Pocos días después de los sucesos del 11 de septiembre, este periódico[1] publicó una impresión de Jay McInerney, el supuesto creador de “la novela neoyorkina moderna definitiva”. Nos contó que aquel mismo martes, temblando todavía y en estado de shock, almorzó en el Café Time, “un lugar para comer que alguna vez estuvo de moda”. Y la que entró de inmediato fue “la actriz Jennifer Beals... con una cámara alrededor de su cuello, luciendo un poco aturdida”.
Más adelante, McInerney pasó por el departmento de otro novelista de Nueva York, Bret Easton Ellis. En la barra de la cocina de Bret ve una invitación a una fiesta literaria y espeta: “Me alegra no tener un libro que salga este mes” –un postulado que reconoce como “un comentario egoísta y trivial sobre el desastre, pero que pensé que él entendería”–. Bret responde que justamente pensaba lo mismo. Entonces Jay le dice a Bret: “No sé cómo voy a poder retomar la novela que estoy escribiendo”. Jay añade, para el lector: “La novela está situada en Nueva York, desde luego. La misma Nueva York que acaba de ser cambiada para siempre”.
¿Tiene razón McInerney? ¿Va a cambiar la horrenda alteración de la ciudad más grande de Estados Unidos la novela americana también? Uno es naturalmente suspicaz de toda el habla escatológica de que el tiempo para lo trivial se ha terminado y de que sólo la seriedad está ahora en la mente de la gente –menos porque la gente que lo dice suele ser trivial y, como en el texto de McInerney, son por tanto argumentos involuntarios contra su propia seriedad recién descubierta–. Sin duda, lo trivial y la mediocridad reencontrarán su propio nivel en la escritura de novelas y en todo lo demás. Y además, la “novela de Nueva York” –al contrario de la novela situada en Nueva York– es un género sin importancia alguna. Si paso el resto de mi vida sin que se me atraviese otro libro como la novela de Nueva York Glamorama, de Bret Easton Ellis, entonces habré sido felizmente, lo que el Salmo 81 llama, “liberado de los cestos”.
Desde luego, ha habido gran ficción situada o parcialmente situada en Nueva York: el cuento “Bartleby” de Melville, el cual está situado en una oficina de Wall Street; Maggie, de Stephen Crane; The Great Gatsby; la sección final de la novela de Theodore Dreiser, Sister Carrie, la cual confronta espléndidamente las iniquidades capitalistas de la que Dreiser llama “la Ciudad Amurallada”; un capítulo de Viaje al final de la noche, de Céline; la gran novela de Henry Roth de la vida inmigrante, Call It Sleep; Seize the Day y Mr Sammler’s Planet, de Bellow. Y tan pronto como uno recuerda estas novelas, se vuelve difícil imaginar los modos precisos en que hubieran sido diferentes de haberse tenido que acomodar a una mutilación de la clase que se infligió a la ciudad el 11 de septiembre. Y eso es en parte porque ya son libros oscuros en los que la ciudad muestra colmillos amenazantes. Son sólo los McInerneys para los que Manhattan es un retintín de restaurantes que son rodeados repentinamente por los vidrios rotos de de su tonto optimismo. El pesimista ya está arruinado, y lo sabe.
Lo que también une estas oscuras obras de ficción es que sus enfoques son humanos y metafísicos antes de ser sociales y documentales. Son historias, sobre todo, acerca de la conciencia individual, no de la conciencia de Manhattan. Aquí, el terrorismo bien puede dejar una impresión. Después de todo, el sueño de la Gran Novela Americana ha sido por muchos años en realidad el sueño de la Gran Novela Social Americana –ciertamente desde John Dos Passos y Sinclair Lewis.
La Gran Novela Social Americana, la cual lucha por capturar los tiempos para documentar la historia americana, ha sido reactivada por Underworld, de Don DeLillo, una novela de poder social épico. Últimamente, cualquier escritor joven americano con alguna ambición ha estado imitando a DeLillo —imitando su ambición tentacular, que en el esfuerzo por determinar una cultura revuelta, de ser un gran analista de sistemas, masas, paranoia, política; de trabajar en el nivel más vasto posible.
La idea delilloniana del novelista como una especie de animador de la Escuela de Frankfurt —un teórico cultural que combate la cultura con maldad dialéctica— ha sido influyente de manera deplorable y pasará tiempo para que muera. Hoy en día cualquiera que posea una laptop se supone que sea una luminaria en acción que llena su novela con apuntes de ensayos y grandes despliegues de conocimiento. Claro, “saber de las cosas” se ha vuelto una de las aptitudes del novelista contemporáneo. Una y otra vez los novelistas son elogiados por su caudal de conocimiento social oscuro y por su parentesco lejano(Richard Powers es el mejor ejemplo, pero Tom Wolfe también la tiene fácil simplemente por “saber cosas”). El reseñista, quien toma por error el brillo de unas luces como evidencia de que algo está habitado, elogia al novelista que sabe sobre, digamos, la sónica de los volcanes. ¡Quién también sabe cómo hacer pescado al curry en Fiji! ¡Quién además sabe de los cultos terroristas en Kilburn! ¡Y de la Nueva Física! Y etcétera. El resultado —al menos en Estados Unidos— son novelas de inmensa conciencia propia sin ningún yo en ellas, libros curiosamente contenidos y muy “brillantes” que saben mil cosas pero que no conocen un solo ser humano.
