En La inquietud que atraviesa el río, Hans Blumenberg interpreta la historia contada previamente por Schopenhauer acerca de la soledad de un hombre lúcido que convive con hombres trastornados. La historia resume las peripecias de un ciudadano que tiene el único reloj a la hora en una ciudad donde los relojes no están a la hora. La pregunta de Schopenhauer, respondida por Blumenberg a modo de lección filosófica, es la siguiente: ¿de qué le sirve a ese hombre saber la hora verdadera en una ciudad donde todos los relojes no van conforme la hora? La respuesta de Blumenberg es contundente: «El solitario poseedor de la hora verdadera en una ciudad en la que todos los relojes de sus torres marchan mal no es un sabio, sino un chiflado».1 El problema con esta respuesta es que es insatisfactoria: existe un interés genuino por tener nuestros relojes a tiempo o, contrario a lo que pensó Blumenberg, ¿somos capaces de vivir con un reloj fuera de la hora adecuada? ¿A qué grupo nos gustaría pertenecer? ¿El conjunto de los hombres solitarios con la hora verdadera o el conjunto de los hombres trastornados con la hora equivocada? Blumenberg prosigue el relato: «En tanto que el narrador de la historia deja esto fuera de consideración, revela más de sí mismo que del estado de cosas que tenía la intención de hacer patente: que se tendría que conceder un plazo razonable a quienes siguen la hora falsa para que finalmente comprendan aquello que una cabeza despejada había visto enseguida».2
La parábola anterior ilustra uno de los problemas más recurrentes del «dialogo» entre la historia intelectual y la filosofía política, de la tensión entre los conceptos y las historias: la atribución de cada disciplina por afirmar que posee el reloj verdadero. Por un lado, el filósofo considera que posee el reloj verdadero de los conceptos y que los historiadores tienen relojes que no admiten la hora de la normatividad. Por otro lado, el historiador asume la propiedad de la hora exacta para medir la experiencia histórica y los filósofos utilizan relojes fuera de tiempo. Como podrá anticiparse, el problema implica más que una tercera opción por trascender el dilema entre hombres lúcidos y hombres trastornados. El filósofo se identifica como un hombre lúcido que está obligado a convivir con hombres trastornados: los historiadores. En contraste, el historiador considera que es un hombre lúcido que, de vez en cuando, se encuentra con hombres trastornados que se hacen llamar filósofos. La solución a esta paradoja no es fácil, al menos que lo convirtamos en un dilema irresoluble para la historia o un falso dilema para el filósofo.
Por lo anterior, surgen múltiples respuestas a la paradoja: compartir, destruir o dividir el reloj verdadero. Por una parte, la división del reloj es una actitud socialista, puesto que implica una actitud más justa con la ciudad: evitar que un grupo se apropie de los medios de producción de la hora exacta. Por otra parte, la destrucción del reloj es una idea anarquista que conlleva la disolución de la ciudad: es necesario utilizar un reloj oficial para coordinar las experiencias sociales. Por último, compartir el reloj implica, a mi juicio, un acto democrático: ninguno de los grupos es propietario de los relojes ni mucho menos de la hora exacta. La ciudad queda salvada del totalitarismo de la hora verdadera. Para llevar la parábola hasta el límite, mi propuesta de solución al dilema es partir de la vía democrática: tanto historiadores como filósofos deben compartir un reloj sin que sepan si es el reloj verdadero o el reloj con la hora equivocada. Ambos grupos deben abandonar la idea de que poseen la hora auténtica, pues el tiempo compartido es un tiempo esencialmente público, político, ciudadano. Para facilitar la coordinación entre ambos grupos es menester, entonces, utilizar un solo reloj sin que cada grupo sepa qué tipo de reloj emplean o a quién le pertenece.
Blumenberg concluye: «La historia habría de desaconsejar la impaciencia de que pueda y tenga que ser cosa rápida el que todos los demás sigan al poseedor de la verdad. En realidad, la historia ilustra todo lo contrario: por qué no le seguirán nunca».3 El problema final es que, en el dialogo entre historiadores intelectuales y filósofos políticos, las luchas por la verdad son derrotas anticipadas, a menos que estén dispuestos a abandonar su preocupación por tener la hora exacta. Tradicionalmente, la historia está interesada en explicar la singularidad de los acontecimientos históricos. Por el contrario, la filosofía tiene la pulsión por encontrar los elementos universales de los fenómenos humanos. La imagen del intercambio es convertida en un diálogo de sordos, imagen que se fortalece en la medida en que ambas disciplinas están obstinadas en ir por rumbos distintos, aunque acaben por encontrarse en los senderos políticos por los cuales transitan. ¿Por qué la filosofía política no utiliza la historia intelectual para apoyar empíricamente sus argumentos? ¿Por qué la historia intelectual no emplea el análisis filosófico para incrementar el rigor conceptual de sus investigaciones? ¿Por qué los historiadores conceptuales no son plenamente historiadores ni completamente filósofos? El presente ensayo, más que resolver la paradoja mediante un programa disciplinario, pone en tensión epistemológica la relación entre las historias y los conceptos. Para ejemplificar esta tensión utilizo la relación de Leo Strauss con la historia conceptual o, si se prefiere, presento la obra del filósofo alemán como la obra de un historiador conceptual que logra, mediante el análisis histórico, un análisis conceptual de mayor calado. Por consiguiente, la tensión entre historias y conceptos es intensificada por Strauss en su crítica al presente mediante un «retorno de la Antigüedad». Finalmente, esta tensión permitirá indicar el naufragio disciplinario en el que el historiador conceptual se encuentra gremialmente —como fue el caso de este pensador—, ya que no es reconocido ni como filósofo auténtico ni como historiador genuino puesto que su exceso de teoría implica, para algunos, el abandono del archivo y, para otros, el trabajo de los materiales históricos impide la argumentación filosófica más sofisticada.
En 1961, Isaiah Berlin publicó un artículo titulado «¿Existe aún la teoría política?» y cuestionó fuertemente la vigencia de la teoría política como una disciplina científica. Igualmente, otros polígrafos ingleses como Michael Oakeshott o R. G. Collingwood auguraron la muerte de la teoría política debido a que no existía, según estos filósofos, una teoría que renovase el campo politológico con alta impacto normativo.4 La teoría política llegó, pero hasta 1971 con la publicación de Teoría de la justicia de John Rawls. Bajo este contexto intelectual debe explicarse la renovación de la filosofía política en la década de 1970 en general, y el impacto de la obra de Leo Strauss como miembro de una generación de exiliados que renovaron históricamente la filosofía política, en particular.
