No es el poder, sino el sujeto,
lo que constituye el tema general de mis investigaciones.1
Existe una opinión común concerniente al lugar que ocupa el sujeto en la obra de Foucault, una opinión que él mismo ha ayudado a reforzar. A fin de esquivar las invariantes tanto humanistas como estructuralistas, él propone una arqueología-genealogía capaz de trazar las configuraciones cambiantes del saber y del poder. El sujeto humano no está precisamente ausente en estas configuraciones, pero son ellas las que le asignan su lugar: una variable en regularidades discursivas, un efecto de estrategias de poder. De acuerdo con esta opinión, lo que permanece definitivamente apartado de esta investigación sería el sujeto práctico: Yo en cuanto que me constituyo como actuante en medio de otros actuantes.
Bien es cierto que, sin importar cuál sea la variante de la arqueología-genealogía de Foucault que se examine, no puede decirse que el Yo práctico salga bien parado en ella. En cuanto «hombre» al interior de la episteme moderna, él es recibido con una «risa filosófica»2 y es comparado con un «rostro de arena» dibujado «en los límites del mar» cuyo borramiento inminente puede ser asegurado.3 En cuanto «hacedor de acontecimientos» originario, acaba siendo destronado por el descubrimiento de dispositivos epistémicos y de poder, que sufren incesantes mutaciones en la historia. De este modo, «preservar, contra todos los descentramientos, la soberanía del sujeto» no ha sido, después de todo, sino una típica obsesión del siglo XIX. No puede haber una historia sensata —es decir, lineal— sin el sujeto como su agente duradero y como el portador sintético del sentido. «La historia continua es el correlato indispensable de la función fundante del sujeto». No es de sorprender que algunas lágrimas corran cuando se descubren umbrales y rupturas en la formación de nuestro pasado: «Lo que se lamenta con tanta fuerza no es la desaparición de la historia, sino el borramiento de esa forma de historia que era secretamente, aunque completamente, referida a la actividad sintética del sujeto».4 En sus genealogías de las instituciones, Foucault trata de mostrar que el sujeto consciente de sí mismo ha sido en realidad producido por la conjunción de fuerzas exteriores, como por ejemplo el confinamiento solitario, a su vez resultado de condiciones económicas. En el primer volumen de su último proyecto —la historia de la sexualidad—, el sujeto aparece nuevamente como un producto, esta vez de aquello que Foucault llama el bio-poder. Entonces, con lágrimas y temores, el sujeto-lector descubre que dicha opinión común se sostiene a lo largo de toda la obra de Foucault: él ríe, mientras que nosotros descubrimos que nuestra presunta soberanía como agentes conscientes no sólo proviene de un discurso vigilado y del resplandor del panóptico, sino también que muy pronto puede ser barrida. Sin importar cuál sea la perspectiva arqueológico-genealógica, el sujeto es fabricado desde el exterior. Esto equivale a excluir cualquier constitución a partir de una interioridad, cualquier autoconstitución, ya sea trascendental (como en Kant, a través del acto de apercepción como el polo de espontaneidad en la constitución del objeto) o bien por cualquier otra vía.
Existe una segunda opinión común que Foucault también ha ayudado a reforzar. Concierne al estatuto mismo del «hombre» como una figura vieja que tiene apenas tres siglos y que está ya a punto de desaparecer. ¿En qué sentido el «hombre» puede ser llamado «una invención de fecha reciente»?5 Foucault retoma aquí, con mayor fanfarria y humor, una afirmación que fue sostenida antes de él.6 Ésta tiene que ver con la epocalización de la filosofía occidental en relación con los efectos discursivos que ejerce en cada época la lengua en la que aquélla es hablada. Cada edad-lengua habría sido determinada por la postulación de un centro de significación al que todos los fenómenos tienen que referirse si pretenden hacer sentido. En el contexto griego, ese postulado supremo sería la naturaleza; en la época latina y medieval, Dios; y en el contexto moderno, sería el «hombre, ese postulado pasajero».7 La figura del hombre puede emerger y declinar únicamente como un punto focal imaginario, y sin embargo último, para la constitución misma de la fenomenalidad. Esta figura es una invención de fecha reciente puesto que, previamente al siglo xvii, la inteligibilidad de las cosas no era averiguada ni construida en relación a un sujeto que afirmara su posición central diciendo «Yo pienso». Esta segunda opinión común sostiene que es únicamente en relación con el cogito como el mundo puede volverse objetivo. O incluso: es únicamente en cuanto que son representadas para el ego como las cosas se vuelven objetos, y como la naturaleza, vuelta así el otro del Yo, es susceptible de ser dominada. Los individuos, también, caen bajo ese proceso general de objetivación y dominio. En consecuencia, tenemos que distinguir entre el «hombre» como el postulado último de una organización epocal, el «ego» como efectuando este centramiento y dominio, y el «individuo» como objetivado y dominado (a través, por ejemplo, de las ciencias del lenguaje, del trabajo, de la vida, o a través de las técnicas del poder tal como son institucionalizadas en los asilos, los hospitales y las prisiones). En otros términos, conviene distinguir entre el sujeto epocal, el trascendental y el objetivado. Si bien la genealogía de Foucault trabaja actualizando los modos de objetivación y de dominación, parece que, por la lógica de su argumento, lleva a cabo una nueva exclusión del campo de esta disposición llamada modernidad: la exclusión, precisamente, del sujeto ético.
Este último permanece externo a las tres nociones de sujeto mencionadas, de las cuales ninguna permite formar proposiciones que conciernan a la manera en que uno se constituye a sí mismo como el agente de actividades y prácticas. De cualquier modo, la autoconstitución del sujeto práctico —en su doble dimensión ética y política— toma cada vez mayor importancia en el pensamiento de Foucault, incluso si esto sucede a través de sugerencias y declaraciones antes que por medio de desarrollos metódicos. Más allá de los ipsissima verba de Foucault, lo que exige un examen es el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?», así como la naturaleza del Yo que se la plantea y eventualmente responde a través de su acción. Dicha cuestión difiere del «¿Qué debo hacer?» kantiano en dos puntos decisivos. Conforme al positivismo «de pies ligeros» de Foucault, el Yo de ninguna manera podrá designar al agente moral autónomo, sin importar si es individual o colectivo (como cuando Lenin pregunta «¿Qué hacer?»). El Yo aparece más bien como siempre sometido a las restricciones que marca el dispositivo de un período dado. Del mismo positivismo surge todavía la imposibilidad de que haya que hablar de algún «debo». Gobernados, como nosotros estamos, por formaciones discursivas y efectos extradiscursivos de poder, podemos a lo mucho interrogar el lugar limitado que está así dejado al sujeto práctico en un momento dado. Hay poco que pueda hacerse en una coyuntura histórica cualquiera. Así, «¿Qué debo hacer?» es una cuestión que presupone demasiada autonomía en el sujeto, a saber, la autonomía de darme a mí mismo una ley moral obligatoriamente universal. Un simple estructuralismo, en cambio, concede muy poca autonomía en el sujeto; la «risa filosófica» del primer Foucault desaprueba la cuestión misma de la autoconstitución práctica. Y sin embargo, con el reconocimiento de que su arqueología de los órdenes epistémicos permanecía anclada en la episteme (estructuralista) del día, vino una reconsideración de las diferentes maneras en que decimos «Yo» y modificamos ese Yo.
