Número 79

Lesiones cerebrales

De la novela neurológica al teatro de la ausencia

Catherine Malabou

¿Cuáles son los mecanismos plausibles por los que la destrucción de una región cerebral […] puede conducir a un cambio de personalidad?
Antonio Damasio, El error de Descartes

1. De la fragilidad

La autoafección cerebral es un proceso que se vuelve tanto más frágil, tanto más expuesto, a medida que el acontecimiento de su destrucción es lo único que constituye para el sujeto la prueba de su existencia. Su importancia puede ser revelada negativamente a través de un accidente —herida, daño o trauma— que llega a interrumpir o perturbar dicha autoafección.

Por esta razón, la neurología contemporánea insiste en la necesidad de pensar una nueva relación con la destrucción, la negatividad, la pérdida y la muerte. Como lo escribe Joseph LeDoux:

Antes de que examinemos lo que mantiene unido al sí, debemos considerar lo frágil que es la labor de ensamblaje. En el fondo el mensaje es simple: las funciones dependen de conexiones, si rompes las conexiones, pierdes las funciones. Esto es cierto para la función de un solo sistema […] al igual que para las interacciones entre sistemas…1

Si existe una lesión cerebral (traumatismo de cráneo, ataque cerebral, encefalitis…), los procesos en marcha en la autoafección cerebral resultan afectados de un modo más o menos grave, lo cual lleva a una conmoción de la personalidad del paciente hasta tal punto que a veces no recupera nunca su forma perdida.

En efecto, hoy en día sabemos que todas las deficiencias cerebrales tienen una repercusión en los sitios inductores de emociones, incluso si no han resultado directamente dañados. Así, una perturbación de las funciones cognitivas, como la afasia o la amnesia, se ve acompañada por perturbaciones de la emoción. Todas las enfermedades o lesiones cerebrales afectan a la autoafección del cerebro.

Que existe un vínculo entre emoción y cognición, entre cerebro emocional y cerebro racional, no es ya algo sujeto a dudas, puesto que estas diferentes instancias están originariamente vinculadas, bajo su forma elemental, en los procesos homeostáticos del cerebro. La consciencia y la emoción no son separables: si una se deteriora, la otra también lo hace necesariamente. Las funciones cognitivas de alto nivel —por ejemplo, el lenguaje, la memoria, la razón o la atención— no son necesarias para la constitución del «proto-sí». En cambio, estas funciones se vinculan estructuralmente con los procesos emocionales, y la reducción selectiva de la emoción es tan dañina para la racionalidad como la emoción excesiva. Damasio declara:

En años recientes, tanto las neurociencias como las ciencias cognoscitivas han reconocido finalmente a la emoción. […] Además, la supuesta oposición entre emoción y razón no es ya aceptada sin que sea cuestionada. […] La emoción forma parte integrante de los procesos de razonamiento y la toma de decisiones. […] Estos hallazgos provienen del estudio de varios individuos que eran completamente racionales en el modo en que llevaban a cabo sus vidas hasta el momento en que, como resultado de una lesión neurológica en lugares específicos de sus cerebros, perdieron un cierto tipo de emociones y, en un desarrollo paralelo decisivo, perdieron su capacidad para tomar decisiones racionales […]. Su capacidad para abordar la lógica de un problema continúa intacta. No obstante, gran parte de sus decisiones personales y sociales son irracionales […]. He sugerido que el delicado mecanismo del razonamiento deja de ser afectado […] por señales procedentes de la maquinaria neural que sustenta a la emoción.2

Cuando las «señales» emocionales se borran, la razón pierde el vínculo vital que la une a la cerebralidad.

Casi todos los sitios cerebrales asociados a las emociones están localizados cerca de la línea media del cerebro y ocupan una posición extrañamente «central». Llevamos, en el centro de nuestras cabezas, escondido y distribuido a lo largo de los pliegues del cerebro, una especie peculiar de casco interior. No podemos sentirlo, pero constituye el punto más vivo de nuestra fragilidad. Esta zona sensible, absolutamente vulnerable, puede ser herida en cualquier momento, y dañarla puede causar una transformación radical de la identidad.

