Hacia finales del siglo xvi circulaba en España una leyenda alusiva a un hombre que se volvió loco de tanto leer libros. El alcance popular que tuvo esa breve ocurrencia acaso estribe en el mensaje final referente a todo aquello que puede emanar de un exceso, en este caso, el de la lectura. Ningún cervantista puede dar por seguro que esa leyenda fuese la gestación de lo que sería el Quijote, pero tampoco hay alguno que a cosa hecha la suprima. En estricto sentido se trata de una hipótesis. La anécdota, al igual que la leyenda, acabaría en el capítulo vi, justo cuando don Quijote vuelve a la aldea a bien de percatarse del escrutinio que el cura y el barbero hacen de su librería y así determinar qué volúmenes no merecen el castigo de fuego. Quepa aquí referir que las únicas obras que escapan de la quema son los cuatro mamotretos del Amadís de Gaula y la historia de Tirante el Blanco, tenidas como las mejores creaciones literarias del mundo, amén de otras obras de poesía.
El dato que aquí conviene destacar es que esta primera versión —conocida como “leyenda primitiva”, o Ur-Quijote, a partir del planteamiento sugerido por J. J. A. Bertrand, de acuerdo con el modelo del Urfaust de Goethe— sería una parodia del Entremés de los romances, obra que ha interesado sobremanera a los defensores de la “leyenda”. Fue Menéndez Pidal, en su trabajo “Un aspecto en la elaboración del Quijote”, el primero en sostener la defensa de que el Entremés de los romances fue anterior a la gran obra y que, por tanto, Cervantes pudo inspirarse en él para elaborar su personaje. A esta certeza se opone L. A. Murillo tras asentar que la fecha de composición del susodicho Entremés es posterior a 1605, con lo cual se enfría parcialmente la tesis de Menéndez Pidal.
Sin embargo, al margen de tinos e inexactitudes, es un hecho que Cervantes, a partir de la leyenda o ignorante de ella, presupone que “la locura”, como fundamento de una historia, le ofrecerá una largueza más sugestiva que extrapolada, desde luego no restringida a los rigores del entremés y a la delimitación temporal de las noveletas. La locura permite concebir excesos y le anticipa al creador ciertas desproporciones en cuanto trasponer los supuestos límites de la realidad. Es plausible que Cervantes captara en la lectura de libros de caballería la posibilidad que tiene un personaje de querer convertirse en otro, así como de vivir una metáfora vital inventada por él mismo: la realidad vista (y presentida) como ensoñación, o la ensoñación que al ensancharse genera una realidad más atemporal y, curiosamente, cada vez más específica. En la “leyenda primitiva” el hombre loco a la postre no es, y ni siquiera está prefigurado, un caballero, menos aún que idealice a un amor, una Dulcinea inalcanzable, y todavía menos probable que cuente con un escudero, pero sí queda latente el magma de lo inaudito: el riesgo que implica adentrarse en un bosque de lecturas infecciosas, pero también en la opción extrema de suponer que una realidad se sobrepone a otra, acaso porque la de origen sea insuficiente. Vislumbre autoral o estigma de incremento en la concepción de una aventura, la leyenda primitiva sí desborda la mera advertencia de aquello que inevitablemente conduce a la locura, más aún porque impone la condición libertaria como impulso y, a su vez, es el atisbo señero de que toda obra de valía deberá ser una refutación a lo que ofrece la realidad evidente. Es ahí donde Menéndez Pidal da cimiento a su tesis, al grado de sentenciar que sin ese referente Cervantes jamás habría podido percibir la dimensión de su personaje. He aquí la locura como punto de partida hacia las tantas transfiguraciones por venir.
Si se considera que en las últimas décadas —más que en ninguna otra era— las aportaciones críticas, cuando no los puntos de vista, del cervantismo han aumentado notablemente, resulta una necesidad considerar aquellas aproximaciones que más contribuyan al objetivo de trazar las líneas maestras de la novela de Cervantes. En este sentido, el libro de José Montero Reguera: El Quijote y la crítica contemporánea, galardonado con el Premio Fernández Abril de la Real Academia Española, constituye una suerte de piedra miliar en cuanto al hallazgo de una acuciosa clasificación de los estudios publicados a partir de 1975 hasta principios de la década de 1990. Con Montero a la cabeza, una caterva de cervantistas ha renovado el interés que muestra la crítica internacional en el Quijote y en su autor.
