Christopher Domínguez Michael

Los riesgos de la interpretación
Entrevista con Roberto García Bonilla

 

 

 

En Christopher Domínguez Michael (1962) el ejercicio de la crítica literaria estuvo precedido de una formación política integrada a los procesos sociales; colaborador, en los años ochenta, en publicaciones como Territorios, El Machete y El Buscón. Desde niño encontró y templó su vocación escribiendo tratadillos sobre zoología de los mamíferos; una pasión de la que se encuentran rastros en William Pescador (Era, 1997), novela breve inmersa en la domesticidad infantil de dos hermanos cuyas peripecias se sumergen en “Omarca […], una ciudadela habitada por mil familias con sus hijos y sus sirvientas”. El narrador y protagonista salva su integridad y adquiere el respeto de los vecinos del feudo gracias a sus dotes de cartógrafo. Ese mundo fantástico de la infancia germinó en el escritor concebido como aquel que escribe sobre historia, política, literatura, que es polemista y realiza una crítica obsesionada con el mundo de la historia, de la tradición política.

El ambiente intelectual de izquierda heterodoxa en el que se formó a finales de los setenta, cuando se intentaba modernizar el Partido Comunista Mexicano, lo marcó. Como muchos otros intelectuales del siglo xx, Domínguez Michael transitó del marxismo al liberalismo, y así se han definido los rumbos del crítico literario que acaba de cumplir 50 años y cuya dirección política se bifurcó con la literatura, ya que desde la infancia quiso ser escritor. El primer ensayo que recuerda haber publicado fue sobre José Revueltas en 1980. Más tarde fue reseñista en la revista Proceso antes de encontrar los sitios que lo conformarían como crítico: el Fondo de Cultura Económica y Vuelta, donde el encuentro con Octavio Paz y el grupo de escritores que hacían la revista fue decisivo para él.
En agosto de 1987, Christopher Domínguez se integró al consejo de redacción de la Gaceta del Fondo; coincidentemente ese número –el 200– se dedicó a la literatura mexicana. Adolfo Castañón reunió a un grupo de jóvenes escritores y editores en una suerte de tertulia y seminario. Se encontraba cada día con Daniel Goldin, Francisco Hinojosa, Julio Hubard, Jaime Moreno Villarreal, José Luis Rivas y Tedi López Mills. En medio de esas lecciones conversadas se gestó la Antología de la narrativa mexicana del siglo xx (FCE, 1989, vol. I; 1991, vol. II), el proyecto crítico literario y editorial más significativo de su generación. Christopher Domínguez sintetizó ese trabajo como “un ejercicio de crítica de la cultura”, entendiendo la narrativa como una zona más que como un género. En la cuarta de forros describió el segundo volumen como “el mapa de la narratividad de las letras mexicanas durante los últimos cien años”.

Algunas vertientes de esta compilación se encuentran en el Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana (FCE, 2007), cuya publicación provocó muchos comentarios adversos; se impuso el malestar personal a la ponderación analítica. Christopher Domínguez Michael señaló a sus detractores, entre otros aspectos, que su diccionario pretendió ser “una obra de autor, amparada únicamente por mi nombre y apellidos, libro dispuesto alfabéticamente en que se expresan las opiniones de un crítico literario[…] Nunca entendí por qué un diccionario personal y de autor no puede ser al mismo tiempo un diccionario crítico, ni tampoco veo la razón para renunciar al uso de la palabra crítico como adjetivo, pues eso y no otra cosa he sido durante veinticinco años […] No sabía yo que la palabra diccionario fuera término legal o estuviese patentada por tal o cual cenáculo o academia” (Letras Libres, abril de 2008).
En la segunda edición aparecen 21 nuevos autores: “historiadores y filósofos que han escrito obras decisivas para nuestra prosa”, por ejemplo, José Gaos, Jorge Portilla, Emilio Uranga, Miguel León Portilla, Jean Meyer; así como narradores y poetas no incluidos en la primera edición como Elena Poniatowska, Paco Ignacio Taibo II y Bárbara Jacobs. Se encuentran, asimismo, nuevos escritores que durante el último lustro han confirmado solvencia en nuestro ámbito; entre ellos se cuentan Heriberto Yépez, Cristina Rivera Garza, Yuri Herrera, Fabrizio Mejía, José Eugenio Sánchez y Guadalupe Nettel. Y algunos de los autores que ganaron mayor espacio en el libro son Amparo Dávila, Inés Arredondo, Francisco Hinojosa, Fabienne Bradu, Daniel Sada, Vicente Leñero, Fernando del Paso y Octavio Paz. Esta segunda edición contiene, en suma, 165 autores, la mayoría de los cuales están consignados en la primera edición al inglés del volumen: Critical Dictionary of Mexican Literature, 1955–2010 (traducción de Lisa M. Dillman. Dalkey Archive Press, Champaign/London/Dublín, 2012).
El crítico e historiador a continuación diserta sobre tópicos que rebasan con mucha frecuencia las fronteras de la convención y sus esquemas; desde la definición de su propia disciplina hasta los hacedores del canon literario, pasando por la inútil pugna que divide la crítica periodística de la crítica académica y la dificultad de la definición del ensayo como género.


