Número 89

Vulnerabilidad corporal, coaliciones y política de la calle

Judith Butler

Con este título, planteé tres conceptos que parecen formar un cúmulo de ideas, lo que sugiere desde el principio que las ideas que importan pueden muy bien presentarse en cúmulos, unidas a otras ideas de nuevas maneras y con un nuevo significado histórico. Sin embargo, quiero detenerme a pensar en lo que puede ser una reflexión de este tipo, e intentar dejar de lado algunas de las ideas erróneas que pueden surgir fácilmente de un título como éste. Puede pensarse que voy a decir que los cuerpos en la calle son algo bueno o que debemos celebrar las manifestaciones masivas, y que los cuerpos reunidos en la calle constituyen un cierto ideal de comunidad o incluso una nueva política digna de alabanza. 1 Aunque a veces los cuerpos reunidos en la calle son claramente motivo de alegría e incluso de esperanza, recordemos que la frase «cuerpos en la calle» puede referirse igualmente a las manifestaciones de la derecha, a los soldados reunidos para sofocar las manifestaciones y a las formaciones de ocupación militar. Así que, desde el principio, tenemos que estar preparados para preguntar en qué condiciones encontramos que los cuerpos reunidos en la calle son motivo de celebración, o qué formas de reunión funcionan realmente al servicio de la realización de mayores ideales de justicia e igualdad. 2 Mínimamente, podemos decir que son dignas de elogio las manifestaciones que buscan la realización de la justicia y la igualdad. Pero incluso en ese caso, estamos llamados a definir nuestros términos, ya que, como sabemos, hay visiones contrapuestas de la justicia, y seguramente hay muchas formas dispares de pensar y valorar la igualdad. Se presentan inmediatamente otros dos problemas: en ciertas partes del mundo, las alianzas políticas no adoptan, o no pueden adoptar, la forma de concentraciones en la calle. Basta con considerar las condiciones de intensa vigilancia policial u ocupación militar. En esas condiciones, las multitudes no pueden salir a la calle sin correr el riesgo de ser encarceladas, heridas o muertas, por lo que las alianzas se hacen a veces de otras formas, buscando la manera de minimizar la exposición corporal al mismo tiempo que se hacen demandas de justicia. Y las huelgas de hambre dentro de las cárceles, como vimos en Palestina en la primavera de 2012, también constituyen formas de resistencia que deben tener lugar en los espacios de confinamiento forzoso, entendidas como demandas corporales de espacio público y libertad pública. Recordemos, pues, que una mayor exposición corporal no siempre es un bien político o, al menos, no siempre es la estrategia más exitosa para un movimiento emancipador. Además, tenemos que considerar también que algunas formas de concentración política no tienen lugar en la calle o en la plaza, precisamente porque las calles y las plazas no existen, o no forman el centro simbólico de esa acción política. Por ejemplo, un movimiento puede impulsarse con el fin de establecer una infraestructura adecuada: podemos pensar en los continuos poblados informales de Sudáfrica, Kenia, Pakistán, en los refugios temporales construidos a lo largo de las fronteras de Europa, pero también en los barrios de Venezuela o en las barracas de Portugal. Están poblados por grupos de personas, entre ellas inmigrantes, okupas y/o gitanos, que luchan precisamente por el agua corriente, los servicios higiénicos operativos, las calles pavimentadas, por el trabajo y los suministros necesarios. Así que la calle no es un lugar que podamos dar por sentado para ciertos tipos de concentraciones públicas; es también un bien público por el que la gente lucha, una necesidad infraestructural que constituye una de las demandas de ciertas formas de movilización popular.

Y sin embargo, creo que podemos ver que en tales situaciones, con o sin calles, algunas necesidades básicas del cuerpo están en el centro de las movilizaciones políticas. Y ciertamente podríamos hacer una lista de ellas: los cuerpos necesitan comida y refugio, protección contra las heridas y la destrucción y libertad de movimiento, empleo, atención sanitaria; los cuerpos necesitan otros cuerpos para apoyarse y sobrevivir. Importa, por supuesto, la edad de esos cuerpos y si son capaces, ya que en todas las formas de dependencia los cuerpos requieren no sólo de otra persona, sino de sistemas sociales de apoyo que son complejamente humanos y técnicos. Pero si sostengo esto, surge también otra serie de preguntas: ¿hablamos sólo de cuerpos humanos? ¿Y podemos hablar de cuerpos sin los entornos, las máquinas y los complejos sistemas de interdependencia social en los que se apoyan, todos los cuales forman las condiciones de su existencia y supervivencia? Y, por último, aunque lleguemos a comprender y enumerar las necesidades del cuerpo, ¿luchamos sólo para que se cumplan esas necesidades? ¿O luchamos también para que los cuerpos prosperen y las vidas sean vivibles? Una de las demandas es que los cuerpos tengan lo que necesitan para sobrevivir, ya que la supervivencia es sin duda una condición previa para todas las demás exigencias que hacemos. Y, sin embargo, parece que sobrevivimos precisamente para vivir, y la vida, por mucho que requiera la supervivencia, debe ser algo más que la supervivencia para ser vivible.3 Así pues, una segunda demanda es precisamente la de una vida vivible. Entonces, ¿cómo podemos pensar en una vida vivible sin plantear un ideal único o uniforme para esa vida? No se trata, en mi opinión, de averiguar qué es o debería ser realmente el ser humano, ya que seguramente ha quedado claro que los seres humanos también son animales y que su propia existencia corporal depende de sistemas de apoyo que son tanto humanos como no humanos. Así que, hasta cierto punto, sigo a mi colega Donna Haraway al pedirnos que pensemos en las complejas relaciones que constituyen la vida corporal, y al sugerir que no necesitamos más formas ideales de lo humano, sino más bien formas más complejas de entender ese conjunto de relaciones sin las cuales no existimos en absoluto. 4

Movilizaciones corporales

Tal vez ya me he adelantado, o tal vez me estoy quedando atrás con el tema que constituye el propósito de este ensayo. Pero quería detenerme al principio para asegurarme de que no haya malentendidos innecesarios. Aunque hay quienes dirán que los cuerpos activos reunidos en la calle constituyen una multitud emergente, que en sí misma constituye un acontecimiento o acción democrática radical, sólo estoy parcialmente de acuerdo con esa opinión. Hay todo tipo de multitudes emergentes que yo no querría respaldar (aunque no discuta su derecho a reunirse), y entre ellas estarían las congregaciones y los movimientos de masas racistas o fascistas. El objetivo final de la política no es simplemente manifestarse juntos, constituyendo un nuevo sentido del «pueblo», aunque a veces, con el propósito de un cambio democrático radical —que yo apoyo—, es importante manifestarse de manera que reclame y altere la atención del mundo para algunos propósitos bastante específicos. Al fin y al cabo, algo tiene que mantener unido a ese grupo, alguna demanda, algún sentimiento de injusticia y de una situación invivible, algún indicio compartido de la posibilidad de cambio, y ese cambio tiene que estar alimentado por una resistencia, como mínimo, a las desigualdades existentes y en expansión, a las condiciones de precariedad cada vez mayores para muchas poblaciones tanto a nivel local como global, a las formas de control autoritario y de seguridad que tratan de suprimir los procesos y los movimientos democráticos. Por un lado, hay cuerpos que se reúnen en la calle, en Internet o a través de otras redes de solidaridad menos visibles, especialmente en las cárceles, cuyas reivindicaciones políticas se hacen a través de formas de solidaridad que pueden aparecer o no directamente en el espacio público; por otro lado, hay movilizaciones que surgen en público y que hacen sus reivindicaciones a través del lenguaje, la acción, los gestos y el movimiento, a través de la unión de brazos, a través de la negativa a moverse, para formar modos corporales de obstaculización de las autoridades policiales y estatales. Un movimiento determinado puede entrar y salir del espacio de mayor exposición, dependiendo de sus estrategias y de las amenazas militares y policiales que deba enfrentar. En cada uno de estos casos, sin embargo, podemos decir que estos cuerpos forman juntos redes de resistencia, recordando que los cuerpos no son sólo agentes activos de resistencia, sino que también necesitan fundamentalmente apoyo. Del mismo modo, no sólo necesitan apoyo, sino que también son capaces de resistir. En cierto modo, la tarea de este ensayo será pensar este predicamento plural de necesitar y demandar apoyo para la vulnerabilidad corporal y esta movilización de los cuerpos en plural en las prácticas de resistencia.

