Lo sucedido en Auschwitz y Kolimá ha engendrado el deber de una mirada crítica dirigida al espacio político de nuestras sociedades y, al mismo tiempo, a la temporalidad de la historia humana: pasado, presente y futuro están marcados con la experiencia de un antes y un después de la catástrofe. Es tanto un quiebre civilizatorio, que constituye un emblema del proyecto ilustrado, como a su vez la concreción de múltiples estructuras y estrategias políticas cuyos rasgos podemos rastrear en la edificación de nuestros aparatos administrativos. Un resplandor que abarca la constitución patológica de la cultura como de los propios individuos que la habitamos, una advertencia que nos obliga a pensar lo ocurrido no como un simple derrape o como un accidente en la marcha triunfal de la historia.
Se piensa que el fenómeno de los campos de concentración no es sino una mera excepción histórica dentro de la civilización occidental, perpetrada por monstruos que enarbolaban la barbarie desde el afuera de la modernidad. En ambos sentidos se piensa en lo sucedido como una excepción histórica, como un mal tiempo o demencia temporal en la cual todas las instituciones culturales fueron pervertidas y usadas para fines opuestos para las que fueron establecidas, encierros en donde a los hombres se les torturó de tal forma que dejaran de ser hombres. Es así como la representación del universo concentracionario ha funcionado históricamente como lo «monstruosamente otro» tanto del hombre como de nuestra civilización, un estado de excepción en donde se ha inmunizado al presente de lo que ocurrió en los campos.
Pero estas interpretaciones, que aíslan el fenómeno dentro de conceptos tales como el de «mal absoluto», «excepción histórica» o incluso «enfermedad de la razón», no hacen sino perpetuar, en cierta forma, las condiciones y las estructuras sociales que permitieron la instauración de los campos. Pensar el universo concentracionario como una interrupción de la barbarie olvida que los campos de concentración son un resultado del propio movimiento sociocultural de la modernidad, un producto genuino del proceso civilizatorio de la humanidad occidental. Los hombres construyeron Auschwitz y Kolimá, los campos de concentración no son lo otro o el afuera de lo humano, éstos pertenecen a la propia condición humana.
Para motivos de la investigación designaremos como campos de concentración a los centros de detención y trabajo establecidos por las políticas totalitarias del nacionalsocialismo y del estalinismo. Distinguiremos el caso ruso bajo la designación de Gulag, Glávnoye Upravlenie Lagueréi (Dirección principal de campos), que era la división de la seguridad del Estado encargada de dirigir administrativamente los campos de concentración. El caso alemán presenta una orientación un poco distinta al englobar como Konzentrationslager tres clases distintas de campos: de concentración, de trabajo y de exterminio; triada organizada bajo la wvha (Oficina Central de Administración Económica de las ss).
El universo concentracionario no es un espacio abstracto, sino una constelación en donde se articula el sufrimiento experimentado por las víctimas, una suerte de inclusión geográfica e histórica que reúne múltiples temporalidades, múltiples campos e incluso distintas épocas del mismo campo. Al constituirse a través de procesos históricos en determinadas situaciones políticas, cada campo se presenta como un planeta diferente sometido a unas circunstancias específicas tales como el número de presos, las condiciones climáticas, las autoridades que lo regían, etc., pero su organización y sistematización era regida por una generalidad determinada, sus mecanismos y practicas se distinguían en grados, no en funciones.
El proceso de desplazamiento de la condición humana a la condición concentracionaria crea una tensión negativa que disocia el estado anterior. La vida fuera del campo ya no existe, pero el preso que ha sobrevivido el primer mes se encuentra ahora en una suerte de limbo del que no saldrá, como bien ha escrito Varlam Shalámov:
Y sin embargo lo que vino a sustituir a la muerte no fue la vida, sino un estado de semiinconsciencia, una existencia imposible de formular, pero que no se puede llamar vida. Cada día, cada salida del sol, traía consigo la amenaza de un nuevo golpe, de un golpe mortal. Pero el golpe, el último empujón no llegaba.1
Esta existencia al borde del abismo siempre sostenida prácticamente sobre la nada se aferra a la sobrevivencia, a la aceptación que moviliza ciertas concepciones a la catástrofe para no ser devorada por ella, mejor dicho, para ralentizar este proceso. Pero es un alto precio que pagar, ya que este lento consumo está calculado: no morirá, pero tendrá que despertar cada día dentro de las relaciones esféricas impuestas por las normas del campo, la degradación física y moral gradualmente los convertirá en hijos del Lager y del Gulag, su experiencia mutilada será su único horizonte de posibilidades.
Dentro del universo concentracionario la condición humana en relación al carácter, a las referencias espirituales y las creencias que sustentaban al sujeto sólo se expresan con relación a la rapidez o a la lentitud de su desintegración. Los campos como espacios donde las condiciones de subsistencia son reguladas por la jerarquización de los presos, donde la solidaridad es atacada por un sistema que pone al condenado en contra del condenado y donde las posibilidades de existencia son drásticamente reducidas, disponen de dos prácticas que se configuran como constelaciones de experiencias, de relaciones y de sensaciones que producen la condición concentracionaria.
