Existe probablemente, en cada país, una generación y una sola que ha servido a todas las siguientes como modelo y patrón. En Rusia, fue la generación ideológico-política de Chernyshevski al inicio de la década de 1860. En España, fue la legendaria generación de 1898, en torno a Unamuno, la que cristalizó una respuesta literaria. En los Estados Unidos, hay que esperar a que termine la Primera Guerra Mundial para que la secesión del American way of life produzca la «generación perdida». ¿En Alemania? Es aquí donde el paralelo con Francia sería el más atinado, por cuanto las historias de los dos países están imbricadas y reaccionan una sobre otra a partir de las guerras de la Revolución y del Imperio.1 Es por esto que estamos de acuerdo en observar los combates de la juventud prusiana de 1815-1820 por la emancipación intelectual y la unidad nacional, antes que la Aufklärung y el Sturm und Drang, como el momento verdaderamente matricial y arquetípico que representó, en Francia, la «generación romántica».2 La misma a la que se le reconoce el mérito de «haber proporcionado su fórmula principal al siglo XIX»,3 en la cual se saludó «una especie de entelequia natural»4 y que dejó a su paso, en la historia y en la leyenda, un sendero en brazas.
Musset le dio, tardíamente en 1836, la fórmula poética de los «hijos del siglo». Pero detrás de su desenvolvimiento lírico, que la envuelve de «no sé qué de vago y fluctuante»,5 es preciso leer una situación histórica exacta que se fragua en la represión de las agitaciones universitarias y carbonari de 1819-1829, se cristaliza en 1823 (fecha del efímero Muse française, cuna de la renovación poética), aparece en su fijación positiva en 1825 (fecha de Le Globe, su abanderado), que acabará por explotar en 1830 para reinar durante veinte años y aplastar con su resplandor hasta Baudelaire y Flaubert. De tal modo que indiferentemente puede hablarse de la generación de 1830, o de 1820. Alan B. Spitzer le ha enlistado ciento ochenta y tres miembros, de los cuales la mayoría nació de 1795 a 1802, como Thierry (1795), Vigny (1797), Thiers (1797), Michelet (1798), Comte (1798), Pierre Leroux (1797), Cournot (1801), Delacroix (1798), Balzac (1799), Hugo (1802). El historiador estadounidense ha mostrado sus lazos de juventud, sus conexiones, sus intercambios y sus redes complejas, porque el grupo une en una misma alianza táctica a jóvenes escritores royalistes en plena insurrección literaria y a jóvenes estudiantes militantes republicanos de las sectas conspiradoras. Generación que se autoproclamó de forma inmediata, en particular con el célebre texto de Théodore Jouffroy (nacido en 1796), carbonaro destituido de su puesto de profesor en la École Normale que publicó en Le Globe en 1825 un ensayo escrito desde 1823, mediocre pero muy destacable, en el que Sainte-Beuve reconocerá más tarde «el manifiesto más explícito de la joven élite perseguida».6
Una generación nueva se levanta, la cual nació en el seno del escepticismo en los tiempos en que los dos partidos tenían la palabra. Ha escuchado y ha comprendido. Y ya esos niños han superado a sus padres, sintiendo el vacío de sus doctrinas […]. Superiores a todo cuanto les rodea, no podrían estar subyugados ni por el fanatismo renaciente ni por el egoísmo sin creencia que recubre a la sociedad […]. Cuentan con el sentimiento de su misión y con la inteligencia de su época: comprenden lo que sus padres no comprendieron, lo que sus tiranos corrompidos no entenderán; saben lo que es una revolución, y lo saben porque por ella han llegado.7
Esos años de gestación les dejaron a todos un recuerdo seráfico y galvanizado con una aurora del mundo. «¡Qué tiempos maravillosos!», dirá más tarde Théophile Gautier en su Historia del romanticismo, evocando las reuniones del primer Cenáculo.8 «¡Cuán joven, nuevo, extrañamente teñido, de embriagantes y fuertes sabores, fue todo eso! La cabeza nos daba vueltas; parecía que entrábamos en mundos desconocidos». Y Alfred de Vigny, un cuarto de siglo después, aún bajo el encanto de ese primer Edén, recuerda cómo se encontró, en torno a La Muse française, «a algunos hombres muy jóvenes entonces, desconocidos entre sí, que meditaban una nueva poesía. Cada uno de ellos, en el silencio, había sentido una misión en su corazón».9 Lo que da a este grupo o, para emplear palabras estilo Thibaudet, esta «nidada», esta «leva», su misión poética, social o política, es su situación histórica: es la generación revolucionaria diferida. Esto es lo que la hace ser inmediatamente reconocida y saludada por aquellos mismos a los que intentaba remplazar: el bautizo de los padres es en efecto la condición capital y primera de la legitimidad de una generación. Precisamente fue el viejo La Fayette quien, desde 1820, habla de «esta nueva generación, iluminada y generosa, superior a las improntas del jacobinismo y del bonapartismo, y que sostendrá, estoy seguro, el derecho a una libertad pura».10 Y es Benjamin Constant quien saludó en 1822, desde la tribuna de la Cámara de Diputados, «a la juventud actual, menos frívola que la del Antiguo Régimen, menos apasionada que la de la Revolución, que se distingue por su sed de saber, su amor al trabajo, su devoción a la verdad».11 La Restauración confió a esa gente joven, que nació en el cambio del siglo, que creció en los liceos-cuarteles del Imperio y que de Napoleón sólo conoció el relato de la gloria y la humillación nacional, el cuidado de expresar con una consciencia generacional el capital que la Revolución había invertido en acciones. De ahí su entusiasmo hercúleo, su consciencia juvenil de formar una armada —«tanto en la armada romántica como en la armada de Italia —dirá Gautier—, todo el mundo era joven»—,12 el sentimiento de su responsabilidad, de su cohesión, y del frente enemigo que es preciso derrotar. Ya que lo que la cronología preparó, la situación política y social lo solidificó. 13 Por mucho habrá que tener, en el personal administrativo y político de la Restauración, un porcentaje de triunfos precoces y de éxitos juveniles lo bastante fuertes como para desmentir la reputación hecha a la Restauración de un régimen de ancianos polvorientos, «lechuzas que tienen miedo a la luz y desprecian a los nuevos que han llegado», como dijo Balzac, inagotable sobre este tema, es sin duda una imagen de reacción política, de debilitamiento histórico (incrementado por el semi-fracaso de 1830), de depresión social, de tradicionalismo provincial, de competencia desenfrenada, de crisis de salidas y de profesiones que alimentó la fórmula balzaquiana, por no decir el mito de «esa inmensa promoción del 89», bloqueada, acosada, siendo otra condición capital el sentimiento de persecución para la constitución de una consciencia de generación.
El zócalo histórico no es lo único que existe. Lo que hizo de la generación romántica un modelo dominante no fue tanto el ser una generación completa, que integra la totalidad de los parámetros sociales, políticos, intelectuales o científicos apegados a la expresión vital de un grupo de edad, apoyada por el momento histórico más sofocante de la historia contemporánea francesa, modelada por una evolución social que acaba de afilar sus contornos, y escandida por el enfrentamiento brutal de julio de 1839. Lo que hace de esta panoplia generacional un patrón creativo y nutritivo es el haber establecido todos esos elementos sobre los dos ejes que, en Francia, han constituido siempre el núcleo duro de la noción: la política y la literatura, el poder y las palabras; para este caso en su magia activa, a saber, la poesía, que los románticos cargaron precisamente de un poder taumatúrgico.14 Aquí yace un núcleo constitutivo de la identidad generacional estilo Francia. Otros países construirán su patrón sobre otros dispositivos; como en Rusia, por ejemplo, sobre el triángulo del poder de Estado, la sociedad civil y la educación pública; o en los Estados Unidos, sobre la fractura del consenso de la prosperidad. La generación se expresa, en Francia, sobre el registro conjugado de la relación con el poder y de la relación con la expresión (literaria, intelectual o musical); es su mezcla íntima lo que la lleva a alzarse. Sin duda ha habido generaciones, como los simbolistas y los surrealistas, que afectan únicamente a los círculos cerrados de la literatura, aunque el compromiso político de Mallarmé en el caso Dreyfus, y el de Breton en el movimiento revolucionario, estén ahí para desmentirlo. Sin duda han existido generaciones como las de la Resistencia o del comunismo de la guerra fría, para que no haya más que reacciones políticas; aunque Éluard y Aragon estén ahí para rebatirlo. Pero estos reparos de historiadores son sólo secundarios respecto a esta mixtura primordial que da en Francia, a la generación, su imagen pública. ¿Acaso habría existido una generación del caso Dreyfus sin el lirismo visceral de Péguy, una generación de la posguerra sin la «existencia» con y según Sartre? No hay generación sin conflicto ni sin autoproclamación de su consciencia de sí misma, que hacen de la política y de la literatura los campos privilegiados de la aparición generacional. Es la unión de estos dos ingredientes, político-histórico y literario-simbólico, lo que da al concepto mismo su profundidad explicativa y su duración, sobre los dos siglos en que estos parámetros han estado ligados. No hay generaciones políticas de un lado y generaciones literarias del otro. En cambio, es la investidura absoluta de la noción por estos dos dominios conectados lo que explica que se haya desplegado con éxito, desde la Revolución en la historia política, el concepto de generación, y que sea en el dominio de las generaciones literarias de otro modo, después de las generaciones ideológicas y hoy de las generaciones intelectuales, donde el estudio se haya revelado más rentable. Tiene una deuda con 1820, ese momento crucial de la monarquía parlamentaria que vio la confrontación de las dos Francias, a la vez estética y política. La Restauración y los inicios de la monarquía de julio llevaron a su máximo de intensidad y visibilidad generacionales el esquema conflictivo que sirvió de modelo para la Revolución, aunque no resuelto por ella, y que imprime la memoria colectiva de las grandes oposiciones binarias tan favorables a la oposición padre/hijo, jóvenes/viejos, antiguo/nuevo. La cuestión de la representatividad generacional se vuelve con ello un viejo problema.