Cuando estos movimientos funcionan, ellos mismos proporcionan un apoyo provisional para facilitar la demanda más amplia de formas de apoyo duradero que hagan que las vidas sean vivibles. La demanda se manifiesta y se hace a la vez, se ejemplifica y se comunica. Los cuerpos se reúnen precisamente para mostrar que son cuerpos y para dar a conocer políticamente lo que significa persistir como cuerpo en este mundo, qué necesidades deben cumplirse para que los cuerpos sobrevivan y qué condiciones hacen que una vida corporal, que es la única que tenemos, sea finalmente vivible.

Por lo tanto, no salimos a la calle exclusiva o principalmente como sujetos portadores de derechos abstractos. Salimos a la calle porque necesitamos caminar o movernos por ella, necesitamos que las calles estén estructuradas para que, estemos o no en una silla, podamos movernos por ellas, y podamos transitar por ese espacio sin impedimentos, sin acoso, sin detenciones administrativas, sin miedo a ser heridos o a morir. Si estamos en la calle, es porque somos cuerpos que necesitan un apoyo infraestructural para seguir existiendo, y para vivir una vida que importe. La movilidad es en sí misma un derecho del cuerpo, pero también es una condición previa para el ejercicio de otros derechos, incluido el propio derecho de reunión. Así que, si prevengo desde el principio contra una celebración fácil de los cuerpos activos, también prevengo contra la idea de que el activismo requiere que pensemos en el cuerpo sólo como activo. Si el cuerpo fuera activo por definición, entonces no necesitaríamos luchar por las condiciones que permiten al cuerpo su libre actividad en nombre de la justicia social y económica. Esa lucha presupone que los cuerpos están constreñidos y son constreñibles. Pero hay otro punto, que tiene que ver con la forma en que la idea de vulnerabilidad corporal entra en la formación de coaliciones que buscan contrarrestar la precariedad. Aunque no quiero plantear una idea del cuerpo como principal o exclusivamente vulnerable, creo que no podemos entender las formas de interdependencia que constituyen nuestras vidas corporales si no entendemos la relación entre la vulnerabilidad y aquellas formas de actividad que llegan a constituir nuestra supervivencia, nuestro florecimiento, así como nuestra resistencia política. De hecho, incluso en el momento en que aparecemos activamente en la calle, somos vulnerables. Esto es especialmente cierto para quienes aparecen en la calle sin permiso, quienes se oponen a la policía, al ejército o a otras fuerzas de seguridad sin armas. Aunque estemos desprovistos de protección, no estamos reducidos a una especie de «nuda vida». Por el contrario, estar desprovisto de protección es una forma de exposición política, a la vez concretamente vulnerable y potencial y activamente desafiante. ¿Cómo entendemos esta conexión entre la vulnerabilidad y la resistencia desafiante dentro del activismo?

Feminismo y vulnerabilidad

Por supuesto, las teóricas feministas han argumentado durante mucho tiempo que las mujeres sufren una vulnerabilidad social desproporcionada. 5 Y aunque siempre existe un riesgo al afirmar que las mujeres son especialmente vulnerables —dado que muchos otros grupos tienen derecho a hacer la misma afirmación—, tal vez haya algo importante que extraer de esta tradición. En ocasiones, esta afirmación puede interpretarse como que las mujeres tienen una vulnerabilidad invariable y definida, y este tipo de argumento justifica la prestación de una protección paternalista. Si las mujeres son especialmente vulnerables, entonces buscan protección o un régimen de protección, y es responsabilidad del Estado o de otros poderes paternales proporcionar esa protección. Según ese modelo, el activismo feminista no sólo solicita a la autoridad paterna concesiones y protecciones especiales, sino que afirma esa desigualdad de poder que sitúa a las mujeres en una posición impotente y, como consecuencia, a los hombres en una más poderosa. Y cuando no pone literalmente a los «hombres» en la posición de proporcionar protección, confiere a las estructuras estatales la obligación paternalista de facilitar la consecución de los objetivos feministas. Este punto de vista es muy diferente del que afirma, por ejemplo, que las mujeres son a la vez vulnerables y capaces de resistir, y que la vulnerabilidad y la resistencia pueden darse, y se dan, al mismo tiempo, como vemos en ciertas formas de autodefensa feminista,6 o incluso en ciertos movimientos abiertamente políticos de mujeres en la esfera pública en la que generalmente no se les permite aparecer (las mujeres trans en Turquía), o en la que sufren acoso o heridas por aparecer como lo hacen (y esto incluiría a las mujeres musulmanas que llevan velos completos en Francia, por ejemplo).

Por supuesto, hay buenas razones para argumentar la vulnerabilidad diferencial de las mujeres; sufren de manera desproporcionada la pobreza y la analfabetización, dos dimensiones muy importantes de cualquier análisis global de la condición de la mujer (y dos razones por las que ninguna de nosotras será «posfeminista» hasta que estas condiciones se superen por completo). Así pues, la cuestión que surge, y que constituye el centro de este ensayo, es cómo pensar en la vulnerabilidad de las mujeres en conjunción con los modos feministas de agentividad, y cómo dicha conjunción arroja luz sobre las condiciones globales de precariedad, así como sobre las posibilidades emergentes de alianza global contra la precariedad.

Parece clara la necesidad de establecer una política que evite el repliegue del paternalismo. Al mismo tiempo, si esta resistencia al paternalismo se opone a todas las instituciones estatales y económicas que proporcionan bienestar social, entonces la posición se vuelve contraproducente. Por lo tanto, esta tarea se hace aún más difícil ahora que las estructuras e instituciones estatales que proporcionan servicios humanos básicos en Europa y Estados Unidos están perdiendo sus propios recursos, exponiendo así a más poblaciones a la falta de vivienda, al desempleo, al analfabetismo y a una atención sanitaria inadecuada. Por lo tanto, la lucha, en mi opinión, consiste en cómo hacer efectiva la reivindicación feminista de que dichas instituciones son cruciales para mantener la vida, al mismo tiempo que las feministas se resisten a los modos de paternalismo que reinstalan y naturalizan las relaciones de desigualdad.

