A: “Ma peau lie Tique ?… Réponse: lait qui lie Bre sait l’impôt cible du sans blanc. C’est pourquoi on nait foutu. Parce que les dés, et qui lie Bre, sont les sans ciel…”
B: “Votre politique ne me dit rien qui vaille. C’est ce que nous pensions: elle n’arme pas, mais désarme…”
Dominique Grisoni, La Politique de Lacan
Jacques Lacan nunca se cansó de insistir en que sus enseñanzas y escritos no se habían realizado para ser entendidos. En efecto, como ha sido recalcado en ocasiones, la función primaria de las infames grafías y algoritmos de Lacan, de la rigurosa polivalencia de sus conceptos (el Otro, el objet a, lo real), y de su estilo alusivo y aforístico, era producir malentendidos (en francés, des malentendus).1
El método de esta locura era transparente. Lacan tomó como punto de partida el descubrimiento de Freud, para quien la verdad de la psique no podía ser sino un malentendu, que se hace escuchar sólo a través de los fragmentos del discurso donde el significado falla, donde el conflicto entre el inconsciente y la censura permiten que el mal (y “la enfermedad”: le mal) sea entendido, pero necesariamente mal-entendido (mal-entendu). Concluía que si tal fuera el caso, la verdad del deseo, es decir, la verdad en sí, nunca puede ser dicha por completo; “las palabras fallan”.2 Pero es precisamente a través de este fracaso material, de esta carencia de material, como la verdad participa de lo “real”. La grandiosa originalidad del proyecto de Lacan reside en las medidas que llamó, en un estilo tanto analítico como pedagógico, el “medio-decir” (le mi-dire), y que tomaría para imitar esa carencia, reproduciendo el equívoco y el sinsentido del discurso del inconsciente. En pocas palabras, fue implacable en su deseo de ser malentendido, y sus lectores han estado alegres de complacerlo.
Hay pocas áreas donde Lacan parecería haber sido más consistente y sintomáticamente malinterpretado que en materia de política revolucionaria. En este capítulo, y nuevamente en el quinto capítulo, tendré la oportunidad de examinar varios argumentos con los que Lacan buscó retratar el proyecto revolucionario como un impasse repetitivo y/o recuperativo. Y a pesar de ello la historia teórica y política del post-Mayo francés da testimonios una y otra vez de la ligereza con la que el terreno delimitado por la teoría lacaniana podría ser resituado explícitamente en términos políticos, e incluso revolucionarios. Si miramos en retrospectiva l’après-Mai, encontramos discípulos, pasados y presentes, del seminario de Lacan, que desempeñan papeles críticos en el movimiento feminista (Antoniette Fouque, Luce Irigaray, Michele Montrelay), en la antipsiquiatría francesa (Félix Guattari) y en el maoísmo francés (Jaques-Alain Miller, Judith Miller [hija de Lacan]), así como en el ámbito de la “teoría textual” (Philippe Sollers, Julia Kristeva). En su momento, cada uno de estos proyectos involucraba un oído selectivo de las lecciones de Lacan. Por ejemplo, ser un lacaniano en la izquierda proletaria maoísta implicaba escuchar el eco de la máxima maoísta “el Uno se divide en Dos”, dentro de la crítica de Lacan de ese falaz conocimiento unificador que él llama semblante. Implicaba también, ver los elementos esenciales de la autocrítica maoísta en el ritual de nombramiento autoautorizado —la así llamada passe— con el que la lacaniana École freudienne de Paris (efp) designaba a sus integrantes de más alto nivel.3 Sobre todo, significaba vivir la aventura de la China de Mao entre los confines de la Escuela de Lacan, una sociedad democrática, ostensible bajo la sombra de un líder que era “más que un rebelde”.
Con exactitud, no hubo nada en el trabajo de Lacan que intentara contrarrestar el extremo voluntarismo del pensamiento político maoísta o la fe de este último en la revolución espontánea. De cualquier modo, en medio del fervor revolucionario de los acontecimientos de Mayo, los puntos esenciales del desacuerdo palidecieron ante la extraordinaria habilidad de Lacan para catalizar aspiraciones revolucionarias. Sus discípulos más jóvenes debieron haber sospechado de la falsedad del rumor reportado subsecuentemente en el The New Yorker, de que había sido el mismo Lacan quien (a finales de Mayo de 1968) había transportado de contrabando al líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit a través de la frontera alemana, en la parte trasera de su Jaguar.4 Más que otra cosa, fueron los deseos de sus discípulos, sus malentendidos sintomáticos de la teoría lacaniana, los que sirvieron para perpetuar la trivial imagen de Lacan como izquierdista radical, que este rumor expresa directamente.
Conforme el ardor revolucionario de Mayo se atenuaba, la tentación creciente entre los críticos de Lacan fue insistir en las aportaciones, en esencia contrarrevolucionarias, de su trabajo. De cualquier forma, en sus argumentos (de una superficialidad incontrovertible) hubo una vez más una tendencia significativa hacia el malentendido.
Consideremos la introducción de Dominique Grisoni a la introducción de su trabajo de 1977 La politique de Lacan (una ingeniosa conversación satírica donde un discípulo insomne le pide a Lacan que se comprometa con Giscard o Mitterand, sólo para convertirse en presa de los equívocos y la ofuscación). Al comienzo, Grisoni intenta definir la política de Lacan como una especie de “pesimismo radical” fundado en la creencia fatalista de que “el dado ha sido lanzado […] pues la política es tan sólo un juego lanzado sobre lo real al que, en consecuencia, la política misma no tiene acceso”.5
Pero la así llamada política de Lacan se resiste singularmente a cualquier ejercicio de definición que pudiera borrar su estatuto de efecto textual. Y de ser reductible a una posición precisa, no sería ésta: “Para querer ser capaz de cambiar lo que es, es mejor optar por administrar lo que es, lo mejor que uno pueda.6 Pues el punto al que apuntaría Grisoni en el tiro al blanco lacaniano —el de un “mánager” de las almas— es justo lo que Lacan denunció durante años en una psicología del Yo estadounidense para la cual el análisis es poco más que un proceso de adaptación conformista. En otras palabras, para volver en contra de Lacan la crítica formulada por los teóricos del Partido Comunista Francés (pcf), que habían empezado a parlotear desde finales de los años 1940, Grisoni tiene que olvidar que fue la concurrencia de Lacan con los términos de esa crítica, y a lo largo de toda su vida, la que, entre otros factores, permitió al pcf en 1970 reconocer su trabajo como la única forma aceptable de psicoanálisis.
