No existe ningún personaje en este altiplano, sólo personas que interpretan sus papeles específicos en la vida real: aquí los retos no son simplemente importantes, sino vitales. Los conductores de canoas y sus asistentes se sacuden y no dejan de hablar, los vendedores ambulantes atraen la atención de los transeúntes y de los pasajeros que se disponen a abordar o a desembarcar, los tolekistes —conductores de bicitaxis— y los motociclistas, que es posible contar por decenas a lo largo del camino que bordea el río, se encuentran en estado de alerta, con sus manos no lejos de los manubrios de las motos y las bicicletas. Aquí hay venta de todo: cigarros, gasolina, chivos, ropa, agua en bolsas… Observo a un lado varias cabinas públicas hechas con madera reciclada, unas junto a otras o puestas bajo una sombrilla, pero también varios de esos famosos «Malewa», restaurantes ocasionales de estilo congolés. La escenografía está lista, el decorado es fruto del abandono. La luz es natural y la escenificación está construida de forma orgánica alrededor de un enorme desorden que constituye a su vez su orden establecido. El ajetreo está presente: una radio amplificada por aquí, una disputa por allá, los traqueteos de unos a un lado de las risas de otros, incluso las canoas motorizadas y de zaguales que se preparan para ir y volver se golpean a merced de las olas. La única motivación para todos: el estómago y los bolsillos vacíos, que estimulan la suficiente adrenalina como para buscar unos doscientos o quinientos francos congoleses más. Y para hacerlo cada quien tiene su estrategia: la amenaza para los «hombres uniformados», el encanto para los «pasatiempos» de Malewa, la negociación para los vendedores ambulantes, el estacionamiento para los bicitaxis y las motos, la música pegajosa para los «jovenzuelos», la predicación bíblica para los «hombres de Dios», pero también la astucia y el robo, la sonrisa y los guiños. La audición es perfecta. Mi mirada es sacudida por los más jóvenes de los tolekistes: sin rodeos ni máscaras, sus caras relatan su duro combate por la supervivencia, y las pantorrillas endurecidas indican el kilometraje que llevan en el medidor.
Pero hoy vemos que sucede algo extraordinario: la presencia del alcalde de la ciudad.egada protocolaria, grandes carros, guardaespaldas, prensa. Está aquí para inspeccionar aquellas importantes obras de la carretera que él es el único en ver, porque nada parece haber empezado en esta calle que se encuentra completamente en ruinas. Con saco y corbata, con gafas UV Ray Ban, la estrella en ascenso de la política local da un paso decidido e insatisfecho, levanta una pala y pone en acción sus músculos de burócrata mientras que la cámara de la cadena nacional hace zoom en cada una de sus acciones y gestos. «¡Corten! Tenemos que volver a hacer la última toma. Sonría un poco, señor alcalde: ¡toda la población lo verá en el noticiario de la tarde!». Sí, lo verá si es que llega a tener electricidad. Mientras se disponen a volver a hacer la misma toma, escucho a una mujer que pregunta a su hijo: «Djo nani tena ule?». ¿Quién es ese hombre? Así es, a falta de electricidad y de vínculo directo entre la administración y los administrados, el alcalde es para muchos sólo un nombre, una voz sin rostro.
Se trata de otra razón para que —como el resto de la gente alrededor de mí— me ocupe menos de él. Por otra parte, en lugar de prestar atención al lujo que tienen los políticos para realizar una y otra vez algunas tomas falsas de un largometraje hacia el poder, la gente debería concentrarse en sus vidas. Pero esto no cancela el sentimiento «¡Al diablo!» que circula por toda la atmósfera. Me encuentro allí desde hace ya una hora, como un observador observado, ovni, solitario con la mirada evasiva y la mente vagabunda. A mi derecha, la fachada del hotel Palm Beach, y a mi izquierda, la catedral de Kisangani con su escalera de diecisiete escalones que vigila a una estatua de Jesús con los brazos completamente abiertos, vestido sólo de blanco, casi diciendo: «Karibu apa Kisangani!». ¡Bienvenido a Kisangani!
