En Nigeria tienen un dicho: «Aquel que se aventura a la tierra de los muertos, debe estar listo para bailar con espíritus de la noche». Es una frase que parece hecha al molde de Hillbrow y su denso submundo de la droga.
Cualquier corazón temerario que haya osado andar por este barrio de Johannesburgo después de las 10 de la noche, sobre todo en fines de semana, estará de acuerdo en que este baile podrá tener coreografías intrincadas y, a menudo, fatales.
Mientras camino por la avenida Louis Botha hacia la calle Empire, me pregunto qué hace toda la gente que pasa el rato al lado del ya clausurado hotel Mimosa y la gasolinería aledaña.
Es imposible no notarlos, revestidos con ostentosas cadenas y brazaletes tan brillantes que podrían hacer que un ciego recupere la vista. Visten mezclilla azul de importación, camisas de seda ajustadas que resaltan unos músculos que asustarían a cualquier raterillo, así como pesadas botas Caterpillar o tenis Puma, Adidas o Nike, siempre blancos y relucientes.
Para rematar, suelen estar apoyados contra algo, las piernas y los brazos cruzados, los ojos escaneando el entorno mientras hablan casi a gritos.
A lo largo de la calle Jagger, a tan sólo un disparo de rifle de distancia del Hotel Mimosa, hay más edificios donde estos espíritus de la noche aparecen al acecho. Por la calle Banker, cerca de Louis Botha, está el Hotel Safari. Los espíritus de la noche reinan con superioridad afuera de sus peculiares puertas. Continúo bajando por Twist, cruzando Van der Merwe, pasando una sucesión sin fin de hoteles residenciales clausurados y altísimos edificios de departamentos. Todos sabemos quiénes son los muchachos que merodean aquí.
Bajando por la calle Pretoria, después hacia el este en Abel, pasando Tudhope hasta el cruce con Lily, a la vuelta de la esquina hacia Soper. El patrón continúa: hoteles y edificios de departamentos «cerrados», pero ocupados, como muchos otros edificios del área, en su mayor parte por nigerianos.
La verdad es que los vendedores de droga tienen bien mapeado Hillbrow. Es suyo y no se irán pronto. Muchos de los edificios son propiedad de barones de la droga nigerianos y se los prestan solamente a los dealers, los padrotes y las prostitutas. Cerrar los edificios no solucionará nada. Pregúntenle a la asamblea de la ciudad y estarán de acuerdo. Los vendedores de droga mutan.
Conocí a un nigeriano después de misa en la Catedral Católica de Cristo Rey, en Doornfontein, y le pregunté si podía conectarme con alguien que moviera drogas para pasar la noche y ver cómo se hace el negocio.
El nigeriano se hace llamar James, aunque su verdadero nombre es Iyke. Es dueño de una tienda de reparación de televisores de la que vive de manera honesta, o eso dice. Después de llegar a Sudáfrica en 1995, vendió drogas en el famoso Hotel Statesman en la calle Joel, cometió un asesinato, y entonces decidió enderezarse.
Muchos de sus compatriotas también anhelaban vidas rectas, pero, oh sorpresa, no tenían lo necesario para bailar con los espíritus. Sus restos están ahora en algún cementerio, nunca volverán a ver su casa. Otros están atrapados dentro de la cárcel de Diepkloof.
El contacto de James es Emmanuel, quien vende arroz y guisados a un costado del Hotel Mimosa. Todos tienen miedo de caer en una trampa, así que programamos una cita en casa de Emmanuel. James me dice que será el miércoles a las 7 de la noche.
Es miércoles por la noche. Emmanuel, cuyo verdadero nombre es Chibike, vive en un piso en el Hotel Park Lane. Usó la identificación de su novia sudafricana para conseguir el lugar después de que la administración del hotel purgó a los nigerianos unos años atrás, culpándolos de la falta de higiene del hotel. La administración también argumentó que la policía había destruido la puerta en varias ocasiones buscando vendedores de droga. Todo a expensas del hotel.
Dentro de su departamento de soltero en el séptimo piso, Chibike apaga las luces y enciende una vela. Abre la gaveta de una mesa pequeña y saca una delgada pistola de 9mm. Mi corazón empieza a bailar en mi lengua. Estoy solo. Ikye se fue poco después de presentarme a Chibike.
«¿Quieres volverte un chingón, carnal?», pregunta. Sus rabiosos ojos rojos perforan los míos en un intento por descifrar mis motivos.
«Sólo por una noche», tartamudeo yo, recorriendo el cuarto con la mirada en busca de la salida más cercana. Me da la pistola con un movimiento repentino.
