Número 82

La decadencia del aura y las transformaciones de la percepción

Crescenciano Grave

La permanencia polémica del ensayo de Walter Benjamin «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» tiene uno de sus puntales en el planteamiento de problemas cruciales de la modernidad desde una postura en la que los conceptos que tejen esos mismos problemas constituyen una oleada reflexiva desde donde muestran sus crestas y sus valles. Esta peculiaridad del ensayo se ve atravesada por la dirección de sus propósitos: reconociendo el enorme desarrollo de las condiciones capitalistas de producción y, en un primer momento, su desfase con respecto a la producción cultural, Benjamin diagnostica, en un segundo momento, que la modernidad de fines del siglo XIX y principios del XX permite realizar —y éste es el primer propósito— la penetración comprensiva en las condiciones que posibilitan la reproducción técnica de la obra de arte como un vehículo para pensar cómo, respondiendo a ciertos requerimientos emanados de trastornos sociales efectivos, la reproducción técnica desploma el aura y modifica la tradición del arte permitiendo, con esto mismo, avistar algunas posibilidades cognitivas y conductuales para la humanidad abiertas por la forma de arte propia de la época de su reproductibilidad técnica: el cine.

Afrontando el desafío que la reproducción técnica le lanza a la teoría del arte, Benjamin despliega una reflexión en la que el impacto de las nuevas condiciones productivas y reproductivas en las masas se vuelve la mónada que contiene y deja ver el fondo de lo que se manifiesta en los conflictos constitutivos de la modernidad. El segundo propósito que Benjamin formula explícitamente es desarrollar la dimensión política que, más que derivarse, se incrusta como elemento constitutivo de su confrontación teórica con el arte redefinido desde la decadencia del aura y en la demolición de su tradición ritual por la reproductibilidad técnica.

Dentro del planteamiento teórico la dimensión política se asoma al asumir a sus conceptos como inservibles para el fascismo:

Los conceptos nuevos que se introducen a continuación en la teoría del arte se diferencian de los usuales por el hecho de que son completamente inutilizables para los fines del fascismo. Son en cambio útiles para formular exigencias revolucionarias en la política del arte.1

El propósito político del ensayo no está desvinculado de los conceptos elaborados en la teoría del arte: al responder a los retos que la producción técnica lanza al convertir —en el cine— sus propios medios en artísticos y a su producto en copia sin original, Benjamin levanta su propia producción de conceptos materializada en la escritura como una lucha decidida contra la estetización de la política y, al mismo tiempo, como una indeterminada —pero sugerente— política del arte.

I

El carácter reproducible de la obra de arte se ha manifestado de distintas maneras en diferentes épocas. Sin embargo, ninguna de estas maneras había alcanzado la relevancia que, en la modernidad reciente, consigue la reproductibilidad técnica: ésta tiene una capacidad de masificación como no la tuvo ninguna de las anteriores técnicas reproductivas y, además, desde su peculiaridad, afecta la recepción de prácticamente todo el arte anterior y, en un grado no menor de importancia, la misma reproductibilidad técnica adquiere un carácter artístico.

El carácter reproducible de la obra de arte se sustenta en la mímesis. «En principio, la obra de arte ha sido siempre reproducible. Lo que había sido hecho por seres humanos podía ser siempre re-hecho o imitado por otros seres humanos».2 La mímesis, en general, es la producción de semejanzas. «La naturaleza genera semejanzas», pero «el hombre es quien posee la suprema capacidad de producirlas».3 Esta capacidad, considera Benjamin, se cultiva en el juego, y el paso del tiempo lleva a la transformación tanto de los objetos miméticos como de las fuerzas miméticas. La mímesis como producción de semejanzas se empobrece si se inclina a la proliferación de lo igual y, en cambio, eclosiona en la variación.

La mímesis humana —como reproducción de las semejanzas— consigue su mayor variación en el arte porque éste alcanza a realizar lo que la naturaleza sólo insinúa: «El arte es una propuesta de mejoramiento dirigida a la naturaleza: un imitarla cuyo interior escondido es un “mostrarle cómo”. El arte es, con otras palabras, una mímesis perfeccionada».4 La mímesis artística no se limita a reproducir el objeto espaciotemporal tal y como aparece en la naturaleza sino que, como ya había señalado Schopenhauer, ella tiene el poder de anticipar a la naturaleza logrando, con la ayuda de la técnica y de la experiencia del artista, una manifestación y variación sensible más acorde con la idea de lo que el objeto es.