Sean todos bienvenidos a mi Kisangani, ¡la única ciudad donde se encuentra un cartel a la entrada que tiene escrito «Bienvenido a Kisangani» tanto al derecho como al revés! Por lo cual deben entender que son bienvenidos aquí tanto al llegar como al marcharse… Miro el río y también hace lo mismo, y eso me recuerda por qué había venido aquí: tengo en mi mano derecha una carta que enviaré a un gran autor de este siglo, «viajero, observador del Tercer Mundo, calumniador de sociedades inacabadas que nacieron de la colonización». Y en la izquierda, tengo el peso de más de 320 páginas de su libro en su versión francesa: À la courbe du fleuve.1
No obstante, esta carta me parece todavía más pesada o severa. Tal vez una última lectura ante la curva del río Congo en Kisangani podría aligerarla… Toleka.2 Me pongo en marcha.
* * *
Querido Naipaul,
No nos conocemos, pero como compensación he optado por leerte. Te escribo lo que pienso, sé que podrás comprender mi espíritu de exiliado y de vagabundo.
Después de todo, todos somos autores, de calibres diferentes, de generaciones diferentes, de razas diferentes, de nacionalidades, de edades diferentes, casi en todos los puntos diferentes. Si te preguntas si esto es un juego, te respondería que sí. Escribir es ya un juego, pero uno de los más peligrosos. Es peligroso pintar una sociedad haciendo malabares entre la verdad y la ficción, y sólo nosotros sabemos estimar la distancia que tomamos entre las dos. Precisamente por razones de posición geográfica, algunas lecturas nos leen de cabeza, otros toman todo a la letra, o bien no captan el mensaje detrás de las trampas de los juegos de palabras. Tengo algunas preguntas: ¿piensas que tu novela consiste en tu «propia» observación sobre una ciudad en el corazón de África a través de Salim, el personaje principal de esta novela, o uno debe como muchos de esos expertos considerarla como una pintura de un continente completo, África? A veces tengo la impresión de que, para algunos, África sería un país enorme de negros, donde los africanos serían sus habitantes, y los cuales hablarían un solo idioma: el africano. Eso es feo. Es claro que África tiene sus problemas, pero las realidades son diferentes; pienso que todas tienen que ser contextualizadas, incluso en Lubumbashi, Kinshasa o Kisangani, tres ciudades de un solo país, tres facetas entre muchas de la realidad congolesa. Pero ¿estoy autorizado a decir todo esto a una pluma que está rodeada de éxito, de honores, del premio Nobel de literatura? Yo, un simple descendiente pequeño de nativos libres, que fueron convertidos en esclavos, después colonizados, ex-colonizados, independientes, casi libres, congoleses por un corto instante, ciudadanos zaireños durante treinta y dos años bajo el reino de aquel hombre que tú llamas el «Big man».
Por mi cuenta, me volví congolés después del golpe de Estado de un líder rebelde que se volvió presidente, después héroe tras su asesinato, relevado por su hijo que surgió de las sombras, que se volvió presidente por nostalgia del deceso de su padre. Se volvió presidente después de las primeras elecciones que algunos llamaron libres, transparentes y democráticas desde la Independencia, después obtuvo un segundo y último mandato que, por otra parte, se acabó en noviembre, a menos de que se las vaya arreglar para obtener un tercero… Como tú sabes, las decisiones dictadas por el poder central en Kinshasa influyen mucho sobre las vidas de cada habitante de la ciudad de Zabeth, es decir, también sobre mi futuro, como también fue el caso para Salim. Sabes, al igual que él, yo también busco volverme alguien para no ser nada. Y para eso existen dos caminos: entrar en el sistema o nadar a contracorriente. Y conoces la elección que tomaste para Salim.
Hablemos un poco de esta ciudad anónima donde tu À la courbe du fleuve confeccionó su escenario, Kisangani. Sí, esta ciudad cuenta definitivamente con un nombre. En realidad, tiene varios: Kisangani, Boyoma, Singa Mwambe, ciudad Martirio, ciudad de la Esperanza, ciudad de las Bicicletas y la lista no es exhaustiva. Sin duda tú habrías podido nombrarla como a ti te hubiera gustado, ¿no? Para mí, es mi madre adoptiva. Hace ya siete años que llegué a ella, triste, perdido, lleno de dudas y de desconfianza, confuso y con la cabeza repleta de clichés que tomé de Wikipedia, Google, blogs y viejas publicaciones de periódicos nacionales e internacionales que nunca debí haber leído. Adiós Lubumbashi. Adiós a tu rutina tierna y aburrida… Bienvenido a Kisangani, ¡aquí la cosa se mueve! La cosa se mueve, el tiempo pasa, los políticos se joden, la población se jode y yo, yo bailo con el ritmo de las manecillas de mi reloj.
