Más que nunca, el mundo tiene miedo.
Marc Augé
¿Cómo se puede volver el espacio urbano un espacio neutro o un no-lugar? En su libro Carne y piedra, Richard Sennett plantea cómo los «espacios rectos», por ejemplo las carreteras y los lugares públicos, pueden tener esta cualidad, donde el conductor o el transeúnte se preocupa más en atravesarlos que en contemplarlos: «A medida que el espacio urbano se convierte en una mera función de movimiento, también se hace menos estimulante. El conductor desea atravesar el espacio, no que éste atraiga su atención».1 La neutralidad de la recta, esa obsesión de Le Corbusier, puede detonar un espacio para pasar, sin generar ningún otro sentido que el de rapidez y movilidad funcional.
Sin duda puede pasar lo anterior. Pero, en otros momentos puede que suceda lo contrario: que esa línea recta, como carretera, avenida o calle, genere una serie de interacciones y relaciones sociales dejando sentimientos y emociones: por ejemplo, confianza, temor o apego. Un cuento de Julio Cortazar, «La autopista del sur», nos da un ejemplo de ello. Ante un cierre de la autopista, rumbo a París, los conductores y tripulantes comienzan a bajarse de sus máquinas, estableciendo una serie de interacciones entre ellos y, después, de relaciones, de organización (para administrar los recursos de sobrevivencia: agua, comida, cobijas y la adecuación de un auto como ambulancia) y de ciertos afectos entre ellos.
Al final (creo que nunca es bueno contar los finales, pero lo haré en esta ocasión) uno de los conductores, una vez abierto el paso de la autopista, al comenzar a avanzar definitivamente (después de varios días atorados en la autopista) comienza a buscar a una de las compañeras de otro automóvil. Se da cuenta de que ya se ha ido y, junto con ella, las otras personas y las relaciones que ya se comenzaban a estructurar, como rutina, mediadas por emociones y afectos: eso que hace que un espacio sea un lugar.
El lugar tiene que ver con las apropiaciones del espacio, mediante la asignación de sentidos. Son espacios duraderos, que generan apego e identidad. Fortalecen las relaciones más que las interacciones, «hacen referencia a espacios delimitados, con límites precisos, que para los sujetos representan certezas y seguridades otorgadas por lo conocido».2 Representan historicidad, relación e identidad. Mientras que el no-lugar representa lo contrario: espacios de paso o neutrales.3
El lugar también puede verse como una localización, un punto en la ciudad con sus referencias, arriba, abajo. Puede ser una referencia de encuentro y de jerarquía.4 Adquiere una noción relacional, no es sólo un punto inconexo. Pero va más allá: el lugar no es un espacio vacío, que después se ocupará por personas. Como espacio, ya existe en sí como una relación sistémica: un sistema de objetos y un sistema de relaciones. 5 El lugar sigue siendo una categoría concreta más del espacio abstracto, por lo cual se constituye con base en esa relación.
En este sentido, el lugar no niega al no-lugar. Sigue siendo el mismo espacio: para algunos representa un lugar, mientras que para otros sólo un espacio de paso, según las experiencias y relaciones.
…un lugar existe igual que un no lugar: no existe bajo una forma pura; allí los lugares se recomponen, y las relaciones se constituyen […]. El lugar y el no-lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación.6
El lugar o el no-lugar se presentan como paisaje, ya que es una forma instantánea, pero a la vez duradera, que guarda historicidad concreta y simbólica. El paisaje tiene una dimensión material, pero también otra que depende de la experiencia y la percepción del sujeto. Para algunos representa apego (topofilia), mientras que para otros designa rechazo (topofobia). Veamos esto a continuación.
La ciudad no sólo es una expresión del excedente económico, que se presenta en su forma física o material, sino también, y junto con ello, de sus referentes simbólicos, de sensaciones y emociones, donde las personas reconocen diferentes ciudades. La ciudad puede entenderse también como un «estado de ánimo», diría Robert Park.7 Comprendida como una estética urbana, de sensaciones y emociones, donde, incluso, la ciudad ha nacido a la par del sentimiento de miedo.8
Así pues, la ciudad no puede entenderse sin las emociones individuales y colectivas, sobre una amenaza, pero que no sólo viene del exterior, sino que puede estar dentro de la ciudad o, inclusive (cosa que nos ocupa aquí), puede ser la misma ciudad, en su espacialidad física, pero dinamizada y significada por las relaciones y prácticas sociales que se dan por medio de ella y con ella.
De tal manera que —y desprendido de lo anterior— entendemos que la ciudad es ante todo un espacio potencialmente público,9 y de ello derivamos que la ciudad es la gente en la calle,10 en su dinámica cotidiana, no sólo en y a través de sistemas tecnológicos de transporte, sino también caminando a nivel de piso, como transeúnte o peatón. En ese sentido, Michel Foucault mostraba, en su análisis de la ciudad del siglo XVIII, que el gran interés y problemática de la ciudad era (y sigue siendo) la circulación.11 Y a decir de Sennett, la circulación y la movilidad han vencido la sensibilidad, la capacidad de sentir en la ciudad en una era capitalista: el embotamiento de los sentidos.12
En el marco de la ciudad como espacio público, cuando hablamos de la movilidad peatonal nos remitimos a entenderla en su dimensión espacial, donde ésta tiene agencia en las prácticas que en ella y por medio de ella se den, es decir: el espacio como producto social, y éste como resultado de la primera.13 Caminar por las calles y avenidas de una ciudad no significa desplazarse en un plano isotrópico y neutral, sino, al ser un producto histórico-geográfico, socio-cultural y político,14 más bien está llena de tensiones, interpretaciones y contradicciones. Por ello, no sólo depende de la actividad social o económica el que ese territorio sea apto para transitarlo, sino —junto con esas actividades y condicionantes— de la infraestructura física que la conforma, estableciendo una relación entre esas dos dimensiones: sistema de acción (prácticas sociales, como el caminar) y sistema de objetos (que configuran la infraestructura de la ciudad).15 Dicha relación es en la mayoría de los casos poco coherente o harmoniosa, es más bien contradictoria.16 Foucault, al respecto del espacio de la ciudad y la circulación, lo denomina «medio» (sistema natural y artificial), como efecto y causa de relaciones.17
Esa contradicción en la ciudad puede manifestarse como paisaje urbano, por medio de sus calles, ya que «para que haya ciudad son primero las calles y plazas».18 O también: «La ciudad como realidad geográfica es la calle».19 Las calles (como espacio público) aquí tienen una importancia única, pues es el medio por el cual, en general, se da la movilidad pedestre. De esta forma comenzamos a considerar que: «El paisaje es el conjunto de objetos que nuestro cuerpo alcanza a percibir e identificar. Como simples peatones, sería el jardín, la calle o el conjunto de casas de enfrente».20 Es lo inmediato, lo fenoménico del espacio, de un lugar.