Así pues, será necesario en un primer momento interrogar el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?» en una historia arqueológico-genealógica. Convendrá después indicar algunos ejemplos paradigmáticos de autoconstitución en el interior de la historia tal como Foucault la cuenta. Por último, tendremos que preguntarnos: ¿qué puedo hacer en mi/nuestra propia situación histórica?
En la introducción de El uso de los placeres, Foucault opone su método arqueológico-genealógico a lo que él llama una «historia de las conductas y las representaciones». Esta última indaga acerca de positividades: datos observables que dan cuenta de lo que la gente ha hecho efectivamente, datos imaginarios buscando dar cuenta de lo que los individuos imaginaban que hacían. Existen sólidas razones para sospechar que este doble rechazo está dirigido contra Marx y Freud. El relato propio de Foucault, en cambio, se propone trazar las «problematizaciones a través de las cuales el ser se da a sí mismo como capaz de ser pensado y como exigiendo ser pensado». Además, quiere volver a trazar «las prácticas reflexionadas y voluntarias por las cuales los hombres […] buscan transformarse a sí mismos, modificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra». Tras formular nuevamente su primera arqueología, le asigna ahora estas problematizaciones como su objeto específico, y tras haber formulado nuevamente su genealogía, mantiene esas prácticas como su núcleo. Así pues, el estrato donde se desenvuelve el relato de Foucault sigue siendo el de un positivismo de segundo grado: narra la secuencia, no de los datos sociales e ideológicos mismos, sino de las tramas epocales en el seno de las cuales esos datos pueden surgir. A la arqueología le sigue correspondiendo trazar las configuraciones discursivas del dispositivo epocal, mientras que las configuraciones extradiscursivas corresponden a la genealogía. Sin embargo, en su proyecto más reciente, la declaración de Foucault toma mayor fuerza. El examen de los desplazamientos donde la configuración griega cede ante las configuraciones helenística y romana, y éstas a su vez a la configuración patrística, manifiesta de qué modo las problematizaciones y las prácticas se conjugan para imponer a los individuos sistemas variables de constreñimiento. Pero del análisis de esta secuencia se espera que ahora obtenga más que estimaciones sobre el nacimiento de reglas epistémicas o de normas estratégicas. La arqueología y la genealogía llevan a primer plano «una historia de la verdad».8
Todavía tenemos aquí buenas razones para suponer que las semejanzas con el proyecto heideggeriano de una historia del ser, trazada a través de las constelaciones epocales de la verdad, no son fortuitas. ¿Acaso Foucault no declara: «Heidegger siempre ha sido para mí el filósofo esencial»?9 El término mismo de «problematización» retoma un término técnico de Heidegger para interrogar datos transmitidos por la tradición —en este caso, las ramas de la «metafísica especial»— desde un punto de vista de segundo nivel, es decir, dando un paso hacia atrás con respecto a esos datos recibidos. Incluso antes que intentar trazar una «historia del ser», Heidegger había indicado la necesidad de ese paso hacia atrás en el título mismo de su libro Kant y el problema de la metafísica. Hacer de la metafísica un problema, problematizarla, es indagar las condiciones, los fundamentos, que la hacen posible. De manera análoga, para Foucault, colocarse por detrás de los datos sociales e ideológicos hasta el punto en que parecen problemáticos para su época, equivale a indagar la constelación de verdad en donde ellos se inscriben. Dicho esto, él no hace, me parece, sino un uso retórico del paso adicional que, en Heidegger, conduce de la verdad como red epocal dentro de la cual las cosas son dadas, a la «donación» misma. En todo caso, no continúa su observación según la cual, a través de las problematizaciones recibidas, es «el ser el que se da». No obstante, la historia que cuenta no es una simple concatenación de hechos materiales y representacionales. Es la historia de la verdad de los hechos, «verdad» entendida como constituida por la intersección de estrategias de discurso y de poder. Sus efectos se manifiestan discursivamente en eso que uno descubre como aquello que no puede pasar sin objeción en su época, en eso que uno encuentra problemático. En este sentido, ciertos actos de placer llegan a ser problematizados en ciertas enseñanzas morales. Pero los efectos de discurso y de poder se manifiestan también, desde un punto de vista práctico, en la manera en que la gente los utiliza para modelar sus vidas. De esta manera, los mismos actos de placer entran en las «artes de vivir» mediante las cuales un hombre libre en la antigüedad confiere a su existencia un cierto estilo. La historia de la verdad puede ser narrada en la medida en que se descubre en ella una secuencia de problematizaciones y prácticas, así como desplazamientos en el interior de esa secuencia. Este reajuste del método conduce al sujeto a primer plano. Donde la constelación de verdad se vuelve problemática y donde esta problematización se traduce en práctica, también se produce una «historia del sujeto».10
En el momento en que los límites en cuyo interior estamos inscritos llegan a ser problemáticos y exigen una práctica deliberada, la cuestión «¿Qué puedo hacer?» está encontrando su respuesta. Con ello, el estatuto de esta cuestión en una historia arqueológico-genealógica se hace explícita: la cuestión concierne directamente a los límites impuestos a una época por el dispositivo predominante de saber y de poder. Aquí el sujeto que dice «Yo» difiere del «hombre», del «ego» y del «individuo» tal como han sido definidos. Difiere de igual modo del Yo ilusorio en cuanto «autor». El sujeto práctico y que problematiza, vuelve manifiesta la clausura en la cual está colocado. Al reconocer esto, Foucault «ha puesto ya en cuestión el carácter absoluto del sujeto y su rol fundador». Ninguna profundidad de un sí mismo originario se expresa a través de problematizaciones y prácticas. Querer confirmar al sujeto soberano —en cuanto auctor u originador y en cuanto detentador de auctoritas, responsabilidad y prestigio— está desprovisto de pertinencia. ¿Qué escrutinios del sujeto son entonces pertinentes? Sólo los que tematizan su inserción en un orden epocal. Una primera cuestión pertinente concierne a las aperturas que hacen posibles las problematizaciones y las prácticas: «¿cuáles son los lugares discursivos que dan lugar a eventuales sujetos?» Tal es la cuestión clave para toda investigación concerniente a lo que podía o puede ser hecho en una época dada. El viejo tópico de la libertad así como el tópico más reciente de la finitud se vuelven colaterales con respecto a las diferentes topografías epocales. «Libertad» y «finitud» no hacen nada más que parafrasear «los puntos de inserción del sujeto» en cierto dispositivo. Otra cuestión pertinente concierne a la posibilidad de hacer suyas ciertas instancias de discurso y de poder: «¿quién puede apropiárselo (el discurso)?» O, en el contexto griego de los actos de placer: ¿quién puede «poseer», penetrar, sin hacer de su vida algo inestético, feo (como ocurre cuando un hombre libre «se encuentra debajo» de un esclavo)? En el contexto moderno, no cualquiera puede hablar como médico, psiquiatra o juez, ni llevar a cabo los actos correspondientes. Aún otra cuestión tiene que hacerse con la latitud del espacio dejado abierto para la autoconstitución que va hasta los límites dados, puesto que ese espacio varía según el emplazamiento propio de cada uno en el seno de un dispositivo: «¿quién puede llenar estas diversas funciones de sujeto?»11
En una historia arqueológico-genealógica, la cuestión «¿Qué puedo hacer?» no cuenta únicamente con el estatuto positivista tras el cual las respuestas que le han sido dadas sólo pueden ser reconstruidas por medio de un relato (discontinuo). El estatuto de esta cuestión es todavía heurístico. En los temas que los hombres se proponen a propósito de un comportamiento que no ha de quedar sin ser objetado se anuncian los límites de una época. Pero, ese estatuto no es un orden ontológico: tan pronto como es establecido, la alusión al ser en Foucault es abandonada. Los límites de una época no están determinados por un «destino del ser» (Heidegger). La investigación tampoco es de orden trascendental, puesto que la cuestión aquí no se relaciona al «debo» sino al «puedo». Investigación cuasi-trascendental, sin embargo, en la medida en que se relaciona a la red de restricciones que condiciona una época y que indaga puntos de inserción posibles. Cuando uno se pregunta: «¿Qué puedo hacer?», uno no se interroga acerca de los entes factuales ni sobre «el ser en cuanto tal», sino acerca de ese dominio intermediario donde ciertos órdenes de cosas, que se manifiestan a través de las conductas problematizadas, se suceden unos a otros. Aunque Foucault llama a esta diacronía de órdenes una «historia de la verdad», la verdad no es aquí nada que dure. Es el modo de conexión de los fenómenos constituyendo una red epocal. Un sujeto puede, sin embargo, constituirse a sí mismo en acuerdo con la verdad de la época, sincrónicamente abierta. Según la latitud acordada por la época, puede implantarse dentro del espacio así dejado abierto a la autoconstitución. Puede apropiarse las figuras de discurso y los efectos de poder en boga, o incluso combatirlos; puede o puede no asumir esas funciones de sujeto. A través de la intervención discursiva, puede también hacer sentir a sus contemporáneos la severa ley de inclusión y exclusión.