Son cuatro los aspectos en los que la crítica contemporánea ha centrado su atención. Valga en principio referir la influencia de Avellaneda en el Quijote de 1615. Tal remisión aparece por primera vez en el capítulo lix de la segunda parte. Al respecto, hay autores, como es el caso de Nicolás Marín, que aseguran algo como esto: “Cervantes sigue a Avellaneda desde mucho antes del capítulo cincuenta y nueve, y lo que dice antes y después está condicionado por cuanto ha escrito el aragonés”. En todo caso, la línea de análisis del Quijote de l615 no se enmarca en el descubrimiento de “quién plagió a quién, sino de cómo cada autor se apoderó de materias encontradas en la obra del otro y las utilizó para sus propósitos, confeccionando con ellas su propio argumento literario con que rebatir a su rival”.
Todavía, hasta estos días, no se sabe quién escribió ese Quijote apócrifo; sería Jerónimo de Pasamonte, compañero de armas de Cervantes, irritado por la hazaña literaria de su amigo; o sería el mismo Lope de Vega, envidioso formal del éxito de ese otrora poeta burdo; o sería encomio de un lambiscón de Lope de Vega, que por quedar bien con él, escribió un prólogo asaz insultante, bajo el nombre de Avellaneda, donde, entre otras cosas, acusa a Cervantes de ser viejo y manco. Ciertamente la sutileza del análisis recae en la calidad prosística de la versión apócrifa, desmentida más tarde por el verdadero autor del Quijote, quien, sin embargo, nunca supo, como hasta ahora tampoco nosotros lo sabemos, quién fue el autor de esa diatriba y por qué se autonombró Avellaneda.
Un segundo aspecto de la crítica actual reside en las posibles técnicas teatrales empleadas por Cervantes en la génesis del Quijote. Jill Syverson-Stork ha sido quien ha estudiado de manera más extensa esa posibilidad. Según la autora serían cuatro los aspectos primordiales que permitirían hablar de la teatralidad del Quijote: de origen se destaca la presencia de actores “dramatizados” que aparecen y desaparecen de escena, con lo cual se propicia una mayor autonomía a los personajes; en segundo término está la importancia creciente del diálogo, así como figuraría en tercer término el método “dramático” cervantino de escenificar capítulo tras capítulo: un sistema concéntrico de montajes pormenorizados que habrá de tender (ya como aspecto ulterior) al incremento del suspenso y la sorpresa.
Otra vertiente de los estudios contemporáneos serían los descuidos cervantinos en el Quijote. Si bien se han formulado diversas teorías que recalan en ciertas nieblas gramaticales, existe la creencia de que esos descuidos son deliberados, puesto que dado el espíritu irreverente de Cervantes se hace más propicio el afán de componer mediante fallos y aciertos otra lógica de lenguaje, misma que consiste en degradar o extrapolar los presuntos estilos (acaso los más manidos) de la época. Tanto Maurice Molho como Tom Lathrop presuponen una abierta intencionalidad en esas incoherencias, a causa del deseo del autor de imitar los libros de caballerías, en especial el Amadís. Sin embargo, “lo más prudente sería llegar a un término medio, es decir, no todos los posibles descuidos que se han señalado son intencionados, pero tampoco todos son debidos al desaliño del autor” (Montero Reguera).
La presencia de novelas interpoladas en el Quijote evidencia otro de los miramientos de los investigadores. José Manuel Martín Morán señala que el Quijote habría sido un “vehículo de trasmisión” de una serie de obras de Cervantes, las cuales no habían encontrado modo de difusión impresa, habida cuenta de que las novelas intercaladas no tendrían como función compensar ciertos vacíos de la trama, sino más bien una dilatación de la llegada a la aldea.
Y es acaso este matiz el de mayor incidencia crítica: el ambivalente capítulo vi, que a mi juicio es el detonador de la gran obra, produce división de puntos de vista. La quema efectuada por el cura y el barbero a muchos resulta inútil siquiera enunciarla, entre ellos a Miguel de Unamuno (hacia principios del siglo xx), quien yéndose de largo, afirmó que el capítulo vi era un deslinde crítico innecesario, concebido por un ingenio lego como el de Cervantes, donde se descoyunta la unidad dramática, dado que la quema es referencial y demora la progresión anecdótica; de hecho, ¿a qué viene el donoso escrutinio si ya la aventura de don Quijote ha comenzado? Además, si el héroe ha salido a ganar mundo, es un despropósito el regreso. Ahora bien, no hay que olvidar que el capítulo vii le da redondez a la afanosa quema. Cuando el hidalgo pregunta por sus libros tanto el cura como el barbero le mienten casi de juro, pues la historia fantástica que le narran es bastante exagerada: refieren que traído por una nube un encantador, montado en una sierpe, vino a destruir los libros, salvando unos pocos, y que ha dejado puro humo en el corral. Acaso lo más insólito radique en que don Quijote se crea esa mentira de principio a fin. Cervantes evade tal argumentación y sin mínima dilogía de pronto decide que debe contar con un escudero. He aquí el plante a sobrehaz de Sancho Panza, un labrador, “con poca sal en la mollera”, que tras abandonar mujer e hijos se lanza a la aventura secundando al caballero de la triste figura.