Encontramos una insistencia similar en el impulso contrarrevolucionario de la teoría lacaniana dentro de la mordaz reseña que hace Castoriadis de La pensée 68 de Luc Ferry y Alain Renaut.7 Dentro de la reseña, Castoriadis atribuye el desarrollo de la visibilidad de Lacan, Foucault, Derrida y Deleuze/Guattari después de Mayo del 68 a un supuesto fracaso de los acontecimientos. Lo que estos “ideólogos franceses” ostentan hacia el pasado, argumenta, fue una
legitimación de los límites […] del movimiento de Mayo: “Ustedes no intentaron tomar el poder (tenían razón)”. “No intentaron instituir contrapoderes [des contre-pouvoirs] (de nuevo tenían razón, pues los contrapoderes son formas de poder ellos mismos, etc.)”. Con esto se propone una legitimación de la retirada y la renuncia, del rechazo al compromiso o la aceptación de uno meramente moderado y localizado: “En cualquier acontecimiento o historia, el sujeto y la autonomía son simplemente mitos de Occidente”.8
Nada podría estar más equivocado que ver en todos esos topoi teóricos “la muerte del sujeto, del hombre, de la verdad, de la política, etc.” como argumenta Castoriadis contra Ferry y Renaut, tal y como se expresa el ethos de Mayo.9 La función de tales topoi, asícomo los de una lógica de la repetición estructural que Castoriadis mismo ayuda ingenuamente a ritualizar (“los contrapoderes son formas de poder ellos mismos”), fue antes que nada la de camuflar un movimiento de ruptura por parte de aquellos que participaron en los acontecimientos de Mayo. O mejor, “la ideología francesa” permitió que exmilitantes racionalizaran un repliegue masivo hacia la esfera privada, mientras les proveía la ilusión de una sensibilidad radical10. En la medida en que Castoriadis sitúa una y otra vez a Lacan en el rol de flautista de Hamelin de este movimiento reaccionario, sugiere que el malestar de la cultura política contemporánea proviene no de un malentendido con Lacan sino de haberlo comprendido demasiado bien.
Para alcanzar una comprensión tan estable de cómo Lacan ha sido entendido en la historia, Castoriadis (como Grisoni) se ve obligado a empequeñecer un cierto deseo de revolución que Lacan era propenso a tomar en serio. Es decir, se ve obligado a enflaquecer la profunda ambivalencia o duplicidad de la teoría de Lacan acerca de la política revolucionaria, una duplicidad manifiesta en su paradójica habilidad para catalizar las mismas aspiraciones que antes parecía dedicarse a desenmascarar. La destacada ambivalencia del expediente histórico alrededor de la pregunta por la aportación revolucionaria o contrarrevolucionaria de la teoría lacaniana propone rastrear la ambivalencia en el texto mismo. En especial porque en él se descubren las huellas de una pedagogía psicoanalítica en la cual el vínculo de transferencia está necesariamente en juego.
Hay un momento de escandalosa tergiversación en el texto de Castoriadis, que de hecho nos ayuda a comenzar esta inquisición. Tengo en mente su asombroso reclamo, me refiero a la idea de que Derrida, Foucault y otros autores discutidos por Ferry y Renaut ocultan el análisis de las instituciones en general, así como la distinción entre poder de hecho y poder de derecho en particular, “sustrayendo en esencia su autoridad de la de Lacan”.11
Detrás de esta insólita declaración hay una fascinante y abundante historia institucional. Un analista practicante desde 1974, Castoriadis, se había unido en 1969 con François Perrier, Piera Aulagnier, Jean-Paul Valabrega y otros antiguos miembros de la École freudienne de Paris para fundar lo que se conoce borrosamente como el Quatrième groupe u oplf (Organisation Psychanalytique de Langue Française). Antes de comprometerse con un pluralismo teórico y con la noción de que se necesitan pruebas clínicas de la doctrina psicoanalítica, los miembros del Quatrième groupe se unificaron en torno a la sospecha de un conformismo transferencial que veían integrado a la estructura institucional de la efp. Su experiencia de la Escuela de Lacan fue la de una institución cuyo democratismo ornamental (de derecho) fue socavado de manera radical por una fijación transferencial en la figura de Lacan como “monarca” de hecho (el término es de Elisabeth Roudinesco).12
Castoriadis se apresura a sobrestimar la autoridad de Lacan en lo que ve como un ocultamiento generalizado de la clase de análisis institucional que podría dar cuenta de las discrepancias de los poderes de hecho y de derecho. Pero son los mismos términos de su error los que nos ayudan a ver más allá de su declaración anterior, donde la teoría lacaniana transmite la ilusión de un radicalismo sin asumir el riesgo que implica la pregunta fundamental: ¿por qué fue que el efecto del discurso lacaniano tendía tan seguido a crear, precisamente, el tipo de automistificación que Lacan en principio quería exponer? La sugerencia es que, en vez de descartar simplemente el trabajo de Lacan como vehículo de una fe ambivalente, debemos examinar una ambivalencia inherente a la transmisión del conocimiento psicoanalítico, un divorcio entre intentos y efectos que parece tener todo que ver con el amor de transferencia.