1) La despersonalización se dirige a la estructuración de las relaciones esféricas microcontextuales y macrosociales del sujeto para modificar la concepción que tenga de sí mismo, con sus discursos sustentadores y la manera de relacionarse con los demás y con el mundo que le rodea, objetivo que se inicia y desarrolla al arrojarlo a un espacio habitable preestablecido; la interacción social de los campos se configura a través de los antagonismos producidos por los privilegios y los conflictos generados por la carencia de fuentes de alimentación; las practicas económicas de los campos instauraban una objetividad aterradora al ser que el buen resultado o el fracaso del intercambio de bienes podía significar la vida; la debilidad de las alianzas como estrategias de defensa ante lo cruel del acontecimiento; la indiferencia establecida por medio de dinámicas de invisibilidad ocasionadas por la necesidad, pero sobre todo por la brutal sensación de que el sufrimiento y la muerte del otro podría llegar a beneficiar a uno. Todo esto instauraba lo que Gustav Herling expresa como el brutal código de comportamiento: «¡Cómo había podido imaginar, cuando aún estaba en la cárcel, que se puede degradar a tal punto a un hombre que ya no le despierten compasión sino extrema molestia y repugnancia, los demás compañeros de prisión!».2
2) La despersonalización arrasaba un tiempo-vivencial para instaurar el tiempo solidificado y objetivante del campo, el tiempo fuera del tiempo que se cierra sobre sí mismo. No hay un ciclo en la rutina o en la cotidianidad del universo concentracionario, la arbitrariedad de la agresión y la extrema vulnerabilidad envuelven el tiempo en un absoluto presente, en una inmediatez violenta que presenta a cada instante como una novedad horrorosa. Curiosamente esta violencia del tiempo se despliega sobre un fondo uniforme en donde parece que la administración y la gestión de la existencia, tanto por el control de los medios como el de las situaciones, inaugurara una total repetición de lo mismo. Liana Millu menciona que este fondo es otro medio de la tortura:
En el campo de concentración todo es idéntico sin piedad y sin remedio, cada hora lleva consigo los mismos gestos, las mismas órdenes, las mismas cosas, y al cabo de un tiempo, hasta los pensamientos terminan por discurrir por la misma vía y detenerse en los pasos obligados: la guerra, la casa, el regreso. Esta uniformidad sin remedio era un tormento casi dantesco.3
Por un lado, esta repetición obligada de las normas del campo así como de los gestos «libres» del preso indican el entrelazamiento del dispositivo de masificación y despersonalización; el tiempo programado inicia una secuencia que despliega una lógica impecable como «acción» reflejo ante las órdenes, así como ante las posibilidades de sociabilización en determinadas situaciones. Pero esta uniformidad se constituye en una tensión dialéctica con el tiempo como constatación brutal del presente: no es que la rutina ceda el paso a esta violencia o que el habituarse la convierta en cotidianidad, sino que a la par las dos coexisten.
Los campos de concentración funcionaban como receptáculos para una multitud de diferentes culturas y contextos, su heterogeneidad —en cuanto distinción de lenguajes, de nacionalidades, de clases sociales, religiones e ideas políticas— constituía un tremendo caos al ser que las relaciones sociales, por lo general, se encuentran entrelazadas y conformadas por los criterios de familiaridad. Si bien el Lager aglomeraba un mayor crisol de etnias, el Gulag en su expansión por los países bálticos y orientales también introducía esta diversidad de culturas. En ambos sistemas esto favorecía la creación de agrupamientos sociales ligados a un idioma común en la búsqueda de mantener ciertos elementos tradicionales y hábitos comunes dentro del universo concentracionario, comportamiento que Levi ha llamado el «nosotrismo».
Esta forma de solidaridad fundamentada por criterios de familiaridad traía consigo la movilización de la vulnerabilidad del otro, del extraño; el costo por establecer lo familiar como criterio para cuidar o velar por el resto de los sujetos era la arbitrariedad de esta clasificación: los judíos del Este no consideraban judíos a quienes no hablaran yiddish, los nacionalismos se exaltaban promoviendo los prejuicios que mantenían sobre los otros países, los presos políticos se creían moralmente superiores a los otros presos, etc. Sumado al hecho de que, al estar basados en algo tan azaroso y arbitrario, el nosotrismo se desprendía fácilmente ante un mayor grado de violencia o de movilización de la necesidad, dejando al sujeto extremadamente vulnerable por haber colocado toda su confianza, su valor como sujeto y estrategias de sobrevivencia en esta suerte de solidaridad.
