Durante el encuentro «El Pensamiento Crítico frente a la Hidra Capitalista», organizado por el EZLN con sede en el caracol de Oventik y el CIDECI-UniTierra (San Cristóbal de las Casas) entre el 3 y 10 de mayo de 2015, exploramos preguntas e inquietudes con el historiador zapoteco Carlos Manzo, quien habla en esta entrevista de su trayectoria como investigador y como activista, que en su caso resultan difíciles de separar. En Comunalidad, resistencia indígena y neocolonialismo en el Istmo de Tehuantepec y en otros ensayos ha intentado vincular las memorias de larga duración (las rebeliones indígenas de Tehuantepec y Nexapa de 1660-1661) con las luchas recientes en defensa del territorio frente a las nuevas formas de intervención que en el Istmo de Tehuantepec han estado marcadas por la confrontación con las empresas eólicas.
Dos conceptos clave: autonomía y comunalidad. ¿Cómo definirlos en el contexto actual?
Mi experiencia en relación a estos conceptos se inicia en 1992, cuando empecé a participar en movimientos por derechos indígenas. Había muchos movimientos a principios de los años 90, ya antes de 1994 con el Quinto Centenario en el que unos celebraban el encuentro de dos mundos, el descubrimiento de América, pero también hablaban otros de quinientos años de resistencia indígena, negra y popular. En esa época ya empezábamos a hablar de autonomía. Había dos modelos de autonomía: uno de ellos, se sustentaba en los principios de la «comunalidad» como modo de vida de los pueblos indígenas, y lo profesaban de alguna manera los pueblos y las comunidades indígenas de la ciudad de Oaxaca o del resto de Oaxaca. Comunidades cuya comunalidad se vivía en las asambleas, los tequios, las fiestas, las mayordomías. Éstos serían para nosotros los cuatro elementos fundamentales de la comunalidad. El trabajo comunal o colectivo, el tequio, la faena, la mano vuelta, como la llaman dependiendo de la cultura o del tipo de comunalidad, porque hay diversas comunalidades. El reconocimiento y la defensa del territorio. Las asambleas como espacios del poder comunal. Y la fiesta comunal, como espacio de convivencia y redistribución.
La comunalidad no es un concepto único, uniforme, inamovible, sino que está presente en la vida de las comunidades. Es un reflejo de su modo de vida. Como tú ya lo interpretes para la academia, para la vida, para la lucha, para la resistencia, eso es otra cosa. Y esto marca una diferencia sustancial entre los conceptos que se modelan desde la visión de los pueblos indígenas y los que se modelan para el análisis sociológico desde la visión occidental.
En aquel entonces ya existía un discurso sobre la autonomía de los pueblos y las comunidades indígenas que sostenía este concepto de comunalidad, y que sustentaba a su vez la experiencia de los pueblos; un referente práctico en la realidad y en la resistencia de los pueblos. Y existía otra vertiente dentro del mismo movimiento indígena, incluso antes de 1994, y que después nos encontramos en este año generando un gran debate: el de las «autonomías regionales pluriétnicas». Héctor Díaz-Polanco plantearía, a partir de la experiencia de los modelos que fueron diseñados en la costa atlántica de Nicaragua, una propuesta de regiones autónomas pluriétnicas con representación parlamentaria dentro del mismo aparato de Estado. Ello implicaba el reconocimiento de sus derechos de participación y representación política, al igual que el reconocimiento de su territorialidad, pero finalmente como procesos insertos en el mismo modelo actual de Estado y en contra del cual estamos luchando.
Éstos eran los dos modelos de autonomía que surgieron desde finales de los años 80 en el contexto de varios movimientos oaxaqueños, y que acabarían de cristalizar y definir dos posiciones: en 1992 en el contexto del Quinto Centenario, y en 1994 con la aparición y levantamiento del EZLN, donde se retoma otra dimensión. Si revisas la 1a Declaración de la Selva Lacandona, ninguna de las trece demandas plantea la autonomía para los pueblos indígenas, ni nada que tenga que ver con una referencia directa a los pueblos indígenas. Esa demanda sobre los derechos de los pueblos indígenas ingresa en el discurso del neozapatismo a partir de la definición de la agenda para el diálogo y la negociación de una paz con justicia y dignidad, que se define desde el mes de abril-mayo de 1995 en el contexto de los diálogos entre el gobierno federal y el EZLN. En un primer momento, el EZLN convoca a varios asesores, los cuales coinciden en que uno de los temas centrales de una agenda de diálogo nacional entre el gobierno y el EZLN tenía que contemplar el tema de los derechos y la cultura indígenas.