La reproducción técnica viene a concentrar y complejizar una serie de procesos miméticos que se han sucedido en la historia. La superación de las anteriores técnicas de reproducción le otorga un carácter único. «Comparada con la imitación, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se ha impuesto intermitentemente a lo largo de la historia, con largos intervalos pero con intensidad creciente».5 La mímesis, potencia humana que siéndole donada por la naturaleza le permite perfeccionar las potencias de ésta, se prolonga y varía a sí misma en la historia hasta que, en estrecha relación con los avances técnicos, se convierte en una incorporación suya con rasgos propiamente modernos. En este sentido, la reproducción técnica de la obra de arte es un fenómeno que, convenientemente examinado con ayuda de la lupa crítica, permite avistar sus referencias y su inclusión en la modernidad.

Las grandes obras de arte de los griegos, dentro de la propia cultura que las produjo, no eran susceptibles de reproducción y esta situación de atraso de sus condiciones técnicas de reproducción los llevó a crear obras que albergaran dentro de sí un valor eterno: «Fue el estado de su técnica lo que llevó a los griegos a producir valores eternos en el arte».6 La limitación técnica no impidió que el arte griego, desde su valor eterno, se erigiera en Occidente como el modelo frente al cual se midió todo el arte que vino después, todo salvo el que despunta y se consolida como propio de la modernidad reciente.

El lugar del arte actual está «en el polo opuesto al de los griegos».7 Esta afirmación de Benjamin no carece de un sustento histórico que, desarrollado junto con los logros técnicos, desemboca en la modernidad. Las técnicas reproductivas del grabado en madera, del grabado en cobre, del aguafuerte y de la litografía influyeron y sofisticaron los procedimientos del arte gráfico, y lo mismo puede decirse de la imprenta y su contribución al despliegue de la técnica de la literatura. Lo que estas técnicas iniciaron y consolidaron en sus respectivos ámbitos es hoy «un fenómeno que se considera aquí a escala histórico universal».8 El fenómeno histórico universal de la reproductibilidad técnica es resultado de un sistema de producción que exige llevar las imágenes —las copias de las imágenes— al mercado de modo que la misma reproductibilidad técnica es constituyente de un mundo en el que todo puede convertirse en mercancía. El requerimiento de producir y reproducir cada vez a mayor velocidad y a escala masiva se ve potenciado por la fotografía y el cine, con los cuales se modifica el proceso productor de copias de imágenes junto con los procesos de percepción del ser humano. Desde la aparición de la fotografía, dice Benjamin, ya no fue la mano el órgano encargado del proceso mimético de producción de imágenes semejantes sino que las obligaciones artísticas de esta reproducción cayeron ahora exclusivamente en el ojo.9 Las transformaciones en las técnicas de reproducción afectan el modo en que nos percibimos en el mundo porque ellas alteran el mundo y modifican y «amplían» las capacidades de nuestro aparato perceptivo.

El carácter radicalmente distinto del arte actual —con respecto al arte griego y al levantamiento de éste como modelo para todo lo que se deriva de él— tiene su base en el desarrollo de la reproducción técnica cuya perfección tiene tal alcance que la lleva a convertir en objeto suyo a la totalidad de las obras de arte que la tradición le ha heredado, de modo que la acción y el efecto de éstas se ven sometidos a una profunda transformación. Por el nivel alcanzado, la reproducción técnica conquista «para sí misma un lugar propio entre los procedimientos artísticos».10 La reproducción técnica no sólo opera sobre obras producidas por otros medios; ella misma se vuelve productora de obras de arte que sólo son posibles a través de sus propios medios técnicos, en especial, los aportados por la fotografía y el cine. La reproducción fotográfica de la obra de arte y el arte cinematográfico «retroactúan sobre el arte en su figura heredada»11 con tal intensidad que estos dos logros del desarrollo de las técnicas reproductoras se vuelven imprescindibles para el estudio de la reproductibilidad del arte, del arte posible sólo desde esos medios y de su influencia retroactiva sobre el modo de reproducir y percibir el arte heredado de la tradición.

II

El poder de la reproductibilidad técnica invade a la obra de arte a tal grado que ésta puede ser replicada en todo salvo en su autenticidad. La obra de arte en sí misma funda y a la vez pertenece a su propio espacio y tiempo en cuyo entretejido la obra adquiere su «existencia única».12 En su aparición única y en la permanencia de su mismidad en la historia, la obra posee una existencia singular original e imposible de reproducirse.

El concepto de la autenticidad del original está constituido por su aquí y ahora; sobre estos descansa a su vez la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy. Todo el ámbito de la autenticidad escapa a la reproductibilidad técnica y por supuesto no sólo a ésta—…13

El tiempo y el espacio que definen y configuran la época de su aparición original se recogen en y a la vez conforman la autenticidad de la obra y, desde ésta, se forja su tradición en cuyo desarrollo, suscitando pensamientos y provocando comportamientos diferentes, ella refrenda su carácter inagotable desde el cual se forja su aura: «La autenticidad de una cosa es la quintaesencia de todo lo que en ella a partir de su origen, puede ser trasmitido como tradición, desde su permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico».14 La autenticidad y la tradición de una obra escapan de toda reproducción, incluida la reproducción técnica que, para imponerse como independiente del original, inevitablemente destruye el aura de lo único e irrepetible.