Dimensión suplementaria, y ciertamente no nula, de la construcción de la generación 1820: la importancia que para ella tomó su inserción e inscripción en la historia. Es un hecho sorprendente que la propia «generación» haya descubierto la historia y la generación. Marcel Gauchet fue llevado a destacar este rasgo aquí mismo15 en su meticulosa reconstitución de la atmósfera intelectual que rodeó la génesis de las Cartas sobre la historia de Francia de Augustin Thierry, en 1829. «La reforma histórica —señala— es en parte un fenómeno de irrupción generacional». Thierry tenía veinticinco años cuando formuló su programa de un reajuste integral de la memoria histórica y de la aproximación al pasado. Pertenece al estrato más joven del conjunto de historiadores a los que se debe la invención de la historia como constitutiva de la identidad colectiva. Nació en 1795, como Mignet en 1796, Thiers en 1797, Michelet en 1798, Quinet en 1803. No conoció la Revolución en su infancia, a diferencia de Guizot, nacido en 1787, o del ginebrés Sismondi, un precursor que siempre permaneció marginal, pero que indica claramente el marco de base de la reforma histórica en su introducción a la Historia de los franceses: «La Revolución, interrumpiendo los derechos y los privilegios, puso todos los siglos pasados casi a una misma distancia de nosotros […]. Nadie nos gobierna ya con sus instituciones». Hay que subrayar el impacto como fundamental: el mismo grupo de edad descubrió simultáneamente aquello que Gauchet llamó de forma justa «el pasado como pasado» y, por tanto, lo que hay que llamar «el presente como presente», fórmula que bien podría ser, si se deseara de modo absoluto una, la mejor definición histórica de la generación. Los dos movimientos son inseparables. El advenimiento de una consciencia generacional supone el pensamiento de la historia. Es la radicalidad histórica de la Revolución lo que hace de la generación un fenómeno inicialmente nacional y francés; pero los revolucionarios no habían concebido ni insertado su acción en la historia. Al contrario, querían que fuera ruptura, subversión, reinicio de la historia, escapada de las leyes de su filiación y de las exigencias de su continuidad. Hizo falta la etapa siguiente para que, en el vacío de la acción y el latigazo pleno de la reacción, este grupo unido por la edad y dominado por el acontecimiento revolucionario descubriera al mismo tiempo la historia como producción de los hombres por los hombres, el peso de la acción colectiva y de la germinación social, el papel del tiempo en el devenir. Esta inmersión en la historia profunda es absolutamente indisociable de la emergencia viva de una consciencia generacional. No hay ruptura sin el presupuesto de una continuidad. No hay selección de memoria sin resurrección de otra memoria. Es la importancia que tomó la reforma de la historia y la nueva actitud de los románticos hacia el pasado, la Edad Media y sus ruinas, lo que acaba por conferirles la invención de la generación. No hay historia futura de las generaciones sin el descubrimiento, por aquella generación, de una historia pasada. Toda la dinámica de la renovación está ligada a esto.
La dinámica de la renovación: supone en primer lugar el marco, estable y sofocante, del gran ciclo que se desprendió desde la Revolución hasta 1968 con su retoño que llega hasta nosotros, y la inflexión brutal que se puede detectar en él cerca de los años 1960-1965. El remplazo generacional, sea cual sea el ritmo que se le otorgue y la forma que revista, sería ininteligible en su noria infinita si uno no fuera sensible a un conjunto de elementos fijos y durables, telón de fondo sobre el cual han podido alzarse sus múltiples configuraciones. Lo que habría que evocar es la famosa «solidez» francesa, y de la cual aquí sólo podemos recordar su esqueleto. Está conformada de una continuidad excepcional de la unidad nacional, a pesar de las rupturas internas, unidad de la cual la simple expresión de «Unión sagrada» ha permanecido como su símbolo insuperable; de un regimiento demográfico increíblemente equilibrado, porque Francia, con sus cuarenta millones de habitantes de finales del segundo Imperio a Vichy, consiguió el milagro en Europa de un crecimiento nulo de su población; de una movilidad social más lenta que en cualquier otro país industrializado y de un arraigo campesino más tenaz, porque aún en 1914 retenía a la tierra a más de 50% de la población activa y porque este porcentaje cayó sólo en 1970 por debajo del 10%. Está conformada finalmente de una profunda estabilidad de las tradiciones políticas y los hábitos electorales. La especificidad de la renovación generacional francesa radica ciertamente menos, como se podría creer, en el ritmo oscilante de la vida política que en las permanencias del marco nacional, social, demográfico, familiar y político. Son esenciales para comprender el motor potencial del que está dotada, en Francia, la mera expresión de una «sucesión de generaciones», la omnipresencia del tema generacional en la definición de la identidad, de la que es a la vez la espuma y el mar de fondo; y en definitiva la íntima congruencia entre el descrédito de los padres por los hijos y de las nociones que le son tan aparentemente ajenas que parecen no guardar ninguna relación entre ellas: nación, intelectual, futuro, política.
Es en este marco donde han podido operar los grandes mecanismos naturales de la renovación de las generaciones. Hubo en primer lugar —es el caso del término de la Restauración y de la monarquía de julio— el reagrupamiento inusual y heteróclito que, al coagular, hizo nacer de manera brutal la generación, esa «juventud que dicen tan sabia, tan estudiosa —señala Delécluze—16 antes de la revolución de 1830, y que se mostró brusca e implacablemente burlona, ingrata hacia los hombres de las generaciones que la precedieron». Es la famosa «caldera» balzaquiana que va a estallar como una máquina de vapor,17 y que explica completamente, en los albores de 1830 y de su decepción, la irrupción de la violencia de los motines en la vida política. Provincianos ambiciosos que son atraídos por la capital y que son bruscamente sustraídos de la disciplina familiar, «trasplantados» como los bautiza Guizot, jóvenes estudiantes de las primeras promociones de las grandes escuelas, «traviesos que arrojan el espanto en el Faubourg Saint-Germain», dice Musset,18 infantería de los médicos y abogados aprendices que suben al asalto de las plazas, jóvenes obreros en contracorriente de los hábitos corporativos del artesanado, jóvenes campesinos que han roto con el barullo del pueblo, toda esa fauna de gente que Balzac declara, en 1833, «condenada por la nueva legalidad», excluida del juego político y electoral, y que la literatura nos ha vuelto tan familiar, los Marcas, Julien Sorel o la banda de los Deslauriers. Y después hay, hasta las grandes sacudidas de la Iglesia, el ejército, las familias, y la escuela sobre todo, las casillas generacionales que trazaron progresivamente las grandes redes de la democracia del siglo XIX, las grandes redes cívicas y meritocráticas de selección que barrieron la sociedad en su conjunto, impusieron «la barrera y el nivel»,19 enmarcaron las generaciones en un cuadriculado prácticamente anual de «clases» y «promociones», llenaron los anuarios de las grandes escuelas y las asociaciones de graduados. Es en el marco de estos canales impuestos que, al no haber perdido nada de su eficacia operativa, hoy no resultan menos afectados de un aroma de obsolescencia, donde han podido florecer las redes de integración voluntariamente elegidas y asumidas —asociaciones y movimientos de juventud de todos los géneros—, en las cuales la edad basta por sí sola para crear redes generacionales, instrumentos de solidaridades informales a menudo potentes y clandestinas, a lo largo de la vida, y que van de la relación de amistad personal y directa a la simple solidaridad de edad descubierta en una manifestación o una fiesta musical. Pasando por la banda, el club, el grupo, el círculo, en resumen, todo aquello que Karl Mannheim llamaba los «grupos concretos», en los cuales veía el centro de la expresión generacional. Es claro, por último, que un tercer estrato ha conseguido empujar recientemente esta sedimentación de las capas generacionales haciendo estallar su tranquila regularidad: corresponde a la llegada de la civilización de la imagen, al crecimiento consumidor y técnico, a la internacionalización de la juventud —«¡todos somos judíos alemanes!»—, a la crisis de la escuela tradicional, a la disminución, si no es que la desaparición, de las compartimentaciones que separaban a las juventudes burguesas y obreras.