Multiplicidad de culturas que implementaba un carácter babélico dentro del Lager al agrupar distintas lenguas que no guardaban relaciones gramaticales directas. El lenguaje dentro del universo concentracionario estaba inmerso en la importancia de la comunicación como conexión entre las formas de interacción social entre los presos y al mismo tiempo con las propias autoridades del campo. Levi enfatiza en este punto:
En el terreno de lo inmediato, no entiendes las órdenes y las prohibiciones, no descifras las obligaciones, algunas fútiles, ridículas, pero otras fundamentales. Te encuentras en resumen en el vacío, y entiendes a costa tuya que la comunicación genera información y que sin ésta no se puede vivir. 4
Es a través del lenguaje en su carácter medial como poseemos un mundo, sus límites y disposiciones gramaticales y sintácticas son lo que permiten concebir ciertas concepciones o acciones, y ante el carácter babélico del Lager lo único que el sujeto que no comprende el alemán o el polaco (lenguas francas dentro de los campos del nacionalsocialismo) puede llegar a comprender es la violencia extrema de esta realidad; carácter percibido por las autoridades que llamaban al látigo de goma Dolmetscher, el intérprete, «el que se hacía comprender por todos».5 Esta violencia que se hacía de las frases y las palabras implicaba experimentar como hostil y enemigo un dialecto que tenía similitudes con la lengua familiar.
Dentro del universo concentracionario existió una suerte de sistema económico fundado en el intercambio impregnado de una ambigüedad moral temible en el sentido de que la equivalencia de los precios con los productos, más que un valor simbólico o discursivo, contenía el propio valor de la existencia humana, ya que la obtención de un poco más de comida era lo que fijaba el límite entre la vida y la muerte, por lo menos en la cuestión de la necesidad alimenticia. Esta sistematización económica del flujo de bienes estaba movilizada por la necesidad urgente del sujeto; la comercialización introducía una nulificación moral a partir del egoísmo desconsiderado, no se podía dar sin recibir, ya que es en este plus de la ganancia donde se sostenían las posibilidades de sobrevivir, mientras que el que la pagaba tenía que sacrificar algún objeto o ración que en ocasiones podía acercarlo a la muerte.
La obtención de bienes para intercambiar en el mercado negro o para el consumo directo dependía, para la mayoría de los presos, de una práctica que en el Lager se conoció como organizar, mientras que en el Gulag como apañar, pero en el fondo ambas practicas consistían en lo mismo: «Significaba robar, comprar, intercambiar, coger. Fuese lo que fuese lo que quisieras, necesitabas algo para permutar. Algunos pasaban cada minuto que estaban despiertos organizando, robando a sus compañeros prisioneros, sobornando a otros».6 Esta práctica cuando era apropiada por los presos como un comportamiento habitual para sostenerse implicaba la inserción dentro de las normas propias del universo concentracionario, organizar o apañar, que distinguimos del robar a otro preso intencionalmente, traía consigo un cambio de los parámetros morales configurado por las complejas redes de circulación de bienes. La despersonalización funcionaba ante la discontinuidad entre las relaciones sociales del mundo exterior y las del campo: antes el sujeto consideraba como robo tomar algo ajeno sin importarle el contexto en el que se desplegaba la acción, mientras que en el universo concentracionario no organizarse implicaba prácticamente la muerte.
A simple vista, esta estructuración de la circulación de bienes presentaba la imagen de un mercado común y corriente donde los precios subían o bajaban dependiendo de la disponibilidad de los productos y su demanda; la posibilidad de regatear y movilizar algunas inclinaciones como la simpatía, la reputación o el grupo nacional para influir en un menor costo impulsaban el tacto como forma de relación humana. Incluso el espacio físico donde se establecía el mercado negro daba la ilusión de cierta libertad. Jorge Semprún habla de este orden arquitectónico como el espacio menos asfixiante del campo, una ironía dado el carácter «vulgar» de donde se establecía:
Las letrinas inmundas del Campo Pequeño eran un espacio de libertad: por su propia naturaleza, por los olores nauseabundos que desprendían, a los ss, a los Kapos les repelía acudir al edificio, que se convertía así en el sitio de Buchenwald donde el despotismo inherente al funcionamiento mismo del conjunto concentracionario se hacía sentir menos.7
Paradójicamente a pesar del descanso que implicaba entablar este tipo de relaciones de circulación de bienes, esta acción estaba ensombrecida por el trasfondo cruel del cual dependía. La mayoría de los objetos remitían al robo o a la muerte, usados como moneda común para «jugar» a la tienda los presos olvidaban el precio que había que pagar por ellos. Fania Fénelon comenta un dialogo que tiene con Ingrid, miembro de la famosa brigada Kanada de Auschwitz-Birkenau, que era la encargada de la clasificación y el almacenaje de los bienes confiscados en los vagones. Fénelon, recién llegada al campo, y protegida por integrarse a la orquesta del campo, le pregunta qué debe hacer para obtener una pastilla de jabón y un cepillo de dientes. Ingrid le explica el funcionamiento de la organización e incluso por ser nueva, le da un precio especial: una ración de pan y dos de margarina. El dialogo mantiene un aspecto común y cordial, terminando en buenos términos; algunos instantes después Fénelon apuntaría: «Ya no reacciono como hace unos días, pues preciso de unos segundos para darme cuenta de la monstruosidad de nuestro dialogo».8