La renovación de la filosofía política coincidió con la rehabilitación de la filosofía práctica en Europa y con la invención de la historia de la filosofía política en Estados Unidos. Este resurgimiento no puede comprenderse únicamente utilizando explicaciones históricas o derivaciones institucionales. Para estos fines es necesaria una sociología de la filosofía para explicitar las redes conceptuales y los trazados institucionales de los miembros destacados de esta generación proactiva. Más allá del contenido filosófico de los sujetos pertenecientes a esta generación, el estudio sociológico de la obra de Raymond Aron, Eric Voegelin, Hannah Arendt y Leo Strauss favorece una explicación de la filosofía como un discurso reactivo, como una aproximación política opuesta a las investigaciones empíricas desarrolladas en los Departamentos de Ciencia Política en Estados Unidos. Los miembros de esta generación de filósofos políticos, con diferentes coordenadas políticas y ejes institucionales, pero en condiciones epistemológicas similares, postularon una renovación de su campo; aunque en sentido estricto fue una invención disciplinar. La generación de la década de 1960 instituyó la historia de la filosofía política como una disciplina autónoma de la ciencia política, con metodología propia, con criterio de validación independiente y con fundamentación epistemológica rigurosa.
La filosofía política como disciplina autónoma y objeto de estudio surgió, entonces, como un producto teórico e institucional que operó como una reacción frente a la hegemonía del conductismo de la ciencia política anglosajona. Este periodo de rehabilitación de la filosofía política es también un periodo creativo y combativo en el que la política, el derecho y la filosofía moral apuntan hacia directrices divergentes según sea el tratamiento de cada disciplina. De modo que, para explicar el advenimiento de la filosofía política, hace falta comprender la hegemonía y la aparición de la ciencia política como disciplina independiente de la primera. Sin la hegemonía de la ciencia política anglosajona, la historia de la filosofía política no hubiera tomado el cauce normativo que adquirió en su desarrollo posterior.
Para iniciar, cabe señalar que el impulso final para la construcción de una ciencia política estrictamente científica provino de la revolución conductista de la década de 1950. Esta revolución teórica supuso un control positivo de datos sociales contrastables empíricamente y, a su vez, el rechazo de la historia de la teoría política en cuanto disciplina histórica sin posibilidad de predicción de acontecimientos políticos. Los defensores de este modelo teórico asumieron que una visión empírica de la política debe apoyarse únicamente en una teoría científica del comportamiento humano; en este caso, el sustento epistemológico lo adquirió del conductismo con modificaciones ad hoc. En consecuencia, una de las condiciones de posibilidad de la ciencia política es la restricción al mínimo del historicismo y de la reflexión normativa para así garantizar una versión estrictamente positiva de la disciplina politológica.
No obstante, la oclusión de los elementos históricos y normativos fue duramente criticada en Estados Unidos por un grupo de filósofos, sociólogos e historiadores provenientes de una Europa desgastada: la generación del exilio europeo. En efecto, los profesores exiliados con motivo de las guerras europeas no sólo defendieron la legitimidad política, metodológica y epistemológica de la concepción histórica de la política sino que, además, criticaron los fundamentos conductistas de la ciencia política estadounidense porque sostenían que no es posible una ciencia predictiva de la política. La querella epistemológica comenzó sin ambages. Este grupo de profesores anticonductistas incluyó una amplia diversidad ideológica y disciplinar, por la cual no es posible estudiarlos como un conjunto homogéneo; sin embargo, la mayoría comparten por lo menos cuatro supuestos: 1) la crítica a la reducción conductista de la política; 2) la importancia teórica del registro histórico de la política; 3) la importancia epistemológica y empírica del análisis normativo de los fenómenos políticos; 4) y, por último, la relevancia política del estudio histórico de la filosofía política.
Para realizar esta crítica, una de las estrategias del grupo del exilio consistió en recuperar la dimensión crítica y normativa de la historia de las tradiciones de pensamiento político. Esta recuperación apoyó directamente el surgimiento de una disciplina autónoma fundamentada en la tradición política europea: la historia de la filosofía política. Es por ello que, independientemente de las diferencias ideológicas o de la variación epistemológica de la generación del exilio europeo, la mayoría de sus miembros defendieron la importancia epistémica del conocimiento histórico para la fundamentación científica de la teoría política. Los miembros de la generación del exilio asumieron incluso que una de las formas más eficaces para desmantelar los supuestos teóricos del conductismo consistía en la recuperación de las tradiciones de pensamiento como marcos de racionalidad política. Por lo tanto, la historia de la filosofía política en cuanto disciplina autónoma con un objeto de estudio legítimo y una metodología delimitada surgió principalmente en la década de 1960 como una reacción a la revolución conductista ocurrida en la ciencia política.
Cabe matizar que esta revuelta contra el conductismo no es producto exclusivo de la generación del exilio; por el contrario, este movimiento de reacción se apoyó en la obra de historiadores y politólogos que publicaron dos décadas antes como Isaiah Berlin, Michel Oakeshott y Raymond Aron para justificar la importancia de la historización de la política. Así, la obra de algunos exiliados europeos como Leo Strauss, Hannah Arendt, Eric Voegelin, e incluso de politólogos estadounidenses críticos del conductismo político como Sheldon Wolin o William E. Connolly, son deudores de los planteamientos historicistas de la generación de historiadores del pensamiento político de la década de 1950. Lo que sí es exclusivo de esta generación es que publicaron sus grandes obras en la década de 1960 y, con ello, comenzó la crítica historicista a los fundamentos conductistas de la ciencia política estadounidense. Muchos de los esfuerzos teóricos de estos profesores estuvieron destinados a demostrar la imposibilidad epistemológica de la teoría política positivista basada en el conductismo y, en cambio, propusieron una visión normativa de la teoría o bien una concepción histórica de la disciplina.
