Número 92
¿Cómo se hace la cocina?
Las mujeres de Xalpatláhuac
Emilia Ruvalcaba
Investigadora independiente
Investigadora independiente
Estamos en la cocina.1 En la pantalla se muestra mi cara. Me veo agachada, ajustándole la cámara a Dulce. Le digo: «¡Listo!, olvídate de que está ahí». Nos reímos. En el fondo se observa un metate de piedra gris sobre el que está una masa de color morado claro y, a su lado izquierdo, un molino de mano que está empotrado en un pedazo de tronco, clavado en el piso. En primer plano, en el borde inferior de la pantalla, se ven las manos de Dulce golpeando y girando suavemente una tortilla, que se comprime entre dos círculos de nailon y reposa sobre una tortillera de metal azul. Una música tenue de fondo proviene de la iglesia y acompaña nuestros movimientos. Dulce desprende lentamente la tortilla del nailon, la deja tendida sobre una de sus manos y se dirige hacia la estufa de gas que está en la esquina menos oscura de la cocina. Conforme avanza, se va iluminando la escena con los rayos matutinos que entran resplandecientes por las ventanas rectangulares de la pared; sus bordes son casi indistinguibles.
La estufa de gas ya está encendida y tiene un comal de metal que abarca dos de sus parrillas derechas. Dulce verifica con una de sus manos la temperatura y extiende la tortilla sobre el comal. Regresa al metate para tomar otro puño de masa. En cuanto acaba de apisonarla en la tortillera, vuelve a voltear la tortilla del comal. La cámara se mueve bruscamente y de nuevo aparezco unos segundos más a cuadro. Me veo enorme, el plano de la cámara está a la altura de mi estómago, por lo que sólo se ve mi torso y una parte de mis piernas; mi cabeza queda fuera de la vista.
Se escucha que comento en tono de broma: «Nadie me cree que también echan tortilla en la [estufa] de gas», a lo que Dulce me responde mientras voltea las tortillas en el comal: «Sí, bueno, yo… A mí mamá sí no le gusta que las ponga en la de gas». «¿Por qué?», le pregunto. Entre risas, me responde: «Porque luego dice que se le acaba el gas». Instantes después se observa cómo una de las tortillas comienza a inflarse. Dulce la toca. «A mí me gustan acá porque se inflan y se cuecen bien», explica. La cámara se orienta hacia el lado derecho, mientras Dulce voltea y apunta con el dedo a una estufa de leña que tienen en la otra esquina de la cocina. La estufa tiene colocadas dos velas amarillas, delgadas y pequeñas que su mamá le pone al kojkol para que cuide su casa. «Sí las puedo echar y voltear ahí, pero hacerlas a mano, no», me aclara al señalar la estufa. Bromeamos sobre que yo tampoco soy capaz de hacerlo y Dulce comenta: «Luego sí me echan relajo de que cuando me junte2 no me voy a llevar la estufa [de gas], pero eso yo todavía no lo tengo planeado». Yo le pregunto: «Oye, ¿y acá también se juntan bien chiquitas?», me contesta que sí y me platica sobre su vecina. Durante nuestra conversación vuelvo a aparecer varias veces más en la pantalla. La cámara deja ver que yo, en lugar de seguirla a todos lados, comienzo a ayudarle. Me encargo de hacer las bolitas de masa para pasárselas.
Ilustración 1
La primera fotografía muestra a Dulce con la cámara que toma el video que describo.
Todas las demás fotografías son capturas de pantalla del video que ella graba.
Dulce me pide que le pase un bule que tiene una servilleta encima y se lo lleva para guardar las tortillas que ya están listas. Unos segundos después entran a cuadro sus brazos. Toma con sus dos manos las primera dos tortillas y, sobre el bule, las mueve de arriba abajo y de izquierda a derecha; después las mete al bule. «Antes de echar tu primera tortilla, primero la tienes que persignar. Bueno, así es la costumbre de aquí en mi casa», dice. Yo me veo a lo lejos. No estoy volteando hacia ella. «¿Cómo la persignas?», pregunto. Dulce contesta con un tono juguetón, como si se aguantara la risa: «¿Sí has ido a la iglesia y te persignas? Así persignan la tortilla». Respondo: «Ajá», con ligera vergüenza. Pregunto si eso lo hacen también con cada tortilla, pero ella responde que no, que sólo con la primera. «Así, si uno de tus familiares tiene hambre y apenas es la primera, no la puede agarrar. Es lo que a nosotros nos ha dicho mi abuelita», explica.