La inverosimilitud de la gran obra se cimienta desde estos entreveros de origen. Ciertos detractores del Quijote, mismos que en mayor o menor medida han aparecido a lo largo de cuatrocientos años, aducen la imposibilidad de convivencia entre un lego y un supuesto letrado: ¿de qué pueden hablar?, incluso tales detractores aseguran que, por lo escrito, se evidencia que Sancho no es iletrado y sí es, en consecuencia, un personaje mucho más irreal que don Quijote. No obstante, la discusión hay que centrarla en la concepción, ya original, ya novedosa, del héroe, que por lo común se extralimita, y para ello habrá que precisar que en tiempos de Cervantes no existía la idea de que la literatura tuviese que ser enteramente realista, o dicho de otro modo, reduccionista. La expansión imaginativa de un autor de ficción se cumple cuando rompe con las ataduras más obvias: sea que lo evidente esté amenazado por lo oculto, siendo esto último el atisbo de lo que la realidad pudiera esconder, o tal vez sólo insinuar. Es aquí donde se antoja saber hasta qué punto la leyenda primitiva, o el Ur-Quijote, sirvió como plataforma conceptual a Cervantes, o si fue una elucubración ominosa de la crítica, sobre todo el cervantismo receloso que al parecer se propuso darle un giro harto forzado a la grandeza del Quijote, bien para aminorarla metiéndole algo de grisura, o justo para darle un ensanche más significativo.
Un héroe jamás es un ente estático. Su catadura está circunscrita a una promesa y es el mundo su territorio y su obstinación. La conquista es un ideal que puede transformarse tanto como el adalid se lo proponga. Es improbable que su ambición decrezca tras hacer un alto en el camino. A partir de la reflexión o el acomodo de ideas no habrá sofreno sino acicate para seguir en la brega, en el entendido de que ningún ideal requiere ordenamiento. Un héroe no puede renunciar a su empresa y si acaso la distorsiona es para fortalecerla. De suyo, todo es hazaña, hasta el amor: símbolo de la energía suprema o costosa gloria que hay que merecer para al cabo gozar de por vida. Hasta la época que Cervantes emprendió la escritura del Quijote, la noción prístina e inalterable de una historia de ficción se sustentaba en la heroicidad del personaje protagónico; sus aventuras, sus periplos, debían elucidar admirables ejemplos de vida a bien de manifestarse como asuntos que valía la pena leer. Ninguna historia deplorable merecería, entonces, ser escrita o leída, y ningún personaje que no fuese hazañoso debía ser seguido a través de páginas y páginas. Mucho se ha discutido si don Quijote es un ente idealista y más aún si es un antihéroe, o la deformación extravagante de un modelo de héroe. Ante estos titubeos no queda más opción que traer a cuento la real seña de identidad de Cervantes, quien teniendo la posibilidad —como es el caso del protagonista de La historia del cautivo— de escoger entre iglesia, mar o casa real, opta por servir a Dios y al rey y toma la profesión de las armas. Mucho más que el mero ingenio para desbordar una trama, no son tan útiles las letras (tenidas, en ese entonces, como leyes), las que dignificarán al hombre, sino las armas para la defensa permanente del orden, ya que sin orden no hay arte, o bien el arte es una suerte de capa poco visible, casi siempre supeditado a la armonía social. Para Cervantes, Lepanto fue el momento culminante y señero de su vida, y aun cuando conoció el éxito del portentoso libro, nada habría tan equiparable a “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”. Desgracia menor fue la inutilización de la mano izquierda, pues nuestro autor la consideró como algo “hermoso”, sólo por el privilegio de haber luchado allí, en “el centro de aquella euforia”.
Sobre si don Quijote es un ente idealista que raya en la locura o es una trasfiguración grotesca de la heroicidad, no se ha dicho aún la última palabra. La vía platónica, en principio, como prefiguración contundente del idealismo, se desvanece al momento en que don Quijote pone freno a sus andanzas y propende (como lo exhibe casi toda la segunda parte de la obra) a la reflexión mucho más que a la acción. Tal vez la pureza de sus aventuras obvie el sentido de que se trata de un personaje que no conoce sus límites y que por tanto es irreflexivo de principio o fin, pero esta idea incidental se esfuma por el solo hecho de que se trata de un personaje que ha apostado por ser otro, que se deja engañar por sus afanes y que está dispuesto a vivir una realidad únicamente hecha para él. No será Sancho quien trate de desmentir tal falacia, será él en todo caso quien la alimente, acaso modificándola un poco, si es que algún lector quisiese ver en el escudero la contraparte analítica, ergo: la aristotélica, o mejor aún, la que obliga al lector-testigo a reconocer esa realidad, misma que es tan parcial como la realidad real.