La destrucción del aura en la modernidad proviene de la radical transformación que ésta ha introducido en la organización económica, política y social del mundo humano, una de cuyas consecuencias radica en que en éste «se transforma también —observa Benjamin— la manera de su percepción sensorial»,15 y esta observación sugiere que, además de su condición natural, la percepción humana está también condicionada históricamente. Benjamin no sólo suscribe una historicidad en la constitución y el modo de lo que se percibe; apunta también a un cambio en la percepción sensorial: en la historia se altera la forma en que, por la aparición de nuevos tipos de objetos, es afectado el cuerpo humano llevándolo a mudar su responder sensible.

Los cambios en el aparato organizador de la percepción son expresión de ciertos trastornos sociales distintivos de la modernidad reciente —entre los cuales destaca el ritmo vertiginoso que impone la vida en la ciudad y la preponderancia de las masas—, desde la cual es posible plantearse la tarea de comprender la transformación del médium de la percepción vinculado a la decadencia de la experiencia del aura propiciada por ciertas condiciones sociales.

El aura, en su doble vertiente de término impreciso y concepto filosófico, encierra una paradoja. La imprecisión del término no se corresponde con la experiencia concreta en la que el aura es percibida.16 Esta experiencia, por su parte, es difícilmente trasladable al lenguaje filosófico que, sin embargo, recogiendo en el nombre la tensión con la experiencia que connota, se propone como concepto filosófico. Con este concepto y la destrucción de su experiencia, Benjamin señala los vientos que soplan en la historia moderna: «Lo fundamental para el dialéctico es tener el viento de la historia en las velas. Para él pensar significa: izar las velas. Cómo se icen, eso es lo importante. Para él las palabras son tan sólo las velas. El cómo se icen las convierte en conceptos».17 El concepto de aura no sólo lamenta la pérdida de su experiencia, también eleva las velas hacia las posibilidades que se avistan en medio de la zozobra.

Benjamin propone su concepto de aura como quien plantea un misterio: «¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo; aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar».18 La presencia cercana de la obra de arte trae consigo la lejanía que posibilita percibir su existencia única y su historia. La percepción del aura de la obra es una experiencia que se funda en la expectativa alucinada de que lo contemplado devuelva la mirada a quien lo contempla: «a la mirada siempre le es inherente la expectativa de ser también devuelta por aquel a quien ella misma se dirige».19 En la experiencia del aura se efectúa la traslación de una relación interpersonal al vínculo excepcional que puede establecerse entre el ser humano y el ámbito de lo natural y el de lo artístico: «El mirado o aquel que se cree mirado, alza de inmediato la mirada. Experimentar el aura de una aparición significa investirla con la capacidad de ese alzar la mirada».20 Ver la mirada de la obra que se apodera de nosotros significa haber penetrado en ella y recibir las visiones en las que se revela su anchura y su profundidad desde donde puede proceder, como diría Klossowski, una luminosidad mortífera y, acogiéndola, atreverse a correr el riesgo de intentar encontrar las palabras para describir la peligrosa seducción a la que placenteramente nos hace sucumbir y desde la cual fraguamos una apropiación singular de su imagen. En la experiencia del aura comparece la belleza; aquella belleza que al nacer, según narra el mito en Hesíodo, está precedida por un acto terrible y que, en una de sus últimas apariciones, con Rilke, es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.

La percepción del aura es una experiencia individual. La «aparición única de una lejanía» acontece siempre de manera distinta cuando se deja penetrar por la existencia singular contemplativa hasta apoderarse de ésta e imponerse sobre sus reflexiones, ninguna de las cuales alcanza a aprehender del todo a la obra. La cercanía de la obra fuerza la experiencia de lo lejano y esto propicia que se le rinda culto: «Lo esencialmente lejano es lo inasequible: pues, de hecho, dicha inasequibilidad es una de las principales cualidades de la imagen de culto».21 Autenticidad, aura y valor de culto conforman una triada conceptual cuyas líneas de demarcación se atraviesan e intersectan al intentar expresar, por vía oblicua, una experiencia que sólo puede ser connotada por ellos.