¿Cuáles fueron los efectos de los Acuerdos de San Andrés sobre el problema de los derechos y la cultura indígenas?
En el contexto de la represión y el constante hostigamiento militar hacia las bases de apoyo zapatistas, era difícil sostener una mesa de diálogo. Afortunadamente, entre abril de 1995, cuando se definió la agenda para el diálogo por una paz con justicia y dignidad, y febrero de 1996, o sea casi un año después, se llegó a la firma de los primeros acuerdos, los Acuerdos de San Andrés.
Aquí me detendría, abriría acaso un paréntesis, porque en la experiencia en México de la lucha por la autonomía de los pueblos indígenas, los Acuerdos de San Andrés son un factor ineludible para cualquier análisis de lo que sucedió. Y también es algo relevante, porque es la primera vez después de la Revolución de 1910 en que se escenifica una concatenación de tantas expresiones y movimientos: organizaciones sociales, asociaciones civiles —léase, la sociedad civil—, comunidades en resistencia. Todas fueron convocadas y de alguna manera coincidimos en esa primera mesa de diálogo, que tuvo tres etapas antes de la conclusión de la firma de los Acuerdos de San Andrés. Desde agosto de 1995, que empezaría la primera etapa, hasta febrero de 1996 en que se firmaron los primeros acuerdos. Hubo interrupciones en el mes de octubre de 1995, por los ataques de los grupos paramilitares; ahí ya se estaba fraguando el paramilitarismo en casi todas las regiones de Chiapas, y Acteal fue donde tuvo lugar el caso más dramático un año más tarde, en 1997.
A propósito del tema de la autonomía, en las discusiones de San Andrés coincide Héctor Díaz-Polanco como asesor. Y como asesores e invitados se encontraban también otros compas con los que participaba de distinta manera en el movimiento indígena oaxaqueño: Jaime Martínez Luna, Adelfo Regino, Juan José Rendón Monzón, Vicente Marcial, Manuel Ballesteros, todos los que de alguna manera teníamos algo que ver con ese otro tema encadenado, y que es el de la comunalidad. Un tema que habíamos empezado a implementar un poco antes en los «talleres de diálogo cultural».
¿Cuál fue el papel de los talleres de diálogo cultural en las mesas de diálogo, y cuál es su importancia como base de la resistencia cotidiana?
Los talleres de diálogo cultural son una herramienta central, un modelo para desarrollar en las comunidades a partir de la pedagogía de Paolo Freire. ¿Cómo se emprendía un «diálogo sobre la cultura», como lo llamaba Freire —nosotros lo llamamos «diálogo cultural»—? Con talleres, mesas redondas en las comunidades, directamente con los campesinos, con los pescadores. ¿Cómo lo hicimos? ¿Dónde? Ahí donde lo desarrollamos principalmente, por ejemplo en Juchitán, fue útil para diseñar prácticas de alfabetización y diálogo cultural en la lengua propia. Nosotros somos hablantes de diidxazá, zapoteco… Llegamos y hablamos con la gente, lo hicimos como un ensayo al mismo tiempo de interculturalidad, porque pasar de Freire y el español al zapoteco ya implica un ejercicio de interculturalidad que no nos costó demasiado trabajo, porque en el terreno te das cuenta con mayor facilidad de las dificultades. De la teoría que no tenía su referente en la realidad, nos dimos cuenta de lo que no necesitábamos. Pero aquello que hablaba de temas generadores, de la cultura de los pueblos, de la cultura para la liberación, nos dijimos: «Ah, cómo no, eso nos va a servir».
