Número 75

Autonomía y crítica


Apuntes para una discusión*

Marcello Tarí

 

En las incontables peregrinaciones, encuentros fortuitos, discusiones circunstanciales y charlas sin objetivo aquí y allá, en distintas partes del mundo, frecuentemente me he visto debatiendo o siendo interrogado por mis compañeros de palabra, sobre la breve secuencia histórica narrada en este libro, el cual, con toda evidencia, se construyó dentro y a lado de tales encuentros. Lo que mis amigos y yo mismo hemos aprendido al respecto es a final de cuentas muy simple, y es que la historia de los movimientos autónomos italianos de los años 70, con los decenios que pasan, en lugar de quedarse fijada en el pasado, se ha convertido en un punto de referencia importante para el imaginario político de todos aquellos que, por todas partes, en el presente, intentan organizarse en sentido revolucionario.

Ciertamente se trata de un imaginario fragmentario, basado frecuentemente en «oídas» y en información indirecta, pero que trae consigo algo más que una simple curiosidad historiográfica: contiene la búsqueda y la escritura colectivas de una especie de novela de formación (Bildungsroman) que acompaña a las luchas en curso. Ningún «profesor» o «maestro» es capaz de escribir, hoy como ayer, esta novela cuyos capítulos toman su nombre de los lugares o de las fechas de las revueltas, de episodios menores de resistencia, de experiencias de vida colectiva particularmente felices, de títulos de libros que viajan como proyectiles o de nombres propios convertidos en «personajes conceptuales». Un relato cuya cronología no respeta a la cronología ordenada, «homogénea y vacía», dictada por la historiografía imperial, sino que responde únicamente a la densidad discontinua de la temporalidad revolucionaria.

Las motivaciones más profundas de esta atracción fatal hacia aquel fragmento del pasado no son fácilmente deducibles, y creo que esto vale de manera particular para Italia, donde entre la denegación de la historia y la represión de los movimientos, entre la mistificación del recuerdo y el posmodernismo extremista, la distancia es igual a cero. Y, sin embargo, en cualquier parte donde exista un grupo de jóvenes compañeros dotados de una inteligencia viva y lo bastante decididos para desafiar al presente, inevitablemente se reconstruyen el lenguaje de las luchas y las prácticas de vida en una apretada confrontación con la reelaboración de una secuencia que se reanuda en palabras como insurrección, autonomía o comunismo.

El vínculo que se instaura entre el presente y el pasado permite la aparición de una nueva constelación, lo sabemos bien, derivada de la interrupción del movimiento y no de su continuación catastrófica e indefinida. Esto nos hace pensar que es justamente en el fracaso del movimientismo que saturó los últimos diez años, es decir, en su interrupción, particularmente visible en Italia en tantas imágenes que todavía arden (la última, el 15 de octubre de 2011 —aunque también en otros lugares: de Londres a El Cairo y de Oakland a Barcelona—), donde la autonomía de los años 70 se encuentra con el presente en cuanto posibilidad. No sorprende entonces que también quienes provengan de otros entornos, como es el caso de muchos que continúan profesándose anarquistas, en el momento en que se encuentren empeñados en construir junto a todos los demás un plano de consistencia subversivo a la altura de los tiempos, se dirijan a aquella constelación teórico-práctica en busca de inspiración. De hecho, al menos tal y como nosotros lo leemos, la secuencia autónoma es también una incitación a prescindir del cuidado maníaco que los medios radicales hacen de su pretendida «identidad política». Por esto no debemos asustarnos de esa rara sensación de extrañamiento —también en relación a nosotros— que experimentamos después de haber vivido, por ejemplo, el momento de «interrupción» que produjo una revuelta como la del 15 de octubre en Roma. Es una sensación de desorientación que resulta saludable, una desubjetivación que nos impide continuar viviendo como antes y nos invita a explorar sus potencialidades. Desde entonces nos queda únicamente una elección entre dos opciones: vivir hasta el límite esta crisis de la presencia o recorrer el camino de la denegación.

