En “Mi madre la oca”, uno de los poemas que conforman el libro Cuatro de oros, Eliseo Diego halla uno de los orígenes de la literatura en la cocina, donde la vieja inmensa está inmóvil junto al fuego, entre “magistrales ristras de cebolla”, el calderón de cobre en la chimenea, gente callada en la penumbra y un ratón inmóvil en la pared.
Tan pura es la quietud
que oyes la leve
huella de la ceniza. Entonces,
entre el oro del fuego, la caverna
de la gran boca. Un huracán susurra
“había una vez...”
Y nace todo.
De esas situaciones, de conversaciones tabernarias, del responso de las ventas, de relatos entretejidos, de comentarios de caminantes, me parece, está hecho lo que llamamos el Quijote, pero, sobre todo, se trata de libros habitados por otros libros.
Cervantes sabía que el personaje esencial de la literatura es el lector; la historia de su escrito más célebre representa la de uno de ellos. El comienzo de su trama se ha vuelto muy conocida por sus repeticiones y paráfrasis perpetradas por muchos de los que abominan de la lectura: el hidalgo Alonso Quijada o Quesada o Quijano,
los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de la hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas anegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos, y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva.
La lectura, sin embargo, suele ser peligrosa. Como algunos, pensó en escribir desenlaces a modo a aventuras que lo fascinaban; como otros, prefirió convertirse en el personaje de esas aventuras que se perpetuaron en el libro.
Ese lector que ha decidido transformarse en una creación libresca no deja de imaginarse la escritura de su empresa, a la que, además de imponerle diálogos novelescos, le propone un principio que desdeñará el autor:
Apenas había el rubicundo Apolo rendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.
En los primeros capítulos del segundo libro, publicado en 1615, diez años después que el primero, don Quijote tiene noticia de esa novela que ha animado y la comenta con Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco, que se permite ciertas observaciones como que, según “algunos que han leído la historia que se hollaron se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote”, hubieran incluido “en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia” del caballero andante y que algunos habían
puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mismo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra.
No sin cierta complejidad simple, Sancho Panza responde escrupulosamente a esas omisiones, aclarando sus desenlaces, aunque don Quijote sostiene que:
no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondía: ‘Lo que saliere’. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: ‘Éste es gallo’. Y así debe ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.
Ignoraba que en su biblioteca tenía un libro del posible escritor de su empresa de caballería.
En “Magias parciales del Quijote”, Borges recordaba que entre los libros examinados por el cura y el barbero en la biblioteca de don Quijote, se halla La Galatea de Cervantes, “y resulta que el cura es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El cura, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes”.
Don Miguel de Cervantes se consideraba asimismo un “aficionado a leer”, lo cual lo llevó a comprar, por medio real, en el Alcaná de Toledo, unos cartapacios viejos escritos en caracteres arábigos, que contienen la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, que manda traducir por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo.
Más que una novela de autores que se suponen apócrifos, manuscritos que pueden creerse imaginarios y escritores que pretenden pasar por una invención, creo que el Quijote es un libro hecho de lectores. En él abundan los personajes que, como don Quijote, como Sancho Panza, comentan sus aventuras publicadas en el primer tomo; otros, como el barbero y el cura, que se detienen a juzgar obras de quien ha firmado el volumen del que son personajes, y Cervantes, lector de un manuscrito atribuido a Cide Hamete Benengeli, que ha sido traducido por un desconocido a sueldo. Sin embargo, entre ellos también se halla un lector perverso.
Aunque acaso intentó que su nombre se adivinara, permaneció oculto bajo el de Alonso Fernández de Avellaneda, con el cual le quiso demostrar su enemistad a don Miguel de Cervantes publicando una segunda parte falsa de las aventuras de don Quijote. Don Marcelino Menéndez Pelayo sostenía que se trataba de Alfonso Lamberto, al que le concedía poca importancia “por ser tan desconocido, apenas sacaría al libro de su anonimato”, y consideraba que había servido para que la “baja tendencia de su espíritu” hiciera “inestimable su obra, en cuanto sirve para graduar, por comparación o más bien por contraposición, los méritos de la de Cervantes”.
Sin embargo, a pesar de que quizá don Miguel de Cervantes trató de ignorarlo y aunque no se le nombra en sus páginas, ese lector terminó convertido en uno de esos lectores que habitan ese libro ejemplar que es el Quijote.