Número 91

La vida animal, ¿otra existencia?

Florence Burgat

INRAE/École Normale Supérieure

El animal, en una medida variable según la integración de su comportamiento, es en efecto otra existencia.
Maurice Merleau-Ponty

1. La partición entre vida y existencia

La noción de existencia animal suena, al menos al oído del filósofo contemporáneo, como un oxímoron. De hecho, ¿no se acepta incluso en los libros de texto y en las obras educativas que sólo el hombre existe —ek-siste— mientras que el animal es sólo un «mero ser vivo», del mismo modo, por lo tanto, que los vegetales? Se podría definir lo «meramente vivo» como aquello que lleva una vida pobre en autodeterminación, cuya totalidad de determinaciones proviene de algo distinto a sí mismo. Si hay animales cuyo modo de vida es similar al de los vegetales, no podemos utilizar esto como pretexto para ignorar la multitud de formas de vida animal sobre las que es absurdo evocar tal indeterminación. La mención sistemática de las esponjas o las amebas por parte de los defensores de la mera vida animal, ¿no es un síntoma de la voluntad de invalidar otras expresiones vitales, aquellas en las que se despliega claramente un comportamiento, en el sentido incomparablemente elaborado con el que Merleau-Ponty carga este concepto? Del mismo modo, según la tesis expuesta por Husserl en la Quinta meditación cartesiana, ¿el comportamiento atestigua algo más que una «mera vida»? Estos cuerpos vivos que encuentro, tienen miembros comparables a los míos, ojos para ver, oídos para oír, de modo que de este conjunto surge una capa común fundamental, en cuanto al vivir, similar a la que descubro en el otro hombre. Esta analogía procede de la operación por la que asimilo un cuerpo de carne extraña a la carne que me es familiar gracias a la evidencia de la presencia de órganos perceptivos y prácticos que dan al animal, de una manera que yo conozco, un entorno perceptivo que es un «campo unitario de cosas idénticas»,1 unidad e identidad sin las cuales no podría actuar de manera coherente y orientada. Esta capa de significado del cuerpo que actúa de manera orientada no se me entrega por separado: inmediatamente asocio una vida psíquica con él, y ésta es visible en los comportamientos, especialmente los que se refieren a disposiciones afectivas como el miedo o la alegría. Así, Husserl escribe que «el cuerpo vivo ajeno objeto de experiencia se atestigua continuamente como cuerpo vivo real tan sólo en su cambiante, pero siempre acorde, “comportamiento”», y añade este punto esencial: «Este comportamiento tiene su lado físico, que es índice apresentativo de lo psíquico ».2 El comportamiento, al apresentar la vida de la conciencia, constituye una de las bases sobre las que se asienta nuestra investigación sobre la propuesta de la existencia animal.

En cualquier caso, cuando Merleau-Ponty escribió en 1942 en La estructura del comportamiento —por consiguiente, en plena era existencialista (El ser y la nada apareció en 1943)— que «el animal es en efecto otra existencia», iba a contracorriente, en la dirección de una reformulación de la ontología del ser vivo dotado de comportamiento. Vale la pena citar el pasaje completo:

Pues bien, soy consciente de que percibo el mundo y, tomados dentro de él, los comportamientos que se dirigen al mismo mundo numéricamente uno, es decir, que en la experiencia de los comportamientos, supero efectivamente la alternativa del para-sí y del en-sí. […] Negar a los animales la conciencia en el sentido de conciencia pura, cogitatio, no es convertirlos en autómatas sin interior. El animal, en una medida variable según la integración de su comportamiento, es en efecto otra existencia, esta existencia es percibida por todos, la hemos descrito, es un fenómeno independiente de cualquier teoría nocional sobre el alma de los animales.3

Lo esencial de la cuestión de la vida de la conciencia manifestada por comportamientos intencionales se desplaza así con respecto a dos grandes tradiciones —la del intelectualismo (todo está en la conciencia) y la del realismo (todo está en las cosas)— en favor del objetivo propio del comportamiento tal como lo revela la fenomenología. El protagonismo otorgado al comportamiento en la tesis de la existencia frente a la de la «mera vida» se mide desde el principio: esta última logra efectivamente la superación de las alternativas (cuerpo/conciencia, intelectualismo/realismo, individuo/medio, etc.).

Frederik Buytendijk toma a su vez el contrapunto de las filosofías de la existencia:

El organismo animal y humano no sólo vive, sino que existe, es decir, crea una relación con el medio ambiente […] el medio ambiente existe con el animal o el ser humano, para ellos y a través de ellos como estructura significativa; este término de existencia designa para nosotros una situación manifestada por un comportamiento.4

La existencia es vista aquí como una modalidad de la vida, y de una vida individuada, compuesta por seres vivos que se comportan de manera coherente y orientada. Insistamos en ello con Renaud Barbaras: «Vivir no es mantenerse vivo, satisfacer las propias necesidades o responder a las exigencias del entorno: es existir de una manera determinada».5 Si la existencia es una modalidad de la vida, ¿no se pregunta uno si el divorcio que siente el existente entre él y el mundo no encuentra su origen en el desarraigo propio de la vida animal? A diferencia de los vegetales, los animales, seres de comportamiento, están de hecho condenados a recorrer una exterioridad que les es ajena. Origen común no significa, por supuesto, identidad de la experiencia vivida por los individuos en cuestión. Las nociones de cuerpo propio, de carne, de subjetividad orgánica o incluso de existencia corpórea, forjadas en el seno de los planteamientos fenomenológicos, subrayan, por su parte, la dimensión a la vez encarnada y trascendental de la vida. El comportamiento, tal y como lo replantea Merleau-Ponty a la luz de la noción de estructura, está en la base de estas nociones.