En gran parte, el esfuerzo de pensar este texto, escrito en principio para interlocutores no italianos, trata de leer entre las líneas de nuestro pasado la verdad del tiempo que vivimos: toda genealogía concierne inevitablemente a un presente. En este sentido, no es de ninguna manera una casualidad que hoy la palabra insurrección haya vuelto a resonar de uno a otro lado del mundo y que, en el momento en que la democracia se ha vuelto verdaderamente un significante vacío y el «reino de la separación»1 comienza a mostrar grandes grietas, la cuestión comunista reaparezca en el skyline de la metrópoli empujada violentamente por el triunfo/fracaso del neoliberalismo.

La temporalidad revolucionaria, se ha dicho tantas veces, procede a saltos, lo cual es cierto, pero comienza una y otra vez en lo inacabado de una posibilidad. Esta posibilidad inacabada, por supuesto, no requiere en la actualidad ser recitada sobre la marcha; sería completamente ridícula, más que en el pasado, la escena en la que alguien exclamara: «¡Yo soy un autónomo!» (o «anarquista» o «indignado» o cualquier otro predicado similar). En realidad, tenemos demasiados «atributos» que nos agravan al definirnos como sujetos. En cambio, lo que es importante se encuentra en la forma de habitar cada una de las determinaciones de las que estamos hechos y, sobre todo, de hacerlo colectivamente. Ser capaces de vincular el hecho de ser con las determinaciones que nos vuelven singulares, y por consiguiente comunes. Podría querer decir determinar una indistinción entre cómo se piensa y cómo se vive, o darse una forma-de-vida como uso y compartición de un mundo que, al mismo tiempo, sea capaz de desvincular de la existencia todos aquellos atributos que disminuyen su potencia, comenzando por los atributos «económicos». He aquí el enjeu al que se hace alusión.

El comunismo, como cuestión ética y política, comienza precisamente aquí, en esta capacidad de las formas-de-vida de constituirse autónomamente como movimiento que destituye el estado de cosas presente, manteniendo juntos cada uno de los planos que lo hacen existir como una potencia colectiva: el de los medios materiales (la facultad común de producir, cuidarse, cultivar, etcétera), el espiritual (la compartición del uso de los saberes, de la poesía, de la música, de las imágenes, etcétera) y el que concierne a la capacidad de choque (la potencia de resistir y atacar, la inteligencia del sabotaje, la comunicación entre vanguardia y movimientos, etcétera). Ya que el capitalismo como forma de gobierno no es sino la expropiación de estas capacidades: la autonomía del dinero y de la mercancía, la imposibilidad de hacer uso del mundo y la destrucción de todos esos vínculos que tornan posible habitar una vida común. La inducción a la impotencia. La dictadura democrática. El hastío de la «alternativa». El ilusionismo de los derechos. El aniquilamiento de la facultad de vincular nuestra historia con aquella que Walter Benjamin llamaba «tradición de los oprimidos», la misma que es incesantemente re/vindicada.

En esos años 70, hoy más cercanos que nunca, el intento de hacer secesión frente a la sociedad del capital y de vindicar a los oprimidos fue puesto en obra por miles de seres orientados combativamente hacia la posibilidad de una felicidad colectiva. La insurrección de 1977 fue la aceleración lógica de esta experimentación de masas, a la cual le respondió una contrarrevolución de proporciones y duración gigantescas, cuyos frutos vemos hoy con toda su venenosa materialidad. Por esto, lograr cumplir esa posibilidad es aquello a lo que la constelación del presente nos llama.

Apuntes

I) Una de las intuiciones del movimiento autónomo italiano fue la de lograr comprender prácticamente el agotamiento del movimiento obrero y de sus instituciones representativas en cuanto presunto motor del conflicto anticapitalista, para reinterpretar más bien su historia como continuo choque, interno y externo, entre una fracción del capital colectivo —que identificamos fácilmente con la «izquierda»— y otra parte, efectivamente revolucionaria, que continuamente hace secesión frente a aquélla. La autonomía se difunde por fuera y en contra de cualquier hipótesis de ajuste interior a la gubernamentalidad capitalista. La izquierda, en definitiva, es uno de los obstáculos más embarazosos para el despliegue de la conflictualidad histórica.