Aunque el valor de la vulnerabilidad ha sido importante para la teoría y la política feministas, esto no significa que la vulnerabilidad sirva como característica diferenciadora de las mujeres como grupo. Esto no significa que las mujeres sean más vulnerables que los hombres ni que las mujeres valoren la vulnerabilidad más que los hombres. Más bien, ciertos tipos de atributos que definen el género, como la vulnerabilidad y la invulnerabilidad, se distribuyen de forma desigual bajo ciertos regímenes de poder, y precisamente con el propósito de apuntalar ciertos regímenes de poder que privan de derechos a las mujeres. Pensamos que los bienes se distribuyen de forma desigual bajo el capitalismo, como los recursos naturales, especialmente el agua, pero seguramente también deberíamos considerar que una forma de gestionar las poblaciones es distribuir la vulnerabilidad de forma desigual para que las «poblaciones vulnerables» se establezcan dentro del discurso y las políticas. Más recientemente, observamos que los movimientos sociales y los analistas políticos se refieren a las poblaciones precarias y que, en consecuencia, se diseñan estrategias políticas para pensar en la mejora de las condiciones de precariedad.7 Al extender la noción económica de «distribución desigual» a ámbitos sociales y culturales más amplios, nos enfrentamos, especialmente en tiempos de guerra, a la desigual capacidad de luto de las poblaciones, es decir, a la idea de que ciertas vidas, si se pierden, son más dignas de ser conmemoradas y lloradas públicamente que otras. Las poblaciones a las que se les causa daño y destrucción en la guerra se consideran no dignas de luto desde el principio, pero también lo son las poblaciones cuyo trabajo es episódico y precario, o que se consideran «abandonadas» por formas sistemáticas de negligencia. La condición de ser digno de luto es un estatuto que se tiene como ser vivo, como alguien cuya posible pérdida importaría a los demás. Y, por lo tanto, ese estatuto no se da sólo con ocasión de la pérdida, sino que caracteriza una vida en su valor vivo.

Cuando la vulnerabilidad se distribuye de forma desigual, ciertas poblaciones son efectivamente señaladas como susceptibles de ser agredidas (con impunidad) o desechables (sin luto ni reparación). Este tipo de marcaje, explícito o implícito, puede justificar que se inflijan daños a dichas poblaciones (como vemos en tiempos de guerra, o en la violencia estatal contra los ciudadanos indocumentados). Siempre es posible considerar a estas poblaciones como responsables de su situación (según las formas neoliberales de «responsabilización») o, por el contrario, considerarlas como necesitadas de protección por parte del Estado, las instituciones de la sociedad civil o las instituciones no gubernamentales. Creemos que estas dos posturas son antitéticas, pero bien pueden pertenecer a la lógica del poder. Si las poblaciones precarias han producido su propia situación, entonces no están situadas dentro de un régimen de poder que reproduce la precariedad de forma sistémica. Si se las considera necesitadas de protección, y si las formas paternalistas de poder (incluyendo la filantropía y las ONG humanitarias) buscan instalarse en posiciones permanentes de poder para representar a los que no tienen poder, entonces esas mismas poblaciones quedan excluidas de los procesos y movilizaciones democráticas. La solución no es una solución moral que tienda a situar a las poblaciones precarias como hiperresponsables o necesitadas de cuidados, sino una solución política que busque animar y ampliar las reivindicaciones democráticas radicales de emancipación. Cuando se persigue cualquiera de estas soluciones morales, quienes establecen los términos refuerzan su propio poder y, añadiría, su propia invulnerabilidad. Además, participan en la distribución desigual de la vulnerabilidad y, de ese modo, aplican una política de desigualdad.

Cuando estas estrategias redistributivas abundan, quienes orquestan o efectúan los procesos de redistribución se postulan como invulnerables, si no impermeables, y sin necesidad de protección. Este enfoque considera la vulnerabilidad y la invulnerabilidad como efectos políticos, efectos desigualmente distribuidos de un campo de poder que actúa sobre y a través de los cuerpos. Si la vulnerabilidad se ha codificado culturalmente como algo femenino, entonces ¿cómo se feminiza efectivamente a ciertas poblaciones cuando se las designa como vulnerables (algo que se evidencia claramente en la feminización coercitiva de los hombres y mujeres torturados en Abu Ghraib y Kandahar), y se interpreta a otras como masculinas cuando se reivindica la impermeabilidad? Una vez más: no se trata de rasgos esenciales de los hombres o de las mujeres, sino de procesos de formación de género, de efectos de modos de poder que tienen como uno de sus objetivos la producción de diferencias de género a lo largo de líneas de desigualdad.

Esto ha llevado a las feministas psicoanalíticas a señalar que la posición masculina, interpretada de esta manera, se construye efectivamente mediante la negación de su propia vulnerabilidad constitutiva. Esta negación o forclusión requiere la institución política del olvido, más concretamente, el olvido de la propia vulnerabilidad y su proyección y desplazamiento a otro lugar. Quien logra esta impermeabilidad borra —o exterioriza— todo rastro de memoria de vulnerabilidad. La persona que se considera a sí misma, por definición, invulnerable dice efectivamente: «Nunca fui vulnerable, y si lo fui, no era cierto, y no tengo ningún recuerdo de esa condición». Esta afirmación, obviamente contradictoria, nos muestra sin embargo algo de la sintaxis política de la forclusión. Sin embargo, también nos dice algo sobre cómo se pueden contar las historias para apoyar un ideal del yo que uno desea que sea verdadero; tales historias dependen de la forclusión para su coherencia, una coherencia que también se vuelve sospechosa.

Aunque estas perspectivas psicoanalíticas son importantes para comprender la forma en que se distribuye la vulnerabilidad en función del género, sólo son una parte del camino hacia el tipo de análisis que necesitamos aquí. Ya que, si decimos que alguna persona o algún grupo niega la vulnerabilidad, estamos asumiendo no sólo que la vulnerabilidad ya estaba ahí, sino también que es en cierto sentido innegable. La negación es siempre un esfuerzo por desviar la atención de lo que es obstinadamente el caso, por lo que la refutación potencial de la negación es parte de su propia definición. En este sentido, la negación es imposible, aunque sucede todo el tiempo. Por supuesto, no se puede hacer una analogía fácil entre las formaciones individuales y las grupales, y sin embargo se puede ver que los modos de negación o forclusión las atraviesan a ambas. Por ejemplo, a ciertos defensores de la justificación militar de la destrucción de grupos o poblaciones específicas, podríamos decirles: «actúan como si ustedes mismos no fueran vulnerables al tipo de destrucción que causan». O a los defensores de ciertas formas de economía neoliberal: «actúas como si tú mismo no pudieras pertenecer a una población cuyo trabajo y vida son precarios, que puede verse repentinamente privada de los derechos básicos o del acceso a la vivienda o a la atención sanitaria, o que vive con la ansiedad de saber cómo y si el trabajo llegará alguna vez». De esta manera, entonces, asumimos que tanto quienes buscan exponer a otros a una posición vulnerable —o instalarlos en ella— como quienes buscan plantear y mantener una posición de invulnerabilidad para sí mismos, todos buscan negar una vulnerabilidad en virtud de la cual están obstinadamente, si no insoportablemente, atados a quienes buscan subyugar. Si uno está atado a otro en contra de su voluntad, o sin haber hecho un contrato para estarlo, entonces el vínculo puede ser enloquecedor, y ciertamente desafía la idea de uno mismo como un ser individuado y con capacidad de elección. Pero lo que se revela a través de la consideración de los vínculos que son a la vez tenaces e insoportables es esa vulnerabilidad precontractual ante los demás que define parcialmente los lazos de interdependencia. Esto pretende ser menos una tesis existencial sobre la vulnerabilidad compartida que una reivindicación general sobre cómo los cuerpos dependen invariablemente de las relaciones e instituciones sociales duraderas para su supervivencia y bienestar (o su ser vivible).