El aura de una obra de arte no es una huella sensible que, desde su percepción permita reflexionar y aprehender un contenido espiritual irreductible a lo sensible: «La huella es la aparición de una cercanía por lejos que pueda estar lo que dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros».22 Este modo de percepción en donde se penetra contemplativamente en la obra abriendo la experiencia de dejar que la obra se apodere de nosotros impulsándonos a la deriva de nuestros pensamientos es la que se pierde con la destrucción del aura. El arte ligado a su definición como apariencia bella se funda en «la percepción aurática que se aproxima a su fin».23

¿Qué exigencias sociales de los prosaicos tiempos modernos aceleran la destrucción del aura? Las masas se quieren apoderar de las cosas con tanto ahínco como el que ponen en borrar, vía la reproducción, lo irrepetible. La reproducción permite a las masas adueñarse del objeto a través de su copia: «Quitarle la envoltura a los objetos, hacer trizas su aura, es el rasgo característico de una percepción cuya sensibilidad para todo lo igual del mundo ha crecido tanto que incluso se lo arranca a lo singular mediante la reproducción».24 Al destruir el aura, las masas suprimen también la singularidad y la permanencia de la imagen y la sustituyen con la fugacidad y la repetición de la copia. La destrucción de la percepción del aura por medio de la reproducción técnica va acompañada del surgimiento de nuevos fenómenos desde donde se ponen en juego distintas tendencias constitutivas de los tiempos modernos.

III

Para penetrar en las fuerzas del torbellino que, distinguiendo a la modernidad reciente, derrumba el aura, Benjamin incrusta la crisis del concepto de autenticidad en la tradición y en cierta disputa axiológica que detecta en la historia del arte: «El carácter único de la obra de arte es lo mismo que su imbricación en el conjunto de relaciones de la tradición. Y esta tradición, por cierto, es ella misma algo plenamente vivo, extraordinariamente cambiante».25 La autenticidad del arte coincide con su acomodo en la tradición impulsando las relaciones por las que ésta es un proceso en continua transformación, proceso que, a su vez, permite que las obras permanezcan vivas. El propio Benjamin recurre al ejemplo de una estatua de la diosa Venus: objeto de veneración entre los griegos, se convirtió en un objeto maligno para los clérigos medievales y, no obstante, la obra en ambos casos es única; su aura es percibida aunque con sentido distinto.

El carácter único de la obra y la permanencia de su mismidad se definen por su sobreposición dentro de la estructura de las relaciones culturales en la cuales, desde los comienzos del arte hasta los primeros periodos de la modernidad, sobresale la relación de culto: «El modo originario de inserción de la obra de arte en el sistema de la tradición encontró su expresión en el culto».26 La relación de culto con la obra de arte es condición indiscernible de la percepción de su aura y, al destruirse ésta, el valor de culto también se derrumba permitiendo que sobresalga el valor de exhibición.

Lo anterior lleva a Benjamin a plantear la posibilidad de «exponer la historia del arte como una disputa entre dos polaridades dentro de la propia obra de arte, y distinguir la historia de su desenvolvimiento como una sucesión de desplazamientos del predominio de un polo a otro de la obra de arte. Estos dos polos son su valor ritual y su valor de exhibición».27 ¿En qué radica lo peculiar de la propuesta de Benjamin? Su distinción se encuentra en que, a pesar de que la discordia entre los dos valores acontece dentro de la propia obra de arte, esta contienda no se dirime en el interior de la obra, sino que se instala desde las condiciones de su producción y se manifiesta en las condiciones de su recepción. «La transición del primer tipo de recepción artística al segundo determina el decurso histórico de la recepción artística en general. No obstante, en principio, en cada obra de arte singular se puede observar una oscilación entre ambos tipos contrapuestos de recepción».28 Las condiciones de producción de la obra son decisivas para el modo de introducir en ella el conflicto entre el valor de culto y el valor de exhibición y el desplazamiento del primero por el segundo se resuelve en el ámbito de su recepción.

En el origen y en la tradición fundada por éste, el fundamento para la producción del arte era ritual y su percepción se realizaba bajo el valor de culto. Benjamin recurre a la historia del arte para recordar cómo este fundamento se ha desfondado y, desde la consiguiente pérdida del aura, el valor de culto ha sido paulatinamente sustituido por el valor de exhibición. Surgido con la creación de imágenes al servicio de la magia —imágenes más valiosas por su mera existencia que por el hecho de ser admiradas— el arte fundamentado en el ritual, dice Benjamin, «prácticamente exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto».29 Las obras auténticas —desde su origen y en la tradición que ellas construyen— recogían y fundaban su propio tiempo y su propio espacio mostrando a la vez cómo ellas pertenecían a ellos. El arte antiguo —lo que desde la independencia del arte que éste reivindicó para sí en la modernidad llamamos arte antiguo— no surgió como algo libre y autónomo sino al servicio de un ritual, mágico primero y religioso después. De esta dependencia de la obra al fundamento ritual proviene su aura. Por esto, el ritual fundamenta el carácter único e insustituible de la obra de arte y condiciona su valor de culto.

