Desde hace una veintena de años, la historia cultural conoce un éxito que nadie puede negar. Ahora parece que es el momento para los primeros balances historiográficos,1 con el objetivo de medir las dimensiones de lo que ha sido un boom en todos los sentidos. Frecuentemente y en el interior de esta historiografía victoriosa, la reflexión lleva a cabo cortes en el campo de la historia cultural que dan como resultado una diversidad de temas, entre los cuales se distingue un dominio que sería aquel de la «historia de los intelectuales». Ahora bien, este subcampo —que registró grandiosos logros a finales de la década de 1980 y a lo largo de aquella de 1990— parece estar, si no en una profunda crisis a ojos de algunos,2 como mínimo en un punto donde se entrecruzan los caminos de diversas propuestas. Algunas de éstas pudieron emanar ya sea de la sociología histórica en la línea de Bourdieu, de la historia de las ciencias, o bien incluso —aunque de manera reducida en Francia— de la historia literaria anglosajona influenciada por el linguistic turn.
En efecto, la historia de los intelectuales se impuso científicamente —en detrimento de una historia de las ideas desprovista dramáticamente de carne histórica— a través de programas de estudios de microhistoria social que volvieron a vincular contenidos ideológicos y prácticas de comunicación (las «sociabilidades»).3 Ahora bien, estos procedimientos de investigación, a veces sumariamente repetidos, a menudo al margen de una reflexión sobre el contenido de las obras (literaria, filosófica, científica, artística) y sobre su articulación con el tejido general de una época, amenazan a su vez con someterse a la ley de los rendimientos decrecientes. En esta situación de incertidumbre, los protocolos científicos tradicionales de la historia de los intelectuales exigen sin duda no tanto ser abandonados, sino más bien ser completados, no permitiendo dejarse encerrar en el trazado tradicional de una investigación que se ha vuelto en ocasiones rutinaria.4
Queremos proponer aquí un balance de los progresos llevados a cabo por este momento reflexivo a través de un retorno a la trayectoria seguida por la historia de los intelectuales, desde sus partidos tomados al comienzo de sus realizaciones, hasta las interrogaciones del momento y las perspectivas que se refieren a la puesta en marcha de una verdadera historia intelectual. Ésta, al igual que otras disciplinas en proceso de afirmación, será juzgada in fine sobre su capacidad para establecer lazos entre diferentes campos de conocimiento o entre diferentes métodos de conocimiento, y sobre su capacidad para asumir plenamente su posición, gracias a un pluralismo metodológico reivindicado, pluralismo de intersección entre historia política, sociología, literatura e historia de las ideas. Por eso tomaremos el término de «intelectual» no solamente en el sentido estrecho de hombre de cultura comprometido en la política, sino en un sentido bastante más amplio, aquel del hombre de cultura cuyas producciones literarias, artísticas, científicas, pero también las actividades político-intelectuales, tienen un impacto sobre los modos de pensar el mundo y de vivirlo.
En la década de 1960, la aproximación a los aspectos propios de la cultura intelectual de una época atañía a problemáticas casi siempre heterogéneas las unas a las otras, pero, sin embargo, (casi)5 siempre poco históricas de espíritu. De esta manera, se incluían en primer lugar las genealogías de historia de la filosofía o de las ideas políticas. Según la vieja fórmula de Leslie Stephen destinada a pasar a la posteridad, en este tipo de trabajos los grandes pensadores de la humanidad se pasaban unos a otros la «antorcha» del saber. Una virtual partenogénesis de las ideas explicaba su sucesión, protegida de las tormentas de la historia.6
En Francia, Michel Foucault fue después el crítico más eficaz de esta historia de las obras contemplada de forma interna y fundada en la búsqueda de las continuidades entre los grandes pensamientos (las «influencias») sin interrogarse verdaderamente sobre los mecanismos de transmisión y de comunicación. En 1966, la publicación de Las palabras y las cosas ponía en el primer plano, contrariamente, las discontinuidades entre las epistemes e ilustraba un programa resueltamente historicista de las producciones intelectuales, finalizando en el espacio específico de lo pensable y de lo decible propio a cada episteme. Por lo demás, en sus demás trabajos (por ejemplo sobre la clínica)7 no dudaba en sacudir una multitud de textos que lo alejaba de una historia de las ideas reducida a la exploración de un conjunto bastante estrecho de obras (que se volvían) canónicas. De hecho, para Foucault, la episteme es «dispersión» y sólo una amplia observación sobre los textos más diversos es capaz de restituir su verdadera naturaleza. De esta manera ponía en cuestión lo que él asimilaba a falsas totalidades y abusivas continuidades (el «progreso», el «espíritu de un siglo»). Incluso si Foucault no conseguía explicar verdaderamente la aparición de una nueva episteme —en la medida en que el orden cultural es, en su obra, independiente de los agentes individuales—, no menos le daba a la iniciativa histórica toda su virtud. Así, en su texto célebre de 1969 «¿Qué es un autor?», invitaba de manera innovadora a construir dispositivos de investigación sociohistórica a fin de comprender los discursos, no ya solamente «en su valor expresivo y sus transformaciones formales, sino en las modalidades de su existencia: los modos de circulación, valorización, atribución, apropiación … que varían con cada cultura y se modifican en el interior de cada una».8
Más o menos en el mismo momento, Quentin Skinner denunciaba vigorosamente, en un artículo desde entonces célebre,9 los múltiples anacronismos (un autor que «anticipa» a otro, una idea moderna que se busca hacer aparecer en obras antiguas) que contaminan a la historia tradicional anglosajona de las ideas, prisionera de una creencia (esencialista) en la perennidad de los problemas políticos. Más ampliamente, estas historias diferentes del pensamiento (en filosofía, en sociología) partían del presente de una disciplina, siguiendo juicios de valor sustraídos de cualquier indagación y operando por tanto una especie de naturalización de los logros (en la cual las obras «importantes» serían las únicas con derecho de ciudad): historia, por tanto, de una sola dimensión, la de las «escuelas de pensamiento», sin sus etapas anteriores y sus bifurcaciones; historia también hecha sin archivos ni testimonios y sus críticas necesarias.