Por consiguiente, si las condiciones de emergencia de la historia de la filosofía política radicaron en los debates teóricos y los problemas políticos de la década de 1960, es necesario explicar cuáles fueron las razones y los argumentos que posibilitaron la rehabilitación de las visiones históricas de la política. Por un lado, frente a la defensa del declive de la teoría política y el auge del conductismo, algunos autores defendieron nuevas formas de explicación del conocimiento político que no esté reducido a la variante positivista ni rechace por completo la exigencia de rigor científico. Por ejemplo, el gnosticismo antiweberiano de Eric Voegelin en (La nueva ciencia de la política, 1952), el platonismo como metodología política de Leo Strauss (Derecho natural e historia, 1953) o la fenomenología de lo político de Hannah Arendt (La condición humana, 1958) son una muestra de esta rehabilitación histórico-filosófica del pensamiento político. Por otro lado, los movimientos sociales de la época como el movimiento feminista, las revueltas estudiantiles y los movimientos de liberación nacional implicaron la aparición de actores políticos y demandas sociales que habían sido descartadas por la teoría política tradicional, de modo que estas teorías justificaron la legitimidad epistemológica de la emergencia de los nuevos sujetos políticos.5
Independientemente de estas dos vías de crítica a la ciencia política conductista, uno de los puntos cruciales de la rehabilitación histórico-filosófica del estudio de la política fue proporcionado por la crítica a la modernidad política realizada por los miembros de la generación del exilio. Ya sea como crítica a la democracia liberal (Strauss), el abandono de lo político en la sociedad de masas (Arendt), el gnosticismo como fuente oculta de la modernidad (Voegelin), la unidimensionalidad de la subjetividad contemporánea (Marcuse) o la disolución de las contradicciones irresueltas por la Ilustración (Adorno, Horkheimer), la mayoría de estas críticas optaron por el descontento por la modernidad. Una de las maneras de resolver este nihilismo oculto fue mediante una vuelta o una renovación de la tradición europea de pensamiento político.6 Por tanto, frente al pragmatismo del gobierno estadounidense, frente al conductismo de la teoría política y frente a la reducción positivista de la ciencia política, la generación de los exiliados europeos propuso, directa e indirectamente, una recuperación histórica y filosófica de la teoría política como historia de las tradiciones de pensamiento político o, según quedó notificado, una historia de la filosofía política en cuanto reorientación del pensamiento y recuperación del sentido de la tradición occidental. Por ejemplo, Hannah Arendt, al igual que su colega Leo Strauss, en un gesto reaccionario invocó el retorno a la tradición política de la Antigüedad:
Me he alistado en las filas de aquellos que desde hace ya algún tiempo se esfuerzan por desmontar la metafísica y la filosofía, con todas sus categorías, tal y como las hemos conocido desde sus comienzos en Grecia hasta nuestros días. Tal desmantelamiento sólo es posible si partimos del supuesto de que el hilo de la tradición se ha roto y que no seremos capaces de renovarlo. Desde la perspectiva histórica, lo que en realidad se ha derrumbado es la trinidad romana, que durante siglos unió religión, autoridad y tradición. La pérdida de esta trinidad no anula el pasado, y el proceso de desmantelamiento no es en sí mismo destructivo; se limita a sacar conclusiones de una pérdida que es una realidad y que, como tal, ya no forma parte de la «historia de las ideas», sino de nuestra historia política, de la historia del mundo.7
El desencantamiento de la modernidad, confirmado por la Stimmung melancólica provocada por la guerra y el exilio, fue combatido con la propia tradición que incubó su destrucción: la crisis de la tradición occidental fue combatida, paradójicamente, con una recuperación del legado europeo más excelso.8 Asimismo, la argumentación filosófica de la historia de la filosofía política operó como un dique de contención frente al nihilismo político producto de las guerras europeas del siglo XX. En ocasiones, el nihilismo político funcionó como un efecto de las promesas incumplidas de la modernidad y el diagnóstico de la decadencia occidental como inevitable. Las razones fueron muchas y con diferentes texturas. El nihilismo político, entonces, debía ser combatido mediante razones históricas (Spengler), razones políticas (Schmitt), razones morales (Jünger) o simplemente motivadas por el auge de la técnica (Heidegger) y la dinámica perversa de la propia modernidad (Benjamin). En cualquier caso, frente a la decadencia de Occidente, la vuelta o la crítica a la tradición fue lo único que promulgó la generación del exilio como remedio para salvar a la civilización occidental. «Tradición o muerte» fue la proclama política de la época vertida en un síntoma de la crisis civilizatoria.
Sin embargo, la revisión de los recursos de la tradición implicó una recuperación de la dimensión crítica, pedagógica y normativa de la historia de la filosofía política. Por esta razón, la publicación en 1971 de Teoría de la justicia de Rawls constituyó la culminación de este proceso por recuperar el elemento normativo de la teoría política que desde la década de 1950 viene acelerando. Con Rawls no comenzó la rehabilitación de la filosofía política. Por el contrario, su obra cerró una discusión sostenida durante dos décadas previas. Este énfasis de lo normativo a partir de una reconstrucción historiográfica del pensamiento político fue, por lo tanto, el punto de partida de una nueva forma de concebir el estudio de los conceptos, los lenguajes, las historias y las teorías que tienen como finalidad última la explicación completa de la política. La historia de la filosofía política entendida como la comunión del análisis normativo y el registro histórico sin exclusión de lo político emergió como una vocación (Wolin)9, como un progreso mediante el retorno (Strauss)10 o como una recuperación de la tradición para acortar la brecha entre pasado y futuro (Arendt).11
En síntesis, la rehabilitación de la filosofía práctica y, con ello, la invención de la historia de la filosofía política implicó varios puntos nodales acerca de una nueva forma de entender los fenómenos políticos. Primero, la filosofía política permitió criticar la versión positivista de la ciencia política —particularmente la reducción del conductismo político— y mostrar que existe un punto ciego en la teoría política empírica: los fundamentos normativos de la teoría política, la historicidad de las concepciones políticas y la imposibilidad de cuantificar fenómenos esencialmente cualitativos. Por esta razón, la filosofía política es simultáneamente una crítica epistemológica al positivismo político y a la «neutralidad valorativa» de la ciencia política estadounidense. Segundo, la filosofía política respondió a la crisis moral occidental apelando a una vuelta o a una revisión de la tradición política europea. Esto implicó una preocupación central acerca de la historia del pensamiento político y las tradiciones occidentales como parte de un continuo histórico, lo cual condujo a una renovación historiográfica acerca del canon de la filosofía política clásica. Tercero, debilitó el avance de la democracia liberal anteponiendo otros modelos de organización política y desnaturalizó el modelo liberal anglosajón como un modelo histórico autosuficiente. Esta reacción antiliberal condujo a la valoración de otras tradiciones políticas como el republicanismo, el socialismo y, en menor medida, el conservadurismo reaccionario. Cuarto, la filosofía política recuperó la dimensión normativa de la teoría política para proponer modelos políticos prescriptivos que permitieran orientar los diferentes cursos de acción política. De manera que la tendencia de algunos teóricos fue vincular, por medio del discurso filosófico, los asuntos políticos que la ciencia política no pudo responder: la relación entre verdad y política (Strauss), el vínculo entre contingencia y política (Arendt) y el espinoso tema entre violencia y política (Benjamin), entre otros. Por último, la filosofía política del exilio justificó los movimientos sociales, las prácticas políticas y la crítica cultural de la década de 1960 como un efecto del advenimiento de la sociedad de masas. Este efecto politológico, asumido por algunos como negativo, implicó una visión crítica de la democracia de masas. Por ello, la generación del exilio —cercana a tendencias aristocráticas y elitistas de la política— explicó la crisis de la modernidad como producto del debilitamiento de la reflexión política y el ocultamiento de la tradición política clásica. La filosofía política fue así una recuperación de los valores clásicos de la política occidental, la cual incluye, por un lado, la rehabilitación de los principios normativos de la política y, por el otro, la revitalización de formas aristocráticas del ejercicio político.
