¿Cómo es posible que lo laico se avizore una vez más como actualidad cuando las condiciones han variado sustantivamente desde que surgiera con fuerza hace ya varios siglos atrás? ¿De qué manera tendríamos que entender lo laico para que fuera hoy signo de lo intempestivo?
Lo laico habrá de entenderse como pensamiento, acción y vivencia en lucha permanente contra las formas que ha ido adoptando el fundamentalismo que no cesa de brotar, una y otra vez, incluso en sus formas más tradicionales; ésas que la Ilustración había creído desterradas para siempre en el mundo y que hemos visto florecer no sólo en Occidente, tanto en los centros hegemónicos como en la periferia, sino también en Oriente.
La ofensiva fundamentalista ha contaminado el mundo, afecta todas y cada una de las relaciones humanas, del dormitorio a la pluma, de la vida privada en sus muy diversas formas a la política; busca determinar, regular y controlar todo aquello a través de lo cual damos expresión a nuestra vitalidad. «Hemos olvidado rápidamente los viejos poderes que ya no se ejercen, los viejos saberes que ya no son útiles —dirá Deleuze—, pero, en materia moral, no cesamos de saturarnos de viejas creencias en las que ni siquiera creemos».1 Aparecen hoy también muy diversos fundamentalismos alejados de los tradicionales, que derivan su «verdad singular», sea de naturaleza nacionalista o idealista, no de la ficción del Dios verdadero en el cielo sino de falsas deidades aquí en la tierra.2 Proliferación de ellos en los más diversos órdenes, en el orden económico trayendo consigo el hambre, la destrucción y la devastación del planeta; en el político con regímenes autoritarios y criminales, preconizando razzias a niños de la calle, mendigos y masas hambrientas. Y proliferación también de esta actitud en el quehacer de minorías que surgieron en un momento como forma de defensa contra fundamentalismos tradicionales y que casi imperceptiblemente fueron adoptando posturas intolerantes.
Los fundamentalismos, sea del tipo que sean, tienen como consigna la censura, la interdicción; la intolerancia es su principio; el otro, el diferente no es reconocido: para él la muerte, la destrucción, su aniquilación. No buscan «convertir» al otro haciéndolo uno de ellos, tampoco «educarlo» en los principios propios a fin de hacerlo compatible (y no es que quiera justificar estas formas de tratamiento de la otredad), simple y llanamente consideran al otro, al extranjero, al diferente, un ser inferior, no le permiten abjurar, hay que borrarlo de la faz de la tierra, le niegan la existencia. Ante la explosión de tantos y tantos fundamentalismos en los últimos tiempos y de discursos en los que late, abierta o solapadamente, el desprecio por toda otredad, lo laico se avizora, una vez más y con fuerza, como actualidad. No ya como contrapartida y en oposición a lo religioso sino como forma de resistencia a la intolerancia de los fundamentalismos del tipo que sean. Así, lo laico se vislumbra como la aceptación del otro, a quien no se busca conocer, ya que en todo conocimiento el objeto resulta absorbido por el sujeto, de tal manera que el otro desaparece. Reconocimiento del otro en cuanto otro, quien no será ni mi enemigo, a quien trato de destruir; ni mi complemento, a quien trato de disolver haciéndolo yo. La otredad como un posible sin ejercer jamás sobre ella la función de la ley. El otro tal como se presenta, sin necesidad de ser constituido por la ley del intérprete. No entendido ni conocido, sólo aceptado en su ser singular, para poder así gozar de su presencia que «me pone en cuestión, me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme, descubriéndome de tal modo con recursos siempre nuevos»,3 dirá Levinas, filósofo que, desde esta perspectiva, se nos presenta como profundamente laico, a pesar de su profesión de fe religiosa.
Lo laico hoy implica no solamente una postura ética sino también estética, un camino de elaboración de sí en que el sujeto trabaja sobre sí mismo, buscando rechazar las formas que lo constituyen para metamorfosearse en otro, en muchos otros; su sí mismo será la materia a modelar, su pre-ocupación, le souci de soi, tal como lo denomina Foucault, siguiendo a los griegos. Le souci de soi que debe entenderse no sólo como el cuidado de sí, el estar despierto y vigilante con relación a sí mismo, sino como un desplazamiento del sujeto con relación a sí, un movimiento, una trayectoria. Se podría utilizar en relación con el cuidado de sí la metáfora de la navegación en el sentido que es un desplazamiento efectivo de un punto a otro, que posee siempre un objetivo, la llegada a un puerto, a una bahía como lugar de seguridad, ya que el trayecto siempre es peligroso. A lo largo del viaje el navegante enfrenta riesgos imprevistos que pueden comprometer su trayectoria o igualmente perderse. El viaje implica, para anclar en puerto seguro, un cierto saber, una técnica, un arte. El puerto del que habla la metáfora de la navegación es un puerto seguro, en la medida en que el viaje como desplazamiento hacia sí está marcado por lo inestable y la inseguridad. Viaje no para descubrir, por fin, la esencia que nos constituye, por siempre inexistente en la medida en que el sujeto no es más que un pliegue del exterior, sino para encontrar en sí la fuerza capaz de inventar nuevas formas de ser inéditas todavía. No se trata de practicar una renuncia de sí, como lo exige la ética cristiana para desprendernos del mal instalado en el alma. En el cristianismo, procurarse la salvación era también una forma de cuidado o preocupación de sí, pero dicha salvación implicaba la renuncia, el amor por uno mismo se hizo sospechoso y fue considerado como la raíz de toda falta moral; de esta manera el cuidado de sí se constituyó como la renuncia de todos los lazos terrenales.