Sin embargo, es importante entender —porque esto es fundamentalmente lo que está en juego actualmente en la psicopatología— que la perturbación de la autoafección cerebral no significa el fin de la vida psíquica. Ésta sobrevive a los daños infligidos en ciertas zonas del cerebro, en particular en el cerebro emocional, incluso si estos daños son extremadamente graves en casos como las afasias, las acinesias, las diversas formas de epilepsia o las crisis de ausencia.

Si excluimos el coma profundo, no importa qué tan severas sean todas estas perturbaciones: éstas no implican que los pacientes que las padezcan estén privados de una vida psíquica y que, por lo tanto, estén reducidos al estado de «vegetales» que no podrían beneficiarse de ningún tratamiento psicoterapéutico.

La ruptura con el tratamiento psicoanalítico clásico aparece precisamente en este punto. Las alteraciones de personalidad causadas por los daños cerebrales son tales que excluyen cualquier interpretación en términos de regresión. De hecho, estas alteraciones no permiten a los pacientes regresar a estados previos, buscar refugio en un pasado de cualquier tipo o encontrar alivio, incluso el más precario, en los entresijos de su propia historia. Se trata de una transformación por medio de una destrucción. Cuando la psique queda hecha pedazos, se suscita el nacimiento de una nueva persona, irreconocible. Dicho fenómeno exige nuevas formas de tratamiento que ya no estarán basadas en la investigación del pasado, la exploración de la memoria o la reviviscencia de huellas.

Lo que los lesionados cerebrales tienen en común son cambios de personalidad que conducen a sus familiares y amigos a concluir que lo que tuvo lugar fue una metamorfosis:

Antes de la aparición de su lesión cerebral, los individuos afectados de este modo no habían mostrado ninguna alteración similar. Tanto la familia como los amigos [pueden] sentir un «antes» y un «después», los cuales se marcan a partir del momento en que se suscita la lesión neurológica.3

Existe pues una plasticidad post-lesional que no es una plasticidad de reconstitución, sino de formación de una nueva identidad por deficiencia, elaborada a partir de la pérdida. Es por ello que Damasio habla de un «método de las lesiones», que enseña a partir del daño:

[El] método de las lesiones nos permite hacer por la consciencia lo que llevamos tiempo haciendo por la visión, el lenguaje o la memoria: estudiar un deterioro del comportamiento, conectarla al deterioro de los estados mentales (la cognición) y vincular ambos a una lesión focal del cerebro […]. Una población de pacientes neurológicos nos ofrece oportunidades que la observación de personas normales por sí solas no.4

Así pues, la plasticidad lesional revela aquí su extraño poder escultórico, que da forma por medio de la aniquilación de la forma.

En la medida en que son alcanzadas, en diferentes grados, por perturbaciones de los sitios inductores de emociones, las nuevas identidades de los pacientes neurológicos se caracterizan por la desafección o la frialdad. Una ausencia a menudo insondable. Con frecuencia es patente el vínculo entre herida traumática y comportamiento de indiferencia. En la medida en que todo trauma induce a perturbaciones en el núcleo del «sí», todos los cambios postraumáticos de la personalidad son reveladores de esta desafección o de esta deserción. El psicoanálisis nunca ha dicho nada sobre estos psiquismos «fríos». ¿Cómo tratarlos? ¿Cómo curar ahí donde, a menudo, nada puede, propiamente hablando, ser recuperado?

II. De algunos casos neuropatológicos

A. Desafecciones

«X.» es un paciente sin nombre evocado en la introducción de El error de Descartes:

Hubo sólo una constante significativa para su fracaso en la toma de decisiones: una alteración importante en la habilidad para experimentar emociones. Una razón errónea y emociones mermadas destacaron juntas como las consecuencias de una lesión específica del cerebro.5

X. funciona aquí como el paradigma para entender el modo en que esta «incapacidad» se vincula con ciertas lesiones que afectan de manera irreversible la capacidad para experimentar emociones:

Los pacientes neurológicos con una lesión de la amígdala no pueden provocar esas emociones [miedo y enojo] y, como resultado, tampoco tienen los sentimientos correspondientes. No disponen de las defensas necesarias contra el miedo o el enojo, al menos tratándose de los detonadores visuales y acústicos que operan en las circunstancias corrientes.6

Éste es el caso de David, quien padece una lesión mayor en los dos lóbulos temporales, lo que resultó en un daño en la región del hipocampo —la zona primaria de los procesos mnésicos— y cuya integridad es indispensable para la creación de recuerdos de nuevos sucesos. La región de la amígdala también fue dañada. David «sufre de una de las deficiencias más severas en el aprendizaje y la memoria jamás registradas; es absolutamente incapaz de aprender cualquier nuevo suceso. Por ejemplo, no puede aprender ningún nuevo aspecto físico, sonido, lugar o palabra».7 Además, también se muestra incapaz de expresar emociones y se muestra indiferente a todo lo que le rodea. No experimenta enojo ni angustia, y aparenta no ser consciente ni tener preocupación de su estado.

