Número 82

Foucault y el concepto de «racismo de Estado»

Jorge Carlos Badillo

Se burlan del dolor de uno… Y, pues, será porque uno es pobre que no ponen en práctica la justicia como es debido. Yo me he dado cuenta de que todas las muchachitas que se han perdido son de la misma calidad de uno, pobres. ¿Cómo no se ha perdido una rica? Tampoco se los deseo, ¿verdad? Pero, ¿por qué nada más a uno de pobre?
Testimonio de la madre de Brenda E. Alfaro, Bajo Juárez. La ciudad devorando a sus hijas


Esos cuerpos, esos rostros

El racismo de Estado puede plantearse, desde la perspectiva de Michel Foucault, como la condición sin la cual ningún ejercicio soberano del poder puede articularse legítimamente en una sociedad reguladora.1 La cuestión no es menor debido a la serie de implicaciones que arrastra consigo. En primer lugar, el desvelamiento de la presencia del racismo en la estructura del Estado moderno, y, en particular, en todo ejercicio de poder estatal contemporáneo. En segundo lugar, la funcionalización de la exclusión, segregación, exposición y aislamiento —con las que es posible articular una política de «exterminio potencial»— que genera el racismo de Estado en la población a modo de prácticas de gobierno. Por último, las implicaciones que visibilizan la actualidad del principio de soberanía enlos procedimientos gubernamentales bajo la forma del Estado. La importancia de la cuestión estriba en la actualidad de este racismo gubernamental por los efectos en los individuos y las poblaciones efectivamente existentes. En los gobernados.

La afirmación de Foucault es elocuente: la especificidad del racismo moderno consiste en ser el mecanismo que permite el ejercicio del poder del Estado como biopoder, desde el momento mismo en que éste se dio la facultad de gobernar la vida misma en el ocaso del siglo XVIII.2 En la clase del 17 de marzo de 1976 del curso Defender la sociedad, Foucault expone la historia de este procedimiento. El racismo de Estado, esa polarización de la construcción del «enemigo político» que se deslizó en el discurso científico hasta convertirlo en «peligro biológico», fragmenta el cuerpo poblacional, contrapone las partes, las jerarquiza; inscribe en ellas un signo que tendrá lugar en los cuerpos. El signo del peligro. La susceptibilidad del exterminio.

Desde Vigilar y castigar, Foucault ya había señalado el cuerpo como superficie de inscripción de los ejercicios del poder soberano. Si bien el suplicio de Robert François Damiens no fue el último de aquellos ejercicios cuya lógica consistió en dirigir hacia el cuerpo la violencia mortífera del Estado, sí representa a cabalidad el sentido del castigo y la concepción del cuerpo en relación con la punición en el lapso que va del siglo XVI al XVIII en Francia. El suplicio inaugura una racionalidad que produce poder sobre los cuerpos. El cuerpo supliciado es aquello en lo que toma forma el poder del soberano como cuerpo de la ley, aquello en lo que ésta se realiza en el momento mismo en que fulgura. El propósito del suplicio es así «una política de terror: hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano».3 Sin embargo, otro objetivo acompañaba al de la imposición de la presencia absoluta del monarca en el espacio de las sociedades. El cuerpo supliciado produjo una verdad que el poder capturó. Luego de lo cual lo liberó o distinguió como condición de posibilidad de la producción del alma de los hombres haciéndolos morir —como consumación de la ley— o dejándolos vivir —como confirmación del absolutismo del poder como propiedad del soberano—: «Si el suplicio se halla tan fuertemente incrustado en la práctica jurídica se debe a que es revelador de la verdad y realizador del poder». 4

El cuerpo, en el régimen de soberanía, es el cuerpo social y la verdad que supone. Lo integran los cuerpos de los súbditos de modos múltiples, indiferenciados; esos cuerpos sobre los cuales el soberano actúa corporizándose él mismo como suplicio, por ser él la ley. El suplicio es la práctica de soberanía que instaura el régimen del Estado. Éste es, en cuanto tal, el ejercicio legítimo del poder que tiene por base el saber obtenido mediante el derecho soberano de hacer morir y dejar vivir.

A partir del revolucionamiento de la técnica que desplegó la industrialización del modo de producción capitalista en Europa —«el efecto de un régimen de producción en el que las fuerzas de trabajo, y por ende el cuerpo humano, no tienen la utilidad ni el valor comercial»5 que sí tienen en las sociedades de soberanía—, Foucault lee un tránsito, un refinamiento del poder y de los modos con los que se ejerce. En las sociedades industrializadas, el cuerpo no puede ser ya supliciado porque en él se inscribe la fuerza de trabajo necesaria para el despliegue del sistema de aparatos productivos. Sin embargo, la multiplicación de las fuerzas de trabajo, advierte, no es sino una de las razones que explican dicho tránsito. Mismo que responde, más bien, a una crisis general del ejercicio del poder soberano en cuanto tal.

Algunas condiciones que articulan dicha crisis y que Foucault integra en el tránsito hacia las disciplinas y a su instauración como régimen son: 1) el «desprecio del cuerpo» como actitud generalizada de la población, ya como efecto de los valores del cristianismo, ya como actitud «realista» ante las condiciones demográficas y biológicas con las que se distendía la vida. 2) La integración ritual de la muerte, efecto de la incapacidad para transformar las condiciones materiales de la existencia (alta mortalidad, alta morbilidad, baja natalidad, poca salubridad). 3) La proximidad con eventos bélicos a mediados del siglo XVII. 4) Por último, la finalidad conservadora del rey con respecto de la prevalencia de su poderío y los efectos sociales de su persistencia.