Precariedad y olvido

Aunque esta última reivindicación puede entenderse como una reivindicación existencial, pertenece más propiamente a la articulación de una ontología social que intento sugerir de forma preliminar que puede convertirse en la base de nuevas formas de coalición, una que vemos episódicamente instanciada en la política contemporánea de la calle. Sugiero que a) la vulnerabilidad corporal presupone un mundo social y que somos, como cuerpos, vulnerables a los demás y a las instituciones, y que esta vulnerabilidad constituye un aspecto de la modalidad social a través de la cual los cuerpos persisten. Y además, planteo b) que la cuestión de mi o tu vulnerabilidad nos implica en un problema político más amplio de igualdad y desigualdad, ya que la vulnerabilidad puede ser proyectada y negada (categorías psicológicas), pero también explotada y manipulada (categorías sociales y económicas) en el curso de la producción y naturalización de formas de desigualdad social. Esto es lo que se entiende por la distribución desigual de la vulnerabilidad. La vulnerabilidad constituye un aspecto de la modalidad política del cuerpo, donde el cuerpo es seguramente humano, pero entendido como animal humano. La vulnerabilidad ante el otro, es decir, incluso cuando se concibe como recíproca, marca una dimensión precontractual de nuestras relaciones sociales. Esto significa también que, en cierto nivel, desafía esa lógica instrumental que afirma que yo sólo protegeré tu vulnerabilidad si tú proteges la mía (con lo que la política se convierte en una cuestión de negociar un trato o hacer un cálculo de posibilidades). De hecho, la vulnerabilidad constituye una de las condiciones de la socialidad y de la vida política que no puede estipularse contractualmente, y cuya negación y manipulabilidad constituye un esfuerzo por destruir o gestionar una condición social interdependiente de igualdad potencial.

Esta última formulación puede parecer implicar que existe un único sujeto, soberano, que asigna la vulnerabilidad de forma diferencial o desigual, pero no es necesariamente así. Estos modos de asignación e incluso de negación pueden incorporarse a las racionalidades y estrategias institucionales, convirtiéndose así en formas de poder que operan sin contar con un sujeto único y decisivo. Por lo tanto, los esfuerzos para desafiar e impugnar estas situaciones —algo que ocurre con frecuencia bajo el nombre de «precariedad»— apuntan no sólo a los individuos que hacen la política, sino fundamentalmente a las formas de racionalidad, representación y estrategia que forman e informan esta forma de poder.

Por supuesto, lo paradójico aquí es que no podemos utilizar fácilmente una idea de «formación de sujetos» para describir esta forma de poder por la que las poblaciones se vuelven precarias. La razón es que, en cierto modo, la condición de sujeto de esa población es precisamente lo que se desinstituye a través de la precariedad: ciertos tipos de ser no se constituyen como sujetos, es decir, no se constituyen en absoluto. Este proceso no siempre presupone un marco diádico: una persona o grupo hace algo a otro. Nos queda tratar de entender aquellas ocasiones en las que las poblaciones no aparecen en absoluto, no cuentan, aquellas cuyos cuerpos no importan. Como ha dejado claro Gayatri Chakravorty Spivak, esas formas institucionalizadas de borrado en cuestión no pueden describirse recurriendo a una supuesta categoría de sujeto. 8

En Estados Unidos, por ejemplo, la historia de los pueblos nativos tiende a caer en esta categoría. Se les «describe» y se les da vida discursiva a través de las narrativas nacionales sobre la fundación de las Américas y, sin embargo, esta misma descripción se convierte la mayoría de las veces en un medio más de su borrado. Como sabemos —ya que España fue una potencia imperial antes que los Estados Unidos— que la colonización de las Américas trajo consigo actos de matanza y asesinatos que se niegan regularmente en el aniversario que comúnmente se denomina Día de Colón. Y ahora hay un movimiento popular que ha logrado un éxito generalizado para rebautizar ese día como Día de los Pueblos Indígenas. Cuando hablamos de borrado, hablamos también de la regulación de la memoria, y entramos en otra formulación de la negación: «no hubo matanza ni despojo radical, y aunque lo hubiera, no lo recuerdo o no hay un archivo fiable, o no está entre las historias que cualquiera de nosotros conoce o cuenta». Pero si introdujéramos esa historia en una historia comparada de los genocidios o en una historia comparada de los desplazamientos forzados, veríamos cómo las matanzas de poblaciones enteras (en el Congo, en la Alemania nazi, en Armenia a principios del siglo XX, o las historias más recientes de los desaparecidos en Chile, en Argentina o incluso los asesinatos políticos de la España franquista) se convierten regularmente en materia de disputa para los historiadores. ¿Habrá una memoria institucionalizada o no? Y en estos casos, no se trata de la memoria como algo que se guarda en la mente de alguien que ha experimentado esta destrucción directamente. Se trata más bien de una memoria que se mantiene a través del registro histórico, a través de medios discursivos y transmisibles, a través de la documentación, la imagen y el archivo. Preservar la memoria de la vulnerabilidad de los cuerpos requiere una forma de memorialización que debe repetirse y restablecerse en el tiempo y el espacio. Y esto significa que no hay una sola memoria, que la memoria no es finalmente una propiedad de la cognición, sino que la memoria se mantiene y se transmite socialmente a través de determinadas formas de documentación y exposición. En este sentido, la vulnerabilidad histórica de aquellos que fueron explotados, cuyas tierras fueron confiscadas o cuyas vidas se perdieron sigue corriendo el riesgo de desaparecer en el presente. Por eso Walter Benjamin pensaba que había que luchar por la historia de los oprimidos, precisamente porque en las condiciones modernas esa historia corre el riesgo de desaparecer en el olvido.

Es esta máxima benjaminiana la que fue, y es, promulgada por las Madres de Plaza de Mayo que, a partir de 1977, comenzaron a reunirse cada jueves en esa gran plaza de Buenos Aires, sede del gobierno argentino, para protestar públicamente por la desaparición de sus hijos, sospechosos de activismo contra la dictadura. De forma ilegal y persistente, caminaron en manifestaciones no violentas, recuperando el espacio público, e incluso haciendo uso de su exposición pública como madres precisamente para desafiar al régimen. Mientras caminaban, coreaban: «Queremos a nuestros hijos; queremos que nos digan dónde están». Las madres decían: «No importa lo que piensen nuestros hijos, no deben ser torturados. Deberían presentar cargos ante ellos. Deberíamos poder verlos, visitarlos».

A medida que crecía el movimiento y el número de mujeres cuyos hijos habían «desaparecido», sus manifestaciones semanales se poblaron de más fotos de los hijos desaparecidos. Más tarde, como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, llevaban pañuelos blancos para simbolizar la paloma blanca de la paz, que «puede unir a todas las mujeres». 9 Sin embargo, este movimiento no era ni identitario ni maternalista. Se opuso a la brutalidad del régimen, e incluso cuando el régimen cayó finalmente en 1983, continuaron semanalmente, y continúan ahora, con otras generaciones uniéndose a ellas, protestando por cualquier olvido de esa brutalidad, y por juicios que lleven a todos los torturadores ante la justicia. El sufrimiento, la conmemoración y la resistencia política marcan esa manifestación pública continua y periódica, y sin embargo también es una manifestación que reivindicó el espacio público cuando estaba prohibido, y lo sigue reivindicando, manteniéndolo como un derecho político.

