La política también es un problema de síntomas, no basta con las lecturas estrechas que la reducen a datos estadísticos de encuesta, a análisis de coyuntura o dobles discursos semidemocráticos de periodistas, que se producen desde las cúpulas del poder político, mediático y fáctico. Los cambios sociales y sus formas de construcción política pasan por registros más complejos que la mera lectura inmediatista con la que la mayoría de las veces se intenta domesticar movimientos cuya naturaleza se escapa de cualquier consideración que provenga del orden establecido: ahí donde los movimientos sociales desbordan o sobrepasan las formas reguladas de representación y análisis, sin duda se opera algo que no puede ni debe ser soslayado y menos aún reducido a esquemas rudimentarios y torpes de interpretación que no hacen sino mostrar la imposibilidad de la institucionalidad de dar cuenta de los cambios complejos y profundos que una sociedad está sufriendo.
En el contexto electoral en que hoy se encuentra el país, no es difícil adivinar que me refiero a lo que ha pasado en la últimas tres semanas con las movilizaciones estudiantiles y ahora sociales que se han autodefinido Yo soy #131/ Yo soy 132. En estas notas no voy a referirme a los fenómenos y procesos de orden público ya conocidos de todos, sino más bien desearía llamar la atención sobre dos aspectos estructurales que considero que pueden aportar una perspectiva amplia y de sesgo sobre la lógica y el afecto que este movimiento ha producido y que sin duda introduce una suerte de principio de incertidumbre en la condiciones con las que el discurso político global ha intentado construir, desde al menos hace tres décadas, su noción económico-liberal de democracia. El primero tiene que ver con la implicación y la activación que se desprende de los autonombrados movimientos Yo soy 131, Yo soy 131 y uno más y Yo soy #132; el segundo con el modo en que dicha activación ha supuesto un desbordamiento de los marcos de representación y análisis del discurso político mismo y que irremediablemente nos conduce a buscar una comprensión más amplia de este acontecimiento social.
Lejos de las lecturas “paternalistas” y “compresivas” de la intelectualidad y el periodismo seudocrítico de este país que pareciera que les perdonan la vida a los jóvenes por ser tales –una actitud que sólo demuestra las falacias de una democracia que se funda en los consensos y los consuelos –, habría que poner en contexto y horizonte la potencia de significación que tiene un movimiento juvenil que se expresa en esa fórmula que al tiempo que marca identidades define intensidades.
Comencemos por el contexto: este movimiento hay que pensarlo desde un cambio histórico que involucra la noción misma de globalización y sus derivas en los discursos políticos y económicos. Las llamadas primaveras árabes, la crisis de la “zona euro”, el movimiento de los indignados son parte, al igual que el Soy #131/Soy #132 de un cambio radical en el modelo global de comprensión del mundo que desde el movimiento zapatista, el 11 de septiembre, el 11 de marzo y la crisis económica del 2008 han sido los síntomas que muestran claramente el límite de un modelo imperial de política que se encuentra en bancarrota o que, por ser generoso, no sabe ni tiene idea de por dónde resolver una fractura en la lógica misma de la representación política. Desde luego, no se trata de igualar los distintos procesos y movimientos, pero tampoco podemos ser tan ingenuos (o perversos) para, en nombre del análisis objetivo y estadístico tan caro a nuestros politólogos y periodistas, ponderar las diferencias y especificidades de estos fenómenos y producir una suerte de domesticación sociologizante y culturalista de la crisis e incertidumbre en la ideas misma del globo y la globalización por la que atraviesa la sociedad mundial en su conjunto.
En este contexto, al menos desde mi perspectiva, el movimiento de jóvenes no puede ni debe ser sustraído a los efectos que va produciendo el modo global de mundo. Aquí toca más bien tomarse el tiempo, es decir, ser lo suficientemente serios, para comprender las variaciones de intensidad que el modelo mundial de la globalización va produciendo en los distintos emplazamientos geopolíticos, culturales y sociales. En el caso del movimiento de estudiantes/universitarios, quizá estemos obligados a pensar en una situación donde la transición democrática (la subjetividad política) y los derechos sociales fundamentales (trabajo, seguridad, educación, salud y cultura) se encuentran en una situación de precariedad en la que los individuos no encuentran espacio real para su representación.
Es innegable que contra todo supuesto y torpe cálculo político, por parte del candidato del PRI y sus asesores, de emplazar un discurso guionizado, a partir de un prejuicio de clase y percepción sobre los estudiantes de la Ibero, respecto a su “plan de gobierno”, lo que se operó fue una lógica inversa con los estudiantes de esta universidad que liberó un afecto social y mostró la forma del inconsciente discursivo del priismo: su autoritarismo, su paternalismo, pero sobre todo su incapacidad para negociar la condición real de una demanda social legítima (basta con tener en cuenta el comentario del Peña Nieto sobre Atenco y las declaraciones del presidente de PRI en Ibero 90.9 para tener claro el modo de reacción del Partido Revolucionario Institucional ante el disenso).