Sin embargo, el corazón de la dinámica generacional no yace en esta mecánica de la renovación. Lo importante es comprender a causa de qué inversión del vector temporal el dominio de edad del acceso al poder —los míticos veinte años de la mítica juventud— se ve ocupado por la sociedad de valores, de un ser y de un deber ser con respecto a los cuales ella juzga lo que en sí misma es. Bajo la Restauración hemos visto en marcha este mecanismo esencial, en el inicio mismo del desdoblamiento generacional que confiaba a los hijos de la Revolución el cuidado de volver a hacer mejor la Revolución. Difícil dejar de verlo reproducirse en cada etapa. Se suman indefinidamente los certificados de autosatisfacción que los primogénitos se atribuyen a sí mismos durante la admiración de su prole, y a través de ella. Una colecta piadosa sería por ejemplo proporcionada por la acogida entusiasta de la vieja guardia nacionalista y anti-dreyfusista a las numerosas investigaciones sobre la juventud que precedieron a la guerra de 1914 y de las cuales la más célebre ha seguido siendo la que emprendieron Henri Massis y Alfred de Tarde en L’Opinion, en 1912, bajo el pseudónimo de Agathon y publicada el año siguiente, «Los jóvenes de hoy».20 Habían vivido con la fobia de una juventud que estaría siendo envilecida por la enseñanza de los profesores socialistas: son deportivos, combativos, patriotas, razonables y respetuosos de la tradición. «La nueva generación que asciende se anuncia como una de las mejores que nuestro país ha conocido —se escribe Maurice Barrès a sí mismo en sus Cuadernos—; ¡viva la juventud francesa!». Y Paul Bourget en su respuesta al discurso de aceptación de Émile Boutroux en la Académie Française:
He aquí que generaciones se elevan para las cuales el cielo está de nuevo poblado de estrellas, generaciones cuyos mejores testigos nos enseñan que, exigiendo también a la vida la verificación del pensamiento, ellas se han dispuesto nuevamente a creer, sin cesar de saber, generaciones que se vinculan resueltamente, con conocimiento de causa, con la tradición religiosa y filosófica de la vieja Francia.
Un medio siglo más tarde y al otro extremo del abanico político, la fascinación sería la misma si se abre el comentario en caliente que hizo Edgar Morin, por ejemplo, en La Brèche de los estudiantes de Mayo del 68 o Laurent Joffrin, en Un coup de jeune, de los bachilleres del 86.21 El verdadero y quizá más serio de los problemas que la generación plantea al historiador es comprender por qué y cómo, sobre qué malestar y qué transferencias, por medio de qué consentimiento secreto a su propio fracaso, a su propia incompletitud, a su autodestrucción personal, a su realización de sí misma mediante procuración, la sociedad adulta hizo progresivamente de la juventud la depositaria, el conservatorio y la pantalla de proyección de lo mejor de sí misma. Sin esta investidura inicial de los padres sobre los hijos, esa orden a que los realicen matándolos, no se comprendería cómo un principio de ruptura y de negación habría podido volverse lo que al mismo tiempo es: un principio de continuidad y de renovación de la tradición.
Tal es el fondo de elementos formadores del modelo, aquí esquemáticamente rastreados, que la historia ha podido operar para escribir, y en todos los tonos, la música de las generaciones. Todos los registros son imaginables. Somos espontáneamente llevados a escribirla, unas veces separando, otras conjugando, los términos político-históricos y los términos artístico-literarios.22 Pero uno también puede preferir declinaciones más flexibles, sensibles para las generaciones fuertes (1800, 1820, 1840, etc.) y para las generaciones débiles (1810, 1830, 1850, etc.): para las generaciones completas, las que explotan en todos los sentidos, y para «esos cohortes intermedios de figura pálida» en los que se colocan modestamente un Paul Thibaud o un Claude Nicolet, quienes, entre la Resistencia y la guerra de Argelia, sólo disponen de la guerra fría para identificar a su generación.23 Yo la conozco, es la mía, y no me reconozco en ella. Uno puede, por último, atándose más fuertemente a lo vivido de los «grupos concretos», esforzarse con demarcaciones más finas. Si uno se interesa en los judíos de Francia, por ejemplo, distinguirá principalmente la generación del Holocausto, la del despertar de la guerra de los Seis Días, después la de la llegada de los sefardíes y por último la del desencanto israelí nacido de la invasión de Líbano. O si uno se fija en el movimiento de emancipación de las mujeres, distinguirá la generación del descubrimiento (derecho a votar, 1945; El segundo sexo, 1947; Y Dios creó a la mujer en 1956, fecha igualmente de la creación de la Planificación familiar), y la generación de la afirmación que culmina con la ley Simone Veil de 1975; en resumen, la generación Simone de Beauvoir y la generación Movimiento de Liberación de las Mujeres. Entre ambas, los puntos de referencia quedan al gusto: Bonjour tristesse o la píldora, la lavadora,24 el parto sin dolor o una estudiante que termina en primer lugar en el Politécnico. El punto de referencia es indiferente y depende únicamente del grado de representatividad que se le reconozca. El rango de las posibilidades es de hecho infinito, y su interés no yace en la variedad de la gama o en la historia que permita reconstituir. Yace completamente en el principio de su establecimiento que obedece a la ley de un modelo, a una jerarquía implícita, a regularidades en elementos fijos. Existe realmente, aislable desde la Revolución hasta nuestros días, una historia de Francia dictada por la pulsión generacional. ¿Por qué?
Quedaría en efecto por saber —si la generación es en verdad un lugar de la memoria— qué hace de Francia el paraíso de las generaciones. Y a esta pregunta sin escapatoria, indicaríamos fácilmente y sin rodeos tres direcciones de respuestas. La primera descansa en una predisposición histórica que ha instituido a Francia en una relación binaria consigo misma. El volumen presente de Les Lieux de mémoire está completamente construido sobre un sistema de oposiciones simples y sin embargo fecundo que uno no encontraría en otra parte ni en la misma escala. Instala a Francia en una consciencia de sí misma de dos vertientes que abraza y refuerza la vertiente simple y fundamental entre padres e hijos en la que descansa, de modo profundo, la relación de las generaciones. Es, desde el punto de vista del espacio, la relación del centro con la periferia, de París y de la provincia. Desde el punto de vista histórico, la relación del poder central con los poderes locales. Desde el punto de vista histórico, la relación de la unidad con la diversidad. Desde el punto de vista social, la relación de la mayoría con las minorías. Desde el punto de vista nacional, la relación de la norma con la ajenidad. El problema del poder está, en Francia, consustancialmente vinculado con el de las generaciones. Se trata siempre, en última instancia, de guardar o de perder su control. La amplísima pregnancia del poder monárquico y de derecho divino, la lenta y profunda centralidad del poder de Estado, siguen estando ahí para explicar la omnipresencia y la ubicuidad de un conflicto que está al inicio de la relación de Francia consigo misma, y de la cual la Revolución abrió de manera brutal todos los frentes, sin cambiar —tema tocquevilliano— la concentración simbólica del poder. Toda la dramaturgia nacional pudo moldearse, calcarse, articularse sobre la dramaturgia espontánea del remplazo generacional que constituye siempre, de alguna manera, una de sus dimensiones esenciales. Se comprende por qué Freud siempre vio en Francia el país que sería más alérgico al psicoanálisis. El conflicto que él especificaba en términos antropológicos, psicológicos e individuales estaba genéticamente inscrito ya en términos nacionales, políticos y colectivos. La geografía, la historia, la política y la sociedad se han empapado de una dimensión generacional latente y permanente. Prueba a contrario: los progresos observados del consenso son exactamente contemporáneos del borramiento visible de la oposición entre padres e hijos en la afirmación de autonomía de las generaciones.