Mientras Dulce está terminando de apisonar una tortilla, se voltea y yo aparezco a cuadro junto a la estufa intentado levantar las tortillas. Estoy quejándome: «Ay, está muy caliente… ¿Aquí cómo sabes cuando ya está?». Dulce se ríe, se acerca a mí y me dice: «Igual que aquí [en la estufa de leña]». Me enseña cómo levantarla; aparecen sus manos, coge la tortilla, me señala una de sus caras y dice: «Ya cuando está, así como doradita, bueno mi mamá dice que le haces así [me dice mientras la dobla] y si ya no se rompe entonces ya está». Pregunto que si ella empezó practicando en la estufa de gas. Contesta que sí: «Se me hace más fácil ahí, porque ahí [en la estufa de leña] a veces se te apaga y me desespero muy rápido. Otra cosa que no puedo hacer es prenderla, poner lumbre… De lo demás sí, pero eso es lo que se me dificulta bastante». Retomo un tema que surgió antes durante la conversación y le pregunto que cómo es eso de que cuando te juntas tienes que aprender a echar tortilla con leña. Ella me explica que hay varias «muchachas» que no saben moler antes de juntarse o que prefieren hacerlo en la estufa de gas, pero que deben aprender a moler cuando se juntan y que, dependiendo de cómo sea tu suegra, varía lo que te pidan hacer: «Que si se te quema la tortilla, que si se te rompe…. Te reprochan todo».
Interrumpimos la plática porque Dulce, al ver mi poca destreza con la masa, decide mostrarme con un tono ameno que revela el gusto por enseñarme varios de los pasos que ella sigue para hacer las tortillas. Entre ellos, me explica que para saber de qué tamaño hay que hacer las bolitas de masa «la seña es tu mano». En la pantalla se ve cómo coloca un pedazo de masa que se ajusta al hueco de la palma de su mano. Unos momentos después se escucha que su papá le habla en náuatl y ella me pide que si le puedo poner «pausa» al video. Me agacho y la pantalla queda en negro.
La narración anterior del video que Dulce tomó con la cámara puesta sobre su pecho forma parte de mi tesis de maestría La intra-acción de las mujeres y la leña en la práctica del tlekuilli y el nó’òn en Xalpatláhuac y Zacatipa, Guerrero,3 en el que traté de comprender la relación entre la leña y las mujeres de estas comunidades en las prácticas de cocinado.
En esta ocasión, me gustaría retomar algunas de las reflexiones de aquel trabajo para hacer un primer acercamiento, ya no a la leña como partícipe activa de las prácticas de cocinado, sino al espacio en el que esta práctica se construye y es construida: la cocina. Encuentro valioso preguntarnos sobre este espacio, pues considero que, al hacerlo, podremos visibilizar otras formas de seguir comprendiendo nuestra relación con los espacios que habitamos y responder a las implicaciones políticas y éticas derivadas de nuestras interacciones en ellos.
Al igual que sucedió con Dulce, la mayoría de mis pláticas con las mujeres de Xalpatláhuac ocurrieron en la cocina, porque es el lugar que me permitió comprender desde otra perspectiva la relación entre la leña y las mujeres, pero también porque es ahí donde ellas pasan la mayor parte de su día, es ahí donde se perciben con mayor confianza y seguridad. La cocina es su lugar, es su espacio.
Para comenzar a reflexionar desde mi experiencia en campo sobre la cocina en esta comunidad, propongo hacerlo desde un sitio que me ha resultado fructífero: desde el enfoque del feminismo materialista de las prácticas, es decir, concibiendo las prácticas como constructoras de la realidad y, a la vez, la materialidad como un elemento que participa de manera agencial en esta construcción.
Desde este enfoque es necesario desplazar nuestras preguntas por el espacio de la cocina desde una dimensión epistemológica hasta una ontológica. Se trata de no preguntarnos «¿Qué es la cocina?», sino «¿Cómo se hace la cocina?».
Cuestionar la cocina de esta manera es concebir que ésta se materializa con las prácticas y que, a su vez, la cocina construye las prácticas. Así, mientras sigo precisando la noción de «materialización», podemos partir de una caracterización de este concepto como aquellos procesos iterativos y articulados en los que emergen diferentes límites, significados y propiedades que hacen inteligibles una entidad en el mundo, en este caso, la cocina.4
Estos procesos de materialización dependen del contexto en el que ocurren, porque es sólo en contexto que se pueden diferenciar los límites, los significados y las propiedades de las entidades que nos rodean.5 Esto implica que las prácticas están situadas. No son unívocas ni generalizables, sino parciales: están constreñidas —«marcadas», en palabras de Donna Haraway—6 por intereses, valores y características sociales, culturales, materiales y políticas específicas del contexto.
La narración del video que grabó la cámara puesta sobre el cuerpo de Dulce con la que he comenzado, hace ver muchos de estos significados, límites y propiedades que hacen una cocina en estas comunidades. Fue a través de este video que comprendí que no todos los lugares se conciben como «cocina» y que sólo ciertas prácticas, y no otras, eran producidas y validadas en este espacio.
