Jorge Luis Borges visitó la Ciudad de México en 1973. Amable, accedió a todos los «impiadosos compromisos» que, según sus palabras, «confundían a un modesto autor con un pésimo actor». De la breve entrevista que sostuvo con el licenciado Luis Echeverría se sabe poco. El extinto periodista colombiano Miguel Cantero le preguntó meses después por la impresión que le causó el mandatario. A lo cual Borges respondió: «Nunca me tome en serio. Pero si ése es el presidente, prefiero no imaginar al gobierno». A su llegada al país, el escritor argentino «pidió un favor» a sus anfitriones. Quería hablar con Juan Rulfo. Le sugirieron entonces un desayuno. «Pido clemencia —respondió—. Prefiero los atardeceres. Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las fuerzas para entregar al día lo que se merece. Hoy el crepúsculo me sienta mejor. Sólo quiero conversar con mi amigo Rulfo».
Reproducimos la conversación sin reclamo alguno de precisión. Las fuentes son demasiado vagas para permitirlo.
Juan Rulfo.— Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
Jorge Luis Borges.— Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.
Qué amable. Usted dígame entonces Juan.
Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
Entonces no le ha ido tan mal.
¿Cómo así?
Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
Así ya me puedo morir en serio.