En 1952, Strauss publicó «Sobre un modo olvidado de escribir»: un artículo que servirá como el arcano de su programa de reactivación histórica de la filosofía; una reactivación de los problemas perennes de la filosofía sin incurrir en argumentos historicistas, pero con un fuerte apoyo en el conocimiento histórico. ¿Cómo es posible una pregunta filosófica, universalista, a partir de los problemas históricos de una época? La respuesta de Strauss radicó en la operación filosófico-política de la vieja distinción entre la escritura esotérica y la escritura exotérica, distinción encarnada en la filosofía política antigua.
La distinción es simple, pero fundamental. La escritura exotérica está dirigida a un público masivo cuya finalidad es evitar la persecución, la censura o la lectura superficial. Este tipo de escritura exige un tipo de lectura que resalte lo que afirma explícitamente el texto. En cambio, la escritura esotérica es un tipo de técnica narrativa que emplean algunos escritores con la finalidad de transmitir un mensaje de manera críptica, oculta o de difícil acceso, ya sea por fines políticos, epistemológicos o simplemente estilísticos. El mensaje encriptado u oculto exige, por consiguiente, un tipo de lector capaz de leer entre líneas, un lector con la habilidad suficiente para desentrañar un mensaje en una discusión específica o, eventualmente, detectar formas de comunicación oblicuas. La escritura esotérica supone un tipo de lectura indiciaria que advierta lo que afirma subrepticiamente un texto.
La escritura exotérica es dependiente del artificio retórico conocido como claritas. Históricamente, la preeminencia de claridad es una exigencia normativa del discurso filosófico contemporáneo, principalmente de la tradición liberal que asume como virtud epistémica la claridad discursiva, la publicidad del conocimiento, la transparencia de los mensajes escritos y la reducción de las formas de ocultamiento del poder expresadas por la razón de Estado. Por ello, las tradiciones políticas ajenas al principio de publicidad no producen necesariamente escrituras exotéricas. Estas tradiciones utilizan como técnica compositiva la «claridad», la «oscuridad» (obscuritas) y otras figuras retóricas que permiten ocultar el mensaje «auténtico» del autor, razón por la cual esta lectura requiere la comprensión de ambas dimensiones del discurso: la dimensión explícita del mensaje escrito y la dimensión implícita del mensaje oculto. Esta forma de lectura recibió el nombre de «lectura entre líneas».
La lectura entre líneas es un tipo de lectura argumentada que permite inferir lo que afirma un texto y lo que no afirma de manera explícita. Este tipo de lectura posee un grado mayor de sofisticación epistemológica con respecto a la lectura histórica y filosófica tradicional, ya que exige la comprensión del mensaje directo y la elucidación de un posible mensaje oculto. Por consiguiente, la lectura entre líneas debe dar cuenta tanto de la escritura exotérica como de la esotérica, así como de su intersección narrativa, debido a que algunas formas de composición filosófica ocultan de manera deliberada la intención del autor. Por consiguiente, una de las condiciones metodológicas del arte de leer consiste en leer un texto entre líneas.
El adjetivo entre líneas es una metáfora que sugiere que algunos textos — principalmente los textos con fuerte contenido político— poseen significados más allá de una lectura inmediata o de la lectura apresurada que percibe un lector poco versado en discusiones filosóficas. Este adjetivo, además, invita a trascender la lectura literal de los textos por lecturas más sofisticadas y profundas que permitan obtener mayor rendimiento filosófico, político y literario. Una lectura entre líneas posibilita, entonces, encontrar un mensaje oculto encriptado intencionalmente por el autor del texto. Sin embargo, para especificar las características de una correcta lectura entre líneas es necesario añadir algunas cláusulas metodológicas.
Primera cláusula: para comprender cómo funciona la lectura entre líneas se requiere precisar cómo opera la escritura entre líneas. La elucidación de la variatio de este tipo de escritura explica la función retórica y política de los mensajes ocultos en este tipo de estrategia discursiva. La primera vez que la escritura entre líneas apareció como un genuino problema filosófico fue con la publicación en 1952 del libro de Leo Strauss, La persecución y el arte de escribir. En este texto Strauss argumentó que, hasta ese momento, no existía una teoría moderna de la escritura entre líneas: acaso es posible encontrar remanentes e intuiciones en los tratados de la retórica clásica o en algunas de las técnicas de escritura de la Antigüedad. Dado este déficit, Strauss propuso elucidar los principios mínimos para atisbar un arte de leer entre líneas: la comprensión de un autor sin que ello implique una manipulación hermenéutica del pasado. El arte de leer entre líneas difiere del arte de la interpretación de textos. La interpretación supone un tipo de lectura, pero las formas de lectura no implican necesariamente una interpretación en un sentido hermenéutico. Por consiguiente, Strauss distinguió entre el arte de leer y la hermenéutica, porque consideró que la interpretación de un texto difiere de su lectura en la medida en que un lector no necesariamente es un filósofo, un político o un historiador del pensamiento. Este presupuesto inicial, consecuentemente, modifica la comprensión de cualquier tipo de texto y de cualquier apropiación cognitiva del contenido.