“Ha sido la paradoja interminable de la posición de Lacan —argumenta Jaqueline Rose— el que se haya provisto de la más sistemática crítica de las formas de identificación y transferencia que, por fuerza de los hechos, ha venido a representar completamente”.13 La ambivalencia esencial del ejemplo lacaniano para la política revolucionaria durante el periodo post-Mayo refleja una lógica de Möbius similar. Fue precisamente por el hecho de que Lacan formulara una crítica radical de la aspiración humana a la unidad —o mejor, de la única y completa Revolución— que acabó por focalizar el deseo por el Uno (la Revolución). “De 1968 en adelante —escribe François Roustang— se divulgó [entre los estudiantes de Lacan en la École Normale] una exorbitante creencia en Lacan como guardián de un gran secreto: sería él quien podría construir, o reconstruir, la unidad del conocimiento”.14 Lacan se complacía en citar al cardenal Mazarin en el sentido de que “la política es política, pero el amor siempre sigue siendo amor”.15 Sin embargo, su propio virtuosismo (paradójico) en estilizar su rol de “sujeto-supuesto-saber” garantizaba que, en el universo lacaniano, la política nunca fuera sólo política ni el amor sólo amor.
Tomo prestado el título del presente capítulo, “El oído trágico de los intelectuales”, de uno de los testigos más elocuentes del fenómeno cultural que fue el psicoanálisis lacaniano. A la pregunta por la que hasta ahora he sido interrogado —¿qué es lo que los intelectuales franceses modernos oyen (u oyen mal) en la teoría lacaniana?— Catherine Clément responde evocando la propensión de Lacan hacia lo trágico:
Lacan se ha llenado de hybris Griega, cerradura [absence d’issue] y desmesura imposibles. El héroe griego, el héroe trágico, del cual Lacan es un modelo perfecto teorético y estilizado, se sitúa más allá de cualquier modo de distancia… Ha olvidado la lección del mito, que como Lévi-Strauss nos indica, nos alecciona a buscar la “distancia apropiada”. Hay que mantener la distancia adecuada entre usted y la locura del deseo imposible, entre usted y lo real: pero esta distancia de hecho existe, se regula desde todos sus ángulos por los múltiples códigos de la llamada vida cotidiana. En cambio, como fue descrito por Lacan, la práctica psicoanalítica consiste en exacerbar la distancia. Que no haya malentendido, almas miserables: su deseo está por siempre separado de su objeto, que a su vez se haya perdido, y será socavado por las separaciones más repletas de agonía. Después están todas sus sublimes sentencias, que aprehende el oído trágico de los intelectuales, siempre dispuestos a ser seducidos donde sea que lo imposible sea propuesto como tal; aquellas sentencias, cuyo ritmo arrullador concilia la delicia en la pérdida del paraíso perdido.16
Es la misma sugerencia de una frase como “el oído trágico de los intelectuales” la que necesita un examen ulterior de sus límites. ¿Cuál es la cualidad histórica o política del intelectual que ejercita un “oído trágico” y cómo fue que Lacan hablaba a ese órgano? ¿Es acaso el “oído trágico” simplemente “trágico”? ¿O hay en él otros modos de audición implicados? Es a esta última pregunta sobre la que me vuelvo ahora, reservando el tema de la cualidad histórico-política para el quinto capítulo.
Tragedia y comedia
Desde que Freud escribió en una carta a Wilhelm Fliess, que data del 15 de octubre de 1897, que el “acentuado poder de Edipo Rey” descansa sobre la toma de posesión de “una compulsión que todos reconocen por sentir su existencia en ello mismo”, el proceso del psicoanálisis ha sido interpretado en varias ocasiones como una confrontación con el significado trágico que todo sujeto humano porta consigo.17 Incontables referencias al ciclo edípico, a Electra y la Orestíada; lecturas de Hamlet, Lear, Medea y Fedro corroboran el dictamen de Lacan según el cual “la tragedia está al frente de nuestra experiencia como analistas”.18
Durante el seminario de la Ética del psicoanálisis de 1959-1960, Lacan discutía acerca de la función ejemplar de la tragedia en la rigurosa mirada de la experiencia analítica. El objetivo del análisis, como él lo veía, era llevar al paciente (o analizando) a confrontar la cuestión de la existencia humana (“¿Qué soy-ahí?”) postulada en el espacio de la Ley y la jouissance enterrada que él llamaba Otro.19 Así, el analizando imita al héroe trágico hasta atravesar la ansiedad característica de las funciones del ego, al nivel de un cierto horror primordial gobernado por el conjunto de misterios de la procreación y la muerte. Como en la tragedia, el análisis apunta a un territorio ético más allá de la persecución egoísta del placer, más allá de la inquietud utilitaria o su consecuente enfoque instrumental, más allá incluso del deseo de un objeto localizable —en pocas palabras, un territorio ético más allá del utilitarismo. Su fin es la catharsis, entendida no como “descarga” o “purga” —conceptos centrales en el inventario de Freud y Breuer del desahogo del trauma psíquico en los tempranos Estudios sobre histeria— sino como una forma ritual de “purificación”.20 Lacan apela a la purificación trágica del deseo a través de la suposición de un sujeto que llama, siguiendo a Heidegger, “ser-para-la-muerte”,21 contra aquellos que reducirían el psicoanálisis a una terapia estrictamente técnica de descubrimiento y trabajo sobre el material psíquico reprimido.