La segunda razón radica en el conservadurismo, en el arcaísmo, en el tradicionalismo, que hacen de Francia, para Raymond Aron, el país que no hace reformas más que a través de una revolución. Esta inercia, evidente en todos los dominios, arrastró consigo un contraste particularmente impactante entre lo universal de los principios y el inmovilismo de las realidades. Favoreció, aquí todavía, la inscripción del esquema oposicional de las generaciones en la permanencia de los rasgos del antiguo régimen en el corazón del nuevo. Este contraste y esta permanencia, a la sombra del campanario, han golpeado a todos los observadores extranjeros, y particularmente a ese equipo de analistas de Harvard que, como eco a la «sociedad bloqueada» y a la «síntesis republicana» de Michel Crozier y de Stanley Hoffmann, habían partido «en búsqueda de Francia»25 a inicios de la década de 1960, justo cuando la modernidad apretaba a un país que ellos conocían bien pero que ya no reconocían. Sin duda haría falta la distancia completamente etnológica de su mirada estadounidense para hacernos medir la reinvestidura de las largas tradiciones monárquicas, cristianas y rurales en la sociedad democrática, laica y capitalista. Ajenos ellos mismos a estas tradiciones, los primeros subrayaron la continuidad de los valores aristocráticos en el interior mismo de los valores burgueses; la incorporación de la noción de la salvación en la noción del éxito; el desplazamiento de la sacralidad de la Iglesia hacia la sacralidad del Estado; el mantenimiento, en una sociedad que empieza con su supresión, de los privilegios de todos los órdenes 26 asociados a los oficios y a la experiencia acumulada; la resistencia pasiva a los procedimientos igualitarios de la democracia; la preferencia acordada a la seguridad antes que a la libertad. De Turgot a Mendès France, la inaptitud con las reformas y el apego al pasado han inscrito la reacción generacional en el centro de la identidad colectiva de Francia.
Es en las propias fuentes donde se alimenta la tercera de las razones que funda la especialidad nacional de la generación. Podríamos llamarla el «revueltismo francés». En efecto, cada país vive la impugnación de su orden establecido en un modo que le es particular. Rusia la condenó en otro tiempo al terrorismo y hoy en día a la disidencia. Estados Unidos secretó, tras la generación perdida, su contracultura californiana. Los ingleses, a causa de su tradición aristocrática, integraron la excentricidad como un derecho natural. Francia, por su historia y su civilización, ha desarrollado un reflejo de revuelta, vinculado al estilo de autoridad formalista y jerárquica heredado de la monarquía de derecho divino, mantenido por la centralización estatal y burocrática, e invadió de arriba para abajo todas las instituciones, ejército, escuela, empresa, impregnando todas las relaciones sociales hasta en la pareja y las familias. Francia, tierra de mando.27 De ello no se siguió un anarquismo latente; una dialéctica entre orden y subversión constituye el fondo de la historia política además de intelectual. Se la podría captar en hombres con un genio tan típicamente francés como Paul Valéry, parangón del conformismo y autor de Principios de anarquía pura y aplicada; pero igualmente en situaciones históricas tan típicamente francesas como el caso Dreyfus, en el que Paul Léautaud pudo enviar a la Action Française su óbolo al monumento Henry con estas palabras: «Por el orden, contra la justicia y la verdad». ¿En qué otro país sería concebible semejante gesto? Este reflejo, a decir verdad, corre a lo largo de los episodios más propios de la historia de Francia, Pétain-De Gaulle, por ejemplo, para conformar lo esencial del Mayo estudiantil de 1968. Pero habita también el ritmo de la vida intelectual en su conjunto, similarmente impregnada de una jerarquía invisible,28 y comanda el remplazo de las generaciones, desde los románticos hasta Michel Foucault, pasando por los surrealistas. La «vanguardia», esta noción cuya eficacia histórica es exactamente paralela a la de generación y que la acompaña como su sombra, o más bien su luz, garantizó por mucho tiempo la subversión generacional en los dos dominios asociados de lo político y lo intelectual.
El culto a la autoridad apela a la cultura de la revuelta y la legitimidad por adelantado. Tal vez aquí yazca el último misterio del papel central que jugó la generación en el interior del ciclo histórico abierto por la Revolución Francesa: en la razón por la cual la sociedad francesa establecida ha localizado en su juventud, esperanza suprema y supremo pensamiento, una misión de realización de sí misma en la cual da todo para reconocerse en su conjunto. Bajo su forma última y sagrada, esta misión supone el sacrificio de sí en la violencia, aquella de la guerra cuyos frescos ha pintado la juventud, aquella de la Revolución cuya punta de lanza ha sido la juventud. Es, en definitiva, a la responsabilidad sacrificial de la que ella es portadora que la juventud le debe la legitimidad que secretamente se le reconoce de rebelarse. Ésta es la razón por la cual el tema de la «generación sacrificada» que Barrès y Péguy acreditaron de manera definitiva en el viraje del siglo está consustancialmente vinculado con el tema de la propia generación. «Uno siempre tiene razón de rebelarse»:29 Sartre profería esta fórmula de una radicalidad fatídica en el momento preciso en que iniciaba a dejar de ser cierta. Cuando se acababan los dos siglos en los que el peso de la sangre, en la Europa de las naciones y en la Francia de las revoluciones, había proporcionado su verdadera densidad de memoria al modelo nacional de las generaciones.
Una mezcla de memoria y de historia, la generación lo es y siempre lo ha sido, pero en una relación y en unas proporciones que parecen, en el curso del tiempo, haberse invertido. La noción histórica menos abstracta, más carnal, temporal y biológica —«las catorce generaciones de Abraham a David, de David a la expulsión de Babilonia, de la expulsión de Babilonia hasta Cristo» (Mateo, I, 1-17)—, es al mismo tiempo, desde nuestro tiempo, la más alérgica al encadenamiento histórico, una memoria pura.
Sin embargo, ella está, de uno a otro extremo, atravesada de historia, aunque sólo parezca que se trata en primer lugar de un fenómeno ampliamente construido, retrospectivo y fabricado. La generación de ningún modo puede asemejarse a un brote en el fuego de la acción: es una constatación, un balance, un retorno sobre sí para una primera inscripción en la historia. Por muy «generacional» que haya sido, la generación del 68 sólo se definió como tal en los años de la recaída izquierdista. Es diez años después del caso Dreyfus cuando Péguy regresa a Nuestra juventud (1910). Cuando uno toma consciencia de su fecha de nacimiento es ya que resulta crucial; «ese siglo tenía dos años». La generación es el producto del recuerdo, un efecto de rememoración. No se concibe a sí misma más que por diferencia y oposición.
Este fenómeno muy general nunca aparecería tan claramente como, por ejemplo, en la crisis de finales del siglo pasado en el que el tema se profundiza y se remodela, en sus dos polos dreyfusista y nacionalista en que su expresión coincide: Péguy y Barrès. Tanto uno como otro dijeron, mejor que nadie, de qué estaba conformada la fuerte convicción de pertenecer a una generación, la misma y sin embargo diferente. Una generación, para Péguy, alimentada de bancas escolares y de «thurne» normalista, de sufrimiento y de «amistad», palabra que en él toma su connotación máxima. Una generación de «príncipes de la juventud» para Barrès, y de afiliación completamente esteta. La sacralización generacional es realmente intensa en los dos, estando destinada, en los dos, a servir a su propia consagración; pero tampoco tienen el mismo sentido. En Péguy, es el sentimiento de formar parte del último cuadro —«nosotros somos la última generación de la mística republicana»—, el testimonio de la última derrota —«nosotros somos una generación vencida»—, el depositario único de una experiencia moral encarnada. Es el sentido de ese texto de 1909, «A los amigos, a nuestros suscriptores»,30 verdadero epitafio para su generación, en donde Péguy cuenta de manera particular la visita de un buen joven que fue a escucharlo hablar del caso Dreyfus:
Él era muy dócil. Llevaba su sombrero en una mano. Me escuchaba, me escuchaba, bebía de mis palabras. Nunca más y sólo entonces comprendí totalmente, en un relámpago, tan instantáneamente sentido, qué era la historia; y el abismo infranqueable que hay, que se abre entre el acontecimiento real y el acontecimiento histórico; la incompatibilidad total, absoluta; el extrañamiento total; la incomunicación; la inconmensurabilidad: literalmente, la ausencia de medida común posible […]. Decía, pronunciaba, enunciaba, transmitía un cierto caso Dreyfus, el Caso Dreyfus real […] en el que no nos hemos dejado de involucrar, nosotros los de esta generación.