Segunda cláusula: la escritura entre líneas se activa en contextos de persecución. La persecución es la actividad censora que obliga algunos escritores, críticos o heterodoxos de un marco de pensamiento a desarrollar una técnica de escritura que permita comunicar un mensaje entre líneas sin que se violen directamente los registros públicos de una forma de ortodoxia. La persecución, por consiguiente, posibilita el surgimiento de un pensamiento independiente a los saberes oficiales. Esto sugiere que, en contextos persecutorios, ninguna forma política por más totalitaria que sea puede impedir la «expresión pública de la verdad», siempre y cuando el orador sea capaz de moverse con circunspección. Igualmente, la lógica de la persecución está reproducida en la cultura impresa: el escritor puede evitar la censura oficial o la difamación pública si es capaz de escribir entre líneas la crítica a la ortodoxia, la denuncia de un efecto negativo de la autoridad o si encripta algún conocimiento considerado como secreto.
Por esta dinámica anti-persecutoria, la escritura entre líneas no está dirigida a todos los lectores; está dirigida a los lectores atentos, a los lectores críticos o, como gustó llamarlos Strauss, lectores confiables e inteligentes. Esta exigencia de lectura atenta demanda varias re-lecturas que se advierten únicamente con la escritura entre líneas. Por un lado, la escritura entre líneas permite defender y divulgar posiciones heterodoxas debido a que tiene las ventajas de la comunicación privada sin que se reduzca a la autocomunicación (comunicación que únicamente puede poseer un autor). Por otro lado, esta forma de escritura tiene la fortuna de la comunicación pública sin que el autor muestre explícitamente su crítica a una posición ortodoxa. La escritura entre líneas aprovecha la argumentación elusiva para revelar crípticamente verdades de difícil acceso a un público masivo.
Frente al problema anterior, Strauss preguntó cómo es posible dirigirse a una minoría selecta si el mensaje está oculto a la mayoría de los lectores. La respuesta es, paradójicamente, elusiva: suponer un lector atento, inteligente y reflexivo capaz de escudriñar el mensaje entre líneas. Para producir este tipo de lector, Strauss propuso dos axiomas que condicionan el vínculo entre la lectura y la escritura entre líneas. El primer axioma condensa la relación necesaria entre lector atento y hombre reflexivo: «los hombres irreflexivos son lectores descuidados y sólo los hombres reflexivos son lectores cuidadosos».12 El segundo axioma muestra la dependencia entre escritura cuidadosa y persecución: «un escritor cuidadoso de inteligencia normal es más inteligente que el más inteligente de los censores, porque sobre éste recae la carga de la prueba».13 Por consiguiente, la conjunción de los axiomas posibilita la elaboración de una escritura entre líneas, ya que vincula la escritura y la lectura con la persecución.
Para apoyar su teoría, Strauss ofreció un argumento histórico que justifica por qué desde la doctrina platónica hasta el totalitarismo alemán, la persecución es una práctica política normalizada. Ya sea la doctrina secreta de los pitagóricos, la inquisición medieval, el eforato calvinista o el fallo constitucional, la censura de ideas es un mecanismo político recurrente en las artes de gobernar.14 De lo anterior Strauss infirió que, si históricamente existieron prácticas de persecución, se sigue que existieron escritores que combinaron la inteligencia y la cautela para evitar ser censurados o perseguidos. Su conclusión es que, efectivamente, los más grandes escritores políticos utilizaron la técnica de escribir entre líneas con respecto a temas polémicos, censurables o heterodoxos. Es más, los grandes autores del canon de la filosofía política occidental —Platón, Aristóteles, Tácito, Polibio, Maquiavelo, Hobbes, Spinoza o Locke— son la prueba de ser grandes escritores entre líneas.15
Independientemente de la lectura entre líneas que realizó Strauss de algunos filósofos clásicos, en sus artículos pueden extraerse consejos metodológicos para escribir entre líneas. Primer consejo: escribir de forma que sólo un lector atento pueda detectar el mensaje principal. Segundo consejo: emplear recursos retóricos (tropos) que oculten los contenidos heterodoxos de los mensajes escritos. Tercer consejo: partir de la posibilidad de censura. Cuarto consejo: suponer que el censor es un lector atento, lo cual implica nunca subestimar su inteligencia. Por último, asumir que el secreto no es patrimonio exclusivo del perseguidor y, por esto mismo, que existen verdades que no pueden divulgarse abiertamente, sólo insinuarse. No obstante, aunque el argumento straussiano de la existencia de una relación directa entre persecución y arte de escribir es contundente, considero que faltó analizar otros motivos y razones por las cuales un escritor decide escribir entre líneas. Strauss olvidó preocuparse por investigar una historia conceptual de la escritura entre líneas.
Desde la Antigüedad, la escritura entre líneas es una técnica retórica recurrente. En una sociedad en la que la comunicación filosófica es básicamente oral, la información esotérica, oblicua o iniciada constituye un excelente medio para trasmitir ideas entre líneas. Esta técnica de escritura se remonta hasta Platón y no concluyó hasta el siglo XVIII. En la Edad Media, el tema fue ampliamente discutido bajo la pugna por la noción de autor y originalidad —términos de los que procede autoridad y origen— con el fin de cerrar la pugna entre críticos y falsarios del periodo helenístico. Basta recordar al papa Inocencio III, conocido por su habilidad jurídica para detectar la autenticidad de un documento, o el caso de los Plomos del Sacromonte en la que los moriscos de Granada escribieron sus documentos entre líneas para evitar la persecución inquisitorial castellana.