¿Una transformación general de actitud, un «cambio que pertenece al dominio del espíritu y de la subconsciencia»? Quizá, pero de manera más segura e inmediata un esfuerzo para ajustar los mecanismos de poder que enmarcan la existencia de los individuos; una adaptación y un afinamiento de los aparatos que vigilan y se ocupan de su conducta cotidiana, de su identidad, de su actividad, de sus gestos aparentemente sin importancia; una política distinta con respecto a la multiplicidad de cuerpos y de fuerzas que constituye una población. Lo que perfila es sin duda menos un respeto nuevo por la humanidad de los condenados —los suplicios son todavía frecuentes incluso para los delitos leves— que una tendencia a una justicia más sutil y más fina, a una división penal en zonas más estrechas del cuerpo social.6

Las sociedades llamadas disciplinarias son la rearticulación del poder soberano, los medios a través de los cuales aquel pudo inscribirse en todos los cuerpos de modo potencialmente sistemático, regular y uniforme, y no en un solo momento en el que la ley soberana resplandecía como instante. Rearticulación, actualización, transformación de la forma del poder y de su régimen. Pero nunca desaparición, nunca extinción, nunca ausencia del poder. La persistencia del poder debe leerse, entonces, en sus desplazamientos. Las disciplinas, herederas del régimen soberano, no renunciaron al cuerpo. Lo desplazaron de fin a medio para llegar al alma que éste supone —porque puede producirla— y que las disciplinas asumen como objeto de regulación moral, normalización política, objetivación jurídica, observación médico-policiaca y susceptibilidad del castigo, del encierro o de la medicalización. Las disciplinas hicieron del cuerpo el objeto del gobierno. Es decir, objeto de la conducción, de la dirección, del tutelaje.

El poder disciplinario implica «una sustitución de objetos».7 En cuanto tal, su espacio son las sociedades. Las disciplinas se instauraron como el derrame del poder soberano en los espacios de la sociabilidad. Totalización tendencial y regular de su presencia secular a partir de la producción de espacios disciplinarios. Las escuelas, los talleres, las fábricas, las ciudades. Espacios en los que los cuerpos fueron distribuidos, con base en su funcionalización, sobre el principio de la individualización que persiguió la norma, la normalización y la normalidad del alma. Otros espacios —como las cárceles, los asilos, los hospitales y los manicomios— ocuparon lugares estratégicos con respecto a la normalización de los individuos que no consiguió producir el régimen en su modalidad socializada-socializable. El cuerpo y el alma del sujeto de la anatomopolítica atraviesan capas distintas de las sociedades disciplinarias durante el siglo XVIII. Éstas son las sociedades en las que aquel tipo de individuo se forma, en las que los individuos individualizados por efecto de la disciplina se sujetan.

La sujeción y la subjetivación de las que los individuos son la producción fundamental acontecen en las sociedades disciplinarias. Sujeción y subjetivación producen sujetos en su forma industrializada, no de un modo idéntico a la forma estrictamente moderna de la producción del sujeto, sino como desdoblamiento económico-político de ésta. Los cuerpos ingresan en un plexo de espacios donde distintas funciones capturan, determinan y dirigen sus fuerzas. Donde mecanismos específicos las organizan, distribuyen, dominan, coaccionan y encauzan. Donde procedimientos complejos las coordinan, así como también el tiempo, la vida y el mundo de los sujetos. Vigilan su cumplimiento. Castigan sus infracciones. Premian sus sumisiones. Esas sociedades —cuyo paradigma, dijo Foucault, es el «“panoptismo” que articula las instituciones propias de la sociedad moderna, industrial, capitalista»—8 son los espacios donde se vigila y regula no lo que los individuos han hecho, sino lo que pueden hacer.9

El panoptismo como modelo social fija a los individuos en aparatos de normalización. Los norma para incluirlos, para asimilarlos en un mecanismo determinado de la reproducción social del régimen.10 El cuerpo —ese objeto privilegiado de la Edad Clásica: cuerpo indócil/cuerpo dócil, cuerpo inútil/cuerpo útil, cuerpo invisible/cuerpo visible— se despliega como objeto de poder y saber en el que yace un alma cuya potencia ha de ser conocida para ser gobernada. Para gobernarla, conocerla. Para conocerla, producirla. Para producirla, objetivarla. Para objetivarla, imponer condiciones epistémicas y jurídicas en las cuales acaezca como fenómeno visible, individual, punible. Las disciplinas hicieron emerger un sujeto calculable. Y fue la anatomopolítica que suponen la que produjo, según Foucault, el alma de la modernidad.

El «alma moderna» visibiliza la figura o la presencia no metafísica, sino histórica, del sujeto como efecto de procesos concretos de sujeción y de subjetivación.11 En este sentido, se podría afirmar que ella constituyó el objetivo de las genealogías que Foucault llevó a cabo desde la Historia de la locura en la época clásica hasta Vigilar y castigar y La voluntad de saber con respecto a los dispositivos institucionales, hospitalarios, carcelarios y sociales. ¿Qué es esto que somos? ¿Cómo hemos llegado a serlo, y cuáles son las historias de las violencias, de los dominios, de las luchas de fuerzas que lo produjeron a modo de «naturalidad» insoportable, de «normalidad» oprobiosa, de «regulación» necesaria, efectiva y también legítima? ¿Qué es eso que no somos, con respecto a lo cual se ejercitan los empeños permanentes de diferenciación, identificación, exclusión y asimilación? ¿Mediante cuáles procedimientos, cuáles mecanismos, cuáles discursos, esto evidencia y justifica la existencia de un régimen de poder y verdad que domina, oprime, extermina? En última instancia, ¿cuáles han sido las vías para que ese régimen de poder y verdad se articule hoy en el Estado como «Estado soberano»? Existe un tránsito insoslayable en la analítica del poder emprendida por Foucault que va de los efectos de las disciplinas en los cuerpos —el alma individualizada, la verdad de la potencia del cuerpo y del deseo, la ubicación de los individuos en el espacio de la visibilidad, la susceptibilidad del castigo— al gobierno de las poblaciones. Del gobierno de los cuerpos al gobierno de la vida: la biopolítica del Estado.

La vida gobernada

La genealogía foucaultiana del poder distingue en él tres regímenes o modalidades. Cada uno de los cuales es determinado por formas específicas de su ejercicio. Estas formas, lejos de ser antitéticas, se yuxtaponen, se vinculan, se dejan percibir como momentos históricos diferenciales de un mismo desarrollo o como elementos fragmentarios y específicos de un mismo acontecimiento. Es posible leer, entonces, una serie de rearticulaciones del régimen soberano en el disciplinario, del mismo modo que es posible reconocer un despliegue que tiende a la totalización de los procesos disciplinarios locales y funcionalistas en el cuerpo general de las poblaciones. El biopoder, esa tercera fase cuya procedencia Foucault ubicó en la Europa de los albores del sigl XIX, representa la apropiación monopólica de los mecanismos disciplinarios de la sociedad por el Estado, cuya realización acabada es, precisamente, el ejercicio «legítimo» del gobierno de la vida en su conjunto.