Si el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?» se determina por la historia de la verdad así comprendida, entonces se deseará saber si es o no posible —quizá en ciertos giros de la historia— no sólo tematizar, sino también luchar contra el confinamiento cuasi-trascendental de uno mismo en el interior de lugares de inserción en una sucesión de dispositivos. ¿Cuáles son algunas de las formas pasadas de la autoconstitución? También: ¿cómo puedo, hoy en día, constituirme como sujeto práctico? ¿Podría ser que la situación contemporánea nos permita precisamente impugnar en la práctica la premisa misma de la inserción en un dispositivo?
En su más minucioso trabajo sobre un texto —su lectura de las líneas que conciernen a la locura en las Meditaciones de Descartes—, Foucault distingue dos tramas textuales: una demostrativa, otra ascética. Sin la estrategia demostrativa, el texto de Descartes no podría formar un sistema de proposiciones, de igual modo que sin la estrategia ascética, no podría tratarse de una meditación. De acuerdo con la primera manera de lectura, el sujeto no está implicado; leer, aquí, es seguir la secuencia de acontecimientos discursivos, conectados por reglas formales para articularse en un razonamiento. De acuerdo con la segunda, en cambio, «el sujeto pasa de la oscuridad a la luz». ¿Qué sujeto? El que se determina a sí mismo. «En la meditación, el sujeto es constantemente alterado por su propio movimiento, su discurso suscita efectos al interior de los cuales es tomado; lo expone a los riesgos […], produce estados en él, y le confiere un estatuto o una cualificación que no detentaba en el momento inicial. En pocas palabras, la meditación implica a un sujeto móvil y modificable por el efecto de los acontecimientos discursivos que se producen».12 Los acontecimientos discursivos en cuestión son acontecimientos-textos, pero la motilidad que acarrean, si constituyen una meditación, se produce fuera del texto, en el sujeto que medita. Las dos estrategias, analítica y ascética, se intersectan en «mí», Yo que medito. Se tratan de un quiasmo. El núcleo, en la discusión de Foucault, concierne a la posibilidad misma del enfoque cartesiano: la locura hace imposible al sujeto la efectuación de una meditación demostrativa, y, más específicamente, constituirse como dudando de manera universal. Lo que es pertinente para la cuestión del sujeto práctico es que la verdad enunciada por la secuencia de acontecimientos discursivos debe afectar al lector en el curso de un ejercicio concreto. La locura debe excluirse a medida que progresa la meditación de Descartes, ya que, si él estuviera loco, sería incapaz de sufrir la prueba de su duda. Esto no significa que la locura acabe igualmente excluida de la trama demostrativa; pero ahí aparece como un objeto de saber, no como una amenaza que paraliza a quien medita en su itinerario yendo de la opinión a la duda, y después a la intuición.
Ahora bien, la distinción entre sistema y ejercicio introduce al sujeto práctico en esta coyuntura misma de la historia, en la cual la arqueología del discurso y la genealogía del poder parecen haberlo desenmascarado: la arqueología, como una simple variable en sus disposiciones epistémicas de corta duración, y la genealogía como un efecto de las técnicas de poder, de vida igualmente breve. Así, en los comienzos mismos de la modernidad, aunque el «hombre» supuestamente se coloca en el centro epistémico y objetiva todas las cosas en torno a él, incluido él mismo en cuanto individuo, el sujeto práctico se afirma simultáneamente, y esto de ningún modo por casualidad o por accidente. El propósito de Foucault, leyendo a Descartes, es precisamente que el cogito, para ser establecido en su supremo rol epocal, requiere de una meditación. Requiere de una estrategia textual que tome recurso de un lector móvil y cambiante, y por lo tanto de un sujeto que se constituya a sí mismo en el curso de un ejercicio (askesis) y en tal sentido en cuanto sujeto práctico. ¿Cuál es la naturaleza del Yo ascético, práctico? ¿Por qué se vuelve necesario en el momento en que el «Yo pienso» establece su supremacía?
La naturaleza del Yo práctico, así como el proceso de su autoconstitución, no pueden caer bajo el criterio cartesiano de la verdad. No puede ser percibida clara y distintamente. No es algo que se daría con la intuición del «Yo pienso — Yo soy». En contradicción con el Yo pensante, el Yo práctico no es simple ni absoluto, sino «móvil»; lo que equivale a decir que no puede servir como principio. El método deductivo no lo encuentra ni como el punto de partida de un argumento ni como una conclusión. El sujeto práctico no es idéntico a lo que se da de manera primitiva —el cogito— ni deriva de él, y tampoco es «realmente distinto» de él, así como lo es el cuerpo. No cae bajo la alternativa de la sustancia pensante y extensa. Esto resulta del contraste, que adopta Descartes del uso no-filosófico, entre dementia e insanitas. El primero es un término jurídico, el segundo un término médico. Estar demente, es decir, sin mens, descalifica a alguien para participar en una litigación. Y por otra parte, estar insanus, es decir, sin salud, exige intervenciones sobre su cuerpo. Sólo los dementes están trastornados en cuanto personas, es decir, en su unio compositionis de sustancias pensante y extensa. Lo que Descartes excluye a fin de poder proseguir su meditación, es la dementia. «¿Pero qué? Son unos locos, y no sería yo menos extravagante (demens) si me guiara por sus ejemplos».13 Una vez establecido en su soberanía, el cogito sirve de punto de partida para todas las demostraciones. Pero no puede, en cambio, ser demostrado. Sólo puede ser establecido mediante una serie de exclusiones. ¿Quién es el agente de tales exclusiones? Ni el Yo intuicionado con certeza ni el Yo compuesto de un cuerpo y un alma. El agente de la exclusión sólo podría ser el Yo que medita. Su necesidad sistemática resulta de la manera misma en que el cogito puede ser completamente asegurado, a saber, mediante una intuición. Descartes se arrastra a esa intuición. De ahí la naturaleza del Yo práctico: no algo dado, sino algo autodado en el proceso de meditación: Yo en cuanto que me constituyo a mí mismo como contando con toda mi mens. El Yo práctico no es ni una sustancia ni una unión de sustancias, sino enteramente un acto, una práctica. Como tal, sus autoalteraciones hacen más que acompañar el discurso demostrativo: liberan el terreno para que la intuición «Yo pienso — Yo soy» pueda darse.