Al igual que Dulce, las mujeres con las que conviví son nauas, y esto marca de maneras muy específicas su relación con el mundo. Por ejemplo, en el video, aparece mencionado el kojkol, al que su madre agradece o venera colocando una vela sobre su estufa de leña. El kojkol —«Señor lumbre» o «abuelito» en español— es el nombre que se da en náuatl a una deidad que forma parte de una práctica cultural que ocurre únicamente con la leña. Aunque no me es posible ahondar en ello en este ensayo, es importante mencionar que las mujeres llaman a la leña kojkol y suelen hablarle, darle de comer (echando masa al fuego) y agradecerle mientras cocinan:
«Abuelito, prende», le digo a la leña, «porque si no, me van a regañar». «Abuelito, ¿no me tienes lástima?». «Abuelito, ayúdame porque se rompen mis tortillas», le digo, y después se arreglan.7 Aquí la creencia de la gente, poner lumbre, es como si nuestro antepasado nos estuviera ayudando, nos estuviera ahora sí… protegiendo. Le decimos «to kojkol» […]. Cuando estoy en mi casa, ahí abajo, se siente como muy triste, se siente sola mi casa porque no hay lumbre, se siente como que nadie vive ahí. [Pero] cuando pongo lumbre a veces hasta se siente la felicidad de que uno esté ahí, parada la casa.8
La práctica del kojkol demarca de manera muy específica la relación de las mujeres con la leña, y abona a que no todos los espacios sean reconocidos como «cocina».
La mayoría de las mujeres tienen la posibilidad de cocinar en una estufa de gas o en una estufa o fogón de leña. Sin embargo, suelen referirse sólo al espacio donde está la leña como cocina. Es decir, la cocina se materializa sólo en relación con ciertos elementos y significados característicos, como la leña o el kojkol, que permiten llevar a cabo las acciones que dan sentido al concepto «cocina» en ese contexto particular. Por eso, Dulce hace tanto hincapié en que las mujeres «deben» aprender a moler (echar tortilla) en la estufa de leña y no en la de gas.
El video también muestra que la práctica de cocinar ocurre en lugares que poco tienen que ver con ese cuarto citadino repleto de electrodomésticos, barra para picar, lavadero, repisas y artículos de despensa. La práctica de cocinar, en Xalpatláhuac, es llevada a cabo cuando existen al menos dos elementos: un artefacto de leña (un tlekuilli, en náuatl) y un metate.9
Ilustración 2
La cocina de Julia. Se puede observar su metate del lado izquierdo y su tlekuilli del lado derecho.
Así, el proceso de materialización no es nombrar algo como «cocina» en el mundo, sino que es un proceso en el que se crea algo en y con el mundo.10 La cocina se materializa, «llega a ser»,11 sólo cuando se interrelaciona con la práctica de cocinar de maneras específicas: cuando está articulada con ciertos elementos, significados, conocimientos, propiedades y no con otros, porque son estos últimos los que posibilitan que la cocina adquiera el modo característico que la hace ser «cocina» en los contextos de esta comunidad.12
Cuando vi el video por primera vez, además de reconocer varios de los elementos o prácticas con las que la cocina adquiere sentido, también percibí la importancia de la interrelación de Dulce, de su cuerpo, como constituyente de ese lugar.
En el video se muestran algunos de sus encuentros con el espacio de la cocina (la iluminación, los distintos objetos que usa y la rodean); sus habilidades corporales («Sí las puedo echar y voltear ahí, pero hacerlas a mano no»); sus emociones («A mí me gustan acá porque acá se inflan»); sus conocimientos corporizados («La seña es tu mano», «Antes de echar tu primera tortilla, primero la tienes que persignar»); e incluso otros elementos que no son siempre visibles pero que forman parte de la relación de su cuerpo con la cocina en ese momento (como las conversaciones que ocurren en náuatl mientras ella cocina, la música de iglesia o los tonos de voz).
Por lo tanto, la cocina no se refiere a un espacio material aislado, sino que se construye con ciertos elementos culturales, sociales y materiales, requiere ciertas habilidades corporales y conocimientos e involucra otras materialidades, emociones y deseos. Se refiere a una práctica en sí misma.
Pensar el espacio de esta manera significa que las acciones que lo construyen o transforman no puedan asociarse a una entidad en específico, es decir, la cocina no es la suma de elementos disociados: fuego, humo, metate, kojkol o mujeres, ya que éstos no preexisten ontológicamente a la práctica de cocinar en la que la cocina adquiere sentido. El espacio se configura en interrelación, en un proceso continuo pero contingente de intraacción.13
Prefiero utilizar el concepto de «intraacción» en contraposición al de interacción, que supone que hay entidades independientes o prexistentes a la acción y que, cuando se relacionan, producen un efecto.14 El concepto de «intraacción» enfatiza que no hay «algo» o «alguien» que preexiste ontológicamente a su relación: los límites emergen sólo en interrelación, en la práctica.15
La cocina sólo es inteligible en relación con el contexto que la hace ser: la cocina no es —y no se hace— fuera de su intraación con el fuego, con las mujeres que lo encienden o con el kojkol que las escucha.
Esto permite comprender que la relación entre el espacio y las prácticas ocurre en un sentido de mutua constitución y está contextualizado: una práctica, al ocurrir en un espacio específico, hace posible que ciertos procesos de intraacción sucedan —configura un tipo de agencia—; y, a su vez, las practicas producen y reconfiguran el espacio en el que ocurren. Por eso, los cambios en el espacio también transforman las propias prácticas. En otros términos, pensar desde el enfoque del feminismo materialista es reconocer que las prácticas hacen la cocina, pero que también la cocina construye las prácticas.