¿Podrías hablar sobre tus primeros textos en la infancia y adolescencia, por ejemplo?, ¿en ese tiempo escribiste textos autobiográficos?
De niño me daba por escribir tratadillos, primero, sobre zoología de los mamíferos, que era mi pasión. De aquello a la crítica literaria, comprenderás que no hay gran distancia: desde entonces me gustaban las clasificaciones taxonómicas. Después me dio por inventar un país y hacer la historia de sus revoluciones, todas ellas de corte soviético y todas ellas imaginarias y todas descritas a través de periódicos domésticos. De aquel mundo infantil dejé testimonio en William Pescador (1997), novela corta que empecé a escribir durante la adolescencia...


¿Cuál es el primer texto que recuerdas haber escrito y cuál fue el primero que publicaste?
El primer ensayo que publiqué fue sobre José Revueltas que estaba muy en la discusión intelectual de la izquierda mexicana, de la que yo formaba parte. Se publicó en 1980 en la revista Territorios (UAM Xochimilco) que dirigía Roberto Escudero. Era más política que literatura pero entraba en lo que podría llamarse cultura política.


¿Qué importancia tuvo tu formación política en tu vocación como crítico?
Me formé en el ambiente intelectual de la izquierda heterodoxa que a fines de los setenta estaba tratando de modernizar al Partido Comunista Mexicano. Esa experiencia de marxismo abierto y crítico en el que se encontraba gente como Roger Bartra, desde luego marcó el tipo de intelectual que yo iba a ser. Y pasé muy pronto de la crítica política a la crítica literaria porque desde niño, esencialmente, fui una persona de libros.


Fue, entonces, una transición natural…
Sí, desde mi más tierna infancia, para decirlo de alguna manera cursi, yo quise ser escritor, y para mí el escritor era una figura que escribía sobre historia, sobre política, sobre la literatura; y esta idea del escritor como polemista, publicista –como antes se decía–, y crítico en general, hizo que fuera muy natural mi paso de la crítica política a la crítica literaria. Una crítica literaria que siempre ha estado obsesionada con el mundo de la historia universal, de la tradición de las ideas políticas, la historiografía revolucionaria.


¿Qué entiendes por crítica literaria?
Es una actividad intelectual cuyo objetivo es la conversación con los lectores. Para mí la crítica es una rama de la literatura. El buen crítico literario, académico o no, es un escritor que escribe sobre otros escritores. Esto no quiere decir que yo crea, como lo llegué a pensar –antes de leer el tratado de Tomás Segovia, Poética y profética (FCE, 1985)– que la crítica sea una actividad cuyo estatuto epistemológico, por decirlo así, sea el mismo que el de un poema o una novela. La crítica es una actividad secundaria en relación con la creación, porque si ponemos la creación y la crítica como equivalentes, entramos en una serie infinita
de tautologías.
Y cuando yo digo que la crítica literaria es una parte de la literatura quiere decir que las exigencias morales, intelectuales y políticas de un crítico deben ser las mismas que las de un poeta o las de un novelista: una relación de lo más apasionada y responsable con el lenguaje. La primera obligación de un crítico literario es escribir bien. Pero considero que en la crítica literaria sí hay una pretensión de verdad filosófica, una ambición de rigor histórico que no tiene por qué existir en la novela ni en la poesía. La creación y la crítica no son fenómenos estéticos del todo semejantes.

¿Qué distingue, en tu opinión, a la crítica que alimenta las revistas y los suplementos de la crítica académica?
Primero hay que definir qué se entiende por crítica académica. Yo provengo de la tradición de los antiguos críticos literarios formados –antes que en las universidades– en las revistas literarias y en el periodismo cultural. Esa tradición, del siglo XIX, que dialoga con el lector, se modificó profundamente en la segunda mitad del siglo xx cuando se impusieron las modas teóricas post-estructuralistas que pregonaban la autonomía de la literatura, e invadían –a la vez– la literatura con terminología y hermenéutica importadas de la filosofía y las ciencias sociales. Ésa es la crítica académica que rechazo, lo cual no quiere decir que no admire y lea a Roland Barthes o a Gérard Genette o a quienes les prepararon el camino, Empson, Richards o el formalismo ruso. En los próximos años publicaré la historia informal de la crítica que he estado escribiendo desde hace mucho tiempo y espero dejar claras esas simpatías y diferencias.


¿Y cómo caracterizarías la crítica en una revista como Vuelta?

La crítica que se hizo en la revista Vuelta, la que se hace en la revista Letras Libres, o la que se hizo en la Argentina en la época de Sur, o en Cuba en la época de Orígenes, o en la revista de Occidente en tiempos de Ortega y Gasset, etcétera, es una crítica, insisto, basada en el diálogo con el lector; en asumir que hay unos valores de inteligibilidad comunes a todos los agentes de la creación literaria: el autor, el lector, el crítico. Esta crítica se distingue radicalmente de la crítica profesoral, terminológica y hecha sobre todo por profesores
y para profesores.


¿Qué sería, en tu opinión, lo deplorable de la crítica académica?
Creo que el momento de mayor predominio de esta crítica postestructuralista ya pasó. Y si no ha pasado, como yo no estoy en las universidades, no me afecta directamente el imperio de lo que Harold Bloom llamó la “escuela del resentimiento”, tan empoderada en muchas universidades norteamericanas y en sus filiales imitadoras en tantos lugares.