Sea como sea, las recomendaciones de Foucault tomaban toda su dimensión cuando se contempla su tiempo, dominado entonces por el estructuralismo al que, por ironía de las cosas, los comentadores lo relacionaban gustosamente. Ahora bien, en la mayoría de los casos la epistemología estructural elegía en efecto inscribir las obras en una configuración a-histórica, puramente inmanentista: aquella configuración del texto y sus estructuras lingüísticas internas. En 1963, en un texto que tuvo que dar inicio a las hostilidades con la crítica «universitaria», Roland Barthes se lanzaba contra la historia tradicional y su tenaz y pernicioso tropismo histórico:
Lo que es rechazado es el análisis inmanente: todo es aceptable siempre y cuando la obra pueda ser puesta en relación con algo más que ella misma, es decir, algo más que la literatura: la historia (incluso si se vuelve marxista), la psicología (incluso si se hace psicoanálisis), esos lugares distintos a la obra resultarán poco a poco admitidos; lo que no lo será es un trabajo que se instala en la obra y no plantea su relación con el mundo más que después de haberlo descrito enteramente desde el interior, en sus funciones, o como se dice hoy, en su estructura.10
La corriente formalista y teórica (Barthes a comienzos de la década de 1960 y después Jean Ricardou a comienzos de la década de 1970), se muestra como la más radical en su descalificación de la historia literaria tradicional, vinculada a entidades tales como el «hombre», la «obra» y el «medio», es decir, realidades juzgadas «superficiales» con respecto al proyecto de asimiento del yo «profundo». Busca entonces (y lo consigue parcialmente) anexar a su cruzada «inmanentista» a las otras corrientes de la «Nueva Crítica» (crítica llamada temática, estudios fenomenológicos), las cuales, sin embargo, siguen atadas a la noción de «conciencia».11 En todos los casos de figuras, la historia literaria parece condenada al registro de hechos «superficiales», mientras que las nuevas corrientes de la crítica pretenden, por sí solas, detentar los códigos de acceso al «yo profundo».
A los historiadores les hizo falta seguir su camino ante esos trabajos en los que la gigantomaquia del momento hacía oposiciones entre lo bueno (el Texto a partir del cual el sentido emanaría) y lo malo (el Fuera-de-Texto o «referente»). Sin embargo, existía aún una historia literaria ambiciosa en la universidad del momento, incluso si su producción parecía un poco oculta por el dinamismo editorial y mediático de las nuevas corrientes de la crítica literaria. En 1970 Pierre Barbéris produjo su obra maestra Balzac et le mal du siècle,12 Auguste Anglès terminó su historia de la primera Nouvelle Revue Française.13 Algunos años más tarde, Barbéris publicaba su credo de historiador del hecho literario y la circulación de las ideas en una época dada:
Un crítico … tiene que considerar en primer lugar los textos como realidades, originadas, significantes, estructuradas, depósito y a la vez proyecto, ancladas en la historia y que contribuyen a hacer la historia por medios específicos, entre los cuales están: la escritura, la mitología, el agenciamiento narrativo, la creación de nuevos héroes y el agenciamiento de nuevas relaciones, la realización mal que bien, pero también potentemente inventora, de una intención que no es nunca totalmente reina o esclava.14
Conocer un texto (y apreciar su aporte) es ponerlo en relación con un referente que, en primer lugar, es necesario conocer. Más allá de tal obviedad (al menos hoy en día), hace falta aventurarse en este libro magnífico, Balzac et son siècle, verdadero zambullido en el corazón de la Restauración, de su producción literaria e intelectual, sus diferentes instancias de producción (los editores, la galaxia de los «pequeños periódicos»), sus grandes corrientes de pensamiento (el sansimonismo que inspiró ampliamente a Balzac, Bonald y Lamennais) y sus momentos clave (los meses que siguieron al verano de 1830), a fin de medir el territorio preciso que se interpone entre el «yo profundo creador » de Balzac y su «yo superficial» (aquel de la pertenencia a algo socialmente indiferenciado). Existía efectivamente un dominio, cuadriculado finamente tanto por grupos literarios como por círculos intelectuales (siendo éstos a la vez actores-productores y mediadores-difusores), al que el historiador balzaquiano había concedido toda su atención.
¿Historiadores como Christophe Charle, Pascal Ory, Jean-François Sirinelli, que comenzaron en la década de 1970 a trabajar sobre aquello que iba a volverse la «historia de los intelectuales», estuvieron inspirados por aquellas enormes tesis de historia literaria, a las que podrían agregarse las realizadas por Michel Décaudin, Paul Bénichou o Marcel Raymond? Nadie duda de que en ellas existía una rica materia para la reflexión y de que la insistencia puesta poco tiempo después sobre las «sociabilidades» en Jean-François Sirinelli o sobre sus espacios diferenciados en Christophe Prochasson (los «lugares» y los «medios») no tuvo algún vínculo con esta historia literaria ejemplar.
