Giorgio Agamben

El misterio del mal

Benedicto XVI y el fin de los tiempos

 

 

El misterio de la iglesia

En las siguientes páginas buscaremos comprender la decisión del papa Benedicto XVI, situándola en el contexto teológico y eclesiológico que le es propio. Sin embargo, ponemos nuestra vista sobre lo ejemplar de esta decisión, o sea en las consecuencias que es posible extraer para un análisis de la situación política de las democracias en que vivimos.
De hecho estamos convencidos de que al ejecutar el “gran rechazo”, Benedicto XVI ha dado más pruebas de un entendimiento y un valor ejemplares que de vileza –como, según una tradición exegética de ningún modo verificable, Dante hubiera escrito de Celestino V. Las razones que motivaron al pontífice para tomar su decisión, verdaderas en parte, no pueden en modo alguno explicar un gesto que en la historia de la Iglesia tiene un significado del todo particular. Y este gesto alcanza toda su gravedad si se recuerda que el 28 de abril de 2009, él mismo deposita el palio que había recibido al momento de su investidura, sobre la tumba de Celestino v en L’Aquila, como prueba de que su decisión ya había sido meditada. Celestino V sustentó su abdicación casi con las mismas palabras de Benedicto XVI, mencionando una “debilidad del cuerpo” (debilitas corporis; mientras que Benedicto XVI evocó una disminución en el “vigor del cuerpo”, vigoris corporis) y una “enfermedad personal” (infirmitas personae); aunque las fuentes antiguas nos informan que la verdadera razón se encuentra en la indignación “por el peculado y la simonía en la corte”.
¿Por qué nos parece hoy que esta decisión sea algo ejemplar? Fácil, porque reclama con fuerza nuestra atención sobre la distinción entre dos principios esenciales de nuestra tradición ético-política, de los que nuestras sociedades parecen haber perdido toda conciencia: la legitimidad y la legalidad. Si la crisis que nuestra sociedad está atravesando es tan profunda y grave, es porque no cuestiona solamente la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad. No cuestiona solamente, como se repite a menudo, las reglas y la modalidad del ejercicio del poder, sino el principio mismo que lo fundamenta y lo legitima.
Los poderes y las instituciones de ahora no pierden legitimidad por haber caído en la ilegalidad; o bien, es verdad lo contrario, que la ilegalidad ha sido tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido cada una de las conciencias de su legitimidad. Por esto es vano creer que podemos afrontar las crisis de nuestras sociedades recurriendo a la acción –ciertamente necesaria– del poder jurídico: una crisis que inviste a la legitimidad no puede ser resuelta solamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende ante todo legislar, traiciona incluso, a través de un exceso de legalidad formal, la pérdida de toda legitimidad sustancial. La tentativa de la modernidad de hacer coincidir la legalidad y la legitimidad, buscando asegurar a través del derecho positivo la legitimidad de un poder, es resultado del incesante proceso de decadencia en el que han entrado nuestras instituciones democráticas, del todo insuficiente. Las instituciones de una sociedad pueden permanecer vivas sólo si ambos principios (que en nuestra tradición también han recibido el nombre de derecho natural y derecho positivo, de poder espiritual y poder temporal[1] o, en Roma, de auctoritas y potestas) quedan presentes y actúan en ellas sin intentar coincidir jamás.


Según una tradición que define el así llamado pensamiento reaccionario, cada vez que se evoca la distinción entre legitimidad y legalidad, ocurre que por ello se entiende, que la legitimidad es un principio sustancial jerárquicamente superior, del cual la legalidad jurídico-política no sería más que un epifenómeno o un efecto. Por el contrario, entendamos la legitimidad y la legalidad como dos partes de una única máquina política, que no sólo no deben ser sobrepuestas una sobre otra, aunque deban siempre conservarse en un modo operante para que la máquina pueda funcionar. Si la Iglesia reivindica un poder espiritual al cual el poder temporal del Imperio o de los Estados debe quedar subordinado, como fue en la Europa medieval, o si, como ocurrió en los Estados totalitarios del siglo xx, la legitimidad pretende mermar la legalidad, entonces la máquina política funciona inútilmente con resultados a menudo letales; si, por otra parte, como ocurre en las democracias modernas, el principio legítimo de la soberanía popular se reduce al momento electoral y se resuelve con reglas procesales, jurídicamente fijadas con antelación, la legitimidad corre el riesgo de desaparecer en la legalidad y entonces la máquina política será igualmente paralizada.
Por eso, el gesto de Benedicto XVI nos parece tan importante. Este hombre, que era el jefe de la institución que hace alarde del más antiguo y fecundo título de legitimidad, ha revocado en cuestión, con su gesto, el sentido mismo de este título. Frente a una curia que se ha olvidado por completo de su propia legitimidad, y sigue obstinadamente las razones de la economía y del poder temporal, Benedicto XVI ha elegido utilizar el poder espiritual, en la única manera que le ha parecido posible, o sea, renunciando al ejercicio del vicariato de Cristo. De este modo, la Iglesia misma ha sido cuestionada desde sus raíces.

