La mayoría de los llamados clásicos no se queda en las vitrinas de las bibliotecas, sino que suelen salir a la calle para ser depositarios de valores éticos, virtudes cívicas, identidades nacionales y todo tipo de aspiraciones colectivas. Algunos críticos y filólogos suelen quejarse de las interpretaciones abusivas de “sus” clásicos por parte de escritores, filósofos, poetas o hasta políticos. Como maridos fieles que dedican devotamente su vida a una figura, quizá tengan motivo para resentir la irrupción de seductores y fanfarrones que abordan sus objetos de estudio con una pasión voluble y superficial, que suponen los tergiversa. Sin embargo, su queja es poco realista. Tal vez en un mundo utópico, regido por los ideales académicos, los clásicos estarían perfectamente situados en el horizonte de su tiempo y, en la medida de lo posible, sus interpretaciones serían estrictamente acotadas al hecho filológico e histórico. Pero este método de lectura es impracticable y, en la democracia de la equivocación que es el acto real de la lectura, cada quien lee los libros como le da la gana, ya sea desde el ascetismo hermenéutico o la interpretación más arbitraria y libertina, ya sea para quedar bien en una tertulia, ya sea para cortejar o legitimar un poder.
Si algún autor y su obra han sido proclives a interpretaciones desmedidas o, mejor dicho, mediadas por lo cívico, lo político y lo social, se trata de Cervantes y su Quijote. Como dice Vladimir Nabokov: “Estamos ante un fenómeno interesante: un héroe literario que poco a poco va perdiendo contacto con el libro que lo hizo nacer; que abandona su patria, que abandona el escritorio de su creador y vaga por los espacios después de vagar por España”.1 Efectivamente, desde el Quijote que refleja lo castizo hasta el Quijote radical de izquierda pasando por el profético Quijote posmoderno o por el inefable Quijote queer existen numerosas y a todas luces desproporcionadas apropiaciones y encarnaciones del personaje cervantino. En particular, se ha arraigado un hábito de pensamiento que asocia al personaje de don Quijote con un paradigma ético y lo ha vuelto una insignia de muy distintas proclamas políticas, algunas de las cuales, bajo su ropaje retóricamente libertario, son profundamente antiliberales.
En su libro, La concepción romántica del Quijote,2 Anthony Close actualiza su controvertida tesis de que El Quijote es un libro cómico y de entretenimiento, que fue convertido, por las diversas lecturas derivadas del romanticismo, en una expresión del alma nacional española, en un legado simbólico y en una inspiración para la regeneración social y política. Para Close, conforme el divertimento se transforma, debido a diversas necesidades de construcción nacional, en una guía para la vida moral y política de España, el Quijote se eleva en el canon y adquiere un carácter monumental y heroico muy lejano de la intención cervantina que, en su opinión, era meramente hacer reír. De hecho, como sugiere el propio Close, un poco por la no pertenencia de Cervantes al mundo de las letras de su tiempo y un poco porque su obra no se ajustaba a los cánones clásicos (que no concebían la dispersión, la falta de conjunto o la digresión), el autor del Quijote, pese a su éxito popular, nunca alcanzó la consideración de muchos de sus colegas contemporáneos españoles (aunque fue encomiado prontamente por ingleses y franceses) y su fortuna póstuma debe mucho a la voluntad política, gradualmente impuesta, de que representara el espíritu y la lengua de España.
Esta voluntad surge, primeramente, de lecturas no españolas. Para Close, la crítica posterior a 1800, en particular la crítica de la Alemania romántica, personificada en autores como los hermanos Schlegel o el filósofo Friedrich Schelling, idealiza al Quijote, convierte sus aventuras en un enfrentamiento simbólico entre valores como idealismo y pragmatismo y lo hace representar los dilemas de un momento histórico. Ciertamente, para el romanticismo las grandes obras crean, más que personajes, símbolos que, al mismo tiempo que describen su sociedad, representan valores y conflictos universales. Los románticos, a decir de Close, ennoblecen el humor de Cervantes y lo convierten en ironía profética y sabia: en esta visión, el Quijote representa el culto a la pasión, al arrojo y la generosidad en contraposición a los criterios racionalistas, egoístas y pragmáticos. Por eso, su locura heroica se vuelve superior a la mezquina cordura y resulta intrínsecamente crítica y liberadora. Más adelante, el Quijote también se convierte en un ejemplo del alma del pueblo español, cuando algunos críticos españoles del xix comienzan a consolidar la idea de que Cervantes rescata una tradición de caballería castiza, íntimamente ligada al carácter y las gestas sociales de España y alejada de la vena fantástica y cortesana de la caballería artúrica.