Puesto que padece de lesiones en las regiones frontales, «Elliot era alguien realmente encantador pero constipado excesivamente en el plano emocional […]. Era frío, indiferente, impávido incluso en discusiones sobre cuestiones personales eventualmente embarazosas».8 Elliot, inicialmente con una mente perspicaz, dotado de una excelente memoria para fechas, nombres y sucesos políticos, un buen padre y un buen esposo, desarrolló un tumor cerebral que comprimió cada vez más sus lóbulos frontales. Después de la operación, exactamente como Phineas Gage, «Elliot ya no era Elliot». «Este hombre había sufrido un cambio radical de personalidad».9 Cuando se lo confronta a imágenes elaboradas para provocarle fuertes reacciones emocionales —edificios destruidos durante terremotos, casas incendiadas, personas heridas en accidentes sangrientos o a punto de ahogarse— Elliot declara que no siente nada. Estas imágenes no le generan ninguna reacción.

Por lo tanto, la vida emocional de estos pacientes resulta extremadamente empobrecida. Más sorprendente aún es su insensible manera de razonar con sangre fría, un fenómeno que, de acuerdo con los neurólogos, amenaza directamente la posibilidad de decidir, es decir, de atribuir valor a las diferentes partes que se presentan durante una elección. En efecto, sólo el dispositivo emocional puede permitir dar peso a diversas soluciones que se ofrecen para una decisión. Si este dispositivo permanece mudo, la decisión se convierte en un asunto indiferente: todo se vale, es decir, nada vale. La perturbación de la autoafección cerebral produce en el paciente una especie de nihilismo, de indiferencia absoluta, de frialdad que aniquila visiblemente cualquier contraste y cualquier relieve.

B. Crisis de ausencia

Llevada al extremo, dicha perturbación puede dar lugar a verdaderas ausencias, o suspensiones del sí. Dos grupos de pacientes permiten estudiar estos fenómenos de ausencia. Se trata de los pacientes que sufren de automatismo epiléptico por un lado y de mutismo acinético por otro lado.
Automatismo epiléptico. «Las crisis de ausencia —explica Damasio— son una de las principales variantes de epilepsia, en donde la consciencia resulta momentáneamente suspendida junto con la emoción, la atención y el comportamiento adecuado».10

Estos episodios de ausencia se asemejan a fotogramas congelados. El paciente interrumpe brutalmente su actividad. Permanece despierto, de pie sin caerse, no experimenta ninguna convulsión; sin embargo, no está «ya ahí». Observa a los demás en un estado de «total estupefacción o con indiferencia».11 Ya no sabe quiénes son, quién es él o qué está haciendo, y difícilmente observa a su alrededor. «En cuestión de segundos, rara vez en pocos minutos, el episodio de automatismo llega a su fin y el paciente observa consternado, sin importar dónde se encuentre en ese momento».12 Cuando vuelve a sí mismo, el paciente no retiene ningún recuerdo de lo que acaba de suceder.

Mutismo acinético. Esta fórmula designa una perturbación que se manifiesta a través de la pérdida del habla y de una incapacidad para efectuar el mínimo movimiento. También en este caso, la consciencia disminuye considerablemente, lo que implica una vez más una suspensión emocional. El caso de L. es significativo:

El ataque padecido por esta paciente […] produjo una lesión en las regiones internas y superiores del lóbulo frontal de los dos hemisferios. Una región conocida como córtex del cíngulo fue dañada junto con regiones aledañas. Ella se había vuelto bruscamente incapaz de moverse y de hablar […]. Se quedaba en su cama, a menudo con los ojos abiertos, pero con una expresión de vacío en la cara […]. El término de neutro permite traducir la ecuanimidad de la expresión […]. Estaba ahí sin estar ahí.13

