Salpicado de oro, con bordes oscuros, opaco—
como la ecuanimidad impasible
de un sapo—
el lago nunca guiña
sus ojos color avellana.
Hecho por el hombre, con cinco pies de profundidad,
los mismos metros cuadrados que una cuadra de la ciudad.
Sombría, el agua del lago,
precipita
algas relucientes y sedimentadas,
manchas de tierra,
pescaditos que dan vueltas en formación,
ocasionalmente, una serpiente de agua, enojada, perdida.
Dos pálidas figuras en el lago,
sumergidas
hasta la mitad, vistas
desde un ángulo oblicuo.
A los trece, pasaba las tardes de verano
leyendo en mi casita en el árbol, apenas una plataforma
sin paredes,
como una tienda de campaña,
una casa de pájaros pintada de blanco,
sin paredes
así que ningún pájaro la visita nunca.
La luz de las hojas disolviéndose en el agua quieta.
Dos figuras pálidas en el agua,
vistas
hasta la mitad, el espejo de agua
les llega al pecho
así que parecen estar con los hombros
desnudos, el pelo empapado por el agua.
Parados cara a cara—
sin abrazarse,
el brazo de él
dentro del agua,
escondido a medias, en un ángulo en el que seguro
la está tocando, bajo la superficie.
Sin pestañear, el lago,
sin regalar nada,
sin que le importe nada
pues cualquier figura
lo desplaza, olvidadizo,
sin curiosidad. ¿Su brazo se dobló?
Y si lo hizo,
¿cuál fue el ángulo exacto?
¿En qué punto
su mano escondida
encontró su cuerpo a medias sumergido?
El espejo horizontal del lago es el lugar
donde la memoria se presiona
contra su propio límite,
donde la hipótesis,
insistente,
se apresura para llenar el vacío, para extrapolar
desde lo que se sabe. Porque los conozco a los dos:
Ann Towson,
un año arriba de mí,
flacucha, hábil
en gimnasia, medallas
de oro adornando las mangas de su leotardo
verde, su pecho tan plano como el mío.
Y John Hollis—
el chico más popular
de nuestra clase,
sus antebrazos bronceados salían
dorados de sus camisas arremangadas.
Tenía una banda llamada Minoría Blanca,
que tocaba en fiestas los fines de semana
del otro lado del lago.
Usábamos la misma parada de autobús,
una subdivisión.
Una vez me habló, el día que cambié
mis anteojos por lentes de contacto. Algo cambió,
dijo, entrecerrando los ojos,
Sí, ¡en serio!
Yo ni siquiera respondí,
y me di la vuelta. Luego,
mi mejor amiga me regañó por ser tan grosera.
Todos los días, al subir al autobús de la escuela,
John Hollis
se paraba frente a la conductora
con una sonrisita arrogante—
¿Qué hay, perra negra?—
como si metiera su cara en un charco
sucio de humillación, como si siempre
le escurriera a ella,
empapándola—
ella se encorvaba
contra el charco, con los ojos entrecerrados.
Todos los días, algún niño soltaba una sonrisita,
algún niño se encorvaba, impasible, sin pestañear.
Dos figuras pálidas en un lago,
Atestiguadas
a medias, conjeturadas a medias,
un brazo dorado
como la luz del sol inclinándose bajo el agua.
Pero ahora una piel sedimentaria, aferrada,
delinea cada contorno:
lo que se sabe.
Ya no son figuras sin rostro
desplazando el lago,
los vacíos que alguna vez habitaron no se pueden levantar,
escurriendo, desde el lago, no pueden enjuagarse
lo suficiente para usarse.
Lo que les escurre
cubre el lago
con una verdosidad que se extiende—
un brillo opaco, cierra los ojos abiertos.
© Monica Youn, «Greenacre», en id., Blackacre. Poems, Minneapolis, Graywolf, 2016, pp. 54-58.