«¿Has disparado una antes? Es decir, a alguien». Antes de que pueda responder me hace un gesto para que le devuelva el arma. Entonces empieza la demostración. En la calle nunca sostengas la pistola con dos manos: sólo los putos y las mujeres hacen eso. Nunca sostengas la pistola con una mano mientras la otra la sostiene debajo: muestra que tienes entrenamiento militar.
Dado que la calle es tan vasta e impredecible, y puedes encontrarte rodeado, deberías sostener el arma con una mano, rociando balas a la persona que te puso la trampa, mientras usas la otra para alejar a otros atacantes, y todo el tiempo usando tu cabeza para ver cómo escapar del desmadre.
Chibike se me acerca y palpa mis brazos. Cerca de 2 kilos de músculo en reposo en cada uno. Mi pecho casi 6 kilos. Mi estatura: 1.83 metros. «Mano, Ikye me dijo que solías jugar futbol. La calle es como el futbol. Tienes que ser más fuerte que otros güeyes si un adicto le cae», dice a la vez que agrega que con un buen físico puedes ganar control de un área.
Después de examinarme para estar seguro de que no le estoy tendiendo una trampa, Chibike acepta llevarme a la calle el viernes al final de mes. Hablamos en pidgin, inglés y un poco de ibo. Mientras me precipito fuera del cuarto, me advierte una vez más qué le pasa a las personas que le tienden una trampa.
Paso varias horas en el gimnasio el jueves. El viernes por la mañana leo Eze va a la escuela, de Chinua Achebe, para prepararme mentalmente y pulir mi conocimiento de la sociedad nigeriana.
Es un frío viernes por la noche. La puerta se abre. Chibike está ocupado cortando pedazos de piedra en puntos más pequeños (atuke en ibo callejero y orgu en ibo de verdad). Cada punto cuesta cincuenta rands. La empaquetada comienza.
Chibike se acuesta en la cama boca abajo. Su novia alinea pequeñas piedras blancas amarradas en bolsas de plástico azules sobre su espina dorsal. Después las embarra de yeso y aplica yodo.
Es un truco para engañar a la policía. No suelen buscar en la espalda de la gente, así que es ahí donde los vendedores esconden la mercancía. Si llegaran a buscar en la espalda, el policía olería yodo. El vendedor le dice que acaba de salir del hospital de una operación de espalda. Para agarrar una piedra sólo necesitas pretender que te rascas la espalda mientras despegas un lote.
Lo siguiente son los zapatos de Chibike. Las suelas se desprenden y las piedras se ocultan en la cavidad. Esconde la 9mm dentro de sus calcetines y me entrega un revólver.
«Me dicen que eres católico y cantas liturgias en latín durante la misa de las 11 de la mañana. Me encanta escuchar latín en misa. Di unas plegarias en latín… Pueden ser las últimas que tengamos», me dice mientras se faja una camisa negra y azul de buena calidad y se empieza a poner una chamarra de cuero negra.
Jadeo y después tartamudeo: «Deus in adjutorium meum intende. Domine ad adjuvandum me festina. Amen». (Oh Dios, ven en mi ayuda. Oh Señor apresúrate a ayudarme. Amén). Todos gritamos amén y hacemos el signo de la cruz.
«Vamos a hacer dinero, mi carnal».
Le hacemos la parada a un taxi frente al Hillbrow Inn. Chibike dice que los vendedores en el Inn abastecen a las prostitutas y a los padrotes, así como a los clientes del Club Summit. Señala a dos tipos recargados en la pared fuera del Inn. «Son sudafricanos. Venden mota».
Mientras el taxi espera a que el tráfico se libere en Claim, Chibike me señala a un grupo de niños debajo de un árbol, a un costado del albergue para niños de la calle de Twilight en la esquina con Van der Merwe. Me dice que venden mandrax.
Un hecho de la escena en Hillbrow es que cada vendedor se dedica sólo a un tipo de droga. La cocaína es de los nigerianos. El mandrax y la mariguana son vendidos por los sudafricanos. No intentes preguntarle al vendedor equivocado el tipo incorrecto de droga, en particular de noche.
Los vendedores de cocaína te dirán que hay dos tipos de adictos: los limpios y los sucios. El tipo corporativo es un adicto limpio. Los vendedores dicen que suelen ser blancos o indios. Las prostitutas, los padrotes, las strippers y los miembros de la nueva comunidad gay negra y de color son conocidos como adictos sucios.
¿Cómo se les asignan nombres? Es sencillo: los adictos limpios no pierden el tiempo regateando con los dealers para que les vendan media piedra de cincuenta rands. No intentan intercambiar tenis, televisiones en blanco y negro o sexo a cambio de drogas. Ni siquiera entran en Hillbrow sin antes hacer un par de llamadas. En resumen, como los vendedores nigerianos dirían: «Los adictos limpios no pagan con monedas».