Pensamos que el concepto de paisaje urbano es importante, analítica y metodológicamente, pues es la primera impresión que las personas tienen sobre el lugar, es una imagen instantánea y no una realidad sistémica como lo es un territorio o región. Incluso estos dos conceptos tienen otra connotación, mucho más compleja: la primera tiene que ver con aspectos de dominación y poder, de delimitación física y simbólica;21 mientras que la región tiene que ver más con una relación regional, más amplia.22 En todo caso, la noción de paisaje es también un recurso metodológico para preguntar a las personas sobre el espacio: podemos preguntar sobre el paisaje (como lo observable) de un territorio (digamos municipio o estado), de una región (varios municipios o estados) o de un lugar (calles).
Regularmente, lo que las personas tienen en sus recuerdos o experiencias con un lugar, queda como una imagen, como paisaje; a veces no sólo con una imagen, sino con otras experiencias perceptivas, como olores, sonidos o texturas. Donde el paisaje se configura de manera desigual, podemos decir en primera instancia que es resultado de la relación entre las prácticas sociales (como la movilidad peatonal) y una base material, por lo cual se espacializan las primeras. Si bien es cierto que el paisaje es un resultado histórico de la configuración territorial, también es la presentación más inmediata del territorio: mientras éste tiene una naturaleza sistémica, el paisaje representa un segmento de él, como producto más accesible a los sentidos.23 Sin embargo, a pesar de que es lo fenoménico del espacio, el paisaje no es algo estático, y en esto estamos en sintonía con Milton Santos cuando dice que: «En realidad no existe paisaje inmóvil, inerte; y si usamos este concepto apenas es como recurso analítico. El paisaje es materialidad, formada por objetos materiales y no materiales».24 Asimismo, el paisaje es el resultado de la historia social, cristalizada, que muestra la cara humana a cada instante, que referencia a cada momento la vida presente. Sartre diría: «Los productos de la industria que forman el paisaje urbano son voluntad social conservada; nos hablan de nuestra integración; a través de su silencio, los hombres se dirigen a nosotros».25 Es decir: «el paisaje está animado», como ya citaba Beauvoir a Merleau-Ponty al refutarlo (de manera irónica) en relación a Sartre.26
Conforme a esto último, consideramos que el paisaje urbano (cultural) es proceso: no sólo tiene un sustento concreto, como infraestructura urbana o elementos naturales (tipo de suelo, relieves, etcétera., como sistema de objetos), sino que también, y en relación al sistema anterior, existe el sistema de acción, de prácticas sociales (por ejemplo, el caminar). Éstas le dan significados y representaciones singulares al paisaje, según aspectos políticos, económicos y culturales: aspectos estructurales. Por ello, consideramos que el paisaje no se remite a lo acabado, ni sólo a lo físico, también incluye a las personas y la relación entre ellas,27 en movimiento, como peatones. El paisaje, en cuanto categoría espacial, no se comprende ni se explica fuera de lo relacional: «sin relación no hay espacio».28
En El espectador, Ortega y Gasset ya mencionaba que: «El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos».29 Es decir, el paisaje no es un aspecto neutro, sino una construcción cultural (emotivo), como una manera de ver y hacer ciudad,30 que depende del observador: «Para que exista el paisaje es necesario que exista un observador, y el observador se proyecta a sí mismo sobre el paisaje».31 No está el paisaje y la persona, sino que ésta pasa a integrase en el paisaje, en cuanto peatón que usa la ciudad. En esa medida, así como mencionamos que el paisaje es lo más accesible a los sentidos, éstos son sesgados según aspectos socioculturales. Por ello, existen «paisajes invisibles»,32 para unos y para otros no (para algunos pueden representar agrado, mientras que para otros miedo). Puede tener una doble característica, estructural y funcional: de orden físico (infraestructura urbana) y formas de usos variados, respectivamente.33 Por ello, un mismo paisaje puede representar diferentes realidades según su uso temporal y el lugar: una calle puede ser un tianguis por la mañana y una pista de baile por la noche, cosa que modifica el paisaje. Y si estructuralmente cambia el paisaje, seguramente su significado lo hará para las personas, como una «dialéctica del paisaje».34 El paisaje, en cuanto territorio, sigue siendo tiempo comprimido.35
Comprender el cambio del paisaje en términos materiales es relativamente sencillo: por modificación estructural o por envejecimiento del material. Sin embargo, el envejecimiento moral no es tan claro. A decir de Santos, tiene que ver con aspectos políticos, sociales, económicos y culturales. De esta forma, seguimos comprendiendo esta afirmación:
El paisaje es un palimpsesto, un mosaico, pero tiene un funcionamiento unitario. Puede contener formas viudas y formas vírgenes. Las primeras están a la espera de una reutilización, que incluso pueden hasta llevarse a cabo; las segundas se crean a propósito para nuevas funciones, para recibir innovaciones.36
En esa configuración del paisaje, en sus elementos tanto materiales como de percepción, en relación, pondremos atención en estas dos dimensiones: a) los referentes y sentidos que se le asignan, a través de y por lo cual le dan vida y lo representan; b) la dinámica del caminar sus calles, callejones, avenidas, caminos que forman parte de él. Teniendo como delimitación del paisaje el punto en que los sentidos y los imaginarios los delimiten. Por esto mismo no puede cubrir todo un territorio o región, estará más relacionado con lo más inmediato, como la noción de lugar que hemos definido previamente, y que, dicho sea de paso, es la escala mínima del espacio en la cual nos moveremos, pero en relación a una más amplia como la región. Tenemos dos escalas de acción e investigación: lugar y región. Por su parte, el concepto de paisaje es la herramienta analítica-relacional.