Puede que ahora pueda aclarar al menos dos puntos sobre la vulnerabilidad que no pretenden ni idealizar ni descartar su importancia política. El primero es que la vulnerabilidad no puede asociarse exclusivamente con la posibilidad de sufrir daños. Toda la capacidad de respuesta a lo que sucede, incluida la capacidad de respuesta de quienes documentan las pérdidas del pasado, es una función y un efecto de la vulnerabilidad: estar abierto a una historia que no se cuenta, o estar abierto a lo que otro cuerpo sufre o ha sufrido, incluso cuando ese cuerpo ya no está. Podemos decir que se trata de cuestiones de empatía multitemporal, pero quiero sugerir que parte de lo que puede un cuerpo (por usar la frase de Gilles Deleuze, derivada de su lectura de Spinoza) 10 es abrirse al cuerpo de otro, o a un conjunto de otros, y que por esta razón los cuerpos no son entidades autocerradas. Siempre están en algún sentido fuera de sí mismos, explorando o navegando por su entorno, extendidos e incluso a veces desposeídos a través de los sentidos. Si podemos perdernos en otro, o si nuestras capacidades táctiles, motrices, hápticas, visuales, olfativas o auditivas nos llevan más allá de nosotros mismos, es porque el cuerpo no se queda en su propio lugar, y porque la desposesión de este tipo caracteriza el sentido corporal de forma más general. También es la razón por la que a veces tenemos que hablar de la regulación de los sentidos como una cuestión política. Hay ciertas fotografías de las heridas o la destrucción de cuerpos en la guerra, por ejemplo, que a menudo se nos prohíbe ver precisamente porque existe el temor de que este cuerpo sienta algo de lo que sufrieron esos otros cuerpos, o de que este cuerpo, en su comportamiento sensorial fuera de sí mismo, no permanezca encerrado, monádico e individual. De hecho, podríamos preguntarnos qué tipo de regulación de los sentidos —esos modos de relación extática— podría tener que ser regulada para que el individualismo se mantenga como una ontología necesaria tanto para la economía como para la política. Por eso también ciertas formas de documentación pública en la prensa y los medios de comunicación, pero también en los museos y espacios artísticos, o incluso en el espacio artístico de la calle, se vuelven importantes en la batalla contra el olvido histórico.

Mi último punto aquí es que el cuerpo puede convertirse, y de hecho se convierte, en un lugar en el que se transmiten los recuerdos de los demás. Ningún recuerdo se conserva sin un modo de transmisión, y el cuerpo es un punto de transferencia (y transivitividad) en el que tu historia se convierte en la mía, o en el que tu historia pasa por la mía. No tengo que experimentar tu historia de primera mano para transmitir algo de tu historia, pero la temporalidad de tu vida puede atravesar la mía, y lo hace, y una determinada operación de traducción lo hace posible, una operación que no pretende traducirlo todo adecuadamente. Pero también porque estamos, o podemos estar, vinculados unos a otros, lo que es muy diferente de estar vinculados como sujetos individuales. Así, la posibilidad de transmitir una memoria bajo amenaza política depende de la transitividad de esa memoria, de que tome forma y ejerza un efecto sobre cuerpos que no estaban, ni podían estar. Esto no es lo mismo que el tipo de testimonio dado por los que estaban ahí, pero sugiere que ese mismo testimonio depende de la transmisión para sobrevivir en el tiempo. Así, podríamos ver las formas en que las memorias de otros llegan a nosotros, o incluso en nosotros, como un modo de relacionalidad, y podríamos entender además esta capacidad de recibir y transmitir lo que los otros documentan sobre la historia como una función de nuestra propia relacionalidad corporal a través del tiempo y el espacio con aquellos cuyas palabras llevamos. Las llevamos en nosotros mismos —esas historias pasan a formar parte de lo que somos—, pero también las llevamos a pesar de nosotros mismos, y al llevarlas ya estamos más allá de nosotros mismos. En este sentido, nuestras referencias a lo que está «en» nosotros y a lo que está «fuera» de nosotros son reversibles. No somos sólo esta criatura espacial y limitada, aunque nunca podamos trascender esa frontera por completo; también somos las historias que nunca hemos vivido, pero que sin embargo transmitimos en nombre de la lucha por preservar la historia de los oprimidos, y por movilizar esa historia en nuestra lucha por la justicia en el presente.

Cuando, por ejemplo, el gobierno israelí prohíbe cualquier mención o conmemoración de la Nakba, el despojo forzoso de más de 750 000 palestinos de sus hogares en 1948, a menudo en medio de sus comidas o en medio de su sueño, sin previo aviso y sin justificación, con el fin de producir domicilios para los ciudadanos judíos del nuevo Estado, ¿qué están haciendo precisamente?11 Seguramente están tratando de regular la memoria, de relegar al olvido una forma histórica y persistente de despojo y sufrimiento, y de rechazar el vínculo históricamente demostrado entre el despojo forzoso de un pueblo para producir un relato nacionalista liberador para fundar otro. Ese despojo de personas y confiscación de tierras no ocurrió una vez, sino que inauguró formas de apropiación de tierras y traslado de población que ocurren con regularidad, amplificadas en la expansión y legalización de la ocupación ilegal, la construcción de nuevos asentamientos, el rediseño de las líneas territoriales y las nuevas exigencias de juramentos de lealtad por parte de los palestinos a Israel como nación judía, e incluso en el debate, ahora muy público, sobre el traslado de los palestinos que aún viven dentro de las fronteras de Israel a los territorios ocupados.

Por supuesto, hay muchas historias diferentes que contar aquí, y no puedo hacerles justicia en estas pocas páginas. Sin embargo, el cuerpo es fundamental en estas luchas contra la desaparición de la historia de la opresión en el olvido. Lo que ha sucedido con los cuerpos se transmite a través de diversos medios, como los testimonios hablados y escritos y las protestas silenciosas. Y cuando los cuerpos se reúnen para oponerse a la desaparición de una historia de opresión en el olvido, luchan abiertamente contra el pasado borrado. Sus propios cuerpos están ahí, representando a los cuerpos que ya no están. Al estar ahí, ellos mismos están en una posición corporal de vulnerabilidad, recibiendo una historia apremiada sobre ellos, y en este sentido viviendo en un lapso de temporalidades mientras insisten en una historia que pertenece a los que se han ido y a los que permanecen. Ninguna historia puede ser impresa o inscrita en un cuerpo, o transmitida a través de él, sin una vulnerabilidad corporal. Una inscripción hace que el cuerpo se curve, ceda, sufra y responda, incluso que adopte una nueva forma a la luz de esa presión, por lo que el cuerpo debe pensarse, entonces, no como sustancia y cercamiento, sino como un sitio de vulnerabilidad, exposición apasionada y contacto ético.

Interdependencia y alianza

Entonces, ¿cuál es la mejor manera de entender la relevancia de la vulnerabilidad corporal para los cuerpos en alianza? Aunque a menudo hablamos como si la vulnerabilidad fuera una circunstancia contingente y pasajera, hay razones para no aceptarlo como una visión general. Por supuesto, siempre es posible decir: «Entonces era vulnerable, pero ya no lo soy», y lo decimos en relación con situaciones específicas en las que nos sentimos en riesgo o susceptibles de ser heridos. Pueden ser situaciones económicas o financieras en las que sentimos que podemos ser explotados, perder el trabajo o encontrarnos en condiciones de pobreza. O pueden ser situaciones emocionales en las que nos sentimos muy vulnerables al rechazo, pero más tarde descubrimos que hemos perdido esa vulnerabilidad. Aunque tiene sentido que hablemos así, tiene igual sentido tratar con cautela las seducciones del discurso ordinario en este momento. Y aunque podamos sentir legítimamente que somos vulnerables en algunos casos y no en otros, la condición de nuestra vulnerabilidad no es en sí misma cambiante. A lo sumo, hay momentos en los que nuestra vulnerabilidad se nos hace evidente, incluso de forma aguda, pero eso no es lo mismo que decir que sólo somos vulnerables en esos momentos. No sólo podemos ser vulnerables sin saberlo, sino que ese no saberlo es un aspecto de nuestra vulnerabilidad.

En efecto, la vulnerabilidad no puede entenderse restrictivamente como un afecto restringido a una situación contingente, ni tampoco como una disposición subjetiva. Como condición coextensiva a la vida humana, entendida como la vida invariablemente social del animal humano, y ligada al problema de la precariedad, la vulnerabilidad es el nombre de una determinada forma de abrirse al mundo. 12 De este modo, la vulnerabilidad no sólo designa una relación con el mundo, sino que afirma nuestra propia existencia como relacional. Decir que cualquiera de nosotros es un ser vulnerable es establecer nuestra dependencia radical no sólo de los demás, sino de un mundo sostenible y sustentable. Esto tiene implicaciones para entender quiénes somos como seres emocional y sexualmente apasionados, vinculados a los demás desde el principio, pero también como seres que buscan persistir, y cuya persistencia puede verse amenazada o sostenida dependiendo de si las estructuras sociales, económicas y políticas nos apoyan o no.