En Hillbrow hay muy pocos adictos nuevos. Si encontraras a alguno, estaría acompañado por un conocedor que ubica el terreno y ya tiene un surtidor.
Hay un riesgo alto en comprar o vender drogas, incluso para vendedores de temporada y sus clientes. Nadie se apresura a un coche que pasa por la calle. Tienes que esperar a que el coche baje la velocidad y a que el conductor baje su ventana y haga una seña de «cinco» o de «diez» con sus dedos para indicar qué tanta cocaína quiere comprar. «Cinco» es una piedra de cincuenta rands y «diez» son dos. No saber este código ha costado vidas.
Los adictos limpios son los que mejor pagan a los vendedores, pero también su peor pesadilla. Es fácil que un adicto limpio haga que un vendedor caiga en una trampa para llevar a cabo un gran arresto. Sin embargo, es fascinante observar cómo los vendedores se acercan a un adicto limpio.
Para prevenirse de lo que podría ser una trampa, un vendedor coloca una piedra de cincuenta rands en su boca, su dedo índice en el gatillo de la 9 mm dentro de su chamarra y su mano derecha en el techo del auto mientras habla con el comprador. Cuando el adicto le da cincuenta rands, el vendedor escupe la droga al coche.
Los riesgos siempre están ahí. Un vendedor puede engañar a un adicto vendiéndole jabón envuelto en plástico.
O un adicto puede dar dinero falso al vendedor y pisar el acelerador con las drogas. Rara vez se estafan el uno al otro al mismo tiempo. Si esto sucede, el vendedor dice: «Cuando un ladrón le roba a otro ladrón, el diablo sonríe».
La policía suele agarrar a los vendedores de la garganta para evitar que se traguen la droga, pero entonces el dealer podría sacar un arma. Los vendedores solían meter la cabeza y las manos al auto para recolectar el dinero y hablar con el cliente, pero esto demostró ser fatal en más de una ocasión.
Afuera de la gasolinera de Louise Botha, Chibike me presenta a un grupo de hampones. Algunos usan pasamontañas para guarecerse del frío. Todos me dicen «nigga».
Mientras Chibike se apresura hacia un cliente en un Mercedes-Benz negro, un hampón llamado Chinedu se me acerca. «Si eres nuevo en el bisne pienso que tienes que empezar hablando con los adictos sucios. Algunos de los adictos sucios te traerán a uno limpio algún día si los tratas bien, el dinero empezará a llover en menos de un mes».
Chinedu dice que es de Abba, al este de Nigeria. Me dice que la idea de pasar el resto de su vida detrás de las rejas es lo que más asusta a vendedores como él.
«Nigga, escúchame, haz lo que te sea posible para no acabar en la cárcel en este país. Nuestra gente está lista para pagar miles de Bushes [dólares] para evitarla. Si te entamban, págale a la policía. Al final, puedes hacer diez mil Bushes en menos de un mes».
También me entero por Chinedu de que los vendedores de droga son en extremo supersticiosos. Por ejemplo, creen que si matas a alguien no debes permitir que la sangre de la víctima toque ninguna parte de tu cuerpo, porque el asesino heredará los pecados de la víctima.
Chibike regresa pronto, me lleva detrás de una farola y me da trescientos rands a esconder dentro de una gorra negra especial que me había dado. Me dice que la policía de Hillbrow se ha vuelto astuta. «Saben que siempre escondemos dinero en nuestros calcetines o dentro de nuestros zapatos. Para sobrevivir en Hillbrow tienes que estar un paso adelante de la policía todo el tiempo».
Después alcanza sus zapatos, abre la suela derecha y vacía el contenido sobre su gigantesca palma. Me entrega una navaja y me pide partir las piedras a la mitad.
«Ya pasó la medianoche», me dice. «Los adictos sucios pronto vendrán. Los shows de strippers en los hoteles cerca de aquí empiezan a la 1 de la madrugada. Tienes que empezar a ganarte a los adictos sucios. Vamos, déjame mostrarte cómo se hace».
Me advierte: «No escuches las historias de los adictos sucios y observa a la policía», a quienes, ahora me entero, se les dice «serpientes» (eke o aguo en ibo callejero).
Venderle a adictos sucios requiere un método diferente. Después de partir cada pedazo de piedra de cincuenta rands en dos rocas de veinticinco, escondemos las drogas debajo de adoquines sueltos en el pavimento cercano.
Cuando un adicto sucio se acerca, tienes que ser amigable, recibir veinticinco rands (varios adictos te jurarán que sólo tienen veinte, para sacar otros veinte cuando acaban de conseguir la primera piedra) y señalar un adoquín específico. El adicto levanta el adoquín y se va con la mercancía. De este modo los dealers se previenen de caer en una trampa.