En el presente es aún más evidente que hace treinta años, que la insurrección no tiene frente a sí, en calidad de enemigo, a un sujeto —la burguesía, el Estado u otro—, sino que es la totalidad organizada de lo social lo que se presenta inmediatamente como campo de hostilidad. El régimen democrático-biopolítico está constituido, en sí mismo, por un conjunto de relaciones sociales neutralizantes que reproducen la «sociedad»: un aglomerado informe que segrega los peores afectos. El Imperio, por tanto, no consistiría en una serie más o menos homogénea de instituciones supranacionales, sino que puede ser considerado, de una forma más realista, como la codificación estratégica de esas relaciones sociales, que ahora se han transformado en las únicas instituciones en turno y cuya coherencia está garantizada universalmente por la ciencia policial. El dinero y la policía son los únicos médiums que unen y separan al mismo tiempo a los seres en el interior de tales relaciones, del mismo modo en que la impetuosa revelación actual de las «finanzas» como dispositivo central del gobierno, junto con las tecnologías de contrainsurrección, son su confirmación y explicitación a nivel global y masivo. El dominio totalizante de la economía sobre lo político, en su abstracción celestial y en la rarefacción angelical de sus encarnaciones ministeriales, permite resaltar de forma aún más clara el hecho de que no hay ningún «sujeto» dominante que nos haga frente. De aquí se deriva una consideración más, igualmente estratégica, que en los años 70 no se logró desarrollar en su profundidad, exponiendo así a los movimientos a los errores más obvios: en el curso de la lucha no se trata de combatir a sujetos, sino de abolir el entorno constituido por los dispositivos de producción-control que tornan posible al gobierno. Además, ya que la sociedad misma es la que se presenta, finalmente, como un gigantesco dispositivo de control gubernamental, parece evidente que de ninguna convocatoria a la «sociedad civil» surtirá como efecto una revuelta contra el estado de cosas presente. Romper la relación de producción significa entonces sabotear todas aquellas formas de relación social que producen incesantemente la bestia de la subjetividad, por medio de la cual se valoriza y en la cual la existencia queda prisionera. En este sentido, hoy en día el concepto de «autovalorización», algún tiempo muy en boga en algunas fracciones de la autonomía, no solamente es inutilizable, sino que aparece incluso como tangencial al espíritu de la contrarrevolución. Por lo demás, hay que precisar una vez más que ni siquiera nosotros —el partido que se opone al partido del orden— constituimos un «sujeto radical» que hace frente a la dominación. Más bien y en este sentido, toda subjetivación entra en el juego de lo que es gobernable.

La izquierda ha sido y es el principal obstáculo para la ruptura con aquellas relaciones. Ya debería estar claro para todos que el choque de la autonomía con la izquierda, que se consumó en Italia en 1977 con el asalto al palco de Luciano Lama, ha sido algo definitivo. Sin embargo, no es necesario, ni siquiera hoy, reafirmar con vigor la exterioridad de cualquier movimiento revolucionario con respecto a alguna hipótesis de gestión de izquierda de la conflictualidad histórica. Una gestión que se propone, sin muchos misterios, disminuir la potencialidad hasta hacerla compatible con los más variados niveles de devastación y de alienaciones pasadas, presentes y futuras. Digámoslo mejor: la izquierda procura transformar la propia conflictualidad en un mecanismo de innovación del gobierno y de desarrollo del capital. No obstante, la única producción autónoma de subjetividad de la izquierda y de las actuales «alternativas» que la sostienen consiste en la más escuálida serialidad de existencias volcadas a la identificación total con la pequeña burguesía —la no-clase por excelencia—, esa muchedumbre que, de hecho, hoy es presa de los peores instintos delatores. Si en 1977 el choque no sólo era entre movimientos e instituciones estatales sino también entre autonomía y burocracia obrera, lo cual daba a la batalla un toque de trágica dignidad, hoy esto se desarrolla en contra de las «personalidades» completamente inmersas en el vacuo mundo del espectáculo, de los defensores de las ruinas vacías del Estado, de los pequeños héroes del trabajo asalariado, de los mánagers de los movimientos fallidos, de los fans y de los grupis de instituciones decadentes, de los fervientes perseguidores de todo acto de subversión que pretenda transformar lo real de otra manera a como se conduciría un talk show.