De acuerdo con el recuento de Close, la historia de la interpretación romántica y alegórica del Quijote en España tiene muy distintas versiones y una larga genealogía, que incluye nombres como los de Nicolás Benjumea, Miguel de Unamuno, Azorín, Ramiro de Maeztu, José Ortega y Gasset, Américo Castro o Manuel Azaña. Muchas de las interpretaciones más influyentes no provienen de la academia, sino de escritores, políticos o filósofos que buscan utilizar al clásico para explorar esas raíces sociales y psicológicas, ese sustrato oculto del carácter que se supone forman el “alma nacional”. Esto ocurre especialmente en la generación del 98, cuando la pérdida traumática del estatuto de potencia de España, a raíz del humillante despojo de su última colonia, propicia un proceso intensivo de autoanálisis. Se trata de un afán de encontrar en el pasado tanto los defectos determinantes de la decadencia española, como las virtudes que pueden contribuir a la regeneración. Por eso, se trata de visiones utilitarias, antieruditas y antiacadémicas, a veces deliberadamente parciales o sesgadas hacia los sistemas filosóficos o los fines patrióticos de los intérpretes.
En Unamuno ya están reunidas las vertientes nacionalista y romántica y el Quijote se vuelve un drama universal y una representación del alma hispana, que puede funcionar como precedente espiritual para aquellos que buscan cambiar la sociedad, como lo muestran las analogías que establece entre el Quijote y los libertadores hispanoamericanos. Unamuno denuncia el sanchopancismo (el pragmatismo, racionalismo y materialismo) de España y propone cultivar una espiritualidad irracionalista, capaz de elevar la altura de sus ideales. Azorín, en una interpretación menos idealista pero más emotiva, recrea la ruta del Quijote, ratifica la exactitud descriptiva del relato cervantino y exalta la sabiduría y vitalidad del pueblo llano, al decir que don Quijote y su mundo todavía subsisten en las regiones olvidadas y en las gentes comunes. En Ortega y Gasset, el Quijote sirve como motivo para explorar el ideal más profundo que anima España y su prescripción consiste en conciliar el sensualismo mediterráneo, característico de esa nación, con el racionalismo germano, es decir, romper inercias y tradiciones e integrarse al mundo. Para ello, es necesario cultivar una aristocracia del espíritu y un “raciovitalismo” que permita ser modernos sin perder la esencia idiosincrática.
En la perspectiva de estos autores, el Quijote se vuelve un libro moderno y vigente por su representatividad del carácter nacional, por los dilemas universales que plantea y por la frescura y humanidad de su estilo. De modo que en estas exégesis perspicaces y elocuentes, quizá controvertibles para los eruditos cervantistas pero profundamente seductoras, el Quijote rejuvenece y se transforma en un instrumento útil para la autognosis o la acción.
Aunado a todo esto, en el mundo de la crítica, sobre todo en el siglo xx, se elaboran nociones cada vez más elaboradas sobre la complejidad y novedad deliberada de la novela. De manera que el Quijote acumula menciones y medallas y, entre otras cosas, se concibe como un precursor del posmodernismo, un símbolo castizo y, sobre todo, un libro de crítica social radical capaz de inspirar el cambio. De hecho, la imagen primera del Quijote, aun en quien no lo ha leído, es la del loco heroico que se revela contra la estrechez del estado de realidad, la de un rebelde radical que se atreve a exigir lo imposible. En su libro, Close hace una rememoración que parecería casi exhaustiva de los momentos más significativos que marcan esta propensión histórica a romantizar el Quijote. Sin embargo, acaso algunas de las lecturas románticas más importantes del Quijote, que olvida reseñar Close, se encuentran en América Latina.
Desde la accidentada recepción de los ejemplares de la primera parte del Quijote en América Latina, este símbolo ha tenido una amplia presencia en la literatura, en la teoría de la cultura y, sobre todo, ha experimentado un usufructo político de inspiración y legitimación. La interpretación del Quijote ha guardado numerosos paralelos con la hispana, pero también ha adquirido tintes distintivos. En efecto, el Quijote, amén de sus cualidades intrínsecamente literarias, conjuga tres grandes atractivos para naciones en frecuente efervescencia política y crisis de identidad: su autenticidad castiza, su idealismo e infatigable energía justiciera y su carácter revolucionario.