En la tradición así originada, el fundamento ritual de la obra de arte se ha mediado y modificado pero continúa perceptible y reconocible «como un ritual secularizado incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza».30 Desde el Renacimiento —con el nacimiento del moderno servicio profano a la belleza— hasta el Romanticismo, pasando por el Barroco y el Clasicismo, es posible encontrar, a pesar de los cambios extraordinarios que se suceden entre uno y otro estilo, la persistencia del fundamento ritual del arte y contemplar sus obras como únicas manteniendo su existencia auténtica en la tradición viva y cambiante. Esto es lo que se subvierte en la modernidad con la aparición de la forma de arte cinematográfico.

En el proceso productor de una obra literaria o pictórica, el procedimiento de la reproductibilidad técnica es externo a la producción misma, en cambio, la técnica de producción fotográfica o cinematográfica es la base interna e indiscernible de su reproductibilidad: en la fotografía y en el cine el original queda sepultado; todo es copia. Esta desaparición resulta determinante para la nueva función social del arte: afectada la autenticidad y arrumbada el aura, se produce un trastorno radical de la tradición porque el fundamento del arte se traslada de una base ritual que le daba cohesión a una endeble búsqueda en las sinuosidades de la política. «En lugar de su fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a saber: su fundamentación en la política».31 La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se ha liberado de su fundamento ritual pero carece aún de un nuevo fundamento .que, considera Benjamin, debe aparecer en la política.

IV

En la filmación, el sistema de aparatos se pone como el ojo que alumbra y a la vez refleja los sucesos: se actúa primero ante el sistema de aparatos —compleja sofisticación técnica que aúna y supera el espejo y la lámpara— y, después, esa actuación, montada y editada, se reproduce, se traslada y se expone ante el público. «Al entrar el sistema de aparatos en representación del hombre, la autoenajenación humana ha sido aprovechada de una manera extremadamente productiva».32 La base de este provecho está en el extrañamiento del actor ante el aparato técnico que lo toma. La imagen que la cámara toma de un ser humano individual es separable de él y transportable ante la masa. De este extrañamiento el actor no deja de ser consciente: actuando ante el sistema de aparatos, pasando una primera prueba, el actor, en última instancia, será juzgado por un público masivo que no es otra cosa que el conjunto de consumidores que conforman el mercado. La masa, invisible en el momento de la representación del suceso por los actores ante la cámara, será la que finalmente supervisará su desempeño. «La invisibilidad de la masa incrementa la autoridad de la supervisión».33 En esta supervisión, en cada uno de los individuos miembros del público, se juega el acatar o el superar la autoenajenación humana desde el modo específico de percepción que promueve el cine.

El cine expone el presente —lo de hoy y la visión que actualmente se tiene sobre lo de ayer y lo de mañana— de modo que la configuración de sus imágenes deriva de lo que se despliega y limita en el modo de existir del «ser humano de hoy: disminuido, reducido al silencio en un mundo baldío, [y que] despierta en nosotros el interés de conocerlo; [un mundo] al que se somete a pruebas, a exámenes».34 La existencia desolada en un mundo designado por la catástrofe encuentra una respuesta en el cine:

Entre las funciones sociales del cine, la más importante es la de establecer un equilibrio entre el hombre y el sistema de aparatos. El cine resuelve esta tarea no sólo con la manera en que el hombre se representa ante el sistema de aparatos de filmación, sino con la manera en que, con ayuda de éste, se hace una representación del mundo circundante.35

El cine ha cambiado nuestros patrones de percepción; no sólo ha modificado la manera en que vemos y nos vemos en el mundo sino que también ha incidido en nuestro comportamiento y, con esto, el efecto del cine, más allá de su interés cognitivo para un mundo que constantemente nos somete a pruebas, llega a afectar el modo en que existimos en el mundo.

El cambio en la percepción no es algo que se geste sólo dentro de los límites de la sensibilidad y la inteligencia humanas; su alteración proviene, interviene y corresponde con los trastornos efectivos en el modo en que transcurre y se afronta la existencia en el mundo moderno. Esta serie de trastornos, por una parte, afecta la percepción de aquello a lo que nuestra existencia inteligente no puede escapar —el dolor, la enfermedad, la angustia, la vejez, el amor y la muerte así como las excepciones que los aligeran— y, por otra parte, amplía el campo de la acción humana a magnitudes nunca antes vistas. «Con las ampliaciones se expande el espacio; con las tomas en cámara lenta, el movimiento».36 La imagen en movimiento que percibimos, además de incentivar la transformación en el modo de asumir y conducir nuestra existencia en el mundo, opera para que la estructura y la dinámica de la materia y de nuestro mundo circundante se muestren en una dimensión que, hasta antes del cine, era invisible.