Para ejemplificar el proceso de la purificación trágica, Lacan se vuelve a la figura de Edipo —no el belicoso rey de Tebas, sino al marchito e ingeniosamente desafiante héroe de Sófocles en Edipo en Colono. Vagando en un estado de suicidio suspendido y sustraído de los “bienes” mundanos, en la zona intermedia entre el parricidio y la pulsión de muerte, Lacan se refiere a él como “el entre-dos-muertes” [l’entre-deux-morts], Edipo en Colono remite a la “libertad trágica” del héroe que delibera y consiente su maldición: “en la base de la verdadera subsistencia de un ser humano, la subsistencia de la sustracción de sí mismo del orden mundo”.
De acuerdo con la primera y principal de las cuatro proposiciones de Lacan sobre la ética del psicoanálisis —“la única cosa de la que uno puede ser culpable es ceder terreno al propio deseo”— Edipo permanece “renegando hasta el final, exigiendo todo, sin renunciar a nada, sin reconciliación”.23 Su única pasión (aunque se trate de una pasión unificadora) es la pasión por el conocimiento —o bien, “el deseo de tener la última palabra sobre el deseo”.24 Así, el desfigurado Edipo prueba ser un consumado practicante de la entrée-en-Je (entrada-en-Yo) como imperativo propuesto por la máxima freudiana Wo Es war, soll Ich werden (“donde era Ello, ha de ser Yo”), imperativorestringido a lo imposible que penetra en la verdad del deseo de uno, estableciendo aquello que Lacan llama “experiencia ascética freudiana”.25
Al cargar sobre la espalda la maldición que pesa sobre la estirpe de Lábdaco, Edipo se vuelve el emblema de una paradoja trágica en el corazón de la teoría lacaniana, donde la entrée-en-Je (el advenimiento de la subjetividad) siempre conduce al reconocimiento de una entrée-en-jeu (entrada en juego) que le antecede —en otras palabras, se trata del reconocimiento del hecho de que el sujeto como sujeto (como Je) siempre fue generado por ese “juego de símbolos” (jeu des symboles) en medio del cual ha nacido.26
Con respecto a Antígona, Lacan hace una lectura muy parecida a la que hace del padre de ella. Al rehusarse al compromiso con su deseo de enterrar el cadáver de su hermano Polinices, y con ello penetrar la zona “entre dos muertes”, Antígona gana un estatura trágica a través de su conjetura (criminal) del Até (perdición, ruina; impulso atolondrado) familiar. En efecto, incluso con mayor claridad que su padre parricida, Antígona representa la paradoja trágica donde la búsqueda del sujeto de una “ley propia”, su entrée-en-Je, siempre se trata de la “aceptación de algo que comenzó por ser articulado en generaciones que lo anteceden, que en estricto sentido es Até”.27
Pero Antígona literalmente eclipsa a Edipo. En su lectura de Antígona, Lacan insiste una y otra vez en la fascinación que cuelga de su embelesadora y brillante imagen visual:
De hecho, Antígona nos revela el campo de visibilidad que define al deseo.
Este campo de visibilidad se enfoca en la imagen que se apodera de un misterio hasta ahora nunca articulado, pues nos obliga a cerrar los ojos en el mismo momento en que lo miramos. Sin embargo, esa imagen es el centro de la tragedia, puesto que es la misma imagen de Antígona. Sabemos bien que en los argumentos moralizantes, por encima y más allá del diálogo, es Antígona la que nos fascina, Antígona en su insoportable esplendor. Tiene las cualidades de atraernos y, a su vez, alarmarnos, en el sentido de que nos intimida; esta terrible víctima voluntaria nos perturba.
Es en la conexión con un poder de atracción como éste que deberíamos buscar el verdadero sentido y el verdadero misterio, el verdadero significado de la tragedia…28
Para el espectador, el momento de la transición definitiva de Antígona hacia su muerte-en-vida y su comprensión del horror de Até está marcado por el “intolerable brillo” de una belleza cuyas funciones paradójicas son; por un lado, postular un reino de la jouissance que pasa a través de los bienes terrenales (aquí se entiende: a través del conflicto entre familia y la tierra del padre central a Hegel en su lectura del juego); y por otro, exigir la entrada a ese reino. En otras palabras, la violenta luminosidad de la belleza trágica de Antígona constituye una barrera que sitúa al espectador ante “el inefable terreno del deseo radical que es el terreno de la destrucción absoluta”, mientras opera en el espectador una “ceguera esencial”.29 Al darse cuenta de lo que Lacan llama “una belleza que no debe ser tocada” (un beau-n’y-touchez pas), la tragedia repite la estructura del fantasma.30
Lacan se refiere al lugar innombrable del deseo apocalíptico y la jouissance enterrada fuera de la barrera fantasmática como a “la Cosa analítica” (la Chose analytique).31 Derivado del término de Freud (das Ding) como primer elemento externo alrededor del cual el niño orienta su exploración, la Cosa de Lacan designa el espacio del objeto fundamental perdido: “el Otro absoluto del sujeto, [que] uno debe encontrar de nuevo”.32 En la vida del niño, la Cosa viene a ser dentro de varias etapas, una jouissance involuntaria original con la madre (como paradigma del “Otro absoluto”), que empieza por la “represión primaria” en la que el niño se ve imposibilitado de articular como demanda su deseo para recapturarlo.33
El sitio vacío inaccesible, delimitado por esta primera experiencia del Otro, toma una forma definitiva con el derrumbe del complejo de Edipo. Lacan hablará del acto que interrumpe a la pareja imaginaria de madre e hijo como desalojo de “significante fálico” —significante del deseo del niño de ser el falo de los deseos de la madre— por el “significante paterno” o Nom-du-Père.34La ausencia del significante primario —del significante fálico o el “significante del désir de la mère”— que resulta de la cadena de significantes que constituye al sujeto como sujeto viviente de deseo, refuerza la hendidura (Spaltung) que comienza con la represión primaria. Por tanto, mientras la Cosase desarrolla hacia un espacio negativo horadado por fuera y alrededor del significante reprimido del desir-de-la-mere, el sujeto se halla más y más descentrado junto con las líneas expresadas en el Cogito de Lacan: “No soy, ahí donde soy juguete de mi pensamiento; pienso en lo que soy, ahí donde no pienso en pensar”.35 Entre otras cosas, el “falo” es el nombre que Lacan da a eso que prohíbe el deseo del Otro (como sitio del ser del sujeto), y refuerza también la existencia en el modo de “carencia-de-ser” (manque-à-être).