La cuestión principal no es la de establecer un balance completo de esta historiografía,15 sino que, después de haber recordado cuáles eran sus impulsores, conviene señalar, brevemente, sus grandes realizaciones.
Globalmente, la historia de los intelectuales parece responder a una microhistoria social, bastante empírica, interaccionista, pero existe también, principalmente en torno a Christophe Charle, una fuerte corriente dominada por la escuela de Pierre Bourdieu.16 Esta microhistoria social busca acercarse a los comportamientos de actores en el marco efectivo de sus prácticas (las «sociabilidades») y a través de sus propias trayectorias (los «itinerarios»)17 a fin de aprehender las ideas en el marco en que fueron producidas y saber lo que en su tiempo significaron. Y, al igual que los trabajos inspirados por Pierre Bourdieu, esta historiografía deconstruye las entidades abstractas tales como el «gran creador», la «sociedad», la «obra maestra», el «texto», a fin de sustituirlas por el examen de las condiciones del decir y del hacer intelectuales en un contexto histórico dado.
Después de las intuiciones de Foucault antes mencionadas, las investigaciones sobre el espacio de la creación literaria en particular, pero también sobre aquel de la creación intelectual en general, conducen a cuadros en los que existen diversos puntos de fuga: lejos de ser el simple lugar de un encuentro entre un actor y un lector, estos espacios responden a una topología múltiple, en la que desempeñan efectos distintos. Dominique Maingueneau, teniendo en mente a Foucault y Bourdieu, evoca una triple mediación entre el actor y su época: la de la «institución» (papel de los mediadores, como editores y libreros, los evaluadores, como críticos, y los cánones, como docentes y estructuras de enseñanza), la del «campo» (lugar de la confrontación de las posiciones estéticas e intelectuales) y la del «archivo» (efectos y conflictos de memoria intelectual).18
Los trabajos sobre el espacio de la «institución» afectaron, por ejemplo, a la historia de los editores en torno a un Jean-Yves Mollier, a la historia de la educación en torno a los trabajos de André Chervel, a aquella de un saber intelectual con miras a una estructuración profesional y su constitución en canon (la filosofía universitaria a finales del siglo XX)19 o incluso a los numerosos estudios de historia de la crítica literaria, por ejemplo de Antoine Compagnon. No obstante, los trabajos más numerosos responden al espacio del «campo», entendido aquí en un sentido amplio (no estrictamente bourdieusiano), como lugar de afirmación o de enfrentamiento entre los diferentes actores intelectuales. Los trabajos sobre los universos de sociabilidad intelectual han aumentado poco a poco a raíz de la tesis de Jean-François Sirinelli, Les Khâgneux et Normaliens, que fue sostenida en 1986.20
Mediante el análisis de las sociabilidades en torno a las revistas21 (trabajos sobre las revistas pro-Dreyfus, sobre Europe, Les Temps modernes, Critique…), de las sociabilidades en torno a ciertos foros periodísticos de discusión (Les Décades de Pontigny, el Centre catholique des intellectuels français o los grandes congresos científicos a finales del siglo XIX estudiados por Anne Rasmussen) o de aquellas en torno a correspondencias, el enfoque de historiador apunta a delimitar lo más cerca posible de los actores sus prácticas y su ethos, ya sean grupos en el caso de revistas, o individuos en el marco de la correspondencia. La mira se dirige entonces a las prácticas de escritura (muchas veces en el marco de una revista), a los modos de gestión económica y las relaciones con los suscriptores, a la elaboración dialógica de posiciones literarias o ideológicas en el pensar-juntos que constituye a una correspondencia.
Este sobrevuelo rapidísimo puede inducir a dos tipos de juicios que nos parecen complementarios: el sentimiento de que todos estos trabajos eran indispensables, pero también la percepción de un peligro posible de fosilización de esta historiografía de las sociabilidades, si es que no considera mejor el contenido de las obras en relación con los dispositivos de «institución», «campo» y «archivo» antes enumerados.22
Por ejemplo, ¿puede estudiarse el surrealismo y rastrear detalladamente la constitución de un colectivo poético, tributario, ciertamente, de lógicas de posiciones sociales en el campo,23 e ignorar la cuestión seminal (desde Mallarmé) de un sentimiento de la crisis del lenguaje y del deseo entonces intenso de redescubrir un lenguaje adánico (la nueva sintaxis, las asociaciones libres del poema surrealista)? ¿Puede pretenderse que se ha examinado el contenido de una revista como La Nouvelle Critique «olvidando» tomar en cuenta a toda una serie de colaboradores, en especial leyendo a duras penas (o no) los escritos de aquellos que son estudiados desde la simple perspectiva de la «instrumentalización política», para concluir in fine que «la pericia intelectual … concluye en el sacrificio de los valores constitutivos del campo intelectual en un juego que se juzga más interesante acceder a la posición de consejero del príncipe»?24
Ciertamente, en ciertos casos, un puente fue lanzado definitivamente entre esta microhistoria social y la historia de las ideas, ya se trate de los viejos trabajos de Jean Touchard sobre Béranger o de aquellos más recientes consagrados a las culturas políticas en torno a Jean-François Sirinelli.25 Pero las reflexiones en torno al linguistic turn, la renovación de los trabajos en historia literaria,26 aquellos consagrados a la historia de las ciencias sociales27 y la «historia conceptual de lo político» en un Pierre Rosanvallon28 atestiguan el deseo multiforme de seguir los protocolos de una verdadera historia intelectual.