Algunos elementos relativos a este último punto. En primer lugar, la noción de forma o de estructura, heredada de la teoría de la Gestalt, desempeña un papel central en Goldstein, y luego en Merleau-Ponty, en la elucidación del enigma de la corporeidad viviente y en la comprensión del organismo que, más que la sede (porque entonces renovaríamos un dualismo de lo expresante y lo expresado), es la materia misma del comportamiento. El comportamiento es en sí mismo una estructura o forma así entendida. Las principales características de esta última son que el todo representa más que la suma de sus partes; que, tomadas de forma independiente, las partes no tienen realidad; que es la interdependencia de las partes la que da a la estructura su carácter propio. El valor de un elemento depende de su lugar y su función en un conjunto; esto implica que el desplazamiento de un elemento modifica el conjunto, pero que, a la inversa, la sustitución de los elementos iniciales por otros no afecta a la forma, siempre que se conserve el sistema de relaciones. En segundo lugar, si una especie no se comporta de ninguna manera en particular, los comportamientos que muestran los individuos que engloba no responden a un patrón mecánico que se repetiría sea cual sea el entorno en el que viven. Las normas de comportamiento no forman parte del orden fijo del en-sí. Por lo tanto, es necesario afrontar juntos y sin contradicciones el hecho de que existe una norma comportamental específica, que el comportamiento es fundamentalmente de naturaleza dialéctica, y que esta última característica aumenta con la complejización de la organización específica.

La sospecha de la partición entre vida y existencia, tal como aparece en las filosofías de la existencia, no consiste, por supuesto, en desplazar ingenuamente a los animales al lado de una existencia hecha a la medida del hombre. Si hay pocas dudas de que uno se equivoca al pensar en la vida no humana a partir de las estructuras existenciales que se aplican a un sujeto humano, en gran parte desencarnado, no es menos dudoso que el establecimiento de una categoría única para los animales y los vegetales es aún más rechazable porque bloquea la reflexión. ¿Es absolutamente necesario que la vida animal sea dichosa e inmanente a la naturaleza para que el hombre sea un éxtasis inquieto? Se trata de no haber querido perturbarse por la ruptura inédita que Hegel había operado en el seno de la tradición filosófica al evocar «el sentimiento del animal, el cual es algo inseguro, angustiado y desgraciado», a causa del desarraigo que los enfrenta a una exterioridad «que contiene casi únicamente cosas extrañas» y los hace enfrentar una amenaza constante de peligro.6 Se podría ilustrar largamente la indigencia por la que la vida (una vida de la que el hombre parece estar excluido) es vista por las filosofías de la existencia; pero esta revisión no sería otra cosa que la repetida afirmación de que no hay nada que pensar en la vida, la mera vida. La partición entre lo existente humano y lo meramente vivo constituye a la vez el marco del pensamiento y el obstáculo a superar para cuestionar las condiciones de posibilidad de la existencia. Es evidente que el cuestionamiento de la validez de esta partición sólo tiene sentido si la propia definición de la existencia, forjada a la medida del hombre, se reelabora parcialmente en favor de una exploración del arraigo de la existencia en las propias estructuras vitales. La cuestión de la existencia animal no puede plantearse nunca, evidentemente, si la existencia está reservada de antemano y sin discusión al hombre.

Esta partición se hace al precio de varias reducciones o simplificaciones que afectan tanto a la vida como a la existencia. La primera simplificación se refiere a la vida misma. La vida está devaluada, en su esencia, podría decirse. En consecuencia, esta definición empobrecida de la vida recae sobre los seres vivos, declarados «meros seres vivos». La particularización de la vida en individuos encarnados es entonces sólo formal: un mero ser vivo es equivalente a otro mero ser vivo, un espécimen intercambiable si, por ello, se trata de marcar una distancia que no puede reabsorberse —por ser cualitativa, por no decir metafísica— con los existentes. Por su parte, la afirmación de una existencia exclusivamente reservada al hombre se hace al precio de una desencarnación a veces radical del hombre. Por último, podemos preguntarnos, con Claude Lévi-Strauss, si la existencia así aprehendida no es al mismo tiempo muy estrecha y muy anticuada. En efecto, ¿puede su definición reivindicar realmente la universalidad a la que aspira? Lévi-Strauss es extremadamente severo con respecto a esta filosofía, que se inclina complacientemente sobre el yo —«pobre tesoro»—7 y se convierte en una «empresa de autoadmiración» en la que «el hombre contemporáneo se encierra cara a cara consigo mismo y cae en éxtasis ante sí mismo» y en la que la condición humana se reduce al tamaño de una única sociedad y sus «problemas de interés local».8

Sin embargo, no se trata para nosotros de negar la grandeza de los pensamientos de esta existencia que se resiste a la conceptualidad y escapa de las manos que intentan apoderarse de ella, sino de rechazar la facilidad que consiste en no conceder a los animales más que una vida vegetativa, con el fin aparente de reservar mejor la existencia al hombre. ¿Necesitan los grandes pensamientos de la existencia una tesis tan aberrante para dar toda la medida del abandono humano o del sentimiento del absurdo? Se puede suponer, escribe Renaud Barbaras, que:

Es por una concepción demasiado restrictiva o superficial de la vida que la tradición metafísica tiende a entender la esencia del hombre como un exceso de la misma. […] La plena pertenencia de la humanidad a la vida no equivale a la abolición de su especificidad, ya que la vida ha recuperado a un nivel de profundidad suficiente [lejos, por lo tanto] que la existencia se distingue de la vida superándola […]; al contrario,la existencia sólo existe como modalidad de la vida.9