Descubrimos que la alfabetización de personas mayores y de adultos en su propia lengua ofrece menos dificultades. Desde la primera sesión, donde podían leer las palabras en diidxazá, por ejemplo shuba’ (maíz) o ñaa (milpa), que forman elementos de su vida cotidiana, las entendían al verlas por escrito, y a partir de estas palabras derivaban otras. Se trata de todo ese tema de las «palabras generadoras» que propone Freire. Y así confeccionamos cuadernillos para la alfabetización de adultos que también sirvieron para los niños, con temas culturales como la milpa, la pesca, el trabajo artesanal, los bordados, todo lo que conforma la vida cotidiana de la gente en las comunidades. Esto en sí mismo conlleva una postura política. Aunque no nos declaremos en contra del gobierno, en contra del sistema capitalista, sabemos que alfabetizar en lengua propia es una base de resistencia. Una forma de «resistencia cultural», podríamos llamarlo de manera elegante. La resistencia cultural se hace en el hacer, tal y como se ha manejado aquí. Hace veinte años ya hacíamos lo que hoy se plantea. No lo digo en referencia a los zapatistas; ésa es otra experiencia. Me refiero a la «Teoría» de aquellos que vienen a descubrir apenas que «hacer la milpa» es resistir. Así, a las comunidades no vas a decirles eso; para ellos la comunalidad pertenece a su vida cotidiana.
Los talleres de diálogo fueron relevantes, porque dialogamos sobre la cultura, en particular la cultura de los pueblos indios, como se dice en las definiciones que aparecen en las relatorías del Foro Nacional Indígena de enero de 1996, un mes y medio antes de la firma de San Andrés. El EZLN convocó a este foro nacional indígena que después se llamaría Foro Nacional Indígena Permanente (FNIP). Es el principal antecedente del Congreso Nacional Indígena (CNI) en términos organizativos, de diálogo, de definición, de propuestas políticas, de propuestas también organizativas. Todo el modelo autonómico de la justicia indígena, de la educación indígena, de la comunicación indígena, y a lo que aspiramos los pueblos en todos estos ámbitos, está reflejado en los documentos de las relatorías y discusiones de ese primer FNIP. De tal forma que todo lo que confluyó en el FNIP, y que se prolongó en total seis días en el Centro Cultural El Carmen de San Cristóbal, llegó a San Andrés como propuestas de las distintas mesas. Propuestas muy acordes con uno de los temas sobre derechos y cultura indígenas, que se dividía en seis puntos: desde el tema de la autonomía, que era la primera mesa, hasta comunicación indígena y medios de comunicación, que era la última, pasando por procuración de justicia, cultura, etcétera.
Los talleres de diálogo cultural nos ayudaron entender la cultura de los pueblos indígenas como un sistema integral que no está aislado, en el que no puedes hablar sólo de la lengua sin hablar al mismo tiempo de la milpa, de las tierras comunales o del trabajo comunal. Puedes hablar de alguno de estos temas de manera separada, pero es preciso entender que existe una integralidad en todo ello. Una integralidad que los une, que es un «modo de vida», para así poder analizarlo y entrever dónde aparece más afectado, dónde se ha desplazado la milpa, dónde hay una pérdida de la lengua, dónde ya no se hace el tequio, dónde ya no se realiza el trabajo colectivo, la faena. La pregunta sobre qué ha implicado esta fragmentación, este desplazamiento de los elementos culturales originarios de la resistencia indígena y, valga decir, de la comunalidad. Para los pueblos indígenas hablar de comunalidad es hablar de resistencia.