Es claro que para Cervantes la noción de héroe es un tanto equívoca. Su espíritu irreverente —en particular si se trata de los asuntos mundanos, casi todos despreciables por incidentales— le ayuda a diseñar un personaje que a su vez cumple con las cualidades heroicas, pero que ha de exagerarlas por el solo hecho de vivir tiento a tiento una fantasía cuya repercusión recae en él mismo. Su psique se transfigura de continuo: a veces le da por ser un filósofo; otras son dominadas por la melancolía o por alguna ilusión desproporcionada, o más aún por lo que le parece más improbable de concretar. Así don Quijote puede estar nutrido por varios estados de ánimo, pero ninguno que implique una renuncia a sus cometidos. Según revela Georgina Dopico-Black, una de las más destacadas biógrafas de Cervantes, no es hasta haber experimentado toda clase de peripecias militares y ordinarias, tanto en España como en el extranjero, y luego de escribir diversas obras de juventud, como La Galatea, Numancia, Los tratos de Argel y Novelas ejemplares, amén de una cuantía de entremeses y otra de poesía, nuestro autor toma conciencia de lo que habrá de significar emprender una obra ambiciosa teniendo como génesis la aventura y la heroicidad. Es en el año l604 cuando se instala en Valladolid, en una casa con cinco mujeres, en donde además de su esposa Catalina, su hija Isabel de Saavedra, sus dos hermanas Magdalena y Andrea, cincuentona la primera y sesentona la otra, y su sobrina Constanza de Ovando, Cervantes comienza su mayor y más rica producción. Es allí donde desborda la concepción de su peculiarísimo héroe.
Otros biógrafos, como Antonio Feros y Roger Chartier, aseguran que las condiciones para la escritura del Quijote allí fueron inmejorables. Como nunca antes, Cervantes tuvo la concentración y la tranquilidad para avanzar en su empresa. Los escritos en la cárcel de Argel son fragmentarios, pero en cosa de un par de años (de 1603 a 1604) Cervantes aumentó y corrigió lo que tenía. Es un hecho que la experiencia carcelaria, alimentada por los graves recuerdos de sus avatares bélicos y mundanos, calibraron mayormente su imaginación que, de suyo, según se constata en el temperamento de don Quijote en lo que corresponde a la primera parte del libro, es tan veleidosa como obstinada. Pareciera que al contacto con los pastores a don Quijote le da por especular sobre el sentido incierto de la aventura y la remembranza de otras épocas, como es el caso de la Edad de Oro, referida tras entrar en contacto con la pastora Marcela. No deja de ser una conjetura al sesgo la idea de que hubo una época en la que la sociedad compartía todo y nada era de nadie; época en la que no había confrontación alguna ni existía la envidia. Quizá esa fuente idílica facultara a Cervantes para idealizar una España donde todo podría ocurrir, pero de lo que no hay siquiera una información escueta. A mi juicio tal idealización propicia la libertad imaginativa de nuestro autor. En el Quijote todos los sucesos son ideales, aun cuando tengan anclaje en una realidad harto desolada y por lo mismo apacible: la gran época de Felipe II, propensa a igualarse con la remota (y un tanto falaz) Edad de Oro. Si uno detecta la substancia que subyace a lo largo de toda la primera parte del Quijote, encontrará un sugestivo alegato sobre la dignidad humana. La ridiculización del héroe, que es presentada como una capa exterior y harto visible del drama hazañoso, esconde aquello que en realidad le da dimensión universal a la obra.
Mucho se ha escrito sobre la intencionalidad de Cervantes de ridiculizar la epopeya. Sin embargo, esto sería un gracejo que podría agotarse a las primeras de cambio. Lo grotesco, como asunto dramático, no puede llegar tan lejos si las ideas que lo engrosan sólo repercuten en los efectos naturales de la trama. Es una verdad que Cervantes se propuso varias cosas más. Si el héroe no ha de renunciar a sus ideales, tampoco cabrá ninguna suerte de duda al emprender su propósito. Las andanzas del caballero de la triste figura no tienen más objeto que realizar, cuando no materializar, los sueños más íntimos. Ahí reside el magma de la hazaña. La empresa aventurera no consiste en demostrarle nada a nadie, sino cumplir a cabalidad lo que uno mismo desea. Por esa razón no es extraño que fuera del entorno español la obra hubiese sido interpretada como un tratado filosófico, tal es el caso de Laurence Sterne, que en su Tristram Shandy hiciera constantes alusiones al Quijote, como una derivación ejemplar de los entresijos que más se detectan en todo lo que significa el conocimiento humano. Así, la repercusión se expande en aras de la aventura y Cervantes cobró conciencia de esa carga al afanarse en escribir la segunda parte de la obra.
