Antonio Tenorio
Entretanto
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Antonio Tenorio
Entretanto |
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Tu cuerpo vuelve al orden. Cincelado sobre el tiempo. Es un instante nada más; un instante nada más para perpetuarse. El orden del tiempo. El sucesivo alineamiento de todo cuanto existe, atrapado en un pestañeo. Un respiro en la cavidad de lo simultáneo. No como cuando corrías de acá para allá, ni como cuando eludías una mesa que casi te hace tropezar. No, ahora el pasado, ese extenso y mínimo pasado que es un suspiro, ese pasado es ahora más que una alusión. Más que tú misma que me miras.
¿Así?, preguntó tu voz a lo lejos, sin esperar siquiera a que te respondiera. Habías tomado tú misma la decisión. Así, no. O mejor aún: así, pero no solo así. Lo tenías en la cabeza, hace tiempo. Como ese tintineo que se producía en la tienda de tus parientes en Culiacán cuando alguien abría la puerta de la tienda, y el metal chocaba contra el puñado de pequeñas campanas que a falta de portero anunciaban que había ingresado un cliente. Así sonó y se fue esparciendo la idea desde tu cabeza.
Será tu cuerpo de aquella mirada, como lo es ahora de las manos que frotan en él la crema que se esparce. No sabrás, sino hasta que sea demasiado tarde, como se saben todas las cosas importantes, que nunca más podrás volver a repetir esa operación con el mismo sentimiento de descuido, de mecánica aplicación de un humectante. Vendrán otras horas, después, en las que aquel proceder, aprendido desde niña, se tornara una cosa distinta, cargada de nuevos significados.
No has vuelto, eso se te nota. Quieres decirme, sospecho, que te ayude a incorporarte. Seguir, retornar al estado natural del desorden, a fragmentarte y permitir que cada miembro ande su propio camino según su muy particular gusto y necesidad. Ser destazada con solo ser vista. Un abrazo por allá, una pierna al filo de la ventana que da a la montaña, la otra acurrucada debajo del sillón. Los brazos abriendo el refrigerador, tu cara escondiéndose de los espejos, tu ombligo buscándolos desesperadamente.
El tintineo que dio a la pregunta que lo disparó todo, fue y vino contigo sin que se lo contaras a nadie. Iba y venía, reapareciendo una y otra vez, como los clientes en la tienda. Como si fueras tú ese local repleto de mercancías y hubiera alguien en cuya mirada reconocías el deseo de tomarte de otra manera. Y el tintineo otra vez, como un tormento, no que va, sino como un viento cálido de inicio de primavera. Una brisa suave, pero persistente, un irte envolviendo en ti misma, en el sabor de ti misma. Permitirás que una fantasía que no es tuya se vuelva tuya, tal y como te dejarás ser de su ojo, de su mente afiebrada que será la tuya. Una guerra; no, una guerra, no. Acaso un combate entre el sentido de recato que terminará por diluirse en ti, y esa curiosidad que se convertirá en una sacudida, una temblorosa constatación de tus atrevimientos. Como barro en la piel del guerrero, te recordarás embardunándote de crema solo para que huela en ti el ruido y el silencio de tu futuro deseo.
Te engañas y te dices que no lo harás mas, que una vez es suficiente. Lo dices para ti, como un conjuro en contra de lo que sabes que va a ocurrir de nuevo. Aunque no sepas cuando. Recargas la espalda a la pared y te incorporas hasta quedar sentada con las piernas recogidas y los brazos alrededor de ellas. Deslizas por tu rostro una mano de la que aparece una sonrisa, tímida pero contundente. Has vivido otra vida, quieres decir. Más en su lugar solo alcanzas a emitir un largo suspiro que lo dice todo.