La potencia de división de la autonomía, hoy como entonces, es por consiguiente revivida no sólo como factor de desagregación de la sociedad gubernamental, sino también en el interior de los movimientos sociales en cuanto fuerza que libera la conflictualidad de las mallas de la mediación, es decir, de ese dispositivo que separa continuamente los pensamientos de la acción y las formas de la vida, disolviéndolo todo en la impotencia tambaleante de la opinión pública. «Dividir la división», abolir las falsas diferencias para hacer espacio a las verdaderas, así se regresa plenamente a una visión de lo político que pretende ser estratégica.

II) Autonomía quiere decir que el comunismo no viene ni «después» ni «antes», sino que consiste en una procesualidad que se desarrolla dentro de nuestra propia actualidad. Luchar por el comunismo y vivir el comunismo son en este sentido dos lados, negativo y positivo, de un mismo gesto.

Los movimientos autónomos nos han mostrado que el despliegue de la negatividad no es el «prefacio» del futuro. Esto significa que la furia de la revuelta no está separada de la inteligencia que construye la posibilidad de vivir de otra manera. La cooperación vivida en el sabotaje de la metrópoli es la misma que es capaz de construir una comuna. Saber levantar una barricada no quiere decir mucho si al mismo tiempo no se sabe cómo vivir detrás de ella. Tenemos mucho que aprender, tanto en uno como en otro sentido.

Los afectos que circulan entre compañeros y compañeras no están subdivididos entre un adentro y un afuera: se despliegan y se inclinan según situaciones que son capaces de vivir. Una situación revolucionaria es aquella en la que la desarticulación del entorno enemigo y fragmentos de comunismo circulan anárquicamente, en la que vibra una intensidad capaz de concentrarse en una acción ofensiva de la misma manera en que hace avanzar la habitabilidad de un mundo. La situación revolucionaria, entonces, no es solamente aquello a través de lo cual se rodea mejor el objeto de la hostilidad, sino que es aquello que hace que la amistad vuelva finalmente a ser un concepto político.

La retórica antagonista sobre el «retorno a los territorios» es insoportable: no existe ningún territorio que prescinda de la capacidad de lucha, así como no existe capacidad de ofensiva sin la presencia de bases materiales. De lo contrario, el único retorno verdadero será aquel que conduzca a ninguna parte. Solamente la convergencia de un conflicto difuso con la experimentación local de una forma-de-vida puede «hacer el territorio». De hecho, el lamentable estribillo del «retornemos a los territorios» reaparece cada vez que, quizá después de un momento de revuelta muy intenso, no se sabe qué hacer, puesto que no sólo no hay coraje para profundizar aquel momento de suspensión, sino que no hay ningún vínculo verdadero con situaciones vivas y ninguna amistad política con la cual compartir un espacio cualquiera. Si, por ejemplo, un «barrio liberado» es un barrio en el que las relaciones mercantiles tienen poco o ningún punto de amarre, un lugar en el que la economía de los dispositivos deja de funcionar, o el fin del desierto social, autonomía significará, en primer lugar, proporcionar los medios materiales y elaborar las relaciones afectivas que permitan a esta independencia durar y difundirse. En este sentido, no se trata tanto de «ocupar» lugares, territorios u otra cosa, sino de liberar éstos de la ocupación de la policía y de las relaciones mercantiles que, a través de los dispositivos, garantizan su inhabitabilidad, puesto que funcionan separando cada cierto tiempo el objeto de su uso, la palabra de su poder, el pensamiento de la acción, la imagen de su pasión, y así sucesivamente. Cada paso hacia delante en el derrocamiento de estos obstáculos para habitar el mundo es una posibilidad de intensificación del comunismo. «Autonomía difusa», ayer como hoy, quiere decir la difusión en todas partes de prácticas que, al mismo tiempo que experimentan el compartir, están a la altura de romper el acorralamiento de los dispositivos que se oponen a su realización.