Y haciendo referencia a la segunda parte, en el prólogo que la anticipa, es ahora el propio Cervantes quien asegura que “componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama” era una de las mayores tentaciones con las que el diablo podía excitar el entendimiento de los hombres. Bajo ese postulado, a todas luces perverso, se insinúa la pasión irresistible, y desde luego moderna, de convertirse en autor a ultranza: pasión que estaba ligada a la tipografía. Sin duda, la copia manuscrita permitía alcanzar el reconocimiento que se consideraba como culminación de una carrera literaria. Así también, la difusión masiva de los textos era propia de la mecánica impresa, por lo que a ese doble objetivo encaminan los autores sus vidas, presentadas siempre como llenas de sinsabores, fatigas y trabajos. Por su parte, Cervantes se encara a Fernández de Avellaneda al censurarlo con un recriminatorio “¿pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?” (parte 2, Prólogo).
Los libros de caballería, como los define el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, son sencillamente aquellos “que tratan de caballeros andantes”. Covarrubias continúa su definición citando el lugar común que las caracteriza como “ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho”. Sin embargo, las complicadas tramas bizantinas de los libros de caballería no pueden resumirse en pocas palabras, aunque en rasgos generales siempre cuentan las aventuras y peregrinaciones de un héroe caballeresco, nacido de padres nobles y de linaje claro, quien ha sido, por algún accidente del destino o por obra de algún malhechor, separado de sus padres en su infancia, que por lo general ignora su verdadera filiación, aunque suele llevar en el cuerpo alguna señal escondida que a la larga la revelará. Apuesto, galante, bien instruido, poseedor de grandes habilidades y de una fuerza física descomunal, de temperamento gentil y muchas veces enamorado, el joven caballero emprende un viaje de aventuras que lo lleva a los más remotos parajes del mundo, “deshaciendo todo género de agravios y poniéndose en ocasiones y peligros, donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama” (parte 1, cap. i). Narradas en un estilo altisonante, cuando no retorcido, y casi por necesidad, carente de toda verosimilitud, estas peregrinaciones no son más que una invitación a evadirse. No obstante, la evasión, si la es en verdad, merece ser revisada, no porque no facilite escapes, sino porque esos escapes están firmemente atenidos a la visión heroica y casi mesiánica que constituyó el soporte de la expansión del imperio español.
Resulta imposible saber a ciencia cierta si el propósito que alega Cervantes de escribir el Quijote como “una invectiva contra los libros de caballería” era nada más que el pretexto que parece ser. La crítica ha señalado el comentario del canónigo al final de la primera parte —quien censura los libros de caballería como “disparatados” pues (en palabras que anticipan la definición de Covarrubias) “atienden solamente a deleitar y no a enseñar” (parte 1, cap. xlvii)— para sostener que Cervantes quería demoler la “máquina mal fundada”. Ocurre, sin embargo, que el canónigo mismo escribía un libro de caballería nuevo y mejorado, lo que obliga a sospechar de su comentario al condenarlos.
Cierto es que Cervantes escribe Don Quijote desilusionado de la monarquía y el mal gobierno. No resulta difícil imaginar que la intención que aduce de desbaratar esa “máquina mal fundada” pueda estar dirigida a la ideología subyacente en el relato caballeresco y su popularidad, demasiado cercana a la promulgada por los defensores del imperio. Esto no implica que el Quijote deba leerse tan sólo como una crítica a los fundamentos ideológicos del imperio español y la Corona, sino que la densidad y la textura de la novela funcionan en diversos niveles, en los que la visión crítica sobre la sociedad y sus mores convierte toda certeza en duda. Ahora bien, desde esta óptica, la selección de las novelas de caballería como sustrato que nutre la locura de don Quijote ha sido explicada en términos de la influencia de la pieza anónima Entremés de los romances. Como lo establece con entera convicción el argumento de Menéndez Pidal, los primeros capítulos de Don Quijote fueron inspirados por dicho entremés, una pieza breve en la cual el protagonista, Bartolo, enloquecido por la lectura de romances, deja su hogar para convertirse en un héroe como los de sus textos predilectos. Bartolo, ahora tenaz y obnubilado, se embarca en una serie de aventuras cómicas, ninguna de las cuales termina bien, mientras en lo sucesivo adopta las identidades de Almoradí, Tarfe y el Alcalde de Baza. A pesar de que los romances no son con justeza libros de caballería, uno y otros géneros comparten elementos estilísticos y bases ideológicas suficientes como para hacer que, al menos desde la perspectiva de don Quijote, la diferencia sea bastante sutil. Quizá la divergencia más significativa entre el Entremés de los romances y Don Quijote, como lo sustenta el cervantino Melchor Cano, sea que la locura de Alonso Quijano es más metódica y coherente que la de Bartolo: hay que atisbar que este último se quita y se pone identidades como si fuesen disfraces, mientras que Alonso Quijano inventa a don Quijote para transformarse en él.