Totalmente distinto es el mensaje barrèsiano, y en general nacionalista, de la generación. Se opone completamente al «fracaso de nuestros padres» incapaces de estremecer la hegemonía intelectual alemana y de comprender la cicatrización regeneradora del boulangismo. Tiene una consciencia enorme de su individualidad generacional. Pero el tradicionalismo que recupera y conquista lo inscribe inmediatamente en una línea, La marcha ascendente de una generación, como el eslabón de una cadena que se vuelve a anudar efectivamente de una a otra etapa, del Henri Massis de Evocaciones a Montherlant, Drieu La Rochelle e incluso el Malraux que escribió De una juventud europea (1927), después a Thierry Maulnier y al Robert Brasillach de Notre avant-guerre, después al Roger Nimier post-Liberación para acabar en alguna parte entre Régis Debray y Jean-Édern Hallier. Hay dos construcciones arquetípicas de generaciones, dos formas ejemplares de su inscripción en la historia. Toda generación es única; pero una es, como dice Péguy, «un frente que se eleva y se abate al mismo tiempo», la otra, como para Barrès, «el eslabón provisional de la Nación».
No obstante, la memoria generacional no es histórica solamente por la retrospección comparativa y su propia construcción en el tiempo. Lo es principalmente porque resulta impuesta desde el exterior, para ser después violentamente interiorizada. Esta autoproclamación es de hecho el resultado de una petición venida de otra parte, la respuesta a un llamado, un reflejo de la mirada de los demás, de los padres, de los «maestros», de los periodistas o de la opinión, en un efecto de bola de nieve. La investigación de Agathon consolidó la imagen de una generación de 1912 que no se correspondía a nada en el plano demográfico y social, a no ser que al rápido incremento del número de los estudiantes, al que sus inventores no la refirieron.31 Pero el eco enorme con el que se encontró, las otras diez investigaciones que la acompañaron, la marea de libros que parecieron confirmarla, la posguerra en que emergió, todos esos elementos que crearon de pies a cabeza una imagen mítica que se impuso en la opinión y después en la historia y en los manuales; la guerra de 1914 constituye en verdad el período histórico de máxima intensidad de la noción. Fenómenos idénticos se reprodujeron a escala pequeña, por ejemplo, con la investigación iniciada por L’Express en diciembre de 1957 a propósito de la Nouvelle Vague o la campaña de los «Nuevos Filósofos» en abril de 1978; ambas consiguieron cristalizar fenómenos generacionales. No todas tuvieron el mismo éxito. En 1949 François Mauriac dedicaba su editorial de Le Figaro, el 30 de mayo, a una «Petición de investigación»: «Un joven autor-editor, Gilbert Sigaux, me decía el otro día que tal vez había llegado la hora, para su generación, de una toma de consciencia análoga a la que manifiesta, hacia 1910, la investigación de Agathon». Robert Kanters, asociado a Gilbert Sigaux, publicará, dos años más tarde, el fruto de esta investigación bajo el título de Veinte años en 1951. Provocó una emulación inmediata entre La Table ronde y Aspects de la France, en donde Michel Braspart (alias Roland Laudenbach) asociaba por primera vez a Antoine Blondin, Jacques Laurent y Roger Nimier por «su mirada insolente» hacia «los ídolos liberales».32 Pero esta levadura no bastó para hacer crecer la masa. Sin duda la derecha era todavía demasiado desconsiderada, estaba demasiado aislada en la época como para ponerse a sí misma en escena. Hizo falta esperar tres años más tarde, y una sujeción de izquierda con alfileres en Les Temps modernes, para que los «húsares y gruñones»33 de Bernard Frank llevaran este estrato a la visibilidad generacional. Desde entonces, el recurso a los sondeos sacó el fenómeno del círculo estrecho de los escritores para darle una base más sociológica y científica. Pero el principio de identificación generacional desde el exterior siguió siendo el mismo. Y ya que el producto se vende bien, abusan. La sociedad contemporánea está cubierta de generaciones que no han llegado a ser tales del mismo modo en que la actualidad está repleta de acontecimientos inconsecuentes.
La memoria de la generación es histórica, finalmente, en un sentido infinitamente más fuerte, en el hecho de que está, hasta sus profundidades, habitada de historia. Mejor: aplastada por su peso. Todos los momentos de más fuerte toma de consciencia de ser una generación están hechos, sin excepción, de la desesperanza y el agobio ante lo masivo de una historia que lo sobrevuela a uno con toda su altura inaccesible y que frustra con su trágica grandeza. La Revolución para los románticos; el siglo XIX en su conjunto para las generaciones «fin de siglo»; la Gran Guerra para las generaciones del fuego y de la crisis de los años 1930; la Segunda Guerra Mundial para las generaciones posteriores a la Liberación;34 la Revolución nuevamente, y todas esas guerras que no tienen hechos para las generaciones del 68 ni las siguientes. Esta obsesión por una historia acabada, pasada, y que no permite que el vacío atormente el imaginario de todas las generaciones fuertes, y a fortiori de las generaciones llamadas intermedias, para comandar su dispositivo de memoria. Se da una carencia en el arranque de una generación, y algo así como un duelo. Su fondo de memoria está menos hecho de aquello que ellas han vivido que de aquello que no han vivido juntas. Es aquello que tienen en común detrás de sí mismas, aquello para siempre fantasmático y lancinante, que las une, mucho antes ciertamente que lo que tienen ante ellas, y que las divide. Esta antecedencia permanente y organizadora de toda la economía de la memoria generacional constituye un interminable discurso de los orígenes, una saga inacabable. Toda la literatura de las décadas de 1920 y 1930, de Montherlant a Céline, de Aragon y Drieu a Malraux, alucinó en un período de entreguerras desde su relato de viejos combatientes. Mayo de 1968 fue inmediatamente su propia conmemoración: ciento veinticuatro libros habían aparecido desde el mes de octubre de aquel año. La historia del romanticismo inició con el romanticismo mismo. Y se volvió solemne y estimulante ver a su más grande historiador, Michelet, del seno mismo de la generación que inventó la generación para vivirla bajo el signo del «genio», desplazar su invención a la Revolución, por transferencia y por efecto de exaltación genealógica. El pasaje amerita una cita:
Si se busca la causa de esta sorprendente irrupción del genio, se podrá decir sin duda que los hombres encuentran en la Revolución la excitación más potente, una libertad de espíritu completamente nueva, etc. Pero según yo, hay de forma primitiva otra cosa: estos infantes admirables fueron concebidos, producidos, en el momento mismo en que el siglo moralmente alzado por el genio de Rousseau, reconquistaba la esperanza y la fe. En esta alba matinal de una nueva religión, las mujeres se despertaban. De ello resultó una generación más que humana.35
Es esta celebración histórica intrínsecamente mitológica y conmemorativa lo que hace salir la generación de la historia para instalarla en la memoria.
Ya que, en efecto, es sin duda con la generación —y es por eso que nos interesa aquí— que uno se ubica en la memoria pura. La misma que se burla de la historia e ignora sus intervalos y sus encadenamientos, su prosa y sus impedimentos. La misma que procede por «flashes», imágenes fuertes y arraigos potentes. La misma que abole la duración del tiempo para hacer de ella un presente sin historia. A escala de la nación, el ejemplo más impactante de esta abolición del tiempo correspondería aún a la Revolución, que, inventando bruscamente a finales del verano de 1789 la expresión expeditiva de «Antiguo Régimen», destemporalizó de un golpe diez siglos de historia. Pero en cada etapa, la operación vuelve a iniciar al por mayor y en detalle. Incluso podría decirse que la ruptura generacional —esto es lo que conforma su riqueza de creatividad y su pobreza repetitiva— consiste esencialmente en «inmemorializar» el pasado para «memorizar» mejor el presente. En este sentido, la generación es poderosamente, e incluso principalmente, fabricadora de «lugares de memoria», que constituyen el tejido de su identidad provisional y los puntos de referencia de su propia memoria. Lugares fuente, cargados de un poder insondable de evocación simbólica, contraseñas y señales de mutuo reconocimiento, incesantemente revivificados por el relato, el documento, el testimonio o la magia fotográfica. La exploración de una memoria generacional inicia con un inventario de estos lugares. Y es, después de todo, para Francia y a escala de nuestra generación, el objeto de este libro en su conjunto. Nadie reclamará que se encuentre simplemente la vieja distinción de los psicólogos bergsonianos como Janet entre la memoria afectiva y la memoria intelectual; o los análisis de los sociólogos durkheimianos como Halbwachs sobre los marcos sociales de la memoria colectiva. Sin embargo, se trata de algo más, pues la memoria generacional no atañe a la psicología individual. Los lugares en que se condensa y se expresa tienen todos en común el ser lugares comunes, centros de participación colectiva, pero merecedores de una inmediata apropiación personal. Congresos, periódicos, manifestaciones, asociaciones, símbolos de masas para las generaciones políticas. Casas de edición y revistas para las generaciones intelectuales, cafés y salones, coloquios, «khâgnes» o librerías. No son personas privadas los que cuelgan su memoria en referencias públicas, no son emociones individuales lo que uno comparte. La memoria generacional atañe a una sociabilidad en principio histórica y colectiva para interiorizarse hasta las profundidades viscerales e inconscientes que dirigen las elecciones vitales y las fidelidades reflejas. El «yo» es al mismo tiempo un «nosotros».