¿Y crees que esa pérdida de predominio se debe a esa misma autodestrucción a la que también se ha referido Bloom?
Creo que la batalla dada por Bloom fue en verdad exitosa en lo que respecta, al menos, a la percepción pública de las modas universitarias como ruina de la enseñanza de la literatura. Parece que continúan haciéndolo, me dicen mis amigos en los Estados Unidos, pero ya carecen de lo que era oxígeno para ellos: la jactancia de estar a la vanguardia. Ya no lo están: son a la vez académicos y academicistas. En efecto, son escuelas dadas a la autodestrucción y como dependen, o dependían, de las modas francesas, al cambiar éstas, con la edad de los profesores, han mutado de carácter. Ese campo está plagado de desertores y de arrepentidos o simplemente de aquellos que modelaban sus textos para complacer a sus jefes de departamento en turno.

¿La mayor virtud de la crítica que aparece en las publicaciones periódicas, entonces, es el diálogo con los lectores?
Sí. Y, por ejemplo, cada semana y cada mes, se pueden leer The New York Times Review Books o el Times Literary Suplement que son revistas de conversación literaria para un público amplio, en la medida en que puede ser amplio el público interesado por la literatura. Con mucha frecuencia son ensayos escritos por profesores universitarios. Algunos de ellos admirables y que están acostumbrados a este intercambio abierto, rico, a veces muy erudito... Aunque también hay superficialidad, servilismo ante los autores que venden las grandes editoriales y una tendencia a rebajar el nivel del discurso crítico para complacer el bajo nivel de los lectores. Esos riesgos siempre aquejan a la crítica periodística y hay que señalarlos, pero lo que llaman crítica periodística a veces tiene una connotación peyorativa que olvida que el mismo George Steiner la ha hecho toda su vida. Además de ser un laureado profesor en muchas universidades, él sucedió a Edmond Wilson en The New Yorker y sigue escribiendo en el tls. Para Steiner, un verdadero crítico, el espacio de la reseña y el de la vida universitaria no están reñidos, son complementarios. Sainte-Beuve mismo dio sus cursos universitarios en Lausana. Uno y otro alimentaron con savia académica sus libros periodísticos y viceversa.


¿Cómo te integraste al consejo de redacción de La Gaceta del Fondo de Cultura (agosto de 1987, No. 200)?
Tuve la fortuna de llegar al Fondo de Cultura Económica gracias a Adolfo Castañón, y encontrarme con selectos y muy queridos escritores mexicanos, entre los cuales tuve la oportunidad de formarme; fue una educación formidable. Entré cuando el Fondo lo dirigía Jaime García Terrés, y hacer La Gaceta cada mes –durante la segunda mitad de los años ochenta– fue un permanente aprendizaje, no sólo de las artes, de la edición y de la crítica, sino de la literatura misma, en un ambiente de conversación literaria cotidiana, obsesiva, sabrosísima con Adolfo Castañón, José Luis Rivas, Daniel Goldin, Tedi López Mills, Jaime Moreno Villarreal y Julio Hubard. Esa formación para mí equivale a todo lo que hubiera podido conseguir en la carrera universitaria que no estudié. Y de La Gaceta, de manera natural, pasé a formar parte de la revista Vuelta. Ese doble espacio, Fondo de Cultura-Vuelta, es el que me formó como escritor, como crítico literario.


¿Qué distinguió a La Gaceta de esa época entre las revistas y suplementos que se publicaban en ese momento?
La Gaceta tenía sus particularidades; ventajas y desventajas. Al formar parte de una empresa pública, en La Gaceta teníamos que comentar lo que se desprendía del catálogo literario del Fondo que era muy rico. Estábamos en el mejor de los mundos posibles sin tener que preocuparnos. La Gaceta no le reportaba mayor gasto al Fondo ni ambicionaba ser vendida, lo cual daba una relajación bucólica, casi paradisíaca para quienes la hacíamos. Era, al mismo tiempo, una revista institucional y alejada, hasta cierto punto, de las pugnas de los grupos literarios.


¿Cómo enriqueció tu proyecto escritural la participación en revistas, en Vuelta y en La Gaceta?
Cuando llegué a La Gaceta ya había aprendido a hacer reseñas, que tenían que ser breves y estaban sometidas a la disciplina que exige el periodismo: síntesis y opinión, fallida o no, contundente. Eran las reseñas que hacía en la revista Proceso. Y lo que aprendí en La Gaceta y en Vuelta fue a hacer ensayos en un clima de discusión intelectual en tiempos heroicos y fantásticos que no volverán donde la extensión de los ensayos era lo de menos. Escribí ensayos de hasta 30 páginas sobre Alfonso Reyes, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Martín Luis Guzmán, Goncharov y muchos otros, mexicanos y extranjeros; el único límite era el momento en que las ideas propias se volvían reiterativas –dudo que un joven crítico tenga hoy la libertad de extenderse como la teníamos nosotros en La Gaceta o en Vuelta. Esos ensayos, corregidos, aumentados o resumidos y a veces hasta estropeados (no siempre la autocorrección mejora un texto) fueron a dar a mi primera colección de ensayos, La utopía de la hospitalidad, que sacó Vuelta en 1993 y han ido sobreviviendo en libros posteriores
como La sabiduría sin promesa (2009) o El XIX en el XXI (2010)...


