórica-totalitaria de una modernidad denunciada por Nietzsche como falsa, a partir de la cual es perceptible la perversión de los fines modernos: que la igualdad moderna se sostiene en fundamentos lógico-ontológicos que borran toda diferencia histórica efectiva entre los pueblos como entre los individuos, impidiendo con ello toda individualidad posible; que la fraternidad moderna es la estrategia por medio de la cual se transfigura la violencia histórica en deber familiar y solidaridad social, y que la libertad moderna, cuya condición efectiva es el sometimiento práctico a la esclavitud productiva del trabajo, se dejan entrever como los «valores modernos» que Nietzsche percibe y a los cuales somete a examen:
No queda remedio: es necesario exigir cuentas y someter a juicio despiadadamente a los sentimientos de abnegación, de sacrificio por el prójimo, a la entera moral de renuncia a sí: y hacer lo mismo con la estética de la «contemplación desinteresada», bajo la cual un arte castrado intenta crearse hoy, de manera bastante seductora, una buena consciencia. Hay demasiado encanto y azúcar en esos sentimientos de «por los otros», de «no por mí», como para que no fuera necesario volvernos aquí doblemente desconfiados y preguntar: «¿No se trata aquí — de seducciones?» — El hecho de que esos sentimientos agraden —a quien los tiene, y a quien saborea sus frutos, también al mero espectador —, no constituye aún un argumento a favor de ellos, sino que incita cabalmente a la cautela. ¡Seamos, pues, cautos!29
Ante las «intenciones modernas», ocultas en las ideas y productos modernos, Nietzsche sugiere la cautela. La razón de esto es la sospecha justificada de que, «bajo la piel» de aquéllas, yace una negación de la vida como negación de la voluntad de poder, cuya consecuencia es el sometimiento efectivo del mundo y de la vida real de individuos convertidos en rebaños, lo mismo que poblaciones. Se trata de un llamado a conocer y valorar la modernidad existente, como relación o forma burguesa del sujeto con el mundo, y el modo en que ésta se realiza a través de su «tipo hombre bueno»: funciones trascendentales, epistémicas y prácticas de dominio de escalas industriales sobre el objeto, es decir, sobre el mundo.
A la luz de las consecuencias de dicha modernidad, el sujeto aparece, protagonista desnudo, como forma-mercancía, es decir, como producto alienado, tanto o más que como objeto de conocimiento. Así, el sujeto deseado por la modernidad refulge, violento, desde la perspectiva extramoral de Nietzsche como mera forma operativa, abstracta y determinada de aplicación universal sobre individuos y pueblos.
Con base en la percepción del trasfondo de dichas «ideas modernas» y el modo de ser sujeto que éstas suponen y ocultan, Nietzsche observa lo «no-intencionado» y sus alcances. A su juicio, éstas también exhiben, inintencionadamente, los signos de una modernidad que mercantiliza objetiva e industrialmente el mundo y que condiciona el carácter burgués —«vulgar»— de la concepción económica que así lo produce, o que así lo hace accesible en sus representaciones y para sí mismo.
El «tipo burgués» de hombre y la especie de moral que lo caracteriza son, precisamente, las consecuencias ya evidentes de una voluntad débil y determinante del espíritu de la época que habilita en todos los rebaños modernos —desde los confines originarios de las sociedades europeas, mundializadas ya plenamente en la tarde del siglo XIX— la exigencia organizada y lícita de dirección y rumbo, de libertad y progreso, de igualdad y fraternidad. Al mismo tiempo, desvela y representa la incapacidad moderna, artificialmente producida sobre la historia y sobre los individuos como vergüenza y culpabilidad y heteronomía, precisamente como garantías de la negación que sucede como autonomía, como renuncia, como rechazo de la voluntad a darse por sí misma el acto individual y libre, para que ningún yo pretenda superar su ser rebaño, o bien, para que a ninguna oveja le sea lícito soñar con hacerse hombre.