Muy rápido, tan rápido como tú misma te ibas moviendo por la habitación, encontraste que preguntar daba un toque de dignidad a lo que de cualquier modo estabas decidida a hacer. ¿Me puedo quitar el suéter?, inquiriste cuando ya los tirantes de la blusa y el escote habían respondido por mí. Tu preocupación, si es que hubo algo parecido a eso, no estaba en lo que vendría después, sino en el momento justo de propiciarlo. Sin enmarañarte en tu propia prisa.
Llegarás a sentir que no eres tú sino el deseo de ti. Rauda, tu mente trastocará el lugar, las circunstancias, el áspero sabor a real del incidente. Tú, no serás mas tú; ni yo, seré más yo. Serás ambos. La que sacará el frasco blanco de plástico de tu bolso y lo abrirá colocándolo sobre el escritorio. La que estirará las piernas y arqueará un poco la espalda sobre el respaldo. La que mirará su rostro un tanto cansado antes de apagar el computador. La que no sabrá aun que puede ser ambos.
Es curioso. Así, inmóvil, mientras vuelves del todo, puedes recordar ahora detalles muy claros de momentos de tu vida pasada. Pasean por tu memoria imágenes de ti misma dejando Culiacán para ir a Vancouver a estudiar, sentada en un pupitre verde en la escuela de monjas del Sagrado, comiendo un helado de guanábana con tu primer pretendiente. No logras, en cambio, terminar de reconstruir paso a paso los últimos veinte minutos en que estuviste a merced de mi mirada y el olvido de la tuya.
Hay que esperar, te insistía hasta la saciedad un ex novio al que amaste de verdad, pero con el que nunca te hubieras permitido dejar regados por el suelo, como si fueran cadáveres de una masacre, los zapatos, la falda, la diadema y el sostén. Despojado de sus muertos, tu cuerpo se fue haciendo más ligero, más sutil e imperceptible para nada que no fuera mi ojo audaz, predador, fulminante. Te convertiste en una presa que sale de su escondite a cumplir, al fin, un destino que reconoce como propio.
Te mirarás en el ojo único que te mira. En su pestañeo mecánico, casi inaudible. Sabrás que a cada chasquido corresponde, en ti, un paso más allá de ti misma, más cerca de ti misma. Lo escucharás apenas, mas ello te será suficiente para saber que en ese ojo ha quedado tatuado el cuerpo tuyo, su cadencia, su silencio y su respiración entrecortada. Ese ojo que te mira mirarte en el será, entonces, papel para una escritura cuya sintaxis no sabes aun si serás capaz de reconocer.
No tienes tiempo, piensas, te escuchas decírtelo, como si fueras tú misma una de los tantos visitantes de las oficinas Repsol donde trabajas y que no pierden la oportunidad de invitarte a salir. Más en ti, de ti para ti, la frase adquiere otra consistencia. Estas vacía de tiempo, eso es lo que quiere decir tu cabeza. Tu saliva no tiene minutos, tu cuello respira sin segundero, tus piernas carecen de un calendario. Solo el pulso extenuado de tu herida postula en ti que el tiempo aun existe.
Escuchaste una música que no estaba ahí, afuera. Bailaste, o hiciste como si bailabas tratando de acoplar tu cuerpo a ese otro cuerpo que eras tú misma despojada de peso. Te abandonaste a la entrega de cavidades y devaneos, a la emergencia de músculos y pulsaciones. Abandonaste a tu padre y a tu madre, a tus hermanos que te dijeron que una señorita decente no explora, no se muestra, no se pierde dentro de sí misma. El anuncio de un vendaval próximo se apodero de tu vientre.
Durante varios días no dejarás de soñar con tus piernas, solo con tus piernas. Un sueño en el que serán besadas por una boca ávida y lenta a la vez, despiadada y meticulosa. Sentirás sin alcanzar a ver como esos labios te muerden, como se van quedando pegados a tu carne. ¿O serás tu la que se va diluyendo a pedazos dentro de esa boca que succiona, acaricia, moja con su lengua de arcilla? Ondulará sobre tus piernas en el sueño la boca que te empapa; ondularás tú con ella, diluida en la sed que te despierta.