¿Cómo crees que se ha transformado la crítica en el último cuarto de siglo en México?
Una de las tradiciones más alcurniosas de la crítica es deplorar su propia inexistencia. El crítico, por su propia condición, tiene que ver lo que falta, lo ausente. La tradición de la crítica literaria en México –no la única, pero para mí la central– ha sido muy rica, para no irme muy lejos, desde los Contemporáneos. Lo que hicieron Cuesta, Villaurrutia, Torres Bodet, Gorostiza, en Contemporáneos (1928-1931) en Examen (1932) y en toda su órbita como editores de revistas, fue una base formidable de la cual salen nada menos que Octavio Paz y sus revistas (Plural, 1971-1976; Vuelta, 1976-1998); se desprende la generación que ha hecho la crítica que en México a mí me interesa, de la que yo he formado parte en los últimos veinticinco años. Hay otras escuelas que son primas y vecinas, la de Carlos Monsiváis, La Cultura en México (1962-); la de Nexos (1978-), donde hay historiadores de la cultura mexicana y críticos literarios notables, que respeto mucho.
Los poetas de Contemporáneos nos pusieron un listón muy alto. Y cuando yo juzgo mi propio trabajo me veo como la continuidad de una tradición en la que tengo que honrar a Cuesta, a Villaurrutia, a Paz y después de Paz a Tomás Segovia y a Juan García Ponce, etcétera. Yo me considero con todas sus letras, y sin ningún temor al qué dirán, un epígono; un resultado de la tradición, alguien que fue educado por toda una serie de escritores –la mayoría de ellos– que no conocí, con los cuales me educo día a día. En el momento de mayor jactancia o
delirio sólo llego a concebirme como el fin de un camino...


¿Quiénes han sido tus modelos de historiador y crítico literario?
Desde luego el padre de todos nosotros que es Sainte-Beuve (1804-1869); casi diario lo leo y me parece maravilloso. No hay día que no descubra algo extraordinario de él en los muchos tomos y tomos de crítica y ensayo literario. Su obra fue muy despreciada a lo largo del siglo xx por el libro póstumo, Contra Sainte-Beuve, de Proust. Casi no se reimprimió Sainte-Beuve en el xx, se le criticó mucho, además, su menosprecio de Baudelaire, de Balzac, de Stendhal.
Otro modelo de cualquier crítico que se respete es Cyril Connolly (1903-1974), por encarnar la historia privada de la literatura criticada desde el punto de vista de la moral del escritor. También ha sido muy importante para mí la escuela de críticos de la Nouvelle Revue Française: Gide, Valéry, Thibaudet, Paulhan, Suarès. Ésas son las vertientes en las que bebo. No es casual que uno los lectores de estos críticos en México haya sido Jorge Cuesta (1903-1942), que para mí siempre es un ejemplo. Es nuestro primer crítico moderno: le tengo devoción.

II


Además de permanecer como un testimonio de la crítica y de compilación, ¿cómo ves en perspectiva y qué rescatas de tu Antología de la Narrativa Mexicana del Siglo xx (vol. I, 1989; vol. II, 1991)?
Rescato el propósito que yo tuve a los veinticinco años. En una edad muy tormentosa me propuse trazar el mapa de una ciudad de historia literaria. Lo que me gusta de la antología fue la idea de alguien que hace el diseño de una ciudad. La forma que le di, considero, me dio una estructura intelectual y hasta moral de la que me siento orgulloso y, de alguna manera, todos mis libros de historia literaria han sido fatalmente una repetición de la Antología: una historia literaria que fuera cronológica donde hubiera un peso importante de la historia de las ideas. Soy un historiofílico. Desde luego, algunos autores y detalles que están ahí ya no me gustan; y la valoración que yo podía tener de otros de ellos hace veinte, veinticinco años, naturalmente ya no es la misma.


… es un cambio permanente que existe en toda la crítica…
¡Sí, la crítica se basa en el movimiento y la discontinuidad! La crítica no reposa y quizá mi mayor distancia en relación con la antología, es que sea una antología basada en una idea democrática de la cultura mexicana innecesaria y redundante actualmente. En los ochenta, política y culturalmente, los mexicanos estábamos obsesionados, por fortuna, con la pluralidad. Entonces yo hice una antología plural en que estuviera representada la variedad de la literatura mexicana.


…más acumulativa que selectiva…
Exactamente. Ya corrió el tiempo; cada quien está más recluido en su propia escuela, en sus propios gustos y me parece que aquella antología, si alguien me obligara a volverla a hacer –Dios no lo quiera– no sería tan amplia, ni tan ecuménica, ni tan democrática. Ésta fue una antología que caía en mis manos como un libro que iba a llenar un hueco en el Fondo de Cultura Económica, y yo me sentía predispuesto a ofrecer al lector el mayor número de escritores. Y nunca acabaré de agradecerle a Jaime García Terrés la libertad que tuve a lo largo de todo mi proyecto. Nadie jamás vio la lista de autores. Adolfo Castañón ni nadie de los que estaban cerca pusieron en duda la independencia, la solvencia de mi criterio. La gran mayoría de los autores que “canonicé”, para usar esa palabra que cifra a la vez lo que se desprecia del crítico y lo que se espera de él, siguen allí. El canon de nuestra narrativa quizá ya existía (por cierto, la palabra se usaba poco antes de El Canon Occidental (1994), de Bloom: si ves los prólogos de mi Antología, que es de 1989-1990, casi no la utilizo), pero me alegra haber contribuido a organizarlo.