Este nivel de profundidad debe incluir y envolver todas las formas de diferenciarse de la vida (estar vivo y relacionarse con algo distinto a uno mismo), pero en la vida, todavía se especifica. Es este nivel de profundidad el que se le niega a la vida cuando se la considera en el contexto filosófico de esta partición, y más aún cuando es mecanizada por una biología que toma su referencia de las ciencias físicas. Es de esta deriva epistemológica que el paciente trabajo de Georges Canguilhem habrá intentado hacer justicia. La luz arrojada sobre el conocimiento de la vida, a partir de una crítica de la anexión de la biología a las ciencias físicas y de los métodos que toma prestados de éstas para aplicarlos a un objeto que aniquilan al mismo tiempo, reconfigura la cuestión de lo vivo por completo en la pluma de Canguilhem. El prejuicio de la indigencia ontológica de lo vivo debe ser abandonado en primer lugar para hacer posible un enfoque en el que «el pensamiento de lo vivo [mantiene] desde lo vivo la idea de lo vivo»,10 mientras que la consideración del entorno permite comprender, en palabras de Canguilhem, «la experiencia y la existencia de los seres vivos».11

Por último, no se puede pasar por alto en esta crítica de la partición entre vida y existencia el cambio de enfoque que Hans Jonas lleva a cabo desde el examen del metabolismo más elemental. Deplorando la focalización exclusiva del existencialismo contemporáneo en el hombre, propone explícitamente en El principio vida una «interpretación “existencial” de los fenómenos biológicos»; según él, esta focalización ha llevado a atribuir al hombre como privilegio y situación únicas unas características que, en realidad, tienen su origen en la «existencia orgánica como tal».12 Jonas desarrolla y aclara su reflexión sobre este punto en un conjunto de textos posteriores,13 así como en su correspondencia con Lore Jonas,14 al menos en lo que respecta a los escritos disponibles en francés.

2. La existencia y la vivencia de la experiencia

Una de dos opciones: o bien la revelación de la disposición afectiva propia de la existencia no es asunto del intelecto puro, sino de la experiencia vivida, en cuyo caso es todo su campo el que debe ser examinado; o bien es un asunto del intelecto y es una cuestión de meditación sobre experiencias, y es al mismo tiempo el fondo mismo de estas experiencias el que queda relegado a un segundo plano, al menos visto a través de un prisma reductor. La cuestión que está en juego en estas dos opciones por las que se puede entender la existencia es la de la partición entre lo existente y lo «meramente vivo». Ahora bien, la comprensión de la existencia parece apegada a la sola condición pensante del sujeto, aunque el patetismo de la filosofía de la existencia quiera romper con el intelectualismo de la filosofía reflexiva, por un exceso de la vida psíquica que no puede ser absorbida en las operaciones del intelecto, o por la experiencia de una cierta inadecuación de la cosa y del entendimiento, de un divorcio entre el hombre y el mundo. La existencia es aprehendida en un contexto dualista, psicofísico, que da primacía a una conciencia desencarnada o, en todo caso, que no toma la medida completa de su encarnación. Los rasgos que supuestamente caracterizan la existencia no están arraigados en la experiencia vivida como tal. Esta última se mantiene al margen de todo lo que debe a su arraigo en las estructuras vitales. Recordemos que estamos hablando de la vida encarnada o, mejor dicho, de los seres vivos que sienten y se mueven (Erwin Straus), y no de una trascendencia afenoménica. Está claro que ciertos organismos animales (entendiendo aquí el organismo en el sentido que le da Goldstein) son más expresivos que otros de la co-originariedad de la vida y la conciencia. Y parece más que probable que la vida vegetal, o incluso ciertas formas de vida animales en las que la individualidad no está muy marcada (las colonias), aunque de forma diferente en uno y otro lado (la vida vegetal no es en efecto una «subvida» animal), escapen a esta esfera de existencia.

Pero, ¿cómo podemos caracterizar la conciencia animal? Hacer coincidir la conciencia con la intencionalidad ya es decir mucho sobre esta caracterización, y eso es decir lo esencial, a saber, que los animales participan en la constitución del mundo, como lo atestigua su comportamiento coherente y siempre orientado, para recordar los dos rasgos con los que Husserl califica el comportamiento animal. Es una conciencia que apunta a los objetos que constituye al mismo tiempo. Y lo que es apuntado por esta conciencia no es concebible sin el sí mismo de la conciencia que apunta: conciencia dicha conciencia (de) sí mismo o conciencia no tética de uno mismo. Si se quiere avanzar hacia una particularización de esta conciencia, hay que preguntarse si tiene sentido hablar de la conciencia animal en general, dada la multiplicidad de formas de vida animales; corresponde entonces a la etología fenomenológica, cuyos fundamentos fueron planteados por Frederik Buytendijk con sus vías de investigación, o incluso a la etología cognitiva tomar el relevo, siempre que se centre en la observación de los animales en su entorno, según los fundamentos epistemológicos defendidos, por ejemplo, por Jane Goodall o Marc Bekoff. Pero este último aspecto (la particularización de los contenidos de la conciencia, la descripción de los mundos animales), cualquiera que sea la variedad y los grados de profundidad o claridad de las experiencias consideradas, no invalida la tesis de una conciencia intencional.