Considerar el espacio como producción y producto social, cultural y material, y no como el escenario fijo donde ocurren las prácticas, permite observar una diversidad de relaciones que se construyen con el espacio, en este caso, con la cocina.
En el video narrado podemos observar que la cocina es el lugar en el que se producen y validan las prácticas de género que se consideran necesarias o correctas en esta comunidad, como lo es la práctica de hacer tortillas, comúnmente llamada «de moler».
En mi convivencia con Dulce, entendí que esta práctica sólo se reconoce como tal si suceden dos cosas que se implican mutuamente: si una sabe preparar las tortillas con leña y si una sabe hacerlas con las manos (es decir, sin utilizar una tortillera para moldear la masa). Por eso sus amigas no consideran válida su práctica de moler. En sus palabras, «le echan relajo» porque sabe hacer tortillas únicamente con la tortillera y en la estufa de gas. En ese sentido, la cocina, a través de la práctica de moler, se relaciona estrechamente con los cuerpos de las mujeres, especialmente con sus manos, con la leña y con la masa.
La práctica de moler «llega a ser» sólo cuando el cuerpo está preparado para ello, como Dulce lo mencionó en el video: cuando se sabe prender la leña, hacer las tortillas a mano, mantener el fuego prendido. Así, el cuerpo en intraacción construye la práctica de moler y, al mismo tiempo, la cocina emerge con ella.
En la cocina, las mujeres transforman sus cuerpos, sus emociones, sus conocimientos, sus sistemas axiológicos y otras formas sociales, materiales y culturales que las identifican y diferencian como mujeres nauas.16 Así, la cocina resulta ser un terreno simbólico y material a partir del cual las mujeres construyen sus identidades y sus cuerpos.
Distintas mujeres expresan que moler es parte de lo que las identifica: «Aquí lo que hacemos es la tortilla»;17 «A mí lo que me gusta es moler»;18 «Moler es ley»;19 «Pues su coscorrón, va a aprender a moler, se necesita saber moler. Si ella quiere casarse y si no sabe moler ahí viene su castigo de ella. No te van a tener como reina».20
Estos extractos de conversaciones explicitan que la práctica de moler construye los elementos identitarios de las mujeres en interrelación con otras prácticas sociales, como el matrimonio. Asimismo, visibilizan que estos elementos no se eligen completamente: «se necesitan», los «debes aprender». Dulce lo menciona con mucha claridad: «Tienes que moler porque eso es lo que haces como mujer».
Margarita, una mujer naua de 60 años, me cuenta que cuando fue vendida a los 14 años «sufría mucho» porque su suegro le pegaba con un palito en las manos si se equivocaba al hacer las tortillas. Le decía: «Tienes que aprender a moler, porque eres mujer, no hombre».
Cuando las mujeres son «vendidas»,21 se hace más evidente que la conformación de su identidad como mujeres y esposas se construye en la cocina a través de la práctica de moler en formas que no parecen arbitrarias ni elegidas, sino que emergen a través de un proceso reiterado de la intraacción entre las mujeres y los elementos particulares del medio contextual en el que viven. Este contexto está formado por valores, significados y normas patriarcales que restringen lo que identifica a las mujeres en cada comunidad: cuáles son las actitudes, los conocimientos y las habilidades corporales que deben tener.22 Por ejemplo, la imposición de vivir con la familia del novio, de hacerse cargo de la cocina o de aprender a moler.
Sin embargo, para no construir una narrativa que coloque a las mujeres como víctimas de un patriarcado ahistórico o de las fuerzas del capital, y para evitar otras que naturalicen o idealicen los espacios atribuidos a las mujeres (por ejemplo, la cocina), es importante reconocer que las experiencias del cuerpo y de la construcción identitaria son histórica y contextualmente variables.23
Sería fácil caer en el señalamiento de que la cocina en estas comunidades es «por tradición» un espacio de subordinación de la mujer, que las obliga a reproducir ciertas prácticas para obtener validación. Sin embargo, como lo han expresado diferentes mujeres de pueblos originarios: «la cultura no está definida en términos de tradición; por el contrario, es un producto de tendencias históricas».24 Esta observación nos permite recuperar la dimensión histórica del patriarcado y relacionar las prácticas o los espacios que actualmente llamamos como «tradicionales» o de «usos y costumbres» con la historia colonial y el actual régimen capitalista.
En ese sentido, es incorrecto concluir de forma reduccionista, como han hecho muchas iniciativas tecnocientíficas y/o gubernamentales, que transformar la cocina sustituyendo la práctica de cocinar con leña por prácticas más «actuales» eliminará la carga de trabajo de las mujeres o las liberará de los roles de género.