Antes estas circunstancias algunos sujetos apoyados por la suerte y la coincidencia lograban oponer cierta resistencia a los dispositivos de sujeción e identificación de los parámetros existenciales del campo, disposiciones de carácter que se ejercían como estrategias de defensa para sostener el mayor tiempo posible prácticas de dignificación que eran desplegadas como responsabilidad ante uno mismo y en relación con los otros. Si bien no estaban a la altura de derrumbar los mecanismos del universo concentracionario, permitían conservar los espacios de elección y las convicciones en las que creían, pequeñas resistencias, cuidados y actitudes que rechazan acoplarse a los sufrimientos del campo. La dignidad se establecía como la única estrategia para ralentizar la interiorización de la condición concentracionaria. Fénelon describe este proceso como una descomposición:«El ambiente, el miedo, el hambre han cavado su obra destructora. En el Lager tengo la impresión de que todas estamos dispuestas a experimentar una especie de lepra, pedazos que se pudren y caen sin que una se dé cuenta de que te los van arrancando».9
La multiplicidad de estrategias de sustentación de la dignidad era tanta como las propias agresiones perpetradas dentro del universo concentracionario. De hecho, la implementación y la acción de éstas surgían como respuestas a las violencias que destacaban en la mente del sujeto. Por ejemplo, Jean Améry narra que en una ocasión el capataz Juszek, un hombre aterradoramente robusto, le propinó un puñetazo a la cara por una bagatela. Améry, aún con la sensación de violación por la tortura de la que fue víctima, escribe que en ese momento con una «lucidez aguda» sintió procurarse un paso hacia el proceso de apelación contra la sociedad:
Rebelándome abiertamente le devolví el golpe en el rostro: mi dignidad se estampó en forma de mamporro sobre su mandíbula. […] Apaleado y dolorido, estaba satisfecho conmigo mismo. Pero no por el coraje y el honor, sino sólo porque había comprendido bien que en la vida hay situaciones en que el cuerpo es todo nuestro yo y todo nuestro destino. Yo era mi cuerpo y nada más: en el hambre, en el golpe que recibí y en el golpe que devolví. […] La violencia física, en situaciones como la mía, es el único medio para restablecer una personalidad dislocada. Era yo en el golpe, tanto para mí mismo como para el adversario.10
A pesar de que Améry terminó apaleado y que claramente regresar todos los golpes recibidos era una especie de suicidio, siente este golpe que dio como una transmutación de la violencia, síntoma de la capacidad de contestar como voluntad. Una estrategia de restablecimiento de la dignidad que obviamente surgió dado el contexto en el que se presentó la escena, un momento de lucidez que regresó el golpe no como reflejo, sino como una actitud, como una rebeldía ante el campo. Améry tuvo suerte de que el capataz decidiera ocuparse por sí solo del asunto, ya que por una acción semejante pudiera haber sido asesinado por los Kapos dada la ofensa que representaba. Se trató de una rebeldía absurda que no modificó la marcha de los campos, pero que Améry nunca olvidará ya que fue el instante en donde decidió resistir.
Otras estrategias se inclinaban por acciones más sutiles y simples para adentrarse en la cotidianidad de los campos e instaurarse como defensas ante la atmósfera agresiva que reinaba en éstos. Pequeños hábitos, costumbres y manías que se mantenían, o se trataban de mantener, aún en el universo concentracionario y que a los ojos de los otros presos parecían estúpidos o carentes de sentido al desperdiciar energías. Primo Levi relata un encuentro con un amigo suyo llamado Steinlauf en los lavabos, en donde este último le pregunta con severidad por qué no se ha lavado. Levi le contesta algo enfadado que no le ve el caso, al hacerlo no se encontrará mejor o vivirá un poco más, que a fin de cuentas prefiere pasar esos minutos entre el despertar y la jornada encerrándose en sí mismo o darse el lujo de un ocio minúsculo. Steinlauf le responde que esa actitud es propia del campo, señal de la aceptación de sus normas y que a pesar de ser esclavos y estar expuestos a toda esta violencia, aún resiste una facultad, la última que les queda: el poder negar en su consentimiento. A través de éste se puede llegar a sobrevivir, a querer sobrevivir para contar lo que han hecho con ellos. Además de influirle el sentimiento del deber de testimoniar, Steinlauf le explica cómo pequeños hábitos podían funcionar como estrategias dignas para oponer al régimen concentracionario. Levi termina afirmando: «En este lugar lavarse todos los días en el agua turbia del inmundo lavado es prácticamente inútil con fines de limpieza y salud; pero es importantísimo como síntoma de un resto de vitalidad, y necesario como instrumento de supervivencia moral».11 Paradoja de una higiene inútil en su principal fin, pero como una carga simbólica, vital y moral que podía disminuir en cierto grado la interiorización de la condición concentracionaria. Una postura que implicaba una acción absurda y cansada, pero que traía consigo una resistencia ante la propia estructuración del sujeto a partir de y concebido por el universo concentracionario.