Por otra parte, la cuestión de la conciencia parece tener que distinguirse de la cuestión de si los animales son sujetos, debido a las acepciones y usos de este último término. En efecto, lejos de limitarse a la esfera epistemológica, la noción de sujeto se fragmenta —sujeto metafísico, sujeto jurídico, sujeto moral, sujeto biológico— y designa hoy con mayor frecuencia al sujeto del humanismo metafísico: el hombre, en la medida en que sólo él ocupa, y ello de manera inherente a su definición, un lugar sobresaliente que excluye al mismo tiempo todo lo que considera que no cabe en la circunferencia que traza a su alrededor. Tanto Jakob von Uexküll como Frederik Buytendijk reivindican la noción de «sujeto» para los animales, a partir de una determinación de ser: hacer y actuar, ser el sujeto de su vida, vivir su vida por sí mismos (¿sujeto biológico?). Debido a este desdoblamiento semántico, nos vemos obligados en cualquier caso a precisar en qué sentido y por qué razones queremos conservar este título de «sujeto». Porque, en efecto, es un título; da derechos, abre puertas, confiere privilegios. ¿Hay que mantener esta noción o, por el contrario, avanzar hacia nuevas formulaciones, liberadas de la referencia a lo humano, y hablar, por ejemplo, de una subjetividad sin sujeto,15 lo que no significa que dicha subjetividad esté desprovista de centro o de sí mismo? En cualquier caso, hay que procurar que la formulación elegida dé cabida y destaque claramente el campo de esta experiencia consciente en primera persona, de esta conciencia, subjetiva en este sentido, y no por supuesto en el sentido de la metafísica de la subjetividad, del sujeto como subjectum o hypokeimenon, ese sujeto de la representación.

En cuanto a la cuestión de saber exactamente en qué momento, en la escala de los seres, podemos situar la cesura, de manera absoluta e indubitable, con la ayuda de lo que creemos que podemos tener firmemente en nuestras manos, es decir, un criterio positivo —asible, verificable, casi palpable— entre las especies animales habitadas por esta vida de conciencia y las que no lo están, nos parece en parte ociosa. En efecto, ¿no habría que admitir que la subjetividad, como campo de la conciencia, contiene zonas de sombra, de indecidibilidad; e incluso que, bien mirado, esta indecidibilidad está incluida en la propia definición de subjetividad, aunque no coincida con el sujeto de la representación? Suponiendo que se tuviera ese criterio en la mano, ¿cuál es el valor de estar aislado del entorno (orgánico y extraorgánico) que condiciona su ejercicio, un ejercicio por lo tanto fluctuante y fundamentalmente ligado a condiciones de posibilidad? Además, sabemos lo difícil, y peligroso, que es determinar el criterio a partir del cual un ser humano sumido en un coma ha perdido toda conciencia. ¿No es la conciencia lo que por naturaleza escapa a una determinación positiva, siempre la excede? La búsqueda de criterios positivos para trazar líneas divisorias, para decidir, de manera fija y definitiva, entre la vida subjetiva y la vida desprovista de toda subjetividad, es poco relevante, al menos para un enfoque fenomenológico, que nos parece el más pertinente.

Insistamos una última vez, no se trata de extender a priori las categorías de la existencia humana a la vida en general, sino, por el contrario, de partir de la pluralidad de las formas vivas para intentar aprehender los modos específicos en que estas formas se abren a las cosas y se relacionan con ellas, pero también se relacionan consigo mismas. No se trata en absoluto de negar la particularidad de la capa representacional a través de la cual el sujeto vuelve conceptualmente a sí mismo o a sus experiencias, sino de delimitarla y circunscribir su ejercicio para no confundirla con la conciencia reflexiva inmediata que acompaña a todas mis experiencias, esa conciencia (de) sí mismo que no es el «yo pienso» que acompaña a mis representaciones, y que no se puede negar a los seres que viven en primera persona. Algunas dimensiones de la existencia son, por supuesto, propiamente humanas. Es el caso de las que se relacionan con el hecho de saber de antemano que uno está destinado a algo («el hombre es un ser-para-la-muerte»); este saber produce efectos de vuelta en la disposición afectiva, pero esta ausencia de saber también produce efectos de vuelta. Los animales no son esbozos del ser humano, y la lógica sustractiva con la que se sigue presentando «lo animal» con tanta frecuencia, según un modelo humano al que se le ha quitado lo esencial (el alma, la razón, el lenguaje, la conciencia, etc.), emana del tropismo antropocéntrico, por definición ciego a sus presupuestos, y por lo tanto impotente para medir el carácter profundamente absurdo de su planteamiento. Los animales no son seres humanos que carezcan de tal o cual atributo o capacidad cognitiva. Si desde un punto de vista estrictamente cognitivo este enfoque es cuestionable (aunque sea muy común), ¡qué decir de su vacuidad desde un punto de vista fenomenológico! Es con un espíritu completamente diferente que la reconstrucción empático-analógica toma el camino de un antropocentrismo, o incluso de un egocentrismo, metodológicos, para acceder a subjetividades ajenas; y si esta subjetividad se me presenta, a mí que soy la norma, como carente de tal o cual cosa que yo poseo, se trata del hecho de los límites de mis posibilidades de conocer y no de una determinación en sí misma de esta subjetividad.