Naipaul. Estoy enamorado de una ciudad en ruinas. Gracias a ella coqueteo con el infierno y no me quejo de ello, pues mi pequeña lucha por la supervivencia se alimenta de él. Sabes, Salim es un personaje muy interesante porque no es ni africano ni europeo. Sin embargo, me habría gustado asignarle mis ojos. Los ojos de un congolés que, desde su llegada a Kisangani, tiene la impresión de haber entrado en otro país y que obtuvo finalmente la nacionalidad congolesa experimentando los problemas verdaderos de la mayoría de los congoleses, experimentando el infierno, resintiendo la crisis económica que atraviesa a este gran país de 2 345 409 km2 dentro de un bolsillo pequeño de apenas quince centímetros de profundidad. Y desde ese 18 de noviembre de 2008, continúo resintiéndola. Sin embargo, en esa época, con 19 años, tenía cerca de mil dólares estadounidenses en el bolsillo, creo que eran para mi funeral. En realidad, dinero triste que recibí de mis cercanos. Todo estaba claro en sus miradas: «Adiós Dorine, toma este dinero porque no sabemos si volveremos a verte… En Kisangani continúa la guerra y hay muchas epidemias». ¿La guerra y las epidemias? Sí, las hay. Están justo enfrente de mí, en ambas costas de la curva del río. Sentado en el último escalón de la escalera de la catedral de Kisangani, las veo paralizar a la población: esta guerra y estas epidemias mentales inoculan sus respectivos «virus de la espera». Eterna espera de un futuro reluciente, desde hace mucho tiempo prometido por largos discursos políticos, por chifladas predicaciones bíblicas e incluso por nuestros sueños más locos.
Eterna espera de todo. Habrá que esperar mucho tiempo. Esperar por el desarrollo tan esperado de una educación que sea digna de un país del siglo xxi, por la esperanza aún encallada en el lodo y por la libertad de nuestros sueños torturados por la política y los medios de comunicación, por la realización de las cinco obras de Kabila (Educación, Salud, Agua, Electricidad e Infraestructura) que han pasado desde entonces por cinco senderos, cinco atajos que terminaron siendo callejones… Esperar por la revolución a través del arte y la rebelión del pueblo, por un salario decente y unas tasas bancarias que beneficien a todos, por postes iluminados cada noche y por un agua potable para todos… Sí, habrá que esperar. Entonces continúo esperando mientras miro el río. Y mientras el pequeño pueblo continúa esperando, muchos Salim han dejado su India querida o su tierra natal para buscar fortuna en aquello que tú llamas una ciudad que casi había dejado de existir. Y sí, en las ruinas, la fortuna ya aprendió a crecer como los champiñones. Los estadounidenses y los europeos lo comprendieron bien, en lo cual coinciden hoy con los chinos que se encuentran ahora a la cabeza de este rally de «¿Quién hará crecer más árboles de dólares sobre los escombros de las ciudades por sus colonizadores?». Estos últimos me impresionan porque ningún sector se les escapa, ni siquiera la venta al por menor, a pesar de todo usualmente reservada a los nacionales.
Entonces Naipaul, ¿piensas que Kisangani habría tenido que permanecer bajo el yugo de la colonización para estar mejor o incluso ser mejor? ¿Sabes que Kisangani se ha comenzado a llamar ciudad Martirio? Y ¿que son los políticos quienes la rebautizaron ciudad de la Esperanza para volverla otra vez atractiva? Y podría decirse que funcionó. Pero volvamos a tu novela. Sabes, leí al Naipaul «pintor de sociedades inacabadas que nacieron de la colonización», pero tú estarías interesado en leer al Naipaul «pintor de las viejas sociedades africanas que existen bastante antes del supuesto descubrimiento de África, aniquiladas, desmanteladas, asesinadas, irremediablemente estremecidas por la colonización, su pretensión y sus excesos». ¿Una utopía? Blasfemia, me dirán algunos. Pues tu novela se ha vuelto uno de los grandes libros jamás consagrados al continente africano. Así pues, aplausos mi estimado, si consideramos que ningún libro del género, escrito por un africano, podría competir con el tuyo. ¡Aparentemente! También parece que se debe a tu despiadada exactitud, tu mirada afilada de outsider, tu sentido de observación y del detalle, tu pluma vedette, tu gusto por la aventura.