La pobre retórica contra los detractores del plan de gobierno del candidato priista es muestra de esto. Habría que hacer un esfuerzo de análisis e imaginación para observar que el asunto es algo más complicado que las firmas de compromisos, los cuales –y esto dicho con ironía – necesitarían como 450 años para poder ser cumplidos… ¿La intentona del inconsciente priista de instalarse otros 70 años en el poder? En todo caso, al antipeñismo no significa un pro algo o a alguien sino una figura que plantea condiciones inéditas –o tal vez no tanto– desde donde pensar el estatuto de la política y una definición de Estado en una sociedad y una afectividad colectiva que es presentada pero no representada, de pensar la condición precaria en la que se encuentran los individuos ante su imposibilidad de devenir sujetos políticos.
Si bien la condición del contexto actual de este movimiento tiene un carácter inédito construido en su propio modo de enunciarse, también es cierto que este modo de enunciarse, quizá de una manera no tan consciente, hace eco de cierta contigüidad de afectos y lógicas de enunciación que han estado presentes, en su carácter de acontecimientos, en la historia de la segunda mitad del siglo XX. Tiene que ver con una figura político-social poco considerada que es la figura de los movimientos sociales a diferencia de la manifestaciones organizadas. Traigo a cuenta dos de éstos: el 68 francés y el Movimiento Zapatista.
Sobre el 68 francés vale la pena recordar que su génesis discursiva se encuentra en lo que Jean Paul Sarte calificó de una ruptura al interior de la burguesía ilustrada francesa. Sin duda el movimiento activado por los estudiantes de diversas universidades privadas y públicas en alguna medida puede ser leído dentro de esta lógica de ruptura de sistema axiológico de clase: más allá de reivindicar la política como interés de clase, es decir, como una condición de lo público definido por el orden de lo privado, estas formas de manifestación redefinen o, para ser más preciso, recolocan la noción de público como aquello que no le pertenece a nadie o lo (im)propio . Esta característica está claramente puesta en operación en el modo en que los estudiantes han definido su condición apartidista pero política. Lo que leo detrás de este recolocamiento es una noción de lo en común del espacio político como ocupación de singularidades no representadas, un capital de acción que nos obliga a pensar el espacio mismo de la política más allá de plataformas y programas.
Pero no sólo eso. Para alguien que está acostumbrado a leer en los enunciados las lógicas de representación y de acontecimiento, sin duda no puede pasar inadvertida la potencia que arrastra tras de sí la configuración, pero sobre todo, el desplazamiento del acto de resistencia producido en primera instancia por una grupo de alumnos de la Ibero, más tarde por el movimiento de universitarios en su conjunto y posteriormente por el juego de adiciones que distintas organizaciones y movimientos de disidencia han operado al sumarse en su declaratoria en la UNAM a este movilización. Una vez hay una cierta resonancia de la estructura enunciativa del 68 francés, una estructura que tiene que ver con el modo en que se introduce la figura retórica de la paradoja en la consigna y con ello la imposibilidad de domesticación del enunciado. En el movimiento estudiantil del 68 francés la consigna que detonó la resistencia y la movilización fue ‘todos somos judíos alemanes’; más allá de la referencia al estudiante expulsado de la Sorbone, importa subrayar la implicación que tenía en la posguerra europea y el régimen De Gaulle este enunciado. Esto, desde luego, sumado al uso metonímico de la barricada como el símbolo mismo de la revolución francesa, sin duda producía una paradoja en el uso del poder y la fuerza pública: ponía en crisis las reivindicaciones mismas de las múltiples fundaciones de la República. Algo similar sucede con la fórmula Yo soy #131/Yo soy #132. No se trata tan sólo de un juego de adición matemática o sentimental al movimiento; sobre todo se trata de la construcción de un cierto orden matemático donde la contigüidad numérica define una posibilidad y una potencia, es decir, una multiplicidad singular y una singularidad múltiple que produce su condición de resistencia y al mismo tiempo configura un presentado sin representación, una condición de los cuerpos en el lugar como pura ocupación y afectación en el espacio político. Tanto el confinamiento (arrinconamiento) sanitario de Peña Nieto, como la marcha de la suavicrema y la “asamblea” en la UNAM, antes de construir un discurso, lo que colocan en el espacio político es el singular de la primera persona (Yo) que siempre y en todo caso es un múltiple (soy 131/132). Para cualquiera que haya leído a teóricos y filósofos como Spinoza, De Negri o Badiou no serán ajenas estas consideraciones, a quien no lo haya hecho quizá valga la pena que se dedique al periodismo y la nota como forma precaria del análisis político o a la lírica fácil de escritores mediáticos que le dan “permiso” a los jóvenes de manifestarse.