Ya mismo varios tipos de trabajos se traducen en variantes posibles. François Dosse redactó las biografías intelectuales de Paul Ricœur y de Michel de Certeau; Vincent Duclert (a propósito del caso Dreyfus) o incluso Dominique Pestre (en su investigación sobre los físicos franceses en el período de entreguerras) procedieron a este examen estrecho de la cultura intelectual y científica propio de los individuos estudiados, el cual permite comprender las relaciones entre eruditos y política, entre historia de las instituciones de investigación y profesionalización de la ciencia, entre examen de los enfoques apodícticos y su utilización en el debate político (el papel de la crítica de las «fuentes» en el Caso), e incluso entre los enfoques de la verdad y el carácter social e institucional de la noción de «verdad» científica (a través del papel de revelador social que el laboratorio desempeña). Asimismo, la investigación puede igualmente orientarse hacia los modos de argumentación, los regímenes de administración de la evidencia propios a tal o cual autor, o investigar los elementos «matriciales» específicos de una disciplina, con sus «teorías» y variables de base, sus fuentes documentales y de métodos que fundan un «oficio» y una escuela de investigación.29 Por su cuenta, en una esfera completamente distinta de investigación, Alain Vaillant preconiza una «historia de la comunicación literaria», y abierta a todo tipo de realidades (los dispositivos educativos, las relaciones del texto literario con los sistemas de prensa, etc.).30 En todos los casos, el meollo está en una desembocadura en una historia reflexiva de la noción de obra y actividad intelectual, y en alcanzar sus múltiples capas de sentido.
Pero el mayor desafío para una historia intelectual sigue siendo el de remitir obras a un contexto histórico dado y a las interrogaciones de una época con el objetivo de esclarecerlas correctamente. Ciertamente, los términos de «mentalidad» o «espíritu de época» parecen un poco anticuados después de las críticas de todos aquellos (Foucault en primer lugar) que han afirmado su escepticismo con respecto a agrupamientos completamente hechos y síntesis dadas por adelantado en las historias del espíritu humano alguna vez propuestas por Voltaire, Bourreau-Deslandres, Hegel o Taine. No obstante, abogaremos por un retorno a una historia «civilizacional», en la línea más bien de Paul Hazard o de Paul Bénichou, y más recientemente, de Marc Fumaroli en Francia o historiadores de la Escuela de Cambridge como Quentin Skinner y John A. Pocock. Esta historia mezclaría dos tipos de indagación hasta llevar a cabo su entrecruzamiento: una historia de las ideas (grandes doctrinas filosóficas, producción literaria, ideologías políticas) que sea atenta a su dimensión lingüística y que se articule con un contexto que defina a una historia cultural de las ideas captada a través del examen de los mecanismos de «campo», «institución» (producción competitiva de ideas, recepción y difusión) y «archivo» (competencia, resurgimiento y reformulación de los viejos discursos en el presente), a fin de unir las condiciones sociales de la vida y las condiciones morales. Por consiguiente, la puesta en marcha de esta historia pasa por el establecimiento de un amplio contexto, si se postula que la inteligencia y sus promotores son, por un lado, una respuesta a la historia y que, por el otro, el conjunto contextual sigue siendo no tanto un marco coercitivo sino más bien el espacio de las posibilidades de una comunicación autónoma, si se tiene en cuenta la doble autonomía parcial de los intelectuales y los artistas en la sociedad y aquella del pensamiento/sensibilidad. En este espacio contextual, las producciones intelectuales no dependen de manera pasiva del contexto según la enseñanza de las teorías del «reflejo»; ellas tienen su dinámica lingüística propia y una capacidad específica de interrogar lo real que se está constituyendo (estructura reflexiva de la literatura, pero también de ciertas grandes obras de filosofía política) o de exponerlo bajo el virtual modo de la «acción» (teoría de los speech acts) en las obras del pensamiento político.
La Escuela de Cambridge (John A. Pocock, Quentin Skinner) permitió de este modo rehabilitar el estudio inteligente de los discursos intelectuales, ya sea a través de la crítica (clásica) de las fuentes, o bien mediante una investigación sobre la historicidad de los grandes conceptos de la filosofía política resituados en sus diferentes contextos temporales y espaciales: la noción de virtù maquiaveliana no tiene el mismo significado en la Florencia del siglo XVI, en la Inglaterra del siglo XVII o en la América del siglo XVIII.31 Digámoslo de forma breve y concisa: se trata aquí simplemente de un arte de leer los grandes textos, porque éstos resultan ser siempre los más organizados y a la vez los más incontrolables.32
En lo que se refiere a reflexionar el aporte de la literatura, esto equivaldría, para el historiador, a ocuparse de lo que hay de desconocido debajo de las conductas y las costumbres, continuar en compañía del novelista una reflexión interrogativa sobre la opacidad del devenir moderno. Así, a comienzos del siglo XIX, la literatura exploró las vicisitudes de la intriga democrática y la nueva sociología histórica cuando, con la novela realista, puso en marcha un enfoque de tipología descriptiva (la presociología de los Estudios de los modales balzaquianos) que fue favorable para el establecimiento de un contrato de lectura igualitaria entre el autor y una masa de lectores ávidos de encontrar parámetros en un mundo «completamente en un hueco» (Félix Davin, 1835).33 Inversamente, con la corriente simbolista y sus formas de exploración del yo, políticamente influenciada en la obra de algunos de sus escritores por el gesto violento del anarquismo de entonces, la literatura exploró y reveló a su manera la crisis política de la década de 1890, caracterizada por el cuestionamiento de la democracia liberal y parlamentaria.34 Más ampliamente, el texto literario da una forma de acceso privilegiada a las representaciones contradictorias que animan a la sociedad en la medida en que las presenta, casi siempre, bajo la forma de un vector novelesco dialógico y polisémico de ambigüedad semántica.35 Un reciente trabajo apasionante sobre la novela francesa del siglo XIX nos revela un ejemplo de esta opacidad social y política revelada por la parcelación de los lenguajes ejemplarmente registrada por Balzac;36 la voluntad de mostrar los diversos sociolectos pasa, en especial, por el recurso creciente a la oralidad, incluso al argot (Los miserables), por la búsqueda de los estilos profesionales (la expresión es de Flaubert) que permite comprender mejor la naturaleza de las escisiones entre las diferentes categorías de la lengua francesa en el siglo XIX.37 Al hablar de modo interrogativo, la literatura proporciona a la historia intelectual algunos materiales para un discurso social de segundo grado en virtud del trabajo ejercido por la «literalidad» (el valor estético) sobre todos los materiales del perjurio social. Así fluyen visiones del mundo e ideología (bruta) a través de una poética novelesca que ofrece un verdadero tejido conjuntivo entre lengua, cultura, política y literatura.