Eso que Foucault llama biopoder emerge como consideración de la vida por parte del poder.12 Dicha consideración, sin embargo, se ejerce sobre fenómenos colectivos como la morbilidad, la mortalidad, la natalidad; fenómenos de índole global que se manifiestan «en sus efectos económicos y políticos y que se vuelven pertinentes en el nivel mismo de las masas».13 En este sentido, el biopoder, en cuanto ejercicio del poder sobre las condiciones de la vida misma, despliega necesariamente una política de la vida y sobre la vida, una biopolítica. Ésta permite ejercicios de técnicas aseguradoras y reguladoras, dice Foucault, ejercidas por órganos complejos de coordinación y centralización. La estadística, la demografía, la economía, la geografía política, en este sentido, se dejan percibir como instrumentos institucionalizados de saber y poder al mismo tiempo.

Decir que el poder, en el siglo XIX, tomó posesión de la vida, decir al menos que se hizo cargo de la vida, implica que llegó a cubrir toda la superficie que se extiende desde lo orgánico hasta lo biológico, desde el cuerpo hasta la población, gracias al doble juego de las tecnologías de disciplina, por una parte, y de las tecnologías de regulación, por la otra.14

Que el biopoder despliega necesariamente una política de la vida, y que ésta se ejerce sobre la vida mediante las tecnologías disciplinarias y las de regulación, lleva a Foucault a plantear la operatividad y las operaciones de una norma. En ésta se concentran y a ésta responden los procedimientos disciplinarios de individuación, normalización y sujeción, tanto como los procedimientos reguladores de condiciones vitales, biológicas, económicas, estadísticas y demográficas de fenómenos que atañen a las sociedades concretas.15 La norma, eso que puede aplicarse a cuerpos individuales y a cuerpos sociales por igual —pues establece una afección directa y necesaria en cualquiera de los sujetos en los que se implementa—, desvela el mecanismo de regularización que caracteriza y distingue, a partir del siglo XIX, a las normalizadoras. A partir de lo cual podría notarse también la efectividad tanto como la especificidad de la norma como efecto acabado del avasallamiento históricamente ejercido por las sociedades europeas y de los ejercicios de colonización que algunas de aquellas llevaron a cabo desde el siglo XVI prácticamente en el mundo entero.

La norma, entonces, constituye el conjunto de tecnologías de diversa índole que se aplica en todos los niveles de la sociedad para dirigirse hacia fenómenos específicos y propios de dicha sociedad que la norma pretende gobernar. Tiene lugar en el cuerpo de los individuos, pero acaece de modo distinto que el signo del poder soberano. Mientras el signo soberano acababa con el cuerpo castigado para significarse absoluto, el signo de la norma se imprime en los individuos, pero no para individualizarlos, sino para masificarlos masificándose en ellos el signo de la masa. Mientras que el procedimiento de la anatomopolítica disciplinaria fue la individuación de los cuerpos —y con ello, la atomización de la vida colectiva— en aras de su ubicación, visibilización, usufructo y control, la biopolítica está destinada a la multiplicidad de los hombres, a la masa global, al gobierno de la población. A finales del siglo XIX emerge una consideración de la vida de los hombres que los objetiva no sólo como cuerpos, sino como especie. Así, fueron las endemias, la natalidad, la mortalidad, la longevidad, las condiciones demográficas y económicas algunos de los primeros objetivos de la biopolítica.

Foucault nombra organodisciplina a la masificación que ejerce la biopolítica por medio de instituciones y mecanismos precisos, lo mismo que a la biorregulación que ejerce el Estado.16 Organodisciplina y biorregulación, entonces, anteceden y trascienden la producción histórica de la anatomopolítica. Son normas que se implementan sobre los individuos entendidos como miembros naturales de la especie, por efecto de las cuales se distribuye la regulación de forma global en cuerpos individuales y sociales de la misma manera. Como un ejemplo de ello está la sexualidad, vértice en el que coinciden la disciplina y la regulación,17 la sujeción de los cuerpos y el control de las poblaciones.18 El biopoder, a través del Estado, se inscribe sobre la totalidad de aquella superficie vital, objeto de su consideración, como el ejercicio del principio de hacer vivir y dejar morir. En cuanto biopoder, el Estado no sólo se arroga el derecho de gobernar la vida, sino el derecho de garantizarla, de hacerla proliferar, de multiplicarla por cualquier medio. Y sin embargo, distiende efectos paradójicos.

Si bien el biopoder se inscribe como sucesor del régimen disciplinario y de su principio operativo —garantizar la vida de los hombres para garantizar la reproducción del sistema productivo general de las sociedades—, se articula en la forma del Estado una necesidad del ejercicio del viejo principio de soberanía —hacer morir, dejar vivir— como condición de su propia subsistencia:

El principio de poder matar para poder vivir, que sostenía la táctica de los combates, se ha vuelto principio de estrategia entre Estados; pero la existencia en cuestión ya no es aquella, jurídica, de la soberanía, sino la puramente biológica de una población.19

La latencia del poder soberano ejercido bajo el principio de hacer morir y dejar vivir en el seno del Estado moderno que hace vivir y deja morir no tiene que ver en primera instancia con elementos extrínsecos a la estructura estatal del poder desde el siglo XIX, sino con el núcleo mismo del biopoder en el sentido en que éste es poder sobre la vida. Poder sobre la vida que puede fulgurar como el relámpago que, en un instante, la suprime o puede suprimirla para confirmarse como su garante. Luego de imponer, con la realización del rito sacrificial, un régimen gubernamental específico.