Mi primer cliente es Amanda, una stripper del Club Summit. Su rostro desaliñado cuenta la historia de alguien que ha estado intermitentemente en rehabilitación antes de sucumbir a la letal llama del crack. Ya roza los cuarenta y Chinedu me cuenta que solía trabajar en la estación de policía de Hillbrow.
«¿Dónde está Tony? No voy a hablar con nadie que no sea Tony», chilla la sucia trigueña. Chinedu empieza a ladrar, apuntando hacia mí. «Aquí está el hermano de Tony. Puedes comprarle a él. ¿No tenemos lo mismo que Tony o qué?».
Los traficantes de cocaína son conocidos por sus clientes como Mike o Tony. Chinedu dice que suele suceder que un adicto nuevo en la escena aparezca preguntando por un Tony, sin saber que tiene en frente a un montón de Tonys: «Tony me trata bien. Me regala una pipa y no me la cobra. ¿Eres el hermano de Tony?», me pregunta, borracha e irritada. Me pasa quince rands. «Es todo lo que tengo, pero te prometo que regresaré con el resto. Traeré a mis amigas».
Decido apostar sin decirle a Chibike. Amanda se tambalea hacia la oscuridad. Para las 3 de la madrugada está de vuelta. Por una vez una adicta dijo la verdad. Viene con otras tres chicas.
«Éste es…».
«Nigga, el hermano de Tony», termino su oración. Una de las señoritas saca un billete de cien, diciendo que no quiere volver a salir porque hace frío. La otra me da veinte y Amanda saca cincuenta.
Están de vuelta media hora después.
Para las 5 de la madrugada ya perdí la cuenta de qué tanto dinero tengo conmigo. Me estoy empezando a desanimar.
Chinedu y otros traficantes se me acercan. Escucharon que hablo algunos idiomas. Han estado buscando a un agente comisionado en Brasil (Obodo Pelé en ibo callejero).
Chinedu dice que él y los demás sólo pueden hablar ibo y un poco de inglés, y debido a ello tienen problemas controlando los negocios de quienes hablan portugués. Como resultado, el flujo de drogas hacia Sudáfrica ha estado marcado por percances; varios dealers han sido atrapados en América del Sur y varios representantes de los cárteles han escapado con gigantescas sumas de dinero.
«Si tuviéramos a nuestros hombres allá, seríamos capaces de empezar nuestro propio grupo y sacar a los intermediarios que siempre nos fallan», dice uno de los traficantes. Y están dispuestos a pagar.
Siempre están en busca de «raza que es seria acerca del bisne»: representantes legales, dealers, agentes para estacionar en América del Sur, distribuidores de droga, banqueros de confianza, dueños de antros que les permitirán la venta a sus clientes.
Pero antes de ser seducido por sus promesas de riqueza, Chibike llega. «Son las 6. Vámonos. Otro grupo está por llegar».
De vuelta en Park Lane contamos nuestras ganancias. Yo hice más de mil rands, mientras que Chibike se armó de más de cuatro mil quinientos. Su novia, mientras tanto, preparó ollas enormes de arroz y guisados para que Chibike venda en la acera. Un plato cuesta cinco rands. Esta operación hace más de dos mil al día.
Nos servimos dos platos. Los pasamos con bebidas suaves. Chibike dormirá dos horas; tiene que estar listo para vender arroz y guisados para la 8 de la mañana. Termina a las 3 de la tarde, va al supermercado a comprar lo necesario para el día siguiente y después se dirige con «los blackies para cambiar rands por Bushes».
Los traficantes llaman todas las divisas que cambian como el líder del país. «Bush» es su caló para dólares. La libra esterlina se conoce como «Tatchers». Los países llevan nombres de grandes personalidades, por lo que a Brasil se le dice «Pelé».
Estos nombres son usados tanto para engañar a los policías como para determinar quién viene a tenderte una trampa.
«Blackies», traficantes del mercado negro: son senegaleses que cambian rands por otras divisas. Chibike quiere que lo acompañe.
El mundo de los blackies es intrincado y turbio, tal vez incluso más que el de los traficantes de droga. Es por eso que su historia no ha sido escrita. El baile de los espíritus nunca descansa.
¿Alguna vez has sentido el escalofrío helado del cañón de una pistola en tu cráneo, tipo ejecución? Cuando tienes un arma contra tu cabeza, pensar parece imposible. Ninguna respuesta coherente aparece frente a las interrogantes que tus asaltantes formulan. Tus sesos vaporizados, como hace diez minutos.