Una comprensión más profunda del gesto de Benedicto XVI exige que sea devuelto al contexto teológico que permita apreciar completamente su significado, y en particular a la mismísima concepción que el Papa tiene de la Iglesia. En 1956, el teólogo de treinta años Joseph Ratzinger publica en la Reveu des Études Augustiniennes un artículo titulado “Consideraciones del concepto de Iglesia según Ticonio en el Liber regularum”.
Ticonio, activo en África en la segunda mitad del siglo IV y clasificado de hereje donatista,[2] como era lo habitual, en realidad fue un extraordinario teólogo, sin el cual Agustín jamás habría podido escribir su obra maestra La ciudad de Dios. Su Liber regularum (la única de sus obras que se conserva, junto a los fragmentos de un Comentario al Apocalipsis) contiene, de hecho, bajo la forma de una serie de siete reglas para la interpretación de las Escrituras, un verdadero y sin igual tratado de eclesiología.
La segunda regla, que lleva por título De Domini corpore bipartito y que tiene su correspondiente en la séptima regla, De diabolo et eius corpore, es aquélla sobre la cual concentra su atención el joven Ratzinger, tal cual lo escribe: “El contenido esencial de la doctrina del corpus bipartitum se traduce en la tesis de que el cuerpo de la Iglesia tiene dos lados o aspectos: uno ‘izquierdo’ y uno ‘derecho’, uno culpable y uno bendito, los que constituyen sin embargo un único cuerpo. Todavía con más fuerza que en la dualidad de los hijos de Abraham y de Jacob, Ticonio encuentra esta tesis expresada en aquellos pasajes de las Escrituras en los cuales no sólo los dos aspectos, sino su propia cohesión en un único cuerpo se hace visible: fusca sum et decora, dice la esposa del Cantar de los cantares, ‘soy negra y bella’, o sea: la única esposa de Cristo, cuyo cuerpo es aquel de la Iglesia, tiene una lado ‘izquierdo’ y un lado ‘derecho’, comprende en sí tanto el pecado como la gracia” (Ratzinger 1, pp. 179-180).
Ratzinger subraya la diferencia de esta tesis respecto a esa otra de Agustín, en la que se inspiró su idea de una Iglesia permixta[3] de bien y mal. “No hay [en Ticonio] aquella clara antítesis de Jerusalén y Babilonia, que es tan característica de Agustín. Jerusalén es al mismo tiempo Babilonia, la una incluye la otra. Y las dos constituyen una sola ciudad, que tiene un lado ‘izquierdo’ y uno ‘derecho’. Ticonio no ha desarrollado, como lo hizo Agustín, una doctrina de las dos ciudades, pero sí aquélla de una sola ciudad con dos lados” (ibid., pp. 180-181).
La consecuencia de esta tesis radical, que divide y al mismo tiempo une a una Iglesia de los malvados con una Iglesia de los justos, es, según Ratzinger, que la Iglesia es, hasta el momento del Juicio Final, una Iglesia de Cristo y una Iglesia del Anticristo: “De aquí se extrae que el Anticristo pertenece a la Iglesia, crece dentro de ésta y con ésta hasta la gran discessio [separación], que vendrá introducida por la revelatio [revelación] definitiva” (ivi, p. 181).


Es sobre este último punto que conviene reflexionar para com prender las implicaciones de la lectura de Ticonio sobre la concepción de la existencia y el destino de la Iglesia –ya sea en el joven teólogo de Frisinga o en el futuro Papa. Ticonio distingue, como hemos visto, una Iglesia negra (fusca), compuesta por los malvados que conforman el cuerpo de Satanás, y una Iglesia justa (decora), compuesta por los fieles a Cristo. En el presente estado, los dos cuerpos de la Iglesia son inseparablemente conmixtos, aunque se dividirán hacia el fin de los tiempos: “Esto ocurre desde los momentos de la pasión del Señor hasta el momento en que la Iglesia que la contiene será quitada de en medio por el misterio del mal (Mysterium facinoris), para que, cuando sea el momento, el impío sea revelado, así como lo dice el Apóstol” (Ticonio, p. 74).
El texto de la Escritura que Ticonio cita (“como dice el Apóstol”) es el mismo al que Ratzinger alude al hablar de una “grande discessio”: se trata del célebre y oscuro pasaje de la segunda carta de Pablo a los Tesalonicenses, que contiene una profecía del fin de los tiempos. Lo citamos aquí con una traducción más o menos fiel:

Os rogamos, hermanos, respecto a la venida de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él, que no os dejéis turbar en nuestra mente ni os alarméis por inspiraciones, discursos o por las palabras de una carta que se presente como nuestra, que os prevenga de la inminencia del Día del Señor. Que nadie os engañe de manera alguna, pues, si primero no ocurre la apostasía y no se revela el hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de destrucción, quien se contrapone y se alza sobre cada ser que es conocido como Dios o es objeto de culto, hasta lograr sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios mismo. ¿No os acordáis, que cuando aún me encontraba entre vosotros os decía estas cosas? Ahora sabéis de aquello que retiene (ho katechon) y será revelado en su momento. El misterio de la anomia (mysterion tes anomia; que en la Vulgata se traduce como mysterium iniquitatis; y en la traducción de la que se ocupa Ticonio mysterium facinoris) ya está en acto. Sólo aquel que lo contiene (ho katechon) hasta que no sea quitado de en medio, y entonces sea revelado el impío (anomos: literal “el sin ley”), que el Señor Jesús eliminará con el soplo de su boca y lo dejará inoperante con su aparición en el momento de su Venida. –La venida de aquél es según la acción de ser de Satanás en cada potencia con señales y falsos prodigios y con todos los engaños de la injusticia para aquellos que se pierdan porque no han aceptado [acogido] el amor de la verdad para su salvación (2 Tes. 2, 1-11).

El pasaje concerniente al fin de los tiempos, cuyo acontecer está ligado a la acción de dos personajes, el “hombre de la Anomia” (o “el fuera-de-ley[4]” anomos) y “aquel (o aquello) que demora”, es decir que pospone la venida de Cristo y el fin del mundo. Aunque Pablo no parece conocer el término Anticristo, a partir de Ireneo (y luego en conformidad con Hipólito, Origenes, Tertuliano y Agustín) el primer personaje ha sido identificado con el Anticristo de la primera carta de Juan. El katechon,[5] que pospone el fin, fue en cambio identificado por los padres de la Iglesia con dos potencias contrapuestas: el Imperio romano y la Iglesia misma. La primera interpretación se remonta a Gerónimo, según la cual el Apóstol no quiso nombrar abiertamente al Imperio, para no ser acusado de desear su ruina. La segunda interpretación se remonta, como hemos visto, al propio Ticonio, que identificó a la Iglesia (o mejor, a una parte de ésta, la Iglesia fusca) con el Anticristo. En el libro XX de La ciudad de Dios Agustín lo sugiere discretamente sin nombrarlo: “Otros piensan”, escribe, “que las palabras del Apóstol conciernen solamente a los malvados y a los hipócritas de la Iglesia, hasta el punto en que su número forma al gran pueblo del Anticristo. Éste sería el misterio del pecado, puesto que está escondido y creen que a este misterio se refiere Juan el Evangelista en su carta… Como en la hora, que Juan llama la última, muchos herejes, que él llama Anticristos, han salido de la Iglesia, así que cuando venga el momento saldrán todos aquellos que no pertenecen a Cristo, mas sí al último Anticristo, que entonces será revelado” (XX, 19). Ticonio conoce entonces un tiempo escatológico en el cual se llevará a cabo la separación de las dos Iglesias y de los dos pueblos: cerca del final del siglo IV ya existía una escuela de pensamiento que veía en la Iglesia romana, más precisamente en el carácter bipartito de su cuerpo, la causa del retraso de la parusía.[6]