La supresión de la vida como ejercicio del biopoder estatal representa la emergencia del principio de soberanía con el cual el Estado se inscribe a sí mismo en el orden legítimo del gobierno de las poblaciones. Dicha supresión, sin embargo, lejos de contradecir el principio del biopoder moderno, lo confirma en cuanto la supresión se ejerce como práctica de gobierno. Es decir, como forma de garantizar, hacer proliferar, multiplicar la vida de laespecie, de lapoblación. Sin duda, aquello que el Estado concibe como la superficie de inscripción de su ejercicio tiene que ver con los mecanismos de exclusión, marginación, expoliación y criminalización que tienen lugar respecto de grupos sociales y políticos determinados, lo mismo que en individuos singulares a los cuales se les atribuye una pertenencia o una procedencia marginal o no-poblacional, extranjera. Éstos, por razones políticas que son planteadas desde la perspectiva de la vidaen su sentido biológico, son los objetos de atribuciones biológicas mediante las cuales son contrapuestos políticamente a la población que es necesario «defender». El racismo de Estado que se compone de la biologización del enemigo político y su puesta en relación con la población biológicamente entendida, es la bisagra que permite la coexistencia no necesariamente contradictoria del «hacer vivir» y «dejar morir» moderno y del «hacer morir» y «dejar vivir» soberano.

Por medio del racismo de Estado se produce una serie de definiciones y representaciones de lo que la población es. Por tanto, se produce no sólo una especie compuesta de razas que se diferencian entre sí y que corresponden a una primera discriminación biológico-política. Se producen, más bien, series categoriales y jerárquicas de índole biológica que se inscriben, transcriben y escriben en imágenes de los grupos políticos que representan a los individuos y que los ordenan y jerarquizan. Se producen espacios taxonómico-políticos a los que corresponde el ejercicio de una geografía política interna del Estado que opera como predeterminación operativa de las prácticas gubernamentales. Se instauran dispositivos de seguridad que distinguen y resguardan los espacios predestinados a contener grupos-razas específicos en aras de la reproducción de intereses de orden político-gubernamental. El racismo de Estado produce una multiplicidad de imágenes de los gobernados en clave biológica que, además, les asigna. Detrás de dichas imágenes, se instrumentan políticas y procedimientos que corresponde ejercer de modo específico sobre cada uno de los grupos representados estética, ideológica y efectivamente, mediante los cuales aquel mecanismo fragmenta los cuerpos poblacionales, distingue los fragmentos, los condiciona y los piensa según el principio que obedece. Quién debe vivir y quién puede morir.

El biopoder fragmenta las poblaciones. Ésta es la primera función del racismo de Estado.20 Las inscribe como mezclas que es necesario distinguir y ejerce la diferencia político-procedimental como diferencia racial. Sólo de este modo la fragmentación produce formaciones identitarias y discursivas diversas con las cuales los grupos asumen esencias y destinos, pero no necesariamente procesos histórico-procedimentales que los funcionalizan en el interior de un aparato de gobierno que, por tanto, puede prescindir de ellos, o bien, sacrificarlos en aras de su propia subsistencia. La segunda función es la de imponer la lógica de la «guerra de Estado» con respecto a los grupos políticamente tratados como biológicamente peligrosos: «si quieres vivir, es preciso que el otro muera».21 De modo tal que el «hacer vivir» y el «dejar morir» que estructuran la modernidad de la biopolítica estatal tiene lugar no sólo como imperativo de vida que se da el Estado a sí mismo como implicación del imperativo de vida con el cual garantiza la vida de la población. También tiene lugar como la producción diferenciada y diferida de la muerte de aquellos peligros biológicos —poblaciones e individuos— que pueden morir. El racismo de Estado constituye la inscripción de la posibilidad de la muerte, la susceptibilidad del exterminio de aquellos «naturalmente peligrosos», de cuya existencia dependen las de la forma, la propiedad y la situación actuales del Estado.

Con base en los tres regímenes del poder que diferencia la genealogía foucaultiana, con base en sus procedimientos, en sus producciones y en el desarrollo que los vincula, el racismo de Estado se despliega como concepto central en la analítica foucaultiana del poder en su relación histórica con la gubernamentalidad, esa voluntad moderna de dominio.

Sobre la noción de «racismo de Estado»

El racismo de Estado puede plantearse desde la perspectiva de Foucault como mecanismo que posibilita el ejercicio del biopoder estatal, habilitando y tramitando la cuestión o el problema de la construcción del «enemigo político» como «peligro biológico». El derecho soberano del biopoder puede plantearse como imperativo de la vida dentro del régimen estatal, fuera del cual se ingresa en un campo de posibilidad en el que el Estado habrá de inscribir en poblaciones e individuos el signo del peligro y, por tanto, la susceptibilidad del exterminio. Dicha inscripción es el elemento por el cual se deduce el racismo de Estado como la condición de posibilidad del Estado mismo. Entonces habría que nombrar aquellos peligros naturales y mortíferos que son los enemigos políticos del Estado en cada caso; habría que explicitar las formas en que el Estado hace vivir y deja morir a grupos e individuos concretos; y habría que sostener que el exterminio potencial es la forma velada que subyace a la marginación, exclusión y la violencia y pobrezas cotidianas de las que es artífice el habitus histórico que habita la forma del Estado mismo.

A través del análisis genealógico cuyo objeto Foucault centró en el Estado como sugerencia metodológica en su clase del 17 marzo de 1976, hizo emerger una lógica precisa cuya funcionalización adquirió visibilidad en la patencia de los «efectos marginales» que conllevan los ejercicios estatales globalizados del gobierno. La exclusión, la marginación, la criminalización, la pauperización, la persecución, la exposición y, en última instancia, el abandono a la muerte de individuos en los cuales se inscribe el signo del peligro social, son algunos de esos «efectos» que visibilizan en aquel signo del peligrola susceptibilidad del exterminio: «Si x representa un peligro cualquiera para la población, el Estado habrá de suprimirlo». Con lo cual la política de Estado se distiende en términos prácticos como administración del exterminio potencial en algunos casos, cuando no como administración del exterminio de baja intensidad efectivamente instrumentalizado cuya justificación apela, cada vez, al principio racista en el que descansan los discursos estatales (asequibles a todos).22
Las razones que se ofrecen cada vez para explicar la ignominia comparten, en general, la impresión ejercida en los cuerpos del signo político-biológico que precede a la muerte ontológica y simbólica de los sujetos, pero también histórica, concreta, irreductiblemente singular. En aquellos efectos, que suelen incorporarse en los imaginarios sociales como cotidianidad irremediablemente propia de «malos gobiernos», se presenta, sin embargo, el carácter de necesidad con el que las políticas públicas, las políticas nacionales e internacionales de los actuales Estados-Nación justifican sistemáticamente la versión contemporánea del hacer vivir y dejar morir con el que la biopolítica hace patentes sus formas de gobierno, sus implicaciones en los gobernados y sus efectos gubernamentales.