Después sucede lo imprescindible. Te empieza a dar migraña. Yo la llamo «migraña omega». El tipo que supera a todas las migrañas que has tenido en esta tierra, como si dijera: tus migrañas terrestres se acabaron.
He tenido un arma contra mi cabeza en dos ocasiones. En Kingston hace unos años, fuera de un antro en el gueto. Dos matones jamaicanos pensaron que encontraban al Hada de los dientes conmigo. Querían un reloj Rolex, tarjeta de crédito, monedas o cualquier cosa vendible. La Uzi no escupió ninguna bala. No estaba cargada. Idiotas.
Adelantemos la película. Parque de Kempton. Las armas están cargadas. Es Sudáfrica. No hay titubeos. Son traficantes rusos del mercado negro. Tres de ellos con las armas listas se paran a mi alrededor como una manada de lobos hambrientos sobre un becerro. Estoy desamparado, semidesnudo en una suave sábana rosada, en la que, momentos antes, una rubia rusa me daba un masaje. Pronto se cubrirá de sangre. Sé que el fin está cerca. Puedo olerlo. Estoy seguro de que una tumba ya tiene mi nombre grabado.
Con pistolas apuntándome dentro de un nido de amor irradiado con la dulce fragancia de aromatizante y el Chanel de la rubia, mis emociones se vuelven premoniciones horribles mientras trato de recordar la odisea que me hizo acabar aquí.
Es verdad: en el momento de la muerte, tu pasado arremete contra ti a la velocidad de la luz.
Como muchos escribanos, rehúso ser vacunado con lo que los antiguos eruditos griegos llamaban «ceguera voluntaria» o, como quienes se arrastran por el submundo dicen, «no te metas donde no te llaman».
Si no me hubiera interesado en los inquietos personajes alrededor del difunto Hotel Mimosa y la gasolinería cercana, no hubiera conocido a Chibike, el traficante de drogas nigeriano. Después de conocerlo, pude haber resistido la tentación de acompañarlo a cambiar sus rands por dólares en el mercado negro. En Todo se desmorona, Chinua Achebe escribe: «Lo que asesina a un hombre comienza como un apetito».
Dentro de un cuarto en el hotel de Park Lane, observo a Chibike contar el dinero que iremos a intercambiar: setenta mil rands. Él espera conseguir once mil dólares de su fajo de rands. Será la segunda vez en cuatro meses en que cambiará rands por dólares. Dice que pretende ir a casa esta Navidad con no menos de treinta y cinco mil dólares. Cambia dinero cada vez que tiene cerca de diez mil dólares en rands.
Le recomiendo verificar el tipo de cambio para que pueda negociar mejor. Se niega. En el mercado negro la equivalencia es de seis rands por cada dólar y permanecerá así hasta que el rand suba. Entonces los senegaleses ajustarán sus precios a cerca de 5.5 rands por dólar. Después de un poco de persuasión acepta ver las noticias. El dólar se vende en 6.42 rands. No hay suerte.
Empacamos los setenta mil rands en varios pares de calcetines negros. Con zapatos y ropa rellenamos a tope la bolsa de mano en la que empacamos los calcetines. Al final ponemos fruta hasta arriba para desanimar a los policías de revisar la bolsa con mucho detenimiento.
«Carga esto», me dice Chibike, entregándome una pistola de 9 mm. «Ya conoces las reglas», me dice. Después le susurra algo a Thandi, su novia sudafricana. Ella sale del cuarto con serenidad.
«Nigga, si yo no vuelvo mi novia sabrá qué hacer con el dinero. Si tú lo logras, recuérdale que mi cuerpo no puede ser enterrado en una tierra extranjera».
«Vamos a cambiarle dinero a los blackies, ¿verdad? Les damos dinero, conseguimos once mil dólares y todos regresamos a casa, ¿verdad?», pregunto trémulo.
Es la primera vez que veo miedo en sus ojos. Chibike el valiente, dicharachero, fuerte, orgulloso…, se ve reducido a un Don nadie de pocas palabras. «Hillbrow es impredecible. El periodo navideño es también el periodo en el que los traficantes nigerianos son cazados», me dice lentamente, su desánimo volcando mi esperanza.
Pide un vaso de agua como un extraño en su propio cuarto. Tres golpes cortos en la puerta. Así es como los traficantes nigerianos anuncian su presencia a un colega. «Dame la fusca», me susurra.
La puerta se abre lentamente. Dos nigerianos descomunales ocupan el cuarto. Uno lleva una pluma y un pedazo de papel. «No nos apuntes», dicen a coro. Después tienen una conversación en ibo. El que sostiene los materiales de escritura está congelado en un rictus de aflicción. Puedo escuchar un poco de lo que están diciendo. Alguien asesinó al hermano del sufriente en Durban. Vienen a recolectar dinero de los nigerinos del área para repatriar el cuerpo.