Solo moribunda puedes amarme, me parece. Moribunda de después de la muerte. Lo otro es una vulgaridad, quisiera bromearte. No tiene ninguna gracia ser moribundo de antes de la muerte. Eso es cuestión de tiempo, para todos, sin igual. Eso es lo que hace tan ordinaria a la muerte. Y tú no estás para eso. No ahora que escudriñas lo que estaré pensando, que te tocas para saber cuánto de ti queda pegado a tus flacos huesos, que te preguntas si seré capaz de pedírtelo otra vez.
Con el sudor de tus dos cuerpos descubiertos trazaste tu propio nombre sobre tu vientre. Años después, supiste por unas amigas del colegio, las mas intimas, que ni siquiera para eso habías podido ser original. Una calle de tierra, tu montada en la bici. Llegaste a tu casa... El ríspido sol de Culiacán y el brincoteo incesante hicieron su labor. ¿Una ducha?, por qué no. Antes, sobre tu vientre y el sutil vello de esa edad, trazaste verticales las letras de tu nombre, hasta perderte en el estadillo de un mar inesperado.
Reapareceré una y otra vez cruzando la puerta sin anunciarme. Una tarde que se multiplicara en muchas mañanas, en el tema de conversación a la hora de la comida con Diana, la única de tus amigas en la que depositarás lo que el encuentro irá despertando en ti. Un encuentro accidental, confuso, abrupto, casi imaginario, que ya en la memoria, ocupara de apoco el sitio de lo real. Una espiral dentro de la que no sabrás donde es arriba y donde abajo, dónde ha quedado el paraíso y dónde el purgatorio.
¿Te arrepientes?, pregunto de manera estúpida, me angustia tu silencio. Mi fracaso es doble. Sigues callada y sonríes condescendiente, marcando con claridad lo torpe de la pregunta. Así somos los hombres, eso ya no te lo digo, para qué si lo sabes bien. Si no se toca, si no se puede medir, pesar, contrastar, qué es entonces. Me miras con dulzura. Te sabes viva fuera de la fugacidad, cristalizada, sin que nada tenga que comenzar, sin que nada tenga que terminar. El tiempo es una flecha, detenida.
Despacio, aceleraste el resto de tu cuerpo tanto como los latidos de tus dos corazones te lo ordenaban. El corazón grande, rojo, doliente. El corazón pequeño, carnosamente mineral, henchido de pulpa y miel. Terminaste de desnudarte, segura de que una luz se iba a derramar sobre ti en el momento en que el pequeño guerrero de tu pubis cediera al primer latigazo de tus dedos. El corazón grande cumplió su tarea: irrigo sin mesura tus arterias. El impulso del pequeño te exigió gozar antes de morir.
Dócil tu cuerpo, entregada tu voluntad, serás devorada por ese olor que parecerá haber quedado tatuado en la palma de tus manos. Un nudo, una comezón, un enjambre de visiones en forma de espeso y blanquecino río cargarás contigo a donde vallas. Vendrá de tus piernas, quizá sea de ahí de donde venga. Pero nada te asegura que no estará también sobre tus brazos, debajo de tus pantorrillas, dentro de tu ombligo, en la comisura que anuncia el nacimiento de tus pechos.
Ceder tiene casi tanta dignidad como resistir. El asunto es el momento en que una cosa y la otra suceden. Se suceden. Porque vienen de la mano. Lo sabes. Añades: como tú y yo, y me miras, unidos. ¿De qué modo? Ahora, tu ahí, levantas la vista y apuntas tu silencio, y yo acá, tú de pie, es tu voz inaudible la que al yo que soy yo, lo vuelve tú. Y yo, te dices pasando de ser tú, para mí sentada, yo cedo para ti resistir, de otro modo, qué sentido tiene resistir. ¿Sigues vestido?, retumba tu silencio en la mirada cómplice.