El aspecto que resaltamos aquí será el del miedo. Si bien ponemos atención a la dimensión subjetiva, ésta tiene un referente inseparable que es material: el sustrato concreto del paisaje urbano. Es una relación inseparable entre los aspectos materiales e inmateriales, pero que en realidad representan un proceso dialéctico. El material (como sistema de objetos: calles, banquetas, topes, casas, caminos, vías, terracería, etc.) hace posible al inmaterial (la asignación de sentidos o percepciones). Sin embargo, puede ser una relación desigual.
Ahora todos sienten peligro. Señalemos de paso que en pocos años ya se ha olvidado la alegría de vivir (la buena alegría secular de dejarse ir tranquilamente sobre sus piernas); uno se absorbe en una actitud de bestia acosada de sálvese quien pueda cotidiano; el signo ha cambiado; la normalidad de la existencia está arrasada, afectada por el signo negativo.
Le Corbusier
Somos parte de una sociedad del riesgo y del miedo, de hostilidad y de incertidumbre.37 Es una tendencia global, que a nivel regional y local cobra importancia singular. Las ciudades o metrópolis son un ejemplo de esa tendencia, y se expresan como un mosaico de riesgos y miedos.38 Pero las ciudades no se comprenden si no visualizamos la movilidad que se da por medio de ellas y que a la vez las constituye. Hablamos aquí de la movilidad cotidiana, en particular como peatón o transeúnte, la cual da vida a las ciudades. Pero éstas, al mismo tiempo, reproducen o hacen posible esas prácticas del caminar, condicionándolas por medio de esos referentes de miedo.
El concepto de miedo ha sido trabajado desde varios ángulos disciplinarios y filosóficos. No obstante, lo que nos interesa aquí es el que está relacionado al espacio, pero con el antecedente social. Buscamos que el concepto de miedo, por un lado, puede ser mediador para estructurar estrategias y prácticas del caminar la ciudad y, por el otro, puede configurar paisajes urbanos por medio de esas prácticas. Es decir, hay que seguir hablando de un enfoque relacional. El miedo en Occidente, trabajo de Delumeau, es una muestra de la relación entre miedo y espacio. Aunque es estrictamente una obra historiográfica, la ciudad es una variable a considerar, no por nada el subtítulo de este libro es La ciudad sitiada.
Según esta obra, la ciudad ha estado relacionada históricamente a la sensación de miedo. En cualquier caso, lo que nos aporta Delumeau es también, en términos conceptuales, que el miedo puede ser individual y al mismo tiempo colectivo. Según este autor, el primero tiene que ver con
…una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que, según creemos, amenaza nuestra conservación […]. Como toda emoción, el miedo puede provocar efectos contrastados según los individuos y circunstancias, incluso reacciones alternativas en una misma persona.39
En cuanto al miedo colectivo, lo define como el «hábito que se tiene, en un grupo humano, de temer a tal o a cual amenaza (real o imaginada)».40 Estos antecedentes, de un miedo individual y uno social, han sido influencia para Rossana Reguillo, sobre todo cuando define al miedo como «una experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida».41 El miedo, de esta forma se comprende como una emoción y (re)acción, individual o colectiva, ante un peligro o amenaza, real o imaginada.
Decíamos que el paisaje no está compuesto sólo de lo material, sino también de una percepción social. En ese sentido, el peatón configura paisajes42 con sus formas de caminar, ya sean de seguridad o de miedo. Miedo, finalmente entendido como lo rescata Bauman: «una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza (real o imaginada): un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de la persona».43 Esta definición es complementaria a la anotada arriba, cuando Reguillo habla de una experiencia en su definición de miedo.
Bauman complementa diciendo que el miedo «derivativo» (rescatado de Hugues Lagrange) tiene que ver con un fotograma fijo de la mente que implica una relación entre ser susceptible al peligro y una vulnerabilidad. Esto es importante, pues no sólo depende de que exista el peligro o la amenaza, sino que también existe una vulnerabilidad (como las pocas o nulas posibilidades de escapar del peligro o de hacerle frente con una defensa eficaz) que haga sentir a la persona insegura.44 En este sentido, el miedo adquiere una capacidad autopropulsora,45 es decir, que influye en la acción del sujeto. Ese fotograma, del lugar, es precisamente el que la gente se ha hecho, el cual pasa a ser considerado como el paisaje. Y es que, a decir de Bachelard, lo que la mente («esa cosa extraña») realiza, no sobrevive en sí misma en el tiempo, en la duración, más que por un referente espacial.46 Bergson diría: «Nos expresamos necesariamente con palabras y pensamos con frecuencia en el espacio».47 Es decir, el miedo, en cuanto experiencia, tiene un referente concreto que lo activa: el paisaje urbano del lugar.