Chibike alcanza su gorra negra especial, saca mil rands y firma. Les digo que yo no tengo nada. Se van al siguiente cuarto. Como en la Nigeria rural, los narcotraficantes en Johannesburgo tienen reuniones en las que los miembros contribuyen al bienestar de los demás, en particular cuando acontece una muerte.
Chibike dice que los nigerianos enterrados en Sudáfrica eran demasiado orgullosos para buscar ayuda de sus compatriotas.
La puerta se abre nuevamente, esta vez sin ninguna señal. Thandi trae algo en su bolso. Lo vacía. Una brillante arma semiautomática. Chibike me dice que no tiene licencia. Me dio su pistola licenciada para que yo no me meta en problemas si la policía apareciera en escena.
Guarda la semiautomática en el bolsillo del pecho de su chamarra de cuero negro. «Thandi, no olvides lo que te dije», le dice mientras la abraza. Ella solloza.
Afuera, unos tipos pegan pósteres en la pared. Los pósteres son de tres nigerianos asesinados en incidentes separados. Chibike dice que en esta época del año rara vez se encuentra un edificio sin carteles de este tipo.
Witberg, por la calle Olivia en Hillbrow, está a sólo unas cuadras de distancia. Chibike insiste en que tomemos un taxi. Le da al conductor cien rands en lugar de los veinte usuales. «Si muero, así es como él me recordará».
A pesar de que los edificios de Witberg fueron clausurados, sus ocupantes previos —vendedores senegaleses del mercado negro— aún acechan en sus sombras. Reconociendo a alguien de África Occidental, los vendedores se acercan al transeúnte, y empiezan a negociar tarifas. «Uno por 6.3. Todo el mundo aquí sabe que yo soy el bueno. Si no tienes 6.3, toma mis 5.7 por uno. No dejes que los bancos te devoren. Eres de África Occidental y un extranjero aquí, no seas idiota. Soy tu banquero de confianza…».
Por «uno por 6.3…» le están diciendo a sus clientes que venden un dólar por 6.3 rands y que compran por 5.7 rands. En el momento en que se dan cuenta de que eres sudafricano, o desaparecen en la oscuridad u ofrecen tarifas descomunales para ahuyentarte. Y si despiertas una sospecha, estás pidiendo encontrarte con una bala.
Los clientes vienen de toda el área metropolitana de Johannesburgo. Otros de otras provincias que vuelan a sus países natales del Aeropuerto Internacional de Johannesburgo, también usan a los vendedores. Los dealers también tienen agentes en el aeropuerto, algunos disfrazados empujando un carrito de supermercado, imagen común en las calles de la ciudad. Su trabajo es persuadir al resto de los africanos a venir a Hillbrow para cambiar su dinero extranjero con un mejor cambio.
Como es usual, el riesgo no es menor. Algunos extranjeros nunca llegan a ver Hillbrow. Pierden su dinero a punta de pistola antes de llegar al mercado negro. Otros cambian dinero con éxito sólo para caer presas de maleantes a la vuelta de la esquina o de policías que patrullan.
A pesar de los riesgos claros y presentes en juego, es fácil entender por qué muchos inmigrantes africanos son engatusados a tratar en el mercado negro y no con cuerpos financieros legales.
El mercado negro ofrece mejores tarifas que los bancos y otras instituciones financieras. Pero eso no es todo.
Para Chibike y muchos otros traficantes el problema es mucho mayor que abrir cuentas de banco. Todos tienen miedo de que su dinero sea confiscado.
«Si le dices al banco que estás vendiendo fufu1 y guisados en la calle y en tres meses tienes setenta mil rands en tu cuenta, ¿cómo va a reaccionar el banco a eso? Confisca inmediatamente, hermano».
Fuera de los oscuros corredores de Witberg, Chibike hace una llamada, hablando en un francés a medias. Diez minutos después, un sedán negro de lujo con vidrios polarizados se aproxima. La puerta se abre. Chibike me indica que me siente adelante.
«Nang ga def», saludo a la figura negra con gruesas cadenas de oro alrededor del cuello.
«Denge Wolof?», me pregunta de regreso en un marcado acento senegalés. Su nombre es Mbaye. Le digo que hablo un poco de wolof (la lengua franca en Senegal). Suspira y me pregunta si confío en el nigeriano, porque algunos senegaleses han sido asesinados hace poco. Le pregunto por qué hace negocios con alguien en quien no confía. Me dice que el nombre del juego es «riesgo».