Cocinaste para mí y dijiste, pasada la media noche, que era yo el primero que venía a tu casa. Te creí. Era un cumplido, eso pensé. Luego me fue revelada su verdadera naturaleza: era una dulce amenaza. ¿Y eso?, preguntaste al ver las flores. Un resabio de chico bien portado, atine a responder. Espárragos y carne cocinada con whisky. Antes, mas whisky, pero con hielo. ¿Sin vaso pequeño? Sin vaso pequeño. ¿Tú, qué tomas?, pregunté. Tu respuesta: ¿Yo? Aire, mucho aire para atreverme.
Romperás todas tus promesas, tu determinación de mantenerte firme. Ya con la invitación hecha, aceptada, precipitada y deseosamente formulada, te dirás: seré capaz de resistir. Podré decir que no, cuando quiera decir que no. Traerás a tu mente la vieja lección escolar sobre el sitio de Numancia. Eso serás, te prometes. Una ciudad que podrá ser acorralada, hostigada, incendiada. Pero que mantendrá, que mantendré, te recordarás una y otra vez ya con el invitado en camino, la obstinación, la dignidad.
¿Te sabes la historia de Numancia?, preguntas de sopetón. Te puedo escuchar, pero sigo con la sensación de que no has dejado de hablar en silencio. ¿La del cerco? Si, la misma. Te escucho, sí. ¿Por qué? Nada, está en mi cabeza desde que te invite a cenar. ¿Por temor a que te atacara? ¿Tienes que ser tan obvio?, la pregunta me hace sentir estúpido. Trato de enmendar: es una historia de destrucción, no entiendo. Todo lo es, al menos en potencia, dices. ¿Por qué sigues vestido?, ven acá, acércate, te oigo decir.
Entrarás en mí de un modo en que no tendré tiempo ni siquiera de resistir. Fulminante y violenta; mas demoledora que la aparición de un sueño. No habrá espacio para las interpretaciones y simbologías. Mucho menos para una alegoría. Convertirás la seguridad de mi mirada en el torpe andar a traspiés de un ciego. A tientas, ese hombre, enceguecido, se abría paso por instinto entre el aire cargado del perfume del que abrevan indiferentes tus muslos y tu carne.
Ser eso que no se fue. Que no se fue nunca, me lo recitas como si fuera ya un verso escrito. La fotografía de una idea, juegas a provocar que yo te conteste algo. Pero sigues. Que no se fue nunca, que se quedó, ¿te fijas? ¿Me fijas? Vuelves al ataque con juegos de palabras. Quieres que algo se quede inmóvil, derrotando al tiempo y sus fulgores. Lo que una no fue, no fue suficiente. Estrategia que dura un instante. Ese que te demoras en suspirar invitante.
Pudiste haber escogido otro sitio. Pero quisiste que fuera en tu casa, entre tus cosas, esas de las que te has ido haciendo, al mismo tiempo, casi, que te has ido haciendo a ti misma en esta ciudad extraña. Cuando saliste a la puerta a recibirme ya sabías que yo no saldría de tu departamento, tu casa de dospordos, como te dijo tu madre una tarde, sin que tú no hubieras perdido la memoria de la cansada herida de tu miedo, sin que no hubieras podido decir: Oye, sí quiero hacerlo , hagámoslo.
No habrá Numancia más heroica en ti que la de tus años de escuela. ¿O acaso te perseguirá la imagen de aquella ciudad acorralada justo por eso, porque descubrirás la intensa excitación de imaginarte así, a merced de un enemigo, retrasando el desenlace conocido, conforme con él, pero decidida a morir en la entraña de la prolongación? Pero vendrá una noche, intuyes revivida, en que no antes del asedio, serás tu misma la que quemará las alas para escapar. Te rendirás antes, siquiera, del primer disparo.