Los primeros ejemplares del Quijote llegan a América el mismo año de su publicación, en 1605. Aunque faltan registros de su éxito popular, es de pensarse que fue un libro conocido y comentado entre las élites e inclusive, hacia fechas como 1607 y 1621, se mencionan disfraces de Sancho y don Quijote en las mascaradas organizadas por las clases pudientes en Lima y en la Ciudad de México.3 Al parecer, en el siglo xviii, con algunas excepciones, El Quijote y su autor experimentan una suerte de limbo benéfico similar a la que sufrieron en España, hasta que en el siglo xix aparecen las primeras ediciones locales, sus huellas en la literatura (por ejemplo, en la novela costumbrista) se hacen más visibles y, sobre todo, don Quijote se sale del libro de Cervantes y se transforma en un poderoso símbolo cultural.
Algunos de los precursores más ilustres del canon estético y la conciencia política americanista, como Andrés Bello, fueron avezados en el cervantismo, mientras que figuras políticas centrales como Francisco de Miranda y Simón Bolívar parecían haber abrevado en el idealismo cervantista. A lo largo del siglo xix y principios del xx, muchos de los poetas e intelectuales latinoamericanos más relevantes (José Martí, Rubén Darío, José Santos Chocano, Juan Montalvo, José Enrique Rodó, Juan Bautista Alberdi, Justo Sierra o Alfonso Reyes por mencionar sólo algunos) profesan un sentido culto al Quijote.
El personaje de Cervantes contribuye, de manera paralela, pero un tanto distinta a la española, a la forja de identidad y su conjuro permite tanto atenuar el choque de la conquista y reconciliarse con los rasgos del pasado hispánico, como afirmar la peculiaridad cultural y social de la región y oponer un modelo de espiritualidad al pragmatismo moderno. A lo largo del siglo xix y principios del xx, el Quijote se va convirtiendo en un símbolo que representa temperamento y vocación nacional e hispanoamericana, que restaña el orgullo de los países y permite tender puentes entre ellos y que ayuda a diferenciarse espiritualmente de la propensión al utilitarismo, la mecanización y el culto al lucro de Estados Unidos y los países anglosajones. Diversas teorías de la cultura, a veces con muchos contrastes entre sí, invocan como símbolo recurrente al Quijote.
Quizá la referencia más influyente al Quijote provenga de José Enrique Rodó, el pensador uruguayo que traza el esquema del americanismo en su tiempo, al condenar el pragmatismo, el positivismo y el utilitarismo y al exaltar la función social de la sensibilidad y los ideales. Rodó, ferviente defensor de una identidad hispanoamericana fundada en la latinidad, adopta al Quijote como símbolo de la raza y aboga por el renacimiento en América de una aristocracia del espíritu que, a diferencia de Estados Unidos, haga de la democracia un arte. Rodó observa, en el proceso de conquista y colonización, un encuentro finalmente fecundo cuyo fruto es la continuidad en América de una modulación peculiar de la cultura europea y sus raíces helénicas y latinas. Por eso afirma que: “América nació para que muriese Don Quijote o, mejor, para hacerlo renacer entero de razón y de fuerzas, incorporando a su valor magnánimo y a su imaginación heroica el objetivo real”.4
En las muy diversas interpretaciones, el emblema quijotesco se agrega al acervo de símbolos de identidad que conmina a cultivar un camino propio a la modernidad (no la mera recomposición étnica y adopción de los modelos europeos y norteamericanos que prescribía Sarmiento en su Facundo, civilización o barbarie), que sirve para establecer una identificación emotiva entre los países (más allá de la gran heterogeneidad real), que alerta contra las ambiciones hegemónicas de las potencias del momento, particularmente Estados Unidos, y que en ocasiones funciona como un mecanismo de compensación que casi propicia un racismo a la inversa. Así pues, a finales del siglo xix y principios del xx, cuando coinciden las preguntas de la Generación del 98 sobre la decadencia española con las de las naciones latinoamericanas sobre la identidad, el Quijote adopta diversas funciones ideológicas, a veces contrapuestas entre sí, y se convierte ya sea en emblema de la raza, ya sea en paradigma de unidad hispanoamericana, ya sea en bastión humanista contra el pragmatismo o ya sea en legitimador de la inconformidad, la revuelta y la revolución.