«Naka ligi yebi?». «¿Cómo va el negocio?», le pregunto. Responde que Alá es grande. Me dice que nos dirigimos al parque de Kempton, en el East Rand, para encontrarnos con los vendedores rusos del mercado negro. Si la suma a intercambiar es superior a cinco mil dólares, acuden a los mayoristas. Dice que por lo general iría a los paquistaníes en Fordsburg, los chinos en Burma o los italianos en Norwood. Pero después de la muerte de dos senegaleses, los minoristas del mercado negro están jugando a la ruleta rusa.
Conducimos a su departamento en Berea. Vive con su novia india y el departamento tiene un aspecto oriental. Los sillones son caros. Nos sentamos y esperamos. Son las 8:15 de la noche y Mbaye nos dice que nos vamos en quince minutos. Guarda su dinero debajo de una alfombra persa, roja y gruesa. Buscamos debajo de los sillones y la alfombra y nos topamos unos fajos de dinero.
Se niega a dejarnos contar los rands. Dice saber cuánto dinero hay exactamente ahí. Guardamos el dinero dentro de balones de futbol abiertos y apretamos todo dentro de un costoso bolso de cuero. Su novia nos prepara un té senegalés muy potente. Nos ofrece dos copas y nos dice que Alá nos protegerá. Se quita el vestido africano que trae puesto y revela encantos y amuletos alrededor de su cintura y brazos. Alardea diciendo que ninguna bala puede penetrarlo
Después se pone botas, pantalones de mezclilla negros y una chamarra. Hay cajones debajo de su cama. Abre uno. Saca una AK-47 y varias revistas. Carga la AK-47 y echa dos revistas a la bolsa de dinero. Abre otro cajón y extrae un estuche de clarinete. El tercer cajón revela todo tipo de medicamentos. Llena el estuche de un clarinete con jeringas, morfina, vendas, yeso y una pequeña botella con yodo.
«Esto es para heridas de bala. Si te alcanzan, corre al auto antes de que sea demasiado tarde. Mi consejo: deja que la bala atraviese tu cuerpo. No quiero gritos si la bala se queda dentro de tu cuerpo. Es más fácil tratar con heridas de salida».
Tomamos la autopista hacia el aeropuerto. «¿Puedes conducir a ciento ochenta y bajar la ventana izquierda?», pregunta Mbaye.
«¿Estás loco?», le pregunto de vuelta. Se estaciona en la autopista y me pide tomar el volante. Dice que quiere enseñarme cómo desarrollar concentración doble cuando estás a la fuga.
«Tienes dos segundos para ver hacia enfrente y memorizar la carretera y dos segundos para alcanzar la manija de la ventana, los dos segundos de la carretera ya pasaron, entonces sostienes la manija y miras hacia enfrente por dos segundos otra vez y de regreso a la manija. Si no puedes hacerlo, no puedes manejar y rociar balas al mismo tiempo».
Lo intento a ciento veinte kilómetros por hora, recorriendo la carretera en medio de un estruendo de motoristas pitando. Me insta a que lo vuelva a intentar. Para el momento en el que llegamos a la rampa de salida hacia Pretoria ya lo tengo dominado. «Ahora ciento ochenta. Es la misma técnica», me grita mientras hay una canción de Youssou N’Dour en el fondo.
Pongo la direccional izquierda como si fuera al aeropuerto y continúo recto hacia la locación en el parque de Kempton donde nos estacionamos en la calle, frente a una casa blanca con un tejado rojo. Dentro está oscuro. Nuestra única fuente de luz es una farola callejera.
«¿Es aquí?», pregunta Chibike. Mbaye asiente y nos dice que tengamos listas las armas. «Si nos piden ver lo nuestro sin que ellos nos enseñen lo suyo, sepamos es una trampa. Salimos disparando o ahí nos quedamos para siempre».
Estoy pensando «emboscada». Parece que Chibike piensa lo mismo. «¿Qué pasa con esos tipos?», pregunta a Mbaye, mientras descubre su arma. Mbaye sale del auto, busca un encendedor, lo enciende y lo alza sobre su cabeza. De inmediato, se encienden luces dentro de la casa. Las puertas del Averno se abren. Nadie necesita decirnos que quien osa entrar, rehúsa la posibilidad de redención.
Chibike suda. Sus ojos escrutan como los de un inquisidor medieval. Su dedo siempre en el gatillo. «Nigga, ¿podemos confiar en ellos? Si sales vivo de aquí no olvides lo que te dije en Park Lane: mi sangre no puede ser enterrada en Sudáfrica».
«Bienvenidos, tres reyes. Me llamo Dubornovich. Hablamos por teléfono. Díganme Dubro, de Diablo». Es un ruso desaliñado y gigantesco con los antebrazos cubiertos de tatuajes. Nos deja ver su arma metida en sus ajustados pantalones de mezclilla. «Ésta es Katarina. Es stripper en nuestro club en Bedfordview. Y por supuesto que éste es Balkov. Es pequeño, pero pega duro».