La primera hipótesis, que identificaba al poder retenido por el Imperio romano, fue reivindicada en el siglo xx por un gran jurista católico, Carl Schmitt, que veía en la doctrina del katechon la sola posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista cristiano: “La fe en un poder que pospone el fin del mundo”, escribe, “sólo constituye el puente que puede conducir de la parálisis escatológica de cada acontecimiento humano hasta una potencia maravillosa, como aquélla del Imperio cristiano de los reyes germánicos” (Schmitt, p. 44). En cuanto a la segunda hipótesis, ésta fue retomada en nuestro tiempo por un teólogo genial, ignorado por la Iglesia, Iván Illich. Según Illich, el mysterium iniquitatis, del cual habla el Apóstol, no es otra cosa que la corruptio optimi pexima, o sea la perversión de la Iglesia que, institucionalizándose so pretexto societas perfecta, ha provisto al Estado moderno de un modelo para hacerse cargo de la humanidad entera.
Sin embargo, en el pasado, la doctrina de la Iglesia romana como katechon había encontrado su más extrema expresión en la leyenda del Gran Inquisidor, cuya historia es retomada por Iván Karamazov en la novela de Dostoievski. Aquí la Iglesia no es precisamente el poder que demora la segunda venida de Cristo, pues aquello que busca es excluirla definitivamente (“vete y no regreses jamás”, le dice a Cristo el Gran Inquisidor).


En la audiencia general del 22 de abril de 2009, dos meses antes de deponer su palio sobre la tumba de Celestino V, Benedicto XVI evoca nuevamente la figura de Ticonio a propósito del modelo en el cual debemos comprender hoy “el misterio de la Iglesia”. En alusión a Ambrosio Autperto, un teólogo del siglo VIII, autor de un comentario al Apocalipsis, que había sido inspirado por el de Ticonio, él escribe que “en su comentario al Apocalipsis, Ticonio ve ante todo la reflexión del misterio de la Iglesia. Él llegó a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo bipartito; una parte pertenece a Cristo, pero hay otra parte que pertenece al diablo” (Ratzinger 2). Que la tesis de Ticonio, definido como un “gran teólogo”, reciba ahora la sanción del obispo de Roma, no es ciertamente indiferente. Y no es precisamente la tesis del cuerpo bipartito de la Iglesia aquello que es cuestionado; también, y ante todo, son puestas en duda sus implicaciones escatológicas, o sea, la “gran discessio”, la gran separación entre los malvados y los fieles –entre la Iglesia como cuerpo del Anticristo y la Iglesia como cuerpo de Cristo– que debe ocurrir hacia el fin de los tiempos.
Una vez situada la decisión del pontífice en este contexto teológico, al que indiscutiblemente pertenece, la abdicación no puede dejar de evocar algo en esta perspectiva como discessio, como separación de la Iglesia decora de la Iglesia fusca; y sin embargo, Benedicto XVI sabe que ésta puede y debe suceder sólo en el momento de la segunda venida de Cristo, que es precisamente aquello que la bipartición del cuerpo de la Iglesia, actuando como katechon, parece estar destinada a demorar.


Todo depende aquí de cómo se interprete el tema escatológico que es inseparable de la filosofía cristiana de la historia (aunque quizá, cada filosofía de la historia es constitutivamente cristiana) y, en particular, desde el sentido que se atribuye al pasaje de la carta paulina. Es notorio, como hubo observado una vez Troeltsch, que la Iglesia ha cerrado a la larga su despacho escatológico (Troeltsch, p. 36); pero la decisión de Benedicto XVI muestra en particular que el problema de las cosas últimas continúa actuando subterráneamente en la historia de la Iglesia. En realidad la escatología no significa necesariamente –como Schmitt sugiere– una parálisis de los eventos históricos, en el sentido de que el fin de los tiempos inutilizaría cada acción. Al contrario, forma parte propiamente integral del sentido de las cosas últimas que debe guiar y orientar la acción en las cosas penúltimas. Es cuando Pablo, que se refiere al tiempo mesiánico siempre con la expresión ho nyn kairos, el “tiempo de ahora”, no se cansa de recordar, exhortando a los tesalonicenses a no dejarse turbar por la inminencia de la parusía. Aquello que interesa al Apóstol no es el último día, no es el fin del tiempo, sino el tiempo del fin, la transformación interna del tiempo que el evento mesiánico ha producido de una vez por todas y la consiguiente transformación de la vida de los fieles. El mysterium iniquitatis de la segunda carta a los Tesalonicenses no es un arcano sobre temporal, cuyo único sentido es poner fin a la historia y a la economía de la salvación: es un drama histórico (mysterion en griego significa “acción dramática”) que está en curso, por así decirlo, en cada instante y en el cual se juega sin cesar la suerte de la humanidad, la salvación o la ruina de los hombres. Y una de las tesis del Comentario al Apocalipsis de Ticonio, que Benedicto XVI conocía bien, era, justamente, que las profecías del Apocalipsis no se refieren al final de los tiempos, tanto como a la condición de la Iglesia en el intervalo entre la primera y la segunda venida, es decir el tiempo histórico que ahora vivimos.

Eso significa, en el caso de la separación de ambos lados del cuerpo de la Iglesia, que la “gran discessio” de la que hablaba el joven Ratzinger no es exclusivamente un evento futuro, que, como tal, debe ser distanciado del presente y aislado al fin del tiempo: esto es, más bien algo que debe orientar aquí y ahora la conducta de cada cristiano y, en primer lugar, del pontífice. Contrariamente a la tesis de Schmitt, el katechon, el “poder que frena” –que se identifica en la Iglesia o en el Estado– no puede inspirar ni diferir en modo alguno la acción histórica de los cristianos.
Situado en el contexto que le es propio, el “gran rechazo” de Benedicto XVI es todo lo contrario que una expedición al futuro cisma escatológico: esto recuerda, al contrario, que no es posible la sobrevivencia de la Iglesia si la solución del conflicto que lacera su “cuerpo bipartito” es expeditada pasivamente al fin de los tiempos. Como el problema de la legitimidad, así también el problema de aquello que es justo y de aquello que es injusto no puede ser eliminado de la vida histórica de la Iglesia, y debe inspirar en cada instante la conciencia de sus decisiones en el mundo. Si se finge ignorar, como a menudo ha hecho la Iglesia, la realidad del cuerpo bipartito, la Iglesia fusca termina imponiéndose sobre la decora y el drama escatológico pierde todo sentido.
La decisión de Benedicto XVI ha ilustrado el misterio escatológico en toda su fuerza detonante; pero sólo de esta manera la Iglesia, que se había desviado en el tiempo, podrá reencontrar la justa relación con el fin de los tiempos. Hay en la Iglesia dos elementos inconciliables, y sin embargo, estrechamente unidos: la economía y la escatología como el elemento mundano-temporal y aquel otro que se mantiene en relación con el fin del tiempo y del mundo. Cuando el elemento escatológico se eclipsa en la sombra, la economía mundana se convierte en algo propiamente infinito, o sea, interminable y sin finalidad. La paradoja de la Iglesia es ésa, desde el punto de vista de la escatología, debe renunciar al mundo, pero no puede hacerlo porque, desde el punto de vista de la economía ésta es del mundo, y no puede renunciar a él sin renunciar a sí misma.
Aquí se sitúa propiamente la crisis decisiva: porque el coraje – esto nos parece ser el sentido último del mensaje de Benedicto XVI– no es más que la capacidad de mantenerse en relación con el propio fin.