Desde esta perspectiva, sería posible plantear que la existencia de los individuos, en el contexto de la modernidad sobre el que Nietzsche «dice verdad», está más o menos condicionada a representar las funciones que les son propias a las víctimas desencantadas de una maquinaria engañosa, puesta en marcha desde hace mucho tiempo y cuyo programa consiste en el dominio del mundo de la vida total tanto cuanto del mundo futuro y posible. Sin embargo, existen elementos que permiten pensar, al contrario, que si Nietzsche sospechaba del espíritu de su época, es decir, de la «esencia» o del espíritu de la modernidad capitalista, necesariamente sospecharía también del modo de ser capitalista como modo histórico del ser moderno, ese modo de ser «vulgar» que pierde irremediablemente el mundo cuando lo concibe como objeto-mercancía para sí.
Pero, ¿no era el sujeto el agente de esa modernidad, y no sólo la víctima de dichas ideas e intenciones modernas? ¿No es el individuo burgués el que, en la historia, valora «inintencionadamente» el mundo y el que reproduce ciertos valores como consecuencia de su valoración? En este punto, el análisis nietzscheano hace retrotraer la cuestión de la moral moderna al sujeto que ésta produce como condición de posibilidad de su propia reproducción; el momento en el que la pregunta por el «hombre bueno» de la modernidad lo presenta como agente de una voluntad que es necesario valorar. ¿Cómo entender este «hombre bueno», este «tipo de hombre» exigido como producción necesaria para la producción necesaria? ¿Cómo aparece dicho tipo de hombre en la conciencia histórica a modo de deber universal de ser sujeto de tal manera y qué sentido tiene aquella emergencia para Nietzsche?
A partir de los planteamientos idealistas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, la idea de sujeto alcanzó a ser la condición misma del proyecto moderno universalista, la función sintética, epistémica y práctica de la modernidad sin la cual no hay mundo; la condición de posibilidad moderna de lo humano cuyo despliegue muestra «lo humano moderno», precisamente, como el efecto individualizado de la astucia técnica de la razón burguesa, es decir, como yo individual frente al mundo objetivado. Con el yo trascendental no sólo se estableció la propiedad de la facultad del razonamiento como condición del conocimiento y de la historia, sino que se produjo también una ciencia de su desarrollo que, además de hacerla objeto científico, la sujetó en sentido especulativo como protagonista del desarrollo histórico del espíritu burgués. En el yo de la conciencia, tanto como en la conciencia del yo, la modernidad efectivamente existente hizo descansar el deber de establecer, todos y cada uno, por sí mismos, con el uso moderno de la razón, los medios y las finalidades de la existencia y de la producción de un sistema del valor. Sin embargo, precisamente ante la intención del planteamiento que ubica la condición de la realidad en la razón y en el pensamiento del sujeto en su forma burguesa, Nietzsche hará un señalamiento importante sobre lo que aquella intención oculta. En el yo individual, el sujeto trascendental encuentra su «ser en el mundo», el agente de su representación que tiene por fundamento una determinada actitud de modernidad.
Con base en ello, puede decirse que el individuo-sujeto es, para Nietzsche, el agente inconsciente y universalizado de esa actitud de modernidad, de la inversión de los valores precedentes y, por tanto, el instaurador del régimen moderno entendido como relación moral novedosa del valor por su objetividad. No obstante, concebir el sujeto de esta manera lo desmarca como condición de posibilidad del mundo, pues es precisamente respecto de un mundo gobernado por valores precedentes que se distiende como efecto o como reacción.
Entonces, ¿es el sujeto condición de la existencia del mundo o efecto de éste? ¿Su acción en el mundo es activa o reactiva; autónoma o heterónoma; histórica o metafísica? Sin duda, la cuestión del sujeto es, en apariencia, una situación contradictoria. Pero es preciso servirse de la apariencia para poner en dimensión sus efectos.