Lacan deja pocas dudas sobre la ejemplaridad de Antígona como heroína trágica, inseparable del rigor con el que ella carga, “milagrosamente”, un “corte significante” —del que ambos la constituyen como sujeto (como sujeto a la muerte) y deseo barrado de la madre36 en el cual reside el secreto de su ser:
No obstante empuja hasta el límite la realización de algo que podría llamarse, simplemente, la pulsión de muerte como tal. Ella encarna tal deseo: Medítenlo. ¿Qué pasa con su deseo? ¿No debería ser el deseo del Otro y vincularse al deseo de la madre?37
Se sigue de esa particularmente trágica relación una suspensión radical de “todo ciclo del ser”, un llamado a la polémica de “todo lo que tenga que ver con la transformación, el ciclo de generación y corrupción, o la historia misma”.38 La heroína trágica se acerca al límite de la pura pulsión de muerte, y a una consecuente interrupción del proceso del deseo como una infinita persecución de satisfacción imposible.
Pero la realización subjetiva del ser-para-la-muerte es propiamente insostenible; Até, dice Lacan, “designa el límite que la vida humana puede cruzar por sólo unos instantes”.39 Es en realidad la pulsión de muerte lo que nos dice por qué, para Lacan, el deseo siempre vuelve a la orilla de la experiencia de la aniquilación apocalíptica. Pues la pulsión de muerte es en principio ambivalente con respecto a la temporalidad esencial. Revelada y oculta en la resoluta atemporalidad del trágico ser-para-la-muerte, la pulsión de muerte también sirve de “matriz del deseo”, dado que provee la energía necesaria para la represión primaria.40
Hablar de la pulsión de muerte como “matriz del deseo” equivale a recordar aquello que la pulsión de muerte instituye en la represión primaria —esto es, la Cosa (materna). Como el espacio imposible de una bondad enterrada —en especial de la bendición que servía como objeto del deseo de la madre— la Chose sirve al mismo tiempo de causa y objeto del deseo.41 Constituido por un falo barrado, alberga el origen mismo de la cadena significante cuyo mandato irrealizable es producir, en adelante, el retorno de una experiencia imposible de satisfacción. Es al tiempo, producto de la institución del deseo de muerte y matriz de una “creación ex nihilo”.42
Como la pulsión de muerte, la Cosaimplica una vinculación espiral de Möbius; del deseo de muerte radicalmente atemporal, con el deseo como forma de deslizamiento temporal. Tal vinculación sirve para señalar las limitaciones de la tragedia en la constitución de una ética psicoanalítica. Lacan define el obrar trágico en el epicentro de aquella ética como la suposición triunfante de un ser-para-la-muerte. Esto a través de un acto de negación que es idéntico a la entrada del sujeto en la significación.43 En otras palabras, la tragedia implica una aceptación absoluta de la fatalidad derivada del hecho de que el nacimiento del sujeto-infante acaece dentro de una red de símbolos cuya totalidad se extiende al grado de dar forma a su destino hasta —y más allá— de la muerte.
Pero la ambivalencia del orden simbólico se presenta a lo largo de las líneas visibles sugeridas por mi discusión sobre la pulsión de muerte. Aparte de ser el lugar de la Ley paternal, es también el lugar de un deseo capaz de prevenir la trágica aniquilación de las fuerzas vitales. Es lo que puede leerse inmediatamente después de la evocación de una “realización subjetiva de un ser-para-la-muerte” en la red simbólica, dentro del paisaje “Discurso de Roma”:
La servidumbre y la grandeza donde el ser vivo sería aniquilado, siempre que el deseo no preserve la parte que juega en las interferencias y las pulsiones que los ciclos del lenguaje hacen converger en él, cuando la confusión de las lenguas lleva a los órdenes a contradecirse unos con otros en su tarea de demoler la obra universal.44
Si la primera de las cuatro proposiciones éticas de Lacan —el mandato de no ceder al deseo propio— sólo fomenta la ruptura de la historia y la transformación natural de manera arquetípica en el acto trágico de asumir la muerte, su cuarta y última proposición nos devuelve al deseo como desplazamiento metonímico, de significante a significante, descarrilado por la ausencia de objeto: “No hay otro bien que el que pueda servir de paga el costo de entrada al deseo; dado ese deseo se entiende aquí, como en otras partes hemos definido, como la metonimia de nuestro ser”.45
Esta ambivalencia es lo único que permite a Lacan, durante la última semana de su seminario sobre la Ética, postular la comedia y la tragedia como dimensiones opuestas de la experiencia humana, sin ser ambas incompatibles. Comedia y tragedia son definidas por la alienación que sufre el esclavo del deseo al entrar al Orden Simbólico. Sin embargo, mientras la tragedia implica una actitud lúcida de confrontación en el territorio de la destrucción radical, el arresto de la historicidad en nombre de una esencia pura, la comedia reside en el perpetuo vuelo del deseo, un deslizamiento sin fin de la vida: “No se trata del triunfo de la vida como de su vuelo, el hecho de que la vida se escape, se fugue, sustraída a todas las barreras que se le oponen, incluidas las más esenciales, las constituidas por la delegación del significante”.46
He mostrado cómo la ética del psicoanálisis en Lacan ocasiona por un lado un enfrentamiento con el deseo de muerte como tal, y por otro, un abrir paso al deseo como proceso infinito de sustitución; en pocas palabras, explotando la fisura dentro del concepto mismo de deseo. Agregaría, además, que esta ética es propiamente tragicómica en cuanto que presupone un ritmo diferencial que pulsa a lo largo del texto lacaniano, ritmo de vida y muerte, aniquilación apocalíptica y metamorfosis desiderativa, absoluta desolación y esperanza infundada.