Zadie Smith es muy de su tiempo cuando dice, en una entrevista, que el trabajo del escritor no es “decirnos cómo se sintió alguien por algo, es decirnos cómo funciona el mundo”. Ella ha alabado a los escritores americanos David Foster Wallace y Dave Eggers como “cuates que saben un montón del mundo. Ellos entienden la macro y la microeconomía, el modo en que funcionan la internet, las matemáticas, la filosofía, pero… son gente que además sabe algo de la calle, de la familia, el amor, el sexo, lo que sea”.
Pero esta idea —–que la labor del novelista es ir a la calle a entender la realidad social— bien puede haber sido alterada por los hechos del 11 de septiembre, solamente a través del aviso de que hasta donde se pueda llegar, la “cultura” siempre podrá alcanzar algo mayor. Las cenizas perduran sobre las guirnaldas. Si la actualidad, la relevancia, el reportaje, el comentario social, el presentismo pontificador y los vivales callejeros —en corto, la novela americana contemporánea en su forma actual, triunfalista— son las preferncias elegidas por los novelistas, tarde o temprano serán rebasados por su propio material como por una centella. La ficción bien puede ser, como escribió Stendhal, un espejo acarreado a la mitad del camino; pero el espejo stendhaliano explotaría en reflejos si se le paseara hoy por Manhattan.
¿Quién osaría ser culto en política y sociedad ahora? ¿Es posible imaginar a Don DeLillo escribiendo hoy su novela Mao ii –una novela que propuso la tonta noción de que el terrorista hace ahora lo que solía hacer el novelista, esto es, “modificar la vida interior de la cultura”? Seguramente, por un rato, los novelistas serán recelosos de erigirse como analistas de la sociedad, mientras ésta se resiste y arremete muy en vano. Seguramente ellos pisarán con cuidado sobre sus generalizaciones. Ahora es muy fácil parecer muy actualizado muy rápido.
Por ejemplo, la reconocida nueva novela de Jonathan Franzen, The Corrections, acaba de aparecer en Estados Unidos. Es una larga novela social que intenta no serlo con fuerza –delilloísmo suavizado–. Franzen ha anunciado el deseo de tomar el modelo de DeLillo y poblarlo calurosamente con personajes. Es un proyecto admirable. Pero hay un pasaje cerca del final de The Corrections sobre el fin del siglo xx americano que es novela social pura, y que ahora parece risiblemente archivística: “Le pareció a Enid que los hechos presentes en general, habían mutado más o eran más insípidos en la actualidad de lo que habían sido en su juventud. Tenía recuerdos de los años 30, había visto de antemano lo que podía sucederle a un país cuando la economía mundial se quitaba los guantes… Pero los desastres de esta magnitud no parecen ocurrir más a Estados Unidos. Las características de seguridad habían sido puestas en su lugar, como los cubos de hule con los que había sido enlosado cada patio moderno para amortiguar los impactos”. Como podría decir McInerney: “Me alegra no tener una novela que salga este mes”.
El otro siniestro de los sucesos recientes bien puede ser —es de esperar— lo que que he llamado “realismo histérico”. El realismo histérico no es exactamente realismo mágico, sino la siguiente parada del realismo mágico. Se caracteriza por un miedo al silencio. Esta clase de realismo es una máquina de movimiento perpetuo que aparenta haber sido forzada a la velocidad. En cada página brotan historias y subhistorias. Hay una búsqueda de vitalidad a toda costa. Las novelas recientes de Rushdie, Pynchon, DeLillo, Foster Wallace, Zadie Smith y otros han mostrado a un gran músico de rock que rasga una guitarra imaginaria desde la cuna (Rushdie); un perro que habla, un pato mecánico y un queso octagonal gigante (Pynchon); una enfermera obsesionada con los gérmenes quien puede ser una reencarnación de J. Edgar Hoover (DeLillo); un grupo terrorista entregado a la liberación de Quebec que se moviliza en sillas de ruedas (Foster Wallace), y un grupo islámico terrorista con base en el norte de Londres con el tonto acrónimo kevin (Smith).
Rushdie se ocupa de esto de nuevo en su libro más reciente, Fury, una novela lamentable que combinó el realismo histérico —muñecas, títeres, alegorías, un golpe de Estado en una isla de Fidji, la caricatura desenfrenada y pesada y una prosa ruidosa, torpe— con la novela social más tradicional. Por desgracia, la parte de novela social fue situada en Manhattan y ofreció una especie de diario de los sucesos en los últimos años en Manhattan. Encontramos a Rudy y a Hillary, a J-Lo, el desfile puertorriqueño, a Bush contra Gore, la película Gladiador y etcétera. Desde luego, el libro ya era obsoleto cuando apareció a principios de septiembre, justo antes del ataque terrorista. Su sello trivial se había desvanecido. Pero ahora parece grotesco, un trocito de papel sellado por el tiempo.
Debería ser más difícil ahora ir y venir por la falsa chifladura del realismo histérico y avanzar a tropiezos en la fácil fidelidad del realismo social. Ambos géneros lucen un poco rotos. Eso podría dejar espacio para lo estético, para lo contemplativo, para novelas que no nos cuenten “cómo funciona el mundo” sino “cómo se sintió alguien por algo” —claro, cómo se sintió un montón de personas diferentes sobre un montón de cosas diferentes (éstas son llamadas por lo común novelas sobre seres humanos)—. Ahora uno espera que se pueda abrir un espacio para la clase de novela que nos muestra que la conciencia humana es el espejo stendhaliano más fiel, que refleja en vano las recientes luces oscuras de la época.
©James Wood, The Guardian, Octubre 6, 2001.
Traducción del inglés: Carlos Miranda
1. The Guardian.
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