En el planteamiento de la Crítica de la razón pura de Kant, el sujeto aparece representado como un «Yo» que acompaña todas mis representaciones. En ese sentido, es una función sintética de la razón y, por tanto, una idea de cierta racionalidad. De ahí que Kant le otorgara un estatuto trascendental, un carácter a priori —universal y necesario— que, si bien parte de la experiencia, no depende de ella.30 El sujeto, en Kant, es la representación de las síntesis ordenadas de «mi» experiencia, que no se confunde con el yo de la vivencia de cada una de las experiencias que constituyen aquella síntesis. Como tal, el sujeto no es «yo», sino la identidad abstracta de los múltiples yo de la experiencia compleja que lo representa e identifica. En la medida en que el sujeto es una idea de la razón cuya operación despliega la identidad de una experiencia que «me» compromete en cada caso, es también la representación necesaria que «yo» tengo de mí mismo y que no se confunde con «lo que soy», porque es precisamente «lo que debo ser». En este sentido, el sujeto —esa idea de la razón— no es distinto de la ley que «debo darme» como condición de inscripción en un proceso de Ilustración.31
¿Cuál es la «ley» de la Ilustración, el principio que comanda su progreso? Sapere aude! sostuvo Kant, es decir, tener el valor de servirse de la propia razón sin la guía de otros. Con lo cual inscribe la razón en identidad consigo misma en cierta relación de uso, y a dicha identidad le otorga la categoría de sujeto que yo debo usar para ingresar o pertenecer a un proceso de ilustración, de conocimiento y dominio. En este sentido, el sujeto se produciría como la identidad de la razón que «no soy»; y la introyección de su ley en «mi ser» se dejaría percibir como la condición de posibilidad abstracta de mi existencia histórica.
Entonces, ¿es el sujeto la condición del mundo o efecto de éste? Diremos que, en cuanto función trascendental de la razón, el sujeto es condición de posibilidad del mundo moderno en la medida en que es un efecto del mundo que oprime a los hombres y que toma lugar a modo de imperativo histórico que condiciona abstractamente la reproducción material en los términos de su modernidad. En este sentido, la modernidad descubre su pretensión moral e inmoral, o bien la perversión de sus fines, al visibilizar al sujeto que desea y que proyecta no como valor en sí sino tan sólo como agente de la formalización del valor. De lo cual no se sigue necesariamente una moral falsa, sino una moral formal cuyo efecto es precisamente la instauración de determinada relación del sujeto con el mundo, condicionado también formalmente, y que tiene lugar en el sentido de la cancelación de la experiencia vivida por la experiencia debida. En cuanto tal, la moral formal de la modernidad se despliega como negación absoluta de la vida concreta, y los alcances de esta negación estarán dados por el grado de formalización al que la voluntad de poder esté sometida, es decir, por la violencia de la forma.
Así, la negación y la crueldad ejercidas por Nietzsche en Más allá del bien y del mal respecto de las «ideas modernas» son también los ejercicios por medio de los cuales contrapone «lo aristocrático» a «lo vulgar», en los que también es posible reconocer lo primero como el repudio de la ley que caracteriza una voluntad fuerte, y lo segundo como la sumisión debida que marca la voluntad débil: «La gran mutación, la “transvaloración”, ¿no será, en primer lugar, la afirmación de lo vivido, del momento subjetivo, tras librarse del cogito cartesiano, del Sujeto filosófico, encerrado en sí mismo?».32 La pregunta formulada por Henri Lefebvre insiste en suscribir lo vivido en el ámbito de «lo subjetivo»; y si bien no podríamos afirmar que Lefebvre desconociera la objetividad del sujeto en cuanto idea de la razón moderna, no por ello no inscribiremos «lo subjetivo» justamente como lo contrario de lo vivido, es decir, que es en el concepto de sujeto en el que se evidencia la operación del totalitarismo de lo trascendental y la modernidad como proceso de sujeción de la vida.