El nombre que Lacan da a ese nodo entre lo trágico y lo cómico y que permite el ritmo diferencial no es otro que “el falo”, definido (en La signification du phallus) como “significante privilegiado de la marca donde la cuota del logos se mezcla, o es unida en matrimonio, con el advenimiento del deseo”.47 No una síntesis dialéctica, sino más bien el punto a partir del cual una absoluta carencia de significado pasa de inmediato a la promesa del Significado mismo, el falo significa, en palabras de Slavoj Zizek, una “oscilación entre la carencia y el plusvalor que al significarse constituye la dimensión propia de la subjetividad [humana]”.48 El que este proceso infinito de cruzar y recruzar la marca fálica podría mostrarse él mismo como impasse es un prospecto.
Los peligros de la liberación
Para Lacan, como para Bataille, es axiomático el hecho de que la “transgresión en la dirección de la jouissance acontece si es respaldada por un principio de oposición que asuma la forma de la Ley”.49 Con su deseo por saber “qué es lo que se encuentra al fondo del deseo”, la heroína trágica va en busca por los caminos en que su ser es modelado por una dinámica recuperativa inherente a esta dialéctica entre el deseo y la Ley.50 Lo que aprende es que la jouissance humana depende del movimiento transgresor que reafirma ulteriormente las mismas leyes, normas sociales o tabúes contra los cuales ella se levanta.
Hablando de manera estricta, aquello que he llamado lógica de la recuperación comienza por la faceta más próxima, la faceta demasiado humana, de esta perspectiva trágica. Empieza con la huida liberacionista del conocimiento trágico cuyo efecto, como muestra Lacan, es agravar la misma alienación del deseo que intenta negar. En otras palabras, la lógica de la recuperación comienza ahí donde el avance de recuperación inherente a la transgresión se encuentra con la lógica de la Verneinung donde “no” significa “sí” y el desconocimiento, reconocimiento.
Hay un momento en que Lacan parece adelantarse a la ahora divulgada noción de que el capitalismo moderno es el único capaz de apropiarse de impulsos contestatarios para consolidar su poder hegemónico:
Al menos, al relacionar esta miseria (la miseria del mundo), al discurso del capitalista, yo denunciaría a este último. Sólo apuntaría que no puedo hacer esto con la seriedad suficiente, puesto que al denunciarlo lo refuerzo: siendo normalizado es, a la vez, perfeccionado.51
Dentro de un marco freudiano, el modelo principal para la conceptualización de procesos por los cuales las estructuras normativas son perfeccionadas por medio de la recuperación que se alimenta de tendencias transgresoras, es el superyó en su doble rol de agente y producto de la represión. La lógica eternalista de una formulación tal como “puesto que al denunciarlo la refuerzo” le debe visiblemente más al modelo del superyó que a un análisis fundado en la historia de la hegemonía capitalista de corte gramsciano.
La centralidad del superyó en el pensamiento de Lacan sobre el tema de la recuperación se vuelve evidente con su crítica de la desviación hedonista del “sexo-izquierdismo” (Deleuze/Guattari, Lyotard, et al.).52 No es sólo que la ideología liberacionista presupone una inocencia original del deseo natural que antecede a la represión cultural y familiar, mientras que Lacan insistirá en que el nacimiento del deseo es estrictamente contemporáneo de la represión. El “sexo-izquierdismo” en realidad redobla “la maldición al sexo” al grado de confundirla con la liberación de una prohibición cuyo origen es el superyó: “Él está gozosamente articulado como imperativo: ¡Gocen [Jouis]!”.53 Si el acto fundacional de la ideología liberacionista que descansa en una méconnaissance se hace particularmente susceptible de recuperación por el orden de la cultura (llámese capitalismo desarrollado, si se prefiere), esto se debe a que, al repetir la prohibición del amo, destituyendo (y por lo tanto, borrando efectivamente) el verdadero sitio de la enunciación, la ideología liberacionista vela el poder del amo, contribuyendo así a satisfacer la condición mayor de la continuidad de su funcionamiento como poder.
Lacan había construido un argumento similar en su “Impromptu de Vincennes”de 1969, cuando acusó a los militantes estudiantiles de tomar el papel de los esclavos espartanos bajo el régimen de Pompidou: “¿Tampoco saben lo que es un ilota54? El régimen los exhibe; dice: ‘Mírenlos gozar’ [Regardez-les jouir]”.55 El rebelde liberacionista encarna el plus-de-jouir: un plusvalor de la jouissance cuya función (como aquella del homólogo marxiano) es la de ser recuperado por y para el amo.56 Por otra parte, al igual que la histérica, cuyas contestaciones llevaron al psicoanálisis a constituirse en un principio como discurso del amo, el rebelde contrapone su jouissance al orden social, pero lo hace en nombre de una ley superior con la que él se identifica ingenuamente.57
Dando respuesta al reparo al que llega Jaques-Alain Miller, afirmando que sus reclamos sobre el efecto recuperativo de las aspiraciones revolucionarias sirven para desmotivar a su audiencia joven (“Francamente, estás desalentando a los jóvenes”), Lacan dice:
Ellos pusieron el peso sobre mis hombros, lo cual estaba de moda en ese tiempo. Tenía que tomar partido.