Inspirándose en Hannah Arendt, Adriana Cavarero nos dice que uno de los momentos clave de la política, lo que incluso podríamos identificar como su momento ético constitutivo, es la aparición de la pregunta «¿quién eres tú?».13 Nos hacemos esta pregunta implícita o explícitamente cuando buscamos poner en discurso a una población, o establecer un lenguaje de representación. No es necesariamente una persona la que plantea esta pregunta. Una institución, un discurso, un sistema económico que pregunta «quién eres» busca establecer un espacio de aparición para el Otro. Preguntar quién eres es reconocer que uno no sabe de antemano quién eres, que está abierto a lo que venga del otro, y que espera que ninguna categoría preestablecida pueda articular de antemano la singularidad del otro. Una relación ética dentro del campo político plantea así la pregunta «¿quién eres?» sin esperar una respuesta definitiva. Si la pregunta desaparece, también lo hace la naturaleza ética de la relación. Por lo tanto, aunque podamos obtener muchas respuestas a la pregunta, ninguna respuesta puede, ni debe, satisfacerla.

Esta cuestión ética dentro del ámbito político tiene claras implicaciones en la forma de pensar sobre el multiculturalismo, los modelos de interseccionalidad, el pluralismo y el cosmopolitismo. Pero también delinea una cierta relación entre quien plantea la pregunta y aquel a quien es planteada. Están vinculados entre sí a través de la pregunta abierta, que siempre está de alguna manera sujeta a otra: ¿qué se necesita para una vida vivible? ¿Y cómo estamos cada uno de nosotros implicados en el problema de producir un mundo vivible? Porque todo ser que cualquiera de nosotros pretenda «conocer» tiene también condiciones de vivibilidad, y éstas forman parte de lo que seguramente se comunica en respuesta a cualquier pregunta: «¿quién eres?». No soy sólo esta persona que ya está alimentada y alojada y que expone la verdad de mi interioridad a otro; soy inseparable de mis condiciones de vivibilidad. Por lo tanto, preguntar por el otro es, invariablemente, preguntar por quién hace que la vida sea vivible y qué la hace precaria.

Para entender todo esto, hay que tener muy presente la relación entre los distintos significados de lo precario; la precariedad es una función de nuestra vulnerabilidad social y la condición de nuestra exposición que siempre asume alguna forma política; la precariedad está distribuida de forma diferencial, por lo que es una dimensión importante de la distribución desigual de las condiciones necesarias para una vida vivible. Pero la precarización es también un proceso continuo, como ha argumentado Isabell Lorey.14 La precarización nos permite pensar en la «muerte lenta», en palabras de Lauren Berlant, que sufren las poblaciones marginadas o desatendidas a lo largo del tiempo y del espacio.15 Y es seguramente una forma de poder sin sujeto, es decir, no hay un centro que impulse la dirección y la destrucción que es la precariedad. Si sólo consideráramos el término «precarización», no estoy segura de que pudiéramos dar cuenta de la estructura de afectación que nombra la precariedad. Y si decidiéramos agruparnos bajo el nombre de «los precarios» —como una nueva formación de identidad— podríamos entonces desviar la atención de las formas globalmente específicas en que se vive la precariedad como condición social y política, encubriendo de alguna manera que esa forma de poder realmente funciona. Así que tal vez la precariedad sea lo que sentimos, o lo que preferiríamos no sentir. En este último caso, su análisis tiene que estar vinculado al impulso de volverse impermeable, como ocurre tan a menudo dentro del discurso del nacionalismo militar y la retórica de la seguridad y la autodefensa nacional. Y, sin embargo, será importante llamar «precarios» a los lazos que sostienen las formas de vida, los que deben ser estructurados por la condición de necesidad mutua y la exposición que debe llevarnos a formas de organización política que sostengan a los seres vivos en términos de igualdad o, al menos, los dispongan hacia la igualdad como un ideal por el que vale la pena luchar.

Lo que parece finalmente más importante que cualquier forma de individualismo existencial es la idea de que un «lazo» está defectuoso o deshilachado, o que se ha perdido o es irrecuperable. Y vemos esto de forma muy destacada cuando, por ejemplo, los políticos del Tea Party en los Estados Unidos se regocijan abiertamente con la idea de que aquellos individuos que no han «asumido la responsabilidad» de su propio cuidado de la salud pueden enfrentarse a la muerte y la enfermedad como resultado. 16 En otras palabras, creen que aquellos que no han encontrado un empleo que les proporcione un seguro médico deben ser culpados moralmente por sus circunstancias, y que si se enfrentan a la enfermedad y la muerte sin tratamiento como resultado de no tener cobertura sanitaria, eso es seguramente lo que se merecían. Cuando se expuso este argumento, hubo un regocijo ruidoso y furioso, una especie de placer sádico que siguió a la idea de la muerte de una persona inadecuadamente asegurada. Claramente, era un momento en el que se destruía cualquier posible lazo social entre el agitador del Tea Party y la persona imaginada moribunda o muerta, y surgía un cálculo moral que justificaba la vida de uno y no la del otro. En esos momentos, se ha cortado o destruido un lazo social, y también se ha negado una precariedad compartida, donde la precariedad se entiende como una condición que precede al contrato y al cálculo. El ethos y la política que idealmente deberían derivarse de la precariedad compartida es la interdependencia global, una que se resiste activamente a la distribución radicalmente desigual de la precariedad (y la condición de ser digno de luto).

Una lucha de este tipo se opondría a la vez a las formas de lógica de seguridad, así como a los viejos y nuevos paternalismos que ahora están vinculados a las seducciones de la seguridad económica y política. Pero esta resistencia sólo puede darse si los modos de coalición se basan en la interdependencia, y si la lucha contra la precariedad y por la igualdad ejerce el poder de manera que rompa con el atractivo del paternalismo. Esto no puede significar rechazar todas las formas de apoyo estatal e institucional; esa forma de política antiinstitucional se alía, por desgracia, con la destrucción de los bienes socialdemócratas y los derechos económicos, y estas formas de destrucción son precisamente las que emprenden el neoliberalismo y la política de seguridad. Por lo tanto, hay que luchar por la democracia social, incluida la protección de las prestaciones, pero en el contexto de una política democrática más radical.17

No podemos asumir que la interdependencia es un hermoso estado de coexistencia; no puede ser lo mismo que la armonía social. Inevitablemente, arremetemos contra aquellos de los que somos más dependientes (o los que son más dependientes de nosotros), y no hay forma de disociar la dependencia de la agresión de una vez por todas. Puede que no sean alianzas felices o alegres. Pero se constituyen a partir de la comprensión de las condiciones precontractuales de la corporeidad social. Nos necesitamos unos a otros para vivir, y esto significa que nuestra supervivencia y bienestar se negocian invariablemente en las esferas social, económica y política; de hecho, nuestras negociaciones son los mismos lugares en los que esas esferas convergen y pierden su distinción como esferas.