Es el sujeto, entonces, esa función objetiva que «debo ser» y, por tanto, «aquello que no soy» todavía. De lo cual es posible insistir en la diferencia de lo vivido respecto de lo subjetivo, además de la naturaleza igualadora, familiar y productiva-reproductiva del proceso de subjetividad al cual están sometidos los individuos en la cultura, en las sociedades, y que persigue la introyección del gobierno de una voluntad de poder a la que Nietzsche imputa la producción de los «buenos europeos»:
Hombres no lo bastante elevados ni duros como para que les fuera lícito dar, en su calidad de artistas, una forma al hombre; hombres no lo bastante fuertes ni dotados de mirada bastante larga como para dejar dominar, con un sublime sojuzgamiento de sí, esa ley previa de los miles de fracasos y ruinas; hombres no lo bastante aristocráticos como para ver la lejanía abismalmente distinta y la diferencia de rango existentes entre hombre y hombre: tales son los hombres que han dominado hasta ahora, con su «igualdad ante Dios», el destino de Europa, hasta que acabó formándose una especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy…33
La introyección de los valores morales de la modernidad en clave europea y eurocentrada en los pueblos y en los individuos de buena parte del mundo como consecuencia del imperialismo formalista es descubierta por Nietzsche como signo o síntoma de un proyecto de mundo, de alcances universales, que trastoca las relaciones previas con el mundo existente. Si antes, en un tiempo previo a la modernidad, la criatura valorada por el cristianismo como pecadora debía a su creador la gratitud de la existencia y, por tanto, un modo de relacionarse con el mundo como ante la presencia de su autor, la modernidad burguesa que desplazó al Dios muerto de un registro metafísico hacia uno imaginario, lo instaló también «dentro» del sujeto, donde cohabita la razón deificada y formal con el sí mismo que debe «dejar de ser» en aras de la satisfacción del proyecto ilustrado del modo de ser sujeto en clave moderna. En este sentido, la moral burguesa de la modernidad no representa ni afirma ninguna «muerte de Dios», sino que opera afirmativamente el traslado de la función teológica viva, aunque abstracta, hacia lo profundo del individuo como instancia interna de gobierno, castigo y beneficio. Es en el contexto moderno en el que reaparece, desde la perspectiva de Nietzsche, la posibilidad del superhombre, o su necesidad; no como certeza metafísica sino como posibilidad artística al alcance de la voluntad, como «puente» histórico, filosófico, social y político hacia la vida que es lícito desear, forma universal que adivinan las yemas de los dedos o que convoca como vida la miseria del mundo artificialmente producida. De la sombra del superhombre da cuenta Nietzsche en su crítica de las ideas modernas con la identificación de «lo aristocrático» como contraposición de «lo moderno»; en la que lo primero se deja entrever como el sí mismo sojuzgado por la razón y lo segundo como la razón formal que oprime la voluntad efectivamente existente: «A nuestro instinto más fuerte, al tirano que hay dentro de nosotros, se somete no sólo nuestra razón, sino también nuestra consciencia».34
El sujeto y el sí mismo son las formas desde las cuales se ejerce el juicio sobre el valor del mundo y de la voluntad que acciona, y donde, por fin, se distienden las figuras y las pretensiones o los proyectos de «lo aristocrático» y «lo moderno» como formas distintas, si no contrapuestas, de ejercer la voluntad: ya para crear, ya para reproducir el mundo moderno.
El proyecto de la modernidad, leído desde la perspectiva cautelosa de Nietzsche, parece consistir en un «dejar de ser sí mismo» imperativo para «llegar a ser sujeto»; darse o sacrificarse a sí mismo autónomamente en aras del advenimiento progresivo de la razón identificada consigo misma como progreso, como época o como futuro. Parece también consistir en inscribir al sujeto en la indiferencia de los rebaños masificados de la igualdad igualadora, de la fraternidad impuesta y de la libertad condicional de la modernidad universalizante y abstracta, burguesa y mundializada, frente a la cual el proyecto nietzscheano, en cuanto negación transvaloradora, esgrime el imperativo aristocrático de «llegar a ser lo que se es», en cuyo ejercicio se despliega la necesidad de asumir el dolor como la esencia de la existencia, como el núcleo de la vivencia respecto del cual la voluntad se hace fuerte, dura, vigorosa. Sólo cuando se alcanza a contemplar la serie de sacrificios de los que se ha sido sujeto y objeto es posible para el sujeto en la modernidad mensurar lo sacrificado y tomar una postura ante el sacrificio. La voluntad de poder, por tanto, eso que le es más propio al sí mismo, puede ver de sí la conciencia gregaria que le ha sido formada —el gobierno de los valores que no le son propios con fines que le son contrarios— y criticarla, transvalorarla. En estos empeños consiste Más allá del bien y del mal y la crítica nietzscheana a la modernidad efectivamente existente; es decir, a la modernidad burguesa-capitalista y eurocentrada, desplegada sobre el mundo entero como verdad incuestionable, como deber irrenunciable.