La paciente ya no manifiesta ninguna reacción emocional, no parece sorprendida o infeliz por estar en el hospital. «Una vez más, la emoción estaba ausente».14

Por su parte, la paciente T. sufrió una hemorragia cerebral que le provocó daño extensivo en el lóbulo frontal de ambos hemisferios. Perdió repentinamente toda iniciativa en los dominios de la motricidad y del lenguaje. Tenía una impasibilidad facial. «A menudo he utilizado el término de “neutro” —declara Damasio— para describir este tipo de serenidad, fundada en la ausencia».15 Después de su restablecimiento, la paciente

…estaba segura de no haber experimentado angustia por la ausencia de comunicación. Nada la estaba forzando a reprimir sus pensamientos. En su lugar, como ella recordó, «realmente no tenía nada que decir» […]. La señora T. había sido privada de cualquier capacidad de reacción emocional.16

C. Agnosia y anosognosia

La agnosia designa la incapacidad de recordar la identidad de un contenido perceptivo a pesar de ser viejo. En consecuencia, el paciente no puede recordar el nombre o la identidad de la cosa, a pesar de ser familiar, que se postra frente a sus ojos. Del mismo modo, no reconoce su propio reflejo en el espejo. No obstante, esta deficiencia no afecta la consciencia nuclear, sino sólo la corteza visual y auditiva.17 En cambio, otro trastorno neurológico, la anosognosia, perturbación de las áreas corticales somatosensoriales, crea un fenómeno de ausencia como resultado de la perturbación del proto-sí. Compuesto por las palabras griegas nosos (enfermedad) y gnosis (conocimiento), la anosognosia designa la incapacidad del paciente para percibirse enfermo. Cuando a un paciente paralizado a causa de un ataque cerebral se le pregunta «¿cómo te sientes?», su respuesta es: «muy bien».

La imposibilidad de reconocer su propia enfermedad, que sobreviene exclusivamente por lesiones del hemisferio derecho y por una parálisis del lado izquierdo del cuerpo, resulta de la pérdida de una función cognitiva precisa. El paciente ya no recibe información sensorial proveniente del cuerpo o, al menos, ya no la percibe. Una vez más, este fenómeno genera una extraña indiferencia emocional:

No menos dramático que el olvido que presentan pacientes con anosognosia en lo que se refiere a sus extremidades enfermas, es la falta de interés que demuestran por su situación en general, la ausencia de emoción que manifiestan, la carencia de sentimiento que reportan cuando se les interroga al respecto. La noticia de que sufrieron una apoplejía mayor […] es normalmente recibida con serenidad, algunas veces con humor negro, pero nunca con angustia o tristeza, aflicción o enojo, desesperanza o pánico.18

Esta denegación de la enfermedad no parece deberse a causas psicológicas, sino completamente a un daño cerebral. Tampoco la perturbación de la imagen de sí puede ser explicada en términos de un trastorno narcisista. La transformación de la identidad proviene de un acontecimiento aislado y repentino, sin relación alguna con otros acontecimientos constitutivos de la historia del individuo. La cerebralidad designa precisamente el principio axiológico que rige a tales accidentes.

D. Un caso «paradigmático a posteriori»

A manera de introducción, evoqué brevemente el emblemático caso de Phineas Gage y que hoy en día tiene el valor de caso neurológico ejemplar. Recordemos que, en el verano de 1848, Gage era el capataz de una compañía que construía rieles a través de Vermont cuando sufrió una severa herida en la cabeza que le causó lesiones en el córtex prefrontal. Se recuperó milagrosamente en dos meses, pero después «Gage ya no era Gage».

Este hombre, cuyo comportamiento afectivo y social presentó modificaciones espectaculares, se convirtió en alguien más a raíz de su accidente. Si su caso puede ser considerado como paradigmático, esto es así porque muestra que una lesión en la autoafección cerebral puede deteriorar severamente la imagen de sí mismoy producir cambios de personalidad.  Por lo tanto, no es posible tomar en cuenta la lesión orgánica al margen de sus repercusiones psíquicas. Pero lo que también muestra este caso es que el acontecimiento —accidente o lesión— no puede ser reintroducido, a pesar de sus repercusiones psíquicas, en la historia del psiquismo. El hilo de la historia individual, en efecto, se encuentra definitivamente cortado. El caso de Gage deja en claro que un cierto tipo de acontecimientos —los acontecimientos «internos», como los llama Freud, regidos por el principio axiológico de la sexualidad— resulta desbordado, excedido, por la aparición de otro tipo. Otro régimen acontecimiental en el seno del cual puede ser causada una metamorfosis total de la personalidad por una simple barra de metal. Se trata del carácter «causal cerebral» del accidente sin significación.