La cuestión se convierte entonces en la de saber si la vivencia, aquella en la que vivo mi vida, es propia del hombre. Esto es lo que supone el humanismo existencialista. Sin embargo, ¿no implica todo dolor un sujeto doloroso, toda alegría un sujeto alegre, donde el término «sujeto» designa el centro integrador de todas las experiencias, las experiencias que son las mías, las que un individuo vive en primera persona? ¿Se puede abaratar tanto este inmenso campo experiencial como para declararlo «meramente vivo», continuum desprovisto de todo relieve e interioridad? Si sólo a través del movimiento reflexivo, posterior a y separado de la experiencia, es posible representarse una vida, su vida, ¿sólo existe el hombre para vivir feliz o tristemente su vida? El pensamiento es sólo un modo de vida, que no es el más profundo ni probablemente el más importante, al menos en lo que respecta a la cuestión que nos ocupa; no es el pensamiento el que abre a la vida, es decir, al campo experiencial. Y aquí se puede reconocer la mayor aportación de la fenomenología: la vida, por su absoluta inmanencia al sí mismo, es lo que me da acceso a todo lo demás. Pero remitir la existencia al campo experiencial nos obliga a preguntarnos en qué condiciones podemos hablar de experiencia. La referencia a la experiencia se hace eco directamente de la fenomenología, que ve en la vida no el sí mismo, sino la condición misma de posibilidad de toda experiencia, hasta el punto de hablar de «vida trascendental» (Husserl). Esta calificación indica que la fenomenalización, la constitución, podría ser inherente a la vida, a su «esencia». La vida de la conciencia no comienza con la operación de volverse sobre sí mismo y conocerse como tal, sino con la intencionalidad; en otras palabras, no hay que confundir el ego puro con el ego psíquico, pero especialmente la fenomenología de Husserl ve en la carne, según la traducción más común de Leib (el cuerpo habitado por un ego psíquico que excede en consecuencia al cuerpo físico, Körper), y no en el sujeto pensante, «la instancia matriz de la constitución»: «La carne es el principio del mundo».16 Es en esta apertura donde tiene lugar la constitución del mundo y sus objetos. Los animales presentan un comportamiento, que es el propio de un ego psíquico encarnado en un «cuerpo de carne» (Leib). En definitiva, se pueden explorar fenomenológicamente ciertos rasgos propios de la experiencia vivida específica sin pretender, ni siquiera querer o desear, entrar en la caja negra de la mente, como intenta hacer, con una tozudez sólo igualada por la estupidez de las preguntas que hace a los animales, la psicología o la etología cognitiva de laboratorio. Se trata incluso de dos enfoques (fenomenológico, por un lado, y cognitivo-experimental, por el otro) que, lejos de ser complementarios, se excluyen mutuamente, cada uno de ellos anclado en concepciones radicalmente divergentes del organismo, del comportamiento y de la vida de la conciencia.

Las condiciones de posibilidad de un pensamiento de la existencia desligado del a priori humanista aparecen ahora claramente: la primera consiste en no entender la vida en un sentido limitado, que algunos calificarían de «meramente biológico», en no concebirla como la parte física de un ser eventualmente dotado de una parte psíquica, en no concebirla dentro de una ontología dualista; la segunda consiste en dejar abierta la posibilidad de extender la existencia a otras vidas distintas de la humana, en admitir, en definitiva, que una noción que inicialmente se preocupaba por adaptarse a un objeto debe ponerse a prueba con otros objetos. En este punto del análisis, la cuestión de la existencia puede aclararse como sigue. ¿Cuáles son los seres vivos de los que se puede decir que viven su vida, en una presencia para sí mismos que es la de la experiencia? ¿Es posible determinar la tonalidad general de esta experiencia? La tarea filosófica que se abre entonces consiste en una doble determinación: una, etofenomenológica, que concierne al contenido de esta vivencia, y otra, más estrictamente filosófica, que concierne a la tonalidad global de esta vivencia. En cuanto al fondo de esta vida, proponemos centrarnos en el «fenómeno de la angustia», en términos de Goldstein, o, más ampliamente, en la experiencia de la angustia.

3. La experiencia de la angustia

La exploración de las raíces vitales de la existencia es emprendida por los autores de nuestro corpus en diferentes niveles de la esfera vital, incluso en el nivel más profundo y original de lo viviente: el metabolismo, por Hans Jonas; la «vesícula indiferenciada de sustancia estimulable», por Freud, en la meditación especulativa de la que fue pionero en Más allá del principio de placer; el organismo, por Kurt Goldstein; la individuación perpetuada del ser vivo, por Gilbert Simondon. Hay un «fenómeno», para Goldstein en cuanto clínico suyo, o una experiencia del ser vivo humano y animal, que es objeto de atención particular: la angustia. Y si hay un rasgo que caracteriza sistemáticamente la existencia entre los filósofos, es en efecto la angustia. Su origen se busca y se encuentra en las estructuras más íntimas, incluso arcaicas, del organismo o, más profundamente aún, en el propio movimiento de la individuación.

Proponemos partir de la siguiente definición: la angustia es la experiencia (invasiva) de lo ápeiron en sí mismo. La radicalidad del enfoque simondoniano, que aquí se reconoce, nos parece que puede dar cuenta de todas las caracterizaciones y explicaciones de las que ha sido o puede ser objeto la angustia. Nos basaremos en los análisis de Gilbert Simondon, por un lado, y de Kurt Goldstein, por el otro, por la profundidad y la originalidad de sus hipótesis sobre el origen de la angustia; proceso de la individuación del ser vivo psíquico, por un lado, y estructuras del organismo, por el otro. En ambas perspectivas, el origen propuesto arroja luz sobre un fenómeno que excede la esfera de la experiencia humana.

Es en el corazón de un retorno explícito a la cuestión griega del ser y el devenir donde Simondon construye su teoría de la individuación. Recordemos muy rápidamente los elementos de esta teoría. Al privilegiar la ontología del ser y del individuo que ha llegado a ser en detrimento del devenir y de la dimensión preindividual del ser, la filosofía primera ha ido, según Simondon, en la dirección equivocada. Es sobre lo real anterior a la individuación, que Simondon llama el ser metaestable, que debería haber podido entender de manera adecuada el proceso de la operación que produce individuos. La metaestabilidad permite pensar un monismo que incluye un pluralismo de fases; en definitiva, un devenir en el corazón del ser. El ser que produce individuos no es ni la autoidentidad pura del ser parmenidiano ni el pantha rei heracliteano. En el estado monofásico, preindividual, el ser ya es más que uno, y la unidad que manifiesta sólo proviene del hecho de que está indescompuesto. Posee en su interior lo suficiente para superar este estado sólo aparentemente estable. El ser es «más rico que la coherencia consigo mismo»17 que parece mostrar.