El sí mismo, inmerso como está en las marismas del deber ser, puede devenir consciencia de sí, es decir, conciencia de lo que es, y no sólo conciencia del ser que le falta. La serie de experiencias en las que éste «ha sido lo que no es» y «no ha sido lo que es» se le presenta, por tanto, como experiencias de deber, y no de ser. A partir de las negaciones de sí mediante y por las cuales tiene él un lugar en la historia —es decir, en la dimensión efectiva de la existencia en la que puede ejercer dicha conducta—, en la sociedad y ante sí mismo, le es posible llevar a cabo una acción, por fin una acción: decir la verdad respecto del modo debido de ser. Le es posible al sujeto por fin accionar y examinar los valores y los fines que le son propios a la historia a la que pertenece y de la que se aleja, apercibida la ilusión de la realidad como realidad ilusoria o de la modernidad burguesa como farsa, como «engaño de masas», tal como la percibieran distintos pensadores mientras ardía la Europa totalitaria, falsamente ilustrada, falsamente moderna, en la mañana del siglo XX, y que nuevamente arde en la tercera década del XXI por idénticas razones.
La construcción del «tipo hombre», «el hombre moderno», «bueno»: «igual», «fraterno», «libre» y burgués es, desde la perspectiva valorativa de Nietzsche, el costo real de la historia efectivamente existente como farsa, de pertenecer a ésta y del goce de sus implicaciones. La afirmación del ser moderno en su sentido burgués, es decir, la afirmación individual del sí mismo sobre sí como propiedad privada y dispuesta a la producción de la mercancía que se ha vuelto mundo, produce una idea regulativa, legislativa y valorativa del sacrificio del sí mismo; y el sacrificio —en cuanto ha de mensurarse de acuerdo con la enseñanza de Nietzsche como no-intencionado— desvela el interés, la ganancia y el consuelo de pertenecer, de ser parte de algo que excede el ámbito del individuo y que hace posible la delegación del dolor que implica la existencia, el dolor de ser, a algo o alguien que responda por mí, por el ser que soy y, por tanto, también por el ser que se vive como deuda.
La moral moderna —y, en concreto, la modernidad de la moral— es, en este sentido, la «gran simulación», el gran artificio, el modo de negar la soledad apabullante que trae consigo ser sí mismo en clave burguesa. Dicha moral es, por tanto, una negación de la vida todavía más radical que la teológica, ya que no sólo presenta al «hombre» como el consuelo sustituto de Dios. Al hacerlo, traiciona su intención, ya que impone una relación teológica formalizada con el mundo a modo de consuelo. Ante lo cual Nietzsche afirmará el sí mismo y su voluntad en la historia que se cuenta alegremente como desmentida que le es propia, más allá del bien y del mal que esto pudiera significar.
Muy lejos de la afirmación moderna en clave burguesa que posibilita la idea del dominio objetivo del mundo con base en un dominio objetivo y «autónomo» del sujeto, Nietzsche opta por una negación radicalmente moderna del tipo de hombre y de la especie de moral que articulan aquella ecuación burguesa del dominio y del sacrificio cuyo costo no tan sólo reporta un mundo que se ha vuelto mercancía, lógica y economía industrial capitalista, sino una forma de ser sujeto, dócil y vaciado, cuya existencia y beneficio dependen de un olvido de sí ejercido por sí mismo como signo de modernidad y como condición de consumo. Este signo y esta condición «moderna» son, para Nietzsche, precisamente los objetos de la negación, del hacer no que significa Más allá del bien y del mal.