Mediante el cine se efectúa una transposición de nosotros mismos en el mundo y en referencia a la naturaleza de donde, expulsados, devenimos: todo se hace más vasto y diverso.

De esta manera se vuelve evidente que una es la naturaleza que se dirige al ojo y otra la que se dirige a la cámara. Otra, sobre todo porque, en el lugar del espacio trabajado conscientemente por el hombre, aparece otro, trabajado inconscientemente […]. Sólo gracias a ella [a la cámara] tenemos la experiencia de lo visual inconsciente, del mismo modo que, gracias al psicoanálisis, lo tenemos de lo pulsional inconsciente.37

La cámara cinematográfica, además de permitirnos intuir —como paradojas de Zenón que no se cancelan a sí mismas— la infinita divisibilidad del espacio y el interminable transcurrir del tiempo, expone en la luz indicios de las oscuridades de nuestro interior permitiéndonos desentrañar un significado no detrás sino en lo aparente:

Así como el psicoanálisis trata las imágenes como rebús o enigmas en imágenes cuyo contenido manifiesto debe descifrarse, Benjamin descubre en el primer plano fotográfico una técnica para leer contenido latente dentro de lo manifiesto, para ver significación oculta dentro de la superficie.38

En ciertos gestos y palabras que difieren del comportamiento humano normal, los actores nos permiten ver en su rostro signos de nuestras vetas más oscuras.
La experiencia de lo óptico inconsciente radica en colectivizar lo que, a nivel individual, afecta al psicótico. Lo que en éste es una percepción alterada e incomunicable, se convierte en una experiencia colectiva y comunicable —en un nudo de cuerdas en las cuales es difícil, pero no imposible, distinguir la común de la vulgar—: el contenido de las alucinaciones y los sueños se transfiere a la pantalla; lo que «el aparato de filmación puede sacar de la realidad se encuentra en su mayor parte sólo fuera del espectro normal de las percepciones sensoriales».39 Una buena dosis de la potencia significativa de la imagen cinematográfica radica en su capacidad de extraer —sacar y exprimir— lo que estando siempre ahí, siempre está desplazado y en fuga pero desde donde puede revolverse para exponer lo que quiere de nosotros.

Al mostrar «lo pulsional inconsciente» a través de deformaciones, catástrofes, estereotipos que crean «figuras del sueño colectivo», el cine produce, desde sus propios medios técnicos, una «psicosis masiva» y, simultáneamente, aplica una «vacuna psíquica»40 por la cual propicia la catarsis: «La carcajada colectiva representa un estallido anticipado y bienhechor de psicosis colectivas de este tipo. Las colosales cantidades de sucesos grotescos que se consumen en el cine son un agudo indicio de los peligros que amenazan a la humanidad a partir de las represiones que la civilización trae consigo».41 La existencia humana en la modernidad y los progresos técnicos que la acompañan y, hasta cierto punto, la configuran no implica una superación ética indefectible con respecto a la existencia humana premoderna en donde la técnica no estaba separada de la magia. La distancia entre la magia y la técnica, cuya diferencia no es más que una variación definida por la historia, no impide que entre los inmensos medios técnicos y la ética se mantenga, por decir lo menos, una discrepancia.

Dentro de esta variable y en medio de un mundo que dispone de la técnica más sofisticada pueden irrumpir comportamientos que sólo la ilusión unilateral y acrítica de la ideología del progreso intenta ubicar en un pasado imposible de reiniciar a partir de que las inclinaciones que los motivaban se han descubierto al «volverse formulables».42 Las conquistas de los medios técnicos no van necesariamente acompañadas de una mayor perfección humana que se manifieste en una lucidez ética y política más honda: «Con el ritmo acelerado de la técnica al que corresponde una decadencia igualmente acelerada de la tradición, la parte del inconsciente colectivo, el rostro arcaico de una época, sale a la luz más rápidamente que antes, incluso ya para la época que le sigue».43 Este tocarse los extremos de lo arcaico y lo moderno se manifiesta, sin deshacer la tensión que resalta su contraste, en la imagen ofrecida por la reproducción técnica de modo que ésta puede ser tosca y refinada, banal y elevada, deslumbrantemente hermosa y espectacularmente vulgar hasta albergar en el oxímoron una clave para penetrar en la discrepancia consigo misma de la existencia en la modernidad.