El caso del molino de máquina es ilustrativo a este respecto. Anteriormente, en las cocinas de Xalpatláhuac se usaba el metate para moler el nixtamal y hacer las tortillas. Desde que llegaron los molinos de petróleo o los eléctricos, las mujeres empezaron a ahorrar el tiempo que pasaban en la cocina preparando la masa. Sin embargo, esto no significa que tengan menos trabajo o mayor tiempo libre:
Antes te tenías que levantar a las 3 de la mañana para preparar el almuerzo, pero te quedabas nomás a moler o a cocinar. Ahora es más trabajo, te da más tiempo de hacer cosas, como ir al campo. Te tienes que levantar tempranito, a las 5 de la mañana, ir al molino, echar las tortillas, tu salsa. Si ya está listo todo, vámonos pues.25
Como lo expresa Julia, el tiempo «ganado» al sustituir el metate se emplea para otras actividades que implican el mismo esfuerzo físico, lo que las mujeres no valoran necesariamente como un hecho positivo. La sustitución de la práctica de moler por cualquier otra práctica no modifica automáticamente las condiciones de vida de las mujeres, ya que ni las prácticas ni los espacios se pueden desasir de los contextos patriarcales y de marginación que han condicionado históricamente el actuar de las mujeres.
Las distintas normas patriarcales, que son parte del proceso en el que se construye la identidad de las mujeres, no son una serie de reglas explícitas que se deben cumplir invariablemente. Son normas corporizadas —implícitas— que moldean cuerpos y que crean diferencias entre mujeres y hombres. Además, esta normatividad está tan inextricablemente imbricada en las prácticas y los espacios cotidianos que, aunque se pueda modificar con el tiempo, ordena la vida social de maneras en apariencia «legítimas», «naturales» o «normales» que tienden a ser duraderas y comprometen las conductas de las mujeres para no correr el riesgo de ser evaluadas en función de esa normatividad.26
Desde esta perspectiva, la cocina y las prácticas que tienen lugar aquí operan como uno de los factores que permiten que las normas patriarcales permanezcan y, al mismo tiempo, que los procesos de intraacción que constituyen a una mujer puedan reiterarse. La cocina crea la posibilidad de que las mujeres ritualicen todo aquello que dice quiénes son, qué deben hacer y de dónde provienen. Cada vez que las mujeres intraactúan en la cocina ponen en práctica las normas, los significados, los conocimientos y los valores que las hacen ser de cierta manera. Esto reafirma algunos de sus elementos identitarios; por ejemplo, que lo que las identifica y diferencia como mujeres es saber moler.27
Sin embargo, esto no implica que la identidad de las mujeres esté determinada por los espacios que habitan o por las prácticas que realizan. Por el contrario, no son externas ni a los lugares ni a las prácticas, sino que actúan en ellos y en ellas. Las mujeres tienen la capacidad de apropiarse de los espacios y modificarlos. En consecuencia, la construcción de sus identidades no es un proceso autoconstruido que depende de la autopercepción, ni tampoco es un proceso determinado material o socialmente, sino que se construye por un proceso de identificación y diferenciación que entrelaza ambos aspectos.28 No obstante, este proceso sucede de maneras enredadas, fluidas e incongruentes.
Durante mi investigación, la mayoría de las veces, las mujeres, sobre todo las que han sido «vendidas», me cuentan sus primeras experiencias moliendo en la cocina con mucho dolor, pero sobre todo me transmiten una sensación de lejanía, como si hablaran de una mujer que ya no son, de algo que ya no ocurre. En cambio, cuando conversamos del presente y se refieren a la práctica de moler ya no lo hacen desde el sufrimiento, sino que lo hacen con orgullo, alegría o satisfacción: «A mí me gusta moler, hacer mis tortillas».29
Así, un lugar que antes nos identificaba a través del dolor y el sufrimiento, ahora puede hacerlo a través del placer y la satisfacción. Incluso podemos identificarnos mediante la coexistencia de ambas sensaciones.
Estos cambios en los procesos de identificación no son factores externos al actuar de las mujeres ni a su toma de decisiones: no sólo son efectos del contexto —y por tanto tampoco de la dominación patriarcal— porque ellas tienen agencia en los procesos de intraacción en los que construyen sus identidades. Las mujeres, mediante los procesos reiterativos de intraacción, también pueden resignificar los espacios que habitan y cambiar las maneras de identificarse con ellos.
Dos meses después del encuentro con Dulce que narré al inicio del artículo, ella cambia su manera de relacionarse con la cocina, específicamente con la práctica de moler. Ese día, para mi sorpresa, cuando entro a su cocina, a diferencia de mi última experiencia, la veo moliendo en el tlekuilli. Recuerdo con mucha precisión que su mamá pasa cerca de mí y me dice entre risas: «Mira, ya sabe moler. A ver si cuando se vaya otra vez no se le olvida». Dulce tiene menos de un mes que ha regresado a su casa porque, desde hace dos años, estudia en Tlapa, el municipio urbano más cercano. En ese momento está de vacaciones. Ese día nos vemos rápidamente y no platicamos mucho, pero al día siguiente, mientras sus papás están en una asamblea de pueblo, nos sentamos en el piso junto a una puerta y conversamos:
—Antes me gustaba más moler en la de gas, pero ahorita ya no porque ya sé —expresa Dulce. —¿Qué es lo que te gusta de moler? —le pregunto. —Que no es difícil. Al principio poner la lumbre sí se me complicaba, pero practicando, practicando aprendí. Ahora ya puedo. Muelo dos cubetas de un litro de masa en menos de una hora. Mis tortillas salen así chicas —me explica moviendo sus manos—, pero si practico me van a salir más grandes —agrega con orgullo.