Los cuerpos y los signos

En 1976, en la última sesión de su curso Defender la sociedad, Foucault mostró que el ejercicio del biopoder estatal visibiliza la cuestión de la construcción del enemigo político como peligro biológico. La patencia de dicha conversión, representación o traducción ubica el análisis dentro de las condiciones cuyo conjunto Foucault nombró biopolítica. Una vez ejercida la representación o traducción histórico-política del enemigoa los términos biológicos del discurso socializado de la ciencia,ingresó éste en una serie de relaciones cuyas condiciones discursivas, al adquirir visibilidad, muestran el grado o la intensidad de traducciones previas, funcionalizadas para lograr el efecto de aceptabilidad social respecto del enemigo «natural». Entre esas condiciones está sin duda el concepto de población,23 planteado en la misma sesión a la que he hecho referencia.

En Defender la sociedad, Foucault se refiere a la población distinguiéndola de la estructura del cuerpo contratante y el cuerpo social que distendió la teoría del derecho de la época clásica, lo mismo que se apartaba de la relación práctica de poder-saber que las disciplinas establecieron con el cuerpo hasta bien entrado el siglo XVIII.24 El concepto de población, en ese momento, se refería a una nueva entidad conceptual: «Se trata de un nuevo cuerpo: cuerpo múltiple, cuerpo de muchas cabezas, si no infinito, al menos necesariamente innumerable».25 Cuerpo nuevo, a la vez que problema político, biológico y científico emergente que se distendió, en la mañana del siglo XIX, como objeto del «gobierno de la vida». Pero no sobre la vida de los hombres anatomopolíticamente constituidos por los regímenes disciplinarios como sujetos individualizados en y por sus «funciones históricas», sino sobre la de la población en cuanto vida de la especie.

La población se constituía, en la Europa de finales del siglo XVIII, propiamente como aquello siempre en riesgo y, por lo tanto, como aquello cuya fragilidad perenne propiciaba el ingreso justificado del Estado moderno, de sus instituciones y sus dispositivos de seguridad y del discurso práctico del uso legítimo de la violencia que sólo más tarde se entenderían, en conjunto, como el monopolio de ésta.

El desarrollo histórico, teórico y práctico de las tecnologías de poder del Occidente industrializado produjo ese nuevo cuerpo “natural” que, justamente por su naturalidad, propiciaba una concepción naturalizada, naturalizante y pretendidamente justificada de los medios por los cuales cabría, cada vez, por parte del Estado, una defensa a ultranza de la sociedad-cuerpo a la que se debía. Naturalizada la población, homogeneizada por efecto de concebirla como cuerpo viviente, fueron naturalizados también, en efecto, aquellos elementos sociales cuya «naturaleza» propia —y, por tanto, distinta a la naturaleza de la población— significara una posibilidad o una relación nociva con aquella en términos higiénicos, patológica en términos médico-psiquiátricos, decadente en términos de razas.26

A la reconfiguración de la concepción de aquello sobre lo cual se ejercía el gobierno —por medio de ejercicios de poder que generaron saber y de afirmaciones de saber que distendieron ejercicios de poder— corresponde la reconfiguración de las formas concretas de gobierno. Formas en las que puede leerse un desarrollo, sin duda empeñado y menesteroso.

Los «dispositivos de seguridad» como concepto general para comprender las funciones sociopolíticas de los saberes decimonónicos emergentes, tales como la demografía y la estadística, por mencionar sólo algunos, son para la biopolítica lo que las disciplinas para la anatomopolítica. Mientras ésta distendió un conjunto de saber-poder sobre el hombre —que entonces se convertía en objeto individuado de las ciencias por medio de un conjunto de prácticas disciplinarias—, la biopolítica sumergía el hombre objetivado en la generalidad de la especie que, por tanto, es tratada mediante mecanismos y saberes cuyo objetivo no era disciplinar, sino regular.27Los objetos de la regulación, entonces, serían losfenómenos globales que presentaron como propiedad las masas humanas. Fenómenos colectivos, en suma, que sólo se manifiestan en sus efectos económicos y políticos tales como la natalidad, la morbilidad, la longevidad, la mortalidad, y que, precisamente por ello, deben ser regulados en aras de extraer y maximizar fuerzas, al mismo tiempo que mantenerlas en un equilibrio dado por el índice del desarrollo respectivo de las sociedades.28 La biopolítica no sólo debe entenderse como la transformación del principio soberano-disciplinario cuya regla organizadora, discriminadora y distributiva ubicaba, singularizando, la multiplicidad de sujetos en espacios destinados a ejercicios correctivos tales como la conducta, la producción o la reproducción del orden disciplinar, sino como la instauración de una normaque es aplicable tanto a un individuo concreto como a una población entera en cualquier espacio posible. Así, el orden biopolítico se desvela como orden normalizador y regulativo, en cuyos ejercicios se cruza la norma disciplinaria y la norma reguladora. 29

En cuanto la biopolítica es la forma del gobierno de la vida de la población, prosigue Foucault, lo que parece es que el ejercicio de su tarea se lleva a cabo como defensa de aquella población. De modo tal que la serie de violencias producida por los procedimientos de normalización y regulación al interior de los regímenes gubernamentales nacionales actuales ingresaría en el análisis como realidad que contradice dicho finalismo. Si la biopolítica defiende la vida de la especie, no puede ir en contra de ésta. Mas como la vida de la población no es sino la vida de la población nacional —es decir, aquel conjunto humano normalizado y regulado que se identifica con la propiedad del territorio geopolítico del Estado-nación y sus competencias—, son «comprensibles» los casos en los que, en defensa de lo propio, esa misma biopolítica se levante como ofensa en contra de otra población que, naturalmente, es peligrosa para la población «sana» que dicho Estado custodia. No hay contradicción alguna.30