Como he mencionado antes, podemos hacer popular esta idea recurriendo a la amplia afirmación existencial y humanista de que, efectivamente, todo el mundo es precario. Pero una vez que nos preguntamos por lo que esto significa, o por las formas que asume la precariedad, vemos que ya hemos abandonado el ámbito existencial para considerar nuestra existencia social como seres corporales que dependen unos de otros para su cobijo y sustento y que, por lo tanto, corren el riesgo de ser sin Estado, sin hogar y sin recursos en condiciones políticas injustas y desiguales. En otras palabras, nuestra supervivencia depende de los acuerdos políticos, y la política, especialmente cuando se convierte en biopolítica y en la gestión de las poblaciones, se ocupa de la cuestión de las vidas de quiénes serán preservadas, protegidas y valoradas (y eventualmente lloradas, es decir, cuyas vidas fueron consideradas desde el principio como dignas de ser protegidas de las lesiones y de la muerte) y de las vidas de quiénes serán consideradas desechables y no dignas de luto.

De este modo, nuestra precariedad depende en gran medida de la organización de las relaciones económicas y sociales, de la presencia o la ausencia de infraestructuras e instituciones sociales y políticas que la sustenten, y de los modos de lucha que produzcan y sostengan alianzas. La precariedad es, por lo tanto, indisociable de esa dimensión de la política que se ocupa de la organización y la protección de las necesidades corporales, donde esas necesidades son un índice de las relaciones sociales (la necesidad es siempre una necesidad de algo, y una necesidad de algo de alguien, y por lo tanto un modo de relacionarse con el mundo y con los demás). La precariedad expone nuestra socialidad, las dimensiones frágiles y necesarias de nuestra interdependencia, y esto tiene implicaciones sobre cómo nos unimos en la lucha, cuándo lo hacemos. Nadie escapa a la dimensión precaria de la vida social; es, podríamos decir, nuestra no-fundación común. Nada nos «funda» fuera de una lucha convergente para establecer esos lazos de sustento.

Salir a la calle

Cuando las personas salen juntas a la calle, forman algo así como un cuerpo político, y aunque ese cuerpo político no hable con una sola voz —incluso cuando no habla en absoluto ni hace ninguna reivindicación— sigue formándose, afirmando su presencia como una vida corporal plural y tenaz. Ése es el significado político de reunirse como cuerpos, detener el tráfico o reclamar atención, o moverse no como individuos dispersos y separados, sino como un movimiento social de algún tipo. No es necesario que se organice desde arriba (la presuposición leninista) y no es necesario que tenga un único mensaje (la concepción logocéntrica) para que los cuerpos reunidos ejerzan una cierta fuerza performativa en el ámbito público. El «estamos aquí» que traduce esa presencia corporal colectiva podría releerse como «todavía estamos aquí», lo que significa: «todavía no hemos sido eliminados». Estos cuerpos son precarios y persistentes, por lo que creo que siempre tenemos que vincular la precariedad con formas de agentividad social y política, siempre que sea posible. Cuando los cuerpos de los considerados «desechables» se reúnen a la luz pública, están diciendo: «no nos hemos escabullido silenciosamente en las sombras de la vida pública: no nos hemos convertido en la flagrante ausencia que estructura su vida pública». En cierto modo, la concentración colectiva de cuerpos es un ejercicio de la voluntad popular, y una forma de afirmar, corporalmente, uno de los presupuestos más básicos de la democracia, a saber, que las instituciones políticas y públicas están obligadas a representar al pueblo, y a hacerlo de forma que se establezca la igualdad como presupuesto de la existencia social y política. Así que cuando esas instituciones se estructuran de tal manera que ciertas poblaciones se convierten en desechables, son interpeladas como desechables, privadas de un futuro, de educación, de un trabajo estable y satisfactorio, de saber incluso a qué espacio se puede llamar hogar, entonces seguramente las asambleas cumplen otra función, no sólo la expresión de una rabia justificada, sino la afirmación en su propia organización social, de principios de igualdad en medio de la precariedad.

Soy consciente de que el destino de la revolución egipcia sigue siendo incierto, y a veces extremadamente desalentador, sobre todo porque las elecciones pretenden retraer formas de poder que la revolución pretendía superar. Aun así, quiero subrayar dos aspectos de las manifestaciones revolucionarias en la plaza Tahrir en los primeros meses de 2011 y que todavía, a pesar de todo, continúan de alguna forma hasta hoy. 18 La primera tiene que ver con la forma en que se estableció una cierta sociabilidad dentro de la plaza, una división del trabajo que rompía la diferencia de género, que implicaba rotar quién hablaría y quién limpiaría las áreas donde la gente dormía y comía, desarrollando un horario de trabajo para todos para mantener el ambiente y limpiar los baños. En resumen, lo que algunos llamarían «relaciones horizontales» entre los manifestantes se formó fácil y metódicamente, introduciendo relaciones de igualdad en la forma de la resistencia. Éstas, que incluían una división igualitaria del trabajo entre los sexos, se convirtieron en parte de la propia resistencia al régimen de Mubarak y sus arraigadas jerarquías, incluidas las extraordinarias diferencias de riqueza entre los militares y las empresas patrocinadoras del régimen, y el pueblo trabajador, y los sometidos a la violencia de las fuerzas policiales y a los baltageya, los matones a sueldo que hacen el trabajo sucio del gobierno. Así pues, la forma social de la resistencia empezó a incorporar principios de igualdad que regían no sólo cómo y cuándo la gente hablaba y actuaba a favor de los medios de comunicación y en contra del régimen, sino cómo la gente cuidaba de sus distintos barrios dentro de la plaza, las camas en el pavimento, las estaciones médicas y los baños improvisados, los lugares en los que la gente comía y los lugares en los que la gente estaba expuesta a la violencia del exterior. Todas estas acciones eran políticas al rechazar la normalización de la desigualdad producida por las estrictas divisiones entre las esferas pública y privada y al incorporar a la propia forma social de resistencia los principios por los que luchaban en la calle.

La segunda tiene que ver con la cuidadosa relación con la violencia: cuando se enfrentaban a un ataque violento o a amenazas extremas, muchas personas entonaban las palabras «silmiyya», que viene de la raíz del verbo salima, que significa estar sano y salvo, ileso, intacto y seguro; pero también, ser inobjetable, irreprochable, intachable; y sin embargo, también, estar seguro, asentado, claramente establecido. 19 El término procede del sustantivo silm, que significa paz, pero también, de forma intercambiable y significativa, la religión del Islam. Una variante del término es «Hubb as-silm», que en árabe significa pacifismo. Por lo general, el canto de «silmiyya» se presenta como una exhortación suave: «pacífico, pacífico». Aunque la revolución fue en su mayor parte no violenta, no estaba necesariamente dirigida por una oposición de principios a la violencia. Más bien, el canto colectivo era una forma de animar a la gente a resistir la atracción mimética de la agresión militar —y la agresión de las bandas— teniendo en cuenta el objetivo más amplio: el cambio democrático radical. Dejarse llevar por el intercambio violento del momento era perder la paciencia necesaria para realizar la revolución. Lo que me interesa aquí es el canto, el modo en que el lenguaje funcionaba no para incitar a la acción, sino para contenerla. El canto estructura el afecto en la dirección de la comunidad y la no violencia, llamando y promulgando un modo no violento de política. Por supuesto, ahí surge una ambigüedad, ya que para resistirse a un ataque violento hace falta algo de fuerza: a veces hay que resistirse por la fuerza a un ataque de fuerza; de hecho, la resistencia significa entrar en un campo de fuerza. Y esto significa que la no violencia no es una forma de pasividad, sino más bien un cultivo reflexivo y estratégico de la resistencia con fuerza que se niega a reproducir la agresión a la que se opone. Esto nos lleva a considerar que la resistencia no violenta se basa en una forma de contención que es el cultivo no violento de la fuerza. 20