Al igual que Dulce, otras mujeres describen las experiencias que demuestran que ya saben moler como aquellas que cambian su relación con la cocina, la masa y la leña.
Cuando Dulce y otras mujeres me comparten por qué ahora les gusta moler, siempre involucran mucho su cuerpo. Me hablan de lo que perciben o sienten. Dibujan con sus manos los tamaños de las tortillas. Las mueven para explicarme cómo voltearlas, cómo mezclar la masa o cómo persignar la primera tortilla.
Estos procesos corporizados que se dan al aprender a moler cambian las formas de intraactuar de las mujeres en la cocina y, poco a poco, la van resignificando. Cuando regreso a ver a Dulce, me explica que ahora prefiere moler con leña. Hay un momento que compartimos entre risas que hace más evidente la importancia de la corporalidad para que las mujeres se apropien de la práctica de moler y, a través de esto, construyan de una forma distinta a la cocina.
Lo que me gusta [de moler] es cuando empiezas, porque… luego estoy moliendo y se me pega, y luego le estoy tratando de pegar, se rompe y la vuelvo a hacer. Es como que juego con la masa. Bueno, más bien juego con la masa porque luego mi mamá me dice: «¿Ya terminaste?». Y le digo: «No». Y me dice: «Nomás te la pasas jugando». Y le sigo haciendo y juego con la masa. Eso es lo que me gusta: jugar con la masa.
Uno de los factores para que las prácticas que ocurren en la cocina sean tan cambiantes —pasar de ser dolorosas, llevaderas o fatigosas a ser gratificantes, placenteras o alegres— es que las mujeres, en el proceso de intraacción con la masa, la leña y las demás mujeres presentes en ese espacio, desarrollan una serie de sensaciones, emociones, habilidades y conocimientos corporizados en los que convierten la tortilla en su tortilla, la práctica de moler en su práctica y la cocina en su cocina.
Los espacios, como las prácticas, se construyen por su intencionalidad, porque ponen en juego la agencia de las sujetas en su historicidad. En ellos, las mujeres experimentan, desarrollan nuevas destrezas o conocimientos, tienen sensaciones y emociones, toman decisiones, aprenden.30
Al reconocer que nuestra relación con el espacio es cambiante y que nuestras prácticas son alterables, podemos comprender que las mujeres pueden resignificar espacios como la cocina y, en el proceso, también pueden reidentificarse con ella, ya no desde el dolor o el sufrimiento, sino a través de la alegría o la satisfacción.
Además de la importancia que tiene el desarrollo de habilidades y conocimientos corporizados en los procesos de intraacción que ocurren en la cocina, las relaciones sociales que se producen en esta última son esenciales para resignificarla o cambiarla y para que las mujeres se identifiquen de otra manera con ella.
Ilustración 3
En la foto izquierda se ve a Dulce aprendiendo con su abuela a cocinar mole de pipián. En la foto derecha se ven varias mujeres moliendo y bailando en la cocina. Fotografías propias.
Después de que Dulce me comenta que le gusta jugar con la masa, le pregunto si ella cree que a todas las mujeres les gusta moler. Me contesta que no, porque es «rara la vez que una señora le gusta moler, lo hace por obligación, porque si no, no comen». Su respuesta llama mi atención, ya que ella me expresó anteriormente que sí le gusta moler, así que decido agregar: «¿Tú crees que a tu mami le gusta?». A lo que me responde en su tono juguetón característico:
A mí mamá tal vez sí, porque luego así la hacen enojar en su escuela. Te voy a poner un ejemplo. Que llega bien molesta y me dice: «¿Ya moliste?». Le digo que no y que agarra y me dice: «Yo muelo». Y yo: «Ajá». Y cuando está enojada se me hace divertido a mí porque luego, supuestamente, está moliendo y, al momento de echar la tortilla, la echa y la levanta [me dice riendo mientras hace gestos y simula que voltea la tortilla con una mano, apurada y enojada]. Entonces le digo: «Se levanta con las dos». Y dice: «Por eso». Y ya entonces yo voy y le ayudo y la volteo. Pero le digo jugando: «Pues echa otro». Y dice: «Pues no ves que apenas lo estoy haciendo». Y le digo: «Pues apúrate». Y ya lo hace. Luego le digo: «Ésa te quedó muy gruesa». Y le voy echando relajo y se empieza a reír.