En este nivel de encarnación y decantación, la memoria prácticamente ya no tiene que ver con el tiempo. Y sin duda es aquí donde uno alcanza lo más verdadero de la generación. Cerrada sobre sí misma y fijada en su identidad, impermeable por definición a la historia y a sus «lecciones», la mónada generacional se emparentaría más bien a aquello que un historiador de las ciencias, Thomas S. Kuhn, describió como «paradigmas» que dirigen la estructura de las revoluciones científicas.36 Estas comunidades cerradas sobre sí mismas de investigadores y científicos, reunidos y encerrados en un mismo modelo explicativo de los fenómenos y que unen reflejos clave formados por un consenso intelectual, un aprendizaje corporativo, un estilo de trabajo y un lenguaje propio, pueden traducirse extrañamente en el registro de la generación. Y al igual que las comunidades científicas no se definen más que por oposición radical al mismo tiempo que comparten implícitamente lo esencial de las conquistas de la tradición científica, las generaciones no comparten casi nada con las demás y sin embargo casi todo. La aproximación de las dos nociones, tal como la desarrolló Daniel Milo,37 tiene el mérito de situar en su lugar apropiado, determinante y sin embargo marginal, las referencias históricas de la memoria, decisivas y momentáneas, sobre las cuales se reagrupan las generaciones. El paradigma generacional también, cerrado sobre sí mismo y atravesado, no obstante, por todos los flujos temporales, subsiste, inalterado, hasta su borramiento y su remplazo aguardando sus posibles reactivaciones, para su uso propio, por nuevas generaciones. Es así como aquello que podría llamarse «el paradigma de la guerra y de la Ocupación», central para la consciencia y la identidad de la Francia contemporánea, conformó, después de una larga conspiración de silencio, el objeto de reinvestiduras sucesivas. Hubo una primera ola, al inicio de la década 1960, que no superó a los círculos de historiadores, y que iba cuesta arriba: la década de 1930. Pero venía de hombres que los habían vivido en su juventud, Jean Touchard y René Rémond, por ejemplo, y planteaba ya, púdica y científicamente, la cuestión central de la existencia o inexistencia de un fascismo francés.38 Pero es la generación de 1968, siempre ella, la que operó la reinvestidura masiva. Inició aquel año con la aparición de La Place de l’Étoile, donde Patrick Modiano iniciaba, a los veinte años, la reconstitución soñada de los lugares de la memoria de la Ocupación, para continuar en 1971 con Le Chagrin et la Pitié. Y la moda retro iba a abalanzarse en la boca de sombra de esos «cuatro años a tachar de nuestra historia», como decía en 1949 el procurador general Mornet, por todos los caminos de la imaginación y de la ciencia, de la novela, del cine y de la historia,39 hasta hoy en día.
Llegados a este punto, es posible medir el recorrido que ha sufrido la generación y su metabolismo integral. El arco iris de las definiciones históricas, demográficas y mentales sobre el cual se desplegó el estudio empírico de las generaciones, del que ahora obtuvimos una bella panoplia, cubría de forma estrecha el campo de lo social. Es evidente que el espectro de la definición está centrado hoy en día en la memoria, que hace de la generación una pura escansión simbólica del tiempo, una modalidad privilegiada de la representación del cambio que señala y consagra el advenimiento del actor social. Por lo demás, Tocqueville había indicado ya perfectamente el principio organizador y clasificatorio que la edad habría de jugar cada vez más fuertemente en el tiempo de la democracia, donde «la noción de lo semejante es menos oscura» que en los tiempos aristocráticos, pero que, «haciendo olvidar a cada hombre a sus antepasados y ocultándole a sus descendientes», ven los «vínculos de las afecciones humanas extenderse y aflojarse a la vez». 40 Sería difícil dibujar de una mejor manera el lugar, central pero en definitiva modesto, de esta categoría especialísima de la periodización contemporánea. No cuenta con la amplitud antropológica de la edad, ni la religiosidad de la era, ni la dignidad histórica del siglo ni las riquezas de colores y dimensiones de la época o el período. La mezcla que instaura entre lo individual y lo colectivo le amputa a uno su profundidad psicológica y al otro de su potencial expresivo. Fenómeno inacabable, sin duda, como el inconsciente, e igual de fascinante, pero, como él también, corto, pobre y repetitivo. En un mundo de cambios incesantes donde cada uno es llevado a hacerse el historiador de sí mismo, la generación es la más instintiva de las maneras de transformar la memoria propia en historia. La generación es en definitiva esto: el horizonte espontáneo de la objetivación histórica individual.
Pero lo que da a la noción, aquí y ahora, su fuerte actualidad y su virtud explicativa, es la situación muy particular de Francia, que ha vivido, desde la guerra, una consciencia desdoblada de la historia. Esto quiere decir que, por un lado, ha sobreinvertido los conflictos históricos sofocantes que le han conformado una historia más sofocante que la de cualquier otro de los países de Europa; y que ha vivido al mismo tiempo un profundo descompromiso de la historia mundial que la ha arrojado a la reflexión memorial de su experiencia histórica propia. El fenómeno es único, complejo y tan particular que es crucial medir su amplitud y precisar sus redes entrecruzadas.
Sobrevolemos rápidamente los episodios. La guerra: Francia es, de todos los países, el único que salió de ella mitad vencedor, mitad vencido. Inglaterra avanzó completamente unida desde el peligro mortal hasta la victoria final; Alemania hizo el camino inverso, pero el desastre integral trajo consigo sus cirugías simplificadoras, y habrá que esperar precisamente el espacio de una generación para que encuentre, a través de su juventud verde y su querella de los historiadores, diversos dramas de conciencia que de nuevo aproximan su historia a la nuestra. España retiró sus cartas del juego. El patetismo intenso de los días posteriores a la Liberación se encuentra por el contrario en la tensión que llevó a Francia, Resistencia y De Gaulle ayudando, a compartir la suerte de los vencedores, pero a través de la herencia de los países vencidos. Herida, humillada, devastada por la división interna y tanto más obsesionada por recobrar su «rango» en la medida en que no cuenta ya con ninguno de los medios reales para su fuerza. Asciende con dificultades la pendiente que culmina en la Guerra Fría. A cada quien su campo. Pero Francia aquí todavía, a causa de la existencia de un Partido Comunista fuerte y del problema punzante de la descolonización que no supo zanjar en 1945, es el único de los países de Europa occidental que interioriza los conflictos de la división de los bloques, desprovista de su solución; y que debe vivirlos en el tormento de la conciencia, en la impotencia política y la parálisis institucional, hasta el hundimiento final. Es la guerra de Argelia, nuestra verdadera guerra de Secesión, que no sólo reactualizó los viejos arreglos de cuentas, hundiendo nuestra historia en el provincialismo, sino que complicó el conflicto nacional como conflicto interno con la izquierda, que es la razón más profunda de la interminable duración de la guerra y de su purulencia moral. Nos llevó al gaullismo que, también él, desde el punto de vista de la apuesta histórica que aquí nos ocupa, es un episodio de doble cara si consideramos que este campeón del nacionalismo es, por un lado, el encargado de cubrir el repliegue sobre el Hexágono con una advertencia más o menos verbal, más o menos real, en la gran política mundial, y por el otro, el delegado para el sueño de una Francia industrial y louis-phillippardista que procedía a su revolución industrial y gozaba prosaicamente de los beneficios del crecimiento.