Hemos buscado interpretar la ejemplaridad del gesto de Benedicto XVI en el contexto teológico y eclesiológico que le es propio. Pero si bien este gesto nos interesa, no es sólo cierto en la medida en que remonta a un problema interno de la Iglesia, sino que como esto permite enfocar un tema genuinamente político, aquél de la justicia, que a la par de la legitimidad no puede ser eliminado de la praxis de nuestra sociedad. Nosotros sabemos perfectamente que también el cuerpo de nuestra sociedad política es, como aquél de la Iglesia y tal vez todavía más gravemente, bipartito, ilícito, una mezcla de maldad y bondad, de crimen y de honestidad, de injusticia y justicia.
Y sin embargo, en la praxis de las democracias modernas esto no es un problema político y sustancial, sino jurídico y procesal. También aquí, como ha ocurrido en torno al problema de la legitimidad, esto se viene liquidando en el plano de las normas que prohíben y castigan, salvo que deban después constatar que la bipartición del cuerpo social se vuelve cada día más profunda. En la perspectiva de la ideología liberal, que hoy es la dominante, el paradigma del mercado autorregulador ha suplido a aquél de la justicia y finge poder gobernar una sociedad cada vez más ingobernable según los criterios exclusivamente técnicos. Una vez más, una sociedad puede funcionar sólo si la justicia (que corresponde a la Iglesia, a la escatología) no se queda como una mera idea, del todo inerte e impotente frente al derecho y a la economía, y en cambio logra encontrar una expresión política dentro de una fuerza capaz de compensar el progresivo aplastamiento emplazado sobre un único plano técnico-económico de aquellos principios coordinados pero radicalmente heterogéneos –legitimidad y legalidad, poder espiritual y poder temporal, auctoritas e potestas, justicia y derecho– que construyen el patrimonio más precioso de la cultura europea.


Mysterium Iniquitatis*


El título de mysterium iniquitatis sugiere sin ambigüedad que se llevará a cabo una lectura del célebre pasaje de la segunda carta de Pablo a los Tesalonicenses sobre el fin de los tiempos. He escrito “sin ambigüedad” porque aquello que ha ocurrido en nuestro tiempo a una noción genuinamente escatológica –justamente el mysterium inquitatis– es que, como tal, no tuvo sentido más que en su contexto, y al ser separada de su lugar propio se la ha transformado en una noción ontológica contradictoria, es decir, en una suerte de ontología del mal. Aquello que tenía sentido sólo como philosophia ultima ha tomado el lugar de la prima philosophia.
Releamos íntegramente el pasaje de la carta paulina:

Os rogamos, hermanos, respecto a la venida de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él, que no os dejéis turbar en nuestra mente ni os alarméis por inspiraciones, discursos o por las palabras de una carta que se pretenda ser mandada por mí, anunciando que el día del Señor sea inminente. Que nadie os engañe de manera alguna, pues, si primero no ocurre la apostasía y no se revela el hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de destrucción, quien se contrapone y se alza sobre cada ser que es conocido como Dios o es objeto de culto, hasta lograr sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios mismo. ¿No os acordáis, que cuando aún me encontraba entre vosotros os decía estas cosas? Ahora sabéis aquello que contiene y será revelado en su momento. El misterio de la anomia (mysterion tes anomia; que en la Vulgata se traduce como mysterium iniquitatis) ya está en acto [actuando]. Sólo aquel que lo contiene hasta que no sea quitado de en medio, y entonces sea revelado el impío (anomos: literal “el sin ley”), que el Señor Jesús eliminará con el soplo de su boca y lo dejará inoperante con su aparición en el momento de su venida. –La venida de aquél es según la acción de ser de Satanás en cada potencia con señales y falsos prodigios y con todos los engaños de la injusticia para aquellos que se pierdan porque no han aceptado [acogido] el amor de la verdad para su salvación (2 Tes. 2, 1-11).

Cuando la Iglesia aún se interesaba por las cosas últimas, este pasaje extraordinario solicitó de manera especial el cacumen hermenéutico de los padres, de Irineo a Jerónimo y de Hipólito a Agustín. La atención de los intérpretes se concentró sobre todo en la identificación de dos personajes que Pablo llama “aquel –o aquello– que retiene” (ho katechon, to katechon; en la Vulgata: Quid tenet, quid detineat) y el hombre de la anomia (ho anthropos tes animias, literal: “el hombre de la ausencia de ley”; en la Vulgata: homo peccati) o simplemente ho amnomos (“el sin ley”; en la Vulgata: iniquus). Este último, a partir de Ireneo (Adv. Hereses, 7,1). Si bien Pablo no parece conocer el término Anticristo de la primera carta de Juan (2,18), éste ha sido constantemente identificado con aquél. La identificación ha sido así recibida por Origenes, por Tertuliano y también por Agustín, para después convertirse en un lugar común, no obstante los estudiosos modernos la han puesto en tela de juicio. En todos estos autores, el Anticristo es siempre concebido como un hombre de carne y hueso –un personaje histórico real, como Nerón, o más o menos imaginario, como, según Hipólito: un cierto Lateinos o Teitanos, así como se le conoce por el número de la bestia del Apocalipsis. Tal como Peterson ha observadooportunamente, “aunque está al servicio de Satanás, el Anticristo es un hombre y no un demonio”.
¿Quién es entonces “aquel o aquello que lo contiene” y que debe ser quitado de en medio para que el Anticristo (más precisamente, según las palabras de San Pablo, el “sin ley”) pueda sobrevenir? Quisiera ceder la palabra a Agustín que, en La ciudad de Dios (XX, 19), ha comentado este pasaje. Después de haber escrito que el texto en cuestión se refiere sin duda alguna a la venida del Anticristo y que, por otra parte, el Apóstol no ha querido expresar claramente la identidad de “aquel que lo contiene”, porque se dirigía a aquellos destinatarios que ya conocía, él agrega:

Nosotros, que ignoramos eso que ellos sabían, deseamos ardientemente conocer el pensamiento del Apóstol, pero no lo logramos, porque las palabras que él agrega son aún más oscuras. De hecho, ¿qué significa, “el misterio del pecado ya está en acto, y hasta que no sea quitado de en medio aquel que lo contiene no será revelado el impío”? Confieso no entender aquello a lo que se refiere. No callaré, sin embargo, las conjeturas de los hombres que he podido leer y escuchar.