La plática con Dulce hace ver que la cocina es un espacio ambivalente e incoherente de obediencia y dolor, pero también de complicidad, apoyo, convivencia y juego. El cuerpo —mediante sensaciones, emociones, habilidades, gestos y actitudes— participa activamente para resignificar este espacio y las prácticas que ocurren en él. Como ella misma resume al final de su historia: «Cuando molemos y está de malas hago que se ponga de buenas. Eso es lo que le gusta a mí mamá de moler».31
Los comentarios de Dulce también dejan claro que la cocina es un espacio que se construye colectivamente y usualmente con las mujeres. Los hombres, por lo general, no participan. No sólo porque a la mayoría de ellos les desagrade o porque se supone que no deben hacerlo —según las normas implícitas sexo-genéricas—, sino también porque las mujeres suelen desaprobarlo. Así, aunque las mujeres me digan que «la mayoría de los hombres no hacen nada, nada más se van a sentar»,32 en la práctica, cuando intentan ayudarlas, ellas los quitan y dicen cosas como: «Ése es mi trabajo».
Las mujeres se apropian de las prácticas que ocurren en la cocina, creando a su alrededor un espacio confinado y cerrado, al menos en parte, en el que proyectan un área donde pueden existir como sujetas libres.33 Además, como la cocina suele ser un espacio colectivo de mujeres, se convierte en un lugar íntimo de convivencia, de complicidad y de diálogo entre mujeres. En este espacio las mujeres aprenden, desarrollan habilidades, significados y conocimientos: producen cultura.
Al retomar la complejidad de los procesos de identificación que se construyen con la cocina, podemos volver a la pregunta: «¿Cómo se hace la cocina en esta comunidad?», no para responderla de manera única y determinada, sino para reflexionarla desde la amplitud que conlleva responderla.
Este artículo nos ha permitido analizar que la cocina se materializa mediante prácticas culturales, contextos, cuerpos, emociones, habilidades y materialidades. Pero sobre todo, el hecho de partir de un cuestionamiento ontológico de la cocina nos ha llevado a reconocer la agencia de su materialidad, de su existencia social y cultural. Esto manifiesta que la cocina, en intraacción con las prácticas, forma parte de los procesos de conformación identitaria de las mujeres, en los que confluyen esquemas de dominación, opresión, equidad y complicidad.
Considero que el análisis de la complejidad social, material y cultural del espacio, desde un enfoque feminista-materialista, en diálogo con las experiencias de las mujeres de Xalpatláhuac con las que colaboré, ha sido valioso para visibilizar que las formas en que ellas habitan la cocina, las formas en que se construyen con este espacio, no pueden reducirse a un análisis burdo en términos de subordinación u opresión o, por el contrario, a uno en términos de equidad o emancipación. Se trata más bien de un proceso enredado, cambiante, fluido e internamente incoherente, en constante reinvención.
Al apropiarnos de las incoherencias en los procesos de materialización del espacio y de las prácticas, podemos reconocer que las mujeres son agentes sociales, materiales y culturales que —en intraacción con todo lo que construye la cocina, con su contexto y su historia— viven opresión, sufrimiento, placer y poder, transforman sus cuerpos, construyen conocimientos y crean cultura.
Es aquí donde el feminismo nos muestra el horizonte ético y político de mirar las diversas aristas de nuestro habitar, de apropiarnos de sus complejidades. Reflexionar desde un feminismo que asume que los espacios se construyen con sujetas situadas que incorporan las características materiales, sociales y culturales de los contextos con los que se desenvuelven, resulta fructífero para repensar la importancia de la corporalidad y las diversas formas en que nos construimos con las materialidades. Reconocer la agencia de las mujeres, pero también del espacio que habitan, hace ineludible asumir que las transformaciones de lugares como la cocina tienen implicaciones materiales, sociales y culturales que trastocan directamente los entornos de las mujeres, pero también sus identidades y sus cuerpos.
Estas observaciones son pertinentes en el escenario actual en el que se encuentran la mayoría de las comunidades de pueblos originarios, donde desde hace décadas, si no siglos, diversas iniciativas gubernamentales han intentado eliminar o transformar las cocinas de las mujeres, regalándoles estufas de gas o leña que no se adaptan a su contexto, silenciando o prohibiendo prácticas culturales milenarias o «motivándolas» a adoptar prácticas contemporáneas de alimentación que sustituyen las suyas bajo el discurso del progreso.
En cambio, considero que las reflexiones de este artículo plantean una alternativa diferente y situada, que visibiliza diversas formas materiales, sociales y culturales que están intrínsecamente involucradas con la cocina, y que nos invita a reconocer que son las mujeres las que, como sujetas en colectividad, tienen derecho a decidir cómo habitar sus espacios y cómo vivirlos.
Xalpatláhuac, 23 de marzo de 2019
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1 A lo largo de este artículo, utilizaré un lenguaje que privilegia el género femenino, tanto para referirme a mí misma como para generalizarlo a las demás y los demás. Esta decisión pretende situarme como sujeta feminista —con condiciones concretas, materiales, sociales y culturales— generizada y sexualizada; y, a su vez, subrayar que este escrito se origina, se desarrolla y se construye, principalmente, con mujeres. En cuanto a la ortografía de palabras como «naua», «náuatl» o «tlekuilli», me apego al uso aceptado por las pobladoras y los pobladores de Xalpatláhuac.