Pero, ¿cómo aprehender una realidad del ser de la que sólo conocemos lo que ha devenido? Un camino es el indicado por las características reveladas por las ciencias físico-químicas, como la metaestabilidad o el cambio de fase, cuya ignorancia no impidió a los Antiguos tener la intuición de la potencia activa del devenir en el corazón del ser. Estas características llevan a contemplar el devenir en el corazón del ser incluso sin la intervención de ningún principio externo. La physis de los presocráticos le parece a Simondon que constituye un concepto adecuado a esta realidad preindividual que el individuo lleva en su interior. Esta última sigue siendo calificada de ápeiron, en el sentido que le da Anaximandro. Aquí, la individuación no es simplemente lo que da cuenta del carácter individuado del individuo, sino lo que está en juego «antes y durante la génesis del individuo separado».18 La individuación es una operación que se produce en una «realidad más rica que el individuo que resulta de ella».19 Hay una tensión propia de la génesis, que se puede captar en el estado metaestable del ser en proceso de individuación, cuyo proceso excede al individuo constituido pero del que éste guarda la pista. Entendida desde un punto de vista metafísico, esta pista es la de lo ápeiron. Ahora bien, es en la experiencia de la angustia donde la realidad anterior a la individuación se revela con más fuerza. Apenas es necesario precisar que sólo un individuo dotado de vida psíquica puede experimentar la angustia. Añadamos a esto que el «sujeto» es para Simondon «el conjunto formado por el individuo individuado y lo ápeiron que lleva dentro».20

Además de la angustia, lo ápeiron se manifiesta en el campo afectivo. Simondon plantea la hipótesis de que una comunicación entre los individuos es más antigua que la formación de los propios individuos. Los campos conjuntos de la afectividad y la emoción desempeñan en el ser vivo el papel de intermediario entre la conciencia clara y lo que Simondon llama la subconsciencia afectiva-emotiva, que habita en las capas más antiguas del sistema nervioso. En su opinión, la emoción que experimenta un individuo no puede explicarse únicamente por el contenido y la estructura del ser individuado. Parte de la emoción, por supuesto, procede de la adaptación que un largo condicionamiento filogenético ha inscrito en la ontogénesis, pero estos aspectos no agotan todo el campo de la emoción. La emoción, lejos de explicarse por alguna ventaja adaptativa, suele manifestar por el contrario su potencia de inadaptación. La dificultad de la psicología para comprender las emociones se debe a su origen: forman parte de una historia que excede al individuo por el que pasan; representan en él «la pervivencia de lo preindividual».21 La presencia de la emoción es también un signo de que el individuo se ha convertido en sujeto. Simondon menciona la noción de «comunidad de yugo», forjada por los griegos para explicar el agotamiento del buey que sobrevive a la muerte de su compañero de arada, que ha sido señalado muchas veces, por la «relación tan sólida y a la vez silenciosa de la simpatía vivida»22 que une a dos bueyes de arada.

La prueba de la angustia constituye una experiencia ontológica que no puede describirse en términos psicológicos. Lleva al sujeto al corazón inasible del temblor del ser que busca individuarse, lo sumerge en la dimensión preindividual del ser, haciéndolo retroceder a través de la ontogénesis que lo constituyó. En la angustia, el sujeto se pone a prueba por la disolución de su individuación; por lo ápeiron. Desaparece como ser individuado y se ve privado de todo recurso a la relación transindividual, que al mismo tiempo lo funda y lo supera. El individuo sumido en la angustia tendría que ser capaz de individuarse de nuevo para seguir siendo. Pero cuando se somete a la prueba de la angustia, el sujeto pierde su anclaje (que está ante todo en el hecho de estar aquí y ahora), es «como una noche» en la que lo ápeiron —ese océano de lo preindividual, ese infinito que no tiene asidero— lo invade. La angustia es «resonancia del ser en sí mismo», 23 porque lo que le falta es la individuación de lo colectivo que podría restituirle su lugar: «El sujeto se convierte en objeto y asiste a su propio despliegue según dimensiones que no puede asumir». 24 Es la entrada de lo preindividual en el ser. Al mismo tiempo, el sujeto así dilatado tiene el sentimiento de la individuación: ahogado en lo preindividual, aspira a una nueva individuación que ponga fin a este ápeiron, caos dentro del cual busca en vano los medios para «concentrarse en sí mismo»,25 para encontrar su límite y su forma, para poner fin a su dilatación. En este punto de la caracterización, digamos que cada individuo vive esta experiencia y trata de liberarse de ella según el grado de su organización psíquica y su lugar en lo colectivo.

Pasemos ahora a la visión que proporciona un examen del organismo. Otorgar, como hace Goldstein, el mismo valor al lado somático y al psíquico de cualquier fenómeno vivido por y en el organismo es también válido para la angustia; el lado psíquico no ocupa el lugar central. Esta afirmación de Goldstein, en contra de la lectura común, no deriva de una disolución de la angustia en el miedo: se tiene miedo de algo, mientras que se está angustiado por nada. La angustia pondría al sujeto en relación con la nada, por lo que cualquier intervención externa que pretenda tranquilizar queda en vano. El estudio clínico confirma la diferencia entre el miedo y la angustia.26 La angustia provoca un estremecimiento que alcanza el nivel más profundo de la existencia; el individuo «es» angustia, dice, en lugar de «tener» angustia. Ésta nos lleva de alguna manera «a nuestras espaldas», rompiendo la posibilidad de relacionarnos con el mundo. Al menos en este aspecto, Goldstein se inscribe en la tradición del enfoque filosófico de la angustia, que no desconoce.