Los talleres de diálogo cultural nos han ayudado no sólo en el Istmo de Tehuantepec sino en diversas zonas del país a «diagnosticar» la situación, si se le quiere llamar así al acuerdo sobre los temas de interés de los pueblos en donde se realiza el taller. Una vez que estos temas se identificaron y se analizaron a través de un diálogo extenso, el cual se prolonga un mínimo de cuarenta horas y muchas sesiones de pláticas y diálogos, entonces se confecciona un plan de acción con los que estén dispuestos a emprender alguna actividad con relación a lo que se ha identificado como necesario para fortalecer, reforzar o instituir. Ya sea un proyecto de una radio comunitaria, o bien un proyecto de sembrar una parcela demostrativa de maíz, porque ya no nace milpa, o porque ya no saben cómo hacerlo. O bien se les olvidó pues ya todos se metieron al cultivo de café y ya no producen sus alimentos; u otras actividades complementarias como la pesca, la iguaneada o cazar armadillo, que cada vez hay menos, como se observa en el Istmo de Tehuantepec y en Juchitán con la invasión de los parques eólicos. La producción de energía eólica está devastando prácticamente todo el campo que antes era un recoveco donde el campesino indígena podía encontrar lo necesario para sobrevivir sin emplear dinero; y ahora no, para todo ocupas dinero, por eso cada vez migra más gente…
Los diálogos sobre cultura funcionaron en Juchitán, en la zona mixe, en San Juan Guichicovi, en Oaxaca con la Coalición de Maestros y Promotores Indígenas de Oaxaca. De hecho, un gran sector del magisterio oaxaqueño conoce el modelo. Porque Juan José Rendón, además de los oaxaqueños de la sierra, Jaime Martínez Luna, Benjamin Maldonado, Floriberto Díaz en su tiempo, trabajaron con los profesores. Muchos de los profesores son indígenas o provienen de comunidades indígenas, y de inmediato comprenden el tema de la comunalidad. Y te dicen: «Es que ésa es la onda, por ahí tiene que buscarse un modelo educativo propio».
A raíz del conflicto de la reforma educativa y demás, incluso antes, desde fines de los años 90, se propuso una reforma a la ley educativa (Educación Indígena en Oaxaca) y se dijo que la educación indígena debería recuperar, como un elemento central en todos sus contenidos, la comunalidad. La dificultad reside en su implementación. Pero es un avance que se reconozca a ese nivel. Yo creo que en efecto Oaxaca es uno de los estados donde más se reconoce el discurso de la comunalidad. Existe incluso una Academia de la Comunalidad.
En relación a los vínculos entre la academia y las luchas de los pueblos indígenas, ¿crees que son importantes los espacios de visibilización y de traducción de algunas luchas y saberes, o por el contrario que pueden crear una mediación no tan deseable entre la academia y la lucha política?
Es una pregunta del todo interesante. Yo creo que sí sirve. Uno de los aspectos de los que el maestro Juan José Rendón se quejaba un poco —aunque no le preocupaba mucho en realidad— era que él mismo era investigador de planta (en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, donde no le valoraban su trabajo de campo). Lo que hacía con nosotros en las comunidades era trabajo de campo y no le daban suficientes viáticos. A veces llegaba y se quedaba a vivir en nuestras casas y se daba un acompañamiento, un hermanamiento con él extraordinario. Teníamos mucho tiempo para discutir sobre temas como la resistencia. No era lo mismo la resistencia europea, de la Guerra Civil Española, la Comuna de París, del siglo XIX francés, que la resistencia indígena. Nos percatábamos dónde están las diferencias y por qué adoptamos el concepto de resistencia.
Ah, porque lo tenemos que decir en tu lengua para que me entiendas, ¿o no? Pero si lo digo en el diidxazá, lo digo de otra manera, al igual que con la comunalidad misma en mi lengua, el zapoteco, en el ayuujk (mixe). Hay otras formas de llamarle que quieren decir más o menos lo mismo, pero que no son iguales. Cada pueblo es diferente. Aunque todos somos indígenas tenemos una gran diversidad de modos de vida. Hay algunos pueblos que viven en las montañas y no han visto afectado ningún elemento de su comunalidad. Sus formas de resistencia son más cabronas… En cambio, ahora no hay ningún pueblo que se salve de la Coca-Cola, ni siquiera los zapatistas. Y es una empresa transnacional terrible que está haciendo estragos en el Istmo. Todo lo que toca lo hace estragos.