Establecido el principio biopolítico de hacer vivir y de dejar morir, junto con la normaque regula la población, el aparato de Estado ejercerá al interior de la población que «representa» una serie de coacciones por medio de la cual tendrá lugar otra de distinciones. Habrá de realizarse una discriminación de lo anormal y lo irregular en el plexo entero de la vida misma para determinar qué debe vivir y qué puede morir en conformidad con los medios, instrumentos y finalidades biopolíticos concretos. Dicha discriminación, entonces, produce una ruptura del continuum biológico a través de la cual el Estado legitima el uso de su poder mortífero respecto de un peligro extrínseco a sí del cual se dispone a defenderse.31

La vida de la especie, pues, se identifica con la vida de lapoblación. Y ésta es, precisamente, aquel cuerpo natural cuya naturalidad, en riesgo siempre, constituye el objeto de la norma biopolítica: hacer vivir y dejar morir. Es la población la que es necesario que viva, aunque sea comprensible que muera y que, por esto, el Estado se retire de su función imperativa. Pero para hacer vivir a la población a su cargo, el Estado necesitaejercer su poder mortífero que, en la biopolítica, se asegura por medio del racismo.32 ¿Qué es necesario para que la población viva? ¿Cuáles son las condiciones necesarias para que la población sobreviva como sí misma, sin confundirse con ninguna otra y sin que ninguna otra represente un riesgo ni siquiera considerable? Será necesario que el Estado que se plantea estas preguntas, en aras de subsistir él mismo en funciones, ejerza al menos uno de los elementos que articulan el racismo —cuando no los mecanismos racistas de los que se articula— como condición de su posibilidad histórica en cuanto tal. Es decir que, para ejercer el poder en su forma soberana, el Estado moderno lleva a cabo una concepción biologizada de lo otro que, en consecuencia, justificará con su sola existencia las violencias de los ejercicios estatales de gobierno como medios necesarios para la seguridad del conjunto poblacional. Esta «concepción» naturalizante del otro y del otro como enemigo político no es otra que la de la raza.

La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización. Donde hay una sociedad de normalización, donde existe un poder que es, al menos en toda su superficie y en primera instancia, en primera línea, un biopoder, pues bien, el racismo es indispensable como condición para poder dar muerte a alguien, para poder dar muerte a los otros. […] Si el poder de normalización quiere ejercer el viejo derecho soberano de matar, es preciso que pase por el racismo. Y a la inversa, si un poder de soberanía, vale decir, un poder que tiene derecho de vida y muerte, quiere funcionar con los instrumentos, los mecanismos y la tecnología de normalización, también es preciso que pase por el racismo.33

Agrega Foucault:

La especificidad del racismo moderno, lo que hace su especificidad, no está ligada a mentalidades e ideologías o a las mentiras del poder. Está ligada a la técnica del poder, a la tecnología del poder. Está ligada al hecho de que, lo más lejos posible de la guerra de razas y de esa inteligibilidad de la historia [ideológico-política cuyo fundamento es la diferencia entre las razas], nos sitúa en un mecanismo que permite el ejercicio del biopoder. Por lo tanto, el racismo está ligado al funcionamiento de un Estado obligado a servirse de la raza, de la eliminación de las razas y de la purificación de la raza, para ejercer su poder soberano. La yuxtaposición o, mejor, el funcionamiento, a través del biopoder, del viejo poder soberano del derecho de muerte implica el funcionamiento, la introducción y la activación del racismo. Y creo que efectivamente se arraiga allí.34

Con base en lo que sostiene Foucault, es necesario hacer notar en este punto que aquello que aquí se ha planteado como «concepción» de la raza, en cuanto elemento del racismo de Estado, no goza precisamente del estatuto de la concepción en el sentido del concepto o de la creación, sino de la técnica y de la tecnología del poder que organizan el Estado. Dentro de éstas, los conceptos ejercidos desde los aparatos estatales pertenecen ya a una lógica predeterminada y determinante en cuyo mecanismo el racismo se distiende propiamente por la vía procedimental. Es decir que el estatuto de la raza en el racismo moderno aparece como operación o función cuyo automatismo se visibiliza en las técnicas del poder y por los objetos en los cuales se inscriben las funciones y los efectos de dichas tecnologías; objetos que representan de modo simultáneo la significación biológica de lo nocivo, lo insalubre y lo anormal, y la inscripción política del enemigo inconfesable en términos políticos desnudos. Si esto es así, se puede sostener que el Estado moderno es racista en sentido estructural e histórico. Es racista en términos de estructura porque las tecnologías que lo organizan encuentran su justificación en la defensa encarnizada de la población que aquellas tecnologías privilegian con la propiedad de las tecnologías de la organización de dicha defensa, que es, sin embargo y al mismo tiempo, intrínseca y extrínseca al Estado mismo. De ahí que sea racista también en términos históricos, porque los cuerpos en los que aquellas tecnologías inscriben los efectos del poder mortífero del Estado no son otros que los cuerpos de aquellos que no son concebidos por el Estado biológica ni políticamente comopoblación.

Son esos cuerpos en los cuales las tecnologías del poder se inscriben de modo mortífero como exclusión, marginación, pauperización, expoliación, criminalización, persecución y exterminio. Esos cuerpos son a los que llamo los susceptibles cuerpos de la miseria. Y es preciso reconocer en ellos no sólo la determinación y los efectos de los ejercicios gubernamentales del Estado moderno normalizador y de su racismo, sino las figuras múltiples y distintas con las cuales el Estado se figura el pueblo.