Con la invención de la escritura, la Edad Media fue un periodo sumamente rico en discusiones retóricas debido a la revisión de las retóricas clásicas (Aristóteles, Cicerón, Herenio) y su hipostatización con la formación de las retóricas cristianas (Quintiliano, Agustín, Clemente). El punto es que la falsificación y la persecución operaron como motor de la crítica en la medida que estuvo nutrida por la técnica de escribir entre líneas. Sin una historia de la escritura entre líneas difícilmente puede escribirse una historia profunda del conocimiento occidental, ya sea como un recurso retórico de la dialéctica entre claridad-oscuridad, la pulsión ornamental de la estética barroca, la pedagogía filosófica (Hegel y la tradición romántica), la obscuritas como recurso filosófico (Derrida y la tradición de la disertación francesa) o simplemente la sofisticación de los lenguajes filosóficos (Carnap y la tradición analítica), la escritura entre líneas es una forma legítima y recurrente del discurso filosófico no exclusiva de contextos de persecución o, si se prefiere, la persecución no es la única condición del arte de escribir entre líneas.16 La irritación marrana de Strauss lo cegó de otras formas de persecución y olvidó la importancia retórica de la escritura oblicua.
Como anticipé líneas atrás, una vez que es dilucidado el mecanismo persecutorio bajo el cual opera la escritura entre líneas es posible explicar en qué consiste y cómo funciona la lectura entre líneas. Para Strauss —el único hermeneuta crítico de la hermenéutica— es necesario abandonar el historicismo positivista supuesto en la hermenéutica de los textos para poder escudriñar una lectura entre líneas. El historicismo positivista exige comprender un texto sin abandonar lo que afirma explícitamente el autor. El problema con este imperativo hermenéutico es que, de facto, obstaculiza la lectura entre líneas, ya que son aceptados como enunciados verdaderos únicamente los enunciados que son confirmados directamente con el texto y son descartadas las insinuaciones implícitas o las alusiones retóricas debido a que son incontrastables textualmente. El supuesto no justificado del historicismo positivista radica, entonces, en que conmina textualmente: no debe afirmarse nada de un texto más allá de lo que afirma explícitamente. Una afirmación hermenéutica con motivos extratextuales es indicio de una mala comprensión (misreading) o de una sobreinterpretación de los documentos.
La propuesta de Strauss consistió en abandonar los presupuestos positivistas de la hermenéutica porque afirma lo contrario de lo que defiende: otorga prioridad epistemológica al intérprete antes que al autor. Esto obedece porque al intentar hacer «justicia hermenéutica» y obtener una comprensión objetiva del texto, la misma prescripción metodológica impide que el texto sea comprendido tal y como lo comprendió el autor. Para el historiador moderno, esto implica que la escritura entre líneas sea una conjetura arbitraria imposible de contrastación textual y verificación empírica o, en el mayor de los casos, la escritura entre líneas es asumida como un error no deliberado, un lapsus argumental por parte del escritor que el lector moderno debe descartar para así garantizar la objetividad de la interpretación. Por lo tanto, el historiador moderno —el hermeneuta gadameriano, insinuó Strauss entre líneas—, aunque erudito o especialista, no es necesariamente un lector atento, ya que considera que los errores deliberados son deficiencias estilísticas o, por el contrario, rechaza que los defectos literarios sean estrategias retóricas que evitan la persecución. El hermeneuta conoce el texto, pero no conoce al autor.17
Frente a este problema, algunos podrían argumentar que la lectura entre líneas es un tema de la filosofía política antigua o de la modernidad temprana, pero no de las actuales formas del discurso filosófico-político ni de la historiografía contemporánea. En el Estado de derecho de las democracias resulta innecesaria la escritura entre líneas debido a la apertura de las ideas asumidas bajo el ideal normativo de la transparencia. Por ello, cualquiera podría pensar que actualmente no existen motivos suficientes para leer entre líneas un texto, puesto que no existe persecución, censura de ideas o inquisición judicial, ya que se anticipó un cambio intelectual en el cual priva el principio de máxima publicidad. Esto es parcialmente verdadero; sin embargo, la escritura entre líneas tuvo un desplazamiento a caminos menos crípticos por razones menos políticas que metodológicas.
El rechazo de la lectura entre líneas tiene relación con la sofisticación de las metodologías históricas. La lectura entre líneas no es incompatible con la metodología histórica más refinada, pues son dos momentos complementarios del análisis textual. En tal caso, el historiador, sin abandonar el ideal metodológico de exactitud histórica, debe anticipar la posibilidad de la lectura entre líneas para comprender mejor el texto. Para convertirse en un lector atento, el historiador o el filósofo debe ajustar los marcos interpretativos de comprensión a la época que estudia y no a sus criterios epistemológicos de traducción histórica. En consecuencia, la lectura entre líneas potencia la lectura filosófica de un texto político y, simultáneamente, radicaliza la lectura política de los conceptos filosóficos. Como resultado de esta reflexión straussiana es posible extraer algunas pautas metodológicas que permiten obtener una lectura entre líneas.
1) No aceptar ningún criterio de cientificidad que excluya, a priori, la lectura entre líneas. La lectura entre líneas o su rechazo debe justificarse histórica y metodológicamente.
2) La lectura entre líneas está prohibida si con la instrumentación metodológica se pierde el rigor historiográfico. La lectura entre líneas no puede excluir otras estrategias de lectura como la lectura explicativa, la lectura filosófica o la lectura sintomática. En cambio, esta estrategia debe explicar su inclusión con otros tipos de lectura. La lectura entre líneas es siempre complementaria de alguna otra forma de dirección con un texto.
3) Una lectura entre líneas es legítima sí y sólo si parte de lo que afirma explícitamente el texto. La lectura literal es la condición inicial de la lectura entre líneas.
4) Previo al análisis hermenéutico, el lector atento debe comprender el contexto argumental en el que aparecen los enunciados categóricos, los tropos recurrentes del escrito, la estructura formal del texto y, en el caso que lo hubiese, el plan de la obra trazado en el prólogo. La estructura de la obra forma parte sustantiva de la interpretación del texto.
5) En la lectura del texto no se puede obviar, eliminar o enmendar un párrafo si no se demuestra que es excesivamente difícil comprenderlo de manera literal, ya que la ironía o la oscuridad de un párrafo puede ser un indicio justificado de un mensaje entre líneas.
6) Los «errores de escritura» pueden ser errores deliberados para alertar al lector atento. No se puede atribuir torpeza literaria a los grandes autores ni suponer que el lector es más astuto que el autor. Lo anterior implica que cualquier posible contradicción para el lector moderno, en el fondo, es un guiño para el lector atento.