¿Cómo escribir de autores que pueden ser importantes, pero a los que no siempre se admira, o incluso se les puede tener cierta antipatía personal?
Los mexicanos provenimos del tipo de tradición literaria latina y española pero también de la tradición de la literatura francesa, en las cuales hay mucha convivencia entre nosotros, en comunidades políticas, en barrios de las ciudades, en fiestas, en empresas editoriales. En México, en Francia o en España –en el mundo anterior al enclaustramiento universitario anglosajón, al menos– el crítico formaba parte de los escritores; compartía sus debilidades, sus vanidades y tenía, tiene, una posición complicada pues tiene que escribir sobre sus amigos, sobre sus enemigos, sobre gente que frecuenta varias veces a la semana, sea hombre o mujer. También existe la fatalidad de escribir –a veces– sobre la gente con la cual uno tuvo relaciones sentimentales. Esta es la naturaleza de la vida literaria latina.
Existe otro modelo, el del crítico anglosajón –estamos hablando de modelos que pueden ser con justicia caricaturizados– que suele ser una suerte de ermitaño en un cubículo universitario o que vive en el campo allá en Escocia, que se precia no haber visto jamás la cara de los escritores sobre los que escribe, y que a veces –manteniendo el rigor– si por casualidad algún escritor que él conoce publica un libro, justamente por esa razón, se abstiene de escribir. Esa pureza monacal es muy atractiva pero no es el modelo de la vida literaria latina. ¿Cómo se resuelve esa disyuntiva? Quizás haya que admitir lo que Nietzsche decía de Sainte-Beuve cuando éste ya se había muerto: el crítico es el eunuco que ha sido privado por los dioses de la posibilidad de engendrar, o sea de crear arte, entonces es una criatura cercenada. Hay algo de cierto y creo que los críticos somos concebidos como criaturas incompletas, frustradas, por fuerzas maliciosas. Ésa es una parte esencial de la imagen del crítico y su labor. La otra parte es antitética y es la idea del crítico como educador. Uno tiene que tener la conciencia de que el crítico es –por una parte– una criatura en el mundo de la literatura, que aspira a la vez –paradójica y contradictoriamente– a elevarse sobre el mundo de la literatura ejerciendo una de las cosas más ingratas en la existencia humana que es el juicio. Porque el crítico juzga.

Ya que hablas del juicio externo hacia el crítico, ¿cuál fue tu aprendizaje de esa gran polémica que provocó la primera edición de tu Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana?
A veces la palabra “polémica” es muy elegante porque podría tratarse sólo de desahogos y exabruptos, basados en que el crítico trabaja sobre una cosa delicadísima: la vanidad literaria. Cuando uno juzga, excluye; cuando hay una suma de juicios, de exclusiones y también de reconocimientos, es natural que haya gran alboroto.
La crítica es esencialmente reconocimiento. Cuando se ve sólo el índice de la Antología de la Narrativa Mexicana del siglo xx o del Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana, lo que más sobresalen son las ausencias. Yo creo que lo más importante en el ejercicio del crítico literario es, en esencia, la clasificación; hablar sobre muchísimas obras ajenas y hablar sobre la mayoría de estas obras con una enorme simpatía. Contra lo que se piensa, el crítico literario tiene por naturaleza una enorme simpatía por el mundo de los otros. Y si tú tomas el Diccionario…, encuentras, primero, que la mayor parte de las entradas son de escritores que admiro o aprecio y cuya obra me parece que hay que compartir con los lectores. Y en segundo término está,
desde luego, la discusión con obras que están en duda, empezando por la del propio crítico…


Y esa duda la aclarará el tiempo…
Sí, claro, siempre se dice: todos los escritores están esperando el juicio y la posteridad; más que cualquier otro escritor, lo está esperando el crítico porque el crítico se enfrenta directamente con la tradición y apuesta con ella sobre la mesa. Y creo que cuando un crítico omite una obra o la considera mal, el castigo –por así llamarlo– de la posteridad, es muy pesado. Yo creo que lo importante de un crítico no es que sus caballos ganen la carrera, eso es secundario; lo importante es que vaya todos los días al hipódromo; es decir, estar siempre apostando.


¿Cuáles son los los cambios cualitativos y cuantitativos de la segunda edición del Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana que está a punto de aparecer?
Un crítico literario también tiene necesidades intelectuales, retóricas que satisfacer en la realización de su propia obra; entonces el hecho de que sea un libro en orden alfabético me da la oportunidad de hacer precisamente lo que estoy haciendo con esta segunda edición: aumentándolo en la medida en que voy leyendo y juzgando nuevas obras. Ahora estoy incluyendo autores sobre los que no había escrito en la primera edición, o sobre los que había escrito aunque no había publicado los artículos. Algunos de los textos nuevos que aparecen en esta edición los hice en los últimos cuatro años, sabiendo que irían a formar parte del diccionario en su segunda edición. Aparecen, por ejemplo, un largo ensayo sobre Elena Poniatowska y otro sobre Paco Ignacio Taibo II, a los cuales les debía yo una reflexión extensa.