La estrategia de Foucault al establecer (contra Derrida)14 la exterioridad de la locura, satisface, entre otras cosas, un requisito heurístico. Revela que el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?», así como el del sujeto práctico que responde a ella, sigue siendo la extraterritorialidad. El sujeto «móvil y modificable» ocupa un territorio distinto al sujeto del razonamiento silogístico. Pero razonar es su manera propia de actuar sobre sí mismo. A través de su meditación demostrativa, Descartes se constituye a sí mismo como un sujeto racionalista.
El proyecto de Foucault era analizar modos más recientes de autoconstitución práctica. Tras su volumen introductorio de la Historia de la sexualidad, había planeado estudiar de qué maneras lo que hoy en día es llamado «sexo» ha sido investido tanto de un poder manifiesto ilimitado como de una insondable profundidad de significación; de qué manera, en suma, se ha convertido en «sexualidad». Esto ha tenido lugar durante el siglo XIX (y si consideramos que la palabra «sexualidad» ha sido ella misma acuñada en los comienzos del siglo XIX, el título general de la serie fue y sigue siendo tan ambiguo como el precedente título Historia de la locura: aquí y allá, la tesis de Foucault sigue siendo precisamente que ni la locura ni la sexualidad son esencias perdurables). Para el arqueólogo del discurso, la sexualidad era en el siglo XIX un tópico dorado, puesto que nadie hablaba más de ella que el maestro de escuela victoriana o el padre confesor. Para el genealogista del poder, el interés no era menor, porque le permitía poner a prueba los clichés concernientes a la represión propia del siglo pasado y la liberación propia del nuestro. En efecto, las «tecnologías» del sexo sugieren que en las sociedades modernas el poder no opera ya conforme al modelo de la monarquía y de sus leyes, sino como un agenciamiento productivo, por medio de mecanismos innumerables, y a través de «una trama sutil de discurso, saberes particulares, placeres, poderes». El genealogista tenía que «concebir el sexo sin la ley, y el poder sin el rey».15 En lo que respecta a las tecnologías particulares por medio de las cuales nos constituimos a nosotros mismos como sujetos de sexualidad, éstas debían ser cuatro: la histerización de las mujeres, el onanismo infantil y las tácticas para combatirlo, la psiquiatrización de las perversiones y la socialización de las conductas procreativas.16
Los tres volúmenes escritos, de los cuales dos fueron publicados, se presentan de un modo enteramente diferente. En ellos Foucault analiza eso que él llama con una frase recurrente «la manera en que convenía gobernarse a sí mismo para poder tener lugar entre los otros […] y, en general, situarse en el juego complejo y móvil de las relaciones de mando y subordinación».17 Al igual que en otros volúmenes, la autoconstitución del sujeto moral y ético está trazada a través de los griegos clásicos, los romanos y los primeros cristianos. Así Foucault no sólo ofrece un remedio a su previo desinterés por todo aquello que fuera premoderno, sino que también expande el método arqueológico-genealógico. Ahora sirve para «buscar las formas y modalidades dentro de las cuales cada uno se vincula consigo mismo, es decir, aquellas en que el individuo se constituye y se reconoce como sujeto».18 Estos tres volúmenes relatan entonces en detalle cómo es que desde la Antigüedad hasta los Padres de la Iglesia, el sí mismo podía modelarse a través de prácticas variables. Las últimas describen el modo en que podía situarse el individuo al interior de una red discursiva y de una cuadrícula de poder. Para cada uno de los tres momentos históricos examinados, los textos responden con pleno detalle la pregunta «¿Qué puedo hacer?».
Lo que de inicio intriga al lector es ciertamente la inadecuación del concepto genérico de «sexualidad». Para los griegos, la representación directriz para la modelación de sí era ante todo la del uso de los placeres (chresis aphrodision, en Platón y Aristóteles); para los romanos, un aprendizaje más severo de la alegría (disce gaudere,en Séneca); y para los primeros cristianos, la carne (sarx, en san Pablo). Foucault descarta de este modo cualquier concepto unitario de la sexualidad. Investiga relaciones cambiantes entre el «sujeto como actor sexual» y «las otras áreas de la vida en donde ejerce su actividad».19 Para los griegos, toda respuesta a la pregunta «¿Qué puedo hacer?» permanece inscrita en medio de determinantes tales como la vida doméstica, las exigencias de la dietética y la problemática elección de un objeto sexual: tres áreas que implican relaciones de poder, y en las cuales el actor debe imponer su dominio. El giro hacia el contexto romano no añade ningún factor decisivo a estas tres áreas de la supremacía del hombre libre, sino que afecta sobre todo «a la manera en que el individuo tiene que constituirse como un sujeto moral. […] El sujeto tiene que asegurar su dominio; pero […] el énfasis recae cada vez con mayor facilidad en la debilidad del individuo, en su fragilidad».20 En las primeras formas de monaquismo, estos factores cambian una vez más; y con ellos, la forma de dominio. La lucha incesante del sujeto monástico que busca constituirse como sujeto moral, apunta a la perfecta castidad.
No obstante, lo que por otra parte intriga en estos volúmenes es el concepto mismo de autoconstitución subjetiva empleado por Foucault, que en este punto se vuelve una invariante.21 Existen los modos griego, latino, cristiano temprano —y haría falta agregar protomoderno, cartesiano— de autoconstitución práctica. Ciertamente la determinante sexual no es una característica perdurable del sujeto práctico tal como sería revelado por el método arqueológico-genealógico (que Foucault está lejos de repudiar en sus volúmenes sobre la sexualidad), pero sin duda la búsqueda de «dominio» persiste diacrónicamente. Desde el dominio del ciudadano griego libre y del magistrado romano sobre sus familias y amantes, pasando por el mando de los Padres de la Iglesia sobre el «espíritu de fornicación» (Casiano), hasta la exclusión de la locura por Descartes, se dibuja una clara línea que exhibe la violencia como rasgo permanente de la autoconstitución en Occidente, al menos desde la Antigüedad hasta la modernidad temprana. Además, esa línea subraya lo que aparece como una premisa implícita en los escritos más recientes de Foucault, a saber, que la tarea y la posibilidad de modelar el sí mismo se mantienen constantes. A pesar de las numerosas instancias que producen «desplazamientos, reorientaciones y alteraciones de acentuación»22 en las maneras en que los hombres han sido capaces de actuar sobre sí mismos, el sujeto en cuanto sujeto práctico no es una figura epocal, vinculada a una era particular de nuestra historia. Por el contrario, siempre es llamado a implantarse en el sitio estrecho y variable que dejan abierto las constelaciones discursivas y los efectos de poder. Queda por ser examinado si la violencia de imposición del dominio también caracteriza lo que puede hacerse en la era de la modernidad que se cierra; es decir, la nuestra.