En este punto, Agustín recoge estas “conjeturas” en dos grupos:

Algunos (qiudam) creen que aquello que se ha establecido se refiere al Imperio romano y que el Apóstol no ha querido escribirlo abiertamente (aperte scribere) para no ser acusado de desear la ruina de aquel Imperio, que se pretendía eterno. Las palabras “el misterio del pecado ya está en acto” se referirían entonces a Nerón, cuyas obras se parecen a aquéllas del Anticristo. Algunos suponen que él resucitará y se convertirá en el Anticristo; otros piensan que no ha muerto, sino que ha sido raptado para aparentar su muerte, mientras que, escondido en la flor de la edad, será revelado a su debido tiempo y ascendido al trono. La gran arrogancia de estas hipótesis no deja de sorprenderme. Es posible, sin embargo, que las palabras “es necesario que aquel que lo contiene sea quitado de en medio” se refieran al Imperio romano, como si el apóstol dijera: “se requiere que aquel que manda sea quitado de en medio”.

En cuanto al segundo grupo de testimonios, Agustín los resume de este modo:

Otros piensan que las palabras del Apóstol se refieren únicamente a los malvados y a los hipócritas que se encuentran en la Iglesia, hasta el momento en que su número forme al gran pueblo del Anticristo. Éste sería el misterio del pecado, puesto que se encuentra escondido y creen que a este misterio se refiere el evangelista Juan en su carta… Tal como en la última hora, a la que se refiere Juan, en la que muchos herejes, a los que él llama Anticristos, han salido de la Iglesia, así vendrá el momento en que saldrán todos aquellos que no pertenecen a Cristo, mas sí al último Anticristo, que entonces será revelado.

A pesar de que Agustín no mencione nombre alguno, es posible, sin embargo, identificar a los autores a los que se refiere. Los quídam del primer grupo se dejan inscribir sin dificultad bajo la huella de Jerónimo, que se ocupó de la interpretación de la carta a Adalgisa. Es esta interpretación la que Agustín cita, cuando dice que el Apóstol no ha querido escribir abiertamente para no ser acusado de desear la ruina del Imperio que se pretendía eterno (Jerónimo había escrito: nec vult aperte dicere Romanorum Imperium destruendum, quod ipsi qui imperant aeternum putant – Jerónimo, p. 18).
La segunda hipótesis, que identifica el katechon con la Iglesia, proviene de un autor que ha ejercitado una influencia determinante sobre Agustín, Ticonio. Se trata de un personaje extraordinario, sin el cual Agustín no habría podido escribir su obra maestra La ciudad de Dios, puesto que es de él de quien ha tomado la idea de las dos ciudades como una Iglesia permixta de bien y mal. Pero Ticonio es importante también porque ha realizado con una anticipación de quince siglos el programa benjaminiano, según el cual la doctrina sólo puede ser legítimamente enunciada bajo la forma de la interpretación.
Su Liber regularum, que viene siendo considerado como el tratado más antiguo de hermenéutica sacra, tiene, de hecho, esta particularidad, que las reglas que permiten la interpretación de las escrituras coinciden con la doctrina (que es, en este caso, una eclesiología).
La segunda regla, bajo la rúbrica De Domini corpore bipartito (Del cuerpo bipartito del Señor), nos interesa de manera particular. Según Ticonio, el cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, está constitutivamente dividida. En referencia al versículo de El cantar de los cantares, que él lee con una traducción que dice fusca sum et decora, Ticonio distingue una Iglesia negra, formada por el populus malus de los malvados, que forman el cuerpo de Satanás, de una Iglesia decora, honesta, compuesta por los fieles a Cristo. En el estado presente, los dos cuerpos de la Iglesia están inseparablemente mezclados, pero, según la predicción del Apóstol, se dividirán en el fin de los tiempos: “esto ocurre desde la pasión del Señor hasta el momento en que la Iglesia que lo demora sea quitada de en medio del misterio del mal (mysterium facinoris), a fin de que, cuando el momento haya llegado, el impío sea revelado, como dice el Apóstol” (Ticonio, p. 74).
Ticonio piensa, entonces, en un tiempo escatológico, que va desde la pasión de Cristo, hasta el “misterio de la anomia”, cuando se cumple la separación del cuerpo bipartito de la Iglesia. Eso significa que ya a finales del siglo IV había autores que habían identificado en la misma Iglesia el katechon, la causa del retraso de la parusía.

Todas estas interpretaciones del texto paulino se refieren en cada caso a los personajes o a las potencias históricas y conciernen a los eventos que se producirán en los tiempos que preceden inmediatamente a la parusía. Comprender el misterio de la anomia significa, más bien, comprender algo que concierne al eschaton, aquel comienzo dramático en la historia de la humanidad que tiene lugar en el fin de los tiempos. Como Pablo dice claramente en 1 Cor. 10, 11, en el último día no es posible alguna interpretación tipológica o figurativa, puesto que todas las figuras y todos los tipos habían sido concebidos para el fin de los tiempos: aquello que ahora viene, no es tanto una figura, como el término de cada figura, o sea la realidad histórica y nada más.
La historia como nosotros la conocemos es un concepto cristiano:

El cristianismo es una religión histórica no sólo por estar fundamentada en un personaje histórico y en eventos que pretenden ser sucesos, sino también porque eso confiere al tiempo, concebido como lineal e irreversible, un significado soteriológico. Es más: al delegar a la historia su propio destino, ella se concibe e interpreta como en función de una perspectiva histórica y elabora y trae consigo una especie de filosofía o –más precisamente– de teología de la historia” (Puech, p. 35). Un gran historiador francés ha podido escribir por esto que “el cristianismo es una religión de históricos… porque en la historia que se desarrolla está el eje central de la meditación cristiana, el gran drama del pecado y de la redención (Bloch, p. 38).