Pero quizá lo más importante para este ensayo es que el libro de Cervantes proporciona un socorrido paradigma de la forma en que el individuo poseído por una locura heroica puede luchar por la libertad e impulsar los valores de igualdad, dignidad y justicia. Es natural encontrar una simpatía espontánea de muchos hombres de acción, aspirantes a libertadores, caudillos o dictadores hacia el Quijote. De modo que el esmirriado caballero se convierte en una efigie cuyo culto otorga cierta nobleza y muchos de los más connotados hombres políticos e intelectuales públicos, de distintos signos ideológicos y épocas, han tenido entre sus referencias de cabecera la figura quijotesca. Casi cualquier candidato a prohombre (desde el abogado de pueblo hasta el gorila analfabeta) adorna su biblioteca con distintas ediciones del Quijote y se deja acompañar por esa iconografía (a menudo estéticamente nefanda) de estatuillas y pinturas que representan a un caballero de carnes enjutas con una expresión de idealismo extático montando sobre un caballo también flaquísimo.
Hay muchas perlas de la admiración de los más diversos hombres latinoamericanos a la figura quijotesca y en ella se revelan posturas y personalidades políticas. Es célebre, por ejemplo, la anécdota que cuenta Ricardo Palma de que, en su lecho de muerte y decretando la existencia real del Quijote, Simón Bolívar le confesó a su médico que los tres grandes “majaderos” de la humanidad habían sido Jesucristo, el Quijote y, por supuesto, él mismo.5 Juan Domingo Perón, por su parte, recuerda a Cervantes como paradigma de la unidad hispánica y de la misión ecuménica de la raza:
Porque recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad que tienen en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y los egoísmos.6
Desde el ámbito de la izquierda, las referencias del Che Guevara al Quijote en sus diarios o en sus intervenciones son numerosas, apasionadas y a veces delirantemente cursis. Es patente también la admiración de Fidel Castro al Quijote, algunas frases quijotescas dejan huella en sus discursos y, como prueba de esta devoción, se dice que la novela cervantina fue el primer libro editado en Cuba después de la Revolución. Nada más cercano a un caballero andante que un guerrillero posmoderno, así el Subcomandante Marcos confirma su empatía con el personaje cervantino y, en una entrevista que le hacen Gabriel García Márquez y Roberto Pombo, el 21 de enero de 2001, ratifica sus fuentes de inspiración y dice que: “El Quijote es el mejor libro de teoría política, seguido de Hamlet y Macbeth”.7 El Quijote fue también una referencia frecuente en Hugo Chávez y, en un esfuerzo de pedagogía emancipadora, en 2005 en Venezuela se distribuyó gratuitamente un millón de ejemplares del Quijote prologado por José Saramago, en lo que se denominó la “Operación Dulcinea”.
En fin, una exploración de las andanzas del Quijote en el discurso político hispanoamericano pondría a descubierto numerosos tesoros, pues el Quijote es una referencia fácil y prestigiosa y al hombre político le gusta endulzarse la boca con el renombre cervantino. Muchas frases célebres del Quijote pueden adquirir, sea quien sea quien las pronuncie, una connotación siempre correcta y progresista. Después de la segunda mitad del siglo xx, ya consolidado el Quijote en el canon literario sentimental y político, su presencia se vuelve todavía más abundante, ubicua y caótica. No se trata de exagerar la influencia de un símbolo literario, pero lo cierto es que el quijotismo, convertido ya en una tendencia oscilante entre el heroísmo y la victimización, contamina muchas de las emanaciones teóricas e ideológicas que han orientado el pensamiento y la acción política. Sin la intención de restar valor y oportunidad a muchos esfuerzos sumamente meritorios de análisis económico, social y filosófico o a posturas políticas que se han emprendido a lo largo del siglo xx y que respondieron a su tiempo y circunstancias, quizá hay mucho de quijotismo (por su simplismo y falta de realismo) en las versiones más rudimentarias de algunos “discursos de liberación”, ya sea el marxismo ortodoxo, ya sea el indigenismo vengativo y excluyente, ya sean algunas versiones simplificadas de la teoría de la dependencia, ya sean las proclamas de la izquierda militante de los años 1960 y 1970 con su mezcla de teoría crítica, contracultura y revolución, ya sean ciertas formas decadentes y sentimentaloides de la literatura militante o ya sea esa retórica solemne e inane de la identidad y del ser latinoamericano.