A riesgo de parecer demasiado sistemático, al trazar los modos sucesivos de autoconstitución práctica conviene hablar de sujeto ético únicamente en el contexto griego. Originalmente, ethos designa el lugar donde se habita. Las tres facetas a través de las cuales Foucault describe la práctica griega de sí mismo —la dietética, la económica y la erótica— equivalen ciertamente a una suma de lugares de emplazamientos del sí mismo. El régimen de placeres que es llevado sitúa a uno con respecto a su cuerpo; la moderación en la autoridad sobre los miembros de la familia y los esclavos, lo sitúa al interior de lo doméstico; el respeto por un efebo cortejado —o, a la inversa, el autocontrol del efebo respecto a su pretendiente— determina la reputación del sujeto y lo sitúa dentro de la ciudad. Estas situaciones corporal, doméstica y política son un asunto originalmente ético. El término «moral» significa estrictamente la manera en que un romano se modela a sí mismo. Hablar de mores (costumbres, usos, conducta) implica una mayor ansiedad por el lugar de los placeres, acompañada por una insistencia, en la literatura médica y filosófica, respecto a las limitaciones y la austeridad que el término griego no connotaba. La autoconstitución siempre significa el posicionamiento de sí, pero el acento es puesto más bien en el cultivo sagaz de las disposiciones naturales de cada uno: en el cultivo de sí en el sentido de colere, «tender» y «estar atento a». De forma análoga, el sujeto «ascético» es específicamente aquel que se efectúa a sí mismo por medio de tecnologías cristianas antiguas. Por último, si la práctica de Descartes de una meditación demostrativa debe ser leída como paradigmática para su tiempo, entonces el sujeto «racional» se produce por medio de un estilo de ejercicio propio de los comienzos de la modernidad. Esta epocalización de las figuras ética, moral, ascética y racional de las prácticas sobre uno mismo no debe, evidentemente, ser tomada de manera rígida. Por otra parte, y aunque Foucault no los coloca aparte, tratar a estos términos como vagamente sinónimos tendría como resultado nublar los desplazamientos mismos en la historia que todas sus investigaciones pretendían dramatizar.
El término que Foucault reivindicará para su propio sitio histórico es el más genérico de los mencionados: askesis, «ejercicio» o «entrenamiento». Agustín lo tradujo como exercitatio. En una sociedad que tiende a una uniformidad global, el ascetismo, no obstante, va a designar algo distinto al dominio de los apetitos denotado por la palabra griega; incluso algo distinto, también, al cultivo de la interioridad que acentuaba su equivalente latino. Cada uno de los fenómenos designados por esos conceptos antiguos está acompañado por una ansiedad específica. Para el erómenos, era la ansiedad de someterse sexualmente como las mujeres y los esclavos, cuando se pertenecía a la clase de los hombres libres; para el erastés, la ansiedad provenía del hecho mismo del deseo físico mientras el alma se instruía. Para un cristiano antiguo provenía, según los términos de Agustín, de la dialéctica del reposo: el corazón no conocerá reposo mientras no haya encontrado lo que busca; e incluso tras encontrarse su paz, permanecerá inquieto. En nuestra configuración contemporánea, la askesis estará todavía acompañada de una ansiedad. Localizarla nos ayudará a especificar el ascetismo genérico. Esa especificación se hará manifiesta en la medida en que se describan las luchas a través de las cuales los sujetos pueden hoy constituirse a sí mismos.
«No hay en el mundo una sola cultura en la que todo esté permitido».23 A partir de algunos momentos decisivos en nuestra historia, Foucault analizó los límites siempre móviles del campo que ha marcado por adelantado lo que nos ha sido posible hacer. Cartografió las fuerzas discursivas y extradiscursivas que han asignado a los sujetos una residencia restringida en la que pueden constituirse a sí mismos. Estas fuerzas heterónomas circunscriben estrechamente el campo de la autoconstitución autónoma. No podemos detener la investigación acerca de la constelación actual de la heteronomía y la autonomía posible: ¿qué es lo que estas fuerzas nos permiten hacer en el contexto contemporáneo? Foucault no ha rechazado del todo que esta pregunta sea planteada, aunque lo ha hecho con un tono más bien programático. Afirma que: «Tenemos que promover nuevas formas de subjetividad».24 Ello implica una lucha que puede conjuntar diversas estrategias.
En el sujeto, como Kant ya había reconocido, se intersectan estrategias de constitución autónomas y heterónomas. Sólo que el arqueólogo-genealogista no sigue creyendo que la autolegislación pueda eventualmente ser universal. En consecuencia, tiene que indicar modos posibles, en el contexto contemporáneo, de autoformación o subjetivación que sean tan positivos como los modos de heteroformación o sujeción.
La conjunción de estrategias constitutivas es más compleja de lo que el criticismo trascendental podría suponer, pues no todas las fuerzas de sujeción se imponen desde afuera del sí mismo, como lo hicieron la dominación social y la explotación económica. Éstas, es cierto, no han desaparecido del mundo occidental. Pero nuevos modos de sujeción, internos aunque heterónomos, han aparecido y se ofrecen como los blancos de las luchas emprendidas hoy. Son las voces heterónomas que nos dicen nuestra identidad. Aprender de las ciencias «blandas» quién y qué somos, reconocernos en sus dicta, es interiorizar un poder bajo la forma de un saber. En efecto, al decir —al reconocer, al confesar— «Esto es lo que soy», el sujeto se objetiva a sí mismo en el interior de sí mismo. En cuanto objetivación cognitiva, la heteronomía interiorizada ilustra el postulado moderno de la posición central del hombre en la red epistémica; en cuanto sujeción bajo un poder, ilustra la versión moderna de la búsqueda de dominio, único rasgo que hasta ahora abarca diacrónicamente toda nuestra historia. La «autoidentidad», invocada sin cesar, resulta así de una sujeción interiorizada aunque heterónoma. La autoidentidad es la autoobjetivación aceptada y reforzada como autosujeción.
Un quiasmo comparable caracteriza la posible autoformación o subjetivación. Una subjetivación externa aunque autónoma —para Kant, una contradicción en los términos— es el núcleo de lo que Foucault tiene que decir acerca de la lucha por una nueva subjetividad. El ciudadano libre de la polis griega, el romano cosmopolita, el miembro de la Ciudad de Dios de la cristiandad antigua, las comunidades protestantes de la Reforma, Descartes como portavoz de la comunidad racionalista moderna naciente (a la que propone el ejercicio de la meditación), Kant como portavoz del movimiento de la Ilustración,25 todos constituyen sus subjetividades dentro de la esfera pública. Su autonomía es una posibilidad que se hace concreta en el interior de instituciones o redes: el bouleuterión, el comitium, los destinatarios de instrucciones o colaciones como las de Casiano,26 las asambleas de las iglesias reformadas, el público de la correspondencia de Descartes (Mersenne, Bérulle, Christine), el «público lector» de Kant. En ninguno de estos casos la autoconstitución se da fuera de un mundo. No se trata del sí mismo descontextualizado de la interioridad, sino de un sí mismo que deviene autónomo al hacer suyas las posibilidades ofrecidas por su estrecha esfera de libertad, tal como ésta queda epocalmente abierta. Al descubrir la secuencia de enfoques en Foucault para seguirlo en su análisis de las prácticas discursivas, de las técnicas del poder después y, por último, de los modos de subjetivación o autoformación, uno no debería argüir que se trata de un tópico de retiro hacia la vida interior. En realidad, tanto la interioridad cristiana como la poscristiana dan pruebas de haber sido determinadas por factores heterónomos aunque interiorizados, así como por factores autónomos aunque externos. Pero de manera más decisiva, en la constelación contemporánea de modos posibles de autoconstitución o constitución de sí mismo, el sí mismo tal como lo analiza Foucault aparece enteramente inscrito dentro de luchas públicas.