Si la población es aquel cuerpo viviente y homogéneo de la especie —que, considerada en términos históricos, puede ser planteada como «función-raza» y que, por lo tanto, es identificada con el territorio que el Estado asume como propiedad—, el pueblo no puede no ser aquella multiplicidad de individuos masificada con respecto a la cual y sobre la cual los ejercicios de la gubernamentalidad instituida pretenden conseguir la norma que, por tanto, se desvela en su actualidad como incompletud. No fue sino hasta 1978, concretamente en la clase del 18 de enero del curso Seguridad, territorio, población, que Foucault distinguió la población del pueblo mientras explicaba el tránsito del régimen mercantilista al fisiocrático en términos que conviene citar en extenso:

La escasez como flagelo es una quimera, de acuerdo. Lo es, efectivamente, cuando la gente se comporta como corresponde, es decir, cuando unos aceptan sufrir la escasez y la carestía y otros venden trigo en el momento oportuno, esto es, muy pronto, dado que los exportadores despachan su producto ni bien los precios empiezan a subir. Todo eso está muy bien y tenemos aquí, no digo buenos elementos de la población, pero sí comportamientos que llevan a cada uno de los individuos a funcionar adecuadamente como miembro, como elementos de lo que se quiere manejar de la mejor manera posible, a saber, la población. Esos individuos actúan bien como miembros de la población. Supongamos, no obstante, que en un mercado, en una ciudad determinada, la gente, en lugar de esperar y soportar la penuria, en lugar de aceptar que el grano sea caro y, por consiguiente, de comprar poco, en vez de aceptar pasar hambre, en vez de aceptar [esperar] que el trigo llegue en cantidad suficiente para que los precios bajen o, en todo caso, la suba se modere o se aplaque un poco, supongamos que en lugar de todo eso, por un lado se precipite sobre los aprovisionamientos y los tome sin siquiera pagarlos, y por otro haya una serie de personas que retengan el grano de una manera irracional y mal calculada; entonces, todo va a dejar de funcionar. Y de resultas va a haber revuelta por una parte y acaparamiento por otra, o acaparamiento y revuelta. Pues bien, dice Abeille, todo esto prueba que esa gente no pertenece realmente a la población. ¿Qué son? El pueblo. El pueblo es el que, con respecto a ese manejo de la población, en el nivel mismo de ésta, se comporta como si no formara parte de ese sujeto-objeto colectivo que es la población, como si se situara al margen de ella y, por lo tanto, está compuesto por aquellos que, en cuanto pueblo que se niega a ser población, van a provocar el desarreglo del sistema. […] Quien delinque contra ese sujeto colectivo creado por el contrato social rompe sin duda éste último y queda al margen de aquél. En ese dibujo que comienza a esbozar la noción de población también vemos perfilarse una partición en la cual el pueblo aparece de manera general como el elemento resistente a la regulación de la población, el elemento que trata de sustraerse al dispositivo por cuyo conducto la población existe, se mantiene y subsiste, y lo hace en un nivel óptimo.35

Existe, entonces, una oposición conceptual entre población y puebloque distiende una correlación en el decurso histórico de las sociedades. Mientras que la población, atenidos a lo que sostiene Foucault en dicha clase, asume su función como «buen» miembro de un sistema mercantilista dado, el pueblo se resiste a ingresar en aquella lógica funcionaria de mercado y opta por el acaparamiento y la revuelta, o bien, sólo por la revuelta, con la cual aquel sistema se activa ingresando por la fuerza en un estado de crisis. El pueblo se niega a ser población, dice Foucault, y con ello, se niega también a la administración regulativa y normalizadora del Estado cuya tendencia general es gobernar la vida de la especie en cuanto se pretenden gobernar los fenómenos globales de los que dependen las fuerzas (productivas y reproductivas, diríamos) de cada uno de sus miembros. El pueblo actúa como si no formara parte de la población, como si se situara al margen de ésta. De lo cual se deriva que aquel está formado por individuos en quienes descansa la posibilidad de desarreglar el sistema y que significarían, para la teoría del derecho contractual, enemigos del Estado y, por tanto, criminales.

Ahora bien, si en efecto el pueblo es a la biopolítica lo que el delincuente a la teoría del derecho contractual, es clara la concepción velada sobre el pueblo que el Estado representa para sí del pueblo como «enemigo» del Estado. Por tanto, será sobre ese enemigo, sin duda político, que la serie de ejercicios de normalización tenga lugar como exterminio potencial de cada uno de sus miembros. Mecanismo justificado por la naturalidad biológica que el Estado imprima en estos. La marginación laboral que difunde y socializa la pauperización económica del intercambio y el aislamiento social vinculados con enfermedades de alta peligrosidad o con capacidades y atributos efectivamente asignados y pretendidamente fundamentados en la pertenencia étnica de los individuos son ejemplos de ello. La pobreza y la exclusión que se vinculan con la procedencia o la constitución física de los individuos en términos fisiológicos. La persecución de aquellos considerados anormales en los términos morales de los grupos. Incluso de los grupos marginados, excluidos y pauperizados. En última instancia, no ya la reclusión o el aprisionamiento asilar o carcelario disciplinario, sino el exterminio concreto como consecuencia necesaria de aquellos ejercicios cautelares diferidos, ejercidos previa y sistemáticamente sobre cuerpos singulares y colectivos en el ámbito general de la sociedad en sentido normalizador y regulador.

Los susceptibles cuerpos de la miseria, entonces, no pertenecen necesariamente sólo al ámbito competente del concepto de pueblo, pese a que en éste se encuentren casos históricos de excepcional violencia por parte de los aparatos de Estado usados para tales efectos. Aquellos cuerpos de la miseria son los cuerpos de los gobernados, respecto de los cuales puede establecerse una diferencia mínima, pero fundamental, que no estriba sino en el ejercicio de la asunción política ejercida o asignada respecto de la existencia misma de los individuos identificada como población o como pueblo. Será a partir de la persistencia de esta diferencia ínfima que el desarrollo tendencial de la normalización llegue a su realización o no.