A nosotros nos perturbaba que la academia, las universidades en este caso, asumieran una actitud en cierta manera racista frente al quehacer de las disciplinas, de las ciencias sociales en el terreno, en el campo, en las comunidades, en los pueblos indígenas. 1994 representa un parteaguas para el análisis de lo que acontece con los pueblos indígenas. Antes y después de 1994, no sólo para los pueblos indígenas, señala el inicio del siglo XXI. Antes de ese año, en las estancias de los antropólogos en los pueblos y las comunidades indígenas, y su interacción con la academia, éramos vistos prácticamente como conejillos de indias. Era esa visión inglesa de la que nace la antropología, que sostiene siempre el mismo predicado: como no son pueblos civilizados, son otros pueblos, pero tampoco son los orientales, entonces son los indios, los bárbaros, los salvajes, las tribus. Vamos a hacer que los antropólogos vayan a las Islas Trobriand a ver cómo viven, que vengan después aquí y, si podemos meterlos a un museo, los metemos. Ahí que vayan y los visiten, y recuperaríamos un poco lo que hemos invertido. Así somos vistos los pueblos indios hasta la fecha; todavía existen instituciones que nos ven así. A partir de esto, Rendón empezó a reflexionar y a dialogar con otros compañeros como Floriberto Díaz o Jaime Martínez Luna.
No sé si principios de los 90 o fines de los 80, a Floriberto Díaz no le querían admitir su tema de tesis sobre la comunalidad en la ENAP. Estaba concluyendo su trabajo y unos ancianos sabios de su pueblo le explicaron, cuando los estaba entrevistando, cómo era la vida, cómo era la cosa de la tierra. Y tratando de sistematizar los elementos de la comunalidad, que no son otra cosa que un reflejo de los modos de vida de los pueblos indígenas, le dijeron a Floriberto, según lo contó él mismo:
—¿Y para qué quieres toda esa información?
—Ah, es que es mi tesis —contestó—, y me van a hacer un examen en la ENAP en México.
—¿Cómo? ¿Te van a hacer un examen? ¿O sea que vas a aprobar o vas a reprobar? ¿Y quién te va a hacer ese examen?
—Unos profes que están allá y son mis lectores…
—Pero si ellos no nos conocen a nosotros, si ellos no han estado aquí, no han escuchado todo lo que te estamos diciendo, ¿cómo te van a poder reprobar?
Dentro de todo su actuar honesto y de todo corazón, le cayó entonces el veinte y le pareció que no tenía sentido: ahí desistió de la tesis. No sé si la presentó o no, si se la hicieron válida o no. Eso fue verídico, como dicen los abuelitos que platican. Todo esto refleja los distanciamientos polarizados entre la academia y la vida de los pueblos indígenas, que es una vida de resistencia. Los pueblos indígenas en resistencia son pueblos cuyo modo de vida más apegado a la comunalidad muestra por sí mismo una forma de estar resistiendo. No se los tenemos que decir, como no les tenemos que enseñar manuales, ni el Manifiesto comunista, ni la 1a o la 6a Declaración de la Selva Lacandona, para patentizar si la firman o no, aunque todos los que participamos en el CNI la firmamos. En ese momento dijimos: «Pues sí, está bien el diagnóstico político nacional e internacional que hicieron los compañeros, estamos de acuerdo y lo vamos a firmar». Y ése fue un momento de decisión, el de la firma como CNI en Atlapulco en mayo de 2006. Fue la última vez que el CNI se reunió como Congreso Nacional, pues fue con la adhesión a la 6a Declaración cuando la gente que querían ser diputados o secretarios de asuntos indígenas o funcionarios del Instituto Nacional Indígena abandonaron el movimiento. Ya no los ves por aquí.
Retornando al tema de la academia, después de 1994 las universidades se abrieron un poco. A raíz del levantamiento de ese año, la Universidad de Guadalajara lanzó una iniciativa, después de una visita de «Tatic» Samuel Ruiz al paraninfo de la universidad donde le otorgaron el doctor honoris causa. Ahí estaba Ofelia Medina y el rector Raúl Padilla, y en una de las discusiones se dijo: «Ustedes son una universidad demasiado castellanizada, parecen la Andalucía de México. ¿Cuándo se van a acordar de los pueblos? Aquí hay wixárikas, nahuas». Y fue a partir de esta reflexión y concientización que resolvieron crear una unidad de apoyo a los pueblos indígenas. De ahí en adelante se diseñó una metodología para trabajar con pueblos indígenas con todo el apoyo de la universidad.
La UNAM se mantiene un poco cerrada, aunque ahora que crearon el puic o el programa al que llamaron primero erróneamente México Nación Multicultural, que fundó José del Val y sus amigos argentinos, manejan la «interculturalidad» para arriba y para abajo, sólo para tratar de justificar un indigenismo disfrazado que está presente tanto en la academia como en los pueblos. Algunas instituciones como el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM siguen con la línea de investigación clásica. En la ENAP aceptaron que existieran materias optativas, por ejemplo algunos seminarios de estudios sobre comunalidad.