Nuevas formas de subjetividad, escribe Foucault, pueden ser promovidas hoy a través de luchas contra los «efectos de poder en cuanto tales». Da ejemplos y enumera algunos de los rasgos que tienen en común. Algunos ejemplos son la «oposición al poder de los hombres sobre las mujeres, de los padres sobre los hijos, de la psiquiatría sobre los enfermos mentales, de la medicina sobre la población, de la administración sobre las maneras en que la gente vive».27 O bien, en otra enumeración de los blancos: «La autoridad familiar, el cuadriculado que la policía ejerce sobre la vida de todos, la organización y la disciplina de los colegios, o esa pasividad que impone la prensa».28 Estas listas describen las formas particulares y dispersas de dominio. Más decisivos son los rasgos según los cuales la subjetividad se constituye a sí misma a través de estas luchas. Nuevamente, aquí es necesario ir más allá de las observaciones ocasionales de Foucault y examinar estos rasgos a partir de la perspectiva de la búsqueda de dominio. Desde las formas griegas hasta las formas modernas de autoconstitución, esta búsqueda había aparecido como una constante. Ganar y preservar la ascendencia sobre lo doméstico, sobre el cuerpo y sobre la locura resultó ser la primera característica de las técnicas diversas para la modelación del sí mismo. Los efectos de poder no vienen en forma de universales. Tomados de manera abstracta, la autoridad y el dominio no figuran entre ellos. Más bien hay que preguntarse: ¿podría ser que el dominio constituye hoy un rasgo ejemplar, no ya de los objetivos de la autoconstitución sino, por el contrario, de sus obstáculos? Esta hipótesis puede ser verificada a lo largo de las dos líneas de la sujeción y la subjetivación.
Las luchas enlistadas están dirigidas a modos particularmente contemporáneos de colusión entre el poder y el saber. En ese sentido, sirven como ejemplo de una resistencia, posible en la actualidad, contra la sujeción. Lo que está siendo aquí objeto de oposición son pretensiones de ultimidad cognitiva. El «esto es lo que eres» del experto se encuentra en paralelo de las pretensiones de saber que conciernen a los estándares postulados que se mencionaron antes, de los cuales el «hombre» bien podría ser el último. El educador, el psiquiatra y el médico, exactamente como el metafísico especulativo, postulan una evidencia que, en cuanto evidencia, no puede ser sino coercitiva. Una verdad de la boca de un experto que habla —«No olvides que eres un adolescente», o «una mujer», o «un neurótico»— se impone por sí misma. La prueba de su poder reside en el grado de asentimiento e interiorización que estas verdades generan. Tal fue el régimen mismo de los referentes epocales últimos. Éstos dieron a la ciudad su orden y al sujeto su centro. Un argumento a contrario para demostrar esta afinidad formal entre las pretensiones epistémicas del experto y los postulados metafísicos se puede formular a partir del destino del agente de sujeción más evidentemente heterónomo: la ley positiva. Hoy su destino probablemente no es el mismo en el continente europeo que en el americano. En el Nuevo Mundo, una aserción tal como «Es la ley» queda asegurada por un grado de interiorización y, por tanto, de fetichización que ha sido enteramente perdido en el Viejo. Pocos estarían en desacuerdo con Foucault en que «sólo una ficción puede hacer que las leyes han sido hechas para ser respetadas […]. La ilegalidad es un elemento absolutamente positivo del funcionamiento social cuyo rol de antemano está incluido en la estrategia general de la sociedad».29 Las pretensiones de ultimidad promueven representaciones variantes en uno u otro contexto. Así pues, para las luchas en cuestión, la tarea elemental consiste en detectar esos fetiches artificialmente dotados de ultimidad, y revelar cómo el saber y el poder concurren en ellos para sujetar al sujeto.
¿Qué formas de subjetivación, es decir, de autoconstitución, son posibles hoy en día? Foucault ha sido reacio para nombrar alguna, prefiriendo invocar «el derecho a ser diferente», instándonos «a imaginar y a construir eso que podríamos ser».30 No obstante, no es muy difícil apuntar la orientación general de su razonamiento. Esto puede hacerse mejor tras distinguir entre individualismo y anarquismo.
El Estado moderno, escribe Foucault, ha colocado a sus ciudadanos en una «doble atadura». «En la historia de las sociedades humanas jamás ha existido, en el interior de las mismas estructuras políticas, una combinación tan compleja de técnicas de individualización y de procedimientos totalizadores».31 La individualización no designa únicamente la condición atomizada de la vida en las sociedades modernas, sino también, y más radicalmente, la exposición inmediata e íntima de cada individuo frente al Estado. El origen del Estado benefactor en el cuidado cristiano de las almas ha sido notado antes por Foucault. Al igual que la Iglesia estaba presente para la conciencia de cada uno, el Estado en los regímenes liberales está presente para la vida de cada uno. Con la institución de las democracias, «el poder de tipo pastoral […] se extendió repentinamente al conjunto del cuerpo social». La doble atadura reside en la tarea del Estado de unificar a sus miembros en un todo mientras que organiza todas las dimensiones de su existencia privada. Bajo estas condiciones —esto es, si la atadura organizacional-totalitaria acompaña necesariamente la atadura liberal-atomística— la autoconstitución no puede significar pura y llanamente individualismo mejorado. Esto es ya manifiesto a nivel cultural: no hay fórmula mejor para el isomorfismo social que apelar a la particularidad de cada uno. Al enarbolar su personalidad única —sentimientos, gustos, estilo de vida y creencias— uno hace exactamente lo que todos los demás hacen y así promueve la uniformidad en el acto mismo de negarla. Al individualismo, pues, Foucault opone el anarquismo: «El problema político, ético, social y filosófico de nuestros días no es el de liberar al individuo del Estado y sus instituciones, sino el de liberarnos a nosotros del Estado y del tipo de individualización ligada a él».32
Sólo con la condición de que se deje de soñar con megaunidades sociales, la autoconstitución será pública y, sin embargo, autónoma. «Imaginar otro sistema equivale a aumentar nuestra integración en el sistema presente […]. Si lo que quieres es remplazar una institución oficial por otra institución que cumple con las misma funciones —mejor y de manera distinta—, entonces ya estás absorbido por la estructura dominante». El reformismo pertenece al mismo grupo de fenómenos que el individualismo, el liberalismo y el totalitarismo. Al recordar lo que ha sido dicho sobre el «hombre», «ese postulado pasajero», podríamos tener que añadir el humanismo a este grupo; y al recordar la génesis del Estado moderno a partir de las técnicas cristianas de control del alma, podríamos añadir también el espiritualismo. En todos estos casos, la autoconstitución, aunque interiorizada, permanece heterónoma. Lo que emerge como gesto de una autoconstitución posible al día de hoy es la lucha polimorfa contra las totalidades sociales. «El conjunto de la sociedad es precisamente aquello que no habría que tenerse en cuenta, a no ser que como el objetivo a destruir».33 Las luchas evocadas «son luchas anárquicas». Lo que las convierte en tales no es sólo la intención de derribar totalidades, sino aún más esencialmente, su naturaleza polimorfa, esporádica, «transversal», «inmediata».34
Foucault no es menos explícito respecto al discurso filosófico posible hoy en día, así como del estatuto de sus propios escritos. De la filosofía, si está viva, dice que se trata de una «“ascesis”, un ejercicio de sí, en el pensamiento». En otras palabras, tal como en el caso de Descartes, filosofar sería la actividad misma del sujeto pensante que se constituye a sí mismo. Pero, dada la pérdida del ego capaz de centrar la totalidad de los fenómenos en su acto de «Yo pienso», el sujeto que hoy puede modelarse a sí mismo mediante un ejercicio ascético no sería el sujeto racionalista. El hilo de sus pensamientos tampoco producirá ya una meditación. Más bien producirá un «ensayo». Este género literario «hay que entenderlo como prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad». Foucault añade que sus propios escritos alcanzan precisamente tal ejercicio. Han sido una prueba y han requerido ascetismo en la medida en que consistieron en un intento de «pensar de forma diferente». Es así que ve el cuerpo entero de sus estudios, incluyendo los de la sexualidad que son «como otros que había emprendido antes», como el «protocolo de un ejercicio» en curso. La tan reivindicada tradición filosófico-ascética es ejercida sobre un nuevo contenido, en relación a un problema que ha perdurado: «Se trataba de un ejercicio filosófico: su apuesta era saber en qué medida el trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamiento de aquello que piensa silenciosamente».35 Está en juego la lucha contra la premisa misma de la inserción no cuestionada en las obras discursivas y de poder del día.