Sin embargo, dado que a esto nos ha llevado el análisis, es preciso aún sugerir que, por la articulación de las sociedades reguladoras y normalizadoras en el sentido de la biopolítica, éstas se diferencian de las sociedades disciplinarias que Foucault analizó —empleando como ejemplo la Francia de finales del siglo XVIII—36 en que no se dan la tarea de impedirciertas prácticas, comportamientos, discursos o intercambios sólo por las vías disciplinarias de la vigilancia y el castigo, la corrección funcional-funcionaria o la coerción del alma a través de la coerción y el castigo sobre el cuerpo. Los sistemas reguladores, los dispositivos de seguridad y las sociedades aseguradoras no sólo impiden ciertos acontecimientos, no sólo los detienen cuando se producen, no sólo los erradican cuando tienen lugar, sino que los prevén y previenen para que «no puedan ocurrir en absoluto».37 Los mecanismos reguladores constituyen la operatividad propia de una analítica de lo que sucede. Pero, sobre todo, constituyen e instrumentan la puesta en marcha de una maquinaria que analizando lo que sucede, establece y asegura lo que debe suceder.38

Aquellos cuerpos en los que se inscribe la violencia de Estado son, además de la superficie de inscripción de la susceptibilidad del exterminio, indicadores del proceso de normalización y regulación, al mismo tiempo que la significación, posibilidad y producción del proceso de resistencia ante la normalización y regulación biopolíticas que el Estado moderno instrumenta. Con base en ello, se podría establecer una relación de proporcionalidad directa entre la violencia de Estado y la no realización de la norma. Entre los efectos que se derivan del concepto de población en relación con los fenómenos de aquella violencia creciente. Por último, entre la generalización de aquel signo de peligro que conlleva la susceptibilidad del exterminio en la generalidad de la población y el riesgo que el Estado evitará a toda costa para sí como conclusión de la ruta que inició a finales del siglo XVIII como la emergencia del «Estado racista» y que no terminará, de acuerdo con Foucault, como «Estado suicida». Ante la posibilidad real que acosa hoy el mundo, tenemos evidencia suficiente para afirmar que no debe ser ésta su conclusión. Si esa relación de proporcionalidad fuera correcta, cabe esperar del sistema operativo del Estado moderno la multiplicación del ejercicio de significación de la población y del pueblo como peligrosidades, como cuerpos susceptibles de exterminio cuyo gobierno es preciso establecer para asegurar la existencia del peligro que hace necesario el remedio y la estrategia saneadora.

Bibliografía

Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, 2ª ed., trad. Aurelio Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 2009.
_____, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
_____, Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978), trad. Horacio Pons, México, Fondo de Cultura Económica, 2014.
_____, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, 3ª ed., trad. Ulises Guiñazú, México, Siglo XXI, 2011.
_____, «La vérité et les formes juridiques», en id., Dits et écrits i. 1954-1975, ed. Daniel Defert y François Ewald, París, Gallimard, 2001.


1 Michel Foucault, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), p. 226 y ss.

2 Ibid., p. 233.

3 M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, p. 60.

4 Ibid., p. 66.

5 Idem.

6 Ibid., pp. 90-91.

7 Ibid., p. 26 y ss.

8 M. Foucault, «La vérité et les formes juridiques», p. 1477.

9 «En el panoptismo, la vigilancia de los individuos se ejerce al nivel no de lo que se ha hecho, sino de lo que se puede hacer», idem.

10 Ibid., p. 1482.

11 «No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Porque existe, tiene una realidad, que está producida permanentemente en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga y, de una manera más general, sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia. Realidad histórica de esa alma, que a diferencia de la representada por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino que nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el cual las relaciones de saber dan lugar a un saber posible, y el saber se prolonga y refuerza los efectos del poder», M. Foucault, Vigilar y castigar, op. cit., p. 39.

12 M. Foucault, Defender la sociedad, op. cit., p. 217.

13 Ibid., p. 222.

14 Ibid., p. 229.

15 Idem.

16 Ibid., p. 226.

17 Ibid., p. 227.

18 M. Foucault, Historia de la sexualidad i. La voluntad de saber, p. 130.

19 Ibid., p. 127.

20 M. Foucault, Defender la sociedad, op. cit., p. 230.

21 Ibid., p. 231.

22 No es posible no hacer mención de algunos acontecimientos de la historia mundial reciente que representan, cada uno a su manera, ejercicios de racismo de Estado cuya magnitud avasalla. El asesinato de seis personas, entre las cuales tres fueron estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, y la desaparición forzada de cuarentaitrés estudiantes más. Estos eventos fueron ocurridos en Iguala, Guerrero, en septiembre del 2014. Los casos, tantos, de la cacería legalizada de migrantes cuyos efectos rebasan la frontera mexicano-estadounidense correspondiente al estado «antimigrante» de Texas: me refiero a la masacre de catorce migrantes africanos desde las costas de Ceuta, España, llevada a cabo por miembros de la Guardia Civil Española en febrero de 2014 y cuyo objetivo fue una embarcación que aún no desembarcaba siquiera. «El deber del Estado es defender las fronteras». El caso de la decisión tomada recientemente en el Parlamento Europeo de atacar las embarcaciones que transporten migrantes africanos a las costas de España, Grecia e Italia, en cuyas palabras es perfectamente legible el desplazamiento del enunciado a lo anunciado a modo de amenaza abiertamente dirigida. Y, por último, la serie de asesinatos ocurrida en los Estados Unidos por parte de los cuerpos policiacos cuyo foco es constituido por afrodescendientes: hombres negros presuntamente peligrosos por ser presuntamente delincuentes. Me refiero a los acontecimientos que ingresaron al plexo de la visibilidad internacional a partir del homicidio de Michael Brown en Ferguson, Missouri, también en 2014. En cada uno de los casos es visible la presencia y la operación o la permisión del principio racista del aparato de Estado y la concepción higienista de las políticas gubernamentales de distintas naciones para las cuales estos no son sino «eventos aislados» en los que, sin embargo, se percibe la disposición de aquellos sujetos a dichos aparatos. Dichos aparatos producen cuerpos. Por ellos, con ellos, para ellos, la vinculación histórica y teórica que ata el signo del peligro con la susceptibilidad del exterminio.

23 Ibid., p. 222

24 Idem.

25 Idem.

26 Ibid., p. 230.

27 Ibid., p. 223.

28 Idem.

29 Ibid., p. 229.

30 Ibid., p. 230.

31 Ibid., p. 231.

32 Ibid., p. 231.

33 Idem.

34 Ibid., p. 233.

35 M. Foucault, Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978), p. 64.

36 Cf. M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, 2009.

37 M. Foucault, Seguridad, territorio, población, op. cit., p. 48.

38 Ibid., p. 61.