Se han publicado algunas tesis tanto de licenciatura como de maestría que tienen como eje principal el problema de la comunalidad. Y poco a poco se van venciendo resistencias al interior de la academia. Víctor de la Cruz hizo una crítica, para mi gusto un tanto acéfala, al tema de la comunalidad en el número 33 de Cuadernos del Sur, una revista editada por el CIESAS-INAH-UABJO de Oaxaca. Y entonces todos los comunalistas oaxaqueños replicaron en el número 34. La verdad es que Víctor es un buen poeta y un historiador que ha investigado mucho, pero filósofo no es. Intentó ponerse a filosofar tratando de decir que la comunalidad no cumplía con los caracteres y los patrones de un pensamiento conceptual, y por tanto era algo que estaba fuera de los cánones de la academia occidental. Y por supuesto, nadie quiere introducirse dentro de esos cánones.
Han surgido críticas, también avances. Hay gente que hoy habla, Walter Mignolo por ejemplo, desde los estudios decoloniales. Me interesa mucho cómo escribe Mignolo, lo conozco incluso, hemos coincidido en algunas mesas. Él habla de «comunalidades decoloniales». ¿Qué está en juego al pensar de esta manera? Una interpretación de la comunalidad desde el discurso de la decolonialidad; recupera el tema de esta manera y ya publicó un libro al respecto. Por otro lado, están los comunalismos que plantea Leif Korsbaek, otro autor de la ENAP, para retomar lo que habían planteado Jaime Martínez Luna o Floriberto Díaz. Sofía Robles, compañera de vida de este último, hizo una compilación de todos sus escritos, que publicó por cierto el PUIC. Y otros trabajos que hemos publicado por distintos medios, algunos oficiales, otros independientes, por nuestra propia cuenta. Ahora me dicen que mi libro es bueno, pero que necesita el isbn. ¿Y qué es el isbn? Es algo así como «Serial Book Number» y sirve para que pueda entrar en el circuito de la circulación, y si no lo tiene no llegará al mercado, como si no existiera. Por mí con que la gente lo lea un poquito… No me interesa si tiene o no tiene esa cosa.
Me da la impresión de que en la academia esas «crisis de paradigmas» de las que hablan Wallerstein y otros autores de las ciencias sociales, suceden porque siempre se habla desde arriba a nuestros pueblos, a nuestros barrios o a los movimientos sociales, tratando de explicarlos desde una filosofía o desde una visión que no tiene nada que ver con la forma en cómo lo ve la propia gente, el propio sujeto/objeto. No sé cómo se le llama, no entiendo bien esos discursos de las subjetividades y las intersubjetividades; la verdad es que me cuesta un poco de trabajo. Entiendo que es distinto decir las cosas desde donde las estás viendo, desde donde las estás viviendo, desde donde estás reconociéndote como «parte de», y no como un elemento ajeno al verlo desde la academia. Si la academia no cambia su perspectiva y sigue caminando con los bueyes detrás de la carreta, ese tipo de crisis se va a profundizar más. Si los compañeros oaxaqueños decidieron llamarse «Academia de la Comunalidad» —lo cual a mí no me gustó mucho—, es un poco para establecer una semejanza con algo que ya existe, lo cual es diferente. Y si no mantenemos la relación con las comunidades y con los pueblos entonces se va a perder y también va a entrar en crisis. Simplemente no va a servir.
¿La comunalidad es un concepto multiversal?
Se han abierto espacios en la academia a nivel nacional e internacional. Algunas muestras las podemos encontrar en los propios intelectuales de los pueblos andinos. Por ejemplo Félix Patzi Paco que estuvo en el ministerio de educación con Evo Morales, hasta que salió a causa de un desacuerdo. Patzi Paco hablaba de lo comunal en Bolivia, el ayllu, como una expresión de la comunalidad. Cuando leí eso, me dije a mí mismo: «Efectivamente, la comunalidad no es un concepto estrictamente mesoamericano, se puede extender a otras latitudes». O bien otros autores cubanos que basan sus estudios en Fernando Ortiz, un estudioso que acuñó otro concepto muy viable, que es el de la «transculturalidad».