7) Si existen personajes en el escrito —por ejemplo, un diálogo platónico, una disputatio medieval o un exempla renacentista— no se debe identificar la posición del autor con la de alguno de ellos. El autor no está comprometido necesariamente a posicionarse teóricamente con base en algún personaje. El todo (texto) depende de la parte (personajes), pero no se reduce a esta última.
En suma, los siete puntos marcados cumplen una función metodológica complementaria a la historia conceptual si el lector asume un compromiso con la lectura politizada. La lectura entre líneas es deudora de una ética de la lectura y de una cultura de la argumentación. Por un lado, la ética de la lectura demanda que el lector distinga entre una actitud retórica (ganar una discusión) y una actitud filosófica (demostrar que la lectura es correcta). Por el otro, la cultura de la argumentación compele a que el lector suponga que la lectura entre líneas puede entrar en conflicto con otras lecturas y, por esto mismo, que existe un conflicto de lecturas en analogía con el conflicto de interpretaciones tal y como ocurre en la hermenéutica.18 La historia conceptual es así un campo de batalla. Por lo tanto, el lector atento debe argumentar por qué requiere una lectura entre líneas y probar, en una discusión argumentada, que la lectura entre líneas mejora la comprensión del texto. Posteriormente, si el caso requiere una lectura entre líneas, entonces una forma de probarlo consiste en justificar que el autor escribió en un contexto de persecución y, por extensión, que para su protección necesitó de una doctrina esotérica, o bien que el autor gusta del secreto, de la escritura críptica o de la argumentación elusiva porque así persuade mejor a sus lectores de la veracidad de sus argumentos.19 La lectura entre líneas es una continuación de la lectura argumentada, sólo que esta vez se estipulan hipótesis que permitan obtener información más allá de lo que afirma explícitamente el texto.
La lectura filosófica es limitada porque no basta con la crítica interna (lectura literal) o la periodización de la escritura de un autor (lectura explicativa) para justificar la necesidad de una lectura entre líneas. El lector que necesite leer entre líneas un texto debe estar capacitado para elucidar la técnica literaria dominante de la época que estudia, así como reconocer los temas polémicos que desearon ocultarse. Es decir, el lector atento debe servirse de la crítica literaria, la sociología de la filosofía y la historia intelectual para realizar adecuadamente una lectura entre líneas. Esta exigencia metodológica, además, va acompañada de una reflexión sobre la epistemología detrás de estas disciplinas. En primer lugar, el lector atento debe ser reflexivo con sus criterios metodológicos justificando por qué el conocimiento debe obtenerse de esta forma y no de otra. Esto implica que el lector argumente cuáles son los criterios de autorización epistemológica, los marcos de creencia ortodoxa y el significado dominante de nociones tales como «filosofía», «ciencia» y «política»: una metapolítica.
En segundo lugar, el lector entre líneas debe tener razones suficientes para justificar la «oscuridad del plan», las posibles «contradicciones con otras obras», la omisión o la inclusión de algunos marcadores retóricos, las falacias argumentales, los entimemas, los lapsus lingüísticos, los énfasis recurrentes y las reiteraciones textuales. Dicho de otra forma, el lector atento debe estar capacitado para desentrañar y utilizar una poética de la escritura lóbrega.
En tercer lugar, el lector reflexivo debe articular la lógica de la persecución con una sociología del conocimiento filosófico. En cada momento histórico, la persecución depende del grado de peligrosidad de la verdad filosófica: la relación entre el filósofo y la ciudad está condicionada, entonces, por la red de transmisión oficial y marginal de información socialmente valiosa. La sociología de la filosofía es subsidiaria de la sociología del conocimiento y, esta última, de la filosofía política en la medida en que revela los condicionamientos del discurso verdadero acerca de lo político. Sobre este asunto, Strauss escribió lo siguiente:
Al-Farabi atribuyó a Platón la opinión de que en la ciudad griega el filósofo estaba en grave peligro. Al exponer esta idea, se limitaba a repetir lo que el propio Platón había dicho […]. La comprensión de este peligro y de las diversas formas que ha asumido, y que puede asumir, es la tarea más importante, en verdad la única tarea, de la sociología de la filosofía.20
El problema con las anteriores exigencias metodológicas es que implican diversas formas de lectura entre líneas. Para Strauss, existen por lo menos tres formas de lectura entre líneas. La primera es la lectura entre líneas doxográfica, en la que el lector no distingue claramente entre las enseñanzas esotéricas y las exotéricas motivado por la falta de pericia hermenéutica y un conocimiento poco especializado de la época. La segunda es la lectura entre líneas monográfica. Esta lectura logra advertir posibles mensajes encriptados debido al asiduo tratamiento de los textos, pero no logra anticipar la doctrina esotérica del autor ya que descarta, por una ceguera metodológica, los «hallazgos» del mensaje oculto. Por último, la lectura entre líneas especializada justifica la necesidad de una lectura entre líneas puesto que, al explicitar mediante la lectura literal una doctrina exotérica, el lector advierte contradicciones, lapsus o errores que permiten sospechar de una doctrina esotérica por parte del autor. En las primeras dos formas de lectura, la fidelidad textual ocluye el mensaje entre líneas; en cambio, en la última forma se aprecia una sana conjunción entre lo que afirma explícitamente el texto y lo que afirma entre líneas.
En suma, la lectura entre líneas con mayor potencial filosófico y político es la lectura entre líneas especializada. El platonismo es convertido en un imperativo metodológico. El problema con lo anterior no es que exija que el filósofo político sea sólo un historiador riguroso y un especialista en el contexto intelectual del autor que investiga, sino que no cuestiona el canon de grandes autores e identifica los problemas de los grandes autores como problemas filosóficos perennes contradiciendo la intención de comprender a un autor mejor de lo que pudo comprenderse. Sólo como historiador conceptual el filósofo sólo puede convertirse en filósofo político. La lectura entre líneas es necesaria pero limitada, ya que no da cuenta enteramente de lo que oculta el texto. Estos pliegues u omisiones de información no están justificados por razones de persecución, sino por marcos históricos de racionalidad: la ocultación implica otras invisibilizaciones ajenas a la estrategia textual ya que, aunque son problemas no tematizados textualmente, siguen siendo un problema político o filosófico para el autor.
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1 Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el rio, p. 130.