Lo que el pensamiento ha pensado de manera tácita son las constelaciones de verdad unidas a los efectos de poder. No hemos dejado de pensar lo que una época dada ha producido como su propio orden heterónomo; y hemos estado pensando ese orden de manera silenciosa, interiorizándolo a pesar de su heteronomía. Si un ejercicio filosófico autónomo consiste en «pensar de forma diferente», entonces el ascetismo requerido es, en efecto, una prueba; no sólo como intento o ensayo, sino también como desafío. El sitio de este intento y desafío, el sitio de cualquier discurso que «ninguna cultura puede aceptar inmediatamente» y que por tanto es «transgresor»,36 es la escritura. En ella reside el linaje que Foucault reclama con Descartes, una afinidad que no se dejaba traslucir exactamente en sus primeros comentarios sobre el ascenso y la caída del postulado moderno «hombre». La prueba de Foucault, sufrida en la escritura, ha consistido en desplazar las fronteras tácitas dadas por sentado, por ejemplo entre lo normal y lo patológico o la inocencia y la culpa. En sus escritos arqueológicos y genealógicos, ha practicado —a la vez que se ha entrenado en ello y ha llevado a cabo— la constitución de él mismo como sujeto transgresor.
Si a esos escritos sumamos las observaciones esparcidas sobre el sitio contemporáneo, se podría suponer que constituirse a sí mismo como sujeto transgresor es o ha sido una posibilidad epocal disponible para culturas distintas a la nuestra. Sócrates y muchos otros han sido acusados de «pensar de forma diferente». Pero la novedad del orden de verdad y de poder en nuestros días es su tendencia a la homogeneidad a nivel mundial. Las formas de lucha mencionadas previamente pertenecen exclusivamente a este contexto. Lo que puede hacerse en una sociedad tan isomorfa es, entonces, constituirse a sí mismo como sujeto anárquico. Las transgresiones, Hegel decía, son necesarias esencialmente —y no epocalmente— para que la ley sea posible. Por su parte, el anarquismo aparece como posibilidad práctica una vez que el Estado moderno triunfa. Sin embargo, el sujeto anárquico comparte ese medio de lucha por el cual se han constituido a sí mismos públicamente tanto el sujeto racionalista como el sujeto transgresor: la «escritura» o la intervención discursiva. Habiendo estudiado los efectos de poder del discurso, ¿cómo podía Foucault no haber efectuado deliberadamente esos desplazamientos en la esfera pública con sus propios pronunciamientos?
La diferencia entre la lucha transgresora y la lucha anárquica reside en sus blancos respectivos: para el sujeto transgresor, cualquier ley, para el sujeto anárquico, la ley de totalización social. La diferencia también apunta al tipo de ansiedad que acompaña al modo posible de autoconstitución práctica en nuestros días. Nuestra ansiedad radica en la imposibilidad de postular normas. En las metas concretas de sus luchas —contra instituciones penales, la colaboración entre el establishment médico y la «interrogación forzada» institucionalizada (no sólo en los países sudamericanos), etc.— Foucault mantuvo un acuerdo con ciertas organizaciones ideológicas y ciertos movimientos. Sin embargo, no abrazó las razones para la acción de ninguno de ellos. Entonces, ¿por qué se unió a sus luchas? Definitivamente no fue por un imperativo moral que sería universalmente válido. «La búsqueda de una forma de moralidad aceptable para todo el mundo, en el sentido de que todo el mundo tendría que someterse a ella, me parece catastrófica».37 Le viene a uno el recuerdo de Lutero: «Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa». A diferencia del anarquismo del siglo XIX, el que es posible hoy es más precario, más frágil. No posee un relato lineal para justificarse, sólo la historia de la verdad con la historia del sujeto que la acompaña. Pero ambas se encuentran fracturadas por rupturas. El sujeto transgresor fetichiza aún la ley atreviéndose a lo que está prohibido. El sujeto anárquico le hace eco al Zaratustra de Nietzsche: «Éste es mi camino; ¿dónde está el tuyo? [...]. Porque tal cosa como el camino no existe».38 El anarquismo a través de las intervenciones discursivas es hoy una posibilidad, pero no un deber.
En realidad, una paradoja prima facie yace en declarar que constituirse a sí mismo como sujeto anárquico equivale a oponerse a la inserción misma de uno mismo dentro de una disposición dada de discurso y de poder: «El blanco de estas luchas reside en los efectos de poder en cuanto tales». ¿En cuanto tales? ¿No es acaso contradictorio sostener, por un lado, que no existe ningún Enemigo Número Uno sino sólo metas precisas para escaramuzas y, por el otro, que el objetivo de las luchas contemporáneas es combatir el principio de intrusión mediante el cual las totalidades sociales confinan la vida de uno a un lugar preestablecido dentro de sus dispositivos ubicuos? La impresión de paradoja se disminuye si se comprende que oponerse a los efectos de poder «en cuanto tales» conduce a la estrategia de exponerlos en donde suceden y mientras lo hacen. Así pues, el establecimiento médico necesita ser denunciado «porque ejerce un poder desenfrenado sobre los cuerpos de las personas, su salud y su vida o muerte».39 Apuntar a intervenciones dispersas contra blancos heterogéneos no implica que todos y cada uno de los efectos de poder puedan ser extirpados, que la libertad sea plenamente apropiada y que todo lo que «hasta ahora»40 había sido inhibido sea puesto en escena. A esta ideología de liberación, Foucault opone tácticas más modestas entre formaciones reticulares de saber y estrategias capilares de poder. Oponerse a los efectos de poder «en cuanto tales» sigue siendo una operación puntual. Significa intervenir contra todas las nuevas formas de dominación (que no son instancias de ningún Gran Opresor), empezando nuevamente, una y otra vez, por el desplazamiento de las coordenadas del pensamiento tan lejos como esto sea estratégicamente posible. El sujeto anárquico se constituye a sí mismo en microintervenciones que apuntan hacia los patrones recurrentes de sujeción y objetivación.