V

¿Cuál es el papel de las masas —y de la masificación— en la transformación del aparato perceptivo? Esta transformación está mediada tanto por la cantidad de participantes en la recepción de las obras de arte como por la calidad de su participación. Ante el fenómeno de la masificación —en la producción y en la recepción de las obras de arte reproducidas— la actitud de quien lo observa y lo reflexiona desde una posición conservadora, suele ser la del rechazo contraponiéndole la práctica reflexiva en la recepción de las obras de arte auténticas. Pensador no convencional ni, mucho menos, conservador de este fenómeno, Benjamin —esmerándose en encontrar elementos de futuro entre los escombros de la catástrofe moderna— profundiza en él y lo escudriña planteando, como punto de partida, una confrontación sui géneris entre diversión y recogimiento: en el recogimiento, el contemplador individual entra hasta hundirse en la obra de arte conformando su deriva de asociaciones a lo que ésta le ofrece y sugiere; en la diversión, la colectividad distraída hace que la obra de arte entre en ella, la impacte y, a la vez que interrumpe su serie de pensamientos, potencia su presencia de espíritu al promover cambios en el modo de percibir de la masa hasta llevarla a la costumbre.

La recepción distraída y colectiva se presenta desde siempre en contacto con las obras de la arquitectura. Frente a otros tipos de formas artísticas —que a lo largo de la historia nacen, florecen y llegan a padecer fases de decadencia, resurgimiento o desaparición— la arquitectura, dando satisfacción a la inextirpable necesidad de habitar, ha sido una compañía constante de la humanidad: «El arte de construir no ha estado nunca en reposo».44 La larga historia de la arquitectura la convierte en imprescindible para rastrear e indicar la relación de las masas con el arte porque, además, sus construcciones posibilitan una recepción doble: sintiendo y gozando sus formas, su ordenamiento del espacio, su establecimiento de una relación armónica con la luz, el desafío que sus levantamientos le plantan a la gravedad, por un lado, y, por otro, simplemente usando sus edificios.

«La recepción de los edificios —dice Benjamin— acontece de una doble manera: por el uso y por la percepción de los mismos. O mejor dicho: de manera táctil y de manera visual».45 Además de la percepción visual, que es más idónea para el recogimiento contemplativo de la riqueza formal de un edificio concreto, la arquitectura fomenta la percepción táctil promoviendo, más que la atención concentrada en la forma, el acostumbrarse a las nuevas tareas que se le plantean a la percepción al seguir las indicaciones que le da la cercanía con los edificios:

También el distraído puede acostumbrarse. Más aún: que uno sea capaz de realizar ciertas tareas en medio de la distracción demuestra que se le ha vuelto costumbre resolverlas. A través de una distracción como la que puede ofrecer el arte se pone a prueba subrepticiamente en qué medida nuevas tareas se le han vuelto solucionables a la percepción.46

En el acostumbrarse del distraído, Benjamin no sólo ve el reflejo de unas masas afectadas por una percepción evasiva; observa también la posibilidad de que, desde dentro de la distracción, se generen nuevas formas de percepción: dejando que la obra golpee e invada la conciencia del público —«El público es un examinador, pero un examinador distraído»—47 éste puede entrenarse para afrontar nuevas tareas en su percepción.

Esta complicación moderna de la percepción se destaca con mayor vigor en el cine:

La recepción en la distracción, que se hace notar con énfasis creciente en todos los ámbitos del arte y que es el síntoma de transformaciones profundas de la percepción, tiene en el cine su medio de ensayo apropiado. A esta forma de recepción el cine responde con su acción de shock. Y se convierte así, en esta perspectiva, en el referente actual más importante de aquella doctrina de la percepción que se llamó estética entre los griegos.48

En este sentido, si el cine, como arte, está en el polo opuesto al arte griego, no lo está, en cambio, en lo que respecta a su incidencia en el sensorio corporal: «El campo original de la estética no es el arte sino la realidad, la naturaleza corpórea, material […]. Este aparato físico-cognitivo […] constituye el frente externo de la mente, que se topa con el mundo prelingüísticamente y que, en consecuencia, no sólo es previo a la lógica sino también al significado».49 La incidencia de la imagen cinematográfica en el cuerpo del espectador se produce, sin embargo, desde formas cuya consistencia ilusoria es totalmente diferente a las imaginadas y plasmadas por los griegos. La sucesión de imágenes con que nos golpea el cine muestra que lo táctil se validad desde lo óptico. El efecto de choque del cine sacude pero no anula la distracción al fomentar nuevas formas de percepción. La sucesión continua y, a la vez, interrumpida de imágenes que se escuchan y se tocan con la vista, le permiten al espectador potenciar su presencia de espíritu al ser golpeado y provocado en su aparato sensorio.

