Javier Raya


La balada de Mr. P Mosh
o siete sonidos para peluquería



1.

Espero. Espero mientras espero. Espero
el momento en que la espera empieza a sentirse
como un agua estancada, a ras de barbilla, lecho
de río se vuelva al volver para lavarnos con su misma
leche de piedras los manchones de semen de la ropa,
que la tortura cobre su todo anegado, como
una corbata que ahoga de azogue de agua,
que la revista saque del revistero con las cosas que pasan,
que le toque su turno de costillas y rastrojos o que
sin más un loto se cruce de piernas.

Crustáceo lagar sin llegar, no hay ambiente para epifanías,
no hay sol. Toda canción es nacimiento, me digo,
modestamente canturreando un bolero sabio. Límbica,
te digo, huellas de espera cóncava, herrumbrosa y hueca
como salitre de campana o aeropuerto transplantado.
Los aeropuertos algo tienen de naves de iglesia.
Las voces sobre mi cabeza son la señorita Dios.
Sacar con la mano vacía el puño
lleno de raíces. Transplantar la realidad como un traje,
meter flores crucificadas en una maleta
y un espejo roto a manera de mascota
en el cajón olvidado.
Nadie atropella espejos como gatos.
Dejarle su botecito de agua para saber mirar.
Las instrucciones de los relojes no curan el tiempo.
El hueco transplantado sigue siendo la medida del mar
y los siete colores del pasto desde arriba, muy arriba,
por encima de nuestra puerca ternura.

 

2.

Es que me gusta el rock, te contaba,
porque parece que le fuera a uno la vida en ello.
Nadie mesa los cabellos de la pólvora
mejor que una adolescenta, pedazo de abanico
repujada en su sinardor, en su iterarse,
bella así, a su modo, como una coincidencia.
El día martes se pone de pie, con su cara de pesebre,
que le gusta verse ahí, dice, enmarcado en el espejo
como por el mundo, como poniéndose al mundo
de sombrero o marco, chamarra de piel y todo.
Una lección. Una huella cae del árbol,
fruta rellena de estancias de agua. No hay didáctica
en la espera (se sopla las uñas), el párpado
puede condenar solamente la luz que no obture,
la luz tiene la boca llena de cuchillos:
los puntos cardinales se disputan como hienas
su siguiente paso;
el parpadeo es obturación, rugido seco, luz
de Polaroid, imagen pasada por brasas y metales
para echarle llave o un gabán lleno de fotografías
como una cueva, un retrato hecho de voz; al parecer
la imagen de la señorita aparece honda, polvosa.
El viento

 

 

3.

        está pintando su autorretrato.
Tiene los piecitos lastimados como Edipo.
Se pone la verdad a su medida: le queda bien,
como un calcetín. Se llena las tres pestañas de luz,
porque la pólvora había sido parpadear, encontrarse
completo a pesar de todo, a pesar del choque de autos
que fantaseó durante todo el camino, con la boca
llena de vómito, parapetados párpados caídos.
Es que no me pasa nada. De verdad
que no me pasa nada. Aunque es difícil aburrirse,
en eso debemos estar de acuerdo.
El mérito de algunos es ser completamente inesperados;
otros son un eco de sí mismos: cumplen años.
Entonces un piano cayó en el centro del cielo
como un rayo, un estornudo de metales
y casquillos trinando, moneditas de sangre
como insectos preñados de metrónomos.

 

4.

El terror del terror: su grito ciego
desborda el párpado sin mirada,
la sala de espera donde las madres
guardan su papelito, como en las carnicerías,
para que les entreguen a sus hijos muertos.
Es como un don, solía decirle su madre:
todo lo que ve lo convierte en aeropuerto.
El mundo es una dona
y tú eres el centro ausente
que le da sentido, sin ti
el mar perdería sus bordes,
se derramaría como una copa rebosante,
como una cabeza despeinada.

Medusa vive en la ceguera.
Medusa vive en un parpadeo.

Por tu bien, me decía,
mejor que no metas la mano
en el panal de los horizontes.

Este es el último poema de mi adolescencia
y está maldito.

Apenas nos interrumpimos es Medusa
quien toma como propia la causa de los objetos,
como si una mirada pudiese provocar
la existencia de las cosas.

Parpadear es pronunciar.
Mi escuela fue todo este tiempo un número equivocado.

Salí a pasear con mis audífonos y no volví.

Medusa saca la lengua: vestida
de su grito lo que pide es un beso.
La cuenca de sus ojos restriega
las larvas de luz tras los goznes del ojo.
Me doy a entender como puedo.
Flechazo, pedernal, Pedro
Picapiedra pintando al fresco
en la caverna de la especie.

Hay algo cavernícola
en todo este misterio.

 

5.

Córtele los dedos.
Rebájele las cejas.
Rícele el sexo.
Levántele tecatas.
Ajústele dormideras.
Empólvele la grupa.
Extírpele muñones.
Despúntele los labios.
Degrafílele sobacos.
Aláciele su espanto.
Dómele.
Císquele.
Rásquele, mi Jason.
Zúmbele, diablo panzón.
Domestíquele su amor.
Métalo en cintura.
Tíñale el tábano.
Límele el pespunte.
Rápele la espina.
Hiérvale, sin más, un pie.
Déjelo bonito.
Tréncele el latido.
Límpiele el sobrante.
Bárrale los huesos.
Ahora sí todos conmigo
vamos a bailar.

6.

Una vida deleznable en la licuadora.
Mezclar con todo el amor del mundo.
Con todo el dolor del mundo.
Luego con más amor
hasta el límite en que el amor
escurre asco por las mejillas
sin afeitar, donde los aviones
provenientes de otras estepas
aterrizan.
Escriba, sobre todo escriba.
Ponga ron,
hielo.
Mezcle bien.
Añada amor
hasta que la mezcla deje
de moverse. Unte sobre la piel
escoriada de puercos besos,
sobre la semilla de la negritud
para dar abrazos, sus ramas
crecerán lentas como versos,
como sinfonías para cepillo de dientes,
pinceles de crin de bestia
o pelucas autorizadas por el consejo
de lenguas romances, de travestis
en bares fronterizos, grebas humanas
cantando hasta el amanecer de la garganta
en un auditorio de espejos.
Si lo suyo no es el ron,
añada el hidrocarburo
de su preferencia.

 

7.

Abre la ventana.
Escucha.
Escucha.
Eso es el poema.