Por lo tanto, una vez más, nos enfrentamos a la pregunta sobre cómo puede ser posible curar tales heridas psíquicas si el sentido —al menos la categoría de sentido del daño que conocemos desde Freud— les hace falta para siempre. La frialdad, la neutralidad, la ausencia o el estado emocional «plano» son indicadores generales de la ausencia de significación de las heridas, de su poder de causar metamórfico destructor de la historia individual, sin reintegración posible en el curso normal de una vida o de un destino, que hay que tomar en cuenta en cuanto tales, incluso si es imposible clasificarlos bajo las etiquetas de neurosis, de psicosis o, más vagamente, de «locura».

III. Formas literarias de la neuropatología

No obstante, se exponen, se cuentan. Como los casos psicoanalíticos —el «caso Dora» o aquel del «hombre de los lobos»—, dichos casos tienen su dimensión narrativa específica. Le debemos a Oliver Sacks la primera interrogación profundizada sobre la función y el estilo propios de la escritura de los casos neurológicos. En su prefacio para El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, muestra que la tradición de los relatos clínicos —cuyo origen hace remontar a Hipócrates— alcanza su cúspide con el psicoanálisis y después disminuye progresivamente durante la segunda mitad del siglo XX con el nacimiento de una «ciencia neurológica impersonal».19 Ahora bien, de acuerdo con una paradoja que es sólo aparente, la frialdad, la indiferencia, la desintegración de la emoción tienen que ser puestas en intriga dentro de una trama narrativa que en sí misma no puede ser impasible. La indiferencia del estilo no es una respuesta adecuada para la indiferencia del sujeto. El trabajo narrativo es un verdadero gesto clínico.

Por lo tanto, resulta necesario hacer de los lesionados cerebrales casos en sentido estricto, es decir, paradigmas, espejos en los que tenemos que aprender a mirarnos a nosotros mismos. La tradición de los relatos clínicos debe conocer, según Sacks, una nueva vida y un nuevo destino en la actualidad. Recuerda así la observación de Luria según la cual: «La facultad de describir, que era muy corriente entre los grandes neurólogos y psiquiatras del siglo XIX […], se ha perdido casi totalmente […]. Hace falta restaurarla».20 Luria reaccionó ante esta pérdida componiendo lo que él llamaba «novelas neurológicas», cuyos ejemplos más célebres son El hombre con su mundo destruido y La mente de un mnemonista. La primera de estas dos «novelas» corresponde al relato de un hombre herido en la guerra, Zasetsky, quien cuenta su propia vida mutilada. Herido de gravedad en 1943 por fragmentos de proyectil, asume la tarea de contar «la historia del instante que destruyó toda una vida. La historia de una bala que penetró en el cráneo de un hombre, dañando su cerebro y destruyendo un mundo, dejándolo irremediablemente dislocado».21 La herida provocó un daño masivo en la región parieto-occipital del hemisferio izquierdo del cerebro. Luria muestra cómo todos los aspectos de la vida del paciente fueron en sí mismos fragmentados por los fragmentos de la bomba. Zasetsky se encuentra a sí mismo inmerso en el caos. Se volvió amnésico y batalló con trastornos afásicos. Ya no puede ver, ni siquiera imaginar, su lado derecho. Frente a estas y muchas otras dificultades, se puso a escribir un diario en torno a su patología, y éste se transformó en «caso» por Luria. Como lo señala Sacks:

Dicha empresa —imaginar y al mismo tiempo «anatomizar» a un hombre, los sueños de un novelista y de un científico combinados— fue primero llevada a cabo por Freud: las magníficas descripciones del padre del psicoanálisis inevitablemente vienen a la mente cuando uno lee a Luria. Los casos de Luria, de hecho, sólo pueden ser comparados con los de Freud por su precisión, su vitalidad, su riqueza y su profundidad en el detalle (aunque, por supuesto, también son bastante diferentes, así como la neuropsicología es diferente del psicoanálisis). Luria y Freud son dos grandes exploradores de la naturaleza humana, ambos propusieron nuevas maneras de pensar esta naturaleza.22