Es, en la perspectiva de este drama histórico que buscaré, por lo tanto, leer el texto paulino, desplazando el punto focal de la indagación hacia la identificación de los dos personajes (el katechon y el hombre de la anomia) en la estructura misma del tiempo que está en ello implícita. Mi hipótesis es que comprender lo que es el mysterium iniquitatis significa nada menos que entender la concepción paulina del tiempo mesiánico (o sea del tiempo histórico, si es verdad que la escatología no es más que una abreviación o un modelo en miniatura de la historia de la humanidad). Para esto debo analizar el sintagma paulino mysterion tes anomias (el mysterium iniquitatis de la Vulgata): ¿Qué cosa significa esta expresión, que según Agustín, vuelve todavía más oscuros los obscura verba del texto? Y, lo más importante, ¿qué cosa significa mysterion?

Es en la correcta interpretación de este vocablo que Odo Castel –y, quienes le siguieron dentro de aquello que ha sido llamado el “moviento litúrgico del siglo xx– ha fundando su proyecto de una renovación de la Iglesia católica a partir del espíritu de la liturgia. Ya en su tesis de doctorado De philosophorum graecorum silentio mystico (Del silencio místico de los filósofos griegos, 1919), Castel muestra que en griego mysterion no designa una doctrina secreta, ya sea que pueda formularse en un discurso o que esté prohibido revelar. El término mysterium indica, por otra parte, una praxis, una acción o un drama en el sentido teatral del térimino, o sea un conjunto de gestos, de actos y de palabras a través de las cuales una acción o un pasión divina se realiza eficazmente en el mundo y en el tiempo como la salvación de aquellos que participan de ella. Por esto, Clemente de Alejandría llama a los misterios eleusinos drama mysticon, “drama místico” (Clemente, p. 30), y define consiguientemente el mensaje cristiano como un “misterio del logos” (ivi, p. 254)

No es mi intención aquí tomar partido del debate eclesiológico sobre la primacía de la liturgia frente al dogma o del dogma, frente a la liturgia, que, si rendimos cuentas con el movimiento litúrgico, Pío XII buscó resolver con la encíclica Mediator Dei. Pienso que, en cambio, es legítimo retomar el extraordinario ejercicio de “filología teológica” que Castel ha desarrollado sobre el término mysterium en sus tesis sobre la liturgia, y que no es necesario compartir sus ideas sobre la primacía de la liturgia frente a la doctrina para darse cuenta que todo cuanto él ha escrito sobre la derivación del término del vocabulario de los misterios helenísticos es sustancialmente exacto. Castel no hace más que retomar, del resto, una antigua tradición, que se puede remontar a las Exercitationes de rebus sacris (1655) de Isaac Casaubon, uno de los fundadores de la filología moderna.


Un análisis atento de los pasajes en los que Pablo se sirve del término mysterion no solamente confirma las tesis de Castel, sino que permite precisarlas ulteriormente. No es aquí el lugar para un análisis exhaustivo de todas las apariciones del término mysterion en las cartas paulinas (quien esté interesado puede encontrarlo en Agamben ([El reino y la gloria] pp. 35-39); me limitaré aquí a citar 1 Cor. 2,1-7:

“Nosotros expresamos (laloumen, literalmente, ‘hablamos, pone- mos en palabras’) la sabiduría de Dios para los perfectos (teleiois, los iniciados), una sabiduría no de este mundo ni de los principios de este mundo, que quedarán inoperantes; nosotros expresamos la sabiduría de Dios en un misterio (laloumen en mysterioi – Vulgata: loquimur in misterio), la sabiduría que estaba escondida y que Dios había destinado para nuestra gloria antes de los siglos, la salvación que ninguno de los principios de este mundo ha conocido; y si hubiese sido conocida, no habrían crucificado al Señor de la gloria”. Es del todo evidente que el misterio no es aquí un secreto; es, al contrario, algo que se manifiesta. No es la sabiduría de Dios, pero sí aquello a través de lo cual esta sabiduría se expresa y es revelada, en modo tal que –como ocurre en los misterios– los no-iniciados no la comprenden. ¿Y cuál es el contenido de este misterio? “Nosotros anunciamos la crucifixión de Jesús, escándalo para los judíos, insania para los paganos” (ivi, 1, 23).

La sabiduría de Dios se expresa entonces en la forma de un misterio, que no es otra cosa que el drama histórico de la pasión, o sea, un evento que realmente ocurrió, que los no-iniciados no entienden, y los fieles comprenden para su salvación. En el tiempo del fin, misterio e historia se identifican sin despojos.
Esto es aún más evidente en los tres pasajes en los que el mysterion se ha acercado al término oikonomia: Col. 1, 24-25,[7] Ef. 1, 9-10[8] y 3, 9.[9] Asociar –como lo hace Pablo en estos pasajes– el misterio a la economía, significa vincular el misterio con la historia. No obstante, en Pablo, la economía no coincide todavía con el misterio –como será más tarde con los Padres que, a partir del siglo III, construirán la doctrina de la economía teológica, o sea, de la acción salvífica de Dios en el mundo–, hablar como hace Pablo, de una “economía del misterio” implica que el misterio se manifieste en los eventos escatológicos que Pablo vive y anuncia. Hay una “economía histórica” del misterio. Es por esto que Hipólito y Tertuliano podrán dar un vuelco, sin mucha dificultad, del sintagma paulino “economía del misterio” a “misterio de la economía”: misteriosa es ahora la misma praxis a través de la cual Dios dispone y revela la presencia divina en el mundo de las criaturas.

La historia del fin (que no coincide con el fin de la historia) se presenta en Pablo, por tanto, como misterio, o sea como drama sagrado en el cual están en juego la salvación y la condena de los hombres, un drama que se puede ver y entender (como ocurre para los iniciados) o ver y no en- tender (en el caso de los condenados). Una de las principales réplicas que los teólogos modernos objetan a la tesis de la proximidad entre misterios paganos y misterios cristianos –en otras palabras el carácter decisivamente histórico de la religión cristiana– ha sido destruida en cada fundamento: el misterio del cual Pablo habla es en sí mismo histórico, puesto que la historia de los últimos tiempos se presenta a sus ojos como un “misterio”, o sea como un drama místico o un “teatro” en el que también los apóstoles desarrollan un papel (1 Cor. 4, 9: “Nosotros nos hemos convertido en un teatro para el siglo, los ángeles y los hombres”). Es en esta perspectiva que se debe entender el frecuente recurso entre Padres de metáforas teatrales: cuando Ignacio de Antioquía llama a la cruz “mechané del regreso al cielo” y el pseudo-Atanasio la describe como una “máquina celeste”, mechané ourania, es evidente que mechané es el término técnico que en las tragedias griegas designa la máquina teatral a través de la cual el dios
desciende a la escena y luego se remonta hacia el cielo.