El miedo, como emoción, no se queda entonces como mera percepción. Pasa también a la práctica, o propensión de la práctica en ciertos espacios, para salir del problema o estado de inseguridad.48 Tanto Delumeau, como Bauman y Reguillo, consideran que el miedo es también una forma de actuar. El miedo no es un estado contemplativo o paralizante, no es la ausencia de confianza o esperanza total para realizar actividades.49 En ese sentido, seguimos argumentando que el miedo a ciertos lugares puede generar ciertas estrategias y prácticas del caminar.
Pero los lugares o paisajes representan miedo por ser cómplices para alguna actividad: una acción violenta sobre las personas en su caminar. Acotemos. Los paisajes que representan miedo están relacionados con lugares propicios al delito o el crimen (como amenaza, real o imaginada). De esta forma, el paisaje trae a la mente de las personas la posibilidad de sufrir una acción violenta. En específico, nos referimos al «delito predatorio», que, a decir de Fernando Escalante, es el que evoca al sentido común, el que se identifica inmediatamente: robo, asalto, estafa, agresión física y sexual. Los delitos predatorios «son los que capturan de modo más durable e intenso la imaginación de la gente, los que producen la sensación de inseguridad, los que inspiran miedo».50
La gente teme a pasar por algunos espacios, generando un tipo de topofobia donde las personas reconocen lugares de peligro o amenaza, que han sido apropiados por gente local, como espacialidad del miedo.51 Lo que los peatones han reconocido como amenazas (asaltos con violencia, violaciones o agresiones de varios tipos) está condicionado u originado con lo que la gente ha vivido y experimentado, pero por otro lado también está condicionado y es reproducido por lo que se imagina y se cuenta en relación al lugar. Es decir, el miedo está referenciado a un aspecto físico, pero también a los aspectos simbólicos que le han asignado socialmente a través del tiempo. Por ello, el paisaje en esa doble dimensión, física y simbólica (como territorio), hace referencia a las actividades del caminar, así como éstas lo reproducen y lo identifican de manera singular.
Disposiciones (espaciales y temporales) del miedo como mediación entre el paisaje urbano y las prácticas del caminar
El miedo tiene que ver con la experiencia. O más directamente, el miedo es una experiencia, o resultado de ella. Experiencia con algún acto violento, sufrido de manera directa, o creada e imaginada por otros discursos y narrativas, asociado a lugares y horarios. La experiencia, es, entonces, esa mediación entre el espacio y las prácticas del caminar. El miedo, en cuanto experiencia, sigue siendo esa mediación, como emoción, percepción, apreciación y predisposición a la acción.
Para seguir dando un carácter relacional, optamos por utilizar el concepto de habitus, como producto histórico y resultado de esa experiencia con la ciudad (segura o insegura) como experiencia urbana (metropolitana).52 Hablamos del habitus comprendido como un sistema o matriz de disposiciones, de percepción, apreciación y acción.53 Hablar de disposiciones nos da la posibilidad de comprender las estrategias y prácticas del caminar estructuradas por la experiencia del miedo a ciertos lugares. Podemos hablar de actores, es decir, de experiencias individuales pero enmarcadas a procesos estructurales (sociales, culturales, económicos y políticos). De esta manera, las disposiciones no solo son una mediación, individual o colectiva, sino una correspondencia, de sentido, donde puede haber contradicciones.54 Incluso, Delumeau, como ya lo apuntábamos más arriba, menciona que el miedo puede provocar efectos contrastados según los grupos o individuos, o, incluso, reacciones alternativas en una misma persona.55
Aquí cobra relevancia la experiencia urbana (como la ciudad usada) del sujeto, pues es a través de ella como él le asigna sentidos al espacio, al mismo tiempo que es resultado de éste. Las disposiciones (espaciales y temporales) son un resultado de experiencias pasadas: es por esto que existe una diferenciación de habitus.56 Tanto las formas por las cuales se apropian los actores de un espacio como los procesos por los cuales se le hace sentido (de agresión, de posibilidad, de calma o de miedo), tienen que ver con procesos históricos de exteriorización e interiorización de aspectos estructurales, capitales,57 entre ellos la misma referencia de la infraestructura urbana del paisaje.
Sin embargo, dichas disposiciones están enmarcadas en dimensiones espaciales y temporales, como fuertes condicionantes sociales:
La razón por la cual se exige tan rigurosamente la sumisión a los ritmos colectivos, es que las formas temporales, o las estructuras espaciales, estructuran no sólo la representación del mundo del grupo sino el grupo como tal, que se ordena a sí mismo a partir de esta representación.58
Las disposiciones tienen que ver con una memoria y una acción involuntaria. Es decir, tienen que ver con cómo ante ciertos escenarios es invocada la acción:
La simple puesta de nuevo en escena, en un decorado normal (paisaje, espacio urbano, apartamento) […] puede desencadenar un recuerdo (y ocasionar, por ello mismo, una gran emoción), correr de nuevo un lienzo entero del pasado que creíamos olvidado […], y empujar a la acción provocando la puesta en marcha de un esquema de acción, de un hábito…59
Las disposiciones, como mediaciones, son estructuradas por formas de interiorización de estructuras exteriores (estructuras objetivas de primer orden), que constituyen el espacio urbano, en una dinámica temporal, de vida cotidiana. Como disposiciones (estructuras objetivas de segundo orden), también son productoras del hábitat: «Si el hábitat contribuye a formar el habitus, éste hace lo mismo con aquél, a través de los usos, más o menos adecuados, que induce a darle».60 En la lógica de que el paisaje no es neutral, sino de correspondencia y de sentido práctico, el habitus proporciona esa relativa coherencia con él.