Aunque algunos pueden apostar que, en las condiciones de los nuevos medios de comunicación o de las redes sociales, el ejercicio de los derechos tiene lugar ahora a expensas de los cuerpos materiales en la calle, y que Twitter y otras tecnologías virtuales han conducido a una descorporeización de la esfera pública, yo no estaría de acuerdo. Los medios de comunicación requieren que esos cuerpos en la calle acontezcan, al igual que la calle requiere que los medios de comunicación existan en un escenario global. Cuando se encarcela, se tortura o se deporta a quienes tienen cámaras o capacidad para conectarse a Internet, o cuando se cortan los enlaces de Internet o se vigilan, el uso de la tecnología tiene implicaciones para los cuerpos que envían y reciben. No sólo la mano de alguien debe teclear y enviar, sino que el cuerpo de alguien está en juego si ese tecleo y envío se rastrea, o si el enlace se corta antes de que uno pueda llegar literalmente a los otros que han pedido ayuda en su propia confrontación con quienes amenazan con la violencia contra ellos. En otras palabras, la condición localizada y vulnerable del cuerpo difícilmente se supera mediante el uso de un medio que potencialmente transmite globalmente, o que traduce algún aspecto de la propia condición en una entidad virtual. Y si esta coyuntura de la calle y los medios de comunicación constituye una versión muy contemporánea de la esfera pública, entonces los cuerpos en juego (en la calle, pero también conectados a la red) tienen que ser pensados como allá y aquí, ahora y entonces, vinculados con otros de maneras que sugieren una interdependencia a la vez global y próxima, transportada y estacionaria.

Los cuerpos en la calle son precarios —están expuestos a la fuerza policial, y a veces sufren físicamente como consecuencia de ello—, el riesgo está ahí, y parece aumentar ahora que la policía desaloja regularmente las acampadas del movimiento Occupy por medios forzados. Pero los cuerpos que permanecen muestran algo obstinado, conectado y persistente sobre la vida corporal en común, insistiendo en su «ser-ahí» continuo y colectivo y, en estas formas recientes, organizándose sin jerarquía, y ejemplificando así los principios de igualdad de trato que exigen a las instituciones públicas. De este modo, esos cuerpos ponen en práctica el mensaje, de forma performativa, incluso cuando duermen en público, o cuando organizan métodos colectivos para limpiar los terrenos que ocupan, como ocurrió en Tahrir y en el Parque Zucotti de Nueva York. Si hay un «nosotros» que se reúne allí, en ese preciso espacio y tiempo, también hay un «nosotros» que se forma a través de los medios de comunicación que convocan las manifestaciones y retransmiten sus eventos, por lo que se está articulando algún conjunto de conexiones globales, un sentido de lo global diferente del «mercado globalizado». Y algún conjunto de valores se está poniendo en práctica en forma de resistencia colectiva: una defensa de nuestra precariedad colectiva y de nuestra persistencia en la creación de igualdad y de las múltiples formas, expresadas y no expresadas, de negarnos a ser desechables. Cuando esto sucede, actuamos desde un sentido de precariedad, contra un sentido de precariedad, y en coalición, a menudo en proximidades no elegidas donde funciona una interdependencia precontractual, sentida a veces como alivio o regocijo, pero con bastante frecuencia como inquieta, conflictiva, apenas vivible. Pero es allí, en la coalición, donde las condiciones de vivibilidad se negocian en un modo de resistencia que episódicamente instancia, y repetidamente demanda, otro modo de vivir juntos, uno que busque comprender un llamado igual a la vida vivible.

Traducción del inglés:

Alan Cruz

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Notas


1 Cf . Judith Butler, «Bodies in Alliance and the Politics of the Street». Ese ensayo es una transcripción modificada de la ponencia presentada originalmente en la Fondazione Querini Stampalia el 7 de septiembre de 2011, en el marco de «The State of Things». El presente ensayo es un desarrollo posterior de las ideas presentadas originalmente allí.

2 Una cosa sería defender el derecho de aquellos con los que uno no está de acuerdo a reunirse en la calle, y otra sería celebrar o respaldar las manifestaciones reales. Aunque este ensayo no aborda las condiciones y los límites del derecho de reunión, me parece importante subrayar desde el principio que acepto el derecho de todo tipo de grupos, incluidos aquellos con los que discrepo más vehementemente, a reunirse en la calle. Aunque el derecho de reunión tiene seguramente sus límites, mi sensación es que esos límites se establecerían al menos parcial y mínimamente demostrando de forma persuasiva que un grupo supone deliberadamente una amenaza para el bienestar físico de otros que tienen una reivindicación igual y legítima del espacio público.

3 Véase mi «Introducción: Vida precaria, vida digna de duelo», en J. Butler, Marcos de guerra, pp. 13-56.

4 Véanse las opiniones de Donna Haraway sobre las relacionalidades complejas en Ciencia, cyborgs y mujeres y Manifiesto de las especies de compañía.

5 Las teóricas feministas sobre la vulnerabilidad son muchas, pero algunos artículos recientes dan una idea de las importantes implicaciones políticas de esta noción: Martha Fineman, «The Vulnerable Subject: Anchoring Equality in the Human Condition»; Anna Grear, «The Vulnerable Living Order: Human Rights and the Environment in a Critical and Philosophical Perspective»; Peadar Kirby, «Vulnerability and Globalisation: Mediating Impacts on Society»; Katie Oliviero, «Sensational Nation and the Minutemen: Gendered Citizenship and Moral Vulnerabilities». Véase también Bryan Turner, Vulnerability and Human Rights.

6 Cf . Elsa Dorlin, «To Be Beside Oneself: A Phenomenology of Our Own Violence».

7 Para reflexionar sobre la precariedad contemporánea, véase Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo.

8 Véanse las reflexiones de Gayatri Chakravorty Spivak sobre los límites necesarios de la teoría del sujeto para teorizar el borrado cultural en «More on Power/Knowledge»; y «¿Puede hablar el subalterno?».

9 Véase https://madresfundadoras.blogspot.com/.

10 Cf . Gilles Deleuze, «¿Qué es lo que puede un cuerpo?», en id ., Spinoza y el problema de la expresión, pp. 208-225.

11 El proyecto de ley sobre la Nakba fue aprobado el 23 de marzo de 2011, y estipula que no se pueden utilizar fondos estatales para conmemorar la Nakba en el Día de la Nakba palestino, y elabora una serie de castigos y multas para cualquier conmemoración de este tipo.

12 Maurice Merleau-Ponty, «El entrelazo — el quiasmo», en id ., Lo visible y lo invisible, pp. 119-140.

13 Cf . Adriana Cavarero, Relating Narratives. Storytelling and Selfhood.

14 Cf . Isabell Lorey, «Governmental Precaritization».

15 Cf . Lauren Berlant, «Slow Death (Sovereignty, Obesity, Lateral Agency)». Véase también otra conversación con Lauren Berlant sobre la «muerte lenta» y la política de austeridad: Gesa Helms, Marina Vishmidt y L. Berlant, «Affect & the Politics of Austerity: An Interview Exchange with Lauren Berlant».

16 Para ver un ejemplo del regocijo del Tea Party, véase https://crooksandliars.com/karoli/tea-party-audience-cheers-idea-leaving-sick.

17 La democracia radical tiene varias formas, pero sigo varias trayectorias de la obra de Ernesto Laclau, Jacques Rancière y Etienne Balibar.

18 El último borrador de este texto se completó en mayo de 2012.

19 Todas las citas están tomadas de J. M. Cowan (ed.), The Hans Wehr Dictionary of Modern Written Arabic.

20 Pueden establecerse claras conexiones con el trabajo de Mahatma Gandhi en Non-Violent Resistance (Satyagraha), pero también con la importante distinción entre fuerza y violencia, que merece mayor elaboración de la que puede ofrecerse aquí.