Pero la cuestión se transforma entonces en la de la agrupación de los hechos dispersos. ¿De qué herramientas y métodos se dispone para esta historia contextual que conjuga historia interna de las ideas y una historia cultural de las ideas más preocupada por las prácticas intelectuales?38 Indiquemos al menos dos pistas metodológicas que permiten esta unión: una aproximación en términos de «recepción» de las ideas y una aproximación sobre las condiciones polémicas del debate intelectual en el caso de grandes controversias.
Una historia de las formas de apropiación intelectual y de los usos de los textos depende de esta combinación. Ya se trate de una historia de la recepción de las ideas y los textos o de una elaboración socio-intelectual de las producciones intelectuales a través del juego editorial, la «obra» no está ya cerrada sobre sí misma, sino que se convierte en sentido sedimentado dentro el espacio social; tampoco es un simple reflejo de la historia, sino uno de sus factores.39 En el caso de una historia de la recepción, algunos trabajos recientes han hecho investigaciones sobre el encuentro epistolar entre un autor y sus lectores con el objetivo de reflexionar a propósito de los mecanismos de elaboración del yo que lee y en las improvisaciones de identidad que de aquí resultan.40 Otros estudios se ocupan más bien de las modalidades según las cuales una «comunidad interpretativa» se apropia un corpus de autor(es) y la obra con diferentes lecturas. Dominique Pestre estudia así los debates en torno a la física einsteniana dentro de los círculos de físicos franceses en las décadas de 1920 y 1930 y muestra claramente, con el caso de Paul Langevin, los trabajos de remodelación del intérprete. Éste es también todo el planteamiento de Pocock con su gran obra consagrada a la historia de las diversas interpretaciones de Maquiavelo en el pensamiento inglés de los siglos XVII y XVIII, o de la investigación sobre Descartes llevada a cabo por Stéphane Van Damme a fin de comprender la construcción de una «grandeza» filosófica a partir de los primeros círculos mundanos franceses a mitades del siglo XVII y, después, de los diferentes círculos de lectores en Europa.41
Así pues, ¿hace falta abstraerse del sentido primero de las obras, de las «intenciones primarias» del autor, con el motivo de que cada texto conoce interpretaciones y de que —según los partidarios más radicales del linguistic turn— el autor estaría ausente, la audiencia sería desconocida y el texto transpiraría, libremente, significados? Esta posición extrema descontextualiza la lectura en provecho de aquel que está «ante» el texto (el nuevo intérprete o reader-response de Stanley Fish)42 y en detrimento de aquel que se encuentra «detrás» (el autor). Ahora bien, los historiadores de las ideas, por ejemplo Quentin Skinner, buscan efectivamente encontrar esas «intenciones primarias» (qué escribe el autor y qué quiere decir, con qué intenciones performativas, y para qué público preciso), al mismo tiempo en que examinan la recepción difractada de las obras. Pero si la Escuela de Chicago se mantiene tan poco interesada por una aproximación social de los actores intelectuales, la historia intelectual se equivocaría al desatender esta aproximación que fue uno de los puntos fuertes de la historia de los intelectuales. De este modo los estudios de recepción han estado también orientados a la mediación editorial y periodística, a fin de ilustrar su papel creativo capital en la definición de una obra. El mediador es prescriptor y modela (a través, por ejemplo, del paratexto, el formato, el precio) de modo más o menos considerable un contenido. Los mecanismos editoriales que tocan, por ejemplo, a la política de la traducción o aquellos que afectan a la política del ensayo en la década de 1920 son típicos de una historia de los contenidos intelectuales desde la perspectiva sociocultural implementada por los autores de la edición.43 Éstos, en efecto, tienden a dirigir el libro erudito tradicional de la posguerra, de formato in octavo, hacia la esfera del libro de actualidad y del ensayo político, con formato in duodecimo, más manejable y asimilado, por otra parte, a la obra literaria. Así, el editor reconfigura a través de procedimientos materiales precisos el juego de los géneros literarios y contribuye a orientar la producción intelectual.