La escritura clínica de Sacks está inspirada en tales novelas neurológicas. Él compara a sus pacientes con personajes de relatos épicos: «Héroes, víctimas, mártires, guerreros. Los pacientes que sufren disturbios neurológicos son todo esto al mismo tiempo […]. Podríamos decir que son viajeros hacia tierras inimaginables, tierras de las que de otra manera no tendríamos la menor idea».23 Cada caso clínico en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero expone una de sus regiones psíquicas improbables. El problema es el de cómo rendir justicia, por y en la narración, a la ruptura de narratividad que los caracteriza. El «héroe» de El hombre con su mundo destruido declara:

Me he convertido en un extraño desde que fui herido […]. Todo lo que había aprendido o experimentado en la vida antes de la catástrofe, abandonó mi mente y mi memoria, desapareció para siempre, dejando detrás nada más que un dolor cerebral atroz.24

La pregunta, de hecho, es cómo descubrir un modo de expresión para tal «dolor cerebral», una retórica que le sea apropiada, que tome en cuenta todos los cambios de personalidad del paciente. Ahora bien, ¿qué técnica de escritura es susceptible de dar cuenta de la ruptura de conexión, de la metamorfosis destructiva? ¿Quién escribiría la novela del afásico? ¿El relato de la pérdida de los afectos? ¿Qué espejo podría reflejar un cerebro destruido?

La exposición neurológica se gira entonces hacia el teatro y toma prestado de Beckett, en particular, la puesta en escena de los «casos» neuropatológicos. En muchas ocasiones Damasio compara el desconcierto de sus enfermos con aquel de Winnie en Los días felices, encarnación de una postura de vigilia sin consciencia.25 De hecho, es muy posible que la consciencia se ausente del estado de vigilia: «Los pacientes con determinadas condiciones neurológicas […] están despiertos y, sin embargo, carecen de aquello que la consciencia nuclear habría agregado a sus procesos de pensamiento: imágenes de conocimiento centradas en un Sí».26 Winnie pregunta:

¿Qué haría yo, qué podría hacer yo durante todo el día, quiero decir, entre la campana del alba y la campana del anochecer? (Pausa). Simplemente contemplar ante mí con los labios apretados. (Pausa larga mientras lo hace. Deja de arrancar hierba). No más palabras hasta que respire por última vez, nada que pueda romper el silencio de este lugar.27

El teatro de la ausencia muestra sin demostrar el empobrecimiento afectivo de la metamorfosis destructiva. Su retórica es efectivamente aquella de la interrupción, de la pausa, de la cesura, de los espacios en blanco, de todo aquello que se produce cuando la red de las conexiones se destroza, la circulación de la energía se paraliza. Este teatro es aquel al que Deleuze llamó teatro de la identidad exhausta, aquello posible que nace después de que los posibles quedan exhaustos.

Ya no hay posible […]. ¿Acaso él deja exhausto lo posible porque él mismo está exhausto o está exhausto porque lo posible ha quedado exhausto? Uno queda exhausto haciendo que lo posible quede exhausto, y viceversa. Deja exhausto aquello que, en lo posible, no se realiza. Acaba con lo posible, más allá de cualquier cansancio, «para acabar de nuevo».28

¿Acaso no podrían estas palabras, que describen al personaje becketiano, «el exhausto», caracterizar también perfectamente al paciente neurológico?

Lo posible de que lo posible quede exhausto, otro nombre de una identidad destruida, no tiene nada que ver con la persistencia de un estado anterior, característico de la plasticidad freudiana. Para el exhausto, nada persiste o, más bien, es la nada lo que persiste: «Uno está cansado por algo, pero exhausto por nada».29 En lo exhausto, «uno combina el conjunto de las variables de una situación, bajo la condición de que uno renuncie a cualquier orden de preferencia, a cualquier organización que tenga relación con una meta y a cualquier significación».30 El teatro de lo exhausto cuenta la frialdad como ausencia de sentido, que parte como ausencia de memoria, de reviviscencia o de regresión.
Nos encontramos ahora con la posibilidad de hacer una distinción entre la técnica narrativa, la retórica, la forma y el contenido de los «casos» del psicoanálisis y aquellos de la neurología. Esta diferencia yace en la distancia que separa para siempre el relato de una resistencia de lo indestructible a la destrucción —el «caso» psicoanalítico deja siempre aparecer la persistencia de una infancia, de un pasado, de un destino psíquico, reconocibles en su desorden mismo— y el relato de una destrucción de la resistencia a la destrucción, la puesta en escena de los recursos exhaustos, pero sobrevivientes, de una psique que ya no se reconoce.
La escritura del sufrimiento neurológico, teatro de la ausencia o novela del «dolor cerebral», plantea la cuestión vertiginosa de una supervivencia del psiquismo a su propia aniquilación.