Aquí está, esquemáticamente resumida, la investidura sobreactivada de la historia. Pero esta investidura se operó, al mismo tiempo, sobre el fondo y bajo el signo de una retirada de Francia de la gran historia, que, de los grandes golpes del siglo, tan sólo conoció ya a final de cuentas sus repercusiones. Es el paso, por etapas y estremecimientos, de la gran potencia mundial a la potencia media con sus ajustes mordaces: 1918, 1945, 1962, cada una de estas fechas lleva consigo un peso de realidad mutilante y de ilusiones compensadoras. El país que podía vanagloriarse, hasta aquí, de haber conocido, primero, todas las experiencias históricas de la formación de la identidad europea, desde las cruzadas hasta el Imperio colonial, pasando por el Estado-nación, la monarquía absoluta, la dictadura y la Revolución, sufrió de ellas únicamente sus consecuencias y su destello: ni la revolución socialista, ni el totalitarismo nazi, ni la crisis económica, ni la sociedad de consumo la han golpeado de lleno; de éstas conoció solamente la invasión, las recaídas y las repeticiones. Esta articulación de dos registros diferentes y contradictorios de la consciencia histórica, este hundimiento desafortunado y esta extracción dolorosa, son esenciales para comprender el ascenso permanente y compulsivo del pasado en el presente, esta sobreactivación trágica de una historia nacional que es ya solamente la versión indígena de una historia mundial evacuada, y que se vive como memoria. Una memoria histórica también habitada por el mismo desdoblamiento, una memoria nacional en contradicción, porque concelebra sobre un plano su unanimismo —«a falta de una gran historia, nosotros tenemos un gran pasado»— y sobre otro no puede detenerse a sopesar una y otra vez todos sus episodios históricos, y especialmente los más recientes, para preguntarse si eran tan grandes o tan vergonzosos como pretenden serlo. El Bicentenario, en su balance último, habrá vivido de esta doble memoria, y es lo que lo golpeará con una eterna ambigüedad. La Revolución está o no está terminada, es un bloque o no es un bloque, la Vendée es o no es un genocidio, Robespierre el gran hombre o el sepultero, el Terror un episodio circunstancial o una configuración potencial de nuestra cultura política, la Declaración de los Derechos del Hombre un principio universal y universalizable o un texto de uso interno. Bien puede que sí, bien puede que no, pero es entre nosotros que esto sucede y todo el mundo estaba ahí. Fue lo esencial del mensaje miterrandiano: «Nos siguen observando y yo estoy en el centro».
Es aquí donde el problema de las generaciones y su sucesión interrogativa vuelve a adquirir todo su potencial explosivo. Al mismo tiempo en que esta sucesión se acelera y se multiplica, al ritmo de las conmociones continuas y del aumento de la duración de la vida. El pasado no pasa, los actores no mueren y los que acaban de llegar se aglomeran. Es la dialéctica de estos tres datos lo que exaspera a la generación y le proporciona su pleno efecto en esta caja de resonancia inagotable que constituye la tragedia del siglo, cuyos actores continúan ahí, y a la cual vienen a batirse las olas sucesivas. Aquí se realizaría pues, tanto en teoría como en práctica, y en el marco de dos dimensiones que acabamos de establecer, la partición entre lo que atañe sólo a la memoria generacional y lo que atañe sólo a la memoria histórica; o bien, si se lo prefiere, a la memoria y a la historia. Con la condición de precisar que esta partición se opera también en dos dimensiones. Está el paso temporal del momento en el que la memoria pasa de las generaciones que la portan a los historiadores que la restituyen sin haberla vivido. Y el paso intelectual del testimonio vivido al trabajo crítico. Ninguno de estos dos pasos es unívoco en términos de generaciones, pues puede haber en ellos, y los hay, excelentes críticos de su propia memoria generacional que se hacen sus historiadores, y generaciones de historiadores, no menos excelentes, cuyo trabajo propio es reinterrogar su objeto en nombre de su propia memoria generacional. Es lo que se constata permanentemente y lo que el Bicentenario permitió verificar principalmente acerca de la Revolución. Es esta doble partición lo que la salida de la gran historia y la entrada en la gran era históricamente vacía de la memoria plena han focalizado en la instancia de la generación, ampliando las dimensiones de la historia nacional dentro de los dos momentos de mayor intensidad dramática: la Revolución Francesa y la guerra.
Así pues, a las preguntas que planteábamos al comienzo, la respuesta es clara. Existen varias generaciones «francesas». Y si la generación es un lugar de la memoria, de ningún modo es por la simple comunidad de la memoria que supone la banalidad de una experiencia compartida. Si la generación es un lugar de la memoria es por el juego simple y sutil de la memoria y de la historia, la dialéctica eternamente inquieta de un pasado que permanece presente, de actores que se han vuelto sus propios testigos, y de nuevos testigos transformados a su vez en actores. Es en el encuentro de estos tres factores donde se enciende la chispa del problema. Es su conjunción lo que hace arder la generación hoy en Francia, el hogar de la memoria. En este tiempo y en este lugar. La pieza continúa, y corresponde a cada generación volver a escribir su historia de generación. Pero ¿cuánto tiempo tendrán que esperar los siguientes para que se recupere la viva iluminación de semejante constelación?
Traducción del francés:
Alan Cruz
2 Sobre la generación romántica, el libro esencial más reciente es de Alan B. Spitzer, The French Generation of 1820, Princeton, N. J., Princeton University Press, 1987. El autor esboza en su conclusión una comparación con los movimientos estudiantiles alemanes de la época y en particular la asociación de los Burschenschaften, completada con una bibliografía, p. 267. Su juicio coincide indirectamente con aquel, mesurado, de Henri Brunschwig, La Crise de l’État prussien à la fin du XVIIIe siècle et la genèse de la mentalité romántique, París, P.U.F., 1947, pp. 104 y 270.
Ciertos momentos de la comparación generacional de los dos países, que merecería ser proseguida sistemáticamente, aparecen en Claude Digeon, La crise allemande de la pensée française, 1870-1914, París, P.U.F., 1959, cuyo plan está fundado precisamente en la división de las generaciones, y Robert Wohl, The Generation of 1914, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1980, cuyo segundo capítulo, después de Francia, está dedicado a Alemania.
Cf. igualmente, publicado después de la redacción de este artículo, Jean-Claude Caron, Générations romantiques. Les étudiants de Paris et le quartier Latin (1814-1851), París, Armand Colin, 1991.
3 Augustin Challamel, Souvenirs d’un hugolâtre, portrait d’une génération, París, 1885: «Ya desde hace una veintena de años, sobre la tumba de tal o cual muerto ilustre, de manera muy frecuente un orador pronuncia esta frase: “Pertenece a la fuerte, a la valiente generación de 1830” […]. Nadie lo negará, en política, en literatura, en ciencia, en arte, la generación de 1830, comprendiendo a todos los franceses viviendo en ese tiempo, o aproximadamente todos, realizó majestuosamente su obra, desde el inicio de este siglo hasta su última mitad».
4 Sébastien Charlety, «La Monarchie de Juillet», en Ernest Lavisse, Histoire de France contemporaine, t. v, 1921, p. 47.
5 La fórmula merece ser situada en su contexto: «Tres elementos compartían por consiguiente la vida que se ofrecía entonces a las personas jóvenes: detrás de ellas un pasado para siempre destruido, agitándose aún sobre sus ruinas, con todos los fósiles de los siglos del absolutismo; ante ellas la aurora de un inmenso horizonte, las primeras luces del futuro; y entre estos dos mundos […] algo semejante al Océano que separa al viejo continente de la joven América, no sé qué de vago y fluctuante, un mar turbulento y repleto de naufragios, atravesado de vez en cuando por algún velo blanco lejano o por algún navío soplando un pesado vapor; el siglo presente, en una palabra, que separa el pasado del futuro, que no es ni uno ni otro, y que se parece a ambos a la vez, y donde no se sabe, a cada paso que se hace, si se marcha sobre una tachuela o sobre todo el resto». Alfred de Musset, La Confession d’un enfant du siècle. Recordemos que Musset, nacido en 1810, tiene una diferencia de diez años con respecto a la mayoría de la generación romántica.
6 Sainte-Beuve, nacido en 1804, esbozó en diversas ocasiones en su galería de retratos una clasificación por generación. Tan severa para uno de sus contemporáneos, atañe a todo lo que les unía por el año vigésimo: «Cada generación literaria data sólo de sí misma […]. Para aquel que tiene veinte años en aquel día, las tristezas de Olympio harán el efecto del “lago” de Lamartine. Hace falta firmeza y extensión en la mente para que el juicio triunfe frente a estas impresiones». Notes et pensées, n° 187. Se encontrará el conjunto de referencias en el corto capítulo que le dedica Henry Peyre, op. cit., pp. 53-58.