…sigues actualizando tu mapa histórico y opuscular de la literatura mexicana…

…Así les sucede a los críticos literarios. A veces un autor no aparece porque uno no lo ha leído, sino debido a que uno no ha podido escribir algo que sea competitivo. Hay entradas o voces sobre historiadores, porque yo soy un crítico que considera que la historia narrativa, la historia bien escrita forma parte de la literatura. Entonces incluyo textos que estos años tuve oportunidad de hacer sobre Jean Meyer, Miguel León Portilla, Edmundo O’Gorman, José Gaos. Incluyo, también, a Luis González y González, a Daniel Cosío Villegas, personaje de la literatura mexicana centrado en la literatura histórica y en la crítica política. Y están algunos de los escritores que en este último lustro han destacado, como Heriberto Yepez, Fabrizio Mejía Madrid, Guadalupe Nettel (1973), Yuri Herrera, entre otros... Y entre los poetas están Jorge Esquinca (1957), Luis Felipe Fabre (1974), Javier Sicilia (1956). Entre los narradores que aparecerán por primera vez en esta edición están Bárbara Jacobs y Mauricio Montiel Figueiras (1968). Asimismo sustituí algunos ensayos que no me parecían tan completos y cuyas entradas enriquecí, por ejemplo, el de Elsa Cross, Fabienne Bradu, Carmen Boullosa.


¿Sigues manteniendo la idea de dos vertientes: una antología personal y un diccionario de autor?
Sí. Una de las cosas que me criticaron en la primera edición, con razón, fue que en el tipo de presentación no estaba suficientemente separada la distancia entre los textos. Por ejemplo, sobre Alí Chumacero tenía yo dos textos, uno de 1987 y otro de 2003. Entonces no se entendía dónde acababa uno y dónde iniciaba el otro. Les puse subtítulos para que el lector distinga cuándo un autor tiene textos que provienen de distintas épocas de mi trabajo.


Una de las críticas fue que lo hubieses denominado Diccionario Crítico “de la Literatura Mexicana”… ¿por qué no un título más personal, menos totalizador?
Soy crítico en lo sustantivo y en lo adjetivo.

III

¿Cómo defines el ensayo como género y cuáles son, en tu opinión, sus vertientes, y a cuál de esas vertientes se integra tu escritura?
Yo creo que el ensayo es la forma de expresión privilegiada del pen- samiento moderno y por su propia naturaleza es de muy difícil definición. Para llegar a definir qué es el ensayo y hacer que se entienda, se requiere de estudiantes y lectores bastante maleados, en el sentido en que hayan leído la suficiente literatura como para que distingan un ensayo a primera vista, lo cual requiere cierta educación. Enseñar qué es el ensayo es complicado; es más fácil hacer listas de lo que no es un ensayo: un ensayo no es una monografía académica,
un ensayo no es un artículo político, un ensayo no es, simplemente, una opinión literaria, y un ensayo tampoco es que cuentes lo que te pasó yendo a comprar el pan o qué viste la última media hora que navegaste en internet.
Yo hago ensayo literario (no hago ensayo-ensayo, como le dicen ahora) que aspira a lo que nos enseñaron Alfonso Reyes y Octavio Paz –tenemos maestros inmensos–: a ser riguroso, a ser documentado, a ser histórico, a ser respetuoso con la tradición y a ser ameno, además. Creo que soy un ensayista que siempre prefiere citar. Asumo que en la tradición de la lectura nunca hay novedades, que nuestras opiniones son lo que quedan de las opiniones de otros. Las definiciones, por lo demás, pueden ser relativas y complicadas. Si uno dice “yo hago reseña” se considera que es un trabajo menor. Digo, entonces, yo hago ensayo. Soy un ensayista literario cuya principal ocupación es la crítica literaria que tautológicamente se manifiesta a través del ensayo.

¿Al escribir piensas en lectores imaginarios?
Sí, yo tengo mis grupos de lectores imaginarios que son para quienes escribo. A veces son los autores; a veces son mis adversarios, muy frecuentemente; y a veces soy yo mismo en alguno de mis avatares. Yo escribo siempre con alguien en la espalda y siento que es imposible hacerlo de otra manera. Con esa imagen, la de Stendhal mirándome escribir, terminé Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V (1997). Uno puede escoger al lector imaginario que se le dé la gana.


¿A qué crees que se deba esa inútil y equívoca pugna entre la crítica periodística y la crítica académica?

Yo partiría de la idea de que los grandes críticos que yo admiro y que yo leo han hecho las dos cosas, desde luego, con diferencias. No es lo mismo escribir un ensayo para un seminario donde los lectores son críticos literarios o estudiantes de letras, que escribirlo para el público de una revista literaria o un suplemento cultural; aunque entre unos y otros no debe haber tanta distancia como se cree. Y vuelvo a poner el ejemplo de Steiner; Sobre la dificultad y otros ensayos (2001, FCE) o Después de Babel (FCE, 1980) son libros que requieren de un lector muy experto; pero no es mucho más experto que el lector para el cual Steiner escribe sus ensayos y reseñas. La crítica tiene sus modos, y el modo dirigido a la academia es distinto al modo dirigido al lector de periódicos. Mi idea de la crítica es que la distancia entre estos dos polos no es, ni puede ser tan grande; muestra de ello son Edmund Wilson (1895-1972), el propio Sainte-Beuve o Connolly; un texto suyo lo reconocen los académicos y los lectores de periodismo literario porque es suficientemente rico para que cada quien saque lo que necesite.