Traducción del francés:
María Bacilio Alcántara

© Catherine Malabou, «Chapitre II. Les cérébro-lésés : du roman neurologique au théâtre de l’absence», en Les nouveaux blessés. De Freud à la neurologie, penser les traumatismes contemporains, París, PUF, 2017, pp. 83-99.

Bibliografía

Samuel Beckett, Happy Days, Nueva York, Grove Press, 1961.
Antonio Damasio, Descartes’ Error: Emotion, Reason, and the Human Brain, Nueva York, Penguin, 2005.
______________, Looking for Spinoza: Joy, Sorrow, and the Feeling Brain, Orlando, Harcourt Books, 2003.
______________, The Feeling of What Happens, San Diego, Harcourt, 1999.
Gilles Deleuze, «L’Épuisé», posfacio a Samuel Becket, Quad et autres pièces pour la télévision, París, Minuit, 1992.
Joseph LeDoux, The Synaptic Self, Nueva York, Penguin Books, 2002.
Alexander R. Luria, L’homme dont le monde volait en éclats, trad. Fabienne Mariengof y Nina Rausch de Traubenber, París, Seuil, 1995.
Oliver Sacks, The Man Who Mistook His Wife for a Hat, Nueva York, Simon & Schuster, 1998.


1 Joseph LeDoux, The Synaptic Self, pp. 304-305.

2 Antonio Damasio, The Feeling of What Happens, pp. 40-41.

3 Ibid., p. 41.

4 Ibid., pp. 85-86.

5 A. Damasio, Descartes’ Error, p. XVI.

6 A. Damasio, Looking for Spinoza, p. 60.

7 A. Damasio, The Feeling of What Happens, p. 43.

8 A. Damasio, Descartes’ Error, pp. 34-35.

9 Ibid., p. 36.

10 A. Damasio, The Feeling of What Happened, p. 96.

11 Ibid., p. 98.

12 Ibid., p. 97.

13 Ibid., pp. 101-102.

14 Ibid., p. 103. Sobre la importante diferencia entre este estado de ausencia y el síndrome de enclaustramiento, cf. ibid., pp. 292-294.

15 A. Damasio, Descartes’ Error, p. 72.

16 Ibid., p. 73.

17 A. Damasio, The Feeling of What Happens, pp. 162-167.

18 Ibid., p. 73.

19 Oliver Sacks, The Man Who Mistook His Wife for a Hat, p. VIII.

20 Idem.

21 Alexander R. Luria, L’homme dont le monde volait en éclats, p. 25.

22 Ibid., p. 12.

23 O. Sacks, op. cit., p. IX.

24 A. R. Luria, op. cit., p. 131.

25 A. Damasio, op. cit., pp. 90-92.

26 Ibid., p. 90.

27 Samuel Beckett, Happy Days, p. 21.

28 Gilles Deleuze, «L’Épuisé», pp. 57-58.

29 Ibid., p. 59.

30 Idem.

 

Sobre el autor
Catherine Malabou (1959) es una filósofa nacida en Sidi Bel Abbes, Argelia. Hizo sus estudios en la Escuela Normal Superior de Fontenay-aux-Roses. Ha impartido cursos en la Universidad de París X Nanterre y en la Universidad de Kingston. Bajo la dirección de Jacques Derrida escribió una tesis de doctorado a propósito de Hegel, que pasó a ser publicada bajo el título El porvenir de Hegel. Plasticidad, temporalidad, dialéctica (1995). Su trabajo se ha desplazado desde entonces de la deconstrucción al concepto de «plasticidad», central en las neurociencias. Entre sus obras más importantes se incluyen Que faire de notre cerveau ? (2004-2011), Les nouveaux blessés (2007/2017) y Avant demain. Épigenèse et rationalité (2014).