En contraposición a los que movilizaban estas resistencias, aunque también les esperaba el mismo final, la mayoría de los presos aceptaban las condiciones del campo como algo inevitable. Ante la violencia, la necesidad y el sufrimiento se interiorizaba el discurso del universo concentracionario, rompiendo los criterios de valor para instaurar parámetros éticos adecuados al entorno. Lo terrible y lo cruel de la situación los llevaron a forjar la necesidad más crucial del campo, ante la cual ya no hay regreso: concebir y poner en práctica medios excesivos que creían aumentarían sus posibilidades de sobrevivir, aprovechándose de la vulnerabilidad de los otros, la subsistencia a cualquier precio. En palabras de Eugen Kogon:
Los hambrientos prisioneros, que habían dejado tras de sí unos transportes horrorosos, arrancaban las conducciones eléctricas en el momento en el que entraban los cubos de comida y caían los unos sobre los otros; así, algunos obtenían algo más de comida y la mayoría nada en absoluto.12
La organización administrativa y disciplinaria de los campos estaba estructurada de tal forma que los presos tenían un papel principal mientras que las autoridades oficiales sólo respondían en los asuntos exteriores. La creación de este sistema burocrático y policiaco, al brindar posiciones privilegiadas, comodidad y buenas probabilidades de sobrevivir a sujetos que se encontraban viviendo en estado de esclavitud, instauró un régimen terrorífico de hostilidad, corrupción y violencia que imponía el preso como peor enemigo de los presos. Esta utilización de los condenados para su propia vigilancia y administración establece lo que Levi concibe como el mayor espacio de ambigüedad de los campos de concentración:
Es una zona gris, de contornos mal definidos, que separa y une al mismo tiempo a los dos bandos de patrones y siervos. Su estructura interna es extremadamente complicada y no le falta ningún elemento para dificultar el juicio que es menester hacer.13
Otro sobreviviente de este universo incluso llega a decir que tales concepciones que se han usado para hablar de los campos como heroísmo, redención, maldad o resistencia no comprenden para nada lo ahí sucedido, dado que siguen pintando una línea en el suelo entre lo bueno y lo malo, que a fin de cuentas sólo sirve para consolar a quienes no pueden aceptar la verdad que se proyecta desde los campos al resto de la sociedad. En palabras de David Rousset:
La verdad es que tanto la víctima como el verdugo son innobles; que la lección de los campos es la fraternidad de la abyección; que si tú no te has portado con el mismo grado de ignominia, es únicamente porque te faltó el tiempo y que las condiciones no estuvieron exactamente en su punto; que sólo existe una diferencia de ritmo en la descomposición de los seres; que la lentitud del ritmo es propiedad de los grandes caracteres, pero que el barro, aquello que está debajo y que sube, sube, sube, es absolutamente lo mismo, horrorosamente lo mismo…14
La segunda práctica que instaura el universo concentracionario está dirigida a la desintegración de la constitución medial con el propio cuerpo, la corporeidad a través de la que se concibe y se relaciona con ésta. La tensión existente entre el desplazamiento de la carne concentracionaria y su anterior discurso sustentador la hemos nombrado como somatización. Su desarrollo contempla una constelación de prácticas que modifican y transforman el carácter medial entre el cuerpo y su percepción. Esta configuración de la existencia a través del cuerpo se sirve de un control arquitectónico del espacio como medio de cancelar o permitir ciertas circunstancias específicas. Hemos señalado cuatro dispositivos en esta dirección.
1) La uniformidad de la existencia con base en la repetición y la generalidad de los espacios procuraba la sensación de masificación; el hacinamiento en las barracas, la semejanza entre los cuerpos vestidos con la misma ropa y su constitución esquelética delimitaba una suerte de fundición en una sustancia única en donde los destinos de los individuos eran consumidos. La organización administrativa llevaba este dispositivo hasta la literalidad al cifrar al propio sujeto, al reducirlo a una simple secuencia numérica. Se instauraba una relación de indiferencia en doble sentido. En el primero una masificación intensa que en palabras de Levi desembocaba en el desasosiego:
Somos nosotros, grises e idénticos, pequeños como hormigas y grandes hasta las estrellas, apretados el uno contra el otro, innumerables. Ocupando toda la llanura hasta el horizonte; a veces nos fundimos en una sustancia única, una masa angustiosa en la que nos sentimos apresados y sofocados.15
Esta sustancia única era producto de una identificación total con el otro, pero en el sentido de la pérdida del uno, de una ausencia de voluntad y automatismo corporal. A la vez esta identificación total traía consigo una desidentificación ya que el otro no existía, era el mismo reflejo del condenado multiplicado. La exteriorización de la identidad impuesta se presentaba como una cara colectiva pero completamente anónima.