¿Qué más se agrega a la concepción del mysterium iniquitatis de la Segunda carta a los Tesalonicenses? Aquí el drama escatológico está, por así decirlo, en escena, en la forma de un conflicto o de una dialéctica entre tres personajes: el katechon (“aquel que lo retiene”), el anomos (“el sin ley”) y el mesías (Dios y Satanás son también nombrados, pero se quedan tras bambalinas). Se debe pensar aquí en las indicaciones escenográficas de aquel “misterio” en el sentido teatral del término, que es el Ludus de Antichristo, compuesto y representado en Alemania en el siglo XII: “El templo de Dios y los siete tronos reales son colocados en el escenario de esta manera: al oriente el templo de Dios; cerca de éste, el trono del rey de Jerusalén y el trono de la sinagoga. Hacia occidente el trono del emperador romano; cerca de éste, el trono del rey de los germanos y del rey de los francos… De forma improvista entra el Anticristo” (Ludus, p. 4). Aquí el tiempo se torna espacio y la historia diviene inmediatamente un misterio, o sea, teatro.

La estructura del tiempo escatológico –éste es el mensaje de Pablo– es doble: hay, por una parte, un elemento de demoramiento (el katechon, que ya sea para identificar al Imperio o a la Iglesia, en cada caso identifica una institución) y, por otra, un elemento decisivo (el mesías). Entre los dos se sitúa la aparición del hombre de la anomia. El Anticristo, según los Padres, cuya revelación, que coincide con la salida a escena del katechon, precipita el encuentro final. El mesías –que tanto en Pablo como en la tradición judía hace inoperante la ley– inaugura una zona de anomia que coincide con el tiempo mesiánico y libera, de esta manera, el anomos, el sin ley, en este sentido muy similar al cristianismo. (Pablo, hace bien al no olvidarlo, se define una vez hos anomos, “como sin ley”: “para aquellos que son sin (o, también, fuera de) ley yo estoy convertido como sin –o fuera de– ley”, 1 Cor. 9, 21). El katechon –el Imperio, y también la Iglesia, como autoridades jurídicamente constituidas– es la potencia que contrasta y esconde la anomia que, definida por el tiempo mesiánico, retrasa de este modo la revelación de “el misterio del anomia”. La revelación de este misterio coincide con la manifes-tación de lo inoperante de la ley y con la legitimidad esencial de cada poder en el tiempo mesiánico. (Es, según cada evidencia, aquello que está ocurriendo hoy bajo nuestra mirada, cuando los poderes estatales reaccionan abiertamente como si estuvieran fuera de la ley. El anomos no representa, en este sentido, nada más que el develarse de la anomia que hoy define a cada poder constituido, dentro del cual el Estado y el terrorismo forman un único sistema.)

Me encuentro a mí mismo haciendo conjeturas similares a aquellas con las que Agustín estigmatizaba la arrogancia. Será entonces, si no más prudente, ciertamente más útil concentrarme sobre la estructura del tiempo escatológico que está en cuestión en la carta. Aquella estructura implica –lo vimos– un elemento de demora y un elemento decisivo. El katechon actúa como un bloque y, juntos, son una dilación de la historia: el tiempo es mantenido en suspenso, de modo que la crisis decisiva no puede nunca ocurrir. El momento en el que la dilación llega a su límite extremo, coincide con la revelación del “sin ley”. Esto –de aquí su identificación con el Anticristo (anti no significa tanto la contraposición como la semejanza)– se presenta como una contrafacción de la parusía: la historia bloqueada asume la figura del fin de la historia –o, en términos modernos, de la post-historia, en la que nada puede ocurrir jamás. Se comprende mejor, en esta perspectiva, el doble carácter del tiempo mesiánico, que a menudo se ha intentado definir posiblemente de manera contradictoria, como un “ya” y no un “todavía no”. No se trata de una estructura temporal abstracta, mas sí de un drama o de un conflicto en el que actúan fuerzas históricas absolutamente concretas. El “todavía no” define la acción del katechon, de la fuerza que contiene; el “ya” se refiere a la urgencia del elemento decisivo. Y el texto de la carta no deja dudas en cuanto al resultado final del drama: el Señor eliminará el anomos “con el soplo de su boca y lo hará inoperante con la aparición de su llegada”.

Los actores y las peripecias del “misterio” escatológico que el autor de la carta ha evocado con sus obscura verba, que, una vez restituidas a su contexto dramático, dejan de ser tan oscuras. Y sin embargo, la Iglesia, que en parte ha insertado la perspectiva escatológica que le es consustancial, parece haber perdido todo conocimiento de este contexto. El mysterium iniquitatis ha sido extrapolado de su contexto escatológico, único contexto en el cual podía encontrar un sentido coherente, y, transportado a una estructura intemporal, que tiene su interés en dar un corte teológico al mal, se reúne para retrasar y “frenar” el fin de los tiempos.
Después de las dos guerras mundiales, el escándalo frente al horror ha impulsado a filósofos y téologos, fundándose en el momento quenótico de Cristo, a enraizar en Dios el mysterium, en una suerte de monstruosa –perdóneseme el término– “kakokenodicea”, una justificación del mal a través de la quenosis, con un completo olvido de su significado escatológico. Así, la Universidad Gregoriana ha publicado en 2002 con el título Mysterium iniquitatis las actas de un congreso en donde el texto de la Segunda carta de Pablo a los Tesalonicense no estaba jamás citada. Cosa que no sorprende, desde el momento en que uno de los oradores afirmaba cándidamente que “el misterio del mal es una realidad de nuestra experiencia cotidiana, que no alcanzamos a explicar o dominar”. Desgraciadamente, también los autores que reprochan a la Iglesia el abandono de la escatología terminan transformando el drama del fin de los tiempos en una estructura ontoteológica. Se trata ciertamente de un gesto gnóstico (o cuando menos, como ha sido sugerido, semimarcionista –Milania, Postazione, p. 149) que no opone dos divinidades entre sí, sino dos atribuciones de la misma divinidad en una especie de “ambigüedad originaria”, inspirada, sobre todo en los filósofos, en una miscelánea entre el último Schelling y Dostoievski. En cada caso, estos teólogos y estos filósofos, tal vez sin darse cuenta, terminan, por retomar las palabras del Apóstol, haciendo “sentar [al mal] en el templo de Dios, mostrando(lo) como Dios”.