Otro puente entre historia de las ideas e historia cultural de las prácticas intelectuales sería aquel tendido por el examen de las controversias o disputas intelectuales. Inscrito al principio en el campo de la sociología de las ciencias, este terreno de investigación ahora constituye el objeto de investigación por parte de historiadores ocupados en los trabajos de historia de los intelectuales.44 En efecto, en el marco de una polémica intelectual de cierta amplitud —definida como controversia pública entre pares— son las ideas, y sus portavoces, las que se toman ahora realmente en serio, en la dimensión performativa de sus argumentos (en una controversia nada se decide por adelantado), hasta los efectos cognitivos y políticos de éstos (crear, eventualmente, un nuevo estado en la sociedad a imagen del desenlace del caso Dreyfus). Así, remontando a situaciones de efervescencia intelectual inicial, lo que se contemplaba tradicionalmente como «causa» y como proceso lineal se transforma en «consecuencia» y resultado incierto: la filosofía de la Ilustración pudo ser presentada por Antoine Lilti menos como una causa de las controversias entre los enciclopedistas y sus adversarios que como una consecuencia de éstas.45 Concentrarse en la controversia permite también (des)enredar una parte constituida por planteamientos estratégicos en el comportamiento de los actores (interpretable en términos de capital social o de habilidad racional) y otras partes más estrictamente argumentativas que se ponen en juego en los dispositivos de la palabra pública. Se trata así de mantener juntos el análisis de los dispositivos socioculturales subyacentes a la palabra intelectual (propósitos orales, correspondencia privada, intervenciones públicas en marcos, ellos también, diferenciados) y el despliegue de ésta en su dimensión propiamente comunicacional.
Pero, más allá de estos procedimientos de investigación, la historia intelectual debe afrontar, por consiguiente, la cuestión de las relaciones entre los hechos de conciencia creativos y los datos políticos y sociales que caracterizan a una época dada.
Carl E. Schorske, el historiador estadounidense de la Viena de finales del siglo,46 publicó un estudio ejemplar de estas relaciones. Su método de investigación combina una aproximación diacrónica (para aprehender la evolución de un dominio del saber, del arte) y la aproximación sincrónica (para comprender su relación con el conjunto del contexto político y social). De modo más general, se trata de aprehender las diferentes esferas de actividad intelectual y sus producciones, para después abordar todas las interrelaciones en su núcleo y en el exterior de ellas. Estas interrelaciones se cumplen, en primer lugar, en el interior de las relaciones intradiscursivas de una esfera intelectual dada (la filosofía, la literatura con su gama de obras), de las cuales conviene conocer el conjunto de sus debates, presentes y pasados, en el seno de aquello que puede llamarse el «archivo»: no hay historia posible del surrealismo sin conocimiento por los futuros surrealistas del período antes de las Cartas durante (al menos) los últimos cincuenta años. Después se encuentran las relaciones interdiscursivas entre dos dominios intelectuales o artísticos distintos, pero que comparten una investigación similar con respecto a las interrogaciones políticas y sociales comunes de una época: así el «clasicismo moderno», identificable tanto en una parte de la literatura (la Nouvelle Revue Française) como en las artes del período de entreguerras en Francia (arquitectura del Trocadero, pintura de Derain),47 responde a la investigación, por una gran parte de las élites, de una reevaluación intelectual y artística crítica del pensamiento y las sensibilidades.
Por último, las relaciones extradiscursivas articulan el horizonte de lo político y lo cultural. Para lograr llevar a cabo esta investigación global, una «intriga» narrativa puede resultar útil al historiador. Esto era sabido intuitivamente desde Walter Scott, y se lo sabe ahora teóricamente a partir de la amplia divulgación de los trabajos de Paul Ricœur: corresponde al relato, a través del designio de seguir el conjunto de hilos que revelan los múltiples vínculos en el seno de un contexto dado, la asunción de una función coactiva virtual gracias al apoyo de una puesta en intriga intelectual, que sea orientación de la narración y, a la vez, reunión de los materiales dispersos. De este modo, el reflujo del liberalismo político, a partir de 1880, es lo que explica el repliegue de ciertos artistas, el nacimiento de investigaciones artísticas o la emergencia de saberes elitistas, autorreferenciales y ávidos de exploración interior (el psicoanálisis es su símbolo). Por el contrario, en la Francia del período de entreguerras, una aproximación artística e intelectual en una mayor conformidad con las expectativas del público promedio, una cierta predilección apegada a los valores de legibilidad, claridad intelectual o lo razonable (clasicismo moderno de las formas artísticas, neorracionalismo filosófico), parece ser, en muchos hombres de cultura, el equivalente a un compromiso político liberal. Esta aproximación puede ser, aquí, la conciencia de la juventud intelectual de los años 1815-1830 de encontrarse arrastrada en un movimiento histórico cuyo sentido unitario se ha perdido, allá, la confrontación trágica de la modernidad y la historia en la Viena de finales del siglo, en otra parte, la voluntad precisamente de conciliar la historia y la así llamada modernidad en la Francia de las décadas de 1920 y 1930. Sin embargo, estas reconstituciones no pueden tener alguna pretensión con respecto a la totalidad homogénea (de tipo Zeitgeist, espíritu de época) en la medida en que la cultura moderna se funda en la fragmentación creciente de sus esferas de actividad y de que las puestas en intriga de series —a veces muy heterogéneas las unas a las otras— tienen sus límites.48 Pero de su calidad depende ciertamente el mantener juntos la ambición de situar correctamente el papel de ciertas obras intelectuales y artísticas en la historia general y el rechazo, al mismo tiempo, a reducirlas al simple rango de un síntoma mimético de ésta.