De las novelas de caballería Cervantes también adoptó el recurso —muy próximo al desdoblamiento autoral— del manuscrito hallado, recurso que se utiliza en el Amadís y cuya imitación no-literaria había provocado sonadas controversias de reciente memoria con el caso de los plomos de Granada. Pero en eso, sin duda, Cervantes también parodia y transforma su modelo al instalar el hallazgo del manuscrito ya no al principio de la ficción, sino in medias res, dejando al final del octavo capítulo con una de las interrupciones más señeras de toda la literatura, interrupción que amenaza la narrativa misma, que queda tan “manca y estropeada” como su autor (parte 1, cap. ix). El hallazgo de la continuación de la historia en este pasaje es sugerente por cuanto a cosa hecha, no sólo por las condiciones materiales y sociales bajo las cuales se da —en el alcaná de Toledo, ciudad con una ilustre presencia ya no bicultural, sino plenamente tricultural— la trasgresión que significaba el poseer tal manuscrito en alifato, algo considerado un acto criminal en la España de 1605. Si bien la pérdida y la recuperación de la historia misma es la interrupción más amenazadora del texto, no es, sin embargo, ni la primera ni la última. Al contrario, el Quijote se escribe y se cuenta como una serie de interrupciones hiladas. Esto es, la novela nos adentra como lectores en un proceso de interrupciones que es parte íntegra de la nueva poética de la novela: siempre bajo el acecho del descalabro, la novela es la narrativa en su lectura, un género que muestra sus costuras, género de la crítica que se refocila en ella. Y es así que en estricto sentido dramático, en la figura del caballero mismo es donde Cervantes realiza su transformación más radical del género caballeresco. No se trata aquí de un binarismo absoluto; los protagonistas caballerescos, si bien reunían perfecciones y fuerzas humanas, eran, por otra parte, héroes de carne y hueso. Como bien nota el barbero, el mismo Amadís era melindroso y llorón. Pero en Don Quijote la distancia entre héroe ideal y caballero real se hace una brecha insoslayable y, por ende, insalvable. De suyo, la novela se instala en esa brecha: en la fisura, acaso demasiado indeterminada, que se desplegará sobre la narración misma. Cada episodio basado en una novela de caballería —desde el bálsamo de Fierabrás hasta el vuelo sobre Clavileño— se carga de una materialidad devastadora, como si las leyes de la física volvieran a regir y se ensañasen con las leyes de la ficción.
¿Qué hacer con todas esas imitaciones frustradas? Una opción es entenderlas en términos de la transición de una epistemología renacentista a una barroca. Cervantes escribe el Quijote justo durante el periodo en el que la estética renacentista iba cediendo paso a una estética barroca: la novela cuyas dos partes se han querido ver como correspondientes al Renacimiento y el Barroco (lectura crítica ya superada), que cruza de continuo esas fronteras. Aunque debemos resistir la idea de una división escueta entre Renacimiento y Barroco, división que sacrifica complejidades para encajar en periodos nítidos, es útil, no obstante, ver cómo cambia el estatus de la imitación de un periodo a otro. Si la imitación fiel de alguna forma signa una estética renacentista, estética que apela al balance, la armonía, el orden decoroso, la claridad, formas cerradas y un centro definido, el Barroco, en cambio, privilegia la imitación con diferencia, imitación que con frecuencia excede a su modelo. De acuerdo con la ya clásica lectura de Foucault, el mundo clásico (renacentista) lee a través de semejanzas, de analogías, mientras que el Barroco, por el contrario, es territorio de la diferencia, de alegorías, de juegos de palabras y de trompe l’oeil en la pintura, definición a la que Octavio Paz añade la predilección por desproporciones y monstruosidades, y Severo Sarduy, por su parte, la visualiza como geometrías abiertas y como centros dobles, ausentes o desplazados. Pero más allá de localizarse en la transición de una epistemología a otra, el Quijote acaba poniendo en jaque todas las categorías: si bien deforma el espejo renacentista, interrumpe por igual la especularidad barroca. La mímesis es sometida a una prueba de fuego en Don Quijote. Al final, como al comienzo, las imitaciones fracasan, pero en este fracaso —en la historia de su fracaso— producen la forma que conocemos como novela.