Pero, desde el punto de vista del organismo, ¿qué ocurre exactamente? «La angustia surge cuando la realización de una tarea correspondiente a la esencia del organismo se ha vuelto imposible. Tal es el peligro que amenaza en la angustia».27 Puesto que nada preciso está comprometido en esta tarea, puesto que ningún objeto corresponde a la angustia, ¿de qué se trata? Si la ausencia de objeto caracteriza el sentimiento que siente el sujeto angustiado, el organismo, por su parte, se enfrenta a una realidad determinada que debe afrontar. Vista desde la totalidad psicosomática, la angustia revelaría efectivamente un objeto. En efecto, el sentimiento de imposibilidad de cualquier relación que siente el angustiado tiene su origen en una imposibilidad real del organismo colocado en un entorno que lo pone en peligro. Éste es el primer elemento de la tesis de Goldstein. Por lo tanto, debido a una visión superficial, que sólo tiene en cuenta el sentimiento de angustia (lado psíquico), la angustia se define como un estado sin objeto. Así, se daría demasiada importancia a los fenómenos psíquicos en la caracterización de la angustia, debido a la idea ampliamente aceptada de que los fenómenos corporales ligados a ella son una consecuencia del estado psíquico. Ahora bien, «también aquí lo psíquico no es más que un aspecto, como lo físico, de este fenómeno vital que se suele considerar como angustia cuando se considera desde el lado psíquico».28 Consideramos erróneamente las manifestaciones corporales como epifenómenos, y este error de visión procede de la forma dualista de considerar el organismo. El segundo elemento de la tesis de Goldstein es el resultado de un examen de vuelta del miedo, que comúnmente se acepta como miedo a algo. El miedo es el sentimiento que experimenta el sujeto que siente venir la angustia; el miedo debe entenderse a partir de la angustia, y no al revés, según Goldstein. El que tiene miedo siente revivir en él el recuerdo de la angustia. El miedo, al no monopolizar la totalidad del individuo, a diferencia de la angustia, deja al sujeto una cierta autonomía que le permite, por ejemplo, recordar ciertas situaciones de angustia o analizar el estado que se apodera de él. Para no hundirse en la angustia, el individuo trata, a lo largo de su vida, de evitar o esquivar las situaciones que le generan miedo. Lo que trata de evitar es que la angustia no le acapare.

En este punto del análisis, Goldstein se detiene en la cuestión de la angustia en los bebés y en los animales, de cuya realidad no tiene «ninguna duda»; para él es evidente en sus movimientos expresivos. Si se entiende la angustia en términos del recuerdo de una situación pasada que causó miedo, resulta difícil comprender este fenómeno en un recién nacido. Goldstein descartó tanto los miedos hereditarios como los misteriosos «instintos», que han sido propuestos por algunos teóricos, y se preguntó si la naturaleza perturbadora de lo extraño no debería entenderse a la luz de la dificultad del organismo para actuar con normalidad. Además, este estremecimiento del organismo que es la angustia sería anterior a la conciencia de objetos. ¿No hay una forma de ápeiron aquí? Si la puesta en peligro de la existencia representa el punto álgido de la angustia, también avanza en situaciones menos extremas. Hay grados de angustia; puede ser baja y disiparse rápidamente. Pero puede decirse que, en general, «el hombre normal, en suesfuerzo por dominar el mundo, va de un estremecimiento a otro»,29 y la mayoría de las veces consigue asegurar la continuidad de su existencia. ¿Y los animales? Goldstein no duda de que todos los observadores están de acuerdo en que «sienten angustia», como demuestran claramente ciertas situaciones, como cuando «se pone al animal en un entorno en el que es imposible que reaccione de forma ordenada», o también «cuando se pone en cautividad a un animal en libertad, cuando pasa del guardián que le es familiar a las manos de otro que le es extraño».30 ¿Y qué hay del miedo en los animales? Según Goldstein, sería más raro y sus razones más oscuras, ya que, según su análisis, requiere un mundo de objetos planteados en relación con el organismo. Sin embargo, hay situaciones en las que los animales recuerdan los estados de angustia que han experimentado en ocasiones similares, por lo que el miedo se produce. No es exagerado considerar este estremecimiento, que es la angustia, «como propio de la esencia del hombre e incluso de todo lo orgánico, y pensar que todas las vidas deben transcurrir en la inseguridad y en el estremecimiento».31

Ciertamente, es imposible tener una idea precisa de la angustia tal y como la experimenta alguien que no es uno mismo. Esta imposibilidad es aún mayor en el caso de los animales, aunque sean domésticos o familiares, con los que convivimos o con los que somos cercanos desde el punto de vista filogenético, dos tipos de cercanía muy diferentes. Sin embargo, Goldstein cree que las formas en que cada especie e individuo intenta hacer frente a la angustia proporcionan algunas lecciones en este sentido. El hombre adulto normal dispone de diversos medios, tanto materiales como intelectuales, para reducir la inseguridad en la que siente que vive o para contrarrestar la angustia que surge. Éstos constituyen otras tantas murallas contra los estragos del miedo o la angustia. Pero, ¿qué pasa con los bebés, los animales o los heridos cerebrales examinados por Goldstein? Según él, el verdadero coraje es aquel que encontramos en el ser humano normal porque es quien dice lúcidamente que sí al temblor de la existencia, lo acepta «como una necesidad para que pueda realizarse la actualización del ser que nos es propia». 32 Para asentir a la propia condición de esta manera, hay que ser capaz de ubicar intelectualmente una situación particular en un conjunto que la supera. Pero si esta capacidad llega a desaparecer, como es el caso del herido cerebral, se trata de un sujeto completamente indefenso ante la angustia.