2) El régimen laboral dentro del universo concentracionario incrustaba un ritmo y una secuencia de extenuación de la corporeidad. Consumiéndolo rápidamente lo ocupaba y fijaba en la producción de su propia muerte. Las brigadas instauradas de manera espacial, temporal y física mantenían un eterno recorrido a los condenados a llevar a cabo trabajos extenuantes, absurdos y que no traen consigo esa vieja concepción de que el trabajo los hará libres. Otro elemento que enfatizaba la instauración del trabajo como mero castigo era la invención de las brigadas dedicadas a tareas completamente absurdas: en Buchenwald se obligaba a los judíos a construir muros para que al día siguiente los derrumbaran, cavar fosas para después rellenarlas; en el campo de mujeres de Ravensbruck se hicieron famosos los círculos de arena, esto es que las condenadas tenían que palear arena hacia su izquierda mientras que otra presa la movía de igual manera con la pala, de tal forma que siempre se movilizaba la misma arena; práctica que también fue aplicada en el extremo norte ruso al «calentar» nieve. La falta de sueño, el hambre, la indiferencia expectativa ante el otro, los golpes se combinaban con el penoso e interminable trabajo. La constante agitación, la falta de fuerza para levantar un martillo o una pala, configuraban el cuerpo como un eterno suplicio de los músculos que no se detenía:
En aquel tiempo yo estaba cansado, con un cansancio antiguo, encarnado, que creía irrevocable, no ese tipo de cansancio de todos conocido, que se sobrepone al bienestar y lo vela como a una parálisis temporal, sino un vacío definitivo, una amputación.16
Una suerte de extenuación metafísica que se filtraba en la conciencia del preso a través del agotamiento de todas sus energías, una actividad que mutilaba a los sujetos dejándolos inválidos, nunca antes el cuerpo se había sentido tan pesado.
3) La violencia que se ejercía dentro de los campos estaba configurada para que una mínima respuesta fuera castigada con la muerte. Esta incapacidad de devolver el golpe se experimentó como una violación que transfigura el cuerpo del preso en carne abierta al universo concentracionario. La disposición de la violencia, directa o indirecta, imponía el régimen de la tortura como humillación del preso al constituirse como un cuerpo que no merece ser respetado. El cuerpo concentracionario abandonado por estas discursividades que lo sustentaban como cuerpo digno de ser respetado se convierte para sus verdugos en una forma íntegramente espectral. Y con el primer golpe, en este sentido, el dispositivo de la violencia se incrusta en el condenado:
Sólo en la tortura el hombre se transforma en carne: postrado bajo la violencia, sin esperanza de ayuda y sin posibilidad de defensa, el torturado que aúlla de dolor es sólo cuerpo y nada más […]. Quien ha sido torturado, permanece tal. La tortura deja un estigma indeleble.17
4) El régimen alimenticio produce una nada vacía del hombre que enclaustra a la conciencia a la manera de satisfacerla, de callarla. Control cruel no en fulminar sino en mantener la desgracia de los presos, colocándolos al borde de la muerte por desnutrición mientras que todas sus energías eran devoradas al mismo tiempo. La práctica de la somatización tenía como objetivo instaurar la más cruda y brutal necesidad como forma de ser en el mundo para imponer la experiencia de la impropiedad del propio cuerpo. Hambre es el hombre acosado por la necesidad y la carencia, una trampa que en el campo impide el reconocimiento de su estructura y cuyas estrategias de resistencia mantienen su energía más característica. Hambre y miedo se conjugan para transformar al hombre, moldearlo violentamente a imagen y semejanza de la condición concentracionaria. Aleksandr Solzhenitsyn le atribuye la mayor violencia de todo el Gulag a este mecanismo:
El hambre gobierna a cada hombre hambriento salvo en el caso de que éste, de forma consciente, decida morir. El hambre que fuerza al hombre decente a echarse a robar («Cuando la panza suena, la conciencia calla»). El hambre que obliga al hombre más desprendido a mirar con envidia la escudilla ajena, a evaluar, con el corazón encogido, cuánto pesa la ración del vecino. El hambre que oscurece el cerebro, y no permite distraerse con nada, hablar de nada excepto de comida, comida, comida. El hambre de la que no puedes huir en sueños: en sueños ves comida, durante el insomnio ves comida. Y pronto ya no hay más que insomnio […] el hombre se convierte en un tubo recto, y todo sale de él en el mismo estado en que se lo trago.18
Este gobierno de terror que convierte al hombre en un tubo recto es la representación propia del procedimiento de somatización; gobierno en el sentido de una nueva forma de subjetivación de los sujetos a través de normas, discursos y practicas impuestas por marcos de referencia existencial preestablecidos en un espacio habitable cercado con púas y vigilado por torretas; y tubo recto como manifestación de una nueva manera de relacionarse con la corporeidad en cuanto cárcel y apropiación de violencias que se tatúan en la carne, promoviendo prácticas y movimientos determinados a experiencias mutiladas.