A través de los años, la mayor discusión sobre Don Quijote se centra en el lenguaje de Cervantes. Su estilo altisonante, a veces rasposo, a veces demasiado enfático y alambicado, otras oscuro y por lo mismo huidizo, por lo común gana en elocuencia y revela con precisión todo aquello que quiere expresar. Si algo hay que admirar de la obra es la conquista de una naturalidad sin precedentes en la novelería de la época. La narración discurre, aun cuando en ocasiones pareciera solazarse en diversiones lingüísticas, mismas que no se presentan como desvíos conjeturales ni como referencias aisladas en aras de solazarse en galas eruditas. El humor, en todo caso, aumenta el peso del drama porque jamás es contundente. Pareciera que la suavidad irónica que permea a toda la obra tuviese como objeto derribar obstáculos en apariencia infranqueables. Así lo cruento se flexibiliza y lo grotesco se presenta como una vaguedad o un extravío sublime del narrador. Esto hace que no haya determinismo estético ni embelesamiento que detenga o distraiga. Es un acierto el hecho de que Cervantes descrea de sí mismo cuando se acerca a las verdades. Al endilgarse la tarea de desmontar su sistema narrativo goza de sus alejamientos discursivos. De manera sorpresiva aparece la burla, tanto como los reveses de una reflexión circunspecta; así la extravagancia y la excentricidad palpitan y paradójicamente dimensionan el movimiento anecdótico. Se trata de una cercanía, que no de un hallazgo iluminador, o al menos así deja percibirse. Los amagos de aproximación nos hacen sentir que la realidad todavía es distante, pero a la vez nos impulsan a decantar una suerte de realidad mucho más preciada. Quizá sea necesaria esa ambigüedad para saber, asimismo, que estamos en presencia de un juego y, más aún, de una mentira artística.
Dámaso Alonso ha escrito que la sensación de proximidad en Don Quijote está sustentada en “los pareceres”: recurso útil para introducir la duda en la verdad, a bien de amplificar la paradoja de una situación para otorgarle un poco de sombra, del mismo modo que dotarla de un poco de incerteza. El ingrediente humorístico entonces actúa como catalizador del desarrollo dramático, así también le da vivacidad, al permitir, de paso, que entre de manera abierta un determinado estado de ánimo o un novedoso punto de vista. Cuando se toma por guasa el que don Quijote diga, por ejemplo: “Eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa” (parte 1, cap. xxv). Al ser numerosos los pareceres en la obra, Cervantes le confiere al lector la posibilidad de interpretar el sentido del habla de otros tantos modos. En este caso, a Sancho aquel objeto le parece bacía y nada más, mientras que a don Quijote poseer aquel yelmo era necesidad imperiosa, y a otra persona a saber qué utilidad le habrá de encontrar. Valga el ejemplo como un antecedente que hará comprensibles las aparentes contradicciones e incongruencias que se pueden hallar en el texto. Sucede entonces que los libros de caballería ofrecen el disparate y la maravilla, más aún si se centra la atención en los sujetos agentes de esos juicios contradictorios, puesto que se perfila la opción de que todo se aclare, inclusive, el curso dinámico del vivir, en enlace con el mundo en torno, lo que es irreductible a concepciones quietas y cerradas, puesto que es posible encontrar lo obturado y detenido por un lado, en tanto que por otro brinca y se escapa. Tal vez ese inmenso panorama de atracciones y de conflictos fue lo que hizo abrir los ojos frente al Quijote a los educados en el pensar y el sentir románticos. El Neoclasicismo mantenía a los instruidos en estado de ceguera, e impasibles para cuanto no fuese un decurso vertical en la narración, así como principios demostrables y normas estrictas. La sensibilidad se satisfacía en la mera emoción emanada del dolor y de los trasuntos irresolubles con los que se hacía énfasis en las representaciones de las comedias “larmoyantes”. Había un lenguaje neutro unidimensional que no iba más allá de una interpretación crasa: bajo las luces de la Ilustración, sin embargo, había ido manifestándose el asombro frente a lo inexplicable y extraño de los fenómenos de la vida humana. Rousseau reveló el fascinante encanto de los Alpes al correlacionar sus cimas y su abrupta y abismal irregularidad con el roto panorama interior de tanta alma dolorida, a sí mismas inexplicables. Los Alpes y las almas se hacían análogas, en cuanto a carencia de líneas rectas y superficies llanas. Tras setenta ediciones de La Nouvelle Héloïse, el Mont Blanc fue escalado por primera vez en 1803, al tiempo que Schelling hacía un parangón exacto entre esa novela con los poemas homéricos y el Quijote.