Al renunciar a cualquier experiencia escatológica de la propia acción histórica, la Iglesia –al menos en el plano de la praxis, porque en cuanto a la doctrina, la teología del siglo xx, desde Barth a Moltmann y a Von Balthasar ha conocido una reanudación de los temas escatológicos– ha creado ella misma el espectro del mysterium iniquitatis. Si quiere liberarse de este espectro, es necesario que ella reencuentre la experiencia escatológica de su acción histórica –de cada acción histórica– como un drama en el que el conflicto decisivo está siempre en marcha. Sólo de esta manera podrá disponer de un criterio de acción que no sea subalterno –como de hecho es ahora– respecto de la política profana y el progreso de las ciencias y de la técnica, que ella parece perseguir por
todas partes buscando en vano asentar sus propios límites. De hecho, no se comprende aquello que ocurre hoy en la Iglesia si no se alcanza a ver que ella sigue en cada ámbito las derivas del universo profano que su oikonomia ha generado.
Hay, en la Iglesia, dos elementos inconciliables, que sin embargo no cesan de atravesarse históricamente: la oikonomia –la acción sal- vífica de Dios en el mundo y en el tiempo– y la escatología –el fin del mundo y del tiempo. Cuando el elemento escatológico ha sido puesto de lado, el desarrollo de la oikonomia secularizada se ha pervertido y se ha convertido literalmente en algo sin fin, sin objetivo. A partir de este momento, el misterio del mal, removido del lugar que le es propio y erigido como una estructura ontológica, impide a la Iglesia cada elección verdadera y provee una excusa para su ambigüedad. Creo que sólo si el mysterium iniquitatis es restituido a su contexto escatológico, puede hacerse posible nuevamente una acción política, ya sea en la esfera teológica o en la profana. El mal no es un oscuro drama teológico que paraliza y convierte en enigmática y ambigua cada acción, es en cambio un drama histórico en el que la decisión de cada uno está siempre en cuestión. La teoría schmitiana, que funda la polítca en un “poder que frena”, no tiene ninguna base en Pablo, en cuyo katechon no hay más que uno de los elementos del drama escatológico y por esto no puede ser extrapolado. Y es en este drama histórico, en el cual el eschaton, último día, coincide con el presente, con el “tiempo de ahora” paulino, y en cuya naturaleza bipartita del cuerpo de la Iglesia como de cualquier institución profana alcanza al fin su apocalíptico despertar, es en este drama siempre en camino que cualquiera es llamado a hacer su parte sin reservas y sin ambigüedad.


Traducción y notas: Ilya Semo Bechet y Armando Cintra Benítez

 

NOTAS

[1] Se trata de la influencia de poder, gubernamental y político que ejercen El Vaticano y la figura del vicario de Cristo sobre los pueblos, contrastando con su poder espiritual como los máximos símbolos de la Iglesia Católica Romana. También se le conoce como Poder eterno. Gracias a esta concepción, la Iglesia Católica de Roma consiguió la autonomía gubernamental de los estados papales y la autoridad monárquica del “Rey de Reyes” depositada en aquel que ocupa el solio pontificio una vez que el Espíritu Santo le ha elegido. (Nota de los T.)

[2] El donatismo fue un movimiento cristiano surgido en Numidia (Argelia). Se originó como una reacción ante el relajamiento de las costumbres de los fieles. El obispo de Cartago, Donato Magno (¿?- 355), aseguraba que solamente aquellos sacerdotes que vivieran su vida sin pecados eran los que podían administrar los sacramentos y convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo en la eucaristía. En el año 314 la doctrina donatista fue condenada en el Concilio de Arles y luego San Agustín de Hipona pidió que se castigara a los donatistas con las máximas penas al calificarlos de apóstatas, de aquí que todo lo considerado a la doctrina donatista sea visto como una herejía. (Nota de los T.)

[3] La ecclesia permixta de San Agustín se refiere a una comunidad peregrina establecida como lazo fraterno entre santos y pecadores al interior del cristianismo. (Nota de los T.)

[4] En italiano fuori-legge. Expresión que proviene probablemente del francés hors la loi.

[5] Katechon quiere decir en griego retener, contener, impedir, etc. Es utilizado dentro del Evangelio por primera vez en la segunda epístola de San Pablo a los Tesalonicenses, versículos 6 y 7. En el contexto evangélico se refiere al poder que por medio de una violencia retiene o pospone otra violencia apocalíptica. Carl Schmitt dota de un significado propiamente político al término: “La creencia de que una restricción mantiene a raya el fin del mundo nos provee del único puente entre la parálisis escatológica de los eventos humanos y el tremendo poder histórico [Geschichtsmachtigkeit] del Imperio Cristiano o los Reyes Germánicos”. (Nomos de la Tierra). Agamben traduce el concepto por trattiene, que presenta una serie de problemas para la traducción. Trattiene significa “impide” o “retiene”, pero a la vez expresa el entretenerse con algo en el sentido de perder el tiempo. En ocasiones traducimos trattiene por retener, y en los casos donde su connotación es más temporal como demorar. (Nota de los T.)

[6] La parusía, para la mayoría de los cristianos, es el acontecimiento esperado al final de la historia, de la Segunda Venida de Cristo a la tierra, cuando se manifieste gloriosamente. (Nota de los T.)

* “Mysterium iniquitatis” reproduce el texto inédito de una conferencia pronunciada en Friburgo el 13 de noviembre de 2012 en ocasión del otorgamiento de la láurea honoris causa en teología. Los argumentos tratados en esa ocasión se entrelazan estrechamente con la sucesiva tentativa de interpretación de la abdicación de Benedictio XVI ( “El misterio de la Iglesia”). Creemos que es oportuno publicarlo, no obstante su proximidad, sin atenuar las resonancias y las repeticiones.

[7] Colosenses: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios”. Biblia de Jerusalén, Epístola a los Corintios, pp. 275-276.

[8] Efesios, 1, 9-10: “Dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra”. Biblia de Jerusalén, Epístola a los Efesios, pp. 264-265.


[9] Efesios 3, 9: “Y el esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en
Dios, Creador de todas las cosas”. Biblia de Jerusalén, Epístola a los Efesios, p. 266.

 

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