Un posicionamiento cuya verdad era tan clara como que ellos se habían apiñado en mi seminario desde entonces. Prefiriendo mi ligereza al sonido del látigo (De préférer, somme toute, à la trique ma bonace).58
Que Lacan hablara de los revolucionarios de Mayo como gente que prefirió su bonace —literalmente, la calma del mar antes o (como en este caso) después de una tormenta— sirvió claramente para ilustrarle a los golpeadores de la C.R.S esa búsqueda por el amo menos malévolo que Jambet y Lardreau asociarían al realismo político de Freud.59 Pero la respuesta de Lacan también se juega en el adjetivo bonasse: “d’un bonté, d’une simplicité excessive”; en el “Impromptu”, Lacan provocó la risa con el incierto, aunque coherente, pronunciamiento: “¡Pero yo soy un simplista!”.60
En la semejanza homónima de la superficie plácida y reflexiva, con una lerda simplicidad (ambas mudas y obtusas), yo propondría la lectura que alude al “puro espejo de una superficie ecuánime” el cual Lacan comparó con el analista-pedagogo como portador de un amor transferencial que llamó “sujeto supuesto saber” (sujet supposé savoir).61 El amor del militante por el analista-pedagogo depende de un ulterior funcionamiento del “objeto a encarnado”, es decir, depende de su posicionamiento en el otro como espacio en que “ello [ça] es sabido”, o en este caso, donde la verdad del deseo revolucionario supuestamente reside. No es suficiente con insistir en que saber la verdad de dicho deseo significa conocer la carencia que condena al vuelo sin descanso de una satisfacción imposible. El punto de Lacan aquí es un corolario de la estructura universal del deseo: que el conocimiento de un momento revolucionario autopresentado y consumado en potencia, que los militantes originalmente suponen en el Otro, sólo puede ser una ilusión narcisista, una reflexión invertida del yo ideal revolucionario en el plácido espejo de un “sujeto supuesto saber”.
A principios de la década de 1970, Lacan había abandonado plenamente la insistencia en el poder de lo Simbólico para contrarrestar los efectos narcisistas de las duplicaciones imaginarias. Uno de los efectos de este desarrollo fue la creciente atención hacia la fundamental ambivalencia del Otro, cuya posición como garantía de la cultura parecía ser inseparable de su función como tercero divisivo (y por tanto distópica) de la comunicación interhumana. Este giro trajo consigo el descubrimiento del reflejo narcisista dentro del diálogo con el Otro, pensado en un principio como descanso parcial del Imaginario.
Ninguna existencia en la cultura humana puede escapar a esta relación entre el Otro como “imagen invertida del sí mismo”, y la idealización (o ideologización) del “modo narcisista de relacionarse” en el cual está fundado.62 Aun así, es el esclavo rebelde, el ilota, quien percibe agudamente esa relación en esencia narcisista con el Otro. Pues la misma intensidad del deseo revolucionario que el rebelde transmite al sistema comunal viene a repetirse en el amor del rebelde por el Otro, y en el extremo de la ausencia de respuesta del Otro. Esto es visto por Lacan como la imagen en el espejo del yo ideal del rebelde. Es la radicalidad en la expectativa del rebelde de obtener un plusvalor conferido por el sistema, una exigencia de amor en la forma de una confirmación de su fe revolucionaria, que hace que sus exigencias sean rechazadas más intensamente en la forma de un plusvalor recuperable por el Otro como el que garantiza el orden de la cultura.
Lo que el análisis sugiere es que los efectos repetitivos y recuperativos que Lacan atribuye a las revueltas políticas deben ser remitidos a un intenso (pero no atípico) narcisismo de la relación del rebelde con el Otro. A este respecto hay que considerar el recuento de Lacan de los fracasos del “deseo naturalista de liberación” adjudicado a los libertinos o los librepensadores, como precursores ilustrados del contemporáneo “sexo-izquierdismo”.63 Comparando la transgresión libertina a la ordalía, un modo medieval de juicio por medio del sometimiento al fuego, agua hirviente o hierro incandescente (raíz de nuestros castigos modernos), Lacan habla de la invocación a Dios como autor de la naturaleza, para dar cuenta de “las extremas anomalías de cuya existencia nos han advertido el Marqués de Sade, Mirabeau y Diderot, entre otros […]. Aquel que se somete a la ordalía, encuentra al final, sus premisas, es decir, el Otro hacia el cual esta ordalía es dirigida, resulta ser, tras un último análisis, su Juez”.64
Se recurre a Dios-como-Otro-y-último-Juez que señala la reafirmación de la Ley en lo profundo de la inversión sádica: “La apología del crimen únicamente empuja a una confesión desviada de la Ley. El Ser supremo es restaurado a través del Maleficio”.65 Una reafirmación recuperativa tal de la Ley divina encontrará a cambio su origen en el narcisismo constitutivo de la relación entre el Otro y el sujeto humano, pero resaltada por su libertinaje; específicamente, dentro de la estructura del Otro como un “la imagen narcisista del yo ideal invertida en el espejo”.66 El libertino es un ejemplo de la acción que va más allá del reconocimiento hegeliano, donde “el deseo del hombre encuentra su sentido en el deseo de ser reconocido por otro”, a este deseo, como Anthony Wilden lo ha descrito en un contexto diferente, como “el que toma el lugar del Otro en el deseo”.67 El malestar del libertino no reside en el deseo autoalienante de desear a través del Otro, inherente a la existencia humana, sino más bien en la manifestación de ese deseo en un Dios. Lacan acaba por develar este sueño narcisista de una radical autosuficiencia al evocar una lógica de la repetición, por ejemplo, en el argumento de una reemergencia de lo divino, edicto Paternal dentro del discurso libertino hacia sus víctimas.
Traducción del inglés:
Jerónimo Plá Osorio e Ilya Semo Bechet
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Notas
* Extractos de: Peter Starr, Logics of Failed Revolt. French Theory After May ‘68, Stanford, California, Stanford University Press, pp. 37-70.