Las asignaciones de miedo, en cuanto experiencias, están anidadas en el habitus, como productos históricos y espaciales (del paisaje), pero a la vez es el habitus que crea y recrea estas dimensiones (temporal y espacial) de manera singular. Porque, si bien es cierto que por medio del habitus podemos comprender la percepción y las prácticas de grupos sociales (como habitus regional),61 también nos permite comprender la diferenciación entre grupos y dentro de los mismos grupos: el habitus también refleja la diversidad en la homogeneidad.62 Esto en definitiva es de suma importancia, pues depende del habitus que exista o sea visible determinado paisaje (de miedo) y que se condicionen: entre habitus y espacio, entre percepción en el caminar y paisaje.
Así, el concepto de habitus junto con el de paisaje (como dimensión espacial de las prácticas del caminar) nos permite comprender cómo existe una cierta relación grupal (e individual) según los miedos que se le asignan al segundo. Es decir, las representaciones de miedo, que se hacen del paisaje al caminar, no son sólo individuales, aunque sí lo son en su vida cotidiana inmediata (como habitus diferenciado y diferenciador), sino construcciones sociales (como habitus regional, estructural, más o menos homogéneo que responde a un recorte territorial).
El mismo miedo ha sido definido como un hábito, desde la concepción del miedo colectivo que Delumeau nos daba arriba. Es un hábito a temer a cierta amenaza, real o imaginada.63 Podemos hablar entonces de disposiciones espaciales y temporales del miedo. Donde existe un antecedente, como escenario urbano, como paisaje, que evoca y detona cierta emoción-acción: el miedo. Estando en una situación, en un lugar, el actor despierta cierta acción.64
Pero ese escenario no solo es algo físico, como infraestructura urbana, sino que también tiene un orden temporal, según el trayecto de las prácticas a lo largo del día (cotidiano). La dimensión temporal es lo mismo que la dimensión de acción, aquella que es resultado del sistema de disposiciones que fueron y son configuradas (y reconfiguradas) y activadas por la dimensión espacial (de ciertos lugares que provocan «algo»). Pierre Bourdieu lo plantea en estos términos:
Lejos de ser una condición a priori y que trasciende la historicidad, el tiempo es aquello que la actividad práctica produce en el acto mismo por el cual se produce a sí misma […]. El tiempo es engendrado en la actualización del acto, o del pensamiento, que son por definición presentificación y despresentificación, es decir, «paso» del tiempo de acuerdo con el sentido común.65
Existe una relación dialéctica entre el cuerpo (disposiciones o habitus) y una organización estructurada del espacio y el tiempo.66 De esta forma, el cuerpo es la categoría que sintetiza y da sentido y vida a las dos dimensiones.
El miedo, entonces, puede comprenderse como una disposición (esquema de percepción, evaluación, apreciación y acción) activada y encarnada por una situación, ante una amenaza, real o imaginada, asociada a un espacio y tiempo determinado. Encarnada y encaminada para el andar en la ciudad de cierta forma.
El miedo no es paralizante. Existen otros mecanismos y referencias para que la gente pueda seguir haciendo su vida cotidiana, aunque haya vivido experiencias de violencia importantes. El miedo no se impone: como emoción, puede ser algo pasajero, mientras que otros sentimientos (o emociones) se mantienen para hacer posible la vida a diario. La confianza puede disminuir la contingencia (y la complejidad) que uno puede sentir con el miedo, y no sólo la confianza que genera el entorno próximo conocido (relaciones y espacios en la comunidad o en la ciudad) sino, junto con el medio, de las disposiciones para sentir confianza. Es decir, no basta con sentir una confianza-seguridad en los otros, en un entorno, sino también de los procesos internos que hacen cierta correspondencia con ese «exterior», a lo cual Luhmann llama «disposición para la confianza».
El caminar es una práctica y representación socio-espacial, además de ser una producción de espacios de representación continua.67 Así como se crean esos paisajes (tal vez fugaces) en el caminar cotidiano en la ciudad, esta práctica se ve condicionada y moldeada por esa experiencia del paisaje, de modo que el peatón adecua su andar (según estrategias) por los referentes espaciales que ha configurado como experiencia de uso de la ciudad. Es decir que se crean formas del caminar por la sensación de miedo a paisajes.
Por otra parte, con el caminar se exteriorizan las emociones de miedo, objetivándolas en paisajes. Eso nos permite comprender la noción de habitus, como un proceso de interiorización de estructuras (objetivas de segundo orden) y exteriorización de estructuras (objetivas de segundo orden). El habitus en este sentido último pasa a ser: las estructuras (sensación de miedo) estructuradas (por el paisaje) que estructuran (formas de caminar).
Es precisamente en el cuerpo donde podemos objetivar las disposiciones.68 El cuerpo en el mundo, en la ciudad. Donde se utilizan «técnicas corporales», como «habitus corporales»,69 para estructurar formas de andar la ciudad. Es con el cuerpo que se espacializan dichas disposiciones, el cuerpo como primera escala geográfica.70 El cuerpo en movimiento, como caminante, es espacio en sí. El cuerpo y el espacio no están separados. El cuerpo, además de ser producto, es quien dota de sentido (práctico) al espacio.71 De tal suerte que el cuerpo es, al mismo tiempo, objeto y sujeto.