Entramos a una sala muy elegante, amueblada al estilo de Europa del Este. Dubro toma el control remoto y le pone a Get Rich or Die Trying de 50 Cent. «Bueno, que Katarina se encargue de los tragos. Yo voy por el papel».
Regresa con tres maletas de viaje color azul. «Felicidades, acaban de ganar el premio gordo», dice mientras nos lanza las valijas. Las maletas desprenden un olor a sangre y a alcohol desnaturalizado.
«Una parte del dinero está limpia. Otra no. Es uno por 5.5. Hacen cinco puntos de ganancia. ¿Los rusos no son lo mejor? ¿Por qué le compran a esos italianos? Te pinche roban», dice mientras se deja caer en el sillón.
Chibike vacía su bolsa. «Setenta mil. Limpios».
«Bien. Hay trece mil dólares en ésa y veinte mil en las otras dos. Se pueden quedar con el cambio», dice Dubro mientras abre las bolsas de par en par.
Mbaye insiste en limpiar los billetes manchados de sangre antes de irse. Chibike quiere irse ya. «No voy a contar su dinero. Más vale que esté bien o vamos a ir a visitarlos a Hillbrow», continúa Dubro.
Pasar tanto tiempo en el submundo ha sesgado el sentido de maldad de los traficantes. Asesinato, secuestro o simple brutalidad no están en el horizonte. En lugar de eso, han desarrollado una alta sensibilidad a transgresiones prosaicas como engañar o no mantener una promesa.
Los traficantes rusos le prestan dinero a aquellos que están en la lista negra: dueños de casas de empeño o de clubes, prestamistas y vendedores de autos sin aval para asegurar préstamos bancarios. Los clientes pagan en dólares, por lo general después de perder mucha sangre. Esos dólares son canjeados con minoristas del mercado negro.
Dubro es un cobrador. Cuenta que golpearon a un prestamista que les debía dinero y su sangre salpicó sobre los billetes. Observo cómo Chibike y Mbaye sumergen algodón en un líquido y tallan la sangre.
Instantes después, sin ningún rubor, Katarina me pregunta si alguna vez me han dado un «masaje ruso». Niego con la cabeza. Me hace una seña para subir. La música en el piso superior es el Adagio Sostenuto del concierto para piano y orquesta número 2 en do menor, opus 18, de Serguéi Rajmáninov.
Unos minutos después de que se me montara y me rozara toda la espalda con sus suaves y cálidos pechos, noto dos sombras en el cuarto. La empujo para poder ver qué pasa. Hay dos pistolas en mi cráneo. Katarina apunta la tercera después de un momento.
«Tú no eres un traficante del mercado negro. Lo vemos en tus ojos. ¿Por qué estás aquí?». Es Balakov. Antes de poder pronunciar palabras cargan sus pistolas.
«¿Quién eres? Dinos o te llevamos al sótano».
«Tranquilos. Las cámaras muestran que entró aquí desarmado. Es un hombre de paz», dice un viejo ruso que está de pie en el rellano. Bajan las armas. «Si no has derramado sangre antes, no coquetees con el diablo. Siempre observamos a las personas que hacen negocios con nosotros. Cuando te negaste a tocar dinero sangriento, mis hombres comenzaron a sentirse poco tranquilos. Si estás en este negocio, la sangre se vuelve como el agua. Déjenlo seguir con el masaje».
Me niego, diciéndoles que ya tuve suficiente. Me incorporo a Mbaye y Chibike y les pido que ya nos vayamos.
Los rusos ríen mientras bajan por las escaleras. Estoy demasiado tembloroso para maniobrar el volante. Mbaye nos lleva rasando a Hillbrow, territorio seguro.
De regreso en el hotel, Chibike cuenta los dólares. Son trece mil. Dos mil más de lo que él esperaba. «Nigga, viajamos juntos. Aquí hay un poco de bush para ti». Rechazo el premio. «Dáselo al hermano del nigeriano que mataron en Durban. Es mi aporte para mandar el cuerpo a casa».
«¿Qué pasó arriba? Nigga, nunca me dijiste».
«Los rusos tenían una pistola contra mi cabeza».
«¿Fue tu primera vez? ¿Sentiste la migraña?».
«La banda en la calle tiene un nombre para eso», me dice. «Le decimos “fuego en los sesos”».
Traducido del inglés:
Jerónimo Plá Osorio
© Valentine Cascarino, «Blood Money: A Joburg Chronicle», en African Cities Reader: Pan-African Practices, Ntone Edjabe y Edgar Pieterse (eds.), publicado por Chimurenga and African Centre for Cities, 2010.