Número 82

Homenaje a un pintor de cosas pequeñas

Bruce Bond

Para Matthew Cornell

No comiences con tu casa, sino con una casa,
de todas las casitas que vas a pintar
cada una consumida en silencio, sus obsesiones,
su hambre por lo pequeño en lo pequeño,
el ojo que fija una ventana al mundo.

Comienza con un cubo roto de luz,
el silencio verde que hace cantar a los grillos
cada pincelada oculta en la siguiente,
ola sobre ola, hasta que la última se hunda
bajo el peso azul de todas esas horas.

Y si debes comenzar, comienza de nuevo
en algún lugar en medio, con un bote
justo bajo el fulgor de una luz de porche,
inclinada como un frío se inclina contra
el vidrio para presionar a un niño contra el fuego.

Comienza con una casa que no sea tu casa.
Ninguna lo es. Y así todas pueden serlo.
Todas te regresan a la pequeñez de una,
el dolor que una linterna arroja sobre un callejón.
Tan cerca esas paredes, tan reticentes las oscuras

proximidades que tientan a un niño para que mire.
El pintor sabe. Un alumno hila aguja
tras aguja, intocado por lo que ve,
mucho menos por lo que no verá. La noche cae tan
lentamente que parece que baja la quietud.

Pregunta al niño que fue si debe inventar
vidas de extraños para encontrar su lugar.
Acaso se encorva como un microscopio,
el experto en una soledad que no tiene fin.
El ocaso ejerce su presión sobre las estrellas.

Comienza aquí, con el sonido de los platos,
el móvil sobre la tarja. Comienza con manos
que nunca se entrelazan, una radio que sólo toca
una estación, rota desde los cincuenta.
Comienza con la música de esa estación,

con un sedán negro estacionado atrás, que funcione
y no vaya a ningún lado, aunque es lindo pensar
que podría, que cualquier día podrías recoger tus cosas,
irte, comenzar de nuevo. Podrías, dice la canción
que no puedes oír. Créeme, amor, podrías.


© Bruce Bond, «Homage to a Painter of Small Things», en Raritan, vol. 35, núm. 3, invierno de 2016, pp. 54-55.