No hay ningún «bien común» separado del uso común que se puede hacer de los mundos que habitan los cuerpos y de los cuerpos que los atraviesan. Por esto, vivir el comunismo es también poner en discusión cualquier género de derecho de propiedad: su ser en acto es proporcionado no en la propiedad común, sino en un uso por fuera del derecho. Del socialismo hemos tenido realmente suficiente y, siempre que nos cerque en los linderos de la metafísica de la propiedad y del derecho, el fin de la civilización del capital no se dejará entrever. En cada ocasión en que estemos a la altura de deponer el derecho y de liberar el uso, ese fin está más próximo. Salir del paradigma de la economía va necesariamente de la mano de la subversión del paradigma del gobierno.

Tendría que ser evidente que cada vez que se dice comunismo de ningún modo se trata únicamente de objetos de producción o de máquinas para producir, sino de una relación con las cosas, con las máquinas, con las plantas, con el mundo, donde circulan afectos y cuerpos, los cuales acceden a una forma-de-vida que se determina de modo materialista como común. El uso es lo único que permite liberar en cada objeto y en cada cuerpo, en cada palabra y en cada imagen, la forma-de-vida a través de la cual un común se singulariza y viceversa, es decir, lo único que permite dejar ser a la libertad propia. La cuestión del comunismo consiste en la elaboración del uso entre aquellos que habitan y comparten un mismo mundo. Por último, no se puede poseer o querer el comunismo: es algo que adviene gratis.

III) La autonomía jamás ha liquidado el problema del partido, todo lo contrario, pero sí lo ha hecho con el de la organización. Autonomía ha significado procurar la reelaboración incesante de la cuestión del partido revolucionario en cuanto problema de cómo nos organizamos a partir de lo que hay, lo que vivimos y sentimos colectivamente, es decir, a partir de la multiplicidad para volver a la multiplicidad procediendo en un sentido ni vertical ni horizontal sino transversal. El partido de la autonomía es un laberinto sin centro que se expande anárquicamente: inicia viviendo en sí disgregado, a/traviesa el pequeño grupo, la casa colectiva, los afectos, las manifestaciones, las armas, la producción, para ocupar, con su violenta capacidad de comunicación, la totalidad de la organización social a fin de romper los automatismos de su funcionamiento. Para hacer esto no hay necesidad alguna de una organización que controle todo o que exprese una «voluntad general», sino de un plano de consistencia tanto alcanzable como potente. A finales de los años 70, el movimiento autónomo fue igualmente derrotado a causa de la reterritorialización sobre fórmulas de organización que procuraban más la gestión del conflicto que la circulación de sus medios, de sus saberes y de sus afectos, es decir, en cuanto transmisión de su experiencia. Por esto hoy, la reapropiación de dicha experiencia no es una cuestión histórico-testamentaria, sino, también ella, exclusivamente de uso.

El partido recompone transversalmente aquello que aparece como escindido. Un mundo en el que se necesite que la «política» sea algo distinto a todo lo demás, es un mundo en el que la existencia está subdividida en «sectores productivos» como el cuidado de sí, la cultura, el trabajo, el amor o el arte, cada uno privado de su potencia. La política, así, no parece ser otra cosa que un dispositivo de separación y de infelicidad, razón por la cual es despreciada en todas partes. El partido, por otra parte, es una máquina de guerra, no se dirige a la política sino a lo político, no parte de la separación sino de lo común que ya existe. En este mundo, la reconquista de un punto de vista partisano actualiza la simple verdad común de que no existe ningún lugar, colectivo o individual, que sea externo a lo político. El odio difundido hacia la política se traduce en la reapropiación de esta verdad.