1Lacan dedicó una semana del seminario titulado Encore (1972-3) para deliberar sobre la proposición de que “lo escrito no está para ser entendido [l’ecrit, ça n’est pas à comprendre]”; y otra para glosar una grafía improvisada “[que] no se manifiesta como ejemplar a menos que su uso sea, como de costumbre, producir malentendidos”. Cf. Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre xx : Encore, p. 35; Juliet Mitchell y Jacqueline Rose (eds.), Feminine Sexuality: Jacques Lacan and the écolefreudienne, p. 149.
2 J. Lacan, Télévision, p. 3.
3 Elisabeth Roudinesco, La bataille de cent ans : Histoire de la psychanalyse en France, tomo 2, pp. 449-450.
4 Sherry Turkle, Psychoanalytic Politics: Freud’s French Revolution, p. 86. Para una discusión detallada de los efectos de la teoría lacaniana en el trabajo de los jóvenes teóricos que lucharon en las barricadas de Mayo, cf. E. Roudinesco, op. cit., pp. 478-546.
5 Dominique Grisoni, “Politique de Lacan”, p. 25.
7 Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68: Essai sur l’anti-humanisme contemporain.
8 Cornelius Castoriadis, “Les mouvements des années soixante”, pp. 192-193.
9 Las características esenciales que Ferry y Renaut atribuyen al pensamiento del 68 son marginalmente contrarias a la banalidad de los topoi que Castoriadis sugiere leer en su lista. Incluyen: 1) el tema del “fin de la filosofía” (Althusser, Derrida); 2) la recursión a los paradigmas genealógicos (Foucault); 3) una desintegración de la idea de la verdad; 4) una “historización de las categorías para clausurar cualquier referencia a los universales”. Cf. L. Ferry y A. Renaut op. cit., pp. 40-51.
10 C. Castoriadis, op. cit., p. 193.
12 Para el Quatrième groupe, E. Roudinesco, op. cit., pp. 470-477; S. Turkle, op. cit., p. 260-261.
13 J. Mitchell y J. Rose (eds.), op. cit., p. 53
14 François Roustang, Lacan : De l’équivoque à l’impasse, p.12.
15 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii : L’ethique de la psychanalyse, p. 374.
16 Citado por F. Roustang, op. cit., p. 20.
17 Sigmund Freud, The Origins of Psychoanalysis: Letters to Wilhelm Fliess, p. 265.
18 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., p. 285.
19 J. Lacan, Écrits, p. 549.
20 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., pp. 286-287.
26 J. Lacan, Le Séminaire, Livre ii : Le moi dans la theorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse, p. 232.
27 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., p. 347.
30 Cf. Ibid., pp. 298 y 345.
33 J. Lacan, Écrits, pp.690-691.
34 Hay un concepto implícito en este análisis —el del llamado “désir de la mère”— cuya duplicidad esencial puede ser ilustrada por una referencia al juego del carrete de Freud. El carrete que el niño lanza (Fort) sirve de símbolo: 1) Para la madre como objeto del deseo del hijo. 2) Para el hijo como único objeto del deseo de la madre; es decir, como falo. Con el rechazo del carrete (este “asesinato de la cosa”) el niño ensaya una represión edípica del significante fálico o significante del “désir de la mère”, que lo suspenderá en lo simbólico y consolidará la Cosa (ahora, lo Real) como espacio imposible de pérdida irremplazable.
36 Peter Starr escribe “(m)Other”. [N. del T.]
37 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., pp. 328-329.
40 Anika Lemaire, Jacques Lacan, p. 167.
41 El nombre que Lacan da al significante que funciona tanto como causa y finalidad del deseo es objet (petit) a. Suple al falo y (con frecuencia parte del fetiche) aquello que garantiza la fantasía masculina y la perversión polimórfica, así el objet a es puesto típicamente en circulación por la mujer en su rol dual de objeto de deseo y guardián del falo. Cf. J. Lacan, Le Séminaire, Livre xx, op. cit., pp. 67-68; J. Mitchell y J. Rose (eds.), op. cit., p. 143.
42 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., pp. 252-253.
44 J. Lacan, Écrits, p. 279.
45 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., pp. 370-371.
47 J. Lacan, Écrits, p. 692; traducción modificada. Para la traducción de esta oración, cf. Jane Gallop, Reading Lacan, p. 145.
48 Slavoj Zizek, The Sublime Object of Ideology, p. 223.
49 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., p. 208.
50 En la compatibilidad de la tragedia con la lógica de la transgresión, cf. Georges Bataille, La littérature et le mal, p. 20.
51 J. Lacan, Télévision, p. 26.
54 Esclavo de los lacedemonios en la sociedad espartana. [N. del T.]
55 J. Lacan, “L’impromptu de Vincennes”, p. 25.
56 El que Lacan haya intentado colocar a los estudiantes militantes en el papel de “sexo-izquierdistas” no es el menor de los muchos malentendidos que permean en “Impromptu”.
57 Julia Kristeva, Polylogue, p. 523.
58 J. Lacan, “L’impromptu de Vincennes”, p. 53.
59 Christian Jambet y Guy Lardreau, L’Ange: Pour une cynegetique du semblant, p. 51.
60 J. Lacan, “L’impromptu de Vincennes”, p. 23.
61 J. Lacan, Écrits, p. 109.
62 Juliet Flower MacCannell, Figuring Lacan: Criticism and the Cultural Unconscious, p. 71.
63 J. Lacan, Le Séminaire, Livre vii, op. cit., p. 12.
65 J. Lacan, Écrits, p. 790.
66 J. F. MacCannell, op. cit., p. 69.
67 J. Lacan, Écrits, p. 268; Anthony Wilden, System and Structure: Essays in Communication and Exchange, pp. 22-23.
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