Por último, ¿qué pasa con los animales, que sufren de angustia al estar consustancialmente privados de las herramientas intelectuales para objetivar una situación o ubicarla en un marco teórico coherente que le dé sentido? Goldstein no desarrolla ningún análisis preciso sobre este punto. Sin embargo, dado que «los animales experimentan angustia», y que la angustia aparece (en situaciones de cautiverio, por ejemplo) «del mismo modo que aparece en los humanos que sufren daños cerebrales», ¿no está justificado argumentar que los animales están «bastante indefensos ante la situación de angustia»,33 como escribe Goldstein sobre los heridos cerebrales? Por último, Goldstein explica el cuidado que puso en detallar este fenómeno: la forma en que los individuos, tanto humanos como animales, intentan hacer frente a la angustia, las estrategias que utilizan para superarla permiten al observador penetrar en la esencia de cada uno de ellos, porque, como hemos visto, la angustia sacude la totalidad psicosomática del organismo y moviliza todas las fuerzas del ser. Este fenómeno es «particularmente importante para el conocimiento de la esencia de la criatura»; pero hay algo más para el asunto que nos ocupa: este fenómeno, añade, «no sólo debe formar parte de una antropología, sino también de la biología en el sentido más amplio de la palabra».34

Traducción del francés:
Alan Cruz

© Florence Burgat, «La vie animale, une autre existence?», en Alter, núm. 21, 2013, pp. 33-50.

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Notas

1 Edmund Husserl, «Le monde et nous. Le monde environnant des hommes et des bêtes», p. 199.

2 E. Husserl, Meditaciones cartesianas, § 52, p. 178, énfasis añadido.

3 Maurice Merleau-Ponty, La structure du comportement, p. 137.

4 Frederik Buytendijk, L’homme et l’animal. Essai de psychologie comparée, pp. 22 y 46. Énfasis añadido.

5 Renaud Barbaras, Introduction à une phénoménologie de la vie, p. 123.

6 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, p. 425. Para una presentación de la filosofía hegeliana del organismo animal, me permito referir a Florence Burgat, Liberté et inquiétude de la vie animale, pp. 187-205.

7 Claude Lévi-Strauss, Mythologiques 4. L’Homme nu, p. 614.

8 Ibid., p. 572.

9 Renaud Barbaras, op. cit., respectivemente pp. 129-130 y 20.

10 Georges Canguilhem, «La pensée et le vivant», en id., La connaissance de la vie, p. 13.

11 G. Canguilhem, «Le vivant et son milieu», en ibid., p. 129.

12 Hans Jonas, El principio vida, p.9.

13 Estos textos fueron reunidos bajo el título Evolution et liberté.

14 Esta correspondencia se incluye en H. Jonas, Souvenirs.

15 Sobre la filosofía de Raymond Ruyer y la idea de que «la subjetividad del campo de conciencia es una subjetividad sin sujeto», cf. R. Barbaras, op. cit., pp. 157-181 (p. 161 para la cita).

16 Eliane Escoubas, prólogo a E. Husserl, Recherches phénoménologiques pour la constitution, p. 14.

17 Gilbert Simondon, L’Individuation à la lumière des notions de forme et d’information , p. 326.

18 Ibid., p. 64.

19 Id.

20 Ibid., p. 307.

21 Ibid., p. 314.

22 Ibid., p. 249.

23 Ibid., p. 255.

24 Id.

25 Id.

26 El propio Kurt Goldstein, neuropsiquiatra, estuvo a cargo del hospital para heridos cerebrales de la Primera Guerra Mundial en Fráncfort del Meno. La tesis de la unidad psicosomática del organismo se basa en gran medida en sus observaciones clínicas.

27 Kurt Goldstein, La structure de l’organisme. Introduction à la biologie à partir de la pathologie humaine , p. 251.

28 Ibid., p. 251.

29 Ibid, p. 257. El hombre normal aquí es el que no tiene daño cerebral.

30 Ibid., p. 256.

31 Ibid., p. 259, énfasis añadido.

32 Ibid., p. 260.

33 Ibid., p. 261.

34 Id.

Sobre el autor
Florence Burgat es filósofa (INRAE/École Normale Supérieure UMR 8547). Sus temas de investigación son las aproximaciones fenomenológicas a la vida animal y, más recientemente, a la vida vegetal; la condición animal en las sociedades industriales; la antropología de la humanidad carnívora; el derecho animal (epistemología jurídica). Sus últimas publicaciones son L’humanité carnivore (Seuil, 2017); Qu’est-ce qu’une plante? Essai sur la vie végétale (Seuil, 2020). Actualmente está trabajando en un libro sobre el inconsciente animal (que se publicará en otoño).
Correo electrónico: burgat.florence@wanadoo.fr
Resumen
En este artículo, partimos de la partición entre vida y existencia, que es una nueva variante de la oposición entre «animal y hombre». Aquí, el primero es considerado, en particular por las corrientes de la antropología filosófica y el existencialismo, como «un mero ser vivo», el segundo como «un existente». Apoyándonos en el enfoque fenomenológico (Husserl, Merleau-Ponty) de la subjetividad animal, cuestionamos radicalmente esta partición, mostrando en qué sentido los animales son existentes. Hacemos un lugar especial a la experiencia de la angustia, que el existencialismo ha establecido como característica del hombre. De manera muy diferente, los análisis de Gilbert Simondon y Kurt Goldstein son especialmente esclarecedores en este sentido.