El biopoder, en efecto, consiste principalmente en el hecho de que la política entra al fondo del funcionamiento biológico de la existencia humana para despolitizarla, separándola así de su potencia. Por esto, el concepto de partido que necesitamos atañe al hecho de que la existencia es por sí misma política en todos sus aspectos y que, por consiguiente, no consiste en la organización externa que deba o pueda politizar a la masa, a la clase o a la multitud —lo cual hace de ella efectivamente una «biopolítica»—, sino solamente el medio de la reapropiación y compartición de esta irreductible potencia de la vida. Esta última es, de hecho, el objeto principal de la actividad del gobierno, que tiene como fin suspenderla y retenerla en una suerte de clandestinidad pasiva. El partido de la insurrección asume positivamente esta forma de existencia, transformándola de pasiva en activa, es decir, volcando la invisibilidad de lo político de la existencia cualquiera en arma a disposición de quien se organiza para luchar y vivir de otra manera. Parafraseando a alguien que entendía bien esto: invisible al poder, no a sus fugas. Cuando la autonomía decía «ilegalidad de masas» tal vez necesitaba entenderla entonces no sólo como el ejercicio de una actividad política particular —autorreducción, expropiación, etc.—, sino como la cualidad misma que atraviesa una existencia autónoma. La «verdadera vida» en este mundo sólo puede ser ilegal, ingobernable, precisamente porque vive en contra y por fuera del derecho. El partido es la organización consciente de esta exterioridad o, mejor dicho, el proceso que transforma el extrañamiento en intimidad entre iguales, lo cual quiere decir que, efectivamente, el partido revolucionario es una organización de la sensibilidad por medio de la cual desarrolla formas cada vez más intensas de ofensiva y de amistad política. La línea del frente que dibuja al mismo tiempo que la recorre es irregular, no procede linealmente: el conflicto no avanza por líneas de clase o de sujetos con afinidad, sino que se difunde por resonancia, por cercos de intensidad, a través de la polarización de las vivencias comunes. El partido de la insurrección significa la puesta en comunicación de las experimentaciones más intrépidas entre tales vivencias o la organización entre aquellas que reconocen en su propio desenvolvimiento una forma de hostilidad absoluta en las confrontaciones del reino de la equivalencia general. En este sentido el único sujeto revolucionario, si queremos utilizar este viejo término, es la vida común misma, las existencias que habitan una común consciencia de su politicidad y por lo tanto de su fuerza. No obstante, precisamente porque esta vida potente es algo que circula sin fijarse jamás en una identidad, una política insurreccional es aquella que puede nombrarse como una política del no-sujeto que habita ofensivamente las determinaciones de su ser cualquiera.

La «crisis» que tanto preocupa a la opinión pública del día de hoy, atravesada como está por revueltas y líneas de fuga insurreccionales, puede en efecto ser comprendida políticamente como la emergencia de la clandestinidad de todas esas existencias que ya no están dispuestas a asistir pasivamente a la espectacular implosión nihilista del Imperio. El partido revolucionario se encuentra en todos los lugares en que tal inclinación se vuelva praxis insurrecta, lenguaje armado, fiesta del uso.

Long Live Communism!

Traducción del italiano:
Armando Cintra Benítez


*Epílogo de Marcello Tarí a la edición italiana de su libro Il ghiaccio era sottile. Per una storia dell’autonomia, Roma, DeriveApprodi, 2011. No fue incluido en la traducción castellana de este libro: Un comunismo más fuerte que la metrópoli, Madrid, Traficantes de sueños, 2016. [N. del T.].

1El sistema capitalista comprendido como «reino de la separación» es algo que se sigue de las investigaciones de Marx a propósito del proceso de disociación de los humanos y sus condiciones de vida en la época moderna: «Esta separación absoluta entre propiedad y trabajo, entre la capacidad viva del trabajo y las condiciones de su realización, entre trabajo objetivado y trabajo vivo, entre el valor y la actividad creadora de valor […]; esta separación se presenta ahora también como producto del trabajo mismo, como objetivación, materialización de sus elementos propios». Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, 1, México, 2005, p. 413. [N. del T.].

Sobre el autor
Marcello Tarì es un investigador independiente nacido en Italia. Especialista en la Italia política y autónoma de los años 70, ha publicado Movimenti del Ingovernabile. Dai Controvertici alle metropolitane (2007) y Il ghiaccio era sottile. Per una storia dell’autonomia (2011), además de haber participado en la obra colectiva Gli autonomi. Le teorie, le lotte, la storia (2007).