Detectar a las personas en el espacio, en cuanto cuerpos, no es sólo localizarlas, sino espacializarlas. Esto quiere decir que los agentes «no están localizados: más bien, ellos espacializan [con su cuerpo]».72 Construyen espacio en sus prácticas del caminar, porque el caminar designa espacio. Se anima o cobra vida el paisaje urbano, porque el caminar de la gente no remite únicamente a un desplazamiento ordenado espacial o temporalmente (entre cosas y personas), sino también porque el caminar «define un espacio de enunciación», de narrativa. Se trata de una «retórica pedestre».73 Sin embargo, no es una acción totalmente intencionada, calculada, sino más bien, de un sentido práctico (versus un sentido intencional).74 El caminar no lo entendemos desde una mirada clásica de movilidad, de origen y destino, de un punto a otro, sino (también) de las mediaciones, contradicciones y adecuaciones que se hacen en los recorridos. Aunque las prácticas urbanas no sean generalmente intencionadas, a veces podemos encontrar algunas que sí estén enmarcadas en un proyecto reflexionado, que depende de ciertos momentos y circunstancias particulares.75 Es importante considerar esto último para comprender que hay etapas donde se pasa por rutinas, pero en otros momentos y lugares donde la reflexión emerge.
Es aquí precisamente cuando podemos hablar de estrategia. Justamente, a pesar de que las prácticas (urbanas) tienen una recurrencia no intencional,
…una vida (en el marco de una trayectoria individual), que nunca es del todo controlable, previsible, planificable, etc., los actores pueden desarrollar a veces intenciones, planes, proyectos, estrategias, cálculos más o menos racionales, en tal o cual otro terreno, en ocasión de esta práctica o aquella otra.76
Bourdieu no niega cierto cálculo o evaluación en las estrategias. Sin embargo, las asocia con potencialidades objetivas, con aspectos concretos que posibilita o no ciertos proyectos, condicionados por un referente que antecede al actor. Sin duda, no todo es intencional ni todo es rutinario. Lo interesante sigue siendo que, a veces, en ciertos momentos y lugares, existen reacomodos y cambios, más o menos reflexionados y evaluados, en esas prácticas rutinarias, según la experiencia de los actores. Como estrategias, «acciones ordenadas y orientadas»,77 rompen con una práctica rutinaria, pero pueden pasar después a ser parte de una rutina, configurando o reconfigurando nuevas disposiciones (espaciales y temporales).
Contrario a un espacio disciplinario o de distribuciones de carácter restrictivo (a modo de Michel Foucault),78 creemos más bien en un espacio más abierto, no total, donde puedan existir estrategias que den cabida a una serie de alternativas para «salir» o singularizar la tendencia (de violencia y miedo). Siguiendo a De Certeau y Harvey, pensamos en que estas estrategias pueden liberarse más fácil, ya que las prácticas sociales se espacializan, es decir, «no se localizan en el interior de alguna grilla represiva de control social».79 Sobre el miedo, como una forma de dirigir las prácticas del caminar (en el espacio urbano), no existe una forma determinada de andar o no andar, no es paralizante por esos espacios que evocan el delito. Los actores pueden generar alternativas, estrategias, creativas o no, prácticas en todo caso, para hacer frente, soportar o evadir esos espacios. Estructuran alternativas porque usan el espacio en su andar, como su andar, desde sus narrativas y en la práctica. Aquí las calles y los lugares no están «afuera» de la gente y su caminar, más bien el caminar se vuelve calle y lugar.
Los capitales pueden influir en la estructuración de las estrategias. Tales capitales incluso se han trasladado y reflejado en el lugar que la gente ocupa. Los capitales dan ganancias, y si no se tienen, evidentemente, dan limitaciones de localización: de acceso a bienes escasos y deseables, recursos naturales y de consumo básico; trabajo, recursos culturales e instituciones del Estado y del mercado; posición o rango dadores prestigio; y de ocupación, que permite tener alejado lo indeseable (como los peligros o amenazas).80 Es decir que se da una transferencia de un espacio social81 a un espacio físico.
Las formas de caminar la ciudad están determinadas por las experiencias de miedo a ciertos lugares. Dicho temor pasa a ser parte de la percepción, como experiencia, es decir, habitus, que la gente se ha generado en cuanto seres sociales. El habitus nos permite ver cómo se vive el miedo de manera individual, pero también cómo dicha sensación tiene que ver de igual modo con un espacio más amplio, por ejemplo la región como construcción social: «Zona Metropolitana del Valle de México».
Las estrategias para cambiar las formas de caminar la ciudad, por motivo del miedo a ciertos paisajes, están anidadas en el habitus, en cuanto formas de hacer sentido entre lo externo (peligros asociados a lugares) y las formas de actuar (caminar). El caminar se comprende por la dialéctica del habitus, ya que el paisaje, en cuanto espacio físico, se corporiza. De tal suerte que las formas de caminar están estructuralmente especializadas, interiorizando los elementos espaciales del paisaje.
Sin embargo, el miedo tiene que ver aquí con una noción relacional: el caminar con miedo por ciertos lugares puede construir paisajes. Por eso, esta idea aporta no sólo para comprender el paisaje como representación, sino también como construcción material. A decir de Reguillo, el miedo no sólo es percepción, sino, también, una forma de actuar.82 Al mismo tiempo que al caminar con miedo se crea el paisaje, en términos de significado, se es parte del mismo, en cuanto peatón, con una espacialidad específica. Pero el caminar bajo la sensación de miedo (como capacidad autopropulsora) está condicionado por ese sentir, de tal modo que el paisaje que se crea está configurado bajo esa sensación. Es decir: se crean paisajes por la emoción y la acción del miedo.
El territorio, la región y el lugar tienen su propio paisaje. No sólo depende de su base o configuración territorial, sino también (sobre todo) de las emociones y sentimientos, productos de las experiencias individuales. Encontramos que se pueden configurar paisajes del lugar, es decir, de un espacio delimitado que genera confianza y apego. Pero, por otro lado, tenemos paisajes del no-lugar, que es generado por la ausencia de apego.