En algún texto has criticado el concepto de «bienes comunes» de Elinor Ostrom…
Hace ya tiempo se propuso una mesa de debate llamada «Comunalidad, acciones y discursos contrahegemónicos de los pueblos». Me gustó el título, ya que no sabíamos bien cómo ponerle. En efecto, la comunalidad son acciones, y también son discursos, porque los compas del CNI hablan de la comunalidad. Hay otras personas que hoy hablan de comunalidad, algunos empezamos a discutir la comunalidad en oposición a la idea de los «bienes comunes» de Ostrom. Esta última es una teoría que atrae a muchos sociólogos para tratar de explicar las realidades indígenas de nuestros países. No sirve ese concepto, pero hay que discutirlo. Y ¿dónde hay que discutirlo? Pues en la academia. No vas a llegar con los pueblos a decirles: «Oigan, Ostrom dice…». «No, a nosotros no nos importa lo que diga Ostrom», te van a decir. Pero en la academia se confunden y la siguen usando para autorizar sus discursos, sobre todo después de que le otorgaron el Premio Nobel de Economía. Y se dice: «Es que todo lo comunal entra aquí, en la visión de Ostrom ». No, no, permítanme, los bienes comunes no pueden explicar una realidad cuya historia es muy diferente a la realidad desde donde Ostrom acuña su modelo explicativo. Hay un cierto racismo en Ostrom que se enuncia en mucho del «pensamiento complejo». El concepto de «bienes comunes» encierra una teoría sobre la regulación de los mercados; la comunalidad, en cambio, es un modo de vivir. Ni siquiera propone el diálogo ni la interculturalidad como vehículo, como forma de solucionar esos problemas. Pues sácate. Hay que hacer evidente que la teoría de Ostrom se presenta como un mecanismo para no volver la mirada a lo comunal. Y yo creo que simposios de americanistas como el que tuvo lugar en Puebla pueden servir para eso: para esclarecer cómo es que la academia trata todavía con sus conceptos antropológicos a los pueblos indígenas sin respetar y sin reconocer, por un lado, la palabra y el discurso de los pueblos y, por el otro, el análisis y las propuestas de sus intelectuales.
Hay un cierto racismo académico que persiste. Si no vienes de Oxford, de Harvard, de Yale o de la Sorbona, tienes menos peso que un titular C del SNI que además publica en dos lenguas extranjeras. Hay que crear nuestros propios espacios como la Universidad de la Tierra. No hay paga, no hay títulos, no hay viáticos… Pero hay que mantener esos espacios, hay que crearlos, hay que fortalecerlos, hay que hacer que estén vivos, para que la gente llegue, piense, haga.
A propósito del problema migratorio, quería preguntar cómo en el Istmo la migración ha podido suponer una amenaza a las tradiciones, a las formas de trabajo colectivo, a las asambleas o a los sistemas de cargo, y cómo influye en el consenso, la participación o la reciprocidad en la comunidad resignificando y otorgándoles nuevos sentidos.
La migración afecta en la medida en que los que diseñan las políticas públicas lo saben y son conscientes de ello. Por ejemplo, en la mixteca hay comunidades completas con migrantes en Estados Unidos, en las que sólo se quedan las mujeres. La comunidad está fragmentada desde su célula más básica: la familia. Esto afecta definitivamente su modo de vida. La migración es, sin duda, uno de los elementos que más está fragmentando las comunidades, porque hay gente que se va, que ya no está. Por otro lado, creo que la comunidad en sí misma, la asamblea, pierde mucha fuerza, pierde muchos elementos, aunque en algunas comunidades mixes y zapotecas la gente que se va tiende a asociarse en el nuevo lugar de residencia. Llega y tiende a reproducir el modelo organizativo comunal, comunitario, para afrontar, para sobrevivir. En algunos casos ha funcionado, en otros no hay condiciones para hacerlo. Me parece que sí es un tema que, al igual que las iglesias y los partidos políticos, está fragmentando la vida de las comunidades y la comunalidad misma.