2 Ibid., p. 131.
3 Idem.
4 Cf. Michael Oakeshott (ed.), The Social and Political Doctrines of Contemporary Europe; Robin G. Collingwood, The New Leviathan. Or Man, Society, Civilization and Barbarism.
5 Cf. Julian Bourg, From Revolution to Ethics. May 1968 and Contemporary French Thought.
6 Hannah Arendt, por ejemplo, argumentó que una vuelta a la tradición implica un retorno de la autoridad de la tradición fundacional romana. Específicamente, la filósofa alemana explicó que la modernidad política conllevó el hilo roto de la tradición en la que no existe contradicción entre legitimidad y autoridad. Por consiguiente, «zurcir» el hilo perdido de la tradición quebrado por el totalitarismo contemporáneo constituye una de las formas de rehabilitación del pensamiento político: cf. Hannah Arendt, «¿Qué es la autoridad?». Asimismo, Leo Strauss escribió que el retorno al pasado antiguo implica un progreso para lo moderno. La recuperación de las fuentes primigenias de Occidente —Atenas y Jerusalén— es la condición para contravenir la pérdida de sentido ocasionado por la irrupción de una forma política desvinculada de la ciudad: cf. Leo Strauss, ¿Progreso o retorno? La cercanía metodológica e incluso política entre Arendt y Strauss anticipa que la rehabilitación de la filosofía política estuvo mediada por un retorno a la tradición del pensamiento político de Occidente, razón por la cual existe un «neo-socratismo» en ambos filósofos como un modo de combate al nihilismo contemporáneo.
7 H. Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, p. 231.
8 El tema del nihilismo fue un tema sumamente debatido de manera subrepticia en los círculos filosóficos estadounidenses. Por ejemplo, Strauss dictó una conferencia en 1941 titulada «El nihilismo alemán», la cual evitó que fuera publicada debido al vínculo causal que encontró entre nihilismo y nacionalsocialismo. Asimismo, el debate acerca de este tópico por parte de Heidegger, Taubes, Jünger y Benjamin fue discutido en algunos círculos cerrados de la Universidad de Chicago y la New School for Social Research. Para más detalles acerca de la recepción del tema del nihilismo en la Europa y la América de la posguerra, cf. Roberto Esposito, Carlo Galli y Vicenzo Vitiello (comps.), Nihilismo y política.
9 Para esta fecha, una obra fundacional fue la de Sheldon Wolin, Politics and Vision. Wolin escribió una historia del pensamiento político en la que existe una armonía epistemológica entre una visión empírica de la práctica política y el análisis normativo de los autores clásicos de la filosofía política. Este historiador de la filosofía política llamó a este vínculo entre lo histórico y lo normativo «la vocación de la teoría política»: cf. Sh. Wolin, «Political Theory as a Vocation». El problema con esta importante intuición fue que rápidamente estableció una dicotomía radical entre lo empírico y lo normativo y, en un texto previo, argumenta a favor de esta distinción para distinguir el campo de la teoría política más cercana a dato empírico y la filosofía política de corte normativo. Por último, con la recepción positiva de la obra de Rawls, Wolin asumió la distinción entre lo empírico y lo normativo generando con ello algunos nudos analíticos que no logró desenredar.
10 Cf. Leo Strauss, Natural Right and History.
11 Cf. H. Arendt, op. cit.
12 L. Strauss, Persecution and Art of Writing, p. 33.
13 Ibid., p. 34.
14 Contrario a lo que pensó Strauss, no toda privación de la información es políticamente negativa. Por ejemplo, la tradición liberal fundamentada en el principio de publicidad no excluye algunas manifestaciones de la razón de Estado llegando, incluso, a postular un legislador negativo capaz de manipular la información para defender la constitución en momentos de excepción. Asimismo, la tradición republicana restringe la libertad del magistrado para evitar que utilice la información como solutos legibus y, de esta manera, proteger la soberanía de la voluntad general. Lo importante aquí es considerar que no es lo mismo la censura política que la censura social.
15 La bibliografía de Strauss, particularmente sus trabajos monográficos y hermenéuticos, son un intento por instrumentar un arte de leer entre líneas a la tradición filosófica occidental. Al respecto, existe una copiosa bibliografía crítica respecto del impacto y la forma de lectura de Strauss. Señalo dos casos particularmente osados: Claudia Hilb, Leo Strauss: el arte de leer, y Pierre Guglielmina, Leo Strauss y el arte de leer, por dedicarse especialmente a desmontar el aparato analítico del arte de leer straussiano. Para una problematización general de la obra de Strauss es recomendable el expediente «Straussiana» de la revista Res Publica, núm. 8.
16 Para un análisis exhaustivo y riguroso de la historia y la filosofía de la escritura oscura, cf. Carlos Hernández Mercado, Filosofía de la escritura oscura.
17 La crítica a la hermenéutica por parte de Strauss tiene muchas similitudes con la crítica a la historia de las ideas que hizo Skinner. Strauss replicó que la hermenéutica no es compatible con el arte de leer entre líneas si el exegeta no es capaz de compenetrarse profundamente con el contexto intelectual del autor. En sintonía, Skinner definió algo similar al establecer el principio de la mitología de la coherencia: atribuir coherencia a los textos del pasado sin asumir la historicidad de la noción de «coherencia» es igualmente un error de interpretación histórica.
18 El conflicto de lecturas entre líneas es análogo al conflicto de interpretaciones. Esto implica que no puede obtenerse un acuerdo compartido acerca de lo que un autor quiso decir entre líneas. La disputa hermenéutica es esencial, también, en el arte de leer. Si las interpretaciones difieren entre sí, no existe igualmente razón alguna para considerar que hay un acuerdo difundido de las lecturas entre líneas. Por el contrario, si existe una diversidad de lecturas se debe a que existen múltiples lecturas entre líneas legítimas e ilegitimas. Para distinguirlas, cada lector debe ofrecer razones de por qué su lectura es mejor que otra. Por tal razón, el conflicto de interpretaciones y el conflicto de lectura entre líneas comparten los mismos problemas prácticos, pero no los mismos supuestos epistemológicos ni la misma finalidad metodológica.
19 Dan Sperber denominó «efecto gurú» a este interés estilístico de algunos autores por escribir de manera oscura y, con ello, persuadir al auditorio bajo el principio «lo oscuro es complejo»: cf. Dan Sperber, «L’effet gourou».
20 L. Strauss, op. cit., p. 58.