¿Acaso el proyecto de trazar la historia del sujeto se dejó llevar hacia el mismo malentendido esencialista que la historia de la locura y de la sexualidad? Sí, si por «sujeto» entendemos el portador de cualidades tales como una consciencia y el agente detrás de tales actos como una reflexión; no, si esa historia es leída como una instancia de la historia de la verdad constelacional, con sus diversos comienzos nuevos y muertes diacrónicas. Para una cultura obsesionada con lo que hay de profundo en el sí mismo —oculto, inconsciente, abismal y profundamente mi posesión—, la autoconstitución anárquica quiere decir la dispersión de la reflexión intro-dirigida en una diversidad de reflejos extra-dirigidos, en la medida en que existan «sistemas de poder que cortocircuitar, descalificar y estropear».41
Traducción del inglés:
Alan Cruz e Ilya Semo Bechet
© Reiner Schürmann, «On Constituting Oneself as an Anarchist Subject», en praxis International, vol. 6, n° 3, octubre de 1986.
Jacques Derrida, L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967.
René Descartes, Méditations sur la philosophie première, Pléiade, 1958.
Michel Foucault, «Des supplices aux cellules», en Le Monde, 21 de febrero de 1975.
____________, Folie et déraison. L’histoire de la folie à l’âge classique, 1ª ed., París, Plon, 1961.
____________, Histoire de la folie à l’âge classique, 2ª ed., París, Gallimard, 1972.
____________, Histoire de la sexualité, vol. i : La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976.
____________, Histoire de la sexualité, vol. ii : L’usage des plaisirs, París, Gallimard, 1984.
____________, Histoire de la sexualité, vol. iii : Le souci de soi, París, Gallimard, 1984.
____________, «Interview», Actuel, n◦ xiv, noviembre de 1971.
____________, L’archéologie du sujet, París, Gallimard, 1969.
____________, «Le combat de la chasteté», en Communications, XXXV, Seuil, 1982.
____________, «Le retour de la moral», en Les Nouvelles, 28 de junio de 1984.
____________, Les mots et les choses, París, Gallimard, 1966.
____________, «Qu’est-ce qu’un auteur ?», en Bulletin de la Société française de Philosophie, sesión del 22 de febrero de 1969.
____________, «Why Study Power: The Question of the Subject», en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics, Chicago, The University of Chicago Press, 1982.
Martin Heidegger, Heraklit, GA, 5, Fráncfort del Meno, Klostermann, 1979.
Friedrich Nietzsche, «Also Sprach Zarathustra», en Sämtliche Werke. Kritische Studien-ausgabe, Vol. 4, Múnich, Deutscher Taschenbuch, 1980.
2 M. Foucault, Les mots et les choses, p. 354.
3 Ibid., p. 398.
4 M. Foucault, L’archéologie du sujet, pp. 21 y 24.
5 M. Foucault, Les mots et les choses, p. 398.
6 En un curso de 1943, Martin Heidegger declaraba: «Wenn für den modernen Menschen, der knapp drei Jahrhunderte alt ist…». Cf. Heraklit, p. 132.
7 M. Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, 2ª ed., p. 582.
8 M. Foucault, Histoire de la sexualité vol. ii : L’usage des plaisirs, p. 16 y ss.
9 M. Foucault, «Le retour de la moral», p. 40.
10 Ibid., p. 37.
11 Citas extraídas de M. Foucault, «Qu’est-ce qu’un auteur ?», p. 95.
12 M. Foucault, «Mon corps, ce papier, ce feu», en Histoire de la folie à l’âge classique, 2ª ed., pp. 593-594.
13 En la frase precedente, Descartes describía la locura y sus causas en términos médicos: «…esos insensatos, de quienes el cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente que son reyes…» Sin embargo, cuando excluye la locura, emplea el vocabulario jurídico. Cf. René Descartes, Méditations sur la philosophie première, p. 268.
14 El ensayo de Foucault es una réplica a «Cogito et l’histoire de la folie» de Jacques Derrida, en L’écriture et la différence, pp. 52-97. En estas reflexiones, Derrida criticaba las tres páginas de Foucault sobre Descartes, en Folie et déraison. L’histoire de la folie à l’âge classique, 1ª ed., pp. 54-57.
15 M. Foucault, Histoire de la sexualité, vol. i : La volonté de savoir, p. 120.
16 Ibid., pp. 137-139. Juntos, estos cuatro elementos constituyen «una teoría general del sexo».
17 M. Foucault, Histoire de la sexualité, vol. iii : Le souci de soi, p. 115.
18 Ibid., p. 84.
19 Ibid., p. 49.
20 Ibid., p. 84.
21 Poco antes de su muerte, Foucault declara: «Lo que hacía falta a la Antigüedad clásica era problematizar la constitución de sí como sujeto». Cf. «Le retour de la morale», p. 41. Esto deja perplejo, si recordamos que en L’usage des plaisirs, Foucault reitera que una constitución de este tipo era la apuesta misma de la ética griega. Cf. Op. cit., pp. 10, 33, 45, 50, 56, 73, 96, 100-103, 123, 154, 193.
22 M. Foucault, Histoire de la sexualité, vol. iii : Le souci de soi, p. 84 y ss.
23 M. Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, 2a ed., p. 578.
24 M. Foucault, «Why Study Power: The Question of the Subject», p. 216.
25 «Cuando Kant se pregunta en 1784: Was heißt Aufklärung? quiere decir: ¿Qué es lo que sucede en este momento? […]. ¿Quiénes somos nosotros en este preciso momento de la historia?», ibid., p. 216. Sin embargo, podemos objetar que el ensayo de Kant no plantea la pregunta de qué es lo que está pasando en su período histórico más que al leerlo en la traducción francesa. Les Lumières (como el italiano Iluminismo) es un término que designa una era de la modernidad, al mismo tiempo que, tanto el alemán Aufklärung como el inglés enlightment (al menos mientras no se escriba con mayúscula) denotan primero un proyecto intelectual y no un siglo —el xviii— en la historia de las ideas.
26 Ver el análisis que hace Foucault de las Instituciones y las Colaciones de Casiano en «Le Combat de la chasteté», pp. 15-25.
27 M. Foucault, «Why Study Power: The Question of the Subject», p. 211.
28 M. Foucault, «Interview», p. 43.
29 M. Foucault, «Des supplices aux cellules», p. 16.
30 M. Foucault, «Why Study Power: The Question of the Subject», pp. 211 y 216.
31 Ibid., p. 213.
32 Ibid., p. 215.
33 M. Foucault, «Interview», p. 46 y ss.
34 M. Foucault, «Why Study Power: The Question of the Subject», p. 211.
35 M. Foucault, Histoire de la sexualité vol. ii : L’usage des plaisirs, p. 15.
36 M. Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, 2ª ed.,p. 578.
37 M. Foucault, «Le retour de la moral», p. 41.
39 M. Foucault, «Why Study Power: The Question of the Subject», p. 301.
40 «Una empresa revolucionaria está dirigida […] contra la ley del “hasta ahora”». M. Foucault, «Interview», p. 47. Tomo este comentario ambiguo como una advertencia contra el utopismo. Cf. Ibid., p. 46.
41 M. Foucault, «Des supplices aux cellules», p. 16.