¿Cuál es tu opinión del Diccionario de Escritores Mexicanos de Aurora Ocampo (Nueve volúmenes, 1988-2007)?
Para mí es muy útil porque contiene las hemerografías, es un instrumento de trabajo indispensable. No tiene nada que ver con el diccionario que yo hice; lo único que lamento es la lentitud de su elaboración; en el tomo I está la A, entonces tú quieres buscar, por ejemplo, los últimos artículos de Jorge Aguilar Mora o de Héctor Aguilar Camín, vas a llegar sólo hasta 1985. Ahora con los sistemas informáticos las entradas y los autores deben estarse actualizando permanentemente y deben estar en línea.


¿A qué crees que se debe la ausencia de una historia de la literatura mexicana cuyos registros abarquen autores, obras, épocas, corrientes, incluso grupos y revistas dentro de un contexto histórico?
Éste es un problema que resalta en muchas áreas de la crítica mexicana. Hay varias historias de la literatura mexicana aunque por lo general son proyectos muy largos –que consumen generaciones enteras– hechos por grupos muy amplios de académicos; la mayoría de las veces las personas que están en esos grupos conspiran para que no se finalice la labor. Habiendo hecho antologías e historias literarias –sólo con la ayuda de la fotocopiadora– a mí me desespera que las instituciones académicas con tantos recursos trabajen de manera tan lenta. Ése es un problema de ineficacia y burocratismo.
Creo que una de las razones por las cuales padecemos la ausencia de estas obras de historia literaria en el mercado es que somos muy pocos los que hacemos esta clase de libros, y al ser muy pocos se nos exige destempladamente que abarquemos todo el escenario.


La hostilidad hacia trabajos como el mío sería menor si los poetas, los escritores, los novelistas y los lectores, estudiantes o no, llegaran a la librería más cercana y tuvieran en la mesa de las historias literarias seis o siete historias y antologías distintas. Así, las feministas, los marxistas, los nacionalistas, los lésbico-gay tendrían su propia historiografía.
Una gran carencia de la literatura mexicana es que las obras de referencia y de crítica son muy escasas. Y una literatura de las dimensiones de la nuestra debería tener en el mercado –como es el caso de la literatura francesa o inglesa, o de la poesía de los Estados Unidos– seis o siete libros de referencia que se complementaran y que lograran satisfacer el noventa por ciento de las necesidades del público universitario y no universitario. Entonces, si un crítico te antipatiza, consultas otra fuente. Pero si somos sólo dos o tres personajes los que hacemos este trabajo durante décadas enteras, es natural que la atención y la exigencia se concentren en nosotros.


¿A qué crees que se debe que ahora en México aún suele confundirse de manera proclive la crítica con la censura?
Yo creo que el asunto es clarísimo –ya muchos historiadores y ensayistas lo han tocado– en los países hispánicos no tuvimos suficiente crítica en el siglo XVIII. La Inquisición española fue rápidamente sustituida por los dogmas primero neoclásicos y luego románticos en el siglo XIX, y a su vez los de ese siglo por el marxismo revolucionario y sus vertientes jesuíticas, etcétera. Seguimos siendo naciones donde la palabra crítica huele a azufre, donde la palabra crítica se confunde con censura, como tú dices, con denuesto. Y en países de tardía maduración democrática,como el nuestro, esto provoca perversiones.


Alguna gente tiende a creer que todos aquellos que generamos conocimiento crítico, discusión intelectual somos o deberíamos ser responsables públicos del padrón electoral literario; es decir, que si el mapa de la realidad no es del tamaño de la realidad, censuramos. En ese mundo ideal todos deberíamos estar mencionados, todos deberíamos ser igualmente atendidos por el Estado cultural benefactor. En países como Francia, donde la polémica intelectual es durísima, la discusión no reside en la existencia o inexistencia de la crítica; se asume que el crítico es un personaje central de la vida intelectual y que los críticos están para discutir y para pelear. Nuestro trabajo como críticos es juzgar y respaldar lo que juzgamos, lo cual genera –como es natural y hasta un poco bochornoso decirlo– la exclusión.


Después de leer Los profetas del pasado. Quince voces de la historiografía sobre México (Era, 2011), uno advierte tu pasión por la historia de México. ¿Por qué decidiste ser crítico literario y no historiador social?
Soy un gran lector de historia, un apasionado de la historia de México, pero no soy una excepción entre los críticos que tienen como segunda pasión, o como casa chica, la historia. ¿Por qué fue así y no al revés? No lo sé.


¿...y el azar?
José Luis Martínez me decía, en broma y medio en serio, “el problema es que tú no tienes muy claro la diferencia entre la historia y la lite- ratura”. Yo creo que él trataba de decir que para mí la historia es un género de la literatura, o la literatura es un género de la historia, las fronteras a veces se borran... Sé que una es el mundo de lo que ocurrió y otra es lo que debería ocurrir… Los críticos literarios tendemos a hacer excursiones de saqueo histórico. ¿Por qué lo hacemos? Yo creo que sería magnífico tema de un ensayo. Para volver a Sainte-Beuve, hizo crítica literaria todos los lunes en el periódico, pero también escribió una historia de la religión jansenista en Francia. Y el más conocido libro de Wilson es su historia de la revolución rusa, Hacia la estación de Finlandia (1940).