Tras este breve panorama, que mira cómo la historia tradicional de las ideas pasa de una historia de los significados a una historia de los intelectuales, que está orientada sobre todo a un estudio de las funciones (de la socialización intelectual) y los usos (de las diferentes producciones intelectuales en su circulación), la defensa de una historia intelectual apunta por consiguiente a conjugar estos tres tipos de aproximación, sin temer efectuar multiplicaciones de las variaciones de las perspectivas de análisis. Una invitación a tal indagación puede, ciertamente, estar siempre vinculada a un programa clásico de historia del compromiso histórico, en el examen de sus componentes científicos y técnicos, así como lo recordaba Vincent Duclert. También es posible —como lo establecieron algunos historiadores y literatos en otro tiempo, y como nos invitaba a hacerlo Michel Trebitsch—49 abrir más ampliamente, más sintéticamente también, la historia de los intelectuales sobre la historia sin más de las sociedades contemporáneas. En el mundo de la modernidad, en el que la producción de la sociedad tiene cada vez más una naturaleza mediática e informacional, el espíritu se encuentra frente a sí mismo y, por lo tanto, confrontado permanentemente a sus representaciones y a las representaciones de los demás. Esta simple constatación es suficiente para (volver a) dar a una historia de las ideas renovada, al igual que al estudio de sus múltiples representantes, el lugar central que les confiere de facto la reflexividad propia de las sociedades modernas.
Traducción del francés:
Alan Cruz
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1 Cf. Pascal Ory, L’Histoire culturelle; Philippe Poirrier, Les Enjeux de l’histoire culturelle; Laurent Martin y Sylvain Venayre (dir.), L’Histoire culturelle du contemporain.
2 Vincent Duclert, «Les intellectuels, un problème pour l’histoire culturelle». El autor denuncia la incapacidad de la historia de los intelectuales para elaborar saberes intelectuales, la historia de la cultura intelectual de los «clérigos». Igualmente, Michel Trebitsch abría un coloquio en 2002, en Cerisy, sobre el relativo agotamiento de una historiografía que había dado lugar a tipologías y cartografías acechadas por los peligros de la repetición y la falta de perspectiva: cf. Michel Trebitsch, «Pour en finir avec l’histoire des intellectuels».
3 Jean-François Sirinelli, «Le hasard et la nécessité ? Une histoire en chantier : l’histoire des intellectuels».
4 Ésta es también la posición de François Dosse, La Marche des idées : histoire des intellectuels histoire intellectuelle.
5 Con excepción de la «vieja» (lansoniana) historia literaria de la cual, sin embargo, Lucien Febvre había recordado, en 1941, sus méritos epistemológicos iniciales (una historia social de lo cultural), antes de edulcorarse en trabajos de establecimiento de los textos, para después ser atacada por Barthes y los estructuralistas. Más adelante regresaremos a esto.
6 No obstante, la inserción de un escaso contexto histórico puede, a veces, acompañar el curso de la exposición, como en Jean-Jacques Chevallier, Histoire de la pensée politique, o en Jacques Chevalier, Histoire de la pensée. Cf., más recientemente, el brillante libro aunque ignorante de las condiciones socio-históricas de la actividad intelectual: Randall Collins, The Sociology of Philosophies: A Global Theory of Intellectual Change.
7 Michel Foucault, Naissance de la clinique : une archéologie du regard médical.
8 M. Foucault, «Qu’est-ce qu’un auteur».
9 Quentin Skinner, «Meaning and Understanding in the History of Ideas».
10 Roland Barthes, Essais critiques, pp. 250-251.
11 Cf. la reflexión de Dominique Maingueneau sobre el estado del campo de la crítica literaria en la década de 1960 y su ethos antihistórico en Contre Saint Proust ou la fin de la littérature.
12 Cf. Pierre Barbéris, Balzac et le mal du siècle.
13 Cf. Auguste Anglès, André Gide et le premier groupe de La Nouvelle Revue française.
14 Cf. Pierre Barbéris, Le Prince et le Marchand. Idéologiques : la littérature, l’histoire.
15 Puede consultarse la obra de síntesis (direcciones metodológicas y balance sobre diversos estados del campo de esta historiografía: Michel Leymarie y Jean-François Sirinelli (dir.), L’Histoire des intellectuels aujourd’hui. Igualmente, aquella de Vincent Duclert, op. cit.
16 Nos permitimos referirnos a nuestro artículo, «Sociologie et histoire des intellectuels», en ibid.
17 Pueden reconocerse aquí los conceptos elaborados por Jean-François Sirinelli en su tesis y retomados después muy ampliamente por los investigadores. Cf. asimismo el expediente reunido por Nicole Racine y Michel Trebitsch (dir.), Les cahiers de l’ihtp.
18 D. Maingueneau, op. cit., pp. 57-58.
19 Jean-Louis Fabiani, Les Philosophes de la République.
20 Jean-François Sirinelli, Génération intellectuelle : khâgneux et normaliens dans l’entre-deux-guerres.
21 Puede consultarse la síntesis de Jacqueline Pluet-Despatin, Michel Leymarie y Jean-Yves Mollier (dir.), La Belle Époque des revues 1880-1914.