Cierto es que la obra cumbre de Cervantes no es para nada una exposición romántica. En el Quijote la vida de cada protagonista va entretejida desde dentro de sí con la de los demás. Todas aquellas figuras humanas llevan a cuestas una carga de problemas personales que no desean compartir con nadie; ese carácter intransferible de todas ellas, que sólo se evidencia de manera sesgada, concede además a la narración una gama de estilos orales, así como de léxicos autónomos. Por ello es que la técnica narrativa, tras combinar descripciones con rejuegos lingüísticos, a veces muy alterados, permite que los personajes jamás se dejen arrastrar por el flujo de los acontecimientos. También es llamativo que forzando las normas del idioma, bien podría decirse que las personas son “acontecidas” y los acontecimientos son “personados”: ambos procesos en continua simultaneidad.
Por dondequiera que se abra el libro se perciben anhelos de libertad. Todo el mundo transita con soltura, todos pasan mucho tiempo al aire libre. Las ciudades apenas aparecen. Lo corriente es andar o cabalgar, o detenerse en ventas. Sueltos o encadenados (como los galeotes), estos seres sueñan con vivir a su guisa. La pastora Marcela dice que para vivir libre escogió la soledad de los campos. Si Alonso Quijano se escapa de su hogar para liberarse, entre otras cosas, de la monotonía de un plan de comidas, repetido sin clemencia durante las 52 semanas de cada año. Mejor el hambre, sin ama ni sobrina. Al principio del libro recuerda Cervantes el dicho latino de que “se vende malamente la libertad, aunque paguen por ella todo el oro del mundo”. Y de ahí en adelante se desencadena un inconmensurable refranero tendiente a mostrar de diversos modos la libertad del hombre. Sin embargo, es muy arriesgado moverse libremente al hilo de las decisiones íntimas, ya que la justicia regia está por encima de los desvaríos humanos, y aun cuando se logre romper una cadena, se halla uno prendido entre los eslabones de otra, por lo que la deducción es tajante: no se puede vivir sin trabas. Al respecto cabe señalar que en la literatura de narración imaginativa las figuras de la novela se encuentran, a veces, perdidas en un laberinto de dificultosa salida. Pero ese hallarse o perderse en las laberínticas revueltas del hacer de cada día forma con justeza la trama constitutiva del vivir. Cervantes no despliega ante el lector un muestrario de buenas o malas finalidades, pues de haber sido así el Quijote habría dejado de editarse hace siglos. Se contenta con expresar un estilo que de inmediato se apodera del lector, y exhibe también un proceso de designios, anhelos y caídas. Sus figuras se esfuerzan por alcanzar un derrotero sugerido o incitado por algo o por alguien. Muchos en el libro pasan su vida metiéndose en las ajenas, o sacando de sus quicios la propia, la que llevan a cuestas. Se toma como cosa de veras lo ilusorio. La llama latente que subsiste en los libros caballerescos o pastoriles estriba en armar hogueras interiores en ciertas almas dispuestas a dejarse inflamar, y es ahí donde cobra sentido el aporte generador de la lengua, el ingenio en la expresión, o el significado feliz de un vocablo. Las palabras habladas son flechas que tocan en la mente y en el corazón, o rebotan, de lo contrario, sin ningún efecto.
Ningún cervantista es capaz de asegurar que Cervantes anduvo explorando en los andurriales de La Mancha vocablos inéditos y lógicas retorcidas de inflexiones verbales. El lenguaje que impera en la obra es ya un acopio del oído del autor que se inclina por flexibilizar, por cuanto sea conveniente, las posibilidades semánticas del idioma, sin pretender vulnerarlo del todo. Cervantes siempre trató de apostatar una lógica que sufre transfiguraciones, pero que no altera sus significados. Más bien, el lenguaje es reflejo de un temperamento y son los personajes quienes se encargan de desbordar los rigores del léxico. Es por ello que la grandeza de Don Quijote radica, por sobre todas las cosas, en la legitimidad de una ética que se ha de ir fortaleciendo en el proceso mismo de la escritura, lo cual alcanza de modo equilibrado para los subterfugios del lenguaje en concordancia con las acciones de los personajes.