Por supuesto, la recepción del Quijote tiene distintas dimensiones y tal vez sea posible pensar en ciertas asimilaciones liberales; sin embargo, hay una propensión del heroísmo populista latinoamericano, indistintamente de derechas o de izquierdas, a acaparar la legitimidad del símbolo quijotesco. En estas apropiaciones, el quijotismo significa casi lo mismo: una reivindicación del idealismo que inspira la lucha del individuo contra la institución o la opinión masiva, una inconformidad con el estado de la realidad, un llamado al cambio y la regeneración radical y una admiración de la figura del caudillo o del iluminado. Es usual entonces que el adjetivo quijotesco se utilice de manera admirativa para denotar el inconformismo y el valor individualista y que las alusiones al Quijote surjan de hombres gloriosamente maniacos que buscan embestir contra los símbolos del poder o de la resignación, ser fieles a la justicia que surge de su fuero interno y deshacer, con el mero esfuerzo de la voluntad, los entuertos sociales.
¿Qué tanto justifica la novela esta interpretación? Uno puede constatar a lo largo de la novela la invariable buena voluntad del Quijote, la nobleza de sus tareas de vengar agravios y arbitrar litigios, así como su encomiable rectitud, castidad y austeridad personales. Su ejemplo, sin duda, puede ser inspirador, tanto por la propia altura de sus metas como por el hecho de que un hombre común y corriente llegue a ser un héroe con sólo negar un poco la realidad mezquina que lo subyuga. Sin embargo, también es factible verificar a lo largo de las peripecias quijotescas la falta de realismo y consistencia de sus intervenciones, los frecuentes perjuicios que genera su buena fe y, sobre todo, su intolerancia y su inclinación a antagonizar.
Da la impresión entonces de que el personaje libertario por excelencia no es muy liberal que digamos. Porque la virtud moral de don Quijote surge de un dogma, de una enajenación de bondad provocada por los libros de caballería, que lo hacen adscribirse a una doctrina, un tanto real un tanto inventada, en la que todos los actos de un hombre se ritualizan y se rigen por un código heroico. Recuérdese que la caballería era, por decirlo así, el melodrama de la época cervantina y sus caracteres encarnaban, en las versiones más rígidas y burdamente emotivas, una serie de valores (elogio del amor, del honor viril, del espíritu de aventura, de la virtud guerrera y de la justicia de acuerdo con el fuero individual) que parecían desaparecer del entorno de la España contemporánea de Cervantes. Así pues, el personaje cervantino, preso de la locura, parte a restaurar una utopía de justicia y convivencia perfecta.
Si uno se guiara por la simple acción, no sería difícil compartir la herética opinión de Nabokov de que la novela abunda, por un lado, en gadgets poco originales: batallas campales y tundas repetitivas, apremios físicos y episodios escatológicos y, por el otro, en clichés sentimentales, como son los múltiples enamorados que sufren, se arrepienten, se redimen y se reconcilian en una venta. Se trata de un dramatismo y de una comicidad ruda y elemental que desde siempre campea en los productos masivos.8Precisamente, como dice Harold Bloom, lo que enriquece la novela de Cervantes es el diálogo, la confrontación de la enajenación quijotesca con el realismo demasiado humano de Sancho, que es cómico por la oposición de formaciones, caracteres e ideales y le brinda al libro, aparte de mucha diversión, la riqueza del contraste y la ambigüedad.9 La penetración y sentido práctico de Sancho, por ejemplo, chocan con esa credulidad que lo hace embarcarse en una aventura sin beneficios; a su vez, el dogma caballeresco y la intolerancia de don Quijote se contraponen con sus momentos de soledad, duda y tristeza. Más que un héroe trágico, el Quijote es un personaje patético, pero de un patetismo entrañable, que nos hace conscientes del abismo entre nuestras expectativas, que a veces son delirios de grandeza, y la realidad. Lo que hace admirable a don Quijote, como de alguna manera sugería Marcelino Menéndez y Pelayo, no es su fijación en el hecho de que es un héroe, lo que en realidad lo vuelve odioso, sino su postrero apercibimiento de que es una parodia del héroe. En esta medida, dice Menéndez y Pelayo, “Entonces no causa lástima, sino veneración; la sabiduría fluye en sus palabras de oro; se le contempla a un tiempo, con respeto y con risa, como héroe verdadero y como parodia del heroísmo”.10 Cervantes sabía burlarse de su personaje, gracias a ello es probable que en la mayoría de los lectores (que no usuarios) de Don Quijote lo que persista es ese sentimiento de compasión, arrobo e incertidumbre que suscita una obra artística.