7 Thédore Jouffroy, Comment les dogmes finissent, citado por S. Charlety, La Restauration, t. iv de la Histoire de France contemporaine de Ernest Lavisse, cap. iii, «La génération nouvelle», p. 197.
8 Théophile Gautier, Histoire du romantisme, París, 1872, p. 11. Recordemos que Th. Gautier, nacido en 1811, representa, como A. de Musset, la recaída desencantada del posromanticismo. Cf. Paul Bénichou, Le Sacre de l’écrivain, París, Gallimard, 1996, así como Les Mages romantiques, París, Gallimard, 1988.
9 Alfred de Vigny, «Discours de réception à l’Académie française», 26 de enero de 1864, en Œuvres, t. i, París, Gallimard, 1948, p. 968. Cf. P. Bénichou, Le Sacre…, op. cit.
10 Carta de La Fayette a James Monroe del 20 de julio de 1820, en Gilbert de La Fayette, Mémoires, correspondance et manuscrits du général La Fayette, t. i, París, 1837-1838, p. 93, citado por A. Spitzer, op. cit., p. 4.
11 Archives parlementaires, 2a serie, t. XXXV, p. 466.
12 Th. Gautier, op. cit., p. 9.
13 Cf. el artículo de Louis Mazoyer, «Catégories d’âge et groupes sociaux, les jeunes générations françaises de 1830», en Annales d’histoire économique et sociale, n° 53, septiembre de 1938, pp. 385-419.
14 Cf. Yves Vadé, L’Enchantement littéraire. Écriture et magie de Chateaubriand à Rimbaud, París, Gallimard, 1990.
15 Cf. Marcel Gauchet, «Les Lettres sur l’histoire de France d’Augustin Thierry», en Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, ii, 1, p. 266.
16 Delécluze, «De la politesse en 1832», en Le Livre des Cent-un, t. xiii, París, s. f., p. 107.
17 Honoré de Balzac, «La jeunesse éclatera comme la chaudière d’une machine à vapeur», en Z. Marcas, La Comédie humaine, t. VIII, París, Gallimard, 1978, p. 847.
18 Alfred de Musset, Mélanges de littérature et de critique, 23 de mayo de 1831.
19 Cf. Edmond Goblot, La Barrière et le Niveau, étude sociale sur la bourgeoisie française moderne, París, Alcan, 1925.
20 Cf. el rico análisis que hace de la investigación de Agathon Philippe Bénéton, «La génération de 1912-1914 : image, mythe et réalité ?», en Revue française de science politique, XXI, 1971, pp. 981-1009.
21 Edgar Morin, Claude Lefort, Jean-Marc Coudray, Mai 1968 : la brèche, París, Fayard, 1968. Laurent Joffrin, Un coup de jeune, portrait d’une génération morale, París, Grasset, 1987.
22 Esto es lo que todavía recientemente hizo Michel Winock en una fina reconstitución de las ocho generaciones intelectuales que sucedieron, para él, al caso Dreyfus a 1968. Cf. el n° 22 de Vingtième Siècle, dedicado a las «Générations», abril-junio de 1989, pp. 17-39.
23 Paul Thibaud: «Esta generación ha sido seguidora. Seguidora de sus primogénitos e incluso —es más raro— seguidora de sus menores». «Les décrocheurs», en Esprit, julio de 1985. Claude Nicolet: «Nosotros éramos en suma una generación abandonada por la historia», en Pierre Mendès France ou le metier de Cassandre, París, Juillard, 1959, p. 37. Citados por Jean-Pierre Azèma, «La clef générationnelle», Vingtième Siècle, op. cit.
24 En un original artículo de Le Débat, n° 17, diciembre de 1981, pp. 15-35, «Autopsie d’une machine à laver, la société française face à l’innovation gran public», Yves Stoudzé recordaba las reservas del público femenino para adoptar, entre 1965 y 1970, un instrumento que libraba a las mujeres de una difícil, aunque tradicional, tarea doméstica.
25 St. Hoffmann, Ch. P. Kindleberger, L. Wylie, J. R. Pitts, J.R. Pitts, J.-B. Duroselle, Fr. Goguel, À la recherche de la France, París, Seuil, 1963. En particular el artículo de Jesse R. Pitts, «Continuité et changement au sein de la France bourgeoise», pp. 265-339.
26 Cf. François de Closets, Tourjours plus !, París, Grasset, 1982, y Alain Minc, La Machine égalitaire, París, Grasset, 1987.
27 «La France, terre de commandement», era el título de un artículo de Michel Crozier, en un número especial de Esprit, diciembre de 1957, pp. 770-797, dedicado a La France des Français.
28 Cf. en especial Marc Fumaroli, «La Coupole», en Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, ii, 3, p. 266.
29 Jean-Paul Sartre, On a toujours raison de se revolter, París, Mercure de France, «La France sauvage», 1974.
30 Charles Péguy, Œuvres en prose, t. ii, París, Gallimard, p. 1309. Es significativo del proceso de la rememoración generacional que este pasaje —sorprendente— haya resurgido bajo la pluma de un ensayista judío de la generación de 1968, Alain Finkielkraut, que hace de él la obertura de su reflexión sobre el proceso Barbie, La Mémoire vaine, París, Gallimard, 1989.
31 Philippe Bénéton, op. cit., muestra igualmente cómo el resultado de la investigación fue sesgado, ya sea por la elección de las investigaciones, o bien por la eliminación de las respuestas disonantes, como aquella de Emmanuel Berl (À contretemps, París, Gallimard, 1969, p. 155) y da la lista de las otras investigaciones, de las cuales la más notoria, después de la de Agathon, fue la de Émile Henriot, en Le Temps de abril-junio de 1912, publicada en 1913 bajo el título À quoi rêvent les jeunes gens. En el mismo momento aparecen de Étienne Rey, La Renaissance de l’orgueil francais, Gaston Riou, Aux écoutes de la France, Ernest Psichari, L’Appel des armes.
El capítulo de Robert Wohl, The Generation of 1914, op. cit., se apoya completamente en la expresión de esta opinión, tomándola por dinero en efectivo.
32 Cf. Marc Dambre, Roger Nimier, hussard du demi-siècle, París, Flammarion, 1989, p. 253.
33 Bernard Frank, «Hussards et grognards», en Les Temps modernes, retomado en folleto, París, 1988.
34 De ello se encontrará particularmente una curiosa ilustración en la editorial de una revista, Courrier, que Armand Petitjean destinaba a los «movilizables» de 1939, retomado en Combats préliminaires, París, Gallimard, 1941.
Dos ejemplos, que conciernen al compromiso comunista de guerra fría: Emmanuel Le Roy Ladurie, Paris-Montpellier, P.C.-P.S.U. 1945-1963, París, Gallimard, 1982, y Maurice Agulhon, «Vu des coulisses», en Essais d’ego-histoire, op. cit., p. 20 y ss. Y un tercero un poco más tardío: Philippe Robrieux, Notre génération communiste, 1952-1968, París, Robert Laffont, 1977.
35 Jules Michelet, Histoire de la Révolution, libro iv, capítulo 1.
36 Thomas S. Kuhn, La Structure des révolutions scientifiques, París, Flammarion, 1972.
37 Cf. Daniel Milo, «Neutraliser la chronologie : “génération” comme paradigme scientifique», cap. IX de Trahir le temps (Histoire), París, Les Belles Lettres, 1990.
38 El ensayo de Jean Touchard, «L’esprit des années 1930», publicado en Tendances politiques dans la vie française depuis 1789, bajo la dirección de Guy Michaud, París, Hachette, 1960, inspiró directamente el libro clásico de Jean-Louis Loubet del Bayle, Les Non-conformistes des années 30, París, Seuil, 1969.
La cuestión había sido abierta, desde 1954, con la aparición de La Droite en France de René Rémond, París, Aubier-Montaigne, convertida en la 4a edición de 1982, Les Droites en France, cap. x, que iniciaba con «¿Hay un fascismo francés?». La cuestión tuvo su posteridad hasta la obra de Zeev Sternhell, y la polémica que ella suscitó.
39 Remitirse en particular a Pascal Ory, «Comme de l’an quarante, dix années de retro satanas», en Le Débat, n° 16, noviembre de 1981, pp. 109-117, que proporcionó, de 1968 a 1981, una útil cronología.
40 Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, t. II, París, Gallimard, 1961, p. 106.