Con esto comprendemos la estructuralidad del lugar o no-lugar. Ésta no resulta de una relación directa, mecánica o instantánea, sino de mediaciones, por ejemplo: disposiciones (históricas, que se activan en ciertos momentos) de caminar o no en ciertos lugares y de ciertas formas. Pueden ser lugares o no-lugares singulares. Esas disposiciones pueden ser de miedo o de confianza, las cuales se corporizan y pasan así a configurar con su cuerpo el paisaje.
El mismo cuerpo, como objeto y sujeto, pasa a ser parte del lugar o del no-lugar. En sus formas de enunciación, designan miedo o confianza. Son andares que evocan imaginarios, mitos ligados al espacio. Así pues, la categoría del (no) lugar no es sólo la delimitación espacial más acotada de una geografía, ni tampoco es un segmento terminado, como producto final. Puede ser el espacio más inmediato de la interacción, donde lo que permea es la relación estructural entre sistemas: sistema de objetos (configuración del paisaje urbano), sistema de prácticas (como el caminar cotidiano) y la mediación de estos dos sistemas, sistema de disposiciones temporales y espaciales (habitus: confianza o miedo).
De lo anterior podemos decir que el lugar y el no-lugar son categorías socio-espaciales y temporales, que se reinventan, significan y reestructuran en contextos más amplios, más que sólo un punto de localización. Uno no excluye totalmente al otro, las emociones no son totalizadoras sino más bien entran en negociación con otros sentimientos (como el miedo con la confianza) para estructurar estrategias y prácticas del caminar y, junto con ello, configurar paisajes de lugares y no-lugares.
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2 Yi-Fu Tuan, citado en Alicia Lindón, Miguel Ángel Aguilar y Daniel Hiemaux (coords.), Lugares e imaginarios en la metrópolis, p. 13.
3 Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, p. 83.
4 El lugar se puede comprender como «el punto del espacio físico en que están situados, “tienen un lugar”, existen, un agente o una cosa. Vale decir, ya sea como localización, ya, desde un punto de vista relacional, como posición, rango en un orden» (Pierre Bourdieu, La miseria del mundo, p. 119). Esta definición de lugar nos ayuda sólo como referencia espacial (escala), de localización y posición, en términos relacionales, de las personas con objetos que componen la infraestructura urbana: «Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia» (Michel De Certeau, La invención de lo cotidiano 1: artes de hacer, p. 129).
5 Milton Santos, La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo, razón y emoción, p. 68.
6 M. Augé, op. cit., p. 84
7 Citado en epígrafe de Raúl Nieto, Ciudad, cultura y clase obrera. Una aproximación antropológica.
8 Cf. Jean Delumeau, El miedo en occidente.
9 El espacio público es «el espacio principal del urbanismo, de la cultura urbana y de la ciudadanía. Es un espacio físico, simbólico y político» (Jordi Borja y Zaida Muxí, El espacio público: la ciudad y ciudadanía, p. 8). A decir de estos autores, es el espacio público lo que constituye la ciudad: «la historia de la ciudad es la de su espacio público» (idem.).
10 Ibid., pp. 15-25.
11 Michel Foucault, Seguridad, territorio, población, p. 29.
12 R. Sennett, op. cit., pp. 20, 274.
13 Cf. Milton Santos, Metamorfosis del espacio habitado.
14 Jordi Borja, La ciudad conquistada, p. 21.
15 M. Santos, La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo, razón y emoción, p. 68.
16 David Harvey, Urbanismo y desigualdad social, p. 46.
17 «El medio será entonces el ámbito donde se da la circulación. Es un conjunto de datos naturales, ríos, pantanos, colinas y un conjunto de datos artificiales, aglomeración de individuos, aglomeración de casas, etc.» (M. Foucault, op. cit., p. 41).
18 J. Borja y Z. Muxí, op. cit., p. 25.
19 Eric Dardel citado en A. Lindón, M. Á. Aguilar y D. Hiemaux (coords.), op. cit., p. 98.
20 M. Santos, Metamorfosis del espacio habitado, p. 74.
21 Para comprender con mayor amplitud el concepto de territorio, cf. Rogério Haesbaert, El mito de la desterritorialización. Del fin de los territorios a la multiterritorialidad; Robert Sack, «El significado de la territorialidad». Haesbeart hace una importante recopilación y análisis de varias posturas en relación al concepto de territorio para comprender la territorialización.
22 Sobre el concepto de región, cf. Juan José Palacios, «El concepto de región: la dimensión espacial de los procesos sociales».
23 María Ángeles Durán, «Paisajes del cuerpo», en J. Nogué (ed.), La construcción social del paisaje.
24 M. Santos, op. cit., p. 68. Sobre las nociones de paisajes efímeros y fugaces, cf. Daniel Hiernaux, «Paisajes fugaces y geografías efímeras en la metrópolis contemporánea», en J. Nogué (ed.), op. cit.
25 Citado en Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre versus Merleau-Ponty, p. 21.
26 Citado en S. de Beauvoir, op. cit., p. 22.
27 D. Hiernaux, op. cit., p. 255.
28 Jean Baudrillard, El sistema de los objetos, p. 17.
29 José Ortega y Gasset, El espectador, p. 21.
30 Joan Nogué (ed.), op. cit., p. 12.
31 M. Á. Durán, op. cit., p. 32.
32 Cf. Oriol Nel-Lo, «La ciudad, paisaje invisible», en J. Nogué (ed.), op. cit.
33 M. Santos, op. cit., pp. 66-67.
34 Mireia Folch-Serra, «El paisaje como metáfora: cultura e identidad en la nación posmoderna» en J. Nogué (ed.), op. cit., p. 138.