En esos signos de modernidad, sin embargo, también será preciso vislumbrar o inventar caminos no necesariamente burgueses, no necesariamente capitalistas, a través de los cuales sea quizás posible una modernidad efectivamente moderna, debida, todavía por producirse, todavía por afirmarse. Para una modernidad efectivamente moderna es necesario pensar y valorar desde registros distintos de los que impone el mundo burgués, incluso en sus fases superiores de desarrollo, y tener el valor de hacer usos radicalmente distintos del pensamiento y del juicio valorativos, usos que consistan en negar la negación burguesa hasta abolirla o en un «superar la moral por veracidad» de aquello que sigue garantizando la vida artificialmente culpabilizada de los individuos y el carácter efectivamente barbárico y vergonzante de las sociedades sometidas a la lógica universalizante del Occidente moderno y a los efectos de su historia.
Theodor W. Adorno y Max, Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, trad. Juan José Sánchez, 7ª ed., Madrid, Trotta, 2005.
Giorgio Colli, Introducción a Nietzsche, trad. Romeo Medina, Ciudad de México, Folios, 1983.
Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, trad. Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1989.
Michel Foucault, «¿Qué es la Ilustración?», en id., Estética, ética, hermenéutica. Obras esenciales. Vol. III, trad. Ángel Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 335-352.
Immanuel Kant, «¿Qué es la Ilustración?», en id., Filosofía de la historia, trad. Eugenio Ímaz, 2ª ed., Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1979, pp. 25-38.
_____, Crítica de la razón pura, trad. Pedro Ribas, 22ª ed., Madrid, Alfaguara, 2004.
Henri Lefebvre, Hegel, Marx, Nietzsche (o el reino de las sombras), trad. Mauro Armiño, Ciudad de México, Siglo XXI, 1976.
Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro, introd., trad. y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1997.
_____, Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es, introd., trad. y notas de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1998.
_____, Epistolario, trad. Luis López-Ballesteros y de Torres, revisión y notas de Jacobo Muñoz, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de su pensamiento, trad. Raúl Gabás, Ciudad de México, Tusquets, 2010.
1 Véase Friedrich Nietzsche, Ecce homo, p. 120.
2 Ibid., p. 119.
3 Estas tesis, de acuerdo con Eugen Fink, representan el orden o la jerarquía del pensamiento nietzscheano: «Del superhombre habla Zaratustra a todos; de la muerte de Dios y de la voluntad de poder, a pocos, y del eterno retorno de lo mismo no habla, propiamente, más que a sí mismo», Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, p. 98.
4 F. Nietzsche, «A Jacob Burckhardt en Basilea», en id., Epistolario, p. 203.
5 Giorgio Colli, Introducción a Nietzsche, p. 84.
6 F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p. 67.
7 F. Nietzsche, Ecce homo, p. 137.
8 Id.
9 Ibid., p. 92.
10 Ibid., p. 143.
11 F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p. 42.
12 Rüdiger Safranski, Nietzsche, pp. 277-294.
13 F. Nietzsche, op. cit., p. 43.
14 E. Fink, op. cit., pp. 56-57.
15 F. Nietzsche, Ecce homo, p. 138.
16 G. Colli, op. cit., p. 85.
17 Ibid., p. 92.
18 F. Nietzsche, op. cit., p. 138.
19 R. Safranski, op. cit., p. 287.
20 F. Nietzsche, «A Jacob Burckhardt. Carta del 14 de noviembre de 1887», en id., Epistolario, p. 216.
21 En esta medida, la definición historicista presenta su incapacidad. A partir de lo cual es posible afirmar que la modernidad no tan sólo es una época, sino también una actitud, desde la perspectiva de Michel Foucault: «En todo caso, la Aufklärung se define por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón», Michel Foucault, «¿Qué es la Ilustración?», p. 338.
22 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, p. 65.
23 F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p. 50.
24 Th. W. Adorno y M. Horkheimer, op. cit., p. 70.
25 Ibid., p. 80.
26 Ibid., p. 81.
27 Ibid., p. 83.
28 F. Nietzsche, op. cit., p. 61.
29 Ibid., p. 62.
30 Véase Immanuel Kant, «La estética trascendental», en id., Crítica de la razón pura, pp. 42-61.
31 Véase I. Kant, «¿Qué es la Ilustración?».
32 Henri Lefebvre, Hegel, Marx, Nietzsche (o el reino de las sombras), p. 192.
33 F. Nietzsche, op. cit., pp. 96-97.
34 Ibid., p. 117.