Y con ese impulso natural por fundir la frontera entre realidad y ficción, historia y la literatura, ¿estableciste un puente en el género biográfico?
Con Vida de Fray Servando (Era, 2004) me di el gusto aprehender una figura que me exigiera una absoluta veracidad y rigor histórico. Fueron quince años de trabajo, me fascinó el personaje y decidí seguir su huella.
¿A quién no lo fascinaría un hombre como él? Por eso jamás me pasó por la cabeza escribir una biografía novelada; hay algunas simpáticas pero no suelen pertenecer a los grandes géneros de la literatura (es un género que me disgusta, es biografía o es novela). Entonces, este libro me exigió la búsqueda documental, y el personaje es de una riqueza literaria tal que yo no tuve que agregar absolutamente nada. De mis libros es el que quizá reúne estas dos pasiones bicéfalas o contradictorias entre historia y literatura.


La escritura de este libro parece haberte conducido a un estilo abigarrado, denso, polifónico; ¿no crees que ésa fue una de las herencias que te dejó esta biografía?
Para mí hay un antes y después de la Vida de Fray Servando. Estoy seguro que no voy a volver a escribir un libro tan voluminoso. Sí, mi escritura se volvió más compleja, lo cual no es necesariamente bueno y ha provocado que ahora me cueste escribir cosas intermedias. Estoy acostumbrado a escribir cosas demasiado breves, que son las que me exige el periodismo –que es de lo que vivo– o bien tengo la idea de que cuanto toco debe volverse libro de seiscientas páginas, lo cual ya no es posible ni recomendable.


¿Ese estilo denso conlleva la intención significativa, de querer decir muchas cosas a la vez?
Es muy cierto y muy serio; creo que tengo una tendencia hacia el sobrecargamiento barroco, tú lo llamas de una manera más clásica, polifonía. Tiendo a ser farragoso si lo quieres decir así. La herencia de haber escrito un libro como la Vida de Fray Servando provocó en mí una especie de necesidad de decir muchas cosas al mismo tiempo, de habitar ese sitio plural que es la historia y, a la vez, tener medios limitados. La crítica literaria ejercida, como yo la hago, en un periódico (Reforma) y en una revista mensual como Letras Libres, lo tiene a uno sometido a la tentación o a la fatalidad de abarcar mucho y ser maestro en todo y doctor en nada; yo creo que ésa es la condena de un personaje como yo.


¿Quién crees que hace el canon ahora: las academias, las repúblicas de las letras, la industria literaria o los consorcios financieros?
El canon en un primer momento absorbe la literatura comercial, pero de inmediato la desecha. Desde luego la obligación del crítico es militar contra las pretensiones de las Iglesias y de los mercados por imponer propaganda o basura. El crítico tiene la necesidad de agarrar de la mano al lector y tratar de alejarlo del escaparate donde están las baratijas, llevándolo al lugar donde está la verdadera literatura. No conozco crítico que no padezca de esta tentación.

Por un lado, el crítico tiene esta dimensión pedagógica, didáctica. El canon se va formando de manera relativamente lenta. Y yo tiendo a pensar, de manera muy platónica, que el canon tiene un mecanismo de autoselección, que de alguna manera garantiza que de él forman parte sólo las almas bellas –por eso es platónico– y que el temor de que fuerzas adversas o perversas –como el mercado, o la ideología política– llenen el canon de personas non gratae, es un temor legítimo que tenemos quienes velamos por la integridad de la literatura, o tenemos la fantasía de que eso hacemos.
Yo creo que los autores impulsados por la industria editorial y los grandes mercados dudosamente entran al canon. Y es difícil porque lo que ellos venden son productos comerciales perecederos, ellos mismos invierten demasiado en su propaganda y poco en el arte. No sé si sea producto de la edad, de la experiencia o de la idiotez que nos va llegando a todos cuando envejecemos, pero ya no sufro de la indignación que me provocaban, a los veinticinco años, las novelas de Laura Esquivel, por ejemplo, porque estaban corrompiendo el gusto estético de la patria.
Señalar con el dedo flamígero a la literatura chatarra no debe ocuparnos más que algunos párrafos al año. Se hace más por la literatura comentando en público a los clásicos o aquellos libros que nos emocionan o nos intrigan. El examen de lo que Sainte-Beuve bautizó como “la literatura industrial” forma parte, más que de la crítica literaria, de la sociología de la percepción, del estudio de la sociedad del espectáculo.


En suma, finalmente, ¿cuáles serían las funciones de la crítica?
Yo creo que la crítica es la rama de la literatura que cuida de la literatura. El crítico es una especie de vigía, de guardabosque, es un organizador del gusto; es una figura doble. Por un lado es organizador del gusto: pastor que tiene la fantasía de llevar a los lectores hacia donde está la literatura verdadera; y a la vez combate en el interior de la literatura contra las supersticiones y los falsos ídolos.
Pero por el otro lado, el crítico es también, como decía Nietzsche, ese eunuco furioso, porque no le fue dado el don de la creación y por eso la critica. Estas dos personalidades del crítico son su sustancia antagónica. Y la riqueza de un crítico es la manera en que, más o menos, logra que estos dos seres convivan entre sí. Yo creo que esa dualidad monstruosa del crítico es lo que he descubierto y con lo cual sobrevivo.