Siento como si ahora, dentro de mí, tuviera dos afligidas almas entrelazadas. ¿Eso es bueno?, vuelvo a preguntar y lo sé: he hecho de nuevo una pregunta idiota. Me ignoras, es decir: me perdonas. Es igual que antes de que vinieras hoy, sólo que ahora están entrelazadas. Y siento su presencia, como un presente que se desdobla y no acaba me sigues diciendo. Soy lo que has bebido, lo que has sorbido hasta hastiarse tu mirada de papel. Miento: soy yo el que se ha bebido cada ráfaga de tu rifle de luz.
Volviste a ser la serpiente que siempre temiste ser. Esa de la que te habló tu madre, cuando fue tu propia catequista. La desnudez, Nena, es la piel de la serpiente. Y aún antes de escuchar el primer disparo, te empezaste a mover como una serpiente, como una lengua voraz, viperina, insaciable escrutadora de grietas. No era que danzaras y ni que saltaras entre el minúsculo comedor y la sala de un solo sillón. Era el río serpiente de tu cuerpo que escurría, que se vaciaba infinito frente al impasible cerco de una fija mirada.
Entraré en ti de un modo que no te darás ni cuenta. Un espasmo, una sacudida apenas perceptible sobrevendrá al momento en que te percates que ya estoy ahí. Surcando con la mirada ciega el camino de barro de tu piel fragante. Como no sabrás cuanto vendrá, remangarás confiada la falda antes de que yo entre, llevarás tus dos manos a los muslos y sentirás un ligero escozor mitad hielo, mitad arroyo. Como una lluvia ácida y mortal, el aroma de la crema sobre tus piernas se tornará en el eco de un relámpago.
Antes de que me tragues, alcanzo a escucharte decirme: soy tu pupila, tu aprendiz, tu alumna, tu discípula, tu estudiante, tu oyente, tu novicia, tu escolar, tu colegiala; ven, bésame, quítame ahora tú la ropa, deja que sea esta vez mi mirada la que fije tu desorden, la que esculpa sobre nubes de tiempo tu caos, la que convierta las reglas de tu deseo en claroscuro. Soy tu pupila, tu iris, la membrana mar de tu ceguera, el centro de tu ojo más deseante; ven, toca mi piel, deja tu cámara a un lado; ven.
Durante el mismo tiempo que al hombre le tomó llegar a la luna, o se prolongó el sitio de Numancia o lograste terminar un suéter tejido a gancho, en el vértice de tus piernas, palpable eco purpura, casi gota, casi voz, casi gemido, casi fruto, te dijo qué hacer y tu lo obedeciste. ¿Cuánto duro aquello? ¿Cuántas veces la cámara disparo sobre tu redentora fugacidad? Que mas da cuanto tardo el tiempo crepitando en tu cintura, adherida a la vida, sacudida de ti misma como estabas.
Entretanto, vendrá el futuro. Lo sabrás tarde, como suele pasar con el futuro: se le reconoce demasiado tarde. Vendrá simulando que yo entro a tu oficina por casualidad y que tú, también por casualidad, frotas, generosa, desprevenida, tumbos de crema, aromática, reminiscencia de otras exploraciones. Tus manos subirán hacia abajo, bajarán hacia arriba, hasta que tu piel se abra, toda tú, y se abra también tu aroma sitio entre mi atónita mirada atolondrada.
-Perdón, no sabía que aun estabas en la oficina- te diré sin que me creas, no hará falta. -¿Y si vienes a cenar un día a la casa?- me dirás semanas después como si fuera una ocurrencia del momento. No te creeré, no hará falta. -¿Te gustaría que te hiciera alguna vez unas fotos? Digo, así, como éstas, no vayas a pensar nada extraño, por favor- te preguntaré antes que venga lo de la cena; tampoco me creerás. -¿Llevo la cámara? -¡No serias capaz! -No. -Yo tampoco. Ninguno de los dos dirá la verdad; no hará falta. Ya vendrá el futuro. |