2 En ambas comunidades, el término «juntarse» se utiliza para referirse al momento en que la mujer se va a vivir con el hombre. La mayoría de las veces, las mujeres son menores de edad y no pueden casarse, pero este término se utiliza porque se realizan otros rituales para legitimar el proceso de unión de la pareja.
3 Emilia Ruvalcaba de la Garza, La intra-acción de las mujeres y la leña en la práctica del tlekuilli y el nó’òn en Xalpatláhuac y Zacatipa, Guerrero, tesis de maestría en Filosofía de la ciencia, Universidad Nacional Autónoma de México, 2019.
4 Cf. Karen Barad, «Getting Real: Technoscientific Practices and the Materialization of Reality», p. 108.
5 Cf. Hanna F. Pitkin, Wittgenstein and Justice. On the Significance of Ludwig Wittgenstein for Social and Political Thought.
6 Cf. Donna J. Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza.
7 Conversación con María, en Xalpatláhuac, 16 de enero de 2019.
8 Conversación con Martha, en Xalpatláhuac, 14 de marzo de 2019.
9 El término tlekuilli se utiliza para nombrar un «artefacto» que funciona con leña y permite echar tortillas o calentar la comida. Puede ser un tonel (un bote de metal adaptado para cocinar), una estufa de leña (regularmente de cemento o lodo, de forma rectangular y con orificios que funcionan como cámaras de combustión) o un fogón (generalmente de piedras acomodadas en forma triangular o donas de lodo sobre las que se colocan el comal y las ollas). El metate, en general, ya no se utiliza para moler, pero siempre está presente en la cocina para amasar el nixtamal recién traído del molino.
10 Cf. K. Barad, Meeting the Universe Halfway. Quantum Physics and the Entanglement of Matter and Meaning; y H. F. Pitkin, op. cit.
11 Cf. Tania Pérez-Bustos, «El tejido como conocimiento, el conocimiento como tejido: reflexiones feministas en torno a la agencia de las materialidades», p. 170.
12 Cf. H. F. Pitkin, op. cit., pp. 117-118.
13 Cf. K. Barad, «Posthumanist Performativity: Toward an Understanding of How Matter Comes to Matter», p. 144.
14 Cf. K. Barad, «Intra-actions», p. 34.
15 Cf. K. Barad, «Getting Real: Technoscientific Practices and the Materialization of Reality».
16 Cf. León Olivé, «Identidad colectiva».
17 Conversación con Carmen, Xalpatláhuac, noviembre de 2018.
18 Conversación con Chema, Xalpatláhauc, marzo de 2019.
19 Conversación con Dulce, Xalpatláhuac, enero de 2019.
20 Conversación con Sara, Zacatipa, enero de 2019.
21 Hace unas décadas, era común que las mujeres fueran «vendidas» a desconocidos por dinero, cartones de cerveza o guajolotes. Éste fue el caso de la mayoría de las mujeres mayores de cincuenta años que participaron en la investigación. Hoy en día, la mayoría de las mujeres que se juntan o se casan son pedidas por parejas que han elegido. Sin embargo, sigue sucediendo que la familia de la novia pida cosas a cambio, por lo que se sigue utilizando la expresión de que fueron «vendidas».
22 Cf. Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad; Estela Serret, «Identidad»; y Hortensia Moreno Moreno Esparza y César Torres Cruz, «La noción de performatividad de género para el análisis del discurso fílmico».
23 Cf. Rosalva Aída Hernández, «Entre el etnocentrismo feminista y el esencialismo étnico. Las mujeres indígenas y sus demandas de género»; Eulalia Pérez Sedeño y Esther Ortega Arjonilla, «Los cuerpos de la ciencia: una mirada desde los estudios CTG»; Rita Laura Segato, «Colonialidad y patriarcado moderno: expansión del frente estatal, modernización, y la vida de las mujeres»; y Karina Ochoa, «Feminismos de(s)coloniales».
24 Cf. Mairin Iwanka Raya, Mujeres indígenas confrontan la violencia. Informe complementario al estudio sobre violencia contra las mujeres del Secretario General de las Naciones Unidas, p. 30.
25 Conversación con Julia, Xalpatláhuac, marzo de 2019.
26 Cf. Hortensia Moreno, «La noción de “tecnologías de género” como herramienta conceptual en el estudio del deporte», p. 54.
27 Cf. J. Butler, op. cit.; y E. Serret, «Hacia una redefinición de las identidades de género», p. 28.
28 Simeón Gilberto Giménez Montiel, «Cambios de identidad y cambios de profesión religiosa»; Stuart Hall, «Introducción: ¿quién necesita “identidad”?»; y E. Serret, «Identidad».
29 Conversación con Chema, Xalpatláhuac, marzo de 2019.
30 Cf. Elsa Muñiz, «Prácticas corporales», p.
290.
31 Conversación con Dulce, Xalpatláhuac, 20 de enero de 2019.
32 Conversación con Teófila, Xalpatláhuac, 16 de enero de 2019.
33 Cf. Marin Iris Young, Throwing Like a Girl and Other Essays in Feminist Philosophy and Social Theory, p. 143.