Benjamin detecta así un complejo proceso histórico dentro de la modernidad y en referencia a la modificación de la percepción que los medios técnicos de esta época propician. Si Baudelaire se percató de que «todo pensamiento sublime va acompañado de una sacudida nerviosa, más o menos fuerte, que resuena hasta el cerebelo»,50 Benjamin observa que la impronta de la técnica en la vida moderna —acostumbrada a moverse entre el tráfico y la multitud de la ciudad y ejercitada por el uso del teléfono, la fotografía— traza una esfera dentro de la cual la experiencia se forma condicionada por «una serie de shocks y colisiones», serie que alcanza una de sus cimas en el cine al entrelazar éste técnica, arte y transformación de la percepción sensible:

La técnica sometió al sensorio humano a un entrenamiento de índole compleja, y así llegó el día en que el cine correspondió a una nueva y más que urgente necesidad de estímulos. En el cine, en efecto, la percepción al modo de los shocks cobra validez en calidad de principio formal. Lo que en la cadena de montaje conforma el ritmo de la producción es lo que en el cine fundamenta el ritmo propio de la percepción.51

La sintonía de ritmos ente la producción y la recepción, su satisfacción de nuevos estímulos sensoriales provocados por formas artísticas anteriores y por la técnica, su poner al público en calidad de examinador distraída, todo esto hace que en el cine retroceda el valor de culto y el fundamento ritual del arte y, dejándose absorber por la multitud en la exhibición, se convierta en un vehículo para señalar la fundamentación política del arte

Bibliografía

Charles Baudelaire, «El pintor de la vida moderna», en id., Salones y otros escritos sobre arte, trad. C. Santos, Madrid, Visor, 1999, pp. 347-396.
Walter Benjamin, Baudelaire, ed. J. M. Cuesta Abad, Madrid, Abada, 2014.
_____, El autor como productor, trad. B. Echeverría, México, Itaca, 2004.
_____, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, trad. A. E. Weikert, México, Itaca, 2003.
_____, Libro de los pasajes, trad. L. Fernández Castañeda, I. Herrera y F. Guerrero, Madrid, Akal, 2005.
_____, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones iv, trad. R. Blatt, Madrid, Taurus, 1991.
_____, Sobre la fotografía, trad. J. Muñoz Millanes, Valencia, Pre-Textos, 2015.
_____,Tesis sobre la historia y otros fragmentos, trad. B. Echeverría, México, Contrahistorias, 2005.
Susan Buck-Morss, Walter Benjamin, escritor revolucionario, trad. M. López Seoane, Buenos Aires, Interzona, 2005.
Josef Fürnkäs, «Aura», en M. Opitz y E. Wizisla (eds.), Conceptos de Walter Benjamin, trad. M. Belforte y M. Vedda, Buenos Aires, Las cuarenta, 2014, pp. 83-158.
Detlef Mertins, «Walter Benjamin y el inconsciente tectónico», en Alejandra Uslengui (comp.), Walter Benjamin. Culturas de la imagen, trad. A. Uslengui y S. Villegas, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010, pp. 179-206.


1 Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 38.

2 Ibid., p. 36.

3 W. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones iv, p. 85.

4 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 117.

5 Ibid., p. 39.

6 Ibid., p. 60.

7 Ibid., p. 61.

8 Ibid., p. 39.

9 Ibid., p. 40.

10 Ibid., pp. 40-41.

11 Ibid., p. 41.

12 Ibid., p. 42.

13 Ibid., pp. 42-43.

14 Ibid., p. 44.

15 Ibid., p. 46.

16 Cf. Josef Fürnkäs, «Aura», p. 84.

17 W. Benjamin, Baudelaire, p. 228.

18 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 47.

19 W. Benjamin, Baudelaire, p. 198.

20 Ibid., p. 199.

21 Idem.

22 W. Benjamin, Libro de los pasajes, p. 450

23 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 104.

24 W. Benjamin, Sobre la fotografía, p. 42

25 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 49.

26 Idem.

27 Ibid., p. 52.

28 Idem.

29 Ibid., p. 53.

30 Ibid., p. 50.

31 Ibid., p. 51.

32 Ibid., p. 73.

33 Ibid., p. 74.

34 W. Benjamin, El autor como productor, pp. 54-55.

35 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 84.

36 Ibid., p. 86.

37 Ibid., pp. 86-87.

38 Detlef Mertins, «Walter Benjamin y el inconsciente tectónico», p. 193.

39 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 87.

40 Idem.

41 Ibid., pp. 87-88.

42 W. Benjamin, Sobre la fotografía, p. 27.

43 W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, p. 42.

44 W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 43.

45 Idem.

46 Ibid., p. 94.

47 Ibid., p. 95.

48 Ibid., pp. 94-95.

49 Susan Buck-Morss, Walter Benjamin, escritor revolucionario, p. 244.

50 Charles Baudelaire, «El pintor de la vida moderna», p. 357.

51 W. Benjamin, Baudelaire, p. 180.