tro aspecto que no puede pasar inadvertido es la historia del “tránsito a la democracia” que desde 1988 este país ha padecido como un deseo imposible. Una confesión personal: tengo 50 años y la mitad de mi vida ha transcurrido participando, viendo y esperando que este deseo se haga posible y confirmando el destino trágico de una sociedad de castas. En algún sentido la transición democrática en México ha sido un fracaso y lo ha sido, en alguna medida, porque como sociedad no hemos sabido crear las condiciones de presión al orden político que permitan la construcción de bien común como “eso” que define la noción misma de lo político y lo público. No voy a hacer aquí una historia de este fracaso, más bien me gustaría traer a cuenta otro momento que socialmente produjo una movilización inédita. De una genealogía totalmente distinta, sin duda el movimiento zapatista ejerció una presión real a la formas de la representación: la figura del anonimato de la máscara como borramiento del rostro generó otra de las formas de lo presentado sin representación. El movimiento indígena en la Sierra Lacandona fue y es algo más que la reivindicación del derecho indio, es también la construcción de una zona de indefinición y de una constatación de la ausencia del rostro que obligó al poder a negociar las condiciones mismas del sistema democrático de representación. A la hora que esa “máscara disfrazada” de mujer habló ante la cámara de diputados produjo un vacío en torno a las formas de ley que definen la alteridad de género, de raza y de clase en este país, y puso en evidencia la máquina de enunciación criolla que define la condición de lo político en México.
Sería ingenuo pensar que el movimiento zapatista y el movimiento estudiantil son lo mismo, antes bien aquí intento mostrar el modo en que ciertas movilizaciones y afecciones sociales introducen condiciones inéditas de posibilidad que nos obligan a repensar desde otro lugar y con otra mirada la política como sitio de enunciación donde se pone en juego el poder de la paradoja como forma, al mismo tiempo iconoclasta y herética, que produce una fractura en la hegemonía discursiva, pragmática y real del estatuto de lo político en nuestra sociedad y sobre todo pone en evidencia la torpezas, la estrechez de mira y la falta de voluntad de sus retóricas y sus discursos.
En este contexto me gustaría terminar con una provocación: quizá sería el momento de observar qué está detrás de los discursos y sus retóricas a la hora en que lo que pareciera estar en juego son tres nociones distintas sobre el estatuto mismo de lo político: la del PRI que construye su plataforma desde una concepción tecnócrata y desarrollista a partir de una espectacularización y simulación de su discurso. (Basta con ver en encuadre en los spots de Peña Nieto, sus corbatas siempre combinadas y la vacuidad del significado de su slogan “me comprometo y sabes que lo voy a cumplir”, que han llegado a convertirse en guiñolescos después del suceso de la Ibero). No así el discurso de Josefina Vázquez Mota que en su inseguridad ha dado varios bandazos: desde la apuesta por una campaña basada en el género (Josefina diferente), hasta una campaña de descalificación que dio entrada al tercero excluido –López Obrador– a la hora de mostrar su ineficacia después de seis años de la llamada “guerra sucia” que ya no intimida a nadie, hasta llegar al discurso de la inclusión del joven y el futuro que mostró en su participación en la Ibero y que ha intentado restituir la importancia de lo femenino en la política en uno de sus múltiples spots que intentan convencer al buen padre de familia de que el voto por la mujer promete y casi asegura el futuro de su hija… Perdón, nada más machista y misógino que esa paternidad que da permiso. Eso sin tomar en cuenta que su discurso sobre la paz reproduce las formas más reaccionarias de los procesos políticos que buscan la reconciliación social evadiendo el problema de la relación entre violencia, muerte social, la justicia y los juicios políticos que son la única condición que hace posible las transiciones democráticas reales. Del otro lado el discurso de López Obrador que ha crecido en credibilidad y que si bien puede ser criticado desde las fobias poco objetivas de los medios por populista, avejentado y bla, bla, bla… algo que se ha visto a la distancia pareciera que le da la razón: el hecho de construir no nada más un programa de gobierno, no nada más formulas gastadas de transiciones democráticas como las de los gobiernos de coalición, sino un discurso que redefine, no sin torpezas, las condiciones de posibilidad del Estado y la política. Quizá aquí es donde podamos encontrar la diferencia en la que descansa la posibilidad de la política, aunque no sin el riesgo de un desencanto, pero vale la pena intentarlo.
Dejo para otro momento un análisis sobre la otra reinvindicación del movimiento del Yo soy #131/132, el que tiene que ver con el derecho a la información y con las lógicas de diseminación de la estructura paradójica de su enunciado y que sin duda guarda una relación directa con la comunicación en red y con la desestructuración constante del sistema focalizado de toma de decisión propio del asambleísmo… un problema por venir. Por ahora basta con insistir en la potencia de este movimiento que desborda los marcos de representación y que en su modo de enunciarse abre la discusión sobre la democracia más allá de los partidos, más allá de los medios. Corrijo: habría que pensar que el movimiento de estudiantes y universitarios se coloca “más acá”, en el espacio del disenso como la acción política misma donde se redefine el espacio público (el político y el mediático). ¿La institución del poder en México está capacitada para generar la condición de representación de un afecto instituyente que entiende la política como fiesta que celebra el derecho a la expresión? ¿O acaso tendremos que conformarnos con la tristeza melancólica de nuestra ficción criolla que encarna el mestizo?