22 El problema fue formulado desde 1994 por François Dosse y Christophe Prochasson durante la publicación del libro del sociológo Rémy Rieffel, La Tribu des clercs : les intellectuels sous la ve République. Cf. estos artículos en el expediente reunido por la revista Le Débat, núm. 79, marzo-abril de 1994.
23 Cf. Norbert Bandier, Analyse sociologique du groupe surréaliste et de sa production (1924-1929).
24 Frédérique Matonti, Intellectuels communistes : essai sur l’obéissance politique. La Nouvelle Critique (1967-1980). Cf. las pertinentes anotaciones críticas (metodológicas y factuales) de Lucien Sève, quien fue uno de los actores de esta historia: él se impresiona de esta «historia social de las ideas» que, aunque se diga así, esquiva el estudio de los debates y las producciones intelectuales en la esfera comunista: Lucien Sève, «Intellectuels communistes : peut-on en finir avec le parti pris ?».
25 Resalta particularmente, bajo la dirección de Jean-François Sirinelli, L’Histoire des droites en France.
26 Cf. el número especial consagrado a la renovación metodológica de la historia literaria: La Revue d’histoire litteraire de la France, núm. 3, 2003.
27 Cf. Jean-Michel Chapoulie, «Un cadre d’analyse pour l’histoire des sciences sociales».
28 Cf. Pierre Rosanvallon, Pour une histoire conceptuelle du politique.
29 Idem.
30 Cf. Alain Vaillant, «Pour un histoire de la communication littéraire».
31 Sobre la Escuela de Cambridge, cf. Julien Vincent, «Concepts et contextes de l’histoire intellectuelle britannique : l’“École de Cambridge” à l’épreuve».
32 Seguimos aquí las bellas reflexiones de Claude Lefort a propósito de Tocqueville, Marx y Maquiavelo: «Siempre me he esforzado por restituir aquello que había de deliberado, de concertado, en el pensamiento del escrito y al mismo tiempo aquello que resulta no controlable para él mismo, aquello que lo arrastra o lo deporta constantemente fuera de las “posiciones” que él ha reivindicado; en resumen, lo que conforma las aventuras del pensamiento en la escritura», Claude Lefort, «Philosophe».
33 Cf. Judith Lyon-Caen, «Saisir, décrire, déchiffrer : les mises en texte du social sous la monarchie de Juillet».
34 Nelly Wolf, Le Roman de la démocratie.
35 Cf. para el diálogo a lo largo del siglo XIX entre Antiguo Régimen y sociedad democrática nueva, el bello libro de Mona Ozouf, Les Aveux du roman : le dix-neuvième siècle entre Ancien Régime et Révolution. De forma más general, sobre el estudio de las relaciones entre literatura e historia desde una óptica que inscribe lo social en la textualidad en virtud de una nueva narratología, distinta por tanto de la vena macrosociológica heredada de Lukács y Lucien Goldmann que pretendía revelar lo social en el texto, cf. Jacques Neefs y Marie-Claire Ropars (ed.), La Politique du texte : enjeux sociocritiques. Pour Claude Duchet.
36 Cf. sobre esta poliglotía, el libro de Philippe Dufour, La Pensée romanesque du langage.
37 Ibid., pp. 124-135.
38 Nos permitimos remitirnos a nuestra obra que constituye un ensayo de aplicación de la prescripción presente, Histoire intellectuelle de l’entre-deux-guerres : culture et politique.
39 Retenemos aquí esta interpretación moderada del linguistic turn, que es la de la Escuela de Cambridge, y que apunta a recuperar la dimensión retórica de las ideas a fin de mostrar que una gran obra no se reduce al estatuto de documento. Se trata más ampliamente de contemplar una nueva relación entre «pensamiento» y «realidad» bajo los términos de «experiencia» y «significado», diciendo que una interpretación creadora de la experiencia modela también la realidad y, por tanto, que el lenguaje no es simplemente un medium relativamente transparente, sino que responde a la experiencia y la modela parcialmente. El mejor medio para seguir el debate sobre esta propuesta historiográfica, un poco caricaturizada en Francia por Roger Chartier (que no conoce más que sus aspectos extremistas), consiste en leer los diferentes artículos aparecidos en la American Historical Review en 1987-1989. En particular, aquel de John E. Toews cuyas ideas hemos resumido: «Intellectual History after the Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreductibility of Experience»; y aquel de David Harlan, más cercano a un paradigma posestructuralista influenciado por la French Theory, «Intellectual History and the Return of Littérature».
40 Cf. Judith Lyon-Caen, La Lecture et la vie : les usages du roman au temps de Balzac.
41 Cf. Stéphane Van Damme, Descartes.
42 Cf. Stanley Fish, Is There a Text in This Class? The Authority of Interpretative Communities.
43 Cf. François Chaubet, op. cit., capítulos 4 y 5. Nos remitimos más generalmente a las reflexiones de Roger Chartier sobre esta historia material de la lectura propuestas en «comunidades de lectores»: Roger Chartier, Culture écrite et société : l’ordre des livres (XVIe-XVIIIe siècles).
44 Cf. el último número de Mil neuf cent. Revue d’histoire intellectuelle, «Comment on se dispute : les formes de la controverse de Renan à Barthes».
45 Cf. Antoine Lilti, «Querelles et controverses. Les formes du désaccord intellectuel à l’époque moderne».
46 Cf. Carl E. Schorske, Vienne fin de siècle : politique et culture.
47 Ibid., todo el capítulo 2.
48 El libro de Schorske, por ejemplo, es una sucesión de ensayos antes que una forma metanarrativa.
49 M. Trebitsch, op. cit.