Para acabar, me gustaría hacerte saber que desde que llegué a esta ciudad, no dejo de buscar mi lugar, un poco como todo el mundo aquí. Busco mi camino a través de un montón de ruinas, heredadas de los conflictos que dejaron marcas casi indelebles en las paredes de la ciudad y las arrugas en los rostros de los boyomais,3 incluso extrañamente en aquellos que nacieron después de la última guerra… No es posible revivir todo esto más que en los ojos de los demás. Es difícil. Pero me quedo porque pienso que la alegría y la felicidad son posibles aquí tanto como en Kinshasa, Nueva Delhi o Londres. Incluso frente a este abandono, la felicidad de vivir se crea. Mi único combate cotidiano es arrancar mi derecho a soñar y a vivir mis sueños, y esto significa nadar a contracorriente. Lo más importante es lo que siento por esta ciudad y la lucha que me ofrece: una lucha noble. Me detendré ya, pero te escribiré de nuevo cuando tenga la certeza de haber sido leído.
Que te vaya bien.
Kisangani, 19 de diciembre de 2015
* * *
Me hizo falta un minuto de silencio para darme cuenta de que el tiempo había avanzado bastante deprisa. «Hace ya horas que estoy aquí». Los mosquitos me advierten que están listos para sentarse a la mesa mientras varios bichos coristas se unen a los sapos para un recital. La vida nocturna de Kisangani inicia. Lentamente el cielo se pone su bello abrigo estrellado mientras Kisangani se escinde en dos, como cada tarde: la iluminación parcial para Kisangani a la costa derecha y sus cinco municipios, y la oscuridad total para Kisangani a la costa izquierda y su único municipio, Lubunga. Y pensar que el río y su potencia podrían iluminar toda África. Pero, ¿dónde está el Sr. Alcalde para oír esto? Se ha ido, como todos los actores que animaban este lugar hasta hace poco, en esta costa donde la hora corresponde a las cuentas y los inventarios. Los últimos bicitaxis y motos llevan a los últimos clientes, los transeúntes comienzan a ser pocos y las últimas canoas se marchan para no volver. Por suerte, de este lado, algunos focos y proyectores se prenden ya en los edificios. No es el caso en la costa opuesta: Lubunga ya está sumergido en un negro veneno que paraliza la vida de esta esquina de la ciudad desamparada desde hace decenios. Todo está en la oscuridad, ya nada queda de él, ni siquiera ya la sombra de la esperanza. ¡Algunas horas han bastado en Lubunga para pasar del desamparado al abandonado, del abandonado al olvidado, del olvidado al inexistente! «Nosotros ya somos negros, esto es lo que nos sumerge más en la oscuridad», me susurra el viento. No me atrevo a imaginar lo que mis amigos del otro lado veían mirando la costa donde yo me encuentro. Isaac, Dorcas, Agha, Alain… ¿Qué ven ustedes? ¿El paraíso? ¿Una especie de París de tipo boyomaise? ¿La felicidad? ¿Las cinco obras en marcha del presidente Joseph Kabila? ¿Los beneficios de la colonización? O ¿la negligencia colonial que ignoró olímpicamente los factores geográficos y culturales a la hora de cortar su gran pastel? ¿La injusticia? ¿El olvido de los políticos? O simplemente se dicen a sí mismos que ustedes también la merecen. Que ustedes merecen también un poco de luz y de agua potable.
Me habría gustado tener sus ojos para escribir otra carta, una carta a los responsables de este abandono infligido a esta parte de la vida. Ésa sería otra historia… En el acto, me avergüenza estar debajo del proyector de la catedral mientras algunos niños, del otro lado, temen que la oscuridad les robe sus sueños, y aun así es todo lo que les queda. Ahora debo volver a mi casa en la avenida 10 bis del municipio Tshopo, no lejos de la presa Tshopo. Me queda así sólo la pena de pasar el rato durante veinte minutos de caminata, antes de llegar, preguntándome también si encontraré electricidad.
Traducción del francés:
Alan Cruz
© Dorine Mokha, «De la courbe du fleuve», en Foreign Affairs. Investigating spatial phenomena in rural and urban Sub-Saharan Africa, Baerbel Mueller (ed.), publicado por Birkhäuser Basel, 2017.
2 Bicitaxis en el Congo antes referidos, mezcla entre triciclo y carretilla. Toleka significa en lingala «pasemos». [N. del T.].
3 Relativo a Kisangani, en este caso, a sus habitantes. [N. del T.].