Le souci de soi, tal como podría ser entendido hoy, no consiste, entonces, en la renuncia, sino en disolver las identidades que atan y someten para abrirse a lo inédito, para dar cabida a nuevas posibilidades de ser y de vivirse, para inventar nuevos erotismos, nuevos placeres; para luchar por el placer más que por el deseo, para crear espacios de placer en los cuales el deseo se dará por añadidura. Desprenderse de las identidades que nos constituyen, de la subjetividad que nos fue impuesta implica la infidelidad a sí mismo, tal como lo hace evidente Michel Foucault, en 1979, en el texto titulado «Pour une morale de l’inconfort»: «cada uno tiene su manera de cambiar o, lo que viene a ser lo mismo, de percibir que todo cambia. Sobre este punto, nada es más arrogante que querer dar la ley a los otros. Mi modo de no ser el mismo es, por definición, la parte más singular de lo que soy».4 Así, este camino estético se enlaza con la ética por la vía de la libertad, como práctica, como ejercicio, ya que la libertad no es nunca un término de llegada, el acceso, por fin, a una supuesta y definitiva liberación como lo proponen algunas filosofías, sino un hacer, un ejercicio diario y cotidiano, un acto de resistencia. La tarea es constituir o reconstituir una ética y una estética de sí mismo como tarea políticamente urgente, ya que «no hay otro punto, primero y último, de resistencia al poder político que las relaciones consigo mismo».5 La ética no será sino la práctica reflexiva de la libertad, la forma reflexiva que adopta la libertad; en tanto que la libertad se nos aparece como la condición ontológica de la ética.
Lo laico hoy no surge como ayer con la muerte de Dios en el orden de la cultura sino con la muerte del hombre; a la muerte de Dios, se suma hoy la muerte del hombre, ya intuida y deseada por Nietzsche en su tiempo. Dios hubo de morir para que emergiera la forma-hombre, pero cuando ésta apareció llevaba ya, en sí misma, su propia muerte por lo menos de tres maneras —dirá Deleuze—: por un lado, en la ausencia de Dios el hombre nace sin garante de una identidad; por el otro, esa formación hombre se constituye en los pliegues de la finitud, el hombre nace como ser para la muerte; y, finalmente, las fuerzas de la finitud hacen que la forma-hombre se disperse y disemine en múltiples formas de organización de la vida, en la dispersión de las lenguas y de los modos de producción.6 La ontología crítica de nosotros mismos no debe ser considerada como una teoría, una doctrina, ni como un cuerpo permanente de saber que se acumula, es preciso concebirla como una actitud, como un ethos; «la crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible».7 Ello exige un trabajo arduo de investigación, análisis y, a su vez, de confrontación de la reflexión con las prácticas concretas, es decir exige «una labor paciente que da forma a la impaciencia de la libertad».8
Bibliografía
Gilles Deleuze, Foucault, Ciudad de México, Paidós, 1987.
Michel Foucault, L’Herméneutique du sujet. Cours au Collège de France. 1981-1982, París, Gallimard/Seuil, 2001
_____, «Pour une morale de l’inconfort», en id., Dits et écrits. Tome III. 1976-1979, París, Gallimard, 1994, pp. 783-787.
_____, «Qu’est-ce que les Lumières?», en id., Dits et écrits. Tome IV. 1980-1988, París, Gallimard, 1994, pp. 562-578.
Agnes Heller, «Iluminismo vs. fundamentalismo: el ejemplo de Lessing», en Revista Pensamiento de los confines, núm. 1, segundo semestre de 1998, pp. 161-170.
Emmanuel Levinas, La huella del otro, Ciudad de México, Taurus, 2000.
1 Gilles Deleuze, Foucault, p. 140.
2 Véase Agnes Heller, «Iluminismo vs. fundamentalismo: el ejemplo de Lessing», p. 162.
3 Emmanuel Levinas, La huella del otro, p. 58.
4 Michel Foucault, «Pour une morale de l’inconfort», p. 784.
5 M. Foucault, L’Herméneutique du sujet. Cours au Collège de France. 1981-1982, p. 238.
6 G. Deleuze, op. cit., p. 166.
7 M. Foucault, «Qu’est-ce que les Lumières?», p. 577.
8 Ibid., p. 578.