Desgraciadamente, el quijotismo político prescinde de la riqueza psicológica y dramática que va adquiriendo el Quijote, y se queda solamente con la acometividad y vehemencia sin matices con la que el maniático de la primera parte lucha por imponer su mundo ideal. La ambigüedad como valor literario fundamental se desvanece; todo ese risueño contraste de fragilidad, ternura y ridículo que redime la intolerancia del caballero desaparece cuando se convierte al Quijote en un superhombre elevado por la fuerza de los ideales y por su oposición a lo establecido. La lectura romántica y su vulgarización política aíslan al enajenado y lo vuelven el símbolo libertario susceptible de adaptarse a cualquier redentorismo.
El espíritu quijotesco, aplicado a la política, puede ser un ideal de conducta susceptible de conducir a la búsqueda de justicia, pero también a la imposición y a la incapacidad de escuchar al otro que tanto caracterizan la vida colectiva latinoamericana. El quijotismo político puede apoyar tanto a la asunción populista, que concibe lo popular como intrínsecamente opuesto al poder y las instituciones, como a los más diversos grados del autoritarismo en el que busca aglutinar los intereses individuales en una idea única de bien común y pretende tomar las decisiones sin la mediación democrática o los molestos sistemas de pesos y contrapesos.
El quijotismo, en suma, es alterador de la política normal. Acaso porque no existen las condiciones, acaso por su propio temperamento, el ámbito del Quijote no es la negociación rutinaria de demandas contradictorias y complejas, sino los estados límite que permiten la polarización y la movilización. El quijotismo es particularmente útil para los que aspiran a romper jerarquías y organigramas o para aquellos que buscan perpetuarse en un estado de emergencia. De esta manera, el Quijote político puede oscilar entre el héroe que hace de la revuelta un apostolado permanente (Bolívar o el Che) o el revolucionario que busca congelar el instante extático del cambio (Perón, Fidel Castro).
Así, el quijotismo tiene esa dimensión monumental, esa capacidad de involucrar a las masas en la historia que requería Carlyle de los héroes; pero su amor por la humanidad llega a ser demasiado alto y abstracto como para identificarse con los afanes cotidianos, con el deseo de progresar, con el ánimo de competencia y diferenciación característico de la vida moderna. La traducción política de este riguroso ideario es el estrechamiento del espacio político, la concepción de las voluntades e intereses individuales como rémora permanente de los designios de la historia, la visión del héroe, del caudillo, del jefe máximo, del libertador o del iluminado como encarnación monádica de la sociedad.
Harold Bloom, “Cervantes and Shakespeare”, en Where Shall Wisdom Be Found, Nueva York, Riverhead Books, 2004.
Anthony Close, La concepción romántica del Quijote, Madrid, Crítica, 2005.
Marcelino Menéndez y Pelayo, “El Quijote”, en Mario Morales Castro (comp.), Homenaje a Cervantes y el Quijote, México, Instituto Politécnico Nacional, 2005.
Vladimir Nabokov, Curso sobre El Quijote, Barcelona, Ediciones B, 1997.
Ricardo Palma, Tradiciones peruanas, 7a. ed., México, Porrúa, 1991.
Juan Domingo Perón, “Discurso en la sesión de Homenaje a Cervantes” (12 de octubre de 1947), en Boletín de la Academia Argentina de Letras, 16, Buenos Aires, 1947.
José Enrique Rodó, “La filosofía del Quijote en el descubrimiento de América”, en Obras completas, 2a. ed., Madrid, Aguilar, 1967.
Rafael Heliodoro Valle, “Cervantes en las letras de Hispanoamérica”, en Memorias de la Academia Mexicana, correspondiente a la española, t. xii (Miguel de Cervantes Saavedra en la Academia Mexicana), México, Jus, 1955.
2 La descripción de la recepción quijotesca en España se basa, en su mayor parte, en esta obra.
3 Rafael Heliodoro Valle, “Cervantes en las letras de Hispanoamérica”, pp. 43-52.
4 José Enrique Rodó, “La filosofía del Quijote en el descubrimiento de América”, p. 1210.
5 Ricardo Palma, Tradiciones peruanas, p. 231.
6 Juan Domingo Perón, “Discurso en la sesión de Homenaje a Cervantes”, p. 479.
7 Cf. Gabriel García Márquez y Roberto Pombo, Habla Marcos, en:
http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/2001/2001_03_25.htm
8 Cf. V. Nabokov, op. cit.
9 Harold Bloom, “Cervantes and Shakespeare”, pp. 83-124.
10 Marcelino Menéndez y Pelayo, “El Quijote”, p. 33.