35 Gaston Bachelard, La poética del espacio, p. 38.
36 M. Santos, op. cit., pp. 66-67.
37 Cf. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad; Zygmunt Bauman, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores; Niklas Luhmann, Sociología del riesgo; Joan Nogué y Joan Romero (eds.), Las otras geografías; Gabriel Kessler, El sentimiento de inseguridad. Sociología del temor al delito.
38 Laia Oliver-Frauca, «La ciudad y el miedo», en J. Nogué y J. Romero (eds.), op. cit., p. 369.
39 J. Delumeau, op. cit., p. 28.
40 Ibid., p. 30.
41 Algo que la misma investigadora reconoce: Rossana Reguillo, «Sociabilidad, inseguridad y miedos. Una trilogía para pensar la ciudad contemporánea», p. 70.
42 «[Z]onas seguras e inseguras, lugares con resguardo y lugares desprotegidos, y se ha plagado de dispositivos, guardias privados, y carteles de sitio vigilado que recuerdan a quien los observa que en el entorno acecha una amenaza» (G. Kessler, op. cit., p. 13).
43 Z. Bauman, op. cit., p. 1 (las cursivas son mías).
44 Z. Bauman, op. cit., pp. 11-12.
45 Ibid., p. 12.
46 G. Bachelard, op. cit., p. 39.
47 Henri Bergson, Obras escogidas, p. 49.
48 Ibid., p. 69.
49 N. Luhmann, Confianza, p. 5.
50 Fernando Escalante, El crimen como realidad y representación, pp. 134-135.
51 A. Lindón, M. Á. Aguilar y D. Hiemaux (coords.), op. cit., pp. 39-42.
52 La noción de experiencia metropolitana nos puede seguir ayudando para comprender la relación de los actores y el paisaje, pues nos habla de las prácticas sociales y de las representaciones, es decir, de la dinámica con sentido en un medio urbano, que posibilita esas prácticas y es fuente de creación de representaciones. Cf. Emilio Duhau y Ángela Giglia, Las reglas del desorden: habitar la metrópoli, p. 21.
53 Cf. P. Bourdieu, El sentido práctico, p. 99; Bernard Lahire, El hombre plural. Los resortes de la acción, p. 46.
54 B. Lahire, op. cit., p. 34.
55 J. Delumeau, op. cit., p. 28.
56 P. Bourdieu, op. cit., p. 98.
57 «El capital es trabajo acumulado (en su forma materializada o incorporada, encarnada) que, de resultar apropiado de forma privada, es decir, exclusiva por agentes o grupos de agentes, los habilita para apropiarse de la energía social bajo la forma de trabajo reificado o viviente» (Pierre Bourdieu y Loïc Wacquant, Una invitación a la sociología reflexiva, p. 177).
58 P. Bourdieu, citado en David Harvey, Urbanismo y desigualdad social, p. 239.
59 B. Lahire, op. cit., p. 106.
60 P. Bourdieu, La miseria del mundo, p.123.
61 En la tesis de maestría se trabajó sobre este concepto, que es un intento por consolidarlo. Cf. E. Gálvez Matías, op. cit..
62 «De hecho, es una relación de homología, vale decir de diversidad en la homogeneidad que refleja la diversidad en la homogeneidad característica de sus condiciones sociales de producción, que une los habitus singulares de diferentes miembros de una misma clase: cada sistema individual de disposiciones es una variante estructural de los otros, en la que se expresa la singularidad de su posición en el interior de la clase y de la trayectoria» (P. Bourdieu, El sentido práctico, p. 98).
63 J. Delumeau, op. cit., p. 30.
64 B. Lahire, op. cit., p. 103.
65 P. Bourdieu, La distinción: criterios y bases sociales del gusto, p. 179.
66 D. Harvey, op. cit., p. 240.
67 Es decir, que construye espacio físico, a la vez que este hace posible el caminar cotidiano de ciertas formas. De la misma forma que el caminar sigue siendo una forma de representación espacial de la realidad, en ese sentido, también funciona como un espacio de representación. Evidentemente que esta propuesta es inspirada en lo escrito por Lefebvre en La producción del espacio, sin embargo, la complementamos más delante de este escrito, con la «mediación» del concepto de habitus, al igual que lo hizo Harvey anteriormente. Cf. Henri Lefebvre, La producción del espacio, pp. 90-104; D. Harvey, op. cit., pp. 239-246.
68 Cf. P. Bourdieu, El sentido práctico; B. Lahire, op. cit.
69 P. Bourdieu, El baile de los solteros, pp. 113-115.
70 M. Aguilar y P. Soto, Cuerpos, espacios y emociones, p. 7.
71 M. Augé, op. cit., p. 64.
72 M. de Certeau, citado en D. Harvey, op. cit., p. 238.
73 M. de Certeau, op. cit., pp. 110-111.
74 Nos referimos a un sentido práctico (de repetición, en un mundo práctico), y no de un sentido intencional.
75 B. Lahire, op. cit., p. 225.
76 Ibid., p. 221.
77 P. Bourdieu, El sentido práctico, p. 100.
78 Cf. M. Foucault, op. cit., pp. 145-153.
79 D. Harvey, op. cit., p. 239.
80 P. Bourdieu, La miseria del mundo, pp. 122-123.
81 «El hecho de que pueda presentarse bajo la forma de un esquema bastaría para recordar que el espacio social, tal como ha sido descrito, en una representación abstracta, producida al precio de un trabajo específico de construcción y que proporciona, a la manera de un mapa, una visión a vista de pájaro, un punto de vista sobre el conjunto de puntos a partir de los cuales los agentes ordinarios (entre los cuales se encuentran el sociólogo o el propio lector en sus conductas ordinarias) dirigen sus miradas al mundo social» (P. Bourdieu, La distinción: criterios y bases sociales del gusto, p. 299).
82 R. Reguillo, op. cit., p. 71.