La interacción entre ambas practicas al conformarse como medios de instauración de la condición concentracionaria desprendían los discursos sustentadores y los espacios habitables que le eran familiares al sujeto. Un mismo mecanismo como lo es la estratificación del trabajo a partir de las brigadas traía consigo no sólo la extenuación y la masificación, sino que tal ritmo de existencia podía desintegrar las referencias espirituales al agotarle sus energías y hundirlo en este universo donde la posibilidad de desarrollar tales temas era prácticamente anulada. Varlam Shalámov hace énfasis en este punto al concebir este carácter: «¿Cómo hablar de la voluntad de un hombre torturado por un hambre y un frio constantes, por un trabajo duro que se prolonga durante largos años, cuando las células del cerebro se han secado y han perdido sus propiedades?».19
Conceptos tan abstractos como voluntad y libertad se fracturaban al tratar de establecerse en los campos, el fenómeno no respondía a ninguna apelación en este sentido, los espacios de elección eran tan concretos que el estrechamiento existencial los terminaba paralizando. La somatización y la despersonalización llevaban a un grado menor o mayor la interiorización de la condición concentracionaria, la cual iba emergiendo lentamente hacia un estado de totalidad, una disociación completa de la condición humana, pero no en el sentido de una reducción biológica al animal, sino mucho más siniestra, utilizando la propia constitución existencial del hombre como formación de esferas relacionales microcontextuales y macrosociales forjadas desde las circunstancias del campo. Esta transformación, la encarnación de la negatividad del universo concentracionario, se experimentaba tan ambiguamente que incluso sorprendía a sus víctimas, como lo expresa Etty Hillesum:
Esta noche me dedicaré a ayudar a vestir a unos bebes y calmar a sus madres; y eso es todo lo que puedo hacer. Casi podría maldecirme por ello. Porque todos nosotros sabemos que estamos enviando a nuestros hermanos y hermanas, enfermos e indefensos, al hambre, al frio, al calor, al abandono y a la destrucción. ¿Qué está ocurriendo, qué misterios son éstos, en qué clase de fatal mecanismo hemos terminado enredados? La respuesta no puede ser que todos somos cobardes… Estamos ante una cuestión más profunda.20
Esta visión del abismo que observó Hillesum se expresa en el sentido de las tinieblas del hombre, que antes no se habían presentado, denominados como inhumanos, pero que paradójicamente nos muestran el fondo de lo humano.
La reducción a los instintos animales como núcleo esencialista y natural del hombre cuando todo marco de referencias culturales ha sido destruido, es producto de la metafísica proveniente del estado natural: «El peculiar proceso de estrechamiento del horizonte intelectual y espiritual del hombre, el descenso del hombre hasta la bestia y el proceso de muerte lenta en vida».21 El universo concentracionario constituía una degradación de nivel hasta el fondo más básico de la naturaleza humana, pero este instinto de permanecer con vida no constituye la intencionalidad originaria de lo que vive, sino que es una concesión residual que se interioriza y acepta en el instante en que reconoce el estrechamiento de su horizonte de posibilidades de acción e interpretación como estructuración de su género de existencia. La ética de la sobrevivencia de la que hablamos no es una degradación a la naturaleza humana, a un egoísmo animal, sino el reconocimiento de que el sistema de campos se instaura desde su nuda vida. Este supuesto estado de naturaleza ha sido bastante atacado en cuanto carácter artificial que remite a una intencionalidad ideológica o metodológica, y esta interpretación del universo concentracionario —como muestra del carácter de que el hombre es el lobo del hombre— tiene impresa, como nos lo dice Agamben, su propia ambigüedad:
Así, cuando Hobbes funda la soberanía por medio de la remisión al homo homini lupus, es preciso advertir que el lobo es en este caso un eco del wargus y del caput lupinum de las leyes de Eduardo el Confesor: no simplemente fiera bestia y vida natural, sino más bien zona de indistinción entre lo humano y lo animal, licántropo, hombre que se transforma en lobo y lobo que se convierte en hombre.22
Es decir que esta concepción, en su propio seno, no habla de un modo de ser propio del hombre, sino de un espacio de indistinción que proviene desde su estructuración social. La condición humana es una potencialidad del hombre que se estructura en relación a su entorno, no una presencia positiva.
El hombre surge a un primer plano desde la catástrofe, desde las experiencias de negación, de sometimiento y exclusión de sujetos concretos, no desde la naturaleza humana o del ideal de la humanidad; surge desde la negatividad del universo concentracionario, de las tinieblas del Gulag y del Lager, surge del reconocimiento de Tadeusz Borowski que es capaz de titular Nuestro hogar es Auschwitz a su relato, desde el cual no sólo muestra lo que el hombre es capaz de hacer, sino que, a la par, debe nombrar sin hipocresía, falsedad o indulgencia:
Verás, sería capaz de degollar a uno o dos hombres si así consiguiese librarme del complejo del campo, del ritual de quitarme el gorro, de contemplar impasible a la gente torturada y asesinada, del miedo en el cuerpo. Sin embargo, seguramente sería difícil borrar ese enigma. No sé si sobreviviremos al campo, pero me gustaría que un día supiéramos llamar las cosas por su nombre, como hace la gente valiente.23
Lo que quedó del hombre, el resto del universo concentracionario que logró testimoniar su colapso, no es un monstruo, sino un espectro que nunca podrá volver a la normalidad. La última carcajada del campo es imponer la trágica condición de los que volvieron perdonados a cuenta, de quien se estremece al llevarse el pan a la boca o ante la imagen de una chimenea de fábrica. Seres mutilados que Imre Kertész designa como el punto negativo con el que inicia nuestra mitología moderna: «El sobreviviente no es más que el portador radicalmente trágico de la condición humana en esta época, alguien que vivió y padeció la culminación de dicha condición».24
Sabemos que lo que el hombre es y lo que puede llegar a ser son cuestiones inseparables: «El hombre lleva en sí el sello de lo inhumano, que su espíritu contiene, en el propio centro de él, la herida transfixiante del no-espíritu, del caos ya no-humano que está atrozmente depositado en su ser capaz de todo».25 Banda de Möbius que muestra las posibilidades contenidas en el carácter del sujeto que se presentan no sólo en diferentes circunstancias, sino en relación con las condiciones promovidas por la civilización moderna, en ocasiones protectora pero en otras como amenaza contra lo humano, desde una emancipación fracasada o desde la potencialidad de la estética de la existencia. Revelada como apertura misma atravesada por la negatividad latente, noche del mundo y pura inquietud que señala cruelmente que nada puede ser igual de nuevo, expresión que Elie Wiesel remite no sólo al silencio, sino a un soplo que recorre el mundo:
Auschwitz tiene una influencia inmensa, ha transformado la humanidad, la historia, la percepción de los hombres, el significado de determinadas palabras que ya no podemos emplear, el admitir y el negar la existencia de límites en los hombres, en la bondad como en la maldad.26
Finalmente sólo queda decir que el hombre es lo que puede sobrevivir al hombre, a las coacciones que le impongan las prácticas políticas, a los discursos ideológicos, que puede soportar los golpes dirigidos a su vulnerabilidad, la nulificación de la moral por parte de las relacione sociales y a todos los dispositivos mencionados: el hombre es lo que puede sobrevivir a Auschwitz y Kolimá. Debemos recordar la tradición de los oprimidos, porque como dice Adorno:
Mientras el mundo sea como es, todas las imágenes de reconciliación, paz y tranquilidad se parecen a la de la muerte. La más mínima diferencia entre la nada y lo que ha logrado la tranquilidad sería el refugio de la esperanza, tierra de nadie entre los excrementos del ser y de la nada.27
Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005.
Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 2006.
______________, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer iii, Valencia, Pre-Textos, 2000.
Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pre-Textos, 2004.
Tadeusz Borowski, Nuestro hogar es Auschwitz, Barcelona, Alba, 2004.
Fania Fénelon, Tregua para la orquesta, Barcelona, Noguer, 1981.
Gustaw Herling, Un mundo aparte, Barcelona, Turpial, 2000.
Etty Hillesum, Una vida conmocionada, Barcelona, Anthropos, 2007.
Imre Kertész, Un instante de silencio en el paredón, Barcelona, Herder, 1999.
Eugen Kogon, El estado de las ss, Barcelona, Alba, 2005.
Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, México, El Aleph/Océano, 2005.
Liana Millu, El humo de Birkenau, Barcelona, Acantilado, 2005.
Paz Moreno Feliú, En el corazón de la zona gris, Madrid, Trotta, 2010.
David Rousset, Los días de nuestra muerte, México, Diana, 1953.
Jorge Semprún, La escritura o la vida, Barcelona, Tusquets, 2007.
Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá ii, Barcelona, Minúscula, 2009.
Alexandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, México, Plaza y Janes, 1974.
Enzo Traverso, La historia desgarrada, Madrid, Herder, 2001.
Elie Wiesel, La noche, el alba, el día, Barcelona,
1 Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá ii, p. 356.
2 Gustaw Herling, Un mundo aparte, p. 233.
3 Liana Millu, El humo de Birkenau, p. 154.
4 P. Levi, Trilogía de Auschwitz, p. 550.
5 Ibid., p. 549.
6 Paz Moreno Feliú, En el corazón de la zona gris, p. 144.
7 Jorge Semprún, La escritura o la vida, p. 52.
8 Fania Fénelon, Tregua para la orquesta, p. 97.
9 Ibid., p. 156.
10 Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación, p. 179.
11 P. Levi, op. cit., p. 63.
12 Eugen Kogon, El estado de las ss, p. 257.
13 P. Levi, op. cit., pp. 502-503.
14 David Rousset, Los días de nuestra muerte, p. 563.
15 P. Levi, op. cit., p. 89.
16 Ibid., p. 16.
17 J. Améry, op. cit., p. 98.
18 Alexandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, p. 223.
19 V. Shalámov, op. cit., p. 244.
20 Etty Hillesum, Una vida conmocionada, p. 155.
21 A. Solzhenitsyn, op. cit., p. 222.
22 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, p. 137.
23 Tadeusz Borowski, Nuestro hogar es Auschwitz, p. 47.
24 Imre Kertész, Un instante de silencio en el paredón, p. 83.
25 G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, p. 80.
26 Elie Wiesel, La noche, el alba, el día, p. 85